Capítulo 25

Lo que Joel no había tenido en cuenta en su planificación cuidadosa era que él y sus hermanos habían dejado de formar parte de la masa anónima de niños y adolescentes londinenses que viven su vida a diario: dentro y fuera de la escuela, practicando deporte, haciendo los deberes, flirteando, chismorreando, comprando, paseando, con un móvil pegado a la oreja o leyendo absortos los mensajes de texto entrantes, bombardeándose la cabeza con música por medio de aparatos electrónicos fascinantes… En un Londres corriente, Joel habría sido uno más. Pero no vivía en un Londres corriente. Así que cuando tomó la decisión de coger el tren para ir a ver a su madre, no logró hacerlo como él habría deseado.

En parte fue porque había ido al hospital con Toby, cuya no asistencia al colegio había sido comunicada de inmediato. Pero en parte también fue porque, al estar bajo vigilancia rigurosa desde su breve encuentro con la Policía de Harrow Road y debido a un mensaje de Fabia Bender, su propia no asistencia al colegio se notificó debidamente. Ambos avisos desencadenaron una llamada a su tía.

Como habían desaparecido los dos hermanos, Kendra no concluyó precipitadamente que Joel se había involucrado en algo arriesgado o ilegal. Sabía que su sobrino mayor nunca pondría en peligro la seguridad de Toby. Pero un asesino en serie estaba acechando a chicos jóvenes de la edad de Joel y, puesto que los dos últimos eran del norte de Londres, Kendra no pudo evitar que sus pensamientos fueran ineludiblemente en esa dirección, igual que había sucedido cuando Joel desapareció durante dos noches.

No llegó a esa conclusión de inmediato, sino que hizo lo que cualquier mujer habría hecho cuando la informan de que sus chicos no están donde se supone que tienen que estar. Llamó a casa para ver si se habían saltado las clases para ver películas de vídeo; llamó al centro infantil por si se daba el caso improbable de que se hubieran pasado por allí; llamó al Rainbow Café para comprobar si por un casual Dix se los había llevado a trabajar con él por alguna razón; al final, le entró el pánico. Cerró la tienda benéfica y salió en su búsqueda. Después de recorrer calles y atravesar barrios de viviendas de protección oficial, se acordó de Ivan Weatherall y también le llamó, en vano. Aquello hizo que el pánico se intensificara, y en ese estado se dirigió al Rainbow Café.

Dix no compartió su preocupación, al menos en parte. Hizo que se sentara con una taza de té y, como no era tan optimista como Kendra respecto a la posibilidad de que Joel hubiera metido a su hermano en un lío, llamó a la Policía de Harrow Road. Dos chicos habían desaparecido, les dijo cuando supo que Joel no estaba detenido por ninguna fechoría desconocida hasta el momento. Y con los asesinatos en serie…

El agente al otro lado de la línea le interrumpió: los chicos no llevaban desaparecidos ni veinticuatro horas, ¿verdad? Hablando claro, la Policía no podía hacer nada hasta que estuvieran desaparecidos más tiempo.

Así que, a continuación, Dix llamó a New Scotland Yard, donde se había centralizado la investigación de los asesinatos en serie. Pero tampoco tuvo suerte. Estaban recibiendo un aluvión de llamadas de padres cuyos hijos no llevaban más tiempo desaparecidos que unas horas. New Scotland Yard no estaba equipado para organizar una batida por dos chicos que sólo habían hecho novillos.

A Dix no le quedaba más remedio que seguir el ejemplo de Kendra. Dejó el trabajo a su atribulada madre y se cambió de ropa. Tenía que formar parte de la búsqueda, le explicó mientras le entregaba el delantal.

Su madre no hizo ningún comentario. Miró a Kendra, intentó mantener el rostro impasible, maldijo el día que su hijo había caído en las garras de una mujer con quien no podía construir un futuro convencional y se puso el delantal grande de Dix. «Ve», le dijo.

Fue Dix quien sugirió el hospital donde Carole Campbell estaba ingresada. ¿Podían haber ido los chicos allí?

Kendra no veía cómo. No tenían dinero para el autobús y el tren. Pero llamó de todas formas, y así fue como Dix D'Court acabó esperando en la estación de Paddington cuando Toby y Joel se bajaron unas horas después.

Había esperado todos los trenes. Se había saltado el entrenamiento. Cuando los chicos aparecieron, ya tenía un hambre atroz, pero no estaba dispuesto a contaminar su cuerpo con nada de lo que vendían en la estación. Por lo tanto, estaba muy frustrado y enfadado. No haría falta demasiado para que estallara, independientemente de sus intenciones anteriores.

Cuando Joel vio a Dix al otro lado de la barrera, percibió que estaba tan tenso como un muelle. Sabía que se había metido en un lío, pero no le importaba. Consideraba que todas sus opciones se habían esfumado, así que el hecho de que Dix D'Court estuviera cabreado con él era un pequeño pliegue en la sábana permanentemente arrugada de su vida.

Toby caminaba detrás de él, principalmente enzarzado en una conversación con la calcomanía de una araña que el anterior propietario del monopatín había pegado en él. No vio a Dix hasta que lo tuvieron encima, hasta que Joel dijo:

– ¡Eh! Suéltame el brazo, tío.

Entonces, Toby levantó la cabeza y dijo:

– Hola, Dix. Mamá quería unas uñas. Yo me he comido una bolsa de patatas. Parecía que había nevado en todas partes, pero no.

Dix condujo a Joel fuera de la estación. Toby los siguió. Joel continuó protestando, pero Dix no dijo nada. El más pequeño agarró del brazo a su hermano mayor, necesitaba el consuelo de algo sólido que representara algo que comprendiera.

En el coche, Dix metió a los dos niños en el asiento trasero. Mirando por el retrovisor, le dijo a Joel:

– ¿Sabes en qué estado está tu tía? ¿Hasta dónde imaginas que va a aguantar?

Joel giró la cabeza y miró por la ventanilla. Con las esperanzas truncadas, no estaba en condición de cargar con la culpa de nada. Sus labios dibujaron las palabras: «Que te den».

Dix las leyó. Fue como encender una mecha. Se bajó del coche y abrió de golpe la puerta de atrás. Sacó a Joel, lo empujó contra el guardabarros y gritó:

– ¿Quieres enfrentarte a mí? ¿Es lo que esperas que ocurra ahora mismo?

– Eh. Déjame en paz -dijo Joel.

– ¿Cuánto crees que durarías conmigo, tío?

– Que me dejes en paz, joder -dijo el chico-. Que no he hecho nada.

– ¿Es así como lo ves? Tu tía ha salido a buscarte, ha llamado a la Policía, le han dicho que no podían ayudarla, se ha puesto histérica… ¿Y no has hecho nada? -Con una indignación que dirigía sólo en parte a Joel, Dix lo metió otra vez dentro de un empujón.

El trayecto hasta North Kensington no fue largo. Lo hicieron en silencio, Dix era incapaz de ver más allá de la animadversión externa de Joel, y el chico no era capaz de ver más allá de la reacción de Dix.

En Edenham Way, Joel subió corriendo los peldaños de la casa de su tía. Toby le siguió deprisa. Agarraba el monopatín contra su pecho como un salvavidas. Cuando, dentro de casa, Dix se lo arrebató y lo tiró a un lado, el niño se echó a llorar.

Fue demasiado para Joel.

– Oye, tío, deja en paz a Toby, joder -dijo-. Si tienes algo que decir o algo que hacer, me lo haces a mí. ¿Te enteras, colega?

Dix tal vez habría respondido, pero Kendra salió de la cocina. Así que en lugar de hablar, empujó al chico hacia su tía.

– Aquí lo tienes. Ahora es un hombre de verdad, escucha cómo habla. Causa todos estos problemas y no le importa nada que nos hayamos preocupado.

– Cállate -dijo Joel. Lo dijo con agotamiento y desesperación.

Dix dio un paso hacia él.

– No -dijo Kendra, y luego a Joel-: ¿Qué está pasando? ¿Por qué has ido allí sin decírmelo? ¿Sabes que han llamado de la escuela? ¿De la tuya? ¿De la de Toby?

– Quería ver a mamá -dijo Joel-. No entiendo a qué viene tanto rollo.

– Teníamos unas normas. Colegio. Toby. Casa. -Kendra fue tachando las palabras con los dedos-. Esos son tus límites. Es lo que te dije. El hospital no está entre ellos.

– Lo que tú digas -dijo Joel.

– ¿Y de dónde has sacado el dinero para los billetes?

– Era mío.

– ¿De dónde lo has sacado, Joel?

– Ya te lo he dicho. Era mío y si no me crees…

– Tienes razón. No te creo. Dame una razón para creerte.

– No tengo por qué coño dártela.

– Joel… -dijo Toby llorando. Todo aquello superaba su capacidad de comprender. En un momento dado, estaban en el tren, contemplando el paisaje envuelto en misterio debido a la niebla helada, y al siguiente se habían metido en un lío. Un lío tan grande que Joel decía palabrotas. Dix estaba enfadado y dispuesto a pegar a la gente. La cara de Kendra era como una máscara. El peso de todo aquello era demasiado para que la mente de Toby pudiera soportarlo-. Mamá quería corazones en las uñas, tía -dijo-. Cuéntaselo, Joel. Lo de los corazones dorados.

– Bien -dijo Kendra con frialdad, haciendo caso omiso al intento infructuoso de Toby de alterar el rumbo de lo que estaba sucediendo-. Comprobémoslo, pues -dijo, y se dirigió a las escaleras. Joel la siguió. Toby los acompañó. Dix caminó detrás de Toby.

Las intenciones de Kendra eran obvias. Joel no protestó. En realidad, no le importaba demasiado. No iba a descubrir nada en su cuarto, porque estaba contándole la verdad y sabía que no encontraría la pistola que le había dado el Cuchilla. La había guardado en el espacio que quedaba entre el suelo y el último cajón de la cómoda. La única forma de sacarla era inclinar el mueble, y era improbable que su tía llegara a ese extremo en cuanto se diera cuenta de que no iba a encontrar nada en ningún sitio de la habitación.

Kendra vació la mochila de Joel y hurgó entre el contenido, una mujer con una misión indefinida. Buscaba algo sin saber qué buscaba: pruebas de que hubiera conseguido atracar a alguien, un montón de dinero que indicara que estaba vendiendo mercancía de contrabando, armas, drogas, cigarrillos, alcohol… No importaba. Sólo quería encontrar algo que le indicara qué tenía que hacer a continuación, porque, igual que Joel, aunque por causas distintas, veía que estaba quedándose sin opciones.

No había nada: ni en la mochila, ni debajo o dentro de la cama, ni en los libros, ni detrás de los pósteres de las paredes, ni en la cómoda. Lo revisó todo y cacheó a Joel. El chico se quitó la ropa con una colaboración indiferente que enfureció a Kendra.

La única respuesta era Toby, pensó, y se preguntó por qué no se lo había planteado antes. Así que también hizo que se desnudara y esto, a su vez, enfureció a Joel.

– ¡Ya te lo he dicho! -dijo-. Él no tiene nada que ver con… -No dijo más.

– ¿Qué? -preguntó Kendra-. ¿Con qué? ¿Qué?

A Joel le habría gustado marcharse del cuarto, pero Dix estaba en la puerta, un obstáculo infranqueable. Toby lloraba más fuerte que nunca, si acaso era posible. Se dejó caer sobre su cama en ropa interior.

Joel estaba encendido, pero no hizo nada. No podía hacer nada y lo sabía. Así que le contó a su tía la verdad.

– Lo gané, ¿de acuerdo? Gané el puto dinero en «Empuñar palabras». Cincuenta libras. Eso es. ¿Contenta?

– Ahora lo veremos -dijo ella, y se fue y recorrió el pasillo hasta su habitación, donde realizó una llamada que se aseguró que sus sobrinos oyeran.

Le contó a Ivan Weatherall lo que Joel afirmaba. Incluso utilizó la palabra «afirmar» para señalar su incredulidad. Dominada más por la ira que por la prudencia, le contó más de lo que necesitaba saber. Había que vigilar a Joel, dijo. Había perdido su confianza en él. Se había ido a hurtadillas sin su permiso, respondía a sus preguntas de un modo insolente y desafiante, y ahora afirmaba que había ganado un dinero en la velada de poesía. ¿Qué sabía Ivan de aquello?

Ivan, naturalmente, sabía bastante. Confirmó la historia de Joel.

Pero aquella conversación plantó más de una semilla en más de una persona. Y no pasaría mucho tiempo antes de que las semillas germinara.


* * *

Como Ness comprendía perfectamente qué ocurriría si no colaboraba, fue a terapia en Oxford Gardens. Acudió a tres sesiones, pero como estaba allí bajo coacción, eso fue lo máximo que hizo para implicarse en la recuperación de la agresión que había sufrido: sentarse en una silla de cara a su terapeuta.

La terapeuta en cuestión tenía veinticinco años, se había sacado el título con matrícula de honor en una universidad de tercera y provenía de una clase media acomodada -patente en la elección de su ropa y el uso cuidadoso de palabras como «váter» en lugar de «baño»-, lo que la colocaba en la desafortunada situación de creer que poseía la mayoría de las respuestas exigidas para manejar los encuentros con adolescentes tercas. Era blanca, rubia e iba limpísima. No eran defectos, pero eran desventajas. Se consideraba un modelo que imitar; pero para aquellos que se suponía que tenían que ser sus pacientes: una adversaria incapaz de comprender ni un solo elemento de sus vidas.

Después de esas tres reuniones con Ness, decidió que una terapia de grupo podía ser un enfoque eficaz para conseguir lo que denominó «un avance importante». Dicho sea en su favor, realizó una cantidad de deberes considerable sobre su clienta y por este motivo fue a ver a Fabia Bender, carpeta en mano.

– ¿No ha habido suerte? -le dijo Fabia. Estaban en el cuarto de la fotocopiadora, donde una cafetera antigua expulsaba un brebaje de aspecto viscoso en un recipiente de cristal.

La terapeuta -que se llamaba Ruma, por razones que sólo conocían sus padres, aunque Fabia, como mujer de mundo, sabía muy bien que aquel nombre significaba «reina de los monos»- narró cómo habían sido hasta el momento sus sesiones con Ness. Duras, dijo. En realidad, Vanessa Campbell era un hueso duro de roer.

Fabia esperó a que dijera más. De momento, Ruma no estaba contándole nada que no supiera ya.

Ruma exhaló. La verdad era que no estaban llegando a ninguna parte, dijo.

– Estaba pensando en un enfoque distinto, un grupo, por ejemplo -ofreció-. Otras chicas que hayan vivido lo mismo. Sabe Dios que tenemos docenas.

– Pero… -la animó a continuar Fabia. Veía que había más. Ruma aún no había aprendido a ocultar sus propósitos a través de una entonación cuidadosa.

– Pero he hecho algunas averiguaciones y hay información… -Ruma dio unos golpecitos en la carpeta con las uñas, bien arregladas, uniformes, manicura francesa-. Creo que el asunto es más complicado de lo que parece. ¿Tienes tiempo…?

Nunca había tiempo suficiente, pero Fabia estaba intrigada. Le caía bien Ruma, sabía que la joven tenía buenas intenciones y admiraba el modo incansable en que buscaba todas las vías posibles para sus pacientes, por muy ineficaces que resultaran sus esfuerzos. Donde había aliento, había vida. Si había vida, había esperanza. Había filosofías peores para alguien que hubiera elegido la profesión de orientar a desventurados, pensó Fabia.

Se retiraron al despacho de Fabia en cuanto el café terminó de hacerse y la asistente social se sirvió una taza. Allí, Ruma compartió la información que había averiguado.

– Sabes que la madre está en un hospital psiquiátrico, ¿verdad? -empezó Ruma. Después de que Fabia asintiera con la cabeza, añadió-: ¿Qué sabes de la razón por la que está ahí?

– Depresión posparto no resuelta es lo que tengo yo -le dijo Fabia-. Lleva años entrando y saliendo, tengo entendido.

– Prueba con psicosis -dijo Ruma-. Prueba con depresión posparto psicótica severa. Prueba con intento de asesinato.

Fabia dio un sorbo al café, mirando a Ruma por encima del borde de la taza. Examinó a la joven, no percibió emoción alguna en su voz y aprobó su nivel de profesionalidad.

– ¿Cuándo? ¿De quién? -preguntó.

– Dos veces. En una ocasión pudieron impedirle, justo a tiempo, al parecer, que lanzara a su hijo menor por la ventana de un tercer piso. Era el piso donde vivían, en Du Cane Road. En East Acton. Una vecina estaba con ella y llamó a la Policía en cuanto le quitó al niño. En otra ocasión dejó el cochecito del mismo niño delante de un autobús y salió corriendo. Perdió el juicio, evidentemente.

– ¿Cómo se determinó?

– Por el historial y un reconocimiento.

– ¿Qué clase de historial?

– Has dicho que lleva años entrando y saliendo. ¿Sabías que está así desde los trece?

Fabia no lo sabía. Era algo que tener en cuenta.

– ¿Algún detonante?

– Algunos. Su madre se suicidó justo tres semanas después de salir también de un psiquiátrico. Esquizofrenia paranoide. Carole estaba con ella cuando se tiró al metro en la estación de Baker Street. Tendría unos doce años.

Fabia dejó la taza en la mesa.

– Tendría que haberlo sabido -dijo-. Tendría que haberlo averiguado.

– No. No te lo digo por eso -dijo Ruma rápidamente-. Y, de todos modos, ¿hasta dónde se supone que tienes que ahondar? No es tu trabajo.

– ¿Y el tuyo sí?

– Soy yo quien intenta conseguir el gran avance. Tú sólo intentas mantener las piezas unidas.

– Estoy poniendo tiritas cuando hace falta una operación.

– Nadie lo sabe hasta que llega el momento de saberlo -dijo Ruma-. En cualquier caso, lo que quiero decir es lo siguiente.

No hacía falta que lo dijera.

– ¿Crees que Ness está cayendo en una psicosis? ¿Como su madre?

– Es posible, ¿no? Y aquí viene lo interesante: Carole Campbell intentó matar a su hijo menor porque creía que había heredado la enfermedad. No sé por qué, porque era un bebé, pero lo señaló a él. Como una perra que repudia a su cachorro recién nacido porque sabe que algo le pasa. Se lo dice su instinto.

– Entonces, ¿estás diciendo que esto es heredado?

– Es la vieja historia de la naturaleza y la crianza. La predisposición se hereda. Mira. Se trata de un trastorno del cerebro: las proteínas no hacen lo que tendrían que hacer. Una mutación genética. Eso prepara el terreno para la psicosis. El entorno de la persona se encarga de hacer el resto.

Fabia pensó en Toby, en lo que había visto y oído, y en cómo la familia había tratado de protegerle, en todo lo que habían hecho desde el principio para impedir que fuera examinado por alguien que pudiera precisar una enfermedad que anunciara un sufrimiento para él.

– Está claro que al pequeño le pasa algo. Es evidente.

– Hay que hacerles pruebas a todos. Debe examinarlos un psiquiatra. Hay que elaborar una historia genética. Lo que digo es que mi idea de que Ness entre en una terapia de grupo es una gilipollez. Si va de camino a una crisis psicótica…

– Si ya la tiene -ofreció Fabia.

– O si la está atravesando, entonces hay que tratarla antes de que ocurra algo más.

Fabia estaba de acuerdo. Pero se preguntó cómo iba a tomarse Ness -que se mostraba poco comunicativa y dispuesta a colaborar en las sesiones con un terapeuta- que un psiquiatra sometiera su mente a pruebas de una u otra índole. Bien no, decidió.

Así que lo indicado era una visita al juez. Lo que Fabia y Ruma no podían provocar en la chica, sin duda se produciría si el juez se lo ordenaba. Y más que una orden: la opción entre colaborar o encerrarla. La mera amenaza de aumentar las horas de servicios comunitarios apenas surtiría efecto en la chica.

– Déjame hablar con algunas personas -dijo Fabia.


* * *

Ivan Weatherall, que no era idiota ni estúpido, había juntado deprisa una serie de piezas del rompecabezas de Joel Campbell en cuanto recibió la llamada de Kendra. La mayoría de estas piezas tenían que ver con el talento de Joel y con «Empuñar palabras y no armas», pero algunas estaban relacionadas con el intento de atraco en Portobello Road. Esto, había concluido ya, era tan atípico en el chico que sólo podía explicarlo un caso de identificación errónea. Si se añadía la rápida puesta en libertad de Joel, no parecía que hubiera otra respuesta.

Pero la llamada de Kendra le había obligado a plantearse la posibilidad de que existiera un Joel que él no conocía. Sabía que toda moneda tenía dos caras -un cliché espantoso, pero que para Ivan tenía una aplicación evidente en este caso en particular-, con lo que parecía razonable que Joel hubiera ocultado una parte de sí mismo a su mentor, y lo cierto era que los hechos respaldaban esta conclusión.

Ivan no conocía las relaciones de Joel con el Cuchilla. En cuanto a las personas menos sanas que poblaban North Kensington, sólo sabía que Joel se había codeado metafóricamente con Neal Wyatt. Y Neal era alguien a quien Ivan, erróneamente, consideraba problemático, pero no esencialmente peligroso. Así que si bien comprendía que algo preocupante se cocía dentro de Joel, pensó que tenía que ver con su casa y no con las calles.

Lo que sabía era esto: el novio de la tía vivía con ellos; el padre estaba muerto; la madre no estaba; la hermana había sido sentenciada a servicios comunitarios; el hermano menor era…, bueno, bastante extraño. Los cambios de hogar, de colegio, de compañeros eran difíciles de soportar para cualquiera. ¿Sorprendía que, de vez en cuando, Joel perdiera su capacidad de sobrellevar la situación? Tal como veía las cosas Ivan, Joel era un buen chico. Por lo tanto, cualquier posibilidad de problemas graves seguro que podía cortarse de raíz si los adultos de su vida se ponían de acuerdo en cómo tratarle.

El propio Ivan había crecido bajo el control firme pero afectuoso de sus padres. De manera que lo que se requería era firmeza, concluyó. Firmeza, justicia y sinceridad.

Decidió ir a visitar a Joel a su casa. Ver al chico in situ, como se describía a sí mismo, le proporcionaría más información sobre cómo ayudarlo mejor.

Joel le dejó entrar en la casa -era obvio que estaba sorprendido, pero cambió la expresión rápidamente para ocultar lo que fuera que estuviera pasándole- y el ruido de dibujos animados procedente del piso de arriba sugería que el hermano pequeño también se encontraba allí. Más allá de la entrada, en la cocina, Ivan vio a la hermana de Joel. Estaba sentada a la mesa, un pie apoyado en el borde mientras se pintaba las uñas de los pies de azul metálico. Un cenicero descansaba al lado del frasco de esmalte. El humo del cigarrillo se elevaba en una espiral perezosa. Una radio encendida en la encimera se sumaba a la cacofonía general de la vivienda. Emitía música rap, la mayoría interpretada con gruñidos indescifrables por un cantante que el pinchadiscos identificó más tarde como alguien que se hacía llamar Big R. Balz.

– ¿Podemos hablar, Joel? -preguntó Ivan.

– Últimamente no he escrito nada. -El chico miró detrás de Ivan, como si deseara que se marchase.

Su mentor no iba a dejar que lo despidiera.

– En realidad, no he venido por tus poemas. Tu tía me llamó.

– Sí. Ya lo sé.

– Me gustaría hablar de ello.

Joel lo condujo a la cocina, donde Ness examinó a Ivan. No dijo nada, pero no hizo falta. Últimamente, igual que en el pasado, lo único que tenía que hacer Ness era clavar sus grandes ojos oscuros en la gente para desconcertarla. Mostraba desdén en la superficie, pero había algo más debajo. Ese «algo más» inquietaba a la gente.

Ivan la saludó con la cabeza. Los labios carnosos de Ness dibujaron una sonrisa. La chica lo evaluó de arriba abajo y no se molestó en ocultarlo: asimiló su pelo lacio gris, su mala dentadura, su chaqueta de tweed gastada y rústica, sus zapatos raspados. Movió la cabeza, pero no para devolverle el saludo. Más bien era un gesto que decía: «Tío, conozco a los que son como tú», y se encendió otro cigarrillo con la colilla del que estaba en el cenicero. Lo sostuvo entre los dedos, mientras el humo se alzaba en espiral alrededor de su cabeza.

– ¿Así que éste es Ivan? -le dijo a su hermano-. Creía que nunca lo vería por aquí. Imagino que no viene mucho por esta zona de la ciudad, ¿verdad? Bueno, tío, ¿te gusta ver cómo vivimos los grupos étnicos?

– Él no es así -dijo Joel.

– Ya -respondió lacónicamente.

Pero Ness no desanimó a Ivan.

– Santo Cielo -dijo el hombre-, te he visto antes, pero no tenía ni idea de que eras la hermana de Joel. Estás en el centro infantil, ¿verdad? ¿Jugando con los niños? Es obvio que tienes un don para trabajar con ellos.

No era la reacción que Ness esperaba obtener del hombre. Su expresión se fijó. Dio una calada al cigarrillo y soltó una carcajada áspera.

– Sí -dijo-. Seré una madre como Dios manda, ¿verdad? -Se separó de la mesa, salió tranquilamente de la habitación, subió las escaleras y desapareció de su vista.

– ¿Acaso he dicho…? -le dijo Ivan a Joel.

– Ness es así -dijo Joel.

– Un alma herida -murmuró Ivan.

Joel lo miró con dureza. La mirada de Ivan se encontró con la de él. Era abierta y demasiado difícil de sostener, así que Joel apartó la cabeza.

Ivan se sentó a la mesa y cerró con cuidado el pintauñas abandonado de Ness. Señaló la silla con la cabeza, para indicar a Joel que también se sentara. Cuando el chico lo hizo, pasaron unos momentos. La música rap continuaba saliendo a todo volumen de la radio. Joel se levantó de la mesa y la apagó. Se quedaron con el sonido de explosiones procedente de arriba: un personaje de dibujos animados frente a su destino y Toby partiéndose de risa mientras miraba.

De acuerdo con su determinación de que la situación requería firmeza, justicia y sinceridad, Ivan sacó a colación «Empuñar palabras y no armas». Más concretamente, sacó el tema de cómo Joel había utilizado la velada poética para sus propios intereses.

– Creía que éramos amigos, Joel -empezó diciendo Ivan-. Pero debo decir que la llamada de tu tía me ha obligado a reconsiderarlo.

Joel, que había aprovechado la oportunidad de apagar la radio para quedarse de pie, se apoyó en la encimera, pero no dijo nada. De todos modos, no sabía seguro de qué hablaba Ivan, aunque a estas alturas ya conocía bastante bien a los adultos como para comprender que la aclaración no tardaría en llegar.

– No me gusta que me utilicen -dijo Ivan-. Y menos aún que utilicen «Empuñar palabras». Porque utilizarlo para un propósito distinto a la creación de poesía se contradice de lleno con las razones por las que creé la reunión. ¿Entiendes?

Joel no lo entendía. Sin embargo, sabía que se suponía que debía entenderlo. Saber eso y saber que no lo había conseguido actuaron conjuntamente para fomentar su silencio.

Ivan interpretó este silencio como indiferencia, y se ofendió. Intentó no tomar la dirección de «después de todo lo que he hecho por ti», y en gran medida lo logró. Sabía lo suficiente sobre los chicos como Joel para comprender que su comportamiento no tenía nada que ver con él. Aun así, había pensado que Joel era distinto, más sensible a los matices, y a Ivan no le gustó plantearse que tal vez se hubiera equivocado.

Se explicó.

– Viniste a «Empuñar palabras», pero te fuiste…, durante «Caminar por las palabras». Creíste que no me había dado cuenta y, tal vez, habría sido así si tu tía no me hubiera llamado. Oh, no cuando me preguntó por el dinero, no la llamada que oíste. Hubo otra.

Joel levantó las cejas a su pesar. Se mordió el labio.

– Sí. Esa misma noche llamó. En pleno «Caminar por las palabras», y así supe que no estabas. Pero no podía estar seguro, ¿no? Podías haber ido al servicio en aquel preciso instante, cuando me sonó el móvil, así que no podía decirle que no estabas, ¿verdad? Le dije: «Por supuesto que está aquí. Incluso nos ha leído un poema pésimo, señora Osborne. No se preocupe. Cuando acabemos irá directamente a casa», le dije.

Joel bajó la mirada. Lo que vio fueron sus deportivas, una desatada. Se agachó y volvió a hacerse el lazo.

Ivan repitió la misma canción.

– No me gusta que me utilicen.

– No tenías que decirle…

– ¿Que estabas allí? Me doy cuenta. Pero estabas, ¿verdad? Tuviste mucho cuidado. Fuiste, te aseguraste de que yo lo supiera y luego te marchaste. ¿Quieres hablarme de ello?

– No hay nada de qué hablar, tío.

– ¿Adonde fuiste?

Joel no dijo nada.

– ¿No lo ves, Joel? Si quieres que te ayude, tiene que haber confianza entre nosotros. Creía que la había. Ver que estaba equivocado… ¿Qué es eso de lo que no quieres hablar? ¿Tiene que ver con Neal Wyatt?

Sí y no, pero ¿cómo iba a explicárselo? Para él la solución a todo era escribir un poema, leérselo a unos desconocidos, escucharlos y fingir que lo que decían cambiaba las cosas, cuando no cambiaba nada en absoluto, salvo en el momento de sentarse delante en la tarima y entablar una conversación con ellos. En realidad, era un teatro, sólo un poco de bálsamo en una llaga que no iba a curarse.

– No es nada -dijo-. Simplemente no quería estar allí. Ya ves que no estoy escribiendo, no como antes. No funciona para mí, Ivan. Eso es todo.

Ivan intentó utilizar aquello, puesto que no veía otra forma de continuar.

– Pasas por una época de sequía. Le pasa a todo el mundo. Lo mejor es desviar tu atención hacia otra área del esfuerzo creativo, relacionado o no con la palabra escrita.

Se quedó en silencio mientras buscaba un remedio para la que interpretaba que era la situación del chico: un bloqueo creativo bastante razonable provocado por las circunstancias que se vivían en casa. Era ridículo sugerir que se apuntara a pintura, escultura, danza, música o a cualquier otra actividad que requiriera presentarse en algún lugar adonde era totalmente improbable que su tía le dejara ir. Pero había una salida…

– Únete a nuestra película -dijo-. Estuviste en una reunión. Sabes qué queremos hacer. Necesitamos aportaciones al guión y la tuya sería muy bienvenida. Si tu tía accede a que vayas a nuestras reuniones…, ¿quizás una vez a la semana al principio?, entonces cabe la posibilidad de que el acto de trabajar con las palabras otra vez estimule tus ideas y las ponga en funcionamiento.

Joel tenía claro que todo aquello no serviría de nada. Acudiría a las reuniones si su tía estaba de acuerdo, y ella llamaría a Ivan para asegurarse de que estaba donde había dicho que estaría. No tendría nada que ofrecer al equipo de guionistas porque ya no podía pensar en nada tan insignificante como el sueño de una película que nunca se haría realidad.

Ivan esperó e interpretó las dudas de Joel como desesperación, y en parte lo eran. Sólo atribuyó un origen equivocado a su desconsuelo.

– Ahora te requiere un esfuerzo -dijo-, pero no siempre será así, Joel. A veces hay que agarrarse al salvavidas que te lanzan, aunque no parezca que vaya a sacarte de los problemas que tienes.

Joel volvió a mirarse los pies. Arriba, sonaba música de calíope. Reconoció la sintonía de otra serie de dibujos animados. No podía saber lo adecuada que era para la conversación que estaban manteniendo.

Ivan sí. Sonrió.

– Ah. La musa -dijo. Y, entonces, porque el sonido mismo de un calíope le dijo que las cosas realmente tenían que ser como eran en este momento, los dos en la pequeña y pulcra cocina, Ivan proponiendo una cura para lo que aquejaba a su amigo mucho más joven, dijo-: Debes saber que no soy el enemigo, Joel. Nunca lo he sido y nunca lo seré.

Pero lo que Joel pensó al oír aquello fue que todo aquel que estaba en su mundo era el enemigo. Por lo tanto, el peligro estaba en todas partes. Peligro para él y peligro para cualquiera que, por increíble que pareciera, decidiera ser su amigo.


* * *

Joel iba de camino al centro de aprendizaje para recoger a Toby cuando apareció Cal Hancock. Pareció salir de la nada, materializándose a su lado cuando pasó por delante de una casa de apuestas William Hill. Joel lo olió primero mientras Cal se situaba junto a él: el olor a hierba se aferraba a su ropa.

– La semana que viene, colega -le dijo Cal.

– ¿Qué? -dijo Joel, asustado.

– ¿Qué quiere decir «qué»? No hay ningún «qué», tío. No hay nada salvo lo que tenéis acordado.

– No tengo nada…

– ¿Tienes claro lo que pasará si no haces lo que el Cuchilla quiere que hagas? Te sacó. Y puede meterte dentro con la misma facilidad. Unas palabras suyas y la Poli se pone en marcha. A por ti, ¿entiendes? ¿Lo pillas ya?

Habría sido imposible no pillarlo. Pero Joel dejó de caminar y no contestó. Las palabras cada vez tenían menos sentido para él. Oía la mayoría, pero no las escuchaba. Eran ruido de fondo, mientras que, en primer plano, sonaba una sinfonía que tocaba las notas de su miedo.

– Le debes una -dijo Cal-, y es un hombre que se cobra sus deudas. Si la cagas como con la zorra pakistaní de Portobello Road, tendrás más problemas de los que nadie podrá ayudarte a resolver.

Joel miró hacia el patio del colegio por el que pasaban. Le pareció no estar seguro de dónde se encontraban. Se sentía como alguien atrapado en un laberinto: demasiado adentro, demasiados giros, ninguna forma de llegar al centro y ninguna forma de salir. Pero seguía habiendo algo que no entendía.

– ¿Cómo hace todo eso, Cal? -dijo.

– ¿Hace el qué, tío?

– Cómo hace las cosas que hace. Sacarme. Volverme a encerrar. ¿Soborna a la Poli? ¿Tanta pasta tiene?

Cal soltó un suspiro que flotó como la niebla en el aire gélido. Había ido a buscar a Joel vestido con el uniforme de la calle: sudadera gris con la capucha sobre una gorra de béisbol, cazadora negra, vaqueros negros, deportivas blancas. No era la vestimenta habitual de Cal, y a Joel le extrañó, igual que le extrañaba cómo se las arreglaba el grafitero para no tener frío sin un anorak más grueso.

– Mierda, tío. -Cal mantuvo la voz baja y miró a su alrededor como comprobando si alguien los escuchaba-. Hay cosas más importantes que el dinero para la Poli. ¿Aún no lo sabes? ¿Aún no has captado cómo funcionan las cosas por aquí? ¿Por qué nunca nadie hace una redada con metralletas en el piso ocupado? -Metió la mano en un bolsillo de la cazadora. Joel creyó que pensaba sacar una prueba pertinente que le demostraría de una vez por todas quién era el Cuchilla y a qué se enfrentaba el chico. Pero sacó un porro. Lo encendió sin siquiera mirar a su alrededor, lo que debería haber aclarado a Joel lo que estaba diciendo, pero no fue así.

– No entiendo…

– No necesitas entender. Sólo necesitas hacer. Será la semana que viene y estarás listo. ¿La tienes?

– ¿Qué?

– No me digas más «qué». ¿Llevas el arma encima?

– Claro que no. Si me pillan con…

– Pues ahora la llevarás todos los días. ¿Entendido? Si te digo que va a pasar y no la llevas, se acabó. La Poli se entera. Volverás a hacerles una visita.

– ¿Qué va a pedirme…?

– Tío, lo sabrás cuando tengas que saberlo. -Cal dio una calada al porro y examinó a Joel. Sacudió la cabeza mientras dejaba que el humo abandonara sus pulmones-. Lo he intentado -dijo. Sonaba derrotado.

Dicho esto, Cal le dejó. Joel era libre de seguir su camino. Pero sabía que su libertad acababa ahí.

Lo que el chico no sabía mientras iba a recoger a su hermano era que lo habían visto. Dix D'Court, de camino al Jubilee Sports Centre después de salir del Rainbow Café, había avistado a Joel conversando con Cal. Si bien no era consciente del nombre de su compañero, reconoció el código de la ropa. Lo interpretó como «banda», y sus pensamientos se movieron en una dirección lógica. Sabía que no podía pasar aquello por alto. Tenía un deber, tanto con los niños como con Kendra.

Su mente no dejó de pensar en ello mientras completaba su entrenamiento, una aventura precipitada y abreviada. Llegó a casa con un enfoque planeado, pero también bastante agitado, pues preveía la conversación que quería tener. Kendra no estaba -tenía un masaje en algún lugar de Holland Park, según una nota que había dejado en la nevera, con signos de exclamación adecuados para poner de manifiesto su felicidad por el destino-, pero a Dix no le importó. Si tenía que ser una figura paterna para los Campbell, habría veces en las que tendría que ser esa figura paterna él solo.

En la planta baja de la casa no había nadie. De arriba, llegaba el ruido de la televisión -ese motivo de fondo perenne de cada momento del día-. Eso significaba que Toby estaba en casa, lo que implicaba que Joel también estaba allí. El bolso de Ness estaba colgado de una silla de la cocina, pero no había más rastro de ella.

Dix se dirigió a grandes zancadas hacia las escaleras al fondo de la casa y gritó el nombre de Joel. Al hacerlo, oyó el sonido de la voz de su propio padre y recordó cómo saltaban él y su hermana con ese bramido.

– Baja aquí, chaval -añadió cuando Joel contestó con un «¿Qué?» desde algún punto de arriba. Y a continuación-: Tenemos que hablar. -Y cuando Joel dijo: «¿De qué?», Dix respondió-: ¡Eh! Baja tu culo por esas escaleras.

Joel bajó, pero lo hizo sin prisas. Detrás de él iba Toby, su eterna sombra. Le pareció que Joel arrastraba los pies al bajar las escaleras y entrar en la cocina. Cuando le dijo que se sentara a la mesa, el chico lo hizo, pero sin la celeridad que, de lo contrario, podría haber anunciado respeto.

Joel estaba en otro mundo, y no era un mundo agradable. Había inclinado la cómoda de su cuarto. Había encontrado el arma donde la había dejado y la había enterrado en su mochila. Después de eso, se había sentado en la cama, con el corazón y el estómago revueltos. Intentó decirse que podía hacer lo que el Cuchilla le había ordenado. Después de hacerlo, podría volver a ser quien era.

– ¿Qué hacías con ese tipo, Joel? -preguntó Dix.

Joel parpadeó.

– ¿Eh?

– Nada de «eh», colega. Te he visto con él en la calle. Fumaba hierba, y tú estabas ahí esperando para dar una calada también. ¿Qué haces con él? ¿Ahora vendes o sólo fumas? ¿Cómo va a reaccionar tu tía si le digo lo que he visto?

– ¿Qué? -dijo Joel-. ¿Con Cal, quieres decir? Estábamos hablando, tío. Ya está.

– ¿Cómo es que has acabado hablando con un camello, Joel?

– Sólo lo conozco, ¿vale? Y él no…

– ¿Qué? ¿Vende? ¿Consume? ¿Ofrece? ¿Crees que soy estúpido?

– Ya te lo he dicho, es Cal. Punto.

– ¿De qué hablabais, si no era de droga?

Joel no contestó.

– Te he hecho una pregunta y quiero una respuesta.

Joel se irguió al oír el tono de Dix.

– No es asunto tuyo -contestó-. Vete a la mierda. No tengo que contarte nada.

Dix cruzó la cocina de un salto y levantó a Joel de la silla como una marioneta sin hilos.

– No me hables así -le ordenó.

Toby, junto a la entrada de las escaleras, donde había estado todo el rato, gritó:

– ¡Dix! ¡Es Joel! ¡Para!

– Cállate. Deja que siga con mis asuntos, ¿vale? -Agarró más fuerte a Joel.

– ¡Suéltame! -gritó Joel-. No tengo que hablar ni contigo ni con nadie.

Dix lo zarandeó, con fuerza.

– Oh, sí. Sí que lo harás. Empieza a explicarte, y hazlo ya. Y te digo una cosa, más vale que sea bueno.

– ¡Que te jodan! -Joel se retorció para zafarse. Dio una patada y falló-. ¡Suéltame! Suéltame, cabrón hijo de puta.

El bofetón llegó deprisa: la mano abierta de Dix conectó directamente con la cara de Joel. Sonó como un trozo de carne húmeda aterrizando en una tabla y sacudió la cabeza de Joel hacia delante y el chico perdió el equilibrio. Hubo otro bofetón, esta vez más fuerte. Luego Dix empezó a arrastrarle hacia el fregadero.

– ¿Y bien? -gruñó-. ¿Te gustan las palabrotas? ¿Te gustan más que contestar preguntas? A ver si así te gustan menos. -Inclinó a Joel sobre la encimera y alargó la mano para coger el Fairy.

Toby cruzó la cocina corriendo para detenerle. Cogió a Dix de la pierna.

– ¡Apártate de mi hermano! No ha hecho nada. ¡Apártate de mi hermano! ¡Joel! ¡Joel!

Dix lo empujó, con demasiada brusquedad. Toby no pesaba casi nada y la fuerza lo mandó contra la mesa, donde el niño empezó a gemir. Dix tenía el Fairy en la mano y echó un chorro del detergente en la cara de Joel. Apuntaba a la boca, pero acabó por todas partes.

– Alguien necesita que le desinfecten la boca -dijo mientras intentaba meter el pitorro entre los labios de Joel.

Pero unos pasos rápidos desde las escaleras trajeron a Ness a la cocina. Se lanzó sobre Dix y su hermano. La fuerza de su cuerpo volador tiró a Dix contra Joel y a Joel contra el borde de la encimera con la misma fuerza. Los pies del chico pelearon para alcanzar el linóleo y resbaló con el Fairy. Se cayó. Dix cayó con él y Ness aterrizó encima de los dos.

Gritó una sarta de palabrotas mientras arañaba la cabeza de Dix, y éste soltó a Joel para intentar protegerse la cara de las uñas de la chica. Joel se apartó rodando y llegó a la mesa, donde se agarró a una silla y se levantó tambaleándose.

– ¡Maldito seas! ¡Cabrón! ¡No vuelvas a tocar a mis hermanos! -gritaba Ness mientras atacaba al culturista con las manos, los pies, los codos, las uñas.

Dix consiguió agarrarle los brazos. Le dio la vuelta y él giró con ella. Ahora estaba él encima y la sujetó contra el suelo. Se retorcieron en el Fairy, un apareamiento desesperado que Dix intentó parar cubriendo el cuerpo de Ness con el de él.

Entonces Ness chilló. Profirió un grito largo, horripilante, como alguien que se adentra en el Infierno.

Justo en ese momento, llegó Kendra: Toby hecho un ovillo debajo de la mesa; Joel intentando apartar a Dix de su hermana; Dix haciendo lo que podía para calmarla; Ness muy lejos, en otro lugar.

– Déjala. ¡Déjala! -chillaba Ness. Echó la cabeza hacia atrás y arqueó la espalda con tanta fuerza que consiguió levantarlos a los dos del suelo-. ¡Déjala en paz! ¡No! Mamá… Mamá… -Y con ese último llamamiento inútil a una mujer que no estaba allí, que nunca estuvo allí y que nunca lo estaría, empezó a berrear. Era como el sonido de un animal que hubiera recibido un disparo, condenado a morir lentamente.

Kendra corrió hacia ellos.

– ¡Dix! ¡Páralo!

Dix se apartó de la chica rodando por el suelo. Tenía sangre en la cara y jadeaba como un corredor. Sacudió la cabeza, incapaz de hablar.

Pero no importaba, porque ya se encargaba Ness de hablar: en el suelo, con los brazos y las piernas extendidos, pero ahora dando patadas y agitando los puños en el aire y luego contra su propio cuerpo.

– Aparta. Aparta, joder. ¡Aparta!

Kendra se arrodilló a su lado.

– Me lo hizo. Lo hizo. Lo hizo.

– ¡Ness! -gritó Kendra.

– Y no había nadie.

– ¡Ness! ¡Ness! Qué…

– Te ibas a las tragaperras. Decías: «Vigílales», y él decía: «Vale». Y te ibas y nos dejabas con él. Pero no era él. Eran todos. Restregándose contra mí, y yo notaba que estaba dura. Y él me subía la camiseta y apretaba…, y decía: «Me gustan jóvenes. Me gustan porque aún están firmes, mm, mm», y yo no sabía qué hacer, porque no imaginaba…

Kendra tiró de ella con fuerza para abrazarla.

– Dios santo -dijo llorando.

Los otros observaron, como estatuas, no por lo que veían, sino por lo que escuchaban.

– Y tú venías a visitarnos -dijo Ness llorando, agarrándose a Kendra y golpeándole la espalda-. Pasabas antes de ir a una discoteca, a otra, a donde fuera, te ligabas a un hombre, a otro. Y todo el mundo veía lo que querías hacer, lo sabían por tu imagen y por cómo te vestías. Pero tú sólo los querías de cierta edad y lo dejaste claro porque tenían que ser jóvenes, porque si eran viejos, de sesenta, sesenta y cinco, setenta, no los querías. Pero estaban calientes, ¿comprendes? Todos. Estaban calientes y la tenían dura y sabían lo que querían. Así que tú te ibas, ella se iba porque siempre se iba a las tragaperras y entonces era cuando cogían lo que querían. Lo cogían, joder. George y sus amigos en la cama del cuarto de la abuela. Todos se sacaban la polla… Se subían… Y yo no podía… No podía…

– ¡Ness! ¡Ness! -gritó Kendra. La abrazó, la meció. Le dijo a Joel-: ¿Tú lo sabías?

Él negó con la cabeza. Se había mordido el puño mientras su hermana hablaba y ahora percibía el sabor a cobre de su sangre. Lo que le hubiera pasado a Ness había pasado en silencio y tras una puerta cerrada. Pero recordaba que iban a casa de su abuela a menudo -esos amigos de George, a jugar a las cartas, a veces eran hasta ocho-. Recordaba que Glory decía mientras se ponía el abrigo:

– George, ¿podrás cuidar de los niños con todos tus amigos aquí?

– No te preocupes, Glor. No te preocupes por nada. Tengo ayuda suficiente para tripular un transatlántico o dos, así que tres niños no serán ningún problema. Además, Ness ya es mayor para ayudarme si los chicos se descontrolan. ¿Verdad, Ness? -respondía George alegremente, y le guiñaba un ojo.

Y Ness sólo decía:

– No te vayas, abuela.

Y la abuela decía:

– Prepárales un chocolate caliente a tus hermanos, cielo. Cuando os lo acabéis, la abuela ya habrá vuelto a casa.

Pero no lo bastante pronto.


* * *

Así que cuando Ness afiló un cuchillo de pelar, pareció el resultado lógico de lo que había revelado y de lo que había sucedido en la cocina. Joel la vio, pero no dijo nada. Comprendía que Ness, en esto, era igual que él. Si el cuchillo de pelar hacía que se sintiera segura, ¿qué?, pensó.

Tras lo ocurrido con los niños, Dix se lo cuestionó todo. Su sueño siempre había girado alrededor del ideal romántico de familia, porque su sueño de futuro se basaba en el pasado, que tenía como característica más notable la afinidad cálida que siempre había experimentado con sus propios parientes. Para él, familia significaba ser el jefe de familia sentado a la cabecera de la mesa, cortando la ternera en la comida del domingo. Significaba luces de colores colgadas del techo en Navidad y excursiones a Brighton los raros días festivos que había dinero suficiente para algodones de azúcar, una bolsa de caramelos de colores y fish and chips junto al mar. Significaba que los padres vigilaban de cerca los trabajos escolares de sus hijos, sus actividades de tarde, sus compañeros, su ropa, sus modales y su crecimiento personal. Un dentista para sus dientes. Un médico para sus vacunas. Termómetros debajo de sus lenguas, sopa y tostadas cuando estaban enfermos. En este tipo de familia, los niños se dirigían a sus padres con respeto y los padres respondían con orientación firme pero afectuosa, castigándolos cuando hacía falta y asegurándose de que nada obstruía las líneas de comunicación. Si había una familia que pudiera describirse como «normal», ésa era la familia en la que había crecido Dix D'Court. Le había proporcionado una imagen de cómo tendría que ser la vida en relación con su propio futuro con una esposa e hijos, pero no le había preparado para enfrentarse a unos niños asediados por los problemas y el horror.

Los Campbell creía, necesitaban ayuda. Más ayuda de la que Kendra o él serían capaces de ofrecerles en cien mil vidas. Dix le mencionó el tema, pero ella no se lo tomó bien.

– ¿Quieres que me deshaga de ellos? -le preguntó.

– No estoy diciendo eso -le respondió en voz baja-. Sólo digo que han pasado por muchas cosas y que nosotros no tenemos las habilidades necesarias para apartarlos de donde están.

– Ness va a terapia. Toby va al centro de aprendizaje. Joel hace lo que tiene que hacer. ¿Qué más quieres?

– Ken, todo esto nos supera, tanto a ti como a mí. Tienes que verlo.

Pero Kendra no lo veía. Se dijo que si no se hubiera empecinado tanto en mantener su vida exactamente igual que cuando Glory le endosó a los niños como tres sacos de arena, tal vez hubiera podido construir una vida adecuada para ellos. Así que cualquier cosa que sonara siquiera a abandonarlos a estas alturas era algo que no se plantearía. Haría lo que tenía que hacer para salvarlos, aunque tuviera que hacerlo sola.

– ¿Aunque signifique renunciar a todo aquello por lo que has estado trabajando? -le preguntó Cordie-. ¿El negocio de masajes? ¿El spa que querías montar algún día? ¿Vas a pasar de todo?

– ¿No es lo que has hecho tú? -replicó Kendra-. ¿No cediste ante Gerald y renunciaste a tus sueños?

– ¿Qué? ¿Porque quiere otro bebé y voy a dárselo? ¿Es eso renunciar a los sueños? ¿Y qué sueños, en cualquier caso? Arreglaba uñas, por el amor de Dios, Ken.

– Tú ibas a formar parte del spa.

– Sí. Es verdad. Pero lo esencial es esto: yo voy a escoger a Gerald si tengo que escoger. Siempre voy a escoger a Gerald. Si sale lo del spa y si encaja con lo que tengo en ese momento, me sumo al sueño. Si no encaja, escojo a Gerald.

– ¿Qué hay de los otros?

– ¿Qué otros?

– Los hombres que te ligas. Ya sabes qué quiero decir.

Cordie la miró impasible.

– Estás equivocada -dijo-. Yo no me ligo a ningún hombre.

– Cordie, has estado besuqueándote con chicos de diecinueve años…

– Sé lo que tengo en casa -dijo Cordie con firmeza, siempre había sido una mujer capaz de hacer la vista gorda a las debilidades de su propia carne-. Y elijo a Gerald. Será mejor que analices lo que tienes y tomes una decisión con la que también puedas vivir.

Allí radicaba la cuestión, en tomar una decisión y vivir con ella. Kendra no quería hacer ninguna de las dos cosas.


* * *

La única respuesta parecía ser dar un paso que le transmitiera buena disposición para enfrentarse a las dificultades de los niños.

– Hay que presentar cargos -dijo Fabia Bender cuando Kendra le reveló la información.

Se reunieron previa cita en la Lisboa Patisserie en Golborne Road, con Cástor y Pólux esperando pacientemente fuera mientras su dueña tomaba un café con leche, junto con un sándwich de gambas con mayonesa, que llevaba en su maletín. Fabia dejó el sándwich sobre una servilleta de papel y sacó un cuaderno en el que llevaba de todo, desde su agenda a cupones del supermercado. Empezó a pasar páginas.

– ¿Presentar cargos contra quién? -preguntó Kendra-. George se ha ido. Y en cuanto a sus amigos… Ness no sabe sus nombres y es probable que mi madre tampoco los sepa. ¿Y qué ganamos poniéndola en manos de la Policía para que la interroguen, o de los Servicios de Protección Infantil para que la examinen? No va a hablar con la Policía sobre eso. Casi ni me habla a mí.

Fabia parecía pensativa.

– Explica muchas cosas, ¿verdad? En especial sobre por qué no quiere hablar con Ruma. O colaborar en las pruebas. O en nada, en realidad. La mayoría de las chicas se sienten profundamente avergonzadas por haber sufrido abusos. Creen que dijeron algo, hicieron algo, fomentaron algo. El abusador las condiciona para que piensen eso. Y en el caso de Ness, nadie la preparó de pequeña para que pensara de otra manera: la madre perturbada, el padre muerto, la abuela consumida por otras cosas. Mientras se transformaba en mujer, no había nadie presente que pudiera hablarle del derecho que tenía a proteger su propio cuerpo. -Fabia pensaba en voz alta, mirando hacia la calle, donde caía una lluvia fina. Cuando movió los ojos para centrarse en Kendra, Fabia interpretó la expresión de la mujer. Añadió-: No es culpa suya, señora Osborne. Usted no estaba en esa casa. Su madre sí. Si hay alguien a quien culpar…

– ¿Qué importa? -preguntó Kendra-. Siento lo que siento.

Fabia asintió con la cabeza.

– Bueno -dijo-, habrá que contárselo a Ruma. Y… -Dudó, absorta en sus pensamientos. Observó a Kendra y supo que tenía buenas intenciones. Pero los esfuerzos de la tía para criar a esos niños habían sido indescriptiblemente inadecuados, así que no existía una esperanza real de que Kendra pudiera llegar a la psique de su sobrina y aliviarla. Aun así, había otras vías para explorar-. Voy a hablar con Majidah Ghafoor -dijo Fabia Bender-. Existe algo bueno entre ella y Ness. Un campo para arar, o incluso para plantar. Déjeme ver qué puedo hacer.

Con los nuevos datos que le había proporcionado la asistente social, Ruma sugirió unas medidas distintas, unas medidas que Fabia no habría esperado. Los grupos de apoyo estaban muy bien, dijo, y una evaluación psiquiátrica podría darles información sobre el estado de la química cerebral de Ness en relación con todo, desde la esquizofrenia a la depresión, pero ahora estaban hablando del estado de su psique y su mente, y con un paciente poco dispuesto a tocar el asunto de los abusos y demasiado mayor sin duda para algo tan obvio como muñecas anatómicas para jugar…

– Hipoterapia -concluyó Ruma-. Se han obtenido resultados excelentes.

– ¿Hipopótamos? -Fabia pensó, naturalmente, en los mamíferos africanos voluminosos y pesados, en sus enormes bocas abiertas y orejas minúsculas que se movían nerviosamente.

– Caballos -dijo Ruma para corregir su imagen-. Tratamiento para la mente con la ayuda de un caballo.

Cuando la expresión de Fabia transmitió escepticismo, Ruma le explicó cómo funcionaba esta forma de terapia táctil en la que la interacción caballo-humano y humano-caballo no sólo servía de metáfora para aquellos temas que resultaban demasiados dolorosos para el paciente, como para hablar de ellos, sino también como método rápido para progresar en la recuperación de alguien.

– Consiste en aceptar temas como el control, el poder y el miedo -dijo Ruma-. Sé que parece una locura, Fabia, pero tenemos que probarlo. Sin un gran avance de algún tipo con Ness… -Dejó sobreentendido el resto, y Fabia acabó la frase mentalmente. Sin un gran avance, las cosas no harían más que empeorar.

– ¿Podemos conseguir financiación? -preguntó Ruma.

Fabia suspiró.

– No tengo ni idea.

Era muy poco probable. Se trataba de una chica entre muchas en un sistema saturado y sobrecargado. Tal vez había algún fondo especial en alguna parte, pero podía llevar siglos encontrarlo. Fabia podía mirarlo y estaba dispuesta a hacerlo. Pero, mientras tanto, las heridas de Ness se enconarían.

Fabia fue a ver a Majidah. Decidió que no dejaría piedra sin mover en este proyecto de Vanessa Campbell. Majidah, Ruma, Fabia, Kendra… Todas las mujeres de la vida de Ness tenían que presentar un frente común. El mensaje que transmitirían a Ness era de interés, amor y apoyo.

– Vaya, que tengan que pasar estas cosas tan terribles -dijo sosegadamente Majidah, cuando conoció la historia que le contó Fabia. Le contó a la asistente lo poco que sabía sobre el pasado de Ness, a partir de lo que la propia chica había reconocido anteriormente.

– ¿Diez años? -repitió Fabia, horrorizada.

– Hace que nos cuestionemos los caminos de Dios.

Fabia no creía en Dios. La humanidad, había decidido hacía tiempo, era un accidente de átomos que habían colisionado en una atmósfera antigua: sin orden ni concierto, sin un plan y sin una sola esperanza de obtener un resultado positivo, a menos que se invirtiera un esfuerzo enorme para lograrlo.

– Estamos intentando conseguirle una terapia especial -dijo-. Mientras tanto, si decidiera hablar contigo sobre lo que le ha pasado… He creído que era mejor que estuvieras al corriente.

– Y me alegro mucho de que lo hayas hecho -dijo Majidah-. Yo también intentaré hablar con la chica.

– Es poco probable que hable de…

– Oh, válgame Dios, no le hablaré de eso -dijo Majidah-. Pero hay muchas cosas de las que hablar aparte del pasado, como ya debes de saber.

Así que ése fue el rumbo que tomó Majidah. Para ella, los incidentes terribles podían poner a prueba el alma, pero la falta de aceptación y la ausencia de perdón pudrían el espíritu.

Tenía un plan. En el centro infantil, colocó revistas, botes de pegamento, tablones para pósteres y tijeras romas. Encargó a los niños la tarea de hacer un collage e insistió en que Ness también participara. Crearían, les dijo, una representación en imágenes de su familia y su mundo.

– ¿Por qué tengo que hacerlo? -preguntó Ness-. Si yo también tengo que hacer uno no podré ayudarlos, ¿no?

– Serás su modelo -le dijo Majidah plácidamente.

– Pero yo no…

– Es lo que vamos a hacer ahora, Vanessa. Yo no veo ningún problema. Si tú sí lo ves, debemos hablarlo en privado.

A Ness le parecía bien, una charla en privado. Era mejor que sentarse a una mesa que ni siquiera le llegaba a las rodillas, apretujada entre niños de cuatro años con tijeras, por muy romas que fueran las puntas. Siguió a Majidah a un lado de la habitación, a una hilera de ventanas que daban al área de juegos y a Meanwhile Gardens.

– Vanessa, Sayf al Din y yo nos preguntamos por qué no vuelves a trabajar con él -dijo Majidah antes de que la atención de Ness se desviara de la mujer pakistaní. Un movimiento en su visión periférica provocó que viera lo que llevaba días esperando ver.

Después de eso, todo sucedió deprisa. Ness cogió su bolso y salió corriendo por la puerta. Entró en el área de juegos como un bólido. Se dirigió a toda velocidad hacia la verja de la alambrada y sacó del bolso el cuchillo de pelar que llevaba. Su cara estaba rígida.

Justo detrás de la alambrada, Neal Wyatt hablaba con Hibah.

Ningún miembro de su banda estaba con ellos y la sorpresa constituía la ventaja que por fin tenía Ness.

Se lanzó. Cruzó la verja y embistió a Neal. Antes de que Hibah o el propio chico pudieran hacer algo para detenerla -y sin duda, antes de que Majidah pudiera salir tras ella-, Ness había utilizado la velocidad, la sorpresa y el peso de su ataque para tirar a Neal Wyatt al suelo. Ella cayó con él. La hoja del cuchillo de pelar emitió un destello gris en el gris cielo invernal. Desapareció. Salió roja. Despareció otra vez. Otra. Otra.

Hibah gritó. No pudo acercarse. Ness agitó el cuchillo cuando lo intentó. Neal respondió, pero no podía igualar a Ness en venganza ni en odio. La sangre salpicó las mejillas y el pecho de la chica.

– ¿Quieres más, cariño? -empezó a gritar-, ¿Quieres más? -Y levantó el cuchillo de una manera que dejó claro que pensaba hundirlo directamente en el corazón de Neal.

Majidah salió corriendo y los niños la siguieron.

– ¡No! -les gritó, y se apiñaron en una masa cerca de la alambrada.

Parecía haber sangre por todas partes. En Ness, en el chico al que había atacado, en la chica pakistaní que estaba con él. Majidah le dijo:

– Tienes que ayudarme. Ahora. -Y cogió el brazo levantado de Ness y lo echó hacia atrás mientras la otra joven, que chillaba incoherentemente, hacía lo mismo.

Las tres cayeron. Neal se escapó rodando por el suelo y luego se levantó. Sangraba pero no estaba tan mal herido como para no poder responder con patadas, que acompañó con gruñidos y palabrotas. Sus pies conectaron con cabezas, brazos, piernas.

Entonces, resonaron unos pasos procedentes de Elkstone Road. Un joven que llevaba el bastón de su madre lo utilizó para hacer retroceder a Neal. En la acera, su madre estaba con un compañero mayor, que hablaba por el móvil.

– Sangre por todas partes…, tres mujeres…, un chico…, una docena de niños…

Las palabras cubrieron la distancia desde la acera hasta donde había ocurrido la agresión. No eran muy precisas, pero funcionaron. La Policía y la ambulancia no tardaron en llegar.

Pero sí tardaron lo suficiente como para permitir que Ness huyera. Nadie estaba en condiciones de salir tras ella.

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