Desde la azotea, el mundo tenía otra perspectiva.
Como Dios, mirándolo desde alguna parte.
La calle, las casas, las ventanas iluminadas. Y detrás de cada una, personas, emociones, sentimientos, alegrías, penas, amores, odios, la mezcla que día a día hacía mover a la humanidad hacia delante, sin vuelta atrás.
El gran hormiguero global.
Creía que Diego le llenaba todo el cerebro, sin resquicios, y de pronto por una grieta se colaba otro problema: sus padres.
– Jesús… -suspiró hundida por aquel agobio.
¿Qué les sucedía a las personas? ¿Se volvían locas de pronto? ¿Era la vida tan larga, en el fondo, que en un momento u otro todo se echaba a rodar sin más? ¿O a cada hecho lo antecedía una causa y lo seguía una consecuencia?
Le costaba entenderlo.
Antes pensaba que las cosas eran blancas o negras.
Desde hacía unos meses sabía que incluso entre el blanco y el negro existía una extensa gama cromática de grises.
¿Por qué las personas eran capaces de amarse y luego de odiarse? Los mismos ojos que primero irradiaban amor, después podían lanzar dardos de animadversión. Las mismas manos que primero habían acariciado, más tarde eran capaces de convertirse en puños y golpear aquella piel antes deseada. La misma boca con la que se besaba apasionadamente y a través de la cual fluían las palabras del sentimiento, un día era capaz de gritar el desprecio. Sus amigas con novio, sus primas, todas querían «pasar el resto de la vida» con el chico al que decían amar volcánicamente. Y despertar cada mañana a su lado siempre, siempre, siempre. Pero siempre no existía. Había cotas. ¿En qué momento se olvidaba todo? ¿Y a causa de qué: de la rutina, el hábito, la indiferencia, la pérdida de la llama, el olvido de ese punto diferencial que era como pasar de la vida a la muerte?
No tenía ninguna respuesta. No las conocía.
Sólo las preguntas.
Ella misma aún no había empezado a vivir de lleno y ya tenía la duda instalada en su corazón.
Diego.
Lo quería tanto como ahora, de pronto, lo odiaba.
Odiar.
La palabra más fuerte, más siniestra y tenebrosa. Una palabra que nunca había admitido, que no figuraba en su diccionario personal.
Blanco y negro. Amor y odio. ¿Existía también una escala cromática intermedia entre el amor y el odio?
Pensó en su padre. Trató de imaginárselo con otra y no pudo. Y sin embargo era un ser humano, con sus limitaciones, sus luces y sus sombras. No sabía qué sucedía tras la puerta del dormitorio de sus padres. No tenía ni idea. Más aún: jamás había pensado en ello. A veces, con las amigas, hablando de ellos, de si «aún lo hacían», se sentía incómoda y se ponía roja. Tampoco era capaz de imaginárselos «haciéndolo». En las películas siempre eran jóvenes, como si el amor maduro no existiera. Y sin embargo, tenía que existir.
¿Por qué se dejaba de amar, de sentir? Su padre era una buena persona. Ante todo, eso: una buena persona. Un tipo afable, siempre de buen humor, cordial, dispuesto a ayudar a los demás, con sus ideas… En casa, la triste era su madre, desde siempre. Reía poco, se amargaba por cualquier cosa, parecía eternamente preocupada y, lo que es peor, resignada. Carla aborrecía la resignación. La sentía como una rendición. Resignarse era enterrar los sueños y la vida, y en la vida sabía que se debía de luchar hasta el final, hasta el último aliento. Una de sus frases subrayadas era: «No pierdas nunca la curiosidad. Sin curiosidad estamos muertos.»
Su madre, cuando las cosas rodaban mal, lamentaba su mala suerte, «el infortunio de los pobres». Pero cuando venían de cara, lo estropeaba igualmente diciendo que «por algún lado llegaría el golpe y había que estar en guardia». Nunca era feliz al cien por cien. Temía a la vida.
Y eso era lo peor.
Porque la vida, primero que nada, tenía que ser una aliada, el marco en el cual crecer y ser feliz.
Ahora su madre pensaba en dejarlo.
Separarse.
Fueran o no verdad sus sospechas, el interrogante final era saber si tendría valor.
Cerró los ojos para huir de tanta presión y tuvo que volver a abrirlos, porque a oscuras la presión iba por dentro y amenazaba con estallarle en los párpados. Le dolían la cabeza, el pecho, los brazos y las piernas. Una espiral incontenible.
Por esa razón agradeció tanto escuchar la voz de Gónzalo a su lado:
– ¿Llevas aquí mucho rato?
– Cinco minutos.
– ¿Qué tal el día?
– He estado haciendo preguntas por ahí.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¿Yqué?
– Nada -se encogió de hombros-. Un cuadro de lo más patético.
– ¿A quién has visto?
Se lo contó. Le habló de Gabi, de Solé, de Gustín, de Lucas, Alberto, Nando, Quique, el guaperas Brandon, el camarero del Diorama… La galería de personajes de la tragedia.
Mientras el héroe caído esperaba en la cárcel.
Y ella…
– ¿Te das cuenta de que si es verdad que no lo hizo, alguien está por ahí tan campante con eso a sus espaldas?
– Yo no podría -confesó Carla.
– ¿Te entregarías y perderías tu vida en prisión?
– Digo que no podría matar a una persona.
– ¿Y si fue un accidente?
– Gonzalo, la muerta tenía tres cuchilladas, dos de ellas mortales.
– Sí, claro.
Se le notó que buscaba ayudarla, pero no supo cómo. Acodados en el muro de la azotea, de cara a la calle, sus brazos se rozaron. Fue un calor íntimo. Ella no se apartó. Lo necesitaba. Con Gonzalo se sentía absolutamente libre, no tenía que fingir nada. Existía una transparencia común.
– Tú lo conoces mejor -volvió a expresar sus pensamientos su vecino-, pero a mí tampoco me cabe en la cabeza que la forzara, lo hiciera con ella, la matara para hacerla callar sin que nadie oyera ni un grito, se fuera a la cama como si tal cosa, sin tratar de deshacerse del cadáver o algo así, aunque no sé si eso es peliculero en exceso, y luego por la mañana se levantara tal cual y entonces llamara a la policía. Demasiado absurdo.
– Si estaba muy colocado, sí pudo -dijo Carla-. Esa es la cosa.
Por primera vez lo admitía en voz alta.
Los dos se dieron cuenta de ello.
Fue como si una trampa se abriera bajo sus pies. Ninguno de los dos quiso caer en ella. Buscaron la forma de liberarse, de recuperar el terreno y el tiempo perdidos. Rozaron una cierta angustia. Carla no quería que Gonzalo dijera nada.
Y entonces él cambió el sesgo de la conversación.
– Teníamos que haber seguido siendo novios, como de niños -sonrió.
Carla volvió la cabeza hacia él. Se encontró con su mirada irónica no exenta de ternura y lucidez.
– ¿Éramos novios? -preguntó.
– Por supuesto.
– Ah.
– No sé por qué lo dejamos.
– ¿Nos hicimos mayores?
– ¿Quieres decir tontos?
– Mira que eres burro cuando quieres.
– Por lo menos te he hecho sonreír.
– ¿Estabas enamorado de mí?
– Claro. Y tú de mí.
– ¿Ah, sí?
– ¿Crees que hicimos lo que hicimos por puro vicio?
– ¡Eso era el despertar de la sexualidad!
– Pues vale -lo dijo en el tono más quedón del mundo.
– ¡No puedo creer que estemos hablando de eso! -alucinó Carla.
– Pues ya era hora.
– ¿Por qué?
– Porque nosotros somos cojonudos. Y diferentes.
– Menuda explicación.
– La mayoría de los chicos y las chicas acaban renegando de su primera vez…
– ¡Ni que hubiéramos hecho el amor!
– Déjame seguir -se puso serio-. Digo que la mayoría de chicos, y sobre todo chicas, acaban renegando de su primera vez. Lo he leído, no es que tenga experiencia -se lo aclaró, aunque no hacía falta-. Pero hay más. Ninguno habla de sus inicios, de los primeros escarceos, como los nuestros. Les da vergüenza.
– A mí me la habría dado hasta hace cinco minutos.
– Pues en eso te gano. Yo ya…
– Míralo el pasota. ¿Y eso por qué?
– Porque quiero que sepas que siempre puedes confiar en mí -le dijo Gonzalo.
Sintió deseos de darle un beso en la mejilla.
Se contuvo.
Aún no estaba segura de qué significaba todo aquello.
– ¿Qué pasaría si hubiéramos seguido siendo novios? -le preguntó remarcando intencionadamente la última palabra.
– Estaríamos tan ricamente.
– Pero nos perderíamos un montón de cosas, ¿no crees?
Gonzalo lo meditó.
– Depende -proclamó sin mucha convicción.
Carla pensó en ello. Y de nuevo el recuerdo de Diego y la cárcel inundó su mente.
¿Realmente perdía algo?
– Yo te prefiero como amiga -Gonzalo suspiró con inocencia y le cortó el pensamiento-. Eres demasiado guapa para mí.
– ¿Quieres callarte, idiota? -Carla le dio un codazo.
– ¡Es la verdad! ¿Adonde iría yo con una novia como tú?
– Va, déjalo.
– Carla, no te hagas la estrecha. ¿Por qué te molesta tanto que te digan que eres guapa?
– Si sigues así, me voy.
– Vale, no contestes. Yo soy feo y lo acepto, ¿qué pasa?
– Míralo, el monstruito.
– Soy realista.
– Tú no eres feo. Eres un tío genial.
– Huy, sí, salgo a la calle y todas me esperan.
– ¿Cual es tu tipo? Nunca hemos hablado de eso.
– ¿Después de ti? -se apartó para no recibir el nuevo trompazo-. Lorena.
– ¿Lorena? -Carla se quedó sin aliento.
– ¿Qué pasa con ella?
– Pues… la verdad es que nos vemos poco -reconoció todavía alelada.
– ¿Poco? Desde que te liaste con Diego no ha vuelto por aquí.
– Liar no es la palabra adecuada -se lo reprochó.
– Perdona.
– No, no importa -se acodó otra vez en el muro-. Supongo que nos hemos distanciado un poco. Me he volcado tanto en él…
– Los amigos son siempre los que pagan el pato cuando alguien se enamora. Vosotras erais uña y carne.
– Yo diría que aún lo somos -retomó el nivel de su sorpresa anterior tras la revelación de su vecino-. Espera, espera, no te vayas por las ramas. ¿Me estás diciendo que te gusta Lorena?
– Sí.
– Nunca me lo dijiste.
– Te lo digo ahora.
– ¿Y por qué no lo intentaste con ella?
– ¿Para qué?
– ¡Para probar, digo!
– No me habría hecho caso.
– ¿Y tú qué sabes?
– ¿Te dijo alguna vez…?
– No, pero…
– ¡Bah, déjalo! -puso cara de circunstancias y trató de cerrarse en banda-. ¡Dios!, hemos hablado más de nosotros en cinco minutos, de pronto, que en todo este año. ¡Menudo confesionario!
Un nuevo Gonzalo. La misma Carla.
¿O no?
Lo miró largamente, de perfil, sus ojos, su nariz, su boca. Sí, unos años antes los había tenido en su cuerpo. Unos años antes eran niños, sin cortapisas, sin excusas. Y él había estado enamorado de ella. Y ella… Ni lo sabía. Diego había borrado cualquier rastro anterior. Pero ahora Gonzalo era otro, y Lorena, su Lorena, su mejor amiga…
No, no era feo. Era normal.
Gonzalo y Lorena.
– Cuéntame cuándo te enamoraste de ella, va.