El día que Ness Campbell compareció ante el juez no comenzó de manera nada prometedora, ni tampoco se desarrolló ni acabó así. El tráfico impidió que llegara puntual al juzgado, lo que resultó ser sólo el principio de su perdición. Su actitud hacia todo el proceso, que no fue buena y que empeoró por el estado de lo que debería llamarse su antigua amistad con Six y Natasha, tuvo mucho que ver.
Six y Natasha eran conscientes de los problemas a los que podrían enfrentarse si Ness decidía dar sus nombres como cómplices del intento de atraco por el que habían detenido a su amiga. Si bien un modo de asegurarse de que sus nombres no salieran a la luz podía haber sido fomentar un consenso con Ness, ni Six ni Natasha poseían las aptitudes lingüísticas adecuadas para alcanzar un acuerdo. Tampoco poseían ni la capacidad ni la imaginación de ver más allá del momento presente para evaluar las consecuencias de cualquier acción que pudieran tomar. Su modo de dar a conocer sus sentimientos -siendo estos sentimientos la preocupación de tener que comparecer ellas mismas ante el juez, por no mencionar un atisbo de inquietud por tener que enfrentarse a la ira de sus padres- fue evitar a Ness como si fuera portadora del virus del ébola. Cuando aquello no bastó para hacerle llegar a Ness el mensaje de que su amistad se había terminado, fueron a decirle directamente que no les gustaba el modo como se había comportado, «como si te creyeras mejor que nadie, cuando lo único que eres es una estúpida zorra de mierda». Y ese enfoque funcionó bien.
Así que cuando Ness compareció ante el juez, sabía que estaba sola. Kendra la acompañó, pero no era de la opinión de buscar socorro en ella, y sus sentimientos hacia la asistente social -a quien al fin había conocido y a quien no había revelado nada de valor- no convertirían la presencia de Fabia Bender en útil para nada. Por lo tanto, cuando Ness se presentó ante el juez, proyectó una actitud tan lejana al remordimiento y a la humildad que el único recurso que vio el magistrado fue castigarla duramente.
Lo que salvó a Ness fue que se trataba de su primer delito. A otra joven que evidenciara el mismo nivel de indiferencia hacia el proceso, sus defensores y su vida la habrían sentenciado a lo que el juez -con una formalidad anticuada que en otras circunstancias habría resultado entrañable- insistía en denominar un «correccional», pero a Ness le cayeron dos mil horas de servicios comunitarios, que serían religiosamente documentadas, supervisadas y firmadas por la persona a cuyo cargo estuviera el servicio comunitario que le asignaran. Y, terminó el juez, la señorita Campbell asistiría al colegio cuando comenzara el trimestre de otoño. No añadió «o se va a enterar», pero se sobreentendió.
Fabia Bender le dijo a Ness que había tenido suerte. Kendra Osborne hizo lo mismo. Pero la chica sólo vio que iba a tardar toda la vida en cumplir las dos mil horas de servicios comunitarios y su enfado estaba en proporción exacta a lo que creía que eran las injusticias inherentes a la situación.
– No es justo -dijo.
– Si no te gusta, da los nombres de tus amigas y dónde encontrarlas -le respondió Kendra.
Como Ness no iba a hacerlo -a pesar de que Six y Natasha hubieran renegado de ella-, no le quedó más remedio que cumplir la condena. Ésta, le informaron, se llevaría a cabo en el centro infantil de Meanwhile Gardens, un lugar cuya cercanía respecto a su casa tampoco agradeció. Así que se convirtió en la personificación de una joven explotada, y decidió hacer que su supervisor en el centro infantil fuera consciente de ello a la primera oportunidad.
Esa oportunidad llegó bastante pronto. Una llamada de Majidah Ghafoor el mismo día que Ness recibió su sentencia le informó de las horas que se esperaba que trabajara. Comenzaría de inmediato, informó a Ness. Como vivía a menos de cincuenta metros del lugar donde realizaría los servicios comunitarios, podía pasarse ya mismo y escuchar las normas.
– ¿Normas? -le preguntó Ness-. ¿Qué quiere decir con «normas»? Esto no es una cárcel. Es un trabajo.
– Un trabajo que te han asignado -le dijo Majidah-. Ven de inmediato, por favor. Esperaré diez minutos antes de llamar al agente de la condicional.
– ¡Mierda! -dijo Ness.
– Muy mal expresado -le dijo Majidah con el acento agradable de su lugar de nacimiento-. No vamos a tolerar ningún tipo de tacos en el centro, señorita.
Así que Ness fue, todavía en el estado en que la había dejado su comparecencia ante el juez. Entró por la verja de la alambrada y cruzó el área de juegos hasta la caseta que acogía todas las actividades interiores ofrecidas a niños de hasta seis años. Allí, como los chiquillos ya se habían marchado, Majidah estaba fregando los platos después de la merienda a base de leche, pastas de té y mermelada de fresa, que habían ofrecido a última hora de la tarde. Le dio a Ness un paño para que empezara a secar los vasos y los platos («Y ve con cuidado porque pagarás todo lo que rompas»), y se puso a hablar.
Majidah Ghafoor resultó ser una joven mujer pakistaní vestida de manera étnica. Era una viuda que, desafiando las tradiciones de su cultura, se había negado a vivir con alguno de sus hijos casados. Consideraba que sus mujeres eran «demasiado inglesas» para su gusto, a pesar de haber tenido ella la última palabra en la elección; además, si bien sus once nietos le parecían atractivos, también los veía como un grupo indisciplinado, destinados en su mayoría a vidas disolutas, a menos que sus padres los recondujeran.
– No, soy más feliz sola -le dijo a Ness, que no podría estar menos interesada en los asuntos de la vida de Majidah-. Y tú también lo serás. Feliz aquí, quiero decir. Siempre que cumplas las normas.
Las normas consistían en un catálogo de lo prohibido: fumar, hablar por el móvil, hablar por el fijo, ir maquillada, llevar joyas excesivas, escuchar música en el iPod, reproductor de MP3, walkman, (o lo que fuera), jugar a cartas, bailar, llevar tatuajes o piercings visibles en el cuerpo, recibir visitas, comer comida basura («El McDonald's es la ruina del mundo civilizado, en mi opinión»), llevar ropa reveladora («como la que vistes ahora, que no voy a permitir más en este edificio»), colar a personas adultas o a adolescentes en el recinto, salvo que fueran acompañadas de un niño de seis años o menor.
A todo esto, Ness puso los ojos en blanco expresivamente y dijo:
– Lo que tú digas. Bueno, ¿cuándo empiezo?
– Ahora. En cuanto acabes con los platos puedes fregar el suelo. Mientras lo haces, te prepararé el horario. Lo mandaré a tu agente de la condicional y a tu asistente social, para que vean en qué pensamos emplear las dos mil horas que te han asignado por el delito que cometiste.
– Yo no cometí…
– Por favor. -Majidah la interrumpió haciendo un gesto con la mano-. No estoy interesada lo más mínimo en la naturaleza de tus actividades vergonzosas, señorita. No jugarán ningún papel en nuestro acuerdo. Tú estás aquí para cumplir unas horas, y yo estoy aquí para verificar ese cumplimiento. Encontrarás una fregona y un cubo en el armario largo que hay junto al fregadero. Exijo que utilices agua caliente y una taza de Ajax. Cuando acabes con el suelo, puedes limpiar el lavabo.
– ¿Dónde vas a anotar mis horas?
– Eso, señorita, no es de tu incumbencia. Ahora, andando. Nos espera trabajo a las dos. Hay que recoger el centro y sólo estamos tú y yo para hacerlo.
– ¿Aquí no trabaja nadie más? -preguntó Ness, incrédula.
– Lo que, afortunadamente, hace que el día esté lleno de actividades -dijo Majidah.
Ness pensó que su forma de verlo iba a ser muy distinta. Pero encontró la fregona, el cubo y el Ajax, y se puso a limpiar el suelo de linóleo verde del centro infantil.
Había cuatro habitaciones en total: cocina, almacén, baño y cuarto de actividades, y los espacios que estaban más llenos de polvo y suciedad eran los dos a los que tenían acceso los niños. Ness fregó el cuarto de actividades, donde había mesas y sillas pequeñitas repartidas por el suelo, pegajoso por los líquidos derramados. Hizo lo mismo con el baño, y se estremeció al pensar qué implicaban aquí los diversos líquidos derramados. Bajo la supervisión de Majidah, pasó a fregar la cocina. El almacén, le dijo la mujer, sólo necesitaba que lo barriera a fondo y después podía sacar el polvo de las estanterías y los alféizares, así como limpiar las persianas de lamas torcidas.
Ness lo hizo todo a regañadientes, murmurando y lanzando miradas de reojo a Majidah, a las que la mujer pakistaní no hizo ningún caso. Sentada al escritorio, a un lado de la sala, estaba ocupada con dos horarios: el de Ness y el de los niños. Interpretó la llegada de la chica al centro infantil como un regalo de los dioses, y tenía pensado aprovecharlo. Cómo se sintiera Ness al respecto no era problema suyo. La experiencia le había demostrado que el trabajo duro no mataba a nadie, ni tampoco aceptar lo que la vida te depara.
En cuanto Ness recibió su sentencia, Kendra quedó con Cordie para que la aconsejara. Fue a su casa en Kensal Green, donde Cordie había aceptado participar en la merienda imaginaria que sus dos hijas habían preparado en el jardín. Atípicamente, Manda y Patia se habían decidido por un tema real para el evento, con Manda en el papel de monarca -casquete antiguo, guantes de encaje y un bolso enorme colgado del brazo- y Cordie y Patia interpretando a un público agradecido y totalmente plebeyo invitado a compartir Fanta de naranja servida en tazas de porcelana desportillada (cortesía de la tienda benéfica), cuencos de patatas (del sabor preferido de Patia, que resultaba ser cordero y menta), una bolsa de palomitas de queso vaciada en un escurridor de plástico colocado en el centro de la mesa destartalada y un plato de galletas rellenas de mermelada de naranja con pinta de desmenuzarse fácilmente.
Cuando Kendra llegó, Manda, que al parecer sufría cierto grado de confusión acerca del respeto que exigía el papado, así como del exigido por la monarquía, estaba ordenando imperiosamente a su madre y a su hermana que besaran su anillo. La niña estaba de pie sobre una hamaca en lugar de sentada en un trono y, atrapada en un papel para el que claramente había nacido, en cuanto las invitadas acabaron de besar su anillo, pasó a dar instrucciones sobre cómo tenían que colocar el dedo meñique cada una al coger la taza de té. Patia declaró que todo aquello era una estupidez y exigió ser ella la monarca. Cordie la informó de que había perdido, de forma justa, en el lanzamiento de la moneda, así que seguiría jugando hasta la próxima vez, cuando, cabía esperar, tendría mejor suerte.
– Y nada de mohines -le dijo Cordie.
Cuando Cordie atisbó a Kendra -a quien Gerald, que estaba viendo un partido del Mundial de Fútbol retransmitido desde las Barbados, había abierto la puerta y había conducido al jardín-, le pidió permiso a su majestad para hablar con su amiga. La niña se lo concedió a regañadientes, y luego decretó que Cordie no podía llevarse su taza de té. Cordie hizo una reverencia y se retiró con la humildad adecuada. Se reunió con Kendra en el pequeño patio que dibujaba un cuadrado justo delante de la puerta del jardín. Hacía buen día y, en los jardines que había a ambos lados del de Cordie, las otras familias disfrutaban del tiempo con comidas al aire libre, música al aire libre, conversaciones al aire libre y alguna que otra discusión. El ruido de todo aquello flotaba por encima de los muros y proporcionaba un ambiente que prometía recordarles en todo momento dónde estaban, por si acaso comenzaban a pensar -como Manda y Patia- que se encontraban en los jardines de un palacio.
No había dónde sentarse, puesto que las chicas estaban utilizando todo el mobiliario de jardín para su merienda, así que Cordie y Kendra se esfumaron a la cocina. Obviando la amonestación de Gerald de que fumar podía ser perjudicial para el bebé si Cordie estaba embarazada -una advertencia a la que Cordie respondió sonriendo serenamente-, encendieron un cigarrillo y se relajaron.
Kendra le contó a su amiga la comparecencia de Ness ante el juez. También le habló de Fabia Bender y de la indicación que había recibido sobre crear un vínculo con la chica, si no quería que Ness se adentrara en un camino plagado de problemas en el futuro.
– Me parece que tendríamos que hacer cosas de chicas juntas.
– ¿Por ejemplo?
Cordie mandó una bocanada de humo hacia la puerta abierta del jardín. Echó una mirada a la merienda. Sus niñas habían pasado de besar anillos a engullir palomitas de queso.
– ¿Limpiezas de cutis en un spa? -dijo Kendra-. ¿Hacernos la manicura? ¿Ir a la peluquería? ¿Salir a comer? ¿Salir de fiesta una noche, contigo y conmigo quizá? ¿Hacer algo juntas? ¿Joyas, quizá? ¿Algún curso?
Cordie pensó en todo aquello. Negó con la cabeza.
– No veo a Ness haciéndose una limpieza de cutis, Ken. ¿Y en cuanto al resto…? Bueno, todo lo que has dicho son cosas que te gustaría hacer a ti. Tienes que pensar en lo que le gusta hacer a ella.
– Le gusta drogarse y practicar el sexo -dijo Kendra-. Le gusta atracar a ancianas y le gusta emborracharse. Le gusta ver la tele y estar tirada sin hacer nada. Ah, y le gusta exhibirse delante de Dix.
Cordie levantó una ceja.
– Eso sí es un problema -observó.
Kendra no quería convertir aquello en parte de la conversación. Ya lo había hablado con Dix y no había funcionado. Insultos para él. Frustración para ella. A la pregunta de: «¿Quién coño te crees que soy, Ken?», no había sabido qué responder.
– Tú y tus hijas tenéis una buena relación, Cordie.
– Está claro. Soy su madre. Además, han estado conmigo siempre, así que yo lo tengo más fácil. Sé qué les gusta. De todos modos, Ness es como es. Algo tiene que gustarle.
Kendra pensó en ello. Siguió pensando en ello los días siguientes. Reflexionó sobre cómo era Ness de niña, antes de que todo en su vida cambiara, y le vino a la cabeza el ballet. Tenía que ser eso, decidió. Ella y su sobrina podían empezar a crear su vínculo a través del ballet.
Ir al Royal Ballet estaba muy por encima de las posibilidades de Kendra, así que el primer paso era encontrar una representación cerca que valiera la pena ver y que, a la vez, pudiera permitirse. No fue tan difícil como había pensado. Primero lo intentó en el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea y, aunque descubrió que había un Departamento de Danza, era de danza moderna, y le pareció que no serviría. Su siguiente parada fue Paddington Arts, y allí tuvo éxito. Además de cursos y eventos relacionados con el arte, el centro ofrecía conciertos de diversos tipos, y uno de ellos era una función de una pequeña compañía de ballet. Kendra compró dos entradas de inmediato.
Decidió que sería una sorpresa. Lo llamó una recompensa por que Ness estuviera cumpliendo, sin quejarse, su condena de servicios comunitarios. Le dijo a su sobrina que se pusiera sus mejores galas porque iban a hacer una «cosa de chicas» juntas, como Dios manda. Ella también se puso de tiros largos y no comentó nada sobre el generoso escote y los quince centímetros de canalillo, la diminuta minifalda y las botas de tacones de aguja. Estaba decidida a que la noche fuera un éxito y a que se forjara entre ellas ese vínculo tan necesario.
Al planear todo aquello, lo que no comprendió fue lo que representaba el ballet para su sobrina. No sabía que ver a un grupo de jóvenes delgadas en pointe retrotraería a Ness a donde menos quería estar. El ballet significaba su padre. Significaba ser su princesa. La colocaba a su lado caminando al estudio de danza todos los martes y jueves por la tarde, todos los sábados por la mañana. La colocaba en un escenario en las pocas ocasiones en que se había subido a un escenario, con su padre entre el público -siempre en la primera fila- con cara de felicidad y sin que ninguna de las personas que tenía a su alrededor supiera que la persona que parecía no se correspondía con la persona que era. Delgado hasta rozar la enfermedad, pero ya no estaba enfermo. El rostro disoluto, pero él ya no era disoluto. Las manos temblorosas, pero ya no por la necesidad. Se había asomado al precipicio, pero ya no corría el peligro de despeñarse. Tan sólo era un padre a quien le gustaba variar su rutina, razón por la cual caminaba por el otro lado de la calle aquel día, razón por la cual no estaba cerca de la licorería, donde la gente había dicho que quería entrar, pero no era así, no, no era así, sólo estaba en el lugar equivocado en un momento terrible.
Cuando Ness no pudo aguantar más el ballet por los recuerdos insoportables que le traía, se levantó y se abrió camino de mala forma por la fila hasta llegar el pasillo. Lo único que le importaba era salir de allí, para poder olvidar una vez más.
Kendra la siguió. Dijo su nombre entre dientes. Ardía de vergüenza e ira. La ira nacía de su desesperación. Le parecía que nada de lo que hiciera, nada de lo que intentara, nada de lo que ofreciera… Aquella chica la superaba.
Ness estaba fuera cuando la alcanzó. Se dio la vuelta hacia su tía antes de que Kendra pudiera hablar.
– ¿Esta es mi recompensa, joder? -preguntó-. ¿Esto es lo que consigo por aguantar a esa puta de Majidah todos los días? No me hagas más favores, Kendra. -Dicho esto, se largó.
Kendra se quedó mirándola. Lo que vio en Ness mientras se marchaba calle arriba no fue una huida, sino falta de gratitud. Pensó en una forma de que la chica entrara en razón de una vez por todas.
A Kendra le pareció que había que plantear una comparación: cómo eran las cosas frente a cómo podían ser. Con buenas intenciones, pero mal informada, creyó saber cómo presentar esa comparación.
Dix no estaba de acuerdo con su plan, lo que a Kendra le resultó exasperante. Su punto de vista era que Dix no estaba en situación precisamente de saber cómo llevar a una adolescente, puesto que él mismo era poco más que un adolescente. El joven no se tomó bien esta declaración -en especial porque parecía pensada, entre otras cosas, para subrayar su diferencia de edad- y, con una combinación irritante e inesperada de perspicacia y, madurez, le señaló a Kendra que daba la impresión de que sus esfuerzos por crear una unión con su sobrina eran más un intento de controlar a la chica que de tener una buena relación con ella. Además, dijo, le parecía que Kendra quería que Ness se sintiera unida a ella sin sentirse ella unida a Ness. Una especie de: «Quiéreme, niña, pero yo no pienso quererte a ti».
– Claro que la quiero -dijo Kendra acaloradamente-. Los quiero a los tres. Soy su tía, maldita sea.
Dix la miró sin alterarse.
– No digo que lo que sientes esté mal, Ken. Dios santo, lo que sientes es lo que sientes. Ni es bueno ni malo. Es lo que es, ¿comprendes? De todos modos, cómo ibas a sentirte, con tres niños que te han caído encima sin que ni siquiera supieras que iban a venir, ¿eh? Nadie espera que los quieras sólo porque tienen tu misma sangre.
– Los quiero. Sí que los quiero -se oyó gritar, y le odió por empujarla a tener este tipo de reacción.
– Pues acéptalos -dijo-. Acepta a todo el mundo, Ken. Más te valdría. No puedes cambiarlos.
Para Kendra, él también representaba algo que necesitaba aceptar y había logrado aceptar: ahí estuvo durante toda esta conversación, de pie en el baño con el cuerpo embadurnado de crema depilatoria rosa para que la piel que mostrara a los jueces de las competiciones de culturismo estuviera suave y sin un pelo de los pies a la cabeza, con una pinta de estúpido tremenda, y ella no hizo ningún comentario al respecto, ¿no?, porque sabía lo importante que era para él su sueño de conseguir una corona que para la mayoría del mundo no significaba nada, y si eso no era aceptación…
Sin embargo, Kendra no podía más. Tenía demasiadas responsabilidades. La única manera que veía de manejarlas era tenerlas bajo control, que era lo que le había dicho Dix, aunque no podía reconocérselo a sí misma. Joel era fácil, puesto que tenía tantas ganas de complacer que, por lo general, preveía cómo debía comportarse antes de que ella le comunicara sus deseos. Toby era sencillo porque su lámpara de lava y la televisión lo mantenían ocupado y contento, y respecto al pequeño no deseaba -y no podía permitirse- plantearse nada más. Pero desde el principio Ness había sido un hueso duro de roer. Había ido por libre, y mira lo que había pasado. Hacía falta un cambio y, con la determinación que Kendra siempre había aplicado a todo lo demás en su vida, decidió que ese cambio tendría lugar.
Había pasado una eternidad desde que los niños habían visto a Carole Campbell por última vez, así que la excusa natural para la comparación que Kendra quería que Ness experimentara estaba a mano. Visitar a Carole significaba que había que hablar con Fabia Bender para que aprobara eximir a Ness de ir un día al centro infantil como estaba obligada, pero no resultó difícil. En cuanto obtuvo el permiso, sólo quedó informar a Ness de que había llegado el momento de que los niños Campbell fueran a ver a su madre.
Como Kendra sabía lo improbable que era que Ness colaborara en este plan -teniendo en cuenta cómo había reaccionado la chica ante la última visita de los niños a su madre-, cambió un poco lo que habría preferido hacer. En lugar de acompañar a los Campbell para asegurarse de que llegaban hasta Carole, le encargó a Ness la responsabilidad de llevar a sus hermanos pequeños de casa al hospital, y de nuevo a casa. Aquello, decidió, demostraría que confiaba en la chica a la vez que pondría a Ness en la situación de evaluar -ni que fuera subconscientemente- cómo sería la vida si tuviera que vivirla en presencia y compañía de su pobre madre. Aquello despertaría un sentimiento de gratitud en la chica. Para Kendra, la gratitud formaba parte del proceso de vinculación afectiva.
Ness, ante la alternativa de aparecer en el centro infantil a la hora estipulada o viajar al campo a visitar a su madre al hospital, escogió la segunda opción, como habría hecho cualquier chica. Se guardó con cuidado en el bolsillo las cuarenta libras que su tía le dio para el trayecto y para los caprichos de Carole, y condujo a Joel y a Toby al autobús número 23 hasta la estación de Paddington, tal y como lo haría una joven adulta resuelta a demostrar su valía. Guió a los chicos al piso de arriba del autobús y ni siquiera pareció importarle que Toby insistiera en llevar la lámpara de lava y que arrastrara el cable por las escaleras y el pasillo, tropezándose dos veces con él mientras pasaba entre los otros pasajeros. Se trataba, en efecto, de una nueva Ness, una chica sobre la que alguien podría hacer suposiciones positivas.
Y eso fue lo que hizo Joel. Sintió que se relajaba. Por primera vez en muchísimo tiempo, le pareció que le libraban del complicado deber de cuidar de Toby, ocuparse de sí mismo y estar pendiente del resto del mundo. Incluso, por una vez, miró por la ventana, disfrutando del espectáculo de los londinenses que aprovechaban el buen tiempo: una población en peregrinaje vestida con la menor cantidad de ropa posible.
Los Campbell llegaron a la estación de Paddington y entraron en el vestíbulo de las taquillas antes de que el plan de Ness se hiciera evidente. Sólo compró dos billetes de ida y vuelta, le entregó únicamente una parte del cambio a Joel y se guardó el resto en el bolsillo.
– Cómprale un Aero de los que le gustan -dijo-. Cómprale algo más barato que el Elle o el Vogue. Esta vez no hay suficiente para patatas, así que tendréis que arreglaros sin ellas, ¿entendido?
– Pero, Ness, ¿qué vas…? -comenzó a protestar Joel en vano.
– Dile algo a la tía Ken y te pego una paliza de muerte -le amenazó-. Tengo un día libre de esa zorra de Majidah y pienso aprovecharlo. ¿Te enteras, tío?
– Te meterás en un lío.
– Como si eso me importara, joder -dijo ella-. Nos reuniremos aquí otra vez a las cuatro y media. Si no estoy, esperáis. ¿Te enteras, Joel? Esperáis, porque si os vais a casa sin mí, te pegaré una paliza de muerte, como te he dicho, ¿entendido?
La sucinta amenaza no dejaba lugar a preguntas. Ness le hizo buscar el tren correcto en la pantalla de salidas, tras lo cual lo encaminó a WH Smith. Cuando entró, con Toby agarrado a la pernera de su pantalón, desapareció: una chica decidida a no bailar al son de nadie, y menos al de su tía.
Joel la observó desde el interior de la tienda hasta que la perdió de vista mientras serpenteaba entre la multitud. Luego compró una revista y un Aero y llevó a su hermano al andén correspondiente. En cuanto estuvieron en el tren, le dio la chocolatina a Toby. Su madre, decidió, tendría que sufrir.
Un momento después de pensar aquello, sin embargo, se sintió fatal. Para eliminar la sensación, observó los muros de ladrillo cubiertos de grafitis que había a cada lado de la estación mientras el tren pasaba por delante e intentó leer las pintadas. Mirar los grafitis y las pintadas le hizo pensar en Cal Hancock. Cal Hancock le hizo pensar en el enfrentamiento con el Cuchilla y cuando vomitó después en la alcantarilla. Ese pensamiento lo llevó inevitablemente a lo que había ocurrido a continuación: su decisión de visitar a Ivan Weatherall de todos modos.
Joel había encontrado a Ivan en casa y dio las gracias por ello. Si Ivan percibió el olor a vómito, tuvo la consideración de no mencionarlo. Cuando Joel llegó, estaba trabajando en una parte delicada de la operación de montaje del reloj y no abandonó su tarea tras pedirle a Joel que entrara en la casa y se sirviera de un cuenco desportillado de uvas que descansaba en el borde de la mesa. Sin embargo, sí le entregó al chico un trozo de papel verde que rezaba en la parte superior: «Empuñar palabras y no armas».
– Échale un vistazo y dime qué opinas -le dijo mientras centraba su atención de nuevo en el reloj.
– ¿Qué es? -le preguntó Joel.
– Léelo -dijo Ivan.
Parecía que el papel anunciaba un concurso de escritura. La hoja daba la extensión de la página, de las líneas y los términos de las críticas, junto con las gratificaciones en metálico y otros premios. El gran momento parecía ser algo llamado «Caminar por las palabras» porque, fuera lo que fuera, en él se otorgaba el mayor premio de todos: cincuenta libras. «Empuñar palabras y no armas» tenía lugar en uno de los centros sociales de la zona: un lugar llamado Basement Activities Centre en Oxford Gardens.
– Sigo sin entenderlo -le dijo Joel a Ivan en cuanto acabó de leer el anuncio de «Empuñar palabras y no armas»-. ¿Se supone que tengo que hacer algo con esto?
– Mmm. Eso espero. Se supone que tienes que ir. Es una velada… Bueno, una velada poética, osaría decir que es el mejor término para describirlo. ¿Has estado alguna vez en alguna? ¿No? Bueno, te sugiero que vayas y lo descubras. Tal vez te sorprenda ver cómo es. «Caminar por las palabras» es una actividad nueva, por cierto.
– ¿Poesía? ¿Sentarse a hablar sobre poemas o algo así? -Joel hizo una mueca. Se imaginó un círculo de ancianas con las medias caídas, entusiasmadas con esos hombres blancos muertos de los que uno oía hablar en el colegio.
– Escribimos poemas -dijo Ivan-. Es una oportunidad para expresarse sin censura, aunque no sin las críticas del público.
Joel volvió a mirar el papel y se centró en el premio en metálico que se ofrecía.
– ¿Qué es esto de «Caminar por las palabras»? -preguntó.
– Ah. Te interesa el dinero del premio, ¿verdad?
Joel no contestó, aunque sí pensó en lo que podría hacer con cincuenta libras. Existía una brecha enorme entre quién era él en el momento presente, un niño de doce años que dependía de su tía para comida y alojamiento, y quién quería ser, un hombre con una carrera de verdad, como la de psiquiatra. Junto con la mera determinación de triunfar, que sí poseía, estaba el asunto del dinero para su educación, que no poseía. Iba a necesitar dinero para dar el salto de la persona que era ahora a la persona que quería llegar a ser, y si bien cincuenta libras no eran mucho, comparadas con lo que Joel tenía en estos momentos -nada- eran una fortuna.
– Podría ser -dijo al fin-. ¿Qué tendría que hacer?
Ivan sonrió.
– Asistir.
– ¿Tengo que escribir algo antes de ir?
– Para «Caminar por las palabras» no. Esa parte se hace allí mismo. Te daré palabras clave, todo el mundo recibe las mismas, y tendrás un periodo de tiempo específico para componer un poema con ellas. El mejor poema gana. Cuál es el mejor lo decide un comité del público.
– Oh. -Joel le devolvió el papel a Ivan. Sabía las pocas probabilidades que tenía de ganar si en la decisión intervenían jueces-. De todos modos, no sé escribir poemas.
– ¿Lo has intentado? -dijo Ivan-. Bueno. Deja que te diga lo que pienso yo sobre el tema, si no te importa escucharme. ¿Te importa?
Joel negó con la cabeza.
– Es un comienzo, ¿verdad? -dijo Ivan-. Eso está muy bien: escuchar. Para mí, casi igual que intentarlo. Y ése es el elemento crucial de la experiencia vital que tantos de nosotros evitamos, ¿sabes? Intentar algo nuevo, dar ese salto de fe hacia algo total y absolutamente desconocido. Hacia lo distinto. Aquellos que dan ese salto son los que desafían al futuro que, de lo contrario, tendrían. Hacen caso omiso a las expectativas sociales y determinan ellos mismos quiénes y qué serán, y no permiten que los lazos de nacimiento, clase social y prejuicio lo determinen por ellos. -Ivan dobló el anuncio ocho veces y metió el cuadrado en el bolsillo de la camisa de Joel-. Basement Activities Centre. Oxford Gardens -dijo-. Reconocerás el edificio, ya que es una de esas monstruosidades de los sesenta que se denominan arquitectura. Piensa en hormigón, estuco y contrachapado pintado: acertarás. Espero de corazón verte allí, Joel. Lleva a tu familia, si quieres. Cuantos más, mejor. Luego hay café y tartas.
Joel aún llevaba ese anuncio encima mientras él y Toby viajaban en tren para visitar a su madre. Todavía no había aparecido por «Empuñar palabras y no armas», pero esas cincuenta libras continuaban ardiendo en su mente. Ardían con tanta intensidad que la idea anterior de participar en la clase de guiones de Ivan pasó a ser menor, secundaria. Cada vez que llegaba y pasaba una noche de «Empuñar palabras y no armas», Joel se sentía un paso más cerca de reunir el coraje suficiente para intentar escribir un poema.
De momento, sin embargo, había que enfrentarse a la visita al hospital. En recepción, los mandaron no al piso superior donde se encontraban la sala de día y la habitación de su madre, sino a un pasillo de la planta baja que conducía a lo que llamaban el invernadero, una estancia acristalada en el ala sur del edificio.
Con alegría, Joel interpretó la presencia de su madre allí como una señal positiva. En el invernadero, en realidad nada limitaba los movimientos de los pacientes: en concreto, no había barrotes en las ventanas. Así que podían hacerse bastante daño a sí mismos si rompían uno de los enormes paneles de cristal, y el hecho de que permitieran a Carole Campbell pasar tiempo allí sugirió a Joel que había experimentado progresos en su recuperación.
Por desgracia, su conclusión resultó ser demasiado optimista.
Así que el efecto que Kendra quería que tuviera la visita a Carole Campbell sí se produjo, aunque sobre el hermano equivocado. Ese día Ness fue a la suya y se reunió con Joel y Toby cuarenta y dos minutos más tarde de la hora que había dicho y de un humor tan hosco que Joel supo que su tarde había sido menos satisfactoria de lo que la chica había planeado, mientras que fue Joel quien vio cómo se intensificaban sus temores por dónde podrían acabar viviendo los Campbell en el futuro.
El «¿Y cómo está la vieja puta?» de Ness no mejoró las cosas, ya que la pregunta y la manera de formularla no invitaban a mantener una conversación cordial. Joel quiso contarle la verdad sobre la visita a su madre: Carole no había reconocido a Toby; pensaba que su padre seguía vivo; existía en un plano tan etéreo que estaba más allá de la capacidad de él de conectar con ella. Pero no pudo expresarlo con palabras. Así que simplemente dijo:
– Tendrías que haber ido.
A lo que Ness respondió:
– Que te den. -Y se marchó con aire orgulloso en dirección a los autobuses.
En casa, cuando Kendra preguntó cómo había ido la visita, Joel dijo que perfecto, bien, que Carole incluso había trabajado un poco en el invernadero del hospital.
– Mamá ha preguntado por ti, tía Ken -dijo, y no logró entender por qué su tía no pareció alegrarse de escuchar esa mentira.
Tal como Joel veía las cosas, Kendra debía interpretar la presunta mejora de Carole como un indicio de que los Campbell no necesitarían vivir permanentemente con ella. Pero Kendra no pareció alegrarse en absoluto, lo que hizo que Joel sintiera que se le agarrotaban las entrañas y buscara un modo de suavizar el golpe que le había asestado accidentalmente. Pero antes de que se le ocurriera algo, Dix lo llevó aparte.
– No es por ti, colega -le dijo-. Es por Ness. ¿Cómo se ha tomado ver a tu madre? -Una pregunta que Joel sabía que era mejor no contestar.
Dix miró a Ness, que le devolvió la mirada. Su postura, la expresión de su cara e incluso su modo de respirar hinchando las ventanas de la nariz, todos esos gestos sirvieron para desafiarle. Sabiamente, Dix se negó a aceptar el reto. Así que cuando veía la posibilidad de que Ness estuviera en casa, él se ocupaba de sus asuntos: iba al gimnasio, se reunía con sus patrocinadores, se preparaba para su siguiente competición con una determinación renovada, compraba sus comidas especiales, cocinaba sus platos especiales.
Durante varias semanas, por lo tanto, la vida avanzó a trancas y barrancas en una dirección que un observador indiferente habría llamado normal. Fue en Harrow Road donde se rompió la paz precaria de la existencia familiar. Joel iba de camino a recoger a Toby al centro de aprendizaje, al que asistía regularmente pese a las vacaciones de verano. Acababa de doblar la esquina de Great Western Road cuando vio una acción perturbadora al otro lado de la calle, detrás de la barandilla que flanqueaba la acera e impedía cruzar a los transeúntes. Allí, un personaje del barrio, conocido como Bob, el Borracho, estaba sentado en su silla de ruedas en uno de sus lugares habituales, justo a la izquierda de la puerta de una licorería y debajo de una ventana en la que se anunciaba una oferta especial de vino español. Agarraba una bolsa de papel contra su pecho, la mano en torno al inconfundible cuello de una botella. Profería su grito habitual de «¡Oy! ¡Oy!», pero esta vez en lugar de chillar al tráfico, dirigía su exclamación a un grupo de chavales que estaban acosándolo. Un chico había cogido los mandos de la silla de ruedas y le daba vueltas mientras los otros arremetían contra él, para intentar arrebatarle la bolsa. Bob, el Borracho, serpenteaba de un lado a otro en su silla mientras los chicos lo giraban y zarandeaban. Era evidente que deseaban que se agarrara a los brazos de la silla y, por lo tanto, soltara la bolsa, lo que, además de acosarle, era su objetivo. Pero era obvio que Bob, el Borracho, conocía sus intenciones. La bolsa era su prioridad. Había dedicado la mayor parte del día a gorrear suficiente dinero de los transeúntes para comprar la bebida y no iba a entregársela a un grupo de chicos, por muy peligrosos que fueran.
Así pues, los chicos le daban vueltas, sus carcajadas e insultos casi ahogaban los gritos del anciano. Nadie salió de ninguna de las tiendas, puesto que en Harrow Road la prudencia sugería desde hacía tiempo que uno debía cuidarse de su negocio antes que del negocio de cualquiera que sufriera las maldades de los gamberros del barrio. Varias personas pasaron por la acera mientras los chicos se metían con Bob, el Borracho. Pero nadie dijo ni una palabra, salvo una anciana que agitó un bastón delante de ellos, pero que se alejó deprisa en cuanto uno de los chicos intentó quitarle el bolso.
Desde donde estaba, Joel vio que Bob, el Borracho, estaba deslizándose silla abajo. En cuestión de momentos, el anciano acabaría en la acera, y había pocas probabilidades de que pudiera defenderse desde allí. Buscar a derecha e izquierda a un policía no cambió las cosas, porque nunca había policía alguno cerca cuando se le necesitaba, y siempre lo había cuando nadie hacía nada. Joel no albergaba ningún deseo de ser un héroe, pero sin embargo gritó:
– ¡Eh! Dejad en paz a ese tío, colegas. Es un tullido.
Uno de los chicos levantó la vista momentáneamente para ver quién se atrevía a estropear la diversión al grupo.
– Maldita sea -murmuró Joel, cuando vio quién era.
Neal Wyatt y él se cruzaron las miradas. La expresión que apareció en el rostro de Neal era perfectamente legible, a pesar de sus rasgos medio congelados. Mirando hacia atrás, dijo algo a su banda, y los chicos dejaron de acosar a Bob, el Borracho, de inmediato.
Joel no fue tan estúpido como para pensar que este cese de la actividad tenía algo que ver con su grito desde el otro lado de la calle. Como al momento siguiente, todos los chicos miraron en su dirección, fue plenamente consciente de lo que iba a suceder. Echó a correr Harrow Road arriba, justo cuando Neal y su pandilla empezaron a avanzar hacia la barandilla de la acera. Neal encabezaba el grupo, sonriendo como si acabaran de lanzar una bolsa de dinero delante de él.
Joel sabía que era un error echar a correr, pero también sabía que Neal tenía cosas que demostrar a su banda, y la menos importante de ellas no era su capacidad de acabar con él. Porque Joel era el pequeño gusano a quien había intentado aplastar en Meanwhile Gardens cuando Ivan Weatherall había intervenido. También era la babosa que Hibah había elegido como amigo, sin tener en cuenta sus deseos.
Joel oyó los gritos de los chicos tras él mientras corría en dirección al centro de aprendizaje. La calle sólo tenía dos carriles, y Neal y su grupo tardarían menos de diez segundos en saltar la barandilla, alcanzar la acera contraria y sortear también la barandilla de ese lado. Así que Joel corrió con todas sus fuerzas, esquivando a una madre joven con un cochecito, tres mujeres con chador y bolsas de la compra colgando de los brazos.
– ¡Alto! ¡Al ladrón! ¡Socorro! -gritó un caballero de pelo blanco, anticipándose a lo que fuera a suceder mientras Joel pasaba a toda velocidad.
Una mirada rápida hacia atrás le permitió ver que había recibido una bendición momentánea. Un autobús y dos camiones habían doblado la esquina y habían aparecido en escena de repente. Neal y su pandilla querían perseguirle a toda costa, pero no quedar atrapados debajo de las ruedas de un vehículo, así que tuvieron que esperar a que pasaran los tres antes de cruzar la calle y reanudar la persecución. Para entonces, y a pesar de sus pulmones esforzados, Joel les había sacado unos cincuenta metros. Vio la tienda benéfica y se lanzó adentro, jadeando como un perro acalorado mientras cerraba la puerta de golpe.
Kendra estaba detrás, revisando bolsas de donaciones nuevas. Levantó la cabeza al escuchar el portazo, y tenía en la punta de la lengua una frase destinada a abroncar a Joel por entrar de aquel modo. Pero cuando vio su cara, sus intenciones cambiaron.
– ¿Qué pasa? -dijo-. ¿Dónde está Toby? ¿No tenías que ir a…?
Joel la hizo callar con un movimiento de la mano, una reacción tan inusual que la mujer se quedó atónita y en silencio. El niño miró por la ventana y vio que Neal estaba de camino, encabezando su pandilla como un perro de caza tras un rastro. Joel se giró y miró a su tía, luego al cuartito que había en la parte trasera de la tienda. Tenía una puerta y un callejón detrás. Se dirigió hacia allí sin decir nada.
– Joel. ¿Qué sucede? -dijo Kendra-. ¿Qué haces? ¿Quién hay ahí fuera?
– Unos tipos -logró decir mientras pasaba a su lado. Le costaba tanto respirar que estaba mareado; le parecía tener el pecho marcado con un hierro al rojo vivo.
Kendra fue a la ventana mientras Joel se sumergía en el cuarto trasero. Al ver a los chicos acercándose, dijo:
– ¿Se están metiendo contigo? ¿Ese grupo? Ahora verán. -Alargó la mano al pomo de la puerta.
– ¡No! -gritó Joel.
No tenía tiempo de decir más, no tenía tiempo de decirle a su tía que empeoraría las cosas si intentaba tratar con los chicos. En este tipo de situación, nadie reprendía a nadie y, a veces, un enemigo era sólo un enemigo por razones que en realidad nadie podía comprender. Joel era el enemigo a muerte de Neal Wyatt. Así eran las cosas. Joel se coló en el cuarto trasero, donde una bombilla tenue iluminaba el camino hacia la puerta.
La abrió bruscamente. Golpeó contra la pared trasera del edificio. Se lanzó al callejón y, un momento después, lo recorría a toda prisa mientras Kendra cerraba la puerta.
Joel corrió durante treinta metros más antes de estar demasiado ahogado para continuar. Sabía que tenía que recobrar el aliento, pero también sabía que sólo disponía de unos momentos antes de que Neal Wyatt descubriera en qué tienda había entrado y qué había hecho después. Buscó un lugar seguro para esconderse. Lo encontró en un contenedor lleno de basura de una obra justo detrás de un bloque de pisos.
Con el último aliento, se metió dentro. Tuvo que sacar varias cajas de cartón y bolsas llenas de basura, pero sus perseguidores seguramente no lo notarían, dado el estado del resto del callejón.
Se agachó y esperó, respirando tan suavemente como podían hacerlo sus pulmones doloridos. Al cabo de menos de dos minutos obtuvo su recompensa. Oyó unos pasos acercándose hacia él. Y luego sus voces:
– El puto amarillo de mierda se ha escapado.
– Qué va. Está por aquí.
– Se merece una lección, ese mamonazo.
– Neal, ¿lo ves?
– Un agujero de mierda, es esto.
– El lugar perfecto para él.
Risas, y luego la voz de Neal Wyatt dijo:
– Vamos. Esa zorra le está escondiendo. Vamos a por ella.
Los chicos se fueron, y Joel se quedó donde estaba. La indecisión y el miedo hacían que los intestinos presionaran hacia abajo, pidiendo descargar. Se concentró en que no se le escapara nada. Abrazándose el cuerpo, con las rodillas subidas contra el pecho, cerró los ojos y escuchó con atención.
Oyó que una puerta se cerraba a lo lejos. Sabía que era la puerta trasera de la tienda benéfica y que los chicos regresaban allí con intención de hacer daño. Intentó recordar cuántos eran -como si fuera a servirle de algo-, porque sabía que su tía podía con uno o dos chicos, quizás incluso con tres. Pero en un enfrentamiento, un número superior supondría un problema para ella.
Se obligó a superar el miedo, el retortijón al final de las tripas. Se incorporó y se levantó hasta el borde del contenedor. Le salvaron las sirenas, que en ese momento llegaron ululando a Harrow Road.
Cuando Joel las oyó, supo qué había hecho su tía. Anticipándose a los chicos, había llamado al 091 en cuanto Joel había desaparecido por el callejón. Había adoptado el papel de señorita refinada, y su acento, su vocabulario y la expresión «banda de chicos» o tal vez incluso mejor «banda de gamberros negros» había puesto en marcha a la Policía, más deprisa de lo habitual, y la había traído a toda velocidad con luces, sirenas, porras y esposas. Neal Wyatt y su pandilla pronto conocerían la dura justicia de la comisaría de Policía de Harrow Road, si es que no eran lo bastante rápidos como para largarse de la tienda benéfica. Su tía había ganado la partida.
Joel saltó al suelo y salió corriendo. Menos de cinco minutos después, entraba en el centro de aprendizaje, donde Toby tenía sus reuniones con el especialista que le habían asignado para ayudarle.
En el vestíbulo, Joel se detuvo para limpiarse. Se había ensuciado bastante dentro del contenedor, en gran parte por haber aterrizado sobre una bolsa de basura, que contenía básicamente judías y posos de café. Quedó constancia de ello en sus vaqueros, a lo largo de una pernera, igual que en su chaqueta, allí donde había apoyado el hombro y el brazo contra los restos de lo que parecía un sándwich de mostaza. Se limpió lo mejor que pudo, abrió las puertas interiores y entró en el centro.
Toby le esperaba en el sofá de vinilo agrietado que constituía el mobiliario de la recepción. Tenía sobre su regazo la lámpara de lava, las manos en torno a la parte inferior. No miraba nada más que la lámpara desenchufada, pero le temblaba el labio inferior y tenía los hombros encorvados.
– Eh, Tobe -dijo Joel con alegría-. ¿Qué tal, colega?
Toby alzó la vista. Una sonrisa radiante suavizó la expresión cansada de su rostro. Se bajó del sofá, entusiasmado por marcharse, y a Joel se le ocurrió pensar que Toby había pasado miedo, que había creído que nadie iba a aparecer, recogerle y llevarle a casa. A Joel se le encogió el corazón. Toby, decidió, no tenía que pasar tanto miedo.
– Larguémonos de aquí, tío -le dijo-. ¿Estás listo o qué? Siento haber llegado tarde. No te habrás preocupado ni nada, ¿no?
Toby negó con la cabeza, todo olvidado.
– Que va -dijo, y luego-: Eh, ¿podemos comprar unas patatas por el camino antes de llegar a casa? Tengo cincuenta peniques. Me los ha dado Dix. Y también tengo las cinco libras de la abuela.
– No querrás gastarte ese dinero en patatas -señaló Joel-. Es el dinero de tu cumpleaños. Tienes que gastártelo en algo que te haga recordar tu cumpleaños.
– Pero si quiero unas patatas, ¿cómo las compro? Y los cincuenta peniques no son el dinero de mi cumpleaños.
Joel estaba intentando pensar en una contestación para este comentario, una que explicara -con amabilidad- que cincuenta peniques no bastarían para comprar unas patatas, independientemente de que fuera el dinero del cumpleaños o no, cuando una mujer negra y alta con el pelo rapado y pendientes dorados del tamaño de unos tapacubos apareció por uno de los despachos interiores del centro. Era Luce Chinaka, una de las especialistas de aprendizaje que trabajaban con Toby. Sonrió y dijo:
– Ya me ha parecido oír a alguien hablando con mi hombrecito. ¿Podemos hablar un momento, por favor? -Esto se lo dijo a Joel antes de dirigirse a Toby-. ¿Olvidó decirle que quería verle cuando viniera a recogerle, señor Campbell?
Toby agachó la cabeza. Se acercó la lámpara de lava al pecho. Luce Chinaka le tocó suavemente el pelo ralo y dijo:
– No pasa nada, cielo. Puedes olvidarte de las cosas. Espera aquí, ¿de acuerdo? No tardaremos.
Toby miró a Joel para que lo orientara, y su hermano vio que el pánico asomaba a la cara del pequeño ante la idea de quedarse solo tan pronto después de haber sido rescatado.
– Espera aquí, colega -le dijo, y escudriñó la sala hasta que encontró un cómic de Spiderman para que Toby lo mirara. Se lo dio, le dijo que esperara y le prometió que no tardaría.
Toby se puso el cómic debajo del brazo y volvió a subirse al sofá. Colocó la lámpara de lava con cuidado a su lado y dejó el cómic sobre su regazo. Sin embargo, no lo miró, sino que clavó sus ojos en Joel. Eran ojos de confianza y de súplica a la vez. Sólo alguien que tuviera un corazón de piedra no se habría emocionado con su expresión.
Joel siguió a Luce Chinaka hasta un despacho pequeño abarrotado con un escritorio, una mesa, sillas, tablones de anuncios, pizarras blancas y estanterías atestadas de libretas, libros, juegos de mesa y carpetas por todas partes. Tenía una placa con su nombre sobre el escritorio -de latón, con «Luce Chinaka» grabado- y al lado había una fotografía de ella con su familia: cogida del brazo de un marido de piel oscura igual de alto que ella, tres niños encantadores de mayor a menor delante de ellos.
Luce pasó detrás del escritorio, pero no se sentó, sino que separó la silla y la llevó al otro lado. Señaló otra silla para Joel, para que pudieran sentarse uno frente al otro. Casi se tocaban las rodillas, ya que el espacio en el cuarto era muy limitado.
Luce cogió una carpeta de encima del escritorio y miró dentro como para verificar algo.
– No hemos hablando antes -le dijo a Joel-. Eres el hermano de Toby… Joel, ¿verdad?
El chico asintió con la cabeza. La única razón que conocía para que un adulto llamara a un niño a un lugar oficial como su despacho era que había algún tipo de problema. Así que supuso que Toby había hecho algo que no tenía que hacer. Esperó la aclaración y se preparó para lo inevitable.
– Ha hablado bastante de ti -siguió diciendo Luce Chinaka-. Eres muy importante para él, pero imagino que ya lo sabes.
Joel volvió a asentir. Buscó algo en su cabeza para responder, pero no se le ocurrió nada aparte de asentir.
Luce cogió un bolígrafo. Era dorado y fino y le sentaba bien. Joel vio que en la tapa de la carpeta que tenía en las manos había pegado un formulario, escrito, y la mujer lo leyó un momento antes de hablar. Cuando lo hizo fue para contarle a Joel algo que ya sabía: que la escuela de primaria de Toby había recomendado que lo inscribieran en el centro de aprendizaje, que, en realidad, la escuela había impuesto esa condición para aceptarlo como alumno. Concluyó diciendo:
– ¿Lo sabes, Joel?
Cuando el niño asintió, Luce continuó:
– Toby está bastante retrasado respecto a donde debería estar para su edad. ¿Comprendes la naturaleza de su problema? -La voz de Luce Chinaka era amable, igual que sus ojos, que eran marrón oscuro, aunque uno tenía motitas doradas.
– No es estúpido -dijo Joel.
– No. Por supuesto que no -lo tranquilizó Luce-. Pero tiene una discapacidad de aprendizaje grave y…, bueno, parece que hay… -Dudó. Una vez más, miró el informe, pero esta vez pareció que lo hacía para decidir la mejor manera de decir lo que tenía que decir-. Parece que hay otros…, bueno, otros problemas también. Nuestro trabajo aquí en el centro es determinar cuáles son esos problemas exactamente y cuál es la mejor forma de enseñar a alguien como Toby. Entonces le enseñamos de un modo que aprenda, como complemento a su escolarización normal. También le ofrecemos alternativas de…, bueno, alternativas de conducta social que puede aprender a escoger. ¿Comprendes lo que te digo?
Joel asintió. Estaba concentrándose mucho. Sabía que Luce Chinaka estaba preparando el terreno para algo importante y espantoso, así que no se fiaba.
La mujer continuó.
– Esencialmente, Toby tiene problemas para procesar y recuperar información, Joel. Tiene una discapacidad lingüística complicada, por lo que llamamos una disfunción cognitiva. Pero eso -Luce agitó los dedos como para quitar importancia a las palabras y transmitir lo que tenía que decir a un niño de doce años para quien cada palabra sonaba como otro paso más en el conocido camino de lágrimas que él y sus hermanos llevaban tantos años recorriendo- sólo es nuestra forma de etiquetar las cosas. El verdadero problema es que una discapacidad lingüística es grave porque todo lo que nos enseñan en el colegio depende, ante todo, de nuestra capacidad de asimilarlo en forma de lenguaje: palabras y frases.
Joel veía que la mujer estaba haciendo sencilla su explicación para que la entendiera, pues él era el hermano de Toby y no su padre. No se ofendió, sino que le resultó extrañamente reconfortante, a pesar de la inquietud que despertaba en él toda aquella conversación. Dedujo que Luce Chinaka era muy buena madre. La imaginó arropando a sus tres hijos en sus camas por la noche y quedándose en la habitación hasta que se aseguraba que habían rezado sus oraciones y habían recibido su beso.
– Bien -dijo-. Pero ahora hemos llegado al quid de la cuestión. Verás, lo que podemos hacer por Toby aquí en el centro de aprendizaje tiene sus límites. Cuando los alcanzamos, debemos plantearnos qué hacer a continuación.
En la cabeza de Joel se dispararon todas las alarmas.
– ¿Me está diciendo que no pueden ayudar a Toby o qué? -dijo-. ¿Quieren que se marche?
– No, no -se apresuró a decir la mujer-. Pero sí quiero desarrollar un plan para él, pero no podemos llevarlo a cabo sin una evaluación más amplia. Digamos…, bueno, digamos que es un estudio. Eso sí, todo el mundo tiene que involucrarse en él. El maestro de Toby en la escuela Middle Row, el personal del centro de aprendizaje, un médico y vuestros padres. Veo por los documentos que tu padre falleció, pero nos gustaría mucho tener la oportunidad de reunirnos con tu madre. Para empezar, necesitaremos que le entregues estos papeles para que los lea y luego…
– No puede. -Fueron las únicas palabras que Joel logró decir.
Pensar en su madre aquí, en este despacho, era demasiado para él, aunque sabía que no sucedería nunca. Nunca le permitirían salir sola, y aunque Joel pudiera ir a buscarla al hospital, Carole Campbell no habría durado ni cinco minutos en presencia de Luce Chinaka sin desmoronarse.
Luce levantó la vista de los papeles que había estado sacando de la carpeta de Toby. Pareció pensar en las palabras «No puede» y compararlo con todo lo que sabía sobre la familia hasta la fecha, que era muy poco. La propia familia había querido que así fuera. Aventuró una interpretación.
– ¿Tu madre no sabe leer? -le preguntó-. Lo siento. Supuse que sí porque su nombre figura en los papeles… -Luce se los acercó a la cara y examinó lo que Joel sabía que tenía que ser el garabato precipitado de su tía.
– Esa… es la letra de la tía Ken -dijo.
– Oh, comprendo. ¿Kendra Osborne es tu tía, entonces, no tu madre? ¿Es vuestra tutora legal?
Joel asintió, aunque no sabía qué convertía en legal o no a una persona.
– ¿Tu madre también ha fallecido, Joel? -preguntó Luce Chinaka-. ¿A eso te referías cuando has dicho que no podía leer esto?
Joel negó con la cabeza. Pero no podía ni quería hablarle de su madre. La verdad era que Carole Campbell sabía leer tan bien como cualquier otra persona viva. Otra cosa era que no importaba si sabía leer o no.
Alargó la mano hacia los papeles que sostenía Luce Chinaka y dijo las únicas palabras que logró pronunciar, las únicas palabras que contaban la verdad de la cuestión tal como la veía Joel.
– Yo sé leer -le dijo-. Yo puedo cuidar de Toby.
– Pero no se trata de… -Luce buscó otra forma de explicarse-. Oh, cariño, hay que hacerle un estudio, y sólo un adulto responsable puede dar el consentimiento. Verás, debemos realizar un…, bueno, llamémoslo un examen bastante minucioso de Toby y tienen que llevarlo a cabo…
– ¡He dicho que puedo hacerlo! -gritó Joel. Cogió los papeles y se los llevó con fuerza al pecho.
– Pero Joel…
– ¡Sí puedo!
La dejó mirándole con una mezcla de confusión y asombro mientras iba a buscar a su hermano pequeño. También la dejó con la mano en el teléfono.