Lo estudió una vez, y otra con la segunda pasada. Estaba segura de que no había error posible, pero aún así, al detenerse ante él, se lo preguntó:
– Perdona, ¿eres Dimas?
– Sí.
– Me han dicho en tu casa que estabas aquí sentado.
– ¿Quién eres?
– Carla, la novia de Diego.
– Oh, sí.
Hizo ademán de levantarse y ella lo evitó. Se inclinó sobre el chico, le dio un beso en cada mejilla y no esperó a que él la invitara. Se sentó en una de las sillas libres de la mesa mientras él dejaba el libro que estaba leyendo.
– No nos conocíamos, ¿verdad? -indagó inseguro Dimas.
– No.
– Es que a veces soy un despiste.
Carla le observó. Tenía pinta de intelectual. Veintidós, veintitrés, cabello algo largo, gafas negras de concha, un poco de barba, un poco de bigote, sonrisa franca, piel blanca, manos de poeta.
Para ella, unas manos largas y finas eran manos de poeta.
– No quiero molestarte -se excusó.
– Qué va -la cubrió con una mirada de ensoñación que resultó demasiado transparente, a caballo de una timidez palpable y un cierto toque de seguridad por aquello de la edad-. ¿Dices que has ido… a mi casa?
– Sí, tu madre es muy amable.
– Lo es con todas las chicas -hizo un gesto expresivo.
– Pues lamento haberte puesto en un compromiso.
– Bueno, me haré el misterioso.
Liberaron un poco los nervios riendo al unísono. Carla no quiso prolongar los prolegómenos. Un camarero se les acercó para preguntar si querían algo más y ella se apresuró en decir que no. La cerveza de Dimas estaba a la mitad.
– Quería hablar contigo, hacerte unas preguntas.
– ¿Conmigo?
– Sobre la noche en casa de Lucas y Alberto.
– ¿Y por qué a mí? -mostró su sorpresa.
– Me ha dicho Alberto que tú llevaste a Diego y a esa chica a casa de él.
– Sí, bueno…
– Sé todo lo que pasó, tranquilo -manifestó con calma-. Sólo intento reconstruir los últimos pasos de Diego y ella.
– ¿Por qué?
– Porque él no lo hizo.
– ¿Ah, no?
Lo dijo como si se hubiera perdido algo.
– No -quiso dejarlo claro Carla.
No hubo respuesta, ni reacción, salvo que Dimas alargó la mano derecha, agarró el vaso de cerveza y le dio un largo sorbo.
– Pues no se qué puedo contarte que no te imagines tú -volvió a dejarlo en la mesa-. Los vi tan a tope que como me venía de paso… me ofrecí a llevarlos, nada más.
– ¿Cómo fue el trayecto?
– Pues…
– Sé que iban pasados de vueltas, que montaron el número en el piso y probablemente en tu coche, pero necesito estar segura.
– Es que… no es agradable.
– Ya.
– ¿Aún eres… su novia?
– Sí, y déjame decirte algo: hablé con Diego en la cárcel, y con Gustín, con Lucas, con Alberto… Con todos. Sólo quiero entender qué pasó y ayudarlo. Tú fuiste la última persona que los vio, ¿no?
Dimas se puso pálido.
– ¡Joder! -suspiró.
– Cuéntame qué hicieron en tu coche, si estaban felices, si se pelearon…
– Sólo los llevé, bastante hacía con conducir mientras gritaban y…
– ¿Se sentó él contigo y ella detrás?
– No, no, los dos detrás.
– ¿Y? -se vio obligada a arrancarle las palabras.
– Bueno, si lo sé no los llevo -se resignó Dimas.
– ¿Tan fuerte fue?
– Casi lo hicieron en el coche. Tuve que decirles que no se pasaran, que si nos paraba la policía yo no quería marrones, que encima de que les hacía un favor, se esperasen.
– Así que les dejaste a punto.
– Sí.
– Muy a punto.
– Como para no llegar a la cama -suspiró Dimas.
Carla tragó saliva.
– Lo siento -dijo él.
– Yo he preguntado, no lo sientas. ¿Dijeron algo?
– Aparte de las burradas que se dicen en estos casos… no, que yo recuerde.
– Algo, lo que sea.
– Inteligible… -hizo un esfuerzo-. Diego le preguntó cómo estaba sola una tía como ella, y ella le contestó que había tenido novio, pero que le acababa de dar puerta, por plasta y celoso.
– ¿Celoso?
– Sí.
Recordó a Brandon el guaperas. Cuando habló con él en la tintorería le había parecido todo menos celoso.
Claro que Gabi, su ex, estaba muerta. Y él tenía que aguantar el tipo.
– La chica dijo que él aún la llamaba a todas horas, pidiéndole que volviera, y que a veces la seguía.
– ¿Dijo eso?
– Sí.
– ¿Algo más?
Dimas hizo memoria. Se acabó la cerveza y dejó transcurrir dos o tres segundos.
– Que se les entendiera, no -fue concluyente.
Carla ya no esperó. En otras circunstancias hubiera seguido hablando con Dimas. Tenía aspecto de universitario, o de intelectual discreto. No era su tipo, los prefería más radicales y rompedores, pero él parecía un alma un tanto perdida. Se dio cuenta de que leía a Delibes. Había en él algo de candor.
– Gracias -se puso en pie casi de un salto.
– Caray, ¿ya te vas? -lo lamentó él.
– Lo siento -volvió a darle un beso en cada mejilla.
Esta vez Dimas aspiró el aire que la envolvía.