– Intentó no hacer ruido al llegar a casa, pero le fue imposible pasar desapercibida. Herminia se presentó como un obstáculo insalvable en mitad del pasillo.
No tenía escapatoria.
– ¿Has ido a verlo? -fue directa su hermana mayor.
– Sí.
– Tienes un valor…
– Por favor, Hermi.
– ¿Qué te ha dicho?
Ya había llorado bastante, en la cárcel, y al salir, y de camino a casa, abrazada a sí misma y temblando como una hoja. A veces, lo único que le pedía a la vida era ser como las demás, normal, feliz.
Y no podía.
– Hermi, necesito ir al baño.
– Carla, por Dios. No te lo quedes dentro.
– Para lo que va a servir.
– ¡Suéltalo!
– ¡Vosotros ya lo habéis condenado, todos!
– Nadie lo ha condenado, eso se lo ha hecho él a sí mismo. -Herminia se cruzó de brazos.
El pasillo era corto, pero a veces parecía muy largo, y cuesta arriba.
– Me ha dicho que él no lo hizo.
Su hermana mayor asimiló la información. El único cambio que se produjo en su expresión fue el leve arqueo de la ceja izquierda.
– ¿Le has creído?
– Sí -la desafió.
– ¿Y ya está?
– No, no está. No lo hizo él y punto.
– Siento hacer de abogado del diablo… Bueno, no sé sí se dice así, pero da igual. ¿El semen fue a parar ahí por casualidad?
– Se acostó con ella.
– Tu novio se acostó con ella -lo repitió en voz alta.
Carla la atravesó con una mirada acerada.
– Sí.
– Pero no la mató.
– No.
– Estaban los dos en casa de él, solos. Llegan, lo hacen, la chica muere apuñalada y él no lo hizo.
Sonaba más espantoso de lo que era.
Aunque, desde hacía rato, lo que más le seguía doliendo era lo relativo al sexo.
– He de ir al baño, por favor -le suplicó a Herminia.
Su hermana la dejó pasar, pero no había terminado. Se dio cuenta de ello cuando vio que se apoyaba en la puerta del cuarto de baño, dispuesta a esperarla. Carla se metió dentro, se bajó los pantalones, las bragas, se sentó en la taza del inodoro y quiso vaciarse tanto como lo estaba haciendo su vejiga. La cabeza le daba vueltas. La visita al centro penitenciario formaba parte de una nebulosa, una más. Desde el momento en que conoció la noticia todo había sido nebulosas que formaban parte de una pesadilla global. Se movía, comía, actuaba igual que una sombra.
Quiso quedarse allí, oculta. Pero aunque tardase una hora en salir, Herminia seguiría afuera.
Su paciencia era parte de su personalidad.
Abrió la puerta tras vestirse de nuevo y lavarse las manos.
– ¿Qué? -se enfrentó a ella.
Eran muy distintas, demasiado, tanto de carácter como de aspecto. No parecían hermanas. A veces bromeaban con eso. Una rubia y la otra morena, una guapa y sensual y la otra revestida de discreciones. Pero llevaban la misma sangre, de eso no cabía duda.
– Carla, tú lo quieres, yo no. Tú estás enamorada o, mejor dicho, ciega, yo no. Quieres creer. Pues cree. Pero eso no va a cambiar ya nada, ¿entiendes?
– Nunca te ha gustado.
– Eso no tiene nada que ver. Sabes lo que pienso de él y punto. Allá tú lo que sientas, aunque me fastidie que pierdas el tiempo con alguien que sabía que acabaría mal y ha acabado mal. Y no creas que me jacto de ello. Ojalá me hubiese equivocado -la advirtió-. Pero eres mi hermana. Mi única hermana, ¿sabes? -los ojos le brillaron peligrosamente-, y esto es diferente. No quiero que te condenes por ello.
Pareció que iba a abrazarla. No lo hizo.
Se quedaron quietas, una frente a la otra, muy juntas pero también separadas por una enorme distancia personal.
– Hazme un favor -dijo Carla-. No le digas a mamá que he ido a verlo a la cárcel, ¿vale?
– Eso es cosa tuya, ya te lo dije.
– Gracias.
El abogado le había dado el recado a Herminia. De no ser por eso, ni ella lo sabría. Carla se apartó de su lado y se dirigió a su habitación. Cambió de idea antes de abrir la puerta. Dentro estaba a salvo, sola, pero el peso de tantas emociones tal vez la aplastase. Vaciló, y justo cuando más estaba dudando sonó el teléfono. Era la que estaba más cerca de la sala, así que fue a por él. Al descolgarlo cerró los ojos, como si de pronto todo fueran malas noticias.
– ¿Sí?
– ¿Carla? -escuchó la voz de su padre.
– ¡Papá! ¿Dónde estás?
– ¡Hola, cariño! En Berlín.
– ¡Ya val mein kamaraden! -dijo imitando un falso acento alemán, feliz por el hecho de poder distenderse unos segundos-. ¿Qué tal el viaje?
– Perfecto, un trayecto muy agradable. Ya sabes que me gusta circular por Centroeuropa. Nada que ver con la de animales que hay en nuestras carreteras.
Herminia asomó la cabeza por la puerta de la sala.
– ¿Está bien? -le susurró a su hermana.
– Hermi me pregunta si estás bien.
– Como siempre. ¿Está tu madre?
– Aún no ha llegado.
– Vaya -se escuchó el chasquido de su lengua al otro lado del hilo telefónico-. Bueno, dile que me han salido dos cargas más, que haré un par de paradas y que cuando llegue a España he de pasar por Bilbao y ya está.
– ¿Tardarás mucho?
– Dos o tres días, mujer.
Herminia ya se había retirado. Carla era la pequeña, siempre lo sería. Y la niña de sus ojos. La relación entre ellos, padre e hija, era más que especial. Todos lo sabían.
También era el único que la apoyaba, hiciera lo que hiciera.
Siempre.
– ¿Qué tal Diego?
Esperaba la pregunta, así que se aferró al teléfono para no caerse.
– No lo hizo, papá -susurró sin apenas voz.
El silencio fue muy intenso.
– Me lo ha dicho él, ¿de acuerdo? -lo rompió ella misma.
Otra pausa.
– De acuerdo, cariño -dijo su padre.
Carla lo imaginó al volante de su camión, circulando por una carretera llena de direcciones fantásticas que, un día, ella también recorrería. El mundo tenía que ser mágico. Un lugar enorme y hermoso en el que perderse, mochila al hombro. Siempre había sido su sueño, aunque en el último año, desde su relación con Diego, eso había pasado a un segundo plano. Amor y viajes parecían incompatibles. Y Diego pertenecía al barrio, a su universo, a sus gentes.
A lo mejor hacía alguna escapada con su padre.
Con aquella bestia de veinte metros de largo y una potencia brutal, a la que cuidaba como a una mujer, mimándola, hablándole.
Su padre era un caracol con la casa a cuestas.
– Un beso, papá -se despidió por si le hablaba con el móvil mientras conducía.
– Te quiero, cielo.
Una vez le había dicho a Diego que un padre era el único hombre en el que una chica podía confiar, y Diego se había echado a reír.
– ¡Anda que no hay tíos capullos que violan a sus hijas! -le dijo.
Por la noche había abrazado muy fuerte al suyo, sintiéndose feliz, protegida, afortunada de tenerlo.
Fue la primera vez que escuchó en labios de su novio aquella palabra: violar.