Capítulo 7

La noche que Ness vio salir al Cuchilla de la comisaría de Policía de Harrow Road, tomó una decisión. Para ella, era fácil, se suponía que tenía que serlo, pero la puso en un camino que alteraría para siempre las vidas de personas que nunca conocería.

El Cuchilla no era un hombre agradable de mirar. Irradiaba peligro con tanta claridad que podría llevar intermitentes alrededor del cuello en lugar de lo que llevaba: un colgante italiano de oro diseñado para proteger del mal de ojo. También irradiaba poder. El poder atraía a la gente hacia él; el peligro la mantenía como él prefería que fuera: servil, indecisa y anhelante. Había aprendido a desarrollar una conducta adecuada para intimidar, tanto por su estatura como por sus atributos físicos; al medir sólo un metro sesenta y cuatro, podría calificarse como alguien fácil de derribar; al ser totalmente calvo y tener una cara tan bruscamente retirada de la nariz que la parte delantera de su cráneo parecía más un pico que otra cosa, también había aprendido pronto que sólo existían dos formas de sobrevivir al entorno en el que había nacido. Había elegido la ruta del dominio en lugar de la ruta de la huida. Era más fácil, y a ella le gustaban las cosas fáciles.

Cerca de él, Ness había notado el poder y el peligro, pero no estaba en posición de sentirse afectada por ninguno de los dos sentimientos. El encuentro con su tía, seguido de la visita a Six a Mozart Estate, la habían colocado en un lugar en que lo último que le importaba era la supervivencia. Así que cuando asimiló los detalles del Cuchilla -desde las botas de cowboy que le proporcionaban una altura adicional hasta el tatuaje de la cobra, que era toda una declaración, enroscándose desde su cabeza hasta la mejilla- sólo vio lo que estaba buscando: alguien capaz de alterar su estado de ánimo.

Lo que el Cuchilla vio fue lo que ella ofrecía superficialmente, y estaba dispuesto a cogerlo. Había pasado cuatro horas en la comisaría de Policía -dos más de las que había consentido nunca- y si bien jamás cupo la menor duda de que estaría en la calle en cuanto soltara el rollo que se le exigía, no aportó lo que quería la Policía, así que estuvo a su merced. Odiaba aquella situación, y el odio le ponía nervioso. Quería tranquilizarse. Había varias formas de hacerlo, y Ness estaba ahí, descarada, prometiéndole una.

Por lo tanto, cuando llegó su transporte, no se subió al asiento del copiloto y no le dijo al conductor -un tal Calvin Hancock, cuyas rastas copiosas estaban cuidadosamente tapadas por deferencia a la forma en que podría sospechar que un hombre calvo preferiría verlas- que lo llevara a Portnall Road, donde una chica de diecisiete años llamada Arissa le esperaba para colmarle de atenciones. En lugar de eso, señaló con la cabeza el asiento de atrás para que Ness se subiera al coche y se montó detrás de ella, dejando a Calvin Hancock de chofer.

– A Willesden Lane -le dijo.

Cal -como le llamaban- miró por el retrovisor. Era un cambio de planes y no le gustaba que se cambiaran los planes. Al haber asumido la responsabilidad de proteger al Cuchilla, y lo había hecho exitosamente durante cinco años, por lo que había recibido las cuestionables recompensas de este éxito -que eran la compañía del Cuchilla y un lugar donde dormir por las noches-, Cal conocía el riesgo de las decisiones impulsivas, y sabía cómo sería su vida si le ocurría algo al otro hombre.

– Tío, creía que querías a Rissa. Portnall está limpio. Se ha ocupado de que así sea. Si vamos a Willesden, es imposible saber con quién te tropezarás allí.

– Mierda -dijo el Cuchilla-. ¿Me estás cuestionando?

Cal arrancó el coche como respuesta.

Ness escuchó admirada.

– Danos un canuto -le dijo el Cuchilla a Cal.

Ness sintió un escalofrío de asombro y excitación cuando el otro hombre detuvo el coche en el arcén, obedientemente, abrió la guantera y lio el porro. Lo encendió, dio una calada y se lo pasó al Cuchilla. Cuando volvió a incorporar el coche al tráfico nocturno, su mirada se encontró con la de Ness en el retrovisor.

El Cuchilla se recostó a su lado. No le hizo caso, lo que provocó que aún le pareciera más atractivo. Fumó el cannabis y no le ofreció a Ness, que estaba ansiosa y le puso la mano en el muslo. La deslizó hasta la entrepierna. Él la apartó. Lo hizo sin mirarla. Ella quiso ser su esclava.

En un susurro que procedía de las innumerables películas que había visto y de la imagen extraña de contacto humano satisfactorio que proporcionaban, dijo:

– Te lo voy a hacer, cariño. Te lo haré de un modo que creerás que te va a explotar la cabeza. ¿Es eso lo que quieres? ¿Es lo que te gusta?

El Cuchilla le lanzó una mirada de indiferencia.

– Yo te lo haré a ti, puta. Cuándo y dónde yo diga. No al contrario, y será mejor que lo recuerdes desde el principio.

Lo único que Ness oyó fue «desde el principio». Sintió la emoción cálida, húmeda de lo que implicaban esas palabras.

Calvin los condujo hacia el norte, lejos de Harrow Road y más allá de Kilburn Lane. Centrada como estaba en el Cuchilla, Ness no se fijó en adonde iban. Cuando por fin llegaron a una urbanización de viviendas de protección oficial, con hileras de casas de ladrillo bajas que se extendían a lo largo de un sistema de calles estrechas, con la mayoría de las farolas y todas las luces de seguridad rotas desde hacía tiempo, podrían haber estado en cualquier lugar desde Hackney al Infierno. Ness no habría sabido decir.

Cal aparcó y abrió la puerta del lado de Ness. La chica se bajó y el Cuchilla salió después. Le pasó el peta a Cal y dijo:

– Ve a comprobarlo. -Se apoyó en el coche mientras Cal desaparecía por un sendero entre dos edificios.

Ness se estremeció, no de frío, sino por un tipo de expectativa que nunca había sentido. Intentó parecer indiferente, una más, por así decirlo. Pero no podía dejar de mirar al Cuchilla. Todo lo que quería. Así le veía. Le pareció que se había producido un milagro en una noche que hasta entonces había sido un desastre.

Cal regresó a los pocos minutos.

– Limpio -dijo.

– ¿Vas armado? -dijo el Cuchilla.

– Joder, tío -dijo Cal-. ¿Tú qué crees? -Se dio una palmadita en el bolsillo de la chaqueta de cuero roñosa que llevaba-. ¿Quién te quiere más que tu abuela, cariño? Siempre que Cal Hancock esté vigilando, estás a salvo.

El Cuchilla no contestó al comentario. Señaló con la cabeza el sendero entre los edificios. Cal avanzó primero.

Ness los siguió en tercer lugar, como un invitado de último momento. Se mantuvo cerca del Cuchilla, decidida a hacer que pareciera que llegaban juntos, fueran a donde fueran.

La urbanización en la que estaban era un lugar lleno de ruido, de olores acres que combinaban basura putrefacta, aromas de cocción y goma quemada. Pasaron por delante de dos chicas borrachas que vomitaban en un arbusto muerto y de un grupo de chicos jóvenes que abordaban a un jubilado que había decidido cometer la estupidez de sacar la basura de noche. Toparon con una pelea atroz y ensordecedora y con una mujer solitaria y delgada como un fideo que se clavaba una aguja hipodérmica en el brazo en el refugio de un colchón tirado contra un árbol desnudo.

Su destino era una casa a mitad de la calle. A Ness le pareció que estaba deshabitada o que los ocupantes estaban durmiendo. Pero cuando Cal llamó a la puerta, se abrió una mirilla. Alguien los observaba, consideró que eran aceptables y abrió. El Cuchilla pasó delante de Cal y entró. Ness lo siguió. Cal se quedó fuera.

Dentro, no había muebles, sino colchones viejos apilados de tres en tres en varios lugares y cajas de cartón grandes en vertical que servían de mesas. La poca luz que había procedía de dos lámparas de pie torcidas que proyectaban su resplandor sobre las paredes y el techo, de manera que la mayor parte del suelo con sus losetas de moqueta maltrechas quedaba a oscuras. Aparte del grafiti de un hombre de pelo alocado y una mujer desnuda conduciendo una aguja hipodérmica hacia la estratósfera, no había nada en las paredes y, vista en su totalidad, no parecía que en esa casa viviera nadie.

Sin embargo, estaba ocupada. Incluso podría pensarse que se estaba celebrando una fiesta, porque de una radio que necesitaba que alguien ajustara la emisora salía una música discontinua a poco volumen. Pero lo que uno espera ver en una fiesta -personas conversando o realizando cualquier otra actividad entre ellas- no era una característica de este lugar. Aquí la actividad se limitaba a fumar y, allí donde había conversación, ésta se circunscribía a comentarios sobre la calidad del crac y la diversión mental y física que proporcionaba.

También se fumaban otras cosas, cannabis y tabaco, y se vendían y compraban sustancias, las transacciones completadas por una mujer negra de mediana edad vestida con un salto de cama púrpura que exhibía el estado desventurado y flácido de sus grandes pechos. Parecía ser la responsable, ayudada por el portero, quien examinaba, a través de la mirilla, a las personas que querían entrar.

Nadie dudaba de que aquel lugar era un piso franco donde podía realizarse la actividad elegida. Al otro lado del barrio y extendiéndose en todas direcciones, este tipo de guaridas aparecían como setas en un bosque húmedo. La Policía no podía seguirles la pista; además, en el improbable caso de que un vecino reuniera el valor para denunciar la existencia de un lugar así y pedir que se detuviera al propietario, la Policía tenía demasiados asuntos entre manos para ocuparse del problema.

Salto de Cama Púrpura abasteció al Cuchilla con lo que había ido a buscar, una petición que no necesitó verbalizar. Puesto que ella existía porque existía él, la mujer quería darle una buena acogida. Esta casa era la primera incursión del Cuchilla en un territorio controlado por una banda albanesa, y ella le debía no sólo un techo, sino también el sustento que proporcionaba el negocio.

– ¿Cómo está tu abuela, cariño? -le dijo, mientras el Cuchilla encendía la pipa que le había dado. Era pequeña y desapareció en el hueco de su mano. Un hilo de humo emergió de ella-. ¿Aún está ingresada? Qué duro es, ¿verdad? ¿Tu madre aún no te deja ver al resto de los niños? Maldita zorra. ¿Qué más quieres, cariño? ¿Quién es ésta? ¿Está contigo?

«Ésta» era Ness, la sombra de Ness, que estaba un paso por detrás de él como un escolta real. Esperaba una indicación de qué tenía que hacer. Su expresión intentaba esconder la incertidumbre a través de la indiferencia. El Cuchilla alargó la mano y se la puso en la nuca. Le clavó el pulgar y el índice debajo de la oreja y la atrajo hacia delante. Le puso la pipa en la boca y miró mientras chupaba. Sonrió y le dijo a Salto de Cama Púrpura:

– ¿Con quién iba a estar, tía?

– Parece joven. No es propio de ti.

– Lo dices porque me quieres para ti solita.

La mujer se rió.

– Buf. Eres demasiado hombre para mí, cielo. -Le dio una palmadita en la mejilla-. Pega un grito si quieres que Melia te dé algo más.

Se marchó por el pasillo oscuro, donde la única pareja del lugar que interactuaba entre sí estaba follando inexpertamente contra la pared.

Ness sintió deprisa el efecto de la droga. Todo el peso de su vida pasó a un segundo plano, y se abrió al momento presente. No pensó que el peligro la acechara por doquier. ¿Cómo podía ocurrírsele cuando su mente racional se había marchado, cuando en su lugar había aparecido algo que parecía no sólo racional, sino superior a cualquier sensación que hubiera tenido antes? Lo único en lo que podía pensar era que quería más de lo que hacía que se sintiera de tal modo.

El Cuchilla la miró y sonrió.

– Te gusta, ¿verdad?

– Eres tú -dijo Ness, pues para ella el Cuchilla era la fuente de toda experiencia y sensación. Era lo que podía hacer que se sintiera completa-. Deja que te la chupe, tío -le dijo-. No vas a creer cómo te vas a sentir.

– Eres una experta, ¿eh?

– Sólo hay un modo de averiguarlo.

Aquello le cortó el rollo. Se dio la vuelta y fue a la zona de los asientos, dejándole atrás. Se sentó en una de las pilas de colchones, justo entre dos jóvenes. Hasta su llegada, estaban concentrados en sus colocones respectivos, pero Ness les dificultó las cosas al preguntarle a uno de ellos:

– ¿Qué tengo que hacer para darle una calada a eso? -Señaló la pipa que sujetaba el tipo mientras ponía la mano en el muslo del otro y la subía hasta su entrepierna, del mismo modo que había intentado hacer con el Cuchilla en el asiento trasero del coche.

Enfrente de ella, el Cuchilla vio lo que hacía y supo por qué lo hacía, pero él no era un hombre que dejara que las mujeres llevaran la voz cantante. Esa pequeña zorra, pensó, podía hacer lo que le viniera en gana. Fue a buscar a Melia y dejó a Ness en el salón. La niña pronto aprendería el precio de tratar a los hombres como marionetas en un lugar así.

El aprendizaje no tardó en llegar. Ness recibió la pipa para darle una calada, pero la calada tenía un coste determinado. Enseguida vio que no sólo había llamado la atención de los dos hombres entre los que se había situado. Otras personas se habían fijado en ella; cuando su mano tocó la entrepierna de su compañero en el colchón, éste no fue el único que se excitó.

Había otras mujeres presentes, pero como tenían más experiencia, sabían que lo más prudente era seguir con lo suyo y disfrutar del colocón que habían ido a buscar. Y como ninguno de los hombres quería malgastar energías convenciéndolas o coaccionándolas cuando podían saborear los mismos placeres sin esfuerzo alguno, se acercaron a Ness.

Podían ver que era joven, pero no importaba. Eran caballeros que se habían beneficiado a niñas de once años perfectamente dispuestas cuando ellos tenían trece años o menos. En un mundo en el que había pocas cosas por las que vivir o tener esperanza, la mayoría de las veces ni siquiera tenían que poner en práctica sus torpes artes de seducción.

Por lo tanto, antes de darse cuenta de qué estaba pasando, Ness estaba rodeada. El hecho de estar rodeada, no qué significaba estar rodeada, pareció empezar a despejarle la cabeza. Le metieron una pipa en la boca para que diera una calada, pero ya no quería.

– Túmbala ahí-dijo alguien.

Desde detrás la echaron sobre el colchón. Aliento caliente, fue en lo que pensó entonces: la sensación y el olor. Dos pares de manos le bajaban las medias mientras otro par le abría las piernas. Un cuarto par le sujetaba los brazos. Ness gritó, una señal que se interpretó como signo de placer.

Empezó a forcejear. La huida que quería se consideró una expectativa ardiente. Volvió a gritar cuando se bajaron las cremalleras y cerró con fuerza los ojos para no ver lo que, de lo contrario, vería. Un cuerpo cayó sobre ella y sintió el calor del mismo, y luego el miembro grueso y palpitante; entonces, gritó.

Acabó deprisa. No como temía que acabaría, sino como soñaba. Primero oyó un taco y, luego, de inmediato, el cuerpo se apartó de ella como si una fuerza de la naturaleza tirara de él. Y ahí estaba él aupándola del colchón: no para sacarla de aquel lugar horrible, cogiéndola en brazos como el héroe de una canción de trovador, sino para levantarla con brusquedad e insultarla por ser una zorra estúpida; si debía recibir una lección, sería él y no aquella escoria quien se la daría.

Era como sentirse cortejada. Ness sabía que el Cuchilla no habría ido a rescatarla si no se preocupara por ella. Era un hombre contra muchos. Esos muchos eran mayores, más duros y mucho más amenazantes. Se había puesto en peligro para salvarla. Así que cuando la empujó delante de él en dirección a la puerta, Ness sintió la presión en el omóplato como una forma de caricia y salió sin protestar a la noche, donde esperaba Cal Hancock, a quien el Cuchilla le dijo:

– Melia lo tiene todo controlado. Vamos a Lancefield, tío.

– ¿Qué pasa con ella? -dijo Cal señalando con la cabeza a Ness.

– Viene con nosotros -le dijo el Cuchilla-. No puedo dejar a esta putilla aquí.

De esta manera, unos treinta minutos después, Ness se encontró no en el piso decentemente amueblado que imaginaba, sino en una vivienda ocupada junto a Kilburn Lane, en un bloque de pisos destinado al martillo de demolición; allí se habían instalado mientras tanto indigentes que tuvieran el valor de vivir cerca del Cuchilla. Allí, sobre una manta áspera que cubría un futón en el suelo, el Cuchilla le hizo a Ness lo que los hombres del fumadero de crac habían previsto hacer. Sin embargo, a diferencia de lo sucedido allí, Ness aceptó sus atenciones con entusiasmo.

Tenía sus propios planes, y mientras se abría de piernas para él decidió que el Cuchilla era el único hombre de la Tierra que deseaba que los llevara a cabo.


* * *

Cuando Kendra escuchó a Dix contar que había sacado a Ness del Falcon y que la había llevado a casa, decidió creerle. Con su voz suave y aparente buen corazón, parecía sincero. Así que a pesar de haberse lavado las manos con Ness la misma noche en que la chica conoció al Cuchilla y durante las semanas siguientes, Kendra se dio cuenta de que necesitaba recuperar el rumbo de la relación con su sobrina. Sin embargo, la cuestión era cómo conseguirlo, puesto que Ness prácticamente no estaba en casa.

La ventaja que tenía su ausencia era que Kendra era capaz de continuar con su carrera sin trastornos familiares, algo que le alegraba hacer, ya que la ayudaba a alejar la mente de lo que había estado a punto de pasar entre Dix D'Court y ella tras el masaje en el estudio encima del Falcon. Y no había duda que Kendra necesitaba alejar la mente de eso. Quería pensar que era una profesional.

Sin embargo, el inconveniente que suponía la ausencia de Ness era que la misma conciencia que requería que Kendra fuera una profesional en el terreno de los masajes también requería que socorriera a la chica. No tanto porque Kendra esperara que pudiera nacer una amistad decente entre tía y sobrina, sino porque se había equivocado con lo que suponía que había ocurrido entre Dix y Ness, y necesitaba reparar ese daño. Kendra creía que se lo debía a un hermano que había dado un rumbo nuevo a su vida: Gavin Campbell había sido drogadicto durante años hasta que nació y casi murió Toby.

– Me despertó, verás -le había dicho Gavin-. Me ha hecho ver que no puedo dejar que Carole cuide de los niños, ésa es la pura verdad.

Lo que también era verdad era que ningún adulto había pegado nunca a ninguno de los niños Campbell. Por lo tanto, Kendra tenía que suavizar, explicar la situación de algún modo o pedir perdón por el encuentro con Ness delante de su casa aquella noche -que culminó con un bofetón-; tenía que hacer lo que fuera para que Ness volviera a casa, donde debía estar y donde su padre habría querido que estuviera.

La necesidad de Kendra de hacerlo se vio intensificada por una llamada que recibió de los Servicios Sociales poco después del masaje deportivo en el Falcon. Una mujer de nombre Fabia Bender, del Departamento de Menores, intentaba concertar una cita con Vanessa Campbell y con el adulto que ocupara el lugar de padre en la vida de Ness. Que los Servicios Sociales hubieran intervenido activamente en la situación proporcionó a Kendra una baza para jugar en su trato con Ness…, si podía encontrar a su sobrina.

Preguntar a Joel no sirvió de nada. Si bien veía a su hermana de vez en cuando, le dijo a Kendra que no había una rutina en sus idas y venidas. No añadió que ahora Ness era una extraña para él. Sólo dijo que a veces estaba en casa cuando él y Toby regresaban del centro de aprendizaje. Estaba bañándose, buscando ropa, cogiendo paquetes de tabaco del cartón de Benson & Hedges de Kendra, comiendo curry que había sobrado o mojando patatas en un tarro de salsa mexicana mientras veía un programa de entrevistas en la tele. Cuando le decía algo, ella casi nunca le hacía caso. Siempre era evidente que no tenía pensado quedarse mucho rato. No podía añadir nada más.

Kendra sabía que Ness tenía amigos entre los adolescentes del barrio. Sabía que dos se llamaban Six y Natasha. Pero era lo único que sabía, pese a que daba por sentado mucho más. El alcohol, las drogas y el sexo encabezaban la lista.

Imaginaba que el robo, la prostitución, las enfermedades de transmisión sexual y las actividades relacionadas con bandas no andaban muy lejos.

Durante semanas y a pesar de todos sus esfuerzos, no tuvo ninguna oportunidad de mantener con Ness la conversación que quería. Buscó a la chica, pero no pudo encontrarla. Finalmente, cuando ya se había resignado a no localizar a Ness hasta que la chica estuviera dispuesta a ser localizada, la vio, por casualidad, en Queensway, entrando en Whiteley's. Iba en compañía de dos chicas. Una era gordita y la otra flaca, pero las dos vestían según el estilo de la calle. Vaqueros ajustados que lo marcaban todo, desde el trasero a los huesos púbicos, tacones de aguja, tops muy finos atados a la cintura sobre camisetas de colores minúsculas. Ness iba vestida de un modo parecido. Kendra vio que la chica llevaba uno de sus pañuelos enrollado en el abundante pelo.

Las siguió al interior de Whiteley's y las encontró toqueteando bisutería en Accessorize. Llamó a Ness. La chica se giró, la mano en el pañuelo del pelo como si creyera que Kendra quería quitárselo.

– Tengo que hablar contigo -dijo Kendra-. Llevo semanas intentando encontrarte.

– No me estoy escondiendo de ti -contestó Ness.

La chica gordita se rió por lo bajo, como si Ness hubiera puesto a Kendra en su lugar, no tanto con sus palabras como por el tono de voz, que era grosero.

Kendra miró a la chica que se había reído.

– ¿Y tú quién eres? -le preguntó.

La chica no contestó, sino que puso una cara hosca diseñada para sacar de quicio a Kendra, pero fracasó.

– Yo soy Tash -dijo la chica flaca; con una mirada, su amiga silenció esta muestra de afabilidad marginal.

– Bueno, Tash -dijo Kendra-. Necesito hablar con Vanessa a solas. Me gustaría que tú y esta otra persona, ¿eres Six, por cierto?, nos brindarais esa oportunidad.

Natasha nunca había oído a una mujer negra hablar así aparte de en televisión, así que su reacción fue mirar a Kendra boquiabierta. La reacción de Six fue cambiar el peso de una cadera a otra, cruzar los brazos debajo de los pechos y repasar de arriba abajo a Kendra para que se sintiera como una mujer marcada, destinada a ser víctima de un atraco en plena calle o peor.

– ¿Y bien? -dijo Kendra cuando ninguna de las dos chicas se marchó.

– No se van a ninguna parte -dijo Ness-. No hablaré contigo porque no tengo nada que decir.

– Pero yo sí -dijo Kendra-. Estaba equivocada y quiero hablar de ello contigo.

Ness entrecerró los ojos. Había pasado algún tiempo desde el incidente delante de la casa de Kendra, así que no sabía qué pensar de la palabra «equivocada». Pero nunca antes había oído a un adulto admitir que se había equivocado -aparte de su padre-, así que sintió una confusión que la hizo dudar y le impidió dar una respuesta lo suficientemente rápida.

Kendra aprovechó la oportunidad que le proporcionó el silencio de Ness.

– Ven conmigo a tomar un café. Puedes reunirte con tus amigas después si quieres. -Dio dos pasos hacia la puerta de la tienda para indicar que se ponía en marcha.

Ness dudó un momento antes de decir a las otras chicas:

– Dejadme ver qué quiere la vieja. Os alcanzo delante del cine.

Sus amigas accedieron y Kendra llevó a Ness a un café cerca de Whiteley's. No quería estar con ella en el centro comercial, donde el nivel de ruido era elevado y los grupos de chicos que deambulaban por él ofrecían demasiadas distracciones. El café estaba abarrotado, pero lo llenaban en su mayoría clientes que se tomaban un descanso, y no niños que esperaran acción. Kendra pagó las bebidas en la barra y, mientras esperaba a que las sirvieran, empleó el tiempo para ensayar lo que quería decir.

Fue breve y al grano.

– Cometí un grave error al pegarte, Nessa -le dijo a su sobrina-. Estaba enfadada porque no te habías quedado en casa con Joel y Toby como me dijiste que harías. Además, pensaba que estaba pasando algo que no estaba pasando y yo… -Buscó una forma de explicarlo-. Me pasé de la raya. -No añadió el resto, las dos partes que completaban la historia: el dolor de haberse sentido una mujer madura aquella noche en No Sorrow cuando no había sido capaz de atraer ni a un solo hombre y el encuentro con Dix D'Court en el que le había contado lo que había ocurrido entre Ness y él. Estas dos partes de la historia revelaban mucho más sobre Kendra de lo que quería destapar. Lo único que Ness necesitaba saber era que su tía se había equivocado, que sabía que se había equivocado y que había venido a arreglar las cosas-. Quiero que vuelvas a casa, Nessa -dijo-. Quiero empezar de cero contigo.

Ness apartó la mirada. Sacó los cigarrillos del bolso -los Benson & Hedges robados a Kendra- y encendió uno. Ella y su tía estaban sentadas en unos taburetes en la barra que recorría el ventanal del calé y un grupo de chicos pasó por delante. Ralentizaron el paso cuando vieron a Ness en el ventanal y hablaron entre ellos. Ness los saludó con la cabeza. Era un gesto que parecía casi regio. En respuesta, los chicos movieron la cabeza de un modo extrañamente respetuoso y siguieron caminando.

Kendra lo vio. El breve contacto entre Ness y los chicos, aunque sólo hubiera sido visual, provocó que un escalofrío de intuición le recorriera la columna vertebral. No sabía qué significaba todo aquello -el saludo con la cabeza, los chicos, el escalofrío que sintió-, salvo que no pintaba bien.

– Toby y Joel, Ness -dijo-. Ellos también te quieren en casa. Se acerca el cumpleaños de Toby. Con todos los cambios que ha habido en vuestras vidas en estos meses, si estuvieras ahí…

– Quieres que cuide de ellos, ¿no? -concluyó Ness-. Por eso estás aquí. Toby y Joel ya empiezan a molestarte. ¿Qué otra cosa ibas a querer?

– Estoy aquí porque me equivoqué y quiero que sepas que sé que me equivoqué. Quiero pedirte perdón. Quiero que seamos una familia la una para la otra.

– Yo no tengo familia.

– Eso no es verdad. Tienes a Toby y a Joel. Me tienes a mí. Tienes a tu madre.

Ness soltó una risotada.

– Sí. Mi madre -dijo, y dio una fuerte calada al cigarrillo. No había probado el café. Kendra tampoco había probado el suyo.

– Las cosas no tienen por qué ser así -dijo Kendra-. Las cosas pueden cambiar. Tú y yo podemos empezar de nuevo.

– Las cosas acaban como acaban -respondió Ness-. Todo el mundo quiere algo. Tú no eres diferente. -Recogió sus cosas.

Kendra vio que tenía intención de irse. Jugó su baza.

– Me han telefoneado de los Servicios Sociales -dijo-. Una mujer llamada Fabia Bender quiere reunirse contigo. Y conmigo también. Tenemos que verla, Ness, porque si no…

– ¿Qué? ¿Acaso va a mandarme a algún lugar? ¿Crees que me importa? -Ness se ajustó el bolso y se envolvió el pelo con el pañuelo-. Ahora tengo a gente que cuida de mí. No me preocupan los Servicios Sociales, ni tú ni nada. Así son las cosas.

Dicho esto, se marchó, salió del café y regresó hacia Whiteley's. Bajo el sol de finales de primavera, se contoneó por la acera sobre sus tacones y dejó a su tía preguntándose cuánto podían empeorar aún las cosas entre ellas.


* * *

Cuando llegó el día que Joel tenía que comprar la lámpara de lava para el cumpleaños de Toby, lo primero que tuvo que solucionar fue qué hacer con su hermano pequeño mientras la adquiría, puesto que Kendra estaba trabajando en la tienda benéfica y, por lo tanto, no podía ayudarle. Si Ness hubiera estado en casa, le habría pedido que cuidara de él. No era una tarea que requiriera mucho tiempo, ya que consistía en una excursión a Portobello Road, un intercambio rápido de dinero en la tienda y, luego, otra excursión de vuelta a Edenham Way. Incluso si Ness hubiera estado habría podido convencerla de que se quedara con Toby, para asegurarse de que el niño no abría la puerta si llamaba algún desconocido. Pero como no estaba, Joel se enfrentaba a varias opciones. Podía llevarse a Toby con él y estropearle la sorpresa del cumpleaños; podía dejarle en casa y rezar para que no pasara nada; podía aparcarlo en algún sitio donde hubiera algo que poseyera un interés inherente diseñado para mantenerle ocupado.

Pensó en el estanque de los patos de Meanwhile Gardens y en la tostada que había sobrado del desayuno. Decidió que si preparaba un escondite entre los juncos -algo parecido al fuerte que Toby había dicho que construyeran allí hacía unos meses- y armaba a su hermano con una tostada para echar a los patos, podría mantenerlo a salvo y ocupado el tiempo suficiente para comprar la lámpara de lava y volver.

Así que cogió la tostada, añadió más pan por si la compra le llevaba más tiempo de lo que esperaba y aguardó a que su hermano inflara el flotador. Una vez hecho esto, se aseguró de que Toby llevara el impermeable para protegerse de un día potencialmente frío y partieron hacia el lateral de las casas para coger el sendero que recorría los jardines de detrás. El sol brillaba y atraía a gente que quería disfrutar del buen tiempo. Joel oía, justo detrás del centro infantil, los gritos de los patinadores en la pista de patinaje, así como balbuceos de niños en los columpios del propio centro. Al principio le preocupó que el buen tiempo también llevara a la gente al estanque de los patos, pero cuando él y Toby se abrieron paso entre los arbustos y cogieron el segundo sendero que describía una curva hasta el agua, se sintió aliviado al ver que no había nadie en el pequeño estanque. Sin embargo, había muchísimos patos. Chapoteaban maravillosamente y de vez en cuando se hundían en el agua para buscar algo de comer.

A lo largo de los márgenes del estanque, los juncos crecían densamente. A pesar de que Toby se quejó de que quería estar en el muelle sobre las aves, Joel le explicó las ventajas de esconderse entre los juncos. Eran las casas de los patos, le dijo. Si se quedaba callado y quieto en los juncos, había muchas posibilidades de que los patos se acercaran a él y comieran el pan de su mano. ¿No sería mejor eso que lanzárselo desde el muelle y esperar que se dieran cuenta?

Toby tenía poca experiencia en patos y, por lo tanto, no sabía que los trozos de pan lanzados al agua atraerían a cualquier pato que se preciara en un radio de cincuenta metros. El plan, tal como se lo explicó Joel, le pareció razonable, así que el niño estuvo encantado de instalarse detrás de una especie de pantalla toscamente preparada en los juncos, desde la que podía observar a los pájaros y esperar pacientemente a que lo descubrieran.

– Tienes que quedarte aquí-le dijo Joel cuando tuvo a Toby colocado en su lugar-. Lo has entendido, ¿verdad? Volveré cuando acabe de comprar una cosa en Portobello Road. Tú espera aquí. Podrás hacerlo, ¿Tobe?

Toby se había tumbado boca abajo con la barbilla sobre el flotador. Asintió con la cabeza y clavó los ojos en el agua, justo a través de los juncos.

– Dame la tostada, entonces -dijo-. Apuesto a que los patos tienen hambre.

Joel se aseguró de que la tostada y el pan estuvieran a su alcance. Salió de detrás de la pantalla y subió por el sendero. Se sintió aliviado al ver que, desde arriba del estanque, no se veía a Toby. Sólo esperaba que su hermano se quedara allí, escondido. No tenía pensado tardar más de veinte minutos.

Ir a la tienda en la que Toby le había enseñado la lámpara de lava requería dirigirse a Portobello Bridge, el viaducto por el que cruzaría las vías del tren y entraría en lo que quedaba del mercado al aire libre de Golborne Road. Realizó esta primera parte del viaje a paso ligero y, mientras caminaba, se preguntó qué recordaría su hermano pequeño sobre cómo habían celebrado en su día los cumpleaños. Si su madre tenía una buena temporada, se apretujaban los cinco en la pequeña mesa de la cocina. Si su madre tenía una de sus malas rachas, sólo eran cuatro, pero su padre compensaba esa ausencia entonando con fuerza y desafinando la canción especial de cumpleaños, tras la cual les entregaba un regalo, como una navaja o un estuche de maquillaje, o unos patines en línea de segunda mano pero bien limpios, o unas deportivas especiales que deseaban pero que nunca habían mencionado.

Pero eso era antes de que los niños Campbell fueran trasladados a Henchman Street, donde Glory hacía todo lo que estaba en su mano para organizar una celebración -siempre y cuando ellos le recordaran que se acercaba un cumpleaños-, pero George Gilbert normalmente aguaba la fiesta porque llegaba a casa borracho o utilizaba el cumpleaños como excusa para emborracharse o, si no, se convertía en el centro de atención de la fiesta. Joel no sabía cómo sería un cumpleaños en casa de Kendra Osborne, pero pensaba hacerlo tan especial como pudiera.

El inmenso complejo de viviendas de protección oficial de Wornington Green marcaba una de las esquinas que Joel tenía que doblar, pero justo en Wornington Road un campo de fútbol de asfalto llamó su atención. Estaba rodeado de ladrillos y tenía una valla de tela metálica por los cuatro lados y terminada en ángulo, diseñada para disuadir a cualquiera que quisiera utilizar la instalación cuando no había que usarla. Pero unos peldaños en la parte oeste del campo permitían acceder a él, puesto que la puerta de arriba estaba rota desde hacía tiempo y el objetivo del campo -ofrecer un área de juegos para los niños de Wornington Green- cambió poco después: debajo de él, Joel vio a uno de los muchos artistas de grafitis del barrio en pleno proyecto, aplicando su arte a las paredes mugrientas con un arcoíris de colores.

Era un rastafari, aunque llevaba las rastas cubiertas por un gran gorro de punto caído por el peso del pelo que había dentro. El olor a marihuana subía flotando y Joel vio que de sus labios colgaba un porro. Parecía estar dando los últimos retoques a una obra maestra que constaba de palabras y de una especie de caricatura. Las palabras estaban en rojo, realzadas en blanco y naranja. Decían «No preguntes» y servían de base a la figura que, como el ave fénix de las cenizas, surgía de ellas: un hombre negro con navajas en cada mano, que ofrecía un gruñido adecuadamente feroz desde una cara tatuada. Esta obra terminada era una de las muchas que ya decoraban el campo: mujeres de pechos generosos, hombres fumando tabaco o hachís en varias posturas, policías amenazantes con pistolas desenfundadas, guitarristas inclinados hacia atrás mientras enviaban su música al cielo. Donde no había grafitis de esta naturaleza, había pintadas. Iniciales, nombres, apodos usados en las calles… Era difícil imaginar que un niño jugara al fútbol en este campo con tantas distracciones.

– ¿Qué miras, tío? ¿Nunca has visto trabajar a un artista?

La pregunta provenía del rastafari, que había visto a Joel mirando por la valla de tela metálica. Joel se lo tomó como un simple comentario y no como el desafío que podría haber sido, si viniera de otra clase de hombre. Este tipo parecía inofensivo, una conclusión a la que Joel llegó basándose en la expresión soñolienta de su cara, como si la hierba que fumaba lo escoltara al país de los sueños.

– Esto no es arte -dijo Joel-. El arte está en los museos.

– ¿Sí? ¿Crees que tú podrías hacerlo? ¿Te doy pintura y haces algo así de bonito? -Hizo un gesto con el porro, señalando la obra prácticamente acabada.

– ¿Y quién es? -le preguntó Joel al rastafari-. ¿Qué significa «No preguntes»?

El rastafari se acercó a él, dejando atrás el bote de pintura. Llegó al lateral del campo, la cabeza ladeada.

– Estás de coña, ¿verdad? Tomas por estúpido a Cal Hancock.

Joel frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Preguntas quién es éste? ¿Quieres decir que no lo sabes? ¿Cuánto tiempo llevas aquí, chaval?

– Desde enero.

– ¿Y no lo sabes?

Cal meneó la cabeza con sorpresa. Se sacó el porro de la boca y se lo tendió generosamente a Joel para que diera una calada. Joel puso las manos detrás de la espalda, el gesto universal del rechazo.

– ¿Estás limpio, entonces? -le preguntó Cal Hancock-. Muy bien, tío. Cúrrate un futuro. ¿Tienes nombre?

Joel se lo dijo.

– ¿Campbell? ¿Tienes una hermana? -dijo Cal.

– Ness, sí.

Cal silbó y dio una fuerte calada al porro.

– Entiendo -dijo, y asintió pensativo con la cabeza.

– ¿La conoces o qué?

– ¿Yo? No. Yo no trato con mujeres que tengan mierdas mentales en la cabeza, ¿entiendes?

– Mi hermana no tiene… -Lo que insinuaba «mentales», la conexión ineludible con Carole Campbell, el futuro que prometía, eran temas que Joel no se atrevía a abordar, ni siquiera a negar. Pegó una patada con la deportiva en el muro bajo de ladrillo del campo.

– Quizá no, colega -dijo Cal afablemente-. Pero la tía sabe cómo colocar a un hombre antes de colocarse ella, te lo digo yo. Puede dejarle flipando, si quiere, ¿entiendes? Le deja pensando qué coño le ha pasado…, y deseando más.

– ¿Estás seguro de que el tío no eres tú? -preguntó Joel.

Cal se rió.

– Bueno, la última vez que lo comprobé tenía las pelotas en su sitio, así que estoy muy seguro, amigo, -Le guiñó el ojo y reanudó su obra con aire despreocupado.

– Bueno, ¿y quién es? -le gritó Joel, señalando la figura en la que trabajaba.

Cal respondió moviendo la mano perezosamente.

– Lo sabrás en su momento -le contestó.

Joel se quedó observándolo un momento y vio cómo sombreaba la curva de la P de «Preguntes». Luego se marchó.

Había pasado bastante tiempo desde que Toby le había enseñado la lámpara de lava que quería, pero cuando Joel llegó a la tienda de Portobello Road, se sintió aliviado al ver que la lámpara aún borboteaba en el escaparate.

Entró. Un timbre automático notificó su llegada y, al cabo de tres segundos, un hombre asiático apareció por una puerta trasera. Echó un vistazo a Joel y entrecerró los ojos con desconfianza.

– ¿Dónde está tu madre, chico? -le dijo-. ¿Qué quieres de mi tienda, por favor? ¿Vas con alguien? -El hombre repasó el local mientras hablaba.

Joel sabía que no buscaba a su madre, sino al grupo de chicos que suponía que andaba cerca, preparados para hacer alguna travesura. Era un acto reflejo en esta zona de la ciudad: una parte de paranoia y dos partes de experiencia.

– Me gustaría una de esas lámparas de lava -dijo Joel. Habló en un inglés tan correcto como pudo.

– Muy bien, pero tienes que pagarla, chico.

– Ya lo sé. Tengo dinero.

– ¿Tienes quince libras y noventa y nueve peniques? -preguntó el hombre-. Debo verlos, por favor.

Joel se acercó al mostrador. Rápidamente, el hombre puso las manos debajo. En ningún momento miró a otra dirección que no fuera la de Joel, y cuando el niño buscó en los bolsillos y sacó el billete de cinco libras arrugado más todas las monedas, el propietario de la tienda contó el dinero con la mirada y no con los dedos, las manos sobre lo que tuviera debajo del mostrador que, al parecer, le aportaba seguridad. Joel imaginó que sería una especie de cuchillo grande asiático, con una hoja curva que podría rebanarle la cabeza a alguien.

– Aquí está -dijo Joel en referencia al dinero-. ¿Ahora me dará una?

– ¿Una?

– Una lámpara de lava. A eso he venido.

El asiático señaló con la cabeza el escaparate y dijo:

– Puedes elegir tú mismo.

Y cuando Joel se alejó para coger la lámpara que quería, el hombre retiró el dinero deprisa, lo guardó en la caja y cerró el cajón de golpe como alguien que teme que vean un secreto.

Joel escogió la lámpara púrpura y naranja que Toby había admirado. Desenchufó el cable y la llevó al mostrador. La lámpara tenía una capa de polvo por el largo tiempo que llevaba expuesta en el escaparate, pero no importaba. El polvo podía limpiarse.

Joel colocó la lámpara con cuidado sobre el mostrador. Esperó educadamente a que el hombre se la envolviera. El hombre no hizo nada, salvo mirarle fijamente hasta que, al fin, Joel dijo:

– ¿Puede ponérmela en una caja o algo? Va en una caja, ¿no?

– No hay ninguna caja para la lámpara -le dijo el asiático, elevando la voz como si alguien estuviera acusándolo de algo-. Si la quieres, llévatela. Llévatela y vete de inmediato. Si no la quieres, márchate de la tienda. No tengo ninguna caja para darte.

– Pero tendrá una bolsa -dijo Joel-. ¿Un periódico o algo para envolverla?

El hombre elevó más la voz al ver que estaba urdiéndose una trama: este chico de aspecto extraño era la avanzadilla de un grupo que quería arrasar su tienda.

– Me estás causando problemas, chico. Tú y los de tu clase siempre lo hacéis. Voy a decirte algo: ¿quieres la lámpara? Si no la quieres, márchate de inmediato o llamaré a la Policía ahora mismo.

A pesar de su corta edad, Joel reconocía el miedo cuando lo veía y sabía lo que el miedo podía inducir a hacer a la gente, así que dijo:

– No quiero causarle problemas, ¿comprende? Sólo le pido una bolsa para llevarme esto a casa. -Vio un fajo de bolsas justo detrás de la caja y las señaló con la cabeza-. Una de ésas me vale.

Con los ojos clavados en Joel, el hombre deslizó el brazo hacia las bolsas y cogió una. La dejó en el mostrador y observó como un gato preparado para saltar mientras Joel sacudía la bolsa y metía la lámpara dentro.

– Gracias -dijo Joel, y se alejó del mostrador. Era reacio a dar la espalda al asiático tanto como el asiático era reacio a darle la espalda a Joel. Fue un alivio salir fuera.

Cuando volvió sobre sus pasos a Meanwhile Gardens y el estanque de los patos, Joel vio que Cal Hancock había terminado su proyecto. Su lugar lo ocupaba otro rastafari con una manta fina sobre los hombros, agachado en una esquina del campo de fútbol, donde estaba encendiéndose un porro. En otra esquina se apiñaban tres hombres con sudaderas que aparentaban unos veintitantos años. Uno de ellos estaba sacando un puñado de bolsitas de plástico del bolsillo de su camisa.

Joel los miró y se marchó rápidamente. Había cosas que era mejor no ver.


* * *

Se dirigió al camino trasero del estanque de los patos, detrás de Trellick Tower, cruzando el jardín aromático en lugar de atravesar Edenham Estate y coger el sendero que él y Toby habían utilizado antes. Por este motivo, la vista del estanque era distinta, pero el lugar donde había colocado la pantalla estaba tan escondido como desde el otro ángulo. Tanto mejor. Decidió que volvería a recurrir a ella cuando necesitara un lugar seguro para esconder a Toby.

Bajó corriendo hacia el estanque y se abrió paso hasta el escondite, llamando a su hermano en voz baja. No obtuvo respuesta, lo que provocó que se detuviera un momento y se asegurara de que estaba en el lugar correcto. Pronto descubrió que sí, cuando vio los juncos aplastados que marcaba el sitio donde se había tumbado Toby. El pan no estaba y el niño tampoco.

– Mierda -murmuró Joel.

Miró a su alrededor y llamó a su hermano más fuerte. Intentó pensar en todos los lugares adonde podría haber ido Toby, cruzó los juncos y subió por el sendero principal. Fue entonces cuando el ruido procedente de la pista de patinaje llamó su atención: no sólo los chirridos de los monopatines contra los laterales de hormigón de la pista, sino también los gritos de los patinadores que disfrutaban de ella.

Aceleró el paso y se dirigió a la pista de patinaje. Debido al buen tiempo, los tres niveles de la pista funcionaban a pleno rendimiento y, además de los patinadores y los ciclistas de la zona inmediata, algunos espectadores habían hecho un alto en su paseo por el sendero junto al canal para observar la acción, otros holgazaneaban en los bancos que salpicaban las pequeñas colinas del parque.

Toby no estaba en ninguno de estos grupos, sino sentado al borde de la pista central, los pies colgando y los vaqueros subidos de manera que la cinta adhesiva alrededor de las deportivas era bien visible. Daba palmas en el flotador mientras cuatro chicos cruzaban arriba y abajo los laterales de la pista con monopatines decorados con calcomanías de colores brillantes. Vestían bermudas anchas y de talle bajo. Llevan camisetas sucias con logotipos de grupos de música descoloridos y gorros de esquí de punto en la cabeza.

Toby se balanceaba sobre el trasero mientras miraba a los chicos avanzar por la pista a toda velocidad y planear por los laterales, girar con pericia los monopatines en el aire y cruzar deprisa la pista donde repetían el movimiento en el otro lado. Por el momento, parecían resueltos a no prestarle atención, pero el niño no se lo ponía fácil.

– ¿Puedo hacerlo? ¿Puedo probar? ¿Puedo? ¿Puedo? -gritaba mientras daba golpes en la pista con los pies.

Joel se acercó. Pero al hacerlo, vislumbró a un segundo grupo de chicos en el puente que llevaba a Great Western Road al otro lado del canal Gran Union. Se habían parado a mitad del puente y miraban abajo, a los jardines. Tras intercambiar unas palabras, se dirigieron a la escalera de caracol. Joel los oyó bajando los peldaños de metal. Todavía no sabía quiénes eran. Aun así, su corpulencia, los muchos que eran y su forma de vestir… Todo aquello sugería que formaban parte de una banda y no quería estar cerca cuando se dirigieran a la pista de patinaje si, efectivamente, era allí adonde iban.

Corrió hacia la pista central; allí, en el borde, Toby pedía a gritos ser parte de la acción.

– Tobe, ¿por qué no has esperado donde los patos? -le dijo a su hermano-. ¿No me has oído cuando te he dicho que me esperaras allí?

– Míralos, Joel -respondió, entrecortadamente, Toby-. Creo que podría hacerlo. Si me dejaran. Les he pedido que me dejen. ¿Tú no crees que podría hacerlo?

Joel lanzó una mirada a la escalera de caracol y vio que la banda de chicos había llegado abajo. Deseó fugazmente que sus asuntos -fueran los que fueran- los llevaran a algún lugar del canal. Había una barcaza abandonada debajo del puente y esperó fervientemente que la utilizaran de guarida. Pero en lugar de dirigirse hacia allí, fueron directos a la pista de patinaje, las capuchas de las sudaderas puestas encima de las gorras de béisbol, los anoraks con la cremallera bajada a pesar del crudo invierno, vaqueros anchos bajos de cadera.

– Vamos, Tobe -dijo Joel-. Tenemos que arreglar el cuarto, ¿recuerdas? La tía Ken dijo que teníamos que tenerlo más ordenado y hay cosas por todas partes, ¿entiendes?

– ¡Mira! -gritó Toby, señalando a los chicos que seguían cruzando a toda velocidad la pista de patinaje-. ¿Puedo hacerlo? Podría hacerlo si me dejarais.

Joel se encorvó y agarró a su hermano del brazo.

– Tenemos que irnos -dijo-. Y estoy muy cabreado porque no me has esperado donde tenías que esperarme. Vamos.

Toby se resistió a ponerse de pie.

– No. Puedo hacerlo. ¿Puedo hacerlo, chicos? Podría si me dejarais.

– Podría si me dejarais, podría si me dejarais -dijo una voz imitando a la de Toby, y Joel no tuvo que girarse para saber que él y su hermano se habían convertido en el centro de atención de los chicos que habían bajado del puente-. Podría hacerlo si me dejarais, Joelly Joel. Sólo que primero tengo que limpiarme el culo porque se me olvidó esta mañana cuando me cagué encima.

Joel frunció el ceño cuando oyó su nombre, pero tampoco se giró para ver quiénes eran los chicos.

– Tobe, tenemos que irnos -dijo en un susurro feroz.

Pero le oyeron.

– Apuesto a que tienes que marcharte, amarillo de mierda. Mejor corre mientras puedas hasta que encuentres el camino. Tú y el pequeño gilipollas que te acompaña. Joder, ¿qué hace con ese flotador puesto?

Toby al fin se fijó en los otros chicos, que es lo mismo que decir que el tono desagradable de quien hablaba, por no mencionar su proximidad, logró alejar su atención de la pista de patinaje. Miró a Joel para que lo aconsejara sobre si tenía que responder, mientras que en la pista de patinaje, el ritmo decreció de repente, como por la expectación de una acción más fascinante.

– Ah, ya sé por qué lleva ese flotador, ¿sabes? -dijo la misma voz burlona-. Va a darse un baño. Greve, ¿por qué no le ayudas?

Joel sabía qué significaba aquello. Aparte del estanque de los patos, sólo había un lugar con agua cerca. Notó que los dedos de Toby se cerraban en torno al bajo desgastado de sus vaqueros azules. Aún no se había levantado del borde de la pista, pero le había cambiado la cara. La alegría de ver a los chicos en la pista se había convertido en miedo al ver a los chavales de detrás de Joel. No los conocía, pero percibía la amenaza en sus voces, aunque no supiera que iba dirigida a él.

– ¿Quién es, Joel? -le preguntó Toby a su hermano.

Había llegado el momento de averiguarlo. Joel se dio la vuelta. Los chicos estaban colocados formando una especie de media luna. En el centro estaba el chico mestizo de cara mustia que Hibah había presentado como su novio. Había dicho que se llamaba Neal. Si dijo algún apellido, Joel no lo recordaba. Lo que sí recordaba era su único encontronazo con él, la pequeña broma que le había gastado, aquel chiste, justo el tipo de comentario que era improbable que un chico como Neal olvidara. En presencia de su banda, sobre la cual sin duda siempre ansiaba mantener su supremacía, Joel sabía que el chico podría aprovechar la oportunidad perfectamente para demostrar su fuerza, si no era con un niño indefenso como Toby, sí con su hermano, la derrota del cual le daría muchos puntos.

Joel se dirigió al chico llamado Greve, que había avanzado varios pasos para coger a Toby.

– Déjale en paz -dijo-. No te está haciendo daño. Vamos, Tobe. Tenemos que irnos a casa.

– Tienen que irse a casa -dijo Neal-. Ahí es donde se bañan. Tienes una bonita piscina en el jardín, Tobe. ¿Y qué mierda de nombre es ése?

– Toby -murmuró el pequeño, aunque tenía la cabeza agachada.

– To-by. Qué mono. Bueno, To-by, deja que me quite de en medio para que puedas irte corriendo a casa.

Toby empezó a levantarse, pero Joel conocía el juego. Un paso en su dirección y Neal y su banda se les echarían encima a los dos, sólo para divertirse. Joel imaginó que podría sobrevivir a un encuentro con estos chicos porque había suficientes personas en Meanwhile Gardens a esta hora del día para que alguien acudiera en su rescate, o bien sacara el móvil y llamara al 091. Pero no quería dejar que Toby cayera en las fauces de este grupo de chicos. Para ellos, el niño era como un perro con tres patas, alguien a quien humillar, hostigar y hacer daño.

– Oye, puedes quedarte donde estás, tío -dijo Joel a Neal con absoluta simpatía-. No vamos en esa dirección, así que no supones ningún problema para nosotros.

Uno de los chicos de la banda de Neal se rió con la respuesta, tan despreocupadamente había conseguido pronunciarla y tan claramente había transmitido una ausencia de miedo del todo inapropiada. Neal lanzó una mirada al grupo de chicos, buscando el origen de aquella falta de respeto. Cuando no la encontró, se volvió directamente hacia Joel.

– Eres un amarillo de mierda, Jo-el. Lárgate de aquí. Y que no te vuelva a ver…

– No soy más amarillo que tú -señaló Joel, aunque la verdad era que sólo dos razas habían convergido para crear a Neal, mientras que en el caso de Joel habían participado al menos cuatro que nadie estaba dispuesto a identificar-. Así que yo no hablaría del color de piel de nadie, colega.

– No me llames colega, Joe-el, como si fueras lo que no eres. Me como a bichos de tu tamaño para desayunar.

Se oyeron risitas disimuladas entre el grupo de chicos. Espoleado por ellas, Neal dio un paso hacia delante. Hizo un gesto con la cabeza a Greve, un movimiento que indicaba que el chico debía coger a Toby como le había ordenado, y entonces centró su atención en la bolsa que llevaba Joel.

– Dame eso -le dijo mientras Greve se acercaba, y Toby se encogió para alejarse de él-. Veamos que llevas ahí.

En ese momento, Joel se sintió totalmente atrapado. Sólo vio una salida, que tenía muy pocas esperanzas de éxito. Podía ver lo que iba a pasar si no actuaba, así que actuó deprisa. Levantó a Toby de un tirón, le puso la bolsa con la lámpara de lava en los brazos y le dijo:

– Corre. ¡Corre! Ya, Tobe, ¡corre!

Por una vez, Toby no cuestionó la orden. Se deslizó por la pista de patinaje y la cruzó por la parte inferior.

– A por él -gritó alguien, y los chicos se movieron como una unidad, pero Joel, rápidamente, se interpuso en su camino.

– Cabrón de mierda -le dijo a Neal-. Das por culo a los cerdos, ¿verdad? Juegas a ser un tipo duro cuando eres mitad cerdo y por eso la metes donde la metes.

Era un discurso suicida, como había planeado que fuera, pero captó la atención de Neal. También captó la atención de su pandilla, porque siempre hacían lo que hiciera Neal, al carecer ellos de cerebro. A Neal se le puso la cara roja y el acné que tenía se volvió púrpura. Cerró los puños. Se dispuso a embestirle. Su banda avanzó para entrar a atacar, pero el chico gritó:

– ¡Es mío! -Y se abalanzó sobre Joel como un perro rabioso.

Joel recibió la fuerza del cuerpo de Neal en el estómago. Los dos chicos cayeron al suelo con los brazos en el aire. Un grito de alegría surgió de entre los amigos de Neal, que avanzaron para mirar. Los chicos de la pista de patinaje se unieron a ellos, hasta que lo único que vio Joel detrás de la cara encolerizada de Neal fue una masa de piernas y pies.

Joel no peleaba bien. Siempre se quedaba sin respiración cuando hacía esfuerzos, y la única vez que había estado en una bronca de verdad, no pudo recobrar el aliento y acabó en Urgencias con una mascarilla sobre la nariz y la boca. Así que lo que sabía de peleas era lo que veía en televisión, que consistía en mover infructuosamente los puños y esperar contactar con alguna parte del cuerpo de Neal. Logró plantar un golpe en la clavícula del chico, pero Neal contraatacó con uno que alcanzó a Joel en plena sien y provocó que le zumbara el oído.

Joel sacudió la cabeza para despejarse. Neal cambió de posición y se sentó sobre su pecho. Puso toda la fuerza de su peso sobre el cuerpo de Joel y utilizó las rodillas para apresarle los brazos contra el suelo. Entonces empezó a golpearle de verdad. Joel se retorció para intentar apartarle. Movió el cuerpo a derecha e izquierda, pero no consiguió que el chico le soltara.

– Mestizo de mierda -gruñó Neal entre sus dientes torcidos y su boca mustia-. Voy a enseñarte lo que es faltarle el respeto… -Agarró a Joel por el cuello y empezó a apretar.

A su alrededor, Joel oyó gruñidos y respiraciones: no sólo los suyos y los de Neal, sino también los de los otros chicos, aunque los de éstos eran de emoción y acaloramiento ante la expectativa. Esta vez no era una película. Ni una serie de televisión. Era la vida real. Neal era su hombre.

– Dale -murmuró alguien con fiereza.

– Sí. Acaba con él, tío -dijo otro.

– Tienes que rematarlo, colega. Cógela, cógela -dijo alguien entonces.

Joel se dio cuenta de que uno de los chicos de la multitud le había pasado algo a Neal.

Vio el reflejo plateado en la palma de la mano de Neal: una navaja bien afilada. Nadie acudía en su rescate, como había esperado, y supo que estaba acabado. Pero la certeza de este conocimiento le infundió fuerzas, nacidas del instinto humano de vivir. Neal se había inclinado para coger la navaja de su secuaz; el gesto lo desequilibró y dio a Joel una oportunidad.

Se lanzó hacia donde estaba inclinado Neal, lo que provocó que el chico se cayera. Entonces se tiró encima de él y empezó a asestarle golpes, golpeando huesos y carne con todas sus fuerzas. Peleaba como una chica: agarró a Neal del pelo, le arañó la cara desgraciada, hizo todo lo que pudo por ir un paso por delante de las intenciones del otro chico y dos pasos por delante de su furia. No luchaba por castigar a Neal, ni para demostrarle algo, ni tampoco para erigirse en alguien más importante, mejor o más hábil. Luchaba simplemente para seguir vivo, porque sabía, con la claridad meridiana que nace del terror, que el otro chico quería matarle.

Ya no sabía dónde estaba la navaja. Era incapaz de decir si la tenía Neal o se si le había caído de las manos. Lo que sí sabía, sin embargo, era que se trataba de una pelea a muerte, y los otros chicos también, pues se habían sumido en un silencio tenso, aunque ni uno solo se había retirado de la riña.

Gracias a este silencio, Joel oyó una voz, un hombre que gritaba:

– ¿Qué pasa aquí? -Y luego-: Apartad. Salid de en medio. Ya me has oído, Greve Johnson. Y tú, Dashell Patricks. ¿Qué estáis haciendo? -Y justo después de eso, dijo-: ¡Por el amor de Dios! -Tras lo cual, Joel notó que lo levantaban de encima de Neal, lo ponían de pie y lo apartaban a un lado.

Joel vio que era Ivan Weatherall; de entre todas las personas del mundo, apareció su mentor del colegio Holland Park.

– ¿Eso de ahí es una navaja? -preguntó Ivan, y sin esperar la respuesta, gritó al resto que se marcharan.

A pesar de que Ivan estaba solo y ellos eran muchos, irradiaba tanta confianza que los chicos obedecieron, sorprendidos y poco acostumbrados a que los molestaran cuando estaban en medio de una de sus actividades. Aquello incluía a Neal, que se lamía un corte en el labio. Mientras sus amigos se lo llevaban del lugar, gritó:

– No me toques los huevos. -Una orden que iba dirigida a Joel, obviamente-. Te vas a enterar, cabrón. Amarillo de mierda. Tú y tu hermano. Id a comedle el coño a vuestra madre.

Al oír aquello, Joel se movió para ir a por Neal, pero Ivan lo agarró del brazo. Sorprendido, Joel oyó que decía entre dientes:

– Pelea conmigo, chico. Pégame para escapar. Vamos. Por el amor de Dios, hazlo. Puedo aguantarlo… Bien. Así… Dame patadas también… Sí, sí. Justamente, eso es… Ahora te haré una media Nelson -hizo un movimiento rápido que aprisionó a Joel debajo de su brazo- e iremos hacia ese banco. No dejes de pegarme, Joel… Te tiraré ahí encima… Intenta no hacerte daño… ¿Listo? Allá vamos.

Joel se descubrió en el banco como le había prometido su mentor, y cuando miró a su alrededor, Neal y su banda se habían ido hacia la escalera de caracol, en dirección a Great Western Road. Los patinadores también se habían dispersado y él se había quedado con Ivan Weatherall. No comprendía cómo se había producido el milagro.

– Creen que te he escarmentado, de momento bastará -dijo Ivan a modo de explicación-. Parece que he llegado justo a tiempo. ¿En qué demonios estabas pensando enfrentándote a Neal Wyatt?

Joel no contestó. Le costaba trabajo respirar. No quería acabar en Urgencias otra vez, así que decidió que era mejor no desperdiciar fuerzas hablando. Aparte de eso, quería alejarse de Ivan. Tenía que encontrar a Toby. Tenían que llegar los dos a salvo a casa.

– Simplemente ha pasado, ¿verdad? -preguntó Ivan-. Bueno, no debería sorprenderme, y supongo que no me sorprende. Neal Wyatt tiene problemas con casi todo el mundo, me temo que es lo que ocurre cuando tu padre está en la cárcel y tu madre tiene predilección por el crac. Existe, por supuesto, una salida para lo que le atormenta. Una cura, si quieres. Pero no quiere tomarla, lo cual es una pena, porque tiene un gran talento para tocar el piano, en realidad.

Joel dio un respingo al oír aquello, sorprendido por aquella imagen alterada de Neal Wyatt.

Ivan comprendió y asintió con la cabeza.

– Una lástima, ¿verdad? -Miró hacia atrás, al puente, por donde los chicos se habían marchado rumbo a la siguiente fechoría que tuvieran en mente-. Bueno, ¿has recobrado el aliento? ¿Estás listo para irnos?

– Estoy bien.

– ¿De verdad? No lo parece, pero te tomaré la palabra. Recuerdo que vives por aquí cerca, pero no en Trellick Tower. Te acompañaré a casa.

– No necesito que…

– Tonterías. No seas estúpido. Todos necesitamos algo, y el primer paso en el camino hacia la madurez, por no decir hacia la serenidad, es reconocerlo. Ven conmigo. -Sonrió y mostró su horrible dentadura-. No te pediré que me des la mano.

Cogió un paquete de debajo del banco en el que se habían sentado. Se lo colocó debajo del brazo y le explicó afablemente que contenía las piezas de un reloj que estaba montando. Señaló con la cabeza hacia Elkstone Road, a poca distancia de allí, y condujo a Joel en esa dirección mientras, detrás de ellos y a su alrededor, Meanwhile Gardens seguía recuperando la normalidad.

Ivan charló amigablemente, limitando su conversación a los relojes. Montarlos, le contó a Joel, era su hobby y su pasión. ¿Recordaba Joel la conversación que habían mantenido sobre salidas creativas el día que se habían conocido? ¿No? ¿Sí? ¿Había pensado en lo que deseaba hacer para que su alma pudiera expresarse?

– Recuerda -dijo Ivan- que somos como máquinas, Joel. Cada una de nuestras partes necesita ser engrasada y cuidada si queremos funcionar al máximo de nuestra capacidad. ¿En qué punto del proceso de decisión te encuentras? ¿Qué tienes pensado hacer con tu vida? Aparte de pelearte con los Neal Wyatt de nuestro mundo.

Joel no sabía si Ivan hablaba en serio. En lugar de responder, inspeccionó el lugar buscando a Toby y dijo:

– Tengo que ir a buscar a mi hermano. Ha salido corriendo cuando ha llegado Neal.

Ivan dudó.

– Ah, sí. Por supuesto. Tu hermano pequeño. Al menos eso explica… Bueno. No importa. ¿Dónde puede haber ido? Te ayudaré a encontrarlo y luego os escoltaré hasta casa.

Joel no quería, pero salvo que fuera un maleducado, no sabía cómo decirle a Ivan que prefería que lo dejara en paz. Así que caminó por la acera de Elkstone Road, con Ivan a su lado, y miró a ver si Toby había corrido a casa de su tía. Al no encontrarle allí, fue al sendero entre los edificios, hacia el estanque de los patos y allí descubrió a Toby agazapado tras la pantalla con las manos sobre la cabeza.

Se le había pinchado el flotador con algo. Aún lo llevaba alrededor de la cintura, aunque ahora sólo estaba parcialmente inflado. Pero no había perdido la bolsa que Joel le había puesto en las manos. Yacía a su lado y cuando Joel llegó donde estaba a través de los juncos, vio que la lámpara de lava no había sufrido ningún desperfecto. Dio gracias por ello. Al menos el cumpleaños de Toby no se había estropeado.

– Eh, Tobe -dijo-. Ya ha pasado. Vámonos a casa. Él es Ivan. Quiere conocerte.

Toby miró hacia arriba. Había estado llorando y le moqueaba la nariz.

– No me he hecho pis -le dijo a Joel-. Tengo ganas de ir, pero no me lo he hecho encima, Joel.

– Eso está muy bien. -Joel levantó a Toby y le dijo a Ivan, que estaba en el sendero que llevaba al estanque-: Éste es Toby.

– Mucho gusto -dijo Ivan-. Y estoy impresionado con el atavío tan acertado que llevas, Toby. Por cierto, ¿es un diminutivo de Tobias?

Joel miró a su hermano, que pensaba en la palabra «atavío». Entonces se dio cuenta de que Ivan se refería al flotador. El hombre pensó que habían sido precavidos respecto a la seguridad de Toby, dada la cercanía del agua.

– Es Toby y punto -informó Joel a Ivan-. Imagino que mi madre y mi padre no sabían que era el diminutivo de algún nombre.

Subieron el terraplén para reunirse con Ivan, quien, tras echar una larga mirada a Toby, sacó un pañuelo blanco del bolsillo. Sin embargo, en lugar de ocuparse él mismo de secarle la cara a Toby, le entregó el trapo a Joel sin decir una palabra. Joel le dio las gracias con la cabeza y limpió a su hermano. Toby mantuvo la mirada clavada en Ivan, como si estuviera viendo una criatura de otro sistema solar.

Cuando Toby estuvo limpio, Ivan sonrió.

– ¿Vamos, pues? -dijo, y señaló en dirección a las casas adosadas-. He sabido por la escuela que viven ustedes con su tía. ¿Sería hoy un día apropiado para conocerla, jovencitos?

– Está en la tienda benéfica -dijo Joel-. En Harrow Road. Trabaja allí.

– ¿La tienda del sida? -preguntó Ivan-. Vaya, estoy bastante familiarizado con ese lugar. Un trabajo muy noble, el suyo. Una enfermedad espantosa.

– Mi tío murió de sida -dijo Joel-. El hermano de mi tía. Mi padre es su hermano mayor. Gavin. Su hermano pequeño, Cary, se llamaba.

– Una pérdida tremenda.

– Su marido también murió. El primero, me refiero. Su segundo marido… -Joel se dio cuenta de que estaba hablando demasiado. Pero se había sentido obligado a compartir algo con el hombre, para agradecerle su presencia cuando la había necesitado y por no mencionar el aspecto extraño de Toby cuando lo encontraron.

El hecho de que hubieran llegado a casa de su tía le permitía callar el resto de lo que casi había dicho, e Ivan no dijo nada mientras Joel y Toby subían los peldaños. En lugar de eso, afirmó:

– Bueno, me gustaría conocer a tu tía en un futuro. Tal vez me pase por la tienda benéfica y me presente, con tu permiso, por supuesto.

Joel pensó fugazmente en las palabras de advertencia de Hibah sobre este hombre. Pero no había pasado nada inapropiado entre ellos ninguna de las veces que se habían visto en las sesiones de orientación. Ivan le aportaba una sensación de seguridad y Joel quería confiar en ese sentimiento.

– Puedes si quieres -dijo.

– Excelente -dijo Ivan, y extendió la mano. Joel se la estrechó y luego le dio un pequeño codazo a Toby para que hiciera lo mismo.

Ivan se metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta, que le entregó a Joel.

– Aquí podrás encontrarme fuera del horario de clase -dijo-. Ésta es mi dirección. También viene mi número de teléfono. No tengo móvil, no soporto esos espantosos aparatejos, pero si me llamas a casa y no estoy, un contestador automático recogerá tu mensaje.

Joel dio la vuelta a la tarjeta. No podía imaginar qué podría llevarle a utilizarla. No comentó nada, pero Ivan pareció leer su pensamiento.

– Puede que quieras contarme tus planes y sueños. Cuando estés preparado, quiero decir. -Se alejó del edificio y señaló con el dedo a Joel y luego a Toby-. Hasta luego, entonces, caballeros -dijo, y se puso en marcha.

Joel se quedó mirándolo un momento antes de girarse hacia la puerta y abrirla para que Toby entrara. Ivan Weatherall, decidió, era el hombre más extraño que había conocido. Sabía cosas sobre todo el mundo -personales y no- y, sin embargo, parecía aceptar a la gente tal como era. Joel nunca se sentía un inadaptado en su presencia, porque Ivan nunca actuaba como si hubiera algo insólito en sus rasgos de mestizo. En realidad, Ivan se comportaba como si el mundo estuviera hecho de gente sacada de una bolsa con razas, etnias, fes y religiones mezcladas. Qué peculiar era alguien así en el mundo en que vivía Joel.

Aun así, pasó los dedos por las letras en relieve del anverso de la tarjeta. «Sixth Avenue, 32», leyó, y debajo del nombre de Ivan Weatherall había dibujado un reloj. Dijo en voz alta lo que se había guardado para sí hasta ese momento.

– Psiquiatra -susurró-. Eso es Ivan.

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