Las indicaciones de Brandon le sirvieron a la perfección para dar con la casa de Solé Borras, la amiga de Gabi. Una calle sencilla, oculta, no muy abigarrada ni de gente ni de comercios, y la panadería como único referente. Una panadería a la antigua, con el olor del pan horneado llegando hasta más allá de la acera.
Los nombres estaban escritos en el panel de timbres exterior. La familia Borras ocupaba el cuarto primera. Pulsó el botón y esperó.
Lo hizo una segunda y una tercera vez antes de darse por vencida.
Nadie.
No supo qué hacer. Ya era tarde y tenía que regresar a casa para la comida. Herminia trabajaba en una perfumería, en la misma calle, y era la primera en llegar. Su madre lo hacía igualmente cerca. Llegaría del trabajo en apenas unos minutos.
Comprendió que lo que menos quería era ir a su casa.
Por fin había salido de ella. Ahora se negaba a regresar.
Extrajo por segunda vez el móvil del bolsillo de sus vaqueros, buscó el último número marcado y le dio al dígito de repetición. Al otro lado de las ondas, esta vez sí, escuchó la voz de Gustín. Lo imaginó extrañado por el origen de la llamada. Nunca le había telefoneado, así que él no tenía controlado el número que estaba apareciendo en la pantallita de su móvil.
– ¿Quién es?
– Soy Carla.
La desilusión atravesó el aire. La alcanzó de lleno.
– ¿Qué quieres ahora?
– He estado en casa de Lucas y Alberto.
– ¿Y?
– Me ha dicho Lucas que sólo llegasteis Diego, tú y la chica.
– Sí, ¿y qué?
– En el Diorama erais seis. ¿Qué se hizo de Quique, Nando y la otra chica, Solé?
– Quique y Nando pasaron de ir a casa de Lucas y Alberto. Dijeron que no estaban para meterse en un piso y sudar, que querían aire fresco y marcharse por ahí.
– ¿Y la amiga de Gabi?
– Se picó.
– ¿Con quién?
– Con ella, con el mundo en general… No sé, tía.
– Vamos, Gustín, por favor. Estoy intentando ayudar a Diego -tuvo que suplicarle.
– ¿En plan masoca?
– ¡En plan lo que sea! ¡Dímelo, joder!
– Solé se picó al ver cómo se lo montaba su amiga con Diego.
– ¿Le sentó mal?
– Dijo que era la última vez que la dejaba tirada, que si salían, salían, y si se iban de marcha, se iban de marcha.
– ¿Qué le respondió Gabi?
– Que nos tenía a nosotros, a los tres, Nando, Quique y yo, que espabilara.
– ¿Y?
– Ella pasó. Se fue cabreada.
– ¿Alguno de los tres lo intentó con ella?
– No. A Quique y a Nando, no sé, pero a mí, desde luego, no me iba. Muy pava. La verdad es que todos mirábamos a Gabi. Quique el que más. A Diego le puso las pilas, pero al resto…
– O sea, que a Quique le iba pero no pudo hacer nada.
– Si es que no hubo tiempo. Todo fue bastante rápido. Llegaron ellas, y a los cinco minutos Gabi y Diego ya estaban tonteando. Fue una pasada. Como si les picara el culo. El fuego y la pólvora.
– Gabi fue a por Diego.
– Fijo. En cuanto le echó el ojo encima.
– Y Diego se dejó.
– Cualquiera se hubiera dejado. Estaba de muerte.
– Gracias, Gustín -se despidió.
– Carla.
– ¿Qué?
– ¿De verdad estás haciendo preguntas por ahí?
– Sí.
Hubo una pausa breve.
– Si descubres algo, llámame -acabó ofreciéndose.
No pensaba hacerlo, pero se lo agradeció.
– Vale, chao.
– Chao.
Cortó la comunicación pero no se guardó el móvil. Abrió por segunda vez la línea, buscó en la memoria el número de su casa y lo pulsó.
– ¿Sí? -escuchó la voz de su hermana.
– ¿Hermi? Soy yo.
– ¿Qué pasa?
– Nada, es que no vendré a comer.
– ¿Por qué?
– Me pilla lejos.
– ¿Dónde estás?
– ¡Ay, Hermi, no empieces!
– Mamá se enfadará.
– ¡Caray, que no voy a dejar de comer!
– Me preguntará y, si no sé qué decirle, encima la tomará conmigo.
– Pues no le digas nada y ya está. Por la noche se lo cuento.
– ¿Es por Diego?
– No sigas, Hermi.
– Carla, no vale la pena.
– Eso es cosa mía.
– No lo vale, y tú no eres tonta. Lo sabes. Eres la lista de la familia, la que lee, estudia y todo lo demás. No lo estropees.
Odiaba eso. La consideraban guapa, demasiado guapa. Pero que en casa creyeran que además era brillante sólo porque leía mucho y todavía no se había cansado de estudiar…
– ¡No lo hago! -le gritó al auricular.
– Diego andaba metido en ambientes raros, por Dios.
– ¡Eso tampoco es verdad! ¡Ahora no! ¡Yo estaba con él y no frecuentábamos ambientes raros!
– Lo detuvieron dos veces por error, ¿verdad?
– ¡Hermi, cállate ya!
Se produjo una interferencia. Su hermana dejó de hablar con ella. Un rumor lejano, escuchado a través del móvil, la hizo comprender que su madre acababa de llegar a casa. La propia voz de Herminia se lo confirmó.
– ¿Mamá? -Luego le dijo a ella-: Es mamá.
– Te dejo -se despidió Carla.
– ¡Espera…!
No le dio tiempo a terminar la frase.
Cortó la comunicación y desconectó el móvil.
No tenía hambre. Se sentía excitada, y cuando le sucedía eso, se le ponían los nervios en el estómago y era incapaz de tragar nada. Su mente, además, iba acelerada. La última noche de Gabi había sido muy agitada, Diego, Gustín, Solé, Nando, Quique, Lucas, Alberto… Y los nuevos, el guaperas Brandon o el mismo camarero del Diorama. Una larga cohorte para el sudario final de una noche trágica.
Miró la calle de arriba abajo. No quería esperar de pie. A lo peor nadie de la familia Borras llegaba en horas, hasta la noche. Eso, si no estaban de vacaciones, por ejemplo. Vio un bar en la esquina más lejana y caminó hasta él. Se sentó en una mesa desde la cual podía atisbar el portal del edificio y cuando llegó el camarero le pidió una limonada.
Media hora después se atrevió con unas tapas, casi por capricho.
A Diego le gustaban delgaditas, casi en los huesos. No era su caso, pero, desde luego, tampoco estaba gorda, ni siquiera llena. Podía comer sin problemas de peso. Una suerte.
Trató de imaginarse a Gabi.
Brandon le había dicho que se parecía a ella.
No le extrañaba. El tipo de Diego era muy concreto. Su ex también estaba en la misma línea.
Mantuvo los ojos en la casa y el fuego en su mente. Imposible apagarlo, o dejar de pensar en todo aquello. Las preguntas, las dudas, las imágenes, volaban libres por su cabeza. Estuvo a punto de derrumbarse.
Entonces vio entrar en el edificio a una muchacha y supo que era Solé Borras.