– Así que cuando he llegado a casa del trabajo -dijo Kendra-, he visto que los chicos habían tenido una pelea. Pero no dice nada, y Toby tampoco. No es que esperara que Toby se chivara. No de Joel, de entre todas las personas. -Apartó la mirada de las plantas de los pies de Cordie y estudió el gráfico de reflexología que tenía encima de la mesa de la cocina, junto a la que ella y su amiga estaban sentadas. Movió los pulgares ligeramente a la izquierda del pie derecho de Cordie-. ¿Qué tal? -dijo-. ¿Qué notas?
Cordie se había prestado gustosa a hacer de cobaya. Se había quitado los zapatos con tacón de cuña, había permitido que le lavara los pies, se los secara y se los frotara con loción, y había proporcionado a Kendra un comentario sobre la cantidad de efectos que la reflexología tenía sobre su cuerpo.
– Mmm -dijo-. Me hace pensar en una tarta de chocolate, Ken. -Levantó un dedo, frunció el ceño y dijo-: No. No, no es… Sigue… Un poco más… Oh, sí. Ya lo tengo. Más bien es… un hombre guapo besándome la nuca.
Kendra le dio una palmadita en la pantorrilla.
– Habla en serio -dijo-. Es importante, Cordie.
– Joder, y un hombre guapo besándome la nuca también lo es. ¿Cuándo haremos otra noche de chicas? Esta vez quiero a un veinteañero de la universidad, Ken. Alguien con grandes músculos en los muslos, ¿entiendes lo que quiero decir?
– Lees demasiadas revistas de sexo para mujeres. ¿Qué tienen que ver unos muslos musculosos con nada?
– Le dan fuerza para que me sujete como quiero que me sujeten: contra la pared con las piernas agarradas a él. Mmm. Es lo que quiero ahora.
– Como si fuera a creerte, Cordie -la informó Kendra-. Si es lo que quieres, sabes dónde conseguirlo y sabes quién estará más que encantado de dártelo. ¿Qué tal ahora? -Aplicó una nueva presión.
Cordie suspiró.
– Joder, Ken, eres buenísima. -Se recostó en la silla tan bien como pudo, teniendo en cuenta que era una silla de cocina. Dejó caer la cabeza en el respaldo y dijo mirando al cielo-: Entonces, ¿cómo lo has sabido? Lo de la pelea.
– Tenía moratones en la cara; alguien le había golpeado -dijo Kendra-. He vuelto a casa del trabajo y le he encontrado en el baño intentando borrar todas las señales. Le he preguntado qué había pasado y me ha dicho que se había caído por las escaleras de la pista de patinaje. En el parque.
– Podría ser -señaló Cordie.
– No con el miedo que tiene Toby a separarse de él. Algo ha pasado, Cordie. No entiendo por qué no me lo cuenta.
– ¿Tendrá miedo de ti, quizá?
– Creo que más bien se trata de que le da miedo causarme problemas. Ya ve que Ness me los causa.
– Por cierto, ¿dónde anda la señorita Vanessa Campbell últimamente? -preguntó Cordie con sarcasmo.
– Entra y sale, como siempre.
Kendra pasó a relatarle su intento de disculparse con Ness por lo que había sucedido entre ellas. Aún no había mencionado el asunto a Cordie porque sabía que su amiga formularía la pregunta lógica sobre la disculpa: el porqué, y no le apetecía demasiado responder. Pero, en este caso y por la pelea de Joel, Kendra sintió la necesidad de recibir el consejo de su amiga. Así que cuando Cordie le preguntó por qué diablos se disculpaba ella con una chica que desde el momento en que llegó había trastocado la vida en el 84 de Edenham Way, Kendra le dijo la verdad: se había encontrado con el hombre que estaba con Ness en el coche esa noche cuando Kendra se había acercado a la chica. El hombre le había contado una historia totalmente distinta de la que había imaginado. Él era… Kendra intentó encontrar una forma de explicárselo que no provocara más preguntas de Cordie. Al final dijo que el hombre había sido tan sincero con lo que le había contado que supo en el fondo de su corazón que decía la verdad: Ness estaba borracha en el pub Falcon y el hombre la había llevado a casa antes de que se metiera en líos.
Cordie hizo hincapié en el detalle que consideró más destacado. ¿Kendra se lo había encontrado? ¿Cómo había sucedido? ¿Y quién era? ¿Por qué se había molestado siquiera en explicarle lo sucedido con Vanessa Campbell la noche en cuestión?
Kendra se sintió más incómoda. Sabía que Cordie olería una mentira del mismo modo que un perro de caza huele un zorro, así que no se molestó. Le dijo a su amiga que había recibido una llamada para un masaje deportivo, que había acabado en el estudio que había encima del pub Falcon y que se había encontrado cara a cara con el hombre que estuvo con Ness esa noche.
– Se llama Dix D'Court -añadió Kendra-. Sólo le he visto esa vez.
– ¿Y eso te basta para creerle? -le preguntó Cordie hábilmente-. Huy. No me lo estás contando todo, Ken. No me mientas porque te lo veo en la cara. Algo pasó, ¿rollaste por fin?
– ¡Cordie Durrell!
– Cordie Durrell, ¿qué? No le recuerdo muy bien, pero si quería un masaje deportivo, será que tiene un buen cuerpo deportivo. -Pensó en aquello-. Joder. ¿Tú sí has conseguido unos muslos musculosos? Qué injusticia más escandalosa.
Kendra se rió.
– No conseguí nada.
– No porque él no quisiera, imagino.
– Cordie, tiene veintitrés años -le dijo Kendra.
Cordie asintió con la cabeza.
– Eso le da vigor.
– Bueno, no lo sé. Después del masaje sólo hablamos. Eso fue todo.
– No te creo ni por asomo. Pero si es verdad, eres tonta de remate. Me dejas a mí en una habitación con alguien que quiere un masaje deportivo y cuando acabe no vamos a tener una conversación estimulante sobre cómo va el mundo, no. -Cordie bajó los pies del regazo de Kendra, para meterse mejor en la conversación, sin distracciones-: Bueno. Encontraste a Ness y le pediste perdón. ¿Qué pasó después?
Nada, dijo Kendra. Ness no atendía a perdones ni a nada.
Limitó sus comentarios a su sobrina, puesto que permitir que divagaran en torno a Dix D'Court implicaría revelarle a Cordie que el hombre había estado llamándola una y otra vez desde la noche del masaje. No la llamaba para pedir otro masaje deportivo. Quería verla. Kendra había sentido algo aquella noche, le dijo el hombre. Él también. No quería dejarlo pasar. ¿Y ella?
Después de las tres primeras llamadas, Kendra había dejado que su móvil recogiera los mensajes. Había dejado que el contestador de casa hiciera lo mismo. No le devolvió las llamadas, suponiendo que al final se rendiría. No fue así.
Poco después de la conversación con su amiga, Dix D'Court apareció en la tienda benéfica de Harrow Road. Kendra se había dicho que su aparición en el local era una coincidencia, pero él la sacó de su error de inmediato. Sus padres, dijo, eran los propietarios del Rainbow Café. ¿Sabía dónde estaba? ¿Justo más abajo? Iba de camino hacia allí cuando un artículo del escaparate de la tienda benéfica llamó su atención. («Abrigo de señora con botones grandes», dijo después. Pronto sería el cumpleaños de su madre.) Había ralentizado el paso para mirar el abrigo y, entonces, detrás, la había visto a ella en la tienda. Por eso había entrado, le explicó.
– ¿Por qué no me has llamado? -le preguntó-. ¿No has recibido los mensajes que te he dejado?
– Los he recibido -dijo Kendra-. Pero no he encontrado una buena razón para devolverlos.
– Entonces me estás evitando. -Una afirmación, no una pregunta.
– Supongo que sí.
– ¿Por qué?
– Yo doy masajes, señor D'Court. No me ha llamado para concertar uno. Al menos, si ésa era su intención, no lo ha dicho. Sólo «Quiero verte», lo cual no me dice que lo que buscara tuviera un carácter profesional.
– Fuimos más allá de lo profesional. Estabas tan dispuesta como yo para lo que iba a pasar. -Levantó una mano para impedirle contestar y dijo-: Y sé que no es muy caballeroso mencionártelo. Por lo general, me gusta ser caballeroso. Pero también me gustan las cosas claras, ¿comprendes?, no reescribirlas porque a alguien le convenga.
Kendra estaba contando el dinero de la caja cuando entró, tan próxima estaba la hora de cerrar que si hubiera llegado diez minutos más tarde no la habría encontrado. Ahora, sacó el cajón del dinero y lo llevó a la trastienda, donde lo guardó en la caja fuerte y la cerró con llave. El hombre tenía que interpretar aquello como un rechazo, pero se negó a tomarlo como tal.
La siguió, pero no entró en la trastienda, sino que se quedó en la puerta, donde las luces del local recortaban su silueta de un modo inquietante. El cuerpo que Kendra había visto aquella noche encima del pub Falcon quedaba enmarcado en la entrada. Era una proposición tentadora.
Pero Kendra tenía otras cosas en la mente para su vida, y liarse con un chico de veintitrés años no era una de ellas. Chico, se recordó. No hombre. C-h-i-c-o, casi dos décadas más joven que ella. Lo cual era mejor, ¿no?, se preguntó entonces. Los diecisiete años de diferencia que se llevaban declaraban que la posibilidad de iniciar una relación era nula.
– Voy a decirte lo que pienso -le dijo él-. Eres como la mayoría de las mujeres, y eso significa que imaginas que lo que busco es un echar un polvo rápido. Te llamo para acabar lo que empezamos porque no me gusta que una mujer se me escape tan fácilmente. Me gusta hacer otra muesca en mi cinturón. O donde sea que un tío hace una muesca, porque no tengo ni idea.
Kendra se rió.
– Pues eso es justo lo que no pienso, señor D'Court -le dijo-. Si creyera que es eso, un polvo rápido y punto, le habría llamado y quedado con usted, porque no voy a mentir y no sirve de nada, ¿no? Usted estaba en la habitación y fue partícipe de lo que sucedió entre nosotros. Y lo que sucedió no fue precisamente que yo dijera: «Quíteme las manos de encima, cerdo». Pero me dio la sensación de que usted no era de ésos y, verá, no quiero lo que usted busca. Y tal como veo yo las cosas, dos personas, es decir, un hombre y una mujer, necesitan buscar lo mismo cuando se lían, o uno de los dos va a meterse en problemas de los que acaban rompiéndole el corazón.
El hombre la miró fijamente y lo que brillaba en su cara era admiración, agrado y diversión, todo mezclado.
– Dix -dijo. Fue su única respuesta.
– ¿Qué?
– Dix. No señor D'Court. Y tienes razón en lo que dices, lo que hace que todo sea más complicado, verás. Hace que te desee aún más porque no eres como… -Sonrió y cambió a la forma de hablar de ella-. No es usted como la mayoría de las mujeres que conozco. Créame.
– Eso -dijo Kendra con aspereza- es porque soy mayor. Diecisiete años. Me he casado dos veces.
– Dos estúpidos que te dejaron escapar, entonces.
– No fue su intención.
– ¿Qué pasó?
– Uno murió y el otro robó un coche. Está en Wandsworth. Me dijo que tenía un negocio de repuestos. Pero yo no sabía de dónde venían esos repuestos.
– Vaya. ¿Y el otro? ¿Cómo mu…?
Kendra levantó la mano.
– No voy a entrar en eso -dijo.
Él no la presionó, simplemente dijo:
– Complicado. Has tenido experiencias complicadas con los hombres. No me gusta.
– Bien por ti. Eso no cambia las cosas conmigo.
– ¿Y cómo son las cosas?
– Atareadas. Una vida. Tres niños de los que intento hacerme cargo y una carrera que intento conseguir que despegue. No tengo tiempo para nada más.
– ¿Y cuando necesitas un hombre? ¿Lo que un hombre puede darte?
– Existen formas -dijo-. Piénsalo.
El hombre se cruzó de brazos y se quedó callado.
– Solitaria -dijo al fin-. Placer, sí. Pero ¿cuánto dura? -Y antes de que pudiera contestar, añadió-: Pero si así es como quieres que sea, tengo que aceptarlo y seguir adelante. Así que… -Repasó el trastero con la mirada como si buscara algún tipo de pasatiempo. Dijo-: Vas a cerrar, ¿verdad? Ven conmigo; conocerás a mi madre y a mi padre. El Rainbow Café, como te he dicho. Mi madre me tiene preparado un batido de proteínas, pero imagino que te hará un té.
– ¿Así de fácil? -dijo Kendra.
– Así de fácil -contestó Dix-. Coge el bolso. Vamos. -Sonrió-. Mi madre sólo es tres años mayor que tú, así que te caerá bien, imagino. Tenéis cosas en común.
El comentario le hirió en el alma, pero Kendra no tenía ninguna intención de picar. Empezó a caminar hacia la tienda, donde tenía el bolso guardado debajo del mostrador. Pero Dix no se movió. Estaban frente a frente.
– Qué guapa eres, joder, Kendra -dijo. Le puso la mano en la nuca. Utilizó una presión suave. Se suponía que ella debía lanzarse a sus brazos y lo sabía.
– Acabas de decir… -dijo.
– He mentido. No sobre mi madre. Sino sobre dejarlo estar. No tengo intención de hacerlo.
La besó. Kendra no se resistió. Cuando la llevó a la trastienda, lejos de la puerta, tampoco se resistió. Quería hacerlo, pero ese deseo y todas las precauciones que lo acompañaban gimoteaban inútilmente desde su cerebro. Mientras tanto, su cuerpo decía otra cosa, contaba una historia sobre el tiempo que había pasado, sobre lo bien que la hacía sentir, sobre lo insignificante que era, en realidad, echar un polvo rápido sin ninguna atadura. De todas formas, su cuerpo le decía que todo lo que Dix había comentado sobre sus intenciones con ella era mentira. Tenía veintitrés años y a esa edad los hombres sólo quieren sexo -la penetración ardiente y el orgasmo satisfactorio- y harían y dirían lo que fuera para conseguirlo. Así que no importaba cómo evaluara la situación entre ellos, lo que en realidad quería era otra muesca en su cinturón, la seducción llevada a una conclusión satisfactoria. Todos los hombres eran así, y él era un hombre.
Así que se dejó llevar por el momento, nada de pasado y nada de futuro. Abrazó el ahora.
– Oh, Dios mío -dijo jadeando, cuando por fin conectaron.
Era todo lo que su cuerpo había prometido que sería: muslos musculosos y demás.
El hecho de que Six y Natasha no estuvieran más cerca de su sueño de poseer un teléfono móvil que la noche en que Ness las conoció fue lo que provocó la grieta inicial en la relación entre las tres chicas. Esta grieta se ensanchó cuando el Cuchilla le dio a Ness el aparato electrónico más desquiciante de finales del siglo xx. El móvil, le dijo, era para que lo llamara si alguien la molestaba cuando no estaba con él. Nadie, dijo, iba a meterse con su mujer, y si alguien lo hacía tendría noticias suyas enseguida. Podía llegar deprisa a ella estuviera donde estuviera, así que no tenía que dudar en llamarle si le necesitaba.
Para una niña de quince años como Ness, estas declaraciones -a pesar de estar hechas sobre un futón con manchas cuestionables en un piso sucio sin electricidad ni agua corriente- parecían una prueba indudable de devoción; no parecían lo que eran en realidad, una prueba de las intenciones del Cuchilla: controlarla y tenerla a mano cuando quisiera. Six, que tenía mucha más experiencia en el campo de las relaciones insatisfactorias y estaba mucho mejor informada sobre las costumbres del Cuchilla -puesto que había crecido en la misma zona de North Kensington que él- recibió todo lo que Ness decía sobre el hombre con recelo, por no decir rotundo desdén. Estas reacciones se intensificaron cuando el móvil hizo acto de presencia en la vida de Ness.
Aquella tarde en concreto, las chicas se habían aventurado a ir más allá de Whiteley's. Estaban en Kensington High Street, donde se entretuvieron primero probándose ropa en Top Shop, luego hurgaron en los estantes de los jerséis de fuera de temporada de H &M y, al final, se adentraron en otra tienda más de Accessorize, donde el plan era mangar unos pendientes.
Six destacaba en esta actividad, y Ness no le iba a la zaga. Natasha, sin embargo, tenía muy poco talento en el terreno de la prestidigitación y era tan torpe como desgarbada. Normalmente, se encargaba de las maniobras de distracción, pero este día decidió unirse a la acción.
– ¡Tash! -le dijo Six entre dientes-. ¡Haz lo que tienes que hacer! Me estás cabreando, tía.
Pero no logró dar la vuelta a las intenciones de Natasha. La chica fue al expositor de zarcillos y lo tiró al suelo justo cuando Six intentaba meterse tres pares de pendientes de cristal chabacanos en el bolsillo.
El resultado fue que echaron a las tres chicas del local. Allí, delante de la tienda y a plena vista de la muchedumbre que pasaba por High Street, dos guardias de seguridad obesos, que parecieron materializarse del éter comercial del local, las pusieron contra la pared y les sacaron fotografías con una vieja Polaroid. Las fotos, informaron a las chicas, se colocarían junto a la caja. Si alguna vez volvían a entrar en la tienda… No hacía falta decir más.
A Six todo aquel asunto la puso de los nervios. No estaba acostumbrada a un trato tan humillante: no estaba acostumbrada a que la pillaran. Y no la habrían pillado si a la exasperante de Natasha no se le hubiera metido en la cabeza que quería birlar algo de la tienda.
– Joder, Tash, eres tonta del culo -dijo Six, pero decirle eso a Natasha no le proporcionó la satisfacción que deseaba. Buscó otro foco. Ness era el objetivo lógico.
Six se dirigió a por ella indirectamente. Como la mayoría de la gente que es incapaz de evaluar su propio estado emocional, reemplazó lo que sentía por algo menos aterrador. La falta de dinero era un sustituto adecuado para la falta de un propósito en la vida.
– Hay que conseguir pasta -dijo-. No podemos confiar en mangar cosas y venderlas. Vamos a tardar una eternidad.
– Sí -dijo Tash, fiel a su posición de estar siempre de acuerdo con lo que dijera Six. No preguntó para qué necesitaban el dinero. Six tenía sus razones para todo. El dinero siempre era útil, en especial cuando los camellos que repartían en bici no estaban dispuestos a arriesgarse a arañar un poco de material de las bolsas de marihuana por ver realizada la fantasía sexual que pudieran tener.
– ¿Y cómo vamos a conseguirla?
Six hurgó en su bolso y sacó un paquete de Dunhills que acababa de robar en un estanco de Harrow Road. Cogió uno, sin ofrecer el paquete a las otras dos chicas. No tenía ni cerillas ni mechero, así que paró a una mujer blanca con un niño en un cochecito y le exigió algo «para encender este piti». La mujer dudó, la boca abierta pero las palabras atascadas.
– ¿Me has oído, zorra? -le dijo Six-. Necesito que me des fuego, coño, y espero que lleves algo en ese bolso que me sirva.
La mujer miró a su alrededor como si buscara que alguien la socorriera, pero la vida en Londres -definida por una moralidad cuyo lema era «mejor a ti que a mí»- anunciaba que nadie iba a acudir en su ayuda. Si hubiera dicho: «Quita de en medio, cerda asquerosa, o me pondré a gritar tan fuerte que no te quedarán tímpanos cuando acabe contigo», Six se habría quedado tan pasmada por lo extraño del comentario que habría hecho lo que la mujer le pedía. Pero en lugar de eso, cuando la pobre revolvió en su bolso para satisfacer la petición de Six, la chica vio el billetero, se fijó en lo abultado que estaba, sintió la gratificación que proporciona conseguir unas ganancias fáciles e inmerecidas y le dijo que también le diera algo de dinero.
– Sólo es un préstamo -le dijo a la mujer, con una sonrisa-. A menos que quieras convertirlo en un regalo o algo así.
– Eh, Six -dijo Ness al ver la escena, y su voz era de advertencia. Robar artículos en tiendas era una cosa; participar en un atraco era otra.
Six no le hizo caso.
– Con veinte libras me basta -dijo-. Dame el Bic también, por si más tarde quiero otro piti.
El hecho de que no pareciera un atraco y no siguiera el curso de un atraco típico permitió que la empresa concluyera sin complicaciones. La mujer -que tenía que cuidar de un niño y llevaba encima mucho más de veinte libras- se sintió aliviada por que la dejaran marchar tan fácilmente. Le entregó el mechero, sacó un billete de veinte libras de la cartera sin abrirla del todo para no mostrar cuántos billetes de veinte libras tenía y salió disparada cuando Six se apartó.
– ¡Sí! -dijo Six, encantada por cómo había concluido su enfrentamiento con la mujer. Y entonces vio la cara de Ness, que no transmitía la aprobación que estaba buscando-. ¿Qué pasa? ¿Eres demasiado buena para esto o qué?
A Ness no le gustaba lo que acababa de ocurrir, pero sabía que lo prudente era no hacer ningún comentario. Así que dijo:
– Danos un piti. Tengo unas ganas de fumar que me muero.
A Six no le convenció la contestación de Ness. Como vivía gracias a su ingenio y a su habilidad por calar a sus colegas, sabía percibir la desaprobación.
– ¿Por qué no te los consigues, lumbrera? -dijo-. Yo me arriesgo y tú sacas el beneficio.
Ness abrió más los ojos, pero, por lo demás, no alteró su expresión.
– Eso no es verdad.
– ¿Tash? -dijo Six-. ¿Es verdad o no, tía?
Natasha se esforzó por encontrar una respuesta que no ofendiera a ninguna de las dos chicas. No se le ocurrió ninguna lo suficientemente deprisa como para satisfacer a Six.
– Además, tal como lo veo yo, tú no necesitas arriesgar nada, lumbrera -le dijo Six a Ness-. Tienes a tu hombre, que te suministra. Y ni siquiera compartes nada con nadie. El dinero, quiero decir, ni tampoco el material. Ni pitis ni porros. En cuanto a otras cosas… Bueno, mejor me callo. -Se rió e intentó encenderse el cigarrillo. El Bic estaba «muerto»-. ¡Zorra de mierda! -dijo, y tiró el mechero a la calle.
Lo que Six había dicho sobre el Cuchilla golpeó a Ness en un lugar inesperado.
– ¿De qué hablas, Six? -preguntó.
– Lo que he dicho. Mejor me lo callo, lumbrera -contestó Six.
– Será mejor que me lo digas, zorra -le dijo Ness, hablando desde un miedo tan profundo como el de Six, aunque la fuente era totalmente distinta-. Si tienes algo que decirme, dímelo. Ahora.
Poseer un móvil. Tener una fuente de dinero a mano si lo quería. Ser elegida por alguien importante. Tales fueron estímulos suficientes para Six:
– ¿Te crees que eres la única, putita? Igual que se te folla a ti, se está follando a una zorra llamada Arissa. En realidad, se la follaba antes que a ti y no dejó de follársela cuando empezó contigo. Y antes de vosotras dos, dejó preñada a una tipa de Dickens y a otra de Adair Street, al lado de la casa de su madre, y por eso ella le echó. Lo sabe todo el mundo; es lo que hace. Espero que estés tomando precauciones, porque te engaña a ti y engaña a Arissa, igual que hizo con las demás, y cuando tenga suficiente, te dejará. Es lo que le gusta hacer. Pregunta por ahí si no me crees.
Ness sintió que el frío la invadía, pero sabía lo importante que era proyectar indiferencia.
– ¿Te crees que me importa? -dijo-. Si me hace un bombo, me parece bien. Así tendré mi propio piso, que es lo que quiero.
– ¿Crees que vendrá a verte después? ¿Crees que te dará dinero? ¿Que dejará que te quedes con ese móvil? Si te quedas preñada, romperá contigo. Es lo que hace, y eres tan estúpida que aún no lo has visto. -Dirigió sus comentarios siguientes no a Ness, sino a Natasha, y habló como si Ness hubiera desaparecido-: Mierda, Tash, ¿tú qué crees? Debe de tenerla de oro, el tío. Es tan evidente lo que tiene en la cabeza que, o bien las mujeres son más estúpidas de lo que yo creía, o bien tiene una polla que las hace cantar cuando se la enchufa. ¿Tú qué imaginas qué es?
Aquello era demasiado para Natasha. La conversación era bastante obvia, pero las causas subyacentes eran demasiado sutiles para que las comprendiera. No sabía de parte de quién ponerse, ni siquiera sabía por qué se suponía que tenía que ponerse de parte de alguien. Se le humedecieron los ojos. Se chupó el labio.
– Mierda -dijo Six-. Me largo de aquí.
– Sí -dijo Ness-. Vete ya, zorra.
Tash hizo un ruido similar a un quejido y miró de Six a Ness, esperando a que empezara la pelea. Odiaba pensarlo: chillidos, patadas, empujones, tirones de pelo y arañazos en la piel. Cuando las mujeres se lanzaban la una a por la otra, era peor que una pelea de gatos, porque las riñas entre mujeres siempre empezaban cosas que se prolongaban eternamente. Las riñas entre hombres ponían fin a las discusiones.
Lo que Tash no tuvo en cuenta en aquel momento fue la influencia del Cuchilla. Sin embargo, Six sí. Sabía que una pelea con Ness no acabaría con una pelea con Ness. Y si bien no soportaba en absoluto alejarse del guante que Ness acababa de arrojarle, tampoco era estúpida.
– Vámonos, Tash -dijo-. Ness tiene a un hombre con necesidades de las que tiene que ocuparse. Ness está desesperada por tener un bebé. Ya no tiene tiempo para tías como nosotras. Diviértete, zorra -le dijo a Ness-. Eres una desgraciada de mierda.
Se giró sobre los talones de aguja de sus botas y se marchó en dirección a Kensington Church Street, donde un trayecto en el autobús número 52 las llevaría de regreso, a ella y a Natasha, a su ambiente. Ness decidió que podía utilizar su maldito móvil para llamar al Cuchilla y pedirle que la llevara a casa. Pronto descubriría lo dispuesto que estaba a complacerla.
Kendra se encontró, enseguida, justo donde no quería estar. Siempre había despreciado a las mujeres que se derretían al pensar en un hombre, pero ella empezaba a ir por el mismo camino. Se burlaba de sí misma por sentir lo que pronto sintió por Dix D'Court, pero pensar en él se convirtió en algo tan dominante que la única forma de tranquilizarse era rezar para que se levantara la maldición de su propia sexualidad. Algo que no ocurrió.
No era tan tonta como para llamar «amor» a lo que sentía por el joven, aunque otra mujer tal vez lo habría hecho. Sabía que era una historia animal básica: el truco definitivo que una especie realiza con sus miembros para propagarse. Pero saber aquello no mitigó la intensidad de lo que pasaba en su cuerpo. El deseo había plantado sus semillas insidiosas dentro de ella, secando la llanura antes fértil de su ambición. Siguió intentándolo al máximo -dando masajes, tomando más clases-, pero el impulso de seguir estaba desapareciendo deprisa, superado por el impulso de sentir a Dix D'Court. Dix, con toda la energía de su juventud forzándole, estaba encantado de hacer lo que pudiera para complacerla, puesto que también le complacía a él.
Sin embargo, Kendra no tardó mucho en aprender que Dix no era un chico de veintitrés años tan corriente como pensó la primera vez que copularon en la trastienda de la tienda benéfica. Si bien acogía con entusiasmo la carnalidad de su relación, su pasado como hijo de unos padres afectuosos cuya relación se había mantenido constante y unida a lo largo de toda su vida exigía que buscara algo parecido para él. No cabía duda de que este deseo secundario fructificaría tarde o temprano, en especial porque, debido a su juventud, Dix -a diferencia de Kendra- sí asociaba gran parte de lo que sentía a la idea del amor romántico que impregna la civilización occidental.
– ¿Adonde va lo nuestro, Ken? -dijo.
Estaban cara a cara, desnudos en la cama, mientras abajo, en el salón, el vídeo reproducía la película preferida de Dix para entretener a Toby y a Joel e impedir que interrumpieran lo que sucedía cuando su tía y su hombre desaparecían arriba. La película era una copia pirata de Pumping Iron. La protagonizaba el dios de Dix, su cuerpo esculpido y su mente astuta servían de metáforas de lo que un hombre decidido podía lograr.
Dix había elegido formular la pregunta antes del apareamiento, lo que dio a Kendra la oportunidad de evitar responder como sabía que él quería. Lo había preguntado en plena excitación mutua, así que ella descendió -culebreando- por su cuerpo, haciéndole cosquillas con los pezones mientras bajaba. Su contestación, por lo tanto, fue no verbal. Dix gimió y dijo:
– Eh, nena. Oh, mierda, Ken. -Y se entregó al placer de tal forma que ella pensó que había conseguido distraerle.
Al cabo de unos momentos, sin embargo, la apartó con suavidad.
– ¿No te gusta? -dijo ella.
– Sabes que no es eso -dijo él-. Ven aquí. Tenemos que hablar.
– Luego -dijo Kendra, y volvió con él.
– Ahora -dijo Dix, y se apartó. Se enrolló en la sábana para protegerse más. Ella yacía expuesta, para tenerle más enganchado.
No funcionó. Dix desvió la mirada de donde ella quería que la posara -en sus pechos- y se mostró decidido a expresar su opinión.
– ¿Adonde va lo nuestro, Ken? Tengo que saberlo. Lo que tenemos está bien, pero no es todo lo que hay. Quiero más.
Kendra eligió malinterpretarlo y dijo con una sonrisa:
– ¿Cuánto más? Lo hacemos tan a menudo que casi no puedo ni andar.
Dix no le devolvió la sonrisa.
– Ya sabes de qué hablo, Kendra.
Kendra se dejó caer de espaldas y se quedó mirando el techo, donde una grieta que iba desde un lado hasta el centro describía una curva igual que el Támesis alrededor de la Isle of Dogs. Sin mirar, alargó la mano a un paquete de Benson & Hedges. Dix no soportaba que fumara -su propio cuerpo era un templo libre de tabaco, alcohol, drogas o comida procesada-, pero cuando dijo su nombre de un modo impaciente y amenazante a la vez, ella encendió el cigarrillo de todas formas. Él se apartó. Como quieras, pensó Kendra.
– ¿Qué quieres entonces? -dijo-. ¿Casarte, tener hijos? No me quieres para eso, tío.
– No me digas lo que quiero, Ken. Sé hablar por mí mismo.
Kendra dio una calada al cigarrillo y luego tosió. Le lanzó una mirada que le retaba a protestar, pero Dix no dijo nada.
– Ya he pasado por ahí dos veces. No voy a…
– A la tercera va la vencida.
– Y no puedo darte niños, y los vas a querer. Quizás ahora no, porque tú mismo eres un niño todavía, pero vas a quererlos, y entonces ¿qué?
– Ya lo solucionaremos cuando lleguemos a ese punto. ¿Y quién sabe qué será capaz de descubrir la ciencia…?
– ¡Cáncer! -dijo, y sintió la ira. Injusta, incomprensible, un golpe a los dieciocho que en realidad no le había afectado hasta los treinta-. No tengo lo que hay que tener, Dix, nada de nada. Y eso no tiene marcha atrás, ¿vale?
Curiosamente, aquello no lo disuadió, sino que Dix alargó la mano, le cogió el cigarrillo, se inclinó sobre ella para apagarlo y luego la besó. Kendra sabía que no le gustaría el sabor de sus labios, pero eso no le detuvo. El beso se prolongó. Les condujo a donde había querido ir unos momentos atrás y cuando lo hizo creyó que se había impuesto. Pero cuando acabaron, Dix no se separó de ella. La miró a la cara -sosteniendo con los codos el peso de su cuerpo- y dijo:
– No me habías contado lo del cáncer. ¿Por qué no me lo habías contado, Ken? ¿Qué más estás callando?
Ella sacudió la cabeza. Sintió la pérdida por una vez y no le gustó. Sabía que era un simple truco de biología: el dolor de la carencia que pronto se esfumaría, a medida que su mente asumiera el control de su cuerpo una vez más.
– De todos modos eres tú -dijo Dix-. Puedo vivir sin el resto. Y tenemos a Joel y a Toby para que sean nuestros hijos. También a Ness.
Kendra se rió débilmente.
– Sí, claro. Como si quisieras ese tipo de problemas.
– Deja de decirme lo que quiero, joder.
– Alguien tiene que hacerlo, porque tú no tienes ni idea.
Entonces, Dix se alejó de ella rodando. Parecía indignado. Se dio la vuelta, se incorporó y bajó las piernas de la cama. Sus pantalones -el mismo estilo de pantalón harén que llevaba aquella noche en el Falcon- yacían en el suelo y los recogió. Se levantó, de espaldas a ella, y se los puso, subiéndoselos por encima del trasero perfectamente musculoso que tanto le gustaba admirar a ella.
– Dix, ya he pasado por eso -dijo suspirando-. No es el paraíso que tú piensas. Si me creyeras, ni siquiera tendríamos que mantener este tipo de conversación, peque.
Dix se volvió hacia ella.
– No me llames así. Ahora que sé en qué sentido lo dices, no me gusta cómo suena.
– No lo decía…
– Sí, Ken. Sí lo dices. Es un niño pequeño, ese chico. No sabe lo que quiere. Cree que está enamorado cuando lo único que quiere es sexo. Pronto entrará en razón, sí.
Kendra se sentó en la cama, apoyándose en la cabecera de mimbre.
– Sí, ¿y bien…? -dijo, y lo miró significativamente.
Era una mirada de maestra. Decía que ella lo conocía mejor de lo que se conocía él mismo porque había vivido más y tenía más experiencia. Era, en resumen, una mirada exasperante, diseñada para desquiciar al hombre que tenía delante de él lo que deseaba, pero que estaba fuera de su alcance.
– No puedo evitar lo que te pasó con los otros dos, Ken -dijo-. Sólo puedo ser quien soy. Sólo puedo decir que para nosotros sería distinto.
Kendra parpadeó para eliminar el dolor repentino, sorprendente, de sus ojos.
– Eso no lo controlamos nosotros. Crees que sí, pero te equivocas, Dix.
– Yo tengo mi vida encaminada…
– Bueno, él también la tenía -le interrumpió-. Lo mataron en la calle. Lo apuñalaron porque iba caminando a casa después del trabajo y dos tipos creyeron que no les mostraba suficiente respeto. Estaban colocados, por supuesto, así que les mostrara lo que les mostrara no iba a importar demasiado, pero lo acorralaron y lo apuñalaron de todas formas. ¿Y la Poli…? Otro tipo muerto más. Negros arreglando su mundo, según ellos. Y él, Dix, mi marido Sean, tenía propósitos como tú. Gestión inmobiliaria. -Se rió breve, amargamente, una risa que decía «qué valor tenía ese hombre para conseguir sus sueños»-. También quería lo normal en la vida. Adoptar a los niños que no podíamos concebir por nosotros mismos. Tener una casa. Comprar cosas como muebles, una tostadora, un felpudo. Cosas sencillas como ésas. Y murió porque la navaja le atravesó el bazo. Le perforó el estómago y murió desangrado, Dix. Así murió. Desangrado.
Dix se sentó en el borde de la cama, a su lado, cerca, pero sin tocarla. Levantó la mano, su intención de acariciarla era obvia. Kendra apartó la cabeza. Dix dejó caer la mano.
– ¿Y el número dos, Dix? -dijo-. Parecía que había conseguido su sueño, y era modesto. Un negocio de repuestos para coches y yo le ayudaba con la contabilidad, un rollo marido y mujer, igual que tu papá y tu mamá con su café. Sólo que yo no pillé que también chorizaba coches. Se le daba de puta madre, entrándolos y sacándolos, no podías parpadear porque te perdías la acción. De modo que todo se fue a la mierda, él entró en la trena y yo me libré por los pelos. Así que, verás, ni de coña voy a…
Se dio cuenta de lo mal que estaba hablando en el mismo momento en que se percató de que había empezado a llorar, y la combinación de estos dos conocimientos creó dentro de ella un charco de humillación tan profundo que pensó que iba a ahogarse. Hundió la cabeza entre las rodillas levantadas.
Dix no dijo nada porque, en realidad, ¿qué dice un hombre de veintitrés años -recién llegado a la edad adulta- para aliviar lo que parece dolor, pero que es mucho más? Dix aún poseía la energía juvenil que declara que cualquier cosa es posible en la vida. Como no había sufrido ninguna tragedia, podía entender, pero no podía sintonizar con su profundidad o su capacidad para empañar el futuro a través del miedo.
Podía amarla y devolverle el bienestar, pensó. Para él lo que tenían era bueno y esa calidad poseía la fuerza de borrar cualquier cosa que hubiera sucedido antes. Lo sabía y lo sentía a un nivel tan atávico, sin embargo, que no le salían las palabras para expresarlo. Se sintió reducido a terminaciones nerviosas y deseo, dominado por las ganas de demostrarle que las cosas eran distintas con él. Pero su inexperiencia le limitaba. El sexo era la única metáfora que podía comprender.
– Ken, cariño, Ken -dijo abrazándola.
Kendra se apartó con brusquedad y se puso de costado. Para ella, todo lo que era y todo lo que había intentado ser estaba derrumbándose deprisa a medida que la Kendra que presentaba al mundo sentía el peso de un pasado, que, por lo general, lograba mantener a raya. Reconocer, admitir, hablar… No tenía ninguna razón para hacer nada de aquello cuando estaba viviendo su vida y simplemente perseguía sus ambiciones. Hacerlo ahora, y en presencia de un hombre con quien no tenía intención de experimentar nada más que el placer más básico, intensificaba su sensación de degradación.
Quería que se marchara. Le apartó con la mano.
– Sí. Pero tú también vienes.
Dix caminó hasta la puerta del dormitorio y la abrió.
– ¿Joel? -gritó-. ¿Me oyes, chaval?
El volumen de Pumping Iron bajó, la voz de Arnold explayándose sobre algún que otro tema quedó enmudecida, gracias a Dios.
– ¿Sí? -gritó Joel.
– ¿En cuánto tiempo te preparas? Toby también.
– ¿Para qué?
– Vamos a salir.
– ¿Adonde? -Un ligero agudo en su voz, que Dix interpretó como emoción y felicidad: un padre que daba una buena noticia a sus hijos.
– Ha llegado el momento de que conozcáis a mi padre y a mi madre, colega. Toby y tu tía Ken también. ¿Tenéis ganas? Tienen un café en Harrow Road, y mi madre… hace tarta de manzana con crema caliente. ¿Estáis preparados?
– ¡Sí! ¡Eh, Tobe…!
Dix no oyó el resto, porque había cerrado la puerta y se había girado hacia Kendra. Empezó a recoger la ropa que había desparramado por el suelo, trocitos de encaje que eran unas bragas y un sujetador, unas medias, una falda que rozaba sus caderas, una blusa con el cuello de pico de color crema sobre su piel. También encontró una camiseta fina en un cajón y la utilizó para secarle la cara.
– Dios santo -dijo Kendra-. ¿Qué quieres de mí, tío?
– Vamos, Ken -le contestó-. Vístete. Es hora de que mi padre y mi madre conozcan a la mujer a la que amo.