Joel vio los perros antes que Toby: el schnauzer enorme, el dóberman más pequeño pero más amenazante. Hacían lo mismo que las otras veces que los habían visto en el pasado: estar tumbados con la cabeza sobre las patas, aguardando instrucciones de su dueña. Pero al ver dónde se encontraban -a cada lado de los peldaños que subían a la casa de su tía- supo que algo andaba mal. Si Fabia Bender estaba dentro de la casa, significaba que Kendra también. A esta hora, se suponía que tenía que estar en la tienda benéfica.
– Mira, los perros esos -murmuró Toby mientras él y Joel pasaban a su lado con cuidado.
– No vayas a tocarlos ni nada -advirtió Joel a su hermano.
– Vale -dijo Toby.
Dentro estaban a salvo, pero sólo de los perros, porque, en la cocina, la tía de los chicos y la asistente social estaban sentadas a la mesa con tres carpetas desplegadas en abanico delante de ellas y un cenicero con colillas plantado junto al codo de Kendra. Una libreta con cremallera que escupía papeles descansaba en el suelo junto a los pies de Fabia Bender.
Joel centró su atención en las carpetas. Había tres. Tres niños Campbell. Lo que sugerían hablaba por sí mismo.
Miró a su tía. Luego a Fabia Bender.
– ¿Dónde está Ness? -preguntó.
– Dix está buscándola -contestó su tía. Porque una llamada desesperada de Majidah había sacado a Kendra a la calle para buscar a su sobrina, igual que una llamada de Fabia Bender la había llevado a casa, dejando que Dix continuara la búsqueda frenética-. Sube a Toby a vuestro cuarto, Joel. Sube algo de comer. Hay galletas de jengibre, si queréis.
Si sus palabras no lo hubieran hecho ya, que les ordenara que se fueran a comer en la habitación acabó de delatarla, pues aquello estaba prohibido, así que Joel supo que lo que había pasado era malo. No quería marcharse, pero sabía que no tenía sentido quedarse. Así pues, cogió las galletas, subió a su cuarto, dejó a Toby en la cama con su monopatín y la comida y regresó a la escalera. Bajó un tramo sin hacer ruido y se sentó, esforzándose para escuchar lo peor.
– … considerar de manera realista su capacidad de hacer frente… -Aquello fue lo que oyó que decía Fabia Bender.
– Son mis sobrinos -contestó Kendra sin ánimo-. No son perros o gatos, señorita Bender.
– Señora Osborne, sé que ha estado haciendo todo lo posible.
– No lo sabe. ¿Cómo puede usted saberlo? No lo sabe. Lo que usted ve…
– Por favor. No se haga esto a sí misma y no me lo haga a mí. No estamos hablando de un atraco frustrado. Es una agresión con intento de asesinato. Aún no la han cogido, pero lo harán pronto. Y cuando la detengan, irá directamente a un centro para menores en prisión preventiva y punto. No van a caerle horas de servicios comunitarios por un intento de asesinato, y no dejan que los niños esperen en casa a que el juez tome una decisión. No pretendo ser cruel diciéndole todo esto. Debe conocer cuál es la situación real de Ness.
La voz de Kendra bajó de volumen.
– ¿Adonde la llevarán?
– Como ya le he dicho, hay centros para menores en prisión preventiva… No la mezclarán con adultos.
– Pero usted tiene que comprender, y ellos también, que hay una razón. Ese chico la agredió. Tiene que ser el que fue tras ella aquella noche. Él y sus amigos. Ness no dirá nada, pero fue él. Lo sé. Se ha metido con los tres niños desde el principio. Y luego está lo que le sucedió antes. En casa de su abuela. Hay motivos.
Joel nunca había escuchado a su tía tan rota. Su tono de voz hizo que le escocieran los ojos. Apoyó la barbilla en las rodillas para detener el temblor.
Tocaron al timbre de la puerta. Abajo, Kendra y Fabia se volvieron a la vez al oírlo. Kendra arrastró la silla hacia atrás y dudó sólo un momento -una mujer armándose de valor para el siguiente suceso horrible- antes de dirigirse a abrir la puerta.
Tres personas estaban apiñadas en el escalón de arriba, con Castor y Pólux aún inmóviles en el suelo, centinelas señalando las circunstancias cambiantes en Edenham Way. Dos de las personas eran policías de uniforme: una mujer negra y un hombre blanco. En medio estaba Ness: sin abrigo, tiritando, el jersey manchado de sangre.
– ¡Ness! -dijo Kendra, y Joel bajó corriendo las escaleras y entró en la cocina. Se paró en seco al ver a los policías.
– ¿Señora Osborne? -dijeron.
– Sí. Sí -dijo Kendra.
La escena era un cuadro: Fabia Bender sentada aún a la mesa de la cocina, pero ahora medio levantada; Kendra con las dos manos extendidas para abrazar a Ness; los agentes evaluando abiertamente la situación; Joel con miedo de moverse por si le decían que volviera a su cuarto; y Ness con una expresión petrificada que decía: «No te acerques y no me toques».
La mujer puso fin a aquella vacilación. Posó su mano en la espalda de Ness, que se estremeció. La agente no reaccionó. Simplemente incrementó la presión hasta que Ness entró en la casa. Los policías avanzaron con ella. Todos levantaron los pies a la vez, como si hubieran ensayado este momento de reunión.
– Esta joven ha tenido algún problema con un tipo en Queensway -dijo la policía. Se presentó como la agente Cassandra Anyworth; su compañero era el agente Michael King-. Era un tipo negro grande. Un tipo fuerte. Intentaba meterla en un coche. Le ha plantado cara. Le ha dejado marcado, dicho sea en su favor. Diría que por eso está ahora aquí. La sangre no es suya. No tienen que preocuparse.
Todos pensaron simultáneamente que aquellos policías no tenían ni idea de lo que había ocurrido entre Ness y Neal Wyatt en Meanwhile Gardens, lo que significaba que no eran policías de este barrio. Ya tendría que haber sido evidente cuando dijeron que habían encontrado a Ness forcejeando con un hombre negro en Queensway, pues Queensway no estaba en el distrito controlado por la Policía de Harrow Road, sino en el de la comisaría de Ladbroke Grove, pero aquello no era en sí mismo una buena noticia.
La comisaría de Ladbroke Grove tenía mala fama. No era probable que recibieran con imparcialidad a alguien que acabara allí, en especial si ese alguien pertenecía a una minoría racial. «Hombre negro» pareció resonar en la habitación.
– ¿Dix te ha encontrado? -le preguntó Kendra a Ness-. ¿Dix te ha encontrado? -Cuando la chica no contestó, Kendra preguntó a los agentes-: ¿El hombre negro se llamaba Dix D'Court?
Habló el agente King:
– No le hemos preguntado su nombre, señora. De eso se encargarán en comisaría. Pero está detenido, así que no tienen que preocuparse por que vuelva a ir tras ella. -Sonrió, pero era una sonrisa desprovista de calidez-. Pronto sabrán quién es. Tendrán sus datos y todo lo que ha hecho en los últimos veinte años. Por eso no hay que preocuparse.
– Vive aquí -dijo Kendra-. Conmigo. Con nosotros. Ha salido a buscarla. Se lo he pedido yo. Yo también la estaba buscando, pero Fabia quería verme, así que he vuelto a casa. Ness, ¿no les has dicho que era Dix?
– No estaba en condiciones de decir nada a nadie -dijo la agente Anyworth.
– Pero no pueden retener a Dix. No por hacer lo que le he pedido…
– Si ése es el caso, señora, todo se resolverá en su debido momento.
– ¿En su debido momento? Pero ¿está preso? ¿Está encerrado? ¿Le están interrogando? -«Van a pegarle si no responde», pensó, aunque no lo dijo. Así era la reputación de la comisaría. Un trato duro seguido de la excusa rutinaria: se dio con una puerta; se resbaló con las baldosas; se golpeó la maldita cabeza contra la puerta de la celda por motivos desconocidos, pero seguramente tiene claustrofobia. Kendra dijo-: Dios mío. -Y luego-: Oh, Ness. -Y nada más.
Fabia intervino. Se presentó y ofreció su tarjeta a los agentes. Trabajaba con la familia. Ella se haría responsable de Vanessa. La señora Osborne les había contado la verdad, por cierto. El hombre que había parecido que agredía a Vanessa sólo intentaba llevarla a casa con su tía. La situación era bastante compleja. ¿Los agentes deseaban seguir hablando de aquello…? Fabia señaló la mesa para indicar que podían sentarse sin ningún problema. Allí descansaban las carpetas que contenían los pasados, presentes y futuros de los niños, y una estaba abierta. La libreta de Fabia aún estaba en el suelo con los papeles esparcidos. Era todo muy oficial.
El agente King dio la vuelta a la tarjeta. Estaba saturado de trabajo y cansado y encantado de poder entregar a la adolescente muda a otros adultos responsables. Lanzó una mirada a la agente Anyworth, una señal con la que se comunicaron sin mediar palabra. Ella asintió. Él asintió. No sería necesario seguir hablando, dijo. Dejarían a la chica con su tía y con la asistente social, y si alguien quería pasar por la comisaría de Ladbroke Grove para identificar al hombre que había intentado meter por la fuerza a Ness en su coche, debería encargarse de hacerlo.
Para Kendra, el énfasis en la palabra «debería» subrayaba la urgencia de alejar a Dix de las garras de la Policía. Dijo «gracias, gracias» a los agentes. Se marcharon y el asunto pareció quedar zanjado.
Pero no lo estaba. Quizá la Policía de Ladbroke Grove no hubiera recibido noticias de la agresión a un adolescente en Meanwhile Gardens y de la búsqueda de la chica responsable, pero acabaría sabiéndolo. Aunque no hubiera sido así, y aunque nadie de Ladbroke Grove hubiera relacionado nunca los dos incidentes, ahora Fabia Bender tenía un deber que iba más allá de calmar las aguas turbulentas de aquel hogar.
– Tendré que llamar a la comisaría de Harrow Road -dijo, y sacó su móvil.
– No. ¿Por qué? No puede -dijo Kendra.
– Señora Osborne -dijo Fabia, el móvil apretado en la oreja-, sabe que no hay alternativa. En Harrow Road saben a quién están buscando. Tienen su nombre, su dirección y sus delitos pasados en los archivos. Si la dejo con usted -cosa que no puedo hacer y lo sabe-, el único resultado será prolongar lo inevitable. Ahora mi trabajo consiste en procurar que Ness avance sin complicaciones por el sistema. El suyo es sacar a Dix D'Court de la comisaría de Ladbroke Grove.
Joel profirió un lamento involuntario al oír aquello, y fue entonces cuando las dos mujeres por fin se fijaron en él. Kendra, que estaba destrozada, le dijo con severidad que volviera a su cuarto y se quedara allí hasta nuevo aviso. El niño miró a su hermana con angustia y subió corriendo las escaleras.
– Al menos deme tiempo para asearla -le dijo Kendra a Fabia.
– No puedo… Señora Osborne… Kendra -Fabia carraspeó. Era inevitable implicarse con las familias, pero al final siempre le salía caro. Odiaba decir lo que tenía que decir, pero siguió adelante-. Pruebas. -Fue la palabra que utilizó, y esperó que señalar a Ness y la sangre bastara para que Kendra comprendiera.
En cuanto a Ness, simplemente estaba allí. Agotada, acabada, tramando, preguntándose… A las dos mujeres les resultaba imposible saberlo. Lo que ambas sabían -de hecho, lo único que sabían- era que las esperanzas de Ness para el futuro inmediato se habían ido al traste.
Sacar a Dix de la comisaría de Policía de Ladbroke Grove no resultó fácil. Requirió varias horas de espera, consultas con un abogado de oficio a quien no le hacía demasiada gracia ayudarla, conversaciones con Fabia Bender por teléfono y comunicaciones con la Policía de Harrow Road. El coche, que estaba incautado, tardaría varios días más en librarse de la burocracia. Pero al menos Dix dejó de estar detenido, era libre de irse.
Nunca había tenido ningún trato con la Policía. Nunca le habían parado por una infracción de tráfico. Estaba temblando e intentaba no dejarse dominar por el odio o la necesidad de venganza. Para ello, tenía que respirar con calma e intentar recordar quién era antes de ver a una chica borracha en el pub Falcon, antes de que decidiera llevarla a su casa por su propia seguridad. Con eso había empezado todo: la preocupación por Ness. Le resultaba irónico pensar que también esa preocupación hubiera puesto fin a todo.
Esperó a estar de vuelta en Edenham Way para decírselo a Kendra. Una vez dentro de la casa, subió las escaleras hasta su habitación. Ella lo siguió y cerró la puerta.
– Dix, cariño -dijo con voz tierna. Pero también era una voz que siempre había servido de preludio del sexo, y Dix no podía enfrentarse al sexo, no quería sexo y estaba seguro de que Kendra tampoco. Se acercó a la puerta del cuarto y la abrió del todo.
– ¿Los chicos? -preguntó.
– En su habitación -dijo ella. Aquello significaba que los oirían si estaban escuchando, pero ya no parecía importar.
Dos de los cajones de la cómoda eran de él, y Dix los sacó con suavidad y vació su contenido sobre la cama. Fue al armario y cogió su ropa.
– No puedo hacerlo, Ken -dijo, aunque era totalmente innecesario.
Ella vio que sacaba una bolsa de deporte de debajo de la cama, la misma bolsa de deporte que había traído a la casa, colgada del hombro, y sonriendo, sonriendo, sonriendo con esperanza por lo que significaba -o mejor dicho, en realidad, por lo que él quería que significara- que estuviera yéndose a vivir con la mujer a la que quería. Luego, la había subido a esta habitación y la había tirado en un rincón porque había cosas más importantes que sacar la ropa y hacer sitio en los cajones y el armario. Esas cosas eran su mujer, amar a su mujer, demostrárselo, tomarla y saber como sólo puede saber un chico-hombre de veintitrés años que aquello era lo correcto, lo que tenía que ser, aquí y ahora.
Pero habían sucedido demasiadas cosas y entre todas esas cosas estaban Queensway, Ness y la Policía de Ladbroke Grove y cómo un hombre podía sentir que los pensamientos de los agentes le bañaban en una marea infecta cuyas aguas dejaron en él un hedor que cien mil duchas de agua hirviendo no podían eliminar.
– Dix, no es por ti -dijo Kendra cuando el hombre comenzó a guardar sus cosas en la bolsa de deporte-. No es culpa tuya. Nada. Le han pasado cosas. Así de enfadada ha estado. Se ha sentido traicionada. Abandonada. Tienes que darte cuenta, Dix. Por favor. A su padre lo matan en la calle, Dix. Su madre acaba en un manicomio. Mi madre le falla y yo le fallo luego. Era pequeña, Dix. El cabrón del novio de mi madre y sus asquerosos amigos se aprovecharon de ella. Le hicieron cosas. Se las hicieron una y otra vez y no lo contó porque tenía miedo. Hay que perdonarla por estallar como lo ha hecho al final. En Queensway. Contigo. Sea lo que sea lo que haya podido decirle a la Policía sobre ti. Hay una razón, y es horrible y sé que lo sabes. Sé que lo entiendes. Por favor.
Estaba suplicándole, pero ya no sentía la humillación de tener que suplicar. Era como una de esas gitanas que se ven de vez en cuando por la acera, un bebé en el pecho, una taza de cartón extendida para pedir unas monedas a los desconocidos. Una parte de ella -una mujer orgullosa que se había enfrentado sola a una vida difícil- insistía en que ya había dicho suficiente, que no necesitaban a Dix, que si quería marcharse, había que dejarle ir con una incisión quirúrgica rápida directa al corazón. Pero la otra parte -asustada y perdida durante tanto tiempo que ahogarse parecía el único futuro que tenía- sabía que lo necesitaba, aunque sólo fuera para representar el papel de hombre de la casa en una familia unida por la muerte, la locura y la desgracia.
– Esto no es lo que quiero, Ken, ¿lo entiendes? -dijo Dix al fin-. No es lo que quiero tener. Lo he intentado un tiempo, lo sabes, pero no puedo hacerlo.
– Sí puedes. Esto sólo ha pasado porque…
– No me escuchas, Ken. Ya no lo quiero.
– Te refieres a mí, ¿verdad? No me quieres a mí.
– Esto -dijo-. No puedo hacerlo, no lo haré, no quiero hacerlo. Pensaba que podría. Pensaba que sí. He visto que me equivocaba.
– Si los niños no estuvieran… -la impulsó a decir la desesperación.
– No. Tú no eres así. Y, de todos modos, no son los niños. Es todo. Porque yo quiero hijos. Familia. Hijos. Lo has sabido siempre.
– Entonces…
– Pero no así, Ken. No unos niños con los que tengo que dar marcha atrás, arreglarlos donde alguien se equivocó. No es lo que quiero. No así, en cualquier caso.
Lo que significaba, al parecer, que con otra mujer, con unos niños distintos, con circunstancias en las que pareciera haber ni que fuera un atisbo de esperanza, la situación y sus sentimientos respecto a esa situación serían distintos. Dix sería lo que la mujer quería, lo que los niños necesitaban y lo que la propia Kendra se había jurado que no necesitaba, deseaba o quería tener en su vida.
Y si ahora quería todo eso -el paquete completo, representado por la «presencia de un hombre» en su casa-, ¿era verdad que el deseo nacía más del pánico y el miedo que del amor verdadero? No era una pregunta que pudiera formularse ni que pudiera contestar ahora. Se vio reducida a observar mientras Dix metía sus cosas de cualquier manera en la bolsa de deporte. Se transformó en la clase de mujer que se retuerce las manos que habría despreciado si no fuera ella, una mujer que seguía a su hombre de la habitación al baño y le observaba -como si observara a los servicios de emergencia sacar un cadáver de un coche accidentado- mientras recogía los utensilios de afeitar y todas las lociones y aceites que utilizaba para mantener su cuerpo suave y brillante para las competiciones.
Cuando se dio la vuelta hacia Kendra, miró detrás de ella. Joel había salido del segundo cuarto, Toby justo detrás de él. Dix miró a los chicos, pero luego bajó la mirada, pues tenía que ocuparse de la bolsa de deporte. Cerró la cremallera. El sonido fue distinto a cuando la había abierto: ahora estaba llena, repleta hasta las costuras, pesada pero no tanto como para que un hombre con su fuerza tuviera problemas para llevarla. Se la colgó al hombro.
– Cuida de todo, chaval -le dijo a Joel-. Procura cuidar a Ken.
– Sí -dijo Joel. Su voz era apagada.
– Esto no es por ti, colega -le dijo Dix-. ¿Lo tienes claro? Es por todo, tío. Mucha mierda que no comprendes. Recuérdalo. No es por ti. Es por todo.
Y eso fue precisamente lo que recayó sobre los hombros de Joel en cuanto Dix D'Court los dejó: todo. Para funcionar, los hogares necesitaban estar dirigidos por un hombre y él era el único hombre que había para mantener a salvo a Toby y sacar a Ness del lío en el que se había metido.
Que este último reto fuera insalvable era algo que Joel no pensaba plantearse. «Intentó matarle», le dijo Hibah, ferozmente, cuando sus caminos se cruzaron cerca de Trellick Tower. «Yo estaba allí. Y también la mujer del centro infantil. Y unos veinte niños, quizá. Un cuchillo más grande y le habría matado. Esta loca, la tía esa. Lo va a pagar. La han encerrado y espero que tiren la llave.»
La esperanza descansaba en que Ness estuviera encerrada. Porque estar encerrada significaba la Policía, la Policía significaba la comisaría de Harrow Road, y la comisaría de Harrow Road significaba que aún existía una posibilidad de que lo que parecía ser parte del futuro de Ness no tuviera que ocurrir de forma necesaria. Aún había una forma de sacar a su hermana del atolladero, y Joel tenía acceso a ella.
De modo que vio el camino que debía tomar: uno que implicaba convertirse en un hombre del Cuchilla. Nada de simples tratos temporales para obtener un favor, sino un compromiso absoluto: demostrar formalmente al Cuchilla, de un modo que no dejara ni una sombra de duda en la mente de nadie, de a quién era leal Joel Campbell. Eso implicaba que debía esperar a que lo llamaran para actuar, lo que no fue fácil.
Cuando llegó el día, salía del colegio Holland Park y encontró a Cal Hancock esperándolo al final de Airlie Gardens, en la ruta que tomaría para coger el autobús. Estaba apoyado en el asiento de una motocicleta Triumph negra como el carbón, que, por un momento, Joel pensó que era suya. Iba muy abrigado para protegerse del húmedo frío de febrero; de los pies a la cabeza, su ropa combinaba con la Triumph: gorro de punto negro, chaquetón negro cerrado hasta el cuello, guantes negros, vaqueros negros, botas negras de suela gruesa. Su expresión era sombría, no estaba suavizada por la marihuana ni matizada por nada más. Eso y la vestimenta -tan distinta de arriba abajo, tan oculta de arriba abajo- le dijeron a Joel que por fin había llegado el momento.
– Andando, tío -dijo Cal. No dijo: «Es la hora»; ni, sin duda, tampoco: «Coge la pipa», porque Joel había recibido la orden de llevar el arma encima a todas horas, y la había obedecido a pesar del riesgo que corría.
– Primero tengo que ir a recoger a Toby al colegio, Cal -dijo automáticamente.
– No. Lo que tienes que hacer es venir conmigo.
– No sabe volver a casa solo, tío.
– No es problema mío y tuyo tampoco, seguro. Puede esperar allí. De todos modos, lo que vas a hacer no te llevará mucho tiempo.
– De acuerdo -dijo Joel, e intentó parecer sereno. Pero el miedo acudió a las palmas de sus manos, donde tuvo la sensación de que le colocaban trocitos de hielo.
– Dame la pipa -le dijo Cal.
Joel dejó la mochila en la acera. Miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie observaba el intercambio que iba a producirse, y cuando vio que no, desabrochó las hebillas y metió la mano hasta el fondo de la bolsa donde estaba la pistola, enrollada en una toalla. Cal la desenvolvió, comprobó el arma y luego la guardó en el bolsillo de su chaqueta. Tiró la toalla al suelo y dijo:
– Vamos. -Se puso a caminar calle arriba, en dirección a Holland Park Avenue.
– ¿Adónde? -dijo Joel.
– No tienes que preocuparte por adónde vamos -dijo Cal volviendo la cabeza.
Llevó a Joel calle arriba. Cuando llegaron a Holland Park Avenue, giró hacia el este. Iban en dirección a Portobello Road, pero en la esquina donde habrían girado para llegar allí, Cal no giró, sino que siguió recto. Joel caminó detrás de él hasta la estación de metro de Notting Hill, donde bajó las escaleras y recorrió el túnel hasta el vestíbulo donde se vendían los billetes. Compró dos en una máquina. Eran de ida y vuelta. Sin mirar a Joel, Cal se dirigió a los torniquetes que los llevarían a los trenes.
– Eh, tío. Espera -dijo Joel. Y cuando Cal no le esperó, sino que simplemente siguió avanzando sin detenerse, Joel lo alcanzó y dijo lacónicamente-: No voy a hacer nada en un metro. Ni de coña, tío.
– Lo harás donde te diga, tío -dijo Cal, que metió un billete en la rendija del torniquete, empujó a Joel para que pasara y luego le siguió.
Si no lo hubiera deducido antes, Joel habría entendido entonces que estaba con un Cal Hancock que no conocía. Ya no era el tipo tranquilo, colocado, que montaba guardia con indiferencia mientras el Cuchilla se tiraba a Arissa. Era el tío al que otros tíos veían cuando se pasaban de la raya. Sin duda, el Cuchilla también había escarmentado a Cal después del fracaso con la mujer pakistaní en Portobello Road. «O esta vez lo hace bien o me encargaré de ti, Calvin», le habría dicho el Cuchilla.
– Tío, ¿por qué sigues con él? -dijo Joel.
Cal no dijo nada. Simplemente caminó por los túneles hasta que salieron al andén repleto de trabajadores, compradores y colegiales que volvían a casa.
Cuando por fin se subieron al tren, Joel no tenía ni idea de en qué dirección viajaban. No había prestado atención a los carteles a la entrada del andén y no había leído el destino que parpadeaba en la parte delantera del tren cuando éste entró rugiendo en la estación, arrojó a los pasajeros y esperó a que embarcaran otros.
Se sentaron delante de una madre adolescente embarazada, que llevaba un bebé en un cochecito y cuidaba de un niño que no paraba de intentar subir por una de las barras del vagón. La chica no parecía mayor que Ness: su rostro carecía de expresión.
– No eres como él, tío -dijo Joel-. Puedes seguir tu propio camino si quieres.
– Cállate -dijo Cal.
Joel observó cómo el niño intentaba subir por la barra. El tren arrancó de la estación con una sacudida, el niño se cayó y pegó un grito, y su madre no le hizo ni caso. Joel insistió.
– Joder, colega. No te entiendo, Cal. Si esto sale mal -sea lo que sea-, nos hundimos los dos. Tienes que saberlo, ¿así que por qué no le has dicho al señor Stanley Hynds que se encargue él mismo de su trabajo sucio?
– ¿Sabes lo que significa «cállate»? ¿Eres estúpido o qué?
– Has sido artista desde siempre. Mereces algo mejor que esto. Puedes dibujar en serio si quieres e incluso intentar…
– ¡Calla la puta boca!
El niño los miró, los ojos muy abiertos. La joven madre los observó, su rostro transmitía una expresión atrapada entre el aburrimiento y la desesperación. Representaban un cuadro de consecuencias vitales: decisiones erróneas tomadas tercamente, una y otra vez.
Cal se volvió hacia Joel y dijo en voz baja y furibunda:
– Te avisé, ¿entendido? Lo que tenías, lo tiraste por la borda.
Entonces, algo en Cal cedió, a pesar de la ferocidad de sus palabras. Joel lo vio: por la forma en que se movió un músculo de su mejilla, como si masticara unas palabras adicionales para reprimirlas. En ese momento, Joel podía jurar que el artista de grafitis quería ser el Cal que era en realidad, pero le daba miedo adentrarse en ese terreno.
Tras alcanzar esta conclusión, Joel decidió que él y Cal eran socios en esta situación, y aquello le aportó algo de consuelo mientras se dirigían a toda velocidad hacia un destino desconocido y la gente subía y bajaba del tren cuando llegaban a las estaciones. Joel esperaba a que Cal se levantara y avanzara hacia las puertas. Esperaba a que le diera la señal de que esta o aquella persona que había entrado e iba con ellos en el vagón era a quien Joel tenía que atracar. No en el tren -ahora lo veía-, sino siguiéndola a una distancia prudencial cuando llegaran a una estación; cuando su objetivo inconsciente se bajara e iniciara el corto o largo paseo a casa.
Intentó adivinar quién sería: el tipo del turbante y zapatos de charol, cuya barba naranja con las raíces largas y grises hacía difícil no mirarle; los dos góticos con múltiples piercings en la cara que se subieron en High Street Kensington, se sentaron y, de inmediato, empezaron a succionarse ávidamente la lengua el uno al otro; la anciana del abrigo rosa sucio, que había liberado sus pies hinchados de unos zapatos zarrapastrosos. Y había otros, muchos otros, a quienes Joel examinó y de quienes se preguntó: «¿Será él, ella, aquí, dónde?».
Al fin, Cal se levantó, justo cuando el tren comenzó a detenerse una vez más. Se agarró a la barra que recorría el techo del vagón, se disculpó educadamente y se abrió paso hasta la puerta. Joel le siguió.
Podrían haber estado en cualquier parte de Londres, pues en las paredes del andén había los mismos anuncios enormes de películas, los mismos carteles de exposiciones de arte, los mismos pósteres instando a tomarse unas vacaciones soleadas en una playa soleada. Unas escaleras señalaban la salida más adelante, al fondo del andén y encima -en realidad, espaciadas a intervalos a lo largo del trayecto- colgaban las cámaras de seguridad omnipresentes en Londres, que documentaban todo lo que sucedía dentro de la estación.
Cal se apartó de los otros pasajeros. Sacó algo de su bolsillo. En un momento de locura que hizo que le sudaran las manos, Joel pensó que su acompañante quería que lo hiciera justo allí, en el andén, a plena vista de las cámaras. Pero en lugar de eso, Cal le puso algo blando en la mano y le dijo:
– Ponte esto. Mantén la cabeza agachada.
Era un gorro de punto negro, parecido al suyo.
Joel vio lo acertado de la prenda. Se cubrió el pelo rizado y anaranjado con él. Lo agradeció, y agradeció que la época del año le obligara a llevar un anorak oscuro que también oscurecía el uniforme del colegio. En cuanto acabaran el trabajo y estuvieran huyendo, era poco probable que el blanco fuera capaz de identificarlos.
Avanzaron por el andén. Cuando llegaron a las escaleras, Joel no pudo resistirse a alzar la vista, a pesar de la orden de Cal de mantener la cabeza agachada. Vio que había más cámaras en el techo, que recogían la imagen de cualquiera que subiera a la calle. Otra cámara más grababa encima de los torniquetes que daban entrada y salida a la estación. En realidad, había tantas cámaras de seguridad a su alrededor que a Joel se le ocurrió pensar que él y Cal se habían desplazado hasta un lugar realmente importante. Pensó en Buckingham Palace -aunque no sabía si había una estación de metro cerca de la residencia real- y en el Parlamento y en el lugar donde se guardaban las joyas de la Corona. Le pareció la única explicación para tantas cámaras.
Salieron de la estación al bullicio que reinaba fuera. Delante de ellos había una plaza flanqueada de árboles en la que, al fondo, Joel vislumbró el trasero de una estatua de una mujer desnuda, que vertía agua desde una urna a una fuente que tenía debajo. Los árboles pelados por el invierno eran como una procesión que conducía a esta fuente y, entre ellos, farolas de hierro negras con pantallas de cristal impolutas se alzaban junto a bancos de madera decorados con hierro forjado verde. Alrededor de la plaza, taxis negros esperaban en fila, tan relucientes que el sol de última hora del día se reflejaba en ellos, mientras autobuses y coches circulaban por las muchas calles que desembocaban en ella.
Aparte de en programas de televisión, Joel nunca había visto un lugar como aquél. Era un Londres que no conocía, y si Cal Hancock decidía abandonarle en algún lugar de este barrio, Joel vio que estaría perdido. Por lo tanto, no perdió el tiempo quedándose embobado o pensando incluso en qué hacían dos tipos como ellos en esta parte de la ciudad donde desentonaban como pasas en un arroz con leche, sino que aceleró el paso para no quedarse atrás.
El grafitero caminaba a grandes zancadas por la derecha de una acera mucho más abarrotada que cualquiera que Joel hubiera visto nunca en North Kensington, a excepción de los días de mercado. Por todas partes, los compradores corrían con bolsas elegantes, algunos se metían en la estación de metro y otros entraban en un café de grandes ventanales con un toldo color burdeos con letras doradas: «Oriel. Grand Brasserie de la Place». Al pasar por delante, Joel vio al otro lado de los ventanales un carrito lleno de pasteles. Camareros con chaqueta blanca llevaban bandejas de plata. Se movían entre las mesas, donde hombres y mujeres con ropa fina fumaban, hablaban y bebían de tazas minúsculas. Algunos estaban solos, pero hablaban por el móvil, con la cabeza agachada para proteger sus conversaciones privadas.
Joel iba a decir: «¡Joder! ¿Qué hacemos aquí, colega?», cuando Cal llegó a una esquina y giró.
De repente, el ambiente cambió. Había algunas tiendas cerca de la plaza -Joel vio el reflejo de una cubertería en un escaparate, muebles modernos en otro, elaborados centros de flores en un tercero-, pero, a menos de veinte metros de la esquina, surgió una hilera de elegantes casas adosadas. No se parecían en nada a las casas adosadas lúgubres a las que Joel estaba acostumbrado. Eran resplandecientes, de los tejados a las ventanas de los sótanos. Detrás de ellas se elevaba un bloque de pisos, lleno de jardineras con pensamientos relucientes y grandes guirnaldas verdes de hiedras lustrosas.
Aunque aquel lugar también era totalmente distinto a lo que Joel estaba acostumbrado, respiró con mayor tranquilidad, fuera de la vista de tantas personas. Si bien ninguna parecía haberse fijado en él, seguía siendo cierto que él y Cal eran elementos extraños en ese lugar.
Tras caminar una corta distancia, Cal cruzó la calle. Más casas adosadas aparecieron a continuación de un largo bloque de pisos, todas pintadas de blanco -un blanco puro y absolutamente inmaculado- y con las puertas negras. Aquellos edificios tenían sótanos con ventanas visibles desde la acera, y Joel miró dentro mientras pasaban. Vio cocinas impolutas con encimeras de piedra. Vio el destello del cromo y estantes abiertos con vajilla de colores vivos. Fuera, también vio rejas de seguridad bien hechas, que impedían el paso a los ladrones.
Llegaron a otra esquina, y Cal volvió a girar. Aquí entraron en una calle en la que reinaba un silencio sepulcral. Joel pensó que aquel lugar era como el plató de una película que esperaba a que aparecieran los actores. A diferencia de North Kensington, aquí no había radiocasetes con música atronadora ni voces de discusiones a gritos. En una calle lejana, pasó un coche, pero eso fue todo.
Dejaron atrás un pub, el único local comercial de la calle, y también era una fotografía, como todo lo demás. Grabados de bosques cubrían las ventanas. Brillaban luces de color ámbar. La puerta robusta estaba cerrada al frío.
Después del pub, el resto de la calle estaba flanqueada de casas elegantes: otra hilera de casas adosadas, pero éstas de color crema, en lugar de blancas. Sin embargo, otra serie de puertas negras perfectas y brillantes daban acceso a estos lugares; verjas de hierro forjado recorrían la parte delantera, marcando los sótanos, abajo, y los balcones, arriba. Tenían macetas, tiestos, hiedras que caían hacia la calle; las alarmas de seguridad en la parte superior de las viviendas ahuyentaban a los intrusos.
En otra esquina más, Cal volvió a girar, lo que hizo que Joel se preguntara cómo iban a encontrar la salida de aquel laberinto cuando hubieran hecho lo que habían ido a hacer. Pero aquella esquina conducía a un pasaje por el que sólo cabía un coche, un túnel que se adentraba entre dos edificios, cegadoramente blanco y quirúrgicamente limpio, como todo lo demás en esta zona. Joel vio un cartel que decía «Grosvenor Cottages», y vio que detrás del túnel una hilera de casitas bordeaba una calle estrecha de adoquines. Pero la calle se transformaba deprisa en un sendero serpenteante, y el sendero sólo conducía a un jardín minúsculo en el que sólo un estúpido intentaría esconderse. Al final de este jardín, se alzaba un muro de ladrillo de unos dos metros y medio. No había adonde ir. No había nada más. Había una entrada. No había salida.
A Joel le entró el pánico al pensar que Cal quería que se enfrentara a alguien aquí. Con sólo una vía de escape si las cosas iban mal, se le ocurrió que bien podía apuntarse a sí mismo con la pistola y pegarse un tiro en el pie, porque sería altamente improbable que fuera a ninguna parte después de hacer lo que querían que hiciera.
Sin embargo, Cal no se aventuró más de metro y medio en el túnel.
– Ahora -le dijo a Joel.
– Ahora qué, tío -dijo Joel, confuso.
– Ahora esperamos.
– Cal, no voy a hacer nada en este callejón.
Cal le lanzó una mirada.
– La cuestión, tío, es que tú harás lo que yo te diga cuando te lo diga -dijo-. ¿Aún no te has enterado?
Dicho esto, se apoyó en la pared del túnel, justo después de una verja abierta para dejar pasar a coches y transeúntes a las inmediaciones de las casitas. Entonces, su rostro se relajó un poco y le dijo a Joel:
– Aquí estás a salvo, colega. En esta zona de la ciudad nadie está en guardia. ¿La primera persona que aparezca…? -Se dio una palmadita en el bolsillo donde tenía el arma. Ese gesto -y la pistola- completaron su pensamiento.
A pesar de las palabras tranquilizadoras de Cal, Joel comenzó a sentirse mareado. Sin quererlo, pensó en Toby, que estaría esperando pacientemente a que lo fueran a buscar al colegio, seguro de que su hermano aparecería a tiempo porque, por lo general, Joel aparecía a tiempo. Pensó en Kendra, que estaría limpiando el polvo de las estanterías de la tienda benéfica u ordenando la mercancía, creyendo que, aunque ahora sucediera algo que trastocara el mundo, iba a poder confiar en que Joel fuera el hombre que toda casa necesitaba. Pensó en Ness, encerrada; y en su madre, encerrada; y en su padre, muerto, que no regresaría jamás. Pero aquellos pensamientos hicieron que la cabeza le diera vueltas, así que intentó dejar de pensar, lo que provocó que se acordarse de Ivan, de Neal Wyatt, del Cuchilla.
Joel se preguntó qué podría hacerle el Cuchilla si se marchaba y le decía a Cal «Ni de coña, tío», y volvía a la estación de metro, donde mendigaría el dinero suficiente para comprarse un billete y regresar a casa. ¿Qué haría el Cuchilla? ¿Matarle? No parecía probable, puesto que incluso él fijaría el límite en matar a un niño de doce años, ¿verdad? El problema, sin embargo, era que desafiar al Cuchilla ahora también implicaba faltarle al respeto, lo cual convertía a Joel en el blanco legítimo de algún tipo de disciplina aplicada por el propio Cuchilla, por Cal o por cualquiera que deseara caerle en gracia al señor Stanley Hynds. Y eso, concluyó Joel, con gravedad, era exactamente lo que no necesitaba en estos momentos: una banda de aspirantes a gánsteres a la caza de una oportunidad de escarmentarle a él o a su familia con armas, navajas, porras o puños.
Le diera las vueltas que le diera, Joel estaba atrapado. Su única esperanza era pasarse la vida huyendo, no regresar nunca a North Kensington, no estar nunca disponible para su hermano, no estar nunca a disposición de su tía. Podía hacerlo, pensó, o podía quedarse donde estaba y esperar a que Cal le indicara que debía actuar.
– Aquí, tío -dijo Cal, de repente.
Joel despertó. No veía nada cerca del túnel y nadie había salido de ninguna de las casas de la pequeña calle adoquinada. Sin embargo, Cal había sacado la pistola del bolsillo de la chaqueta. La presionó con firmeza en la mano de Joel y entornó sus dedos alrededor. Para el chico fue como sostener una de las pesas de veinte kilos de Dix. Quiso dejarla caer al suelo desesperadamente.
– ¿Qué…? -dijo Joel, y entonces oyó el sonido enérgico de la puerta de un coche cerrándose en algún lugar más adelante, fuera en la calle. Oyó que una mujer decía:
– Madre santísima, ¿en qué estaría pensando cuando me he puesto estos zapatos horrendos? Y para ir a comprar, nada menos. ¿Por qué no me lo has impedido, Deborah? Como poco, una buena amiga me habría salvado de mis peores inclinaciones. ¿Podrías aparcar el coche tú, por favor?
Otra mujer se rió.
– ¿Lo llevo al garaje? Sí que pareces agotada.
– Me has leído el pensamiento. Gracias. Pero primero, descarguemos… -Su voz apenas fue perceptible por un momento; luego dijo-: Santo Cielo, ¿tienes idea de cómo abrir el maletero? He pulsado unos de estos aparatitos, pero… ¿Está abierto, Deborah? ¿Ya? Señor, soy un desastre con el coche de Tommy. Ah, sí. Parece que lo hemos logrado.
Joel se arriesgó a mirar. Vio a dos mujeres blancas, unas tres casas más allá; estaban sacando lo que parecían un millón de bolsas elegantes del maletero de un estiloso coche plateado. Llevaron varias a la vez a la puerta de una de las casas y regresaron a por más.
Cuando acabaron de vaciar el maletero, una de las mujeres -una pelirroja que lucía un abrigo color aceituna y una boina a juego- abrió la puerta del conductor. Antes de subirse, dijo:
– Lo meteré en el garaje. Tú ve y quítate los zapatos.
– ¿Un té?
– Estupendo. Ahora vuelvo.
– Ten cuidado con el coche de Tommy. Ya sabes cómo es.
– Lo sé.
Arrancó el motor -casi no hizo ruido- y condujo el coche despacio por delante del túnel, donde Joel y Cal esperaban. Al no estar familiarizada con el vehículo, iba concentrada totalmente en la calle que tenía delante, las manos en la parte de arriba del volante como alguien decidido a llegar del punto A al punto B sin el menor desperfecto. No miró ni una sola vez en la dirección en la que estaban Joel y Cal. Un poco más abajo, dobló a la izquierda en una caballeriza y la perdieron de vista.
– Ahora, tío -dijo Cal, y le sacudió el brazo.
Avanzó hacia la acera y hacia la otra mujer, que seguía en los escalones de la casa. Estaba rodeada de sus compras y buscaba en un bolso de piel las llaves de la puerta. Su corta melena lisa y oscura ocultaba una mitad de su cara y, mientras Joel y Cal se acercaban, se puso el pelo detrás de la oreja y dejó al descubierto sus pendientes. Eran unos aros dorados, con un grabado delicado. Llevaba un gran diamante en el dedo anular.
Levantó la cabeza, al oír algo, y tal vez ese algo fueran unos desconocidos que se aproximaban, aunque obviamente no sabía que eran unos desconocidos y que el peligro acechaba:
– No encuentro las dichosas llaves. Como siempre, no tengo remedio. Tendremos que usar las de Tommy si… -Vio a Joel y a Cal y se sobresaltó. A continuación, soltó una carcajada suave y afectada-. Señor -dijo-. Lo siento. Me habéis asustado. -Y luego, con una sonrisa, añadió-: Hola. ¿Puedo ayudaros? ¿Os habéis perdido? ¿Necesitáis…?
– Ahora -dijo Cal.
Joel se quedó paralizado. No podía hacer nada. Decir nada. Moverse. Hablar. Susurrar. Gritar. Era muy hermosa. Tenía los ojos oscuros y cálidos. Tenía una cara amable. Tenía una sonrisa tierna. Tenía la piel suave y sus labios parecían suaves. Miró a Cal y luego a él, y otra vez a Cal y luego a él, y ni siquiera vio lo que llevaba en la mano. Por lo tanto, no sabía lo que estaba a punto de pasar. Así que Joel no pudo. Ni aquí ni ahora ni nunca, pasara lo que le pasara a él o a su familia como consecuencia.
– Mierda. Mierda -murmuró Cal, y luego-: Joder, tío, hazlo, coño.
Fue entonces cuando la mujer vio el arma. Miró de la pistola a Joel. Miró de Joel a Cal. Palideció mientras el arma cambiaba de manos cuando la cogió Cal.
– Oh, Dios mío -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
Fue entonces cuando Cal disparó.
Disparó, pensó Joel. Apretó el gatillo. Ni una palabra sobre entregarle el bolso. Ni una palabra sobre el dinero, los pendientes, el diamante. Sólo el sonido único de un único disparo, que resonó entre las casas altas a cada lado de la calle mientras la mujer se desplomaba entre sus compras y decía: «Oh». Luego se quedó callada.
El propio Joel profirió un grito ahogado, pero eso fue todo, porque Cal lo agarró y los dos salieron corriendo. No volvieron por donde habían venido, pues, sin hablar, discutir o elaborar un plan, los dos sabían que la mujer pelirroja había llevado el coche hacia allí y, sin duda, aparecería por las caballerizas de un momento a otro y los vería. Así que corrieron hacia otra esquina de la calle y la doblaron. Pero Cal dijo:
– ¡Mierda! ¡Joder! ¡Mierda! -Porque caminando hacia ellos a lo lejos había una anciana paseando a su corgi renqueante.
Cal se metió deprisa en una abertura a la izquierda. Resultó ser una caballeriza. La siguió, pues describía una curva pronunciada a la derecha, donde había una hilera de casas. Pero era una calle sin salida. Estaban atrapados, como ciegos perdidos en un laberinto.
– ¿Qué vamos a…? -empezó a preguntar Joel, aterrorizado, pero no logró decir más porque Cal lo empujó hacia el camino que acababan de dejar.
Justo antes de la curva pronunciada de las caballerizas, un muro alto de ladrillo señalaba el límite del jardín de una casa de otra calle. Ni siquiera a toda velocidad y alentados por el terror de ser vistos o atrapados, podrían haber esperado saltar la pared. Pero, afortunadamente, un Range Rover -tan comunes en esta parte de la ciudad- aparcado junto al muro proporcionó a Cal y a Joel lo que necesitaban. Cal saltó al capó y de allí subió a lo alto de la pared. Joel le siguió, mientras Cal se dejaba caer al otro lado.
Aterrizaron en un jardín agradablemente abandonado y se dirigieron a la otra punta. Atravesaron un seto bajo y tiraron una pila para pájaros; era de cobre y estaba vacía. Se encontraron de frente con otro muro de ladrillo. Éste no era tan alto como el primero. Cal pudo subirse a él con facilidad. Joel tuvo más problemas. Lo intentó una vez, luego otra.
– ¡Cal! ¡Cal! -dijo, y el artista extendió la mano, lo agarró del anorak y lo aupó.
Un segundo jardín muy parecido al primero. Una casa a la izquierda con ventanas tapadas. Un sendero de ladrillos que cruzaba el césped conducía a una pared. Una mesa y unas sillas debajo de un cenador. Un triciclo al lado.
Cal saltó al muro lejano. Se agarró a él. Cayó. Volvió a saltar. Joel lo cogió de las piernas y lo empujó hacia arriba. Cal se dio la vuelta y tiró de Joel. El chico apoyó los pies en la pared, pero no logró auparse. Se oyó el sonido de su anorak desgarrándose y soltó un grito de pánico. Empezó a deslizarse hacia abajo. Cal volvió a cogerle, por donde pudo. Brazo, hombros, cabeza. Le dio un golpe al gorro de punto de Joel y lo tiró al suelo, al jardín del que venían.
– ¡Cal! -gritó Joel.
Cal le levantó.
– Da igual -murmuró.
Dejaron el gorro ahí.
No dijeron nada más porque no hacía falta. Lo único que necesitaban era escapar. No había tiempo para que Joel cuestionara lo que había sucedido. Sólo pensó: «La pistola se ha disparado, se ha disparado y punto», e intentó no pensar en nada más. Ni en la cara de la mujer ni en su único «Oh»; tampoco en la imagen, ni en el sonido ni, evidentemente, en lo que sabía. Su expresión había pasado de sobresaltada a amable y agradable, y después a aterrada. Todo en menos de quince segundos, todo en el tiempo que tardó en ver, en darse cuenta y en intentar escapar.
Y luego estaba el arma. La bala del arma. El olor y el sonido. El fogonazo de la pistola y el cuerpo cayendo. Al desplomarse sobre las bolsas, la mujer se había golpeado la cabeza contra la verja de hierro forjado que recorría el peldaño superior a cuadros blancos y negros. Era rica, muy rica. Tenía que ser rica. Tenía un coche elegante en un barrio elegante lleno de casas elegantes, y le habían pegado un tiro, un tiro, un tiro a una señora blanca rica -elegante hasta la médula- junto a la puerta de su casa.
Otro jardín apareció delante de ellos: parecía un huerto en miniatura. Lo cruzaron a toda velocidad, hacia el lado opuesto, donde otro jardín constituía un tormento de arbustos, setos, matas y árboles que habían dejado crecer salvajemente. Delante de él, Joel vio a Cal, que se subía al siguiente muro. Arriba, movió el brazo frenéticamente para que el chico se diera más prisa. Joel respiraba con dificultad y notaba el pecho agarrotado. Tenía la cara empapada. Se pasó el brazo por la frente.
– No puedo… -dijo.
– No me jodas. Vamos, tío. Tenemos que largarnos de aquí.
Así que saltaron y cruzaron tambaleándose el jardín número cinco, donde descansaron un momento, jadeando. Joel se quedó escuchando, para ver si oía el sonido de sirenas, gritos, chillidos, o lo que fuera, procedentes del lugar del que se alejaban, pero todo estaba en silencio, lo que parecía buena señal.
– ¿La Poli? -preguntó, respirando entrecortadamente.
– Oh, ya vendrá. -Cal se apartó del muro y retrocedió un paso. Subió. Una pierna a un lado; la otra, al otro. Luego miró el siguiente jardín y pronunció una sola palabra-: Mierda.
– ¿Qué? -preguntó Joel.
Cal lo aupó. Joel se sentó a horcajadas en el muro. Vio que habían llegado al final de la hilera. Era el último jardín, pero no tenía un muro que al otro lado diera a una calle o a una caballeriza, sino que una inmensa pared externa de un edificio viejo y grande -de ladrillo, como todo lo que se habían encontrado- servía como límite lejano para este último jardín. La única forma de entrar o salir del césped y de los arbustos era a través de la casa a la que pertenecía.
Joel y Cal saltaron abajo. Dedicaron un momento a evaluar los alrededores. Las ventanas de la casa tenían barrotes de seguridad, pero unos estaban apartados a un lado, lo que sugería negligencia o que alguien estaba en casa. No importaba. No tenían alternativa. Cal fue primero. Joel le siguió.
En una terraza, que estaba delante de la puerta trasera, había un grupo de plantas, matas frondosas en macetas de arcilla cubiertas de líquenes. Cal cogió una y avanzó hacia la ventana sin barrotes. La lanzó, metió la mano dentro, entre los cristales rotos, y abrió un pestillo insignificante. Saltó dentro. Joel le siguió. Se encontraron en una especie de despacho doméstico. Aterrizaron en el escritorio, donde volcaron el terminal de un ordenador que ya estaba cubierto de tierra, cristales rotos y la mayoría de las matas que habían caído del tiesto.
Cal fue hacia la puerta y aparecieron en un pasillo. Se dirigieron a la parte delantera de la casa. No era una vivienda grande. Pudieron ver la puerta que conducía a la calle -una pequeña ventana ovalada en ella les prometía la bendita fuga-, pero antes de alcanzarla, alguien bajó corriendo las escaleras a la izquierda.
Era una mujer joven, la au pair de la familia. Parecía española, italiana, griega. Llevaba un desatascador como arma y cargó contra ellos, gritando como un misil termodirigido, con el desatascador levantado.
– ¡Mierda! -gritó Cal.
Esquivó el golpe y la empujó a un lado. Se dirigió hacia la puerta. A la mujer se le cayó el desatascador, pero recuperó el equilibrio. Agarró a Joel cuando el chico intentó pasar. Gritaba palabras ininteligibles, pero su significado estaba perfectamente claro. Se aferró a él como una sanguijuela. Alargó las manos hacia su cara, los dedos como zarpas.
Joel forcejeó con ella. Le dio patadas en las piernas, en los tobillos, en las espinillas. Agitó la cabeza para evitar las uñas con las que pensaba marcarle. La mujer fue a por su pelo. Lo agarró: un pelo que era como una señal luminosa; un pelo que nadie olvidaría nunca.
Los ojos de Joel se encontraron con los de ella. Para él fue terrorífico, pero pensó: «Tienes que morir, zorra». Esperó a que Cal le disparara como había disparado a la mujer morena. Pero en lugar de eso escuchó el golpe que dio la puerta al abrirse y chocar contra la pared. La chica le soltó en ese mismo momento. Joel salió corriendo detrás de Cal, a la calle.
– Cal. Tenemos que liquidarla, tío -dijo jadeando-. Ha visto… Puede…
– No puedo, colega -dijo Cal-. No tengo el arma. Vamos. -Comenzó a caminar deprisa calle arriba. Ahora no corría, no quería llamar la atención.
Joel lo alcanzó.
– ¿Qué? -dijo-. ¿Qué? ¿Dónde…?
Cal andaba deprisa.
– La he tirado, tío. En uno de los jardines.
– Pero van a saber… La has tocado…
– Tranqui. No te preocupes por esa mierda. -Cal levantó las manos. Aún llevaba los guantes que se había puesto para ir a recoger a Joel al colegio Holland Park, un tiempo que al chico le pareció que pertenecía a otra vida.
– Pero el Cuchilla va a… Y, de todos modos, yo… -Joel miró a Cal. La mente le iba a una velocidad endemoniada; no era, bajo ningún concepto, un niño estúpido-. Oh, mierda -susurró-. Oh, mierda, mierda.
La mano enguantada de Cal le empujó hacia la calle. Aquí no había acera, sólo adoquines y calzada.
– ¿Qué? -dijo Cal-. No podemos volver. Tú camina y estate tranquilo. Vamos a salir de ésta. Diez minutos v este lugar estará lleno de pasma, ¿entiendes? Ahora larguémonos, joder.
– Pero…
Cal continuó caminando, la cabeza agachada, la barbilla pegada al pecho, y Joel le siguió a trompicones, las imágenes le aporreaban la cabeza. Eran como fotogramas de una película. Iban hacia delante y hacia atrás sin ningún orden en particular: la mujer sonriendo mientras decía: «¿Os habéis perdido?». Su risa breve antes de comprender. El brazo de Cal levantado. El renqueo del corgi. La pila para pájaros de cobre. Un acebo enganchado a su anorak.
No sabía dónde se encontraban. Vio que era una calle más estrecha que las otras en las que habían estado, y si hubiera entendido la arquitectura de esta parte de la ciudad, Joel habría reconocido que eran unas viejas caballerizas, cuyos establos habían sido transformados, hacía ya tiempo, en casas, situadas detrás de las residencias mucho más espléndidas, que habían protegido caballos y carruajes en su día. A su izquierda, había edificios de ladrillo con fachadas sencillas, a los que pertenecían los jardines traseros que habían atravesado. Tenían tres pisos de altura y eran todos idénticos: un único peldaño conducía a una puerta de madera con una sencilla piedra en forma de V encima. Unos centímetros de granito servían de entrada. Las puertas de los garajes eran de madera, pintadas de blanco. A su derecha, la imagen era prácticamente la misma, pero también había negocios a lo largo de la calle: la consulta de un médico, el despacho de un abogado, un taller de reparación. Y luego más casas.
– Mantén la cabeza agachada, chaval -dijo Cal lacónicamente, pero por una confusión desafortunada, Joel hizo justo lo contrario.
Vio que pasaban por delante de la mayor casa de la ruta, señalada con balizas negras con grandes cadenas de hierro para mantener alejados a los coches de la parte delantera del edificio. Pero había algo más, y levantó la cabeza hacia allí. Una cámara de seguridad estaba instalada justo encima de una ventana en el primer piso.
Se quedó sin aliento y agachó la cabeza. Cal lo agarró del anorak una vez y tiró de él hacia delante. Caminaron deprisa hasta el final de la calle.
La primera sirena sonó entonces, ululando en la distancia justo en el momento en que Joel vio que, delante de ellos, la calle en la que se encontraban se bifurcaba en dos calles más. Aquí los edificios surgían como vedettes, distintos a los otros por los que habían pasado. Aparte de los bloques de pisos de North Kensington, eran las mayores estructuras que había visto en su vida, pero no se parecían en nada a los edificios de apartamentos a los que estaba acostumbrado. Estaban hechos de ladrillos de color pardo oscuro -aquí no había el ladrillo amarillo sucio de Londres- y decorados con ventanas emplomadas con molduras blancas como perlas. Cientos y cientos de chimeneas de formas elegantes surgían de los tejados. Joel y Cal eran como hormigas aquí, atrapadas en el cañón que formaban estas estructuras.
– Por aquí, colega -dijo Cal, y de manera asombrosa para Joel, comenzó a caminar en dirección a las sirenas.
– ¡Cal! ¡No! ¡No podemos! -gritó Joel-. Ellos… Van a… Si ven… -Y se quedó clavado.
– Vamos, tío -dijo Cal girando la cabeza-. O quédate aquí y acabarás explicándole a la pasma qué hacías por este barrio.
Entonces otra sirena profirió su advertencia de dos tonos, a varias calles de distancia. Joel pensó que si caminaban… Si parecían dos tipos que tenían negocios en la zona… Si parecían turistas -aunque era una idea ridícula- o drogatas que vendían el Big Issue… O estudiantes extranjeros… O lo que fuera… O ¿qué…?
Pero seguía estando la au pair, la del desatascador. Habría corrido al teléfono, se percató Joel, y sus manos temblorosas ya habrían marcado los tres números, que era todo lo que hacía falta para alertar a la Policía. Habría dado su dirección a voz en grito. Se habría explicado y la pasma llegaría, porque aquélla era una parte fina de la ciudad, adonde la Poli acudía corriendo cuando pasaba algo.
¿Dónde estaban, entonces?, se preguntó Joel. ¿Dónde estaban?
Balcones de hierro forjado parecían aparecer por todas partes encima de él. Nada de bicicletas oxidadas en ellos, nada de muebles quemados delante de las puertas para que se pudrieran con las inclemencias del tiempo. Nada de tendederos de colada mugrienta. Sólo flores de invierno. Sólo arbustos podados con formas de animales. Sólo cortinas gruesas y elegantes que colgaban bajas sobre las ventanas. Y esas chimeneas alineadas como soldados, rango a rango a lo largo de los tejados, recortando sus formas en el cielo gris: globos y escudos, teteras y dragones. ¿Quién iba a pensar que podía haber tantas chimeneas?
Cal se había detenido en la esquina de otra calle más. Miró a izquierda y derecha, un acto que servía para evaluar dónde estaban y hacia dónde podían ir. Delante de él había un edificio distinto a los que habían visto hasta ahora: era de acero gris y hormigón, interrumpido por cristales. Se parecía más a lo que estaban acostumbrados a ver en su parte de la ciudad, aunque era más nuevo, fresco y limpio.
Cuando Joel alcanzó a Cal, le quedó claro que aquí no estaban a salvo. Gente con bolsas salía de las tiendas, y las tiendas ofrecían abrigos con cuellos de pieles, ropa de cama planchada, frascos de perfume, pastillas de jabón elegantes. Una tienda de alimentación exhibía naranjas que descansaban individualmente en papeles verdes, y un puesto de flores cercano ofrecía cubos de tallos de todos los colores imaginables.
Era distinguido. Era dinero. Joel quería correr en dirección opuesta. Pero Cal se detuvo y miró el letrero del escaparate de la pastelería. Se ajustó el gorro de punto, bajándoselo, y se subió el cuello del chaquetón.
Más adelante sonaron dos sirenas más. Un hombre blanco corpulento salió de la pastelería, con una caja para tartas en las manos.
– ¿Qué pasa? -dijo.
Cal se giró hacia Joel.
– Vamos a ver, tío -dijo, y pasó por delante del hombre blanco con un educado «Disculpe», mientras avanzaban.
A Joel le pareció de locos, ya que ahora Cal se había puesto a andar directamente hacia las sirenas. Mientras caminaba al lado del grafitero, dijo con cierta indignación:
– No podemos. ¡No podemos! Cal, tenemos que…
– Tío, no tenemos elección, a menos que se te ocurra algo. -Cal señaló con la cabeza el ruido-. El metro esta por ahí y tenemos que salir de aquí, ¿entiendes lo que te digo? Tú estate tranquilo. Aparenta curiosidad. Como todos los demás.
La mirada de Joel siguió automáticamente el camino que había indicado Cal con la cabeza. Entonces vio que tenía razón. A lo lejos, distinguió la silueta de la mujer desnuda que vertía agua en la fuente, sólo que esta vez la veía desde un ángulo distinto. Así que se dio cuenta de que se acercaban a la plaza a la que habían salido desde el metro. Estaban a cinco minutos o menos de poder escapar de la zona.
Respiró hondo algunas veces. Necesitaba aparentar que sentía curiosidad por lo que estaba sucediendo, pero nada más.
– Vale. Vamos, pues -dijo Joel.
– Tú tranquilo -contestó Cal.
Caminaron a paso normal. Cuando llegaron a la esquina, sonó otra sirena más y pasó un coche patrulla. Entraron en la plaza. Les pareció que cientos de personas pululaban por las aceras que marcaban el perímetro. Habían salido de los cafés. Dudaban en la entrada de bancos, librerías y grandes almacenes. Estaban tan inmóviles como la mujer de bronce en el centro de la fuente: Venus mirando con ternura una sustancia preservadora de la vida que vertía eternamente de su urna.
Un coche de bomberos entró rugiendo en la plaza. Otro coche patrulla lo seguía. Las voces comentaban: ¿una bomba? ¿Terroristas? ¿Disturbios? ¿Un atraco a mano armada? ¿Una manifestación descontrolada?
Joel escuchó todo esto mientras él y Cal se abrían paso entre la multitud. Nadie habló de asesinato o de delincuencia callejera, de un robo que se había torcido. Nadie.
Mientras cruzaban al centro de la plaza y se dirigían en diagonal hacia la estación, una ambulancia chilló desde el sur, la sirena ululaba y las luces del techo giraban. La ambulancia fue lo que al final dio cierta esperanza a Joel, porque una ambulancia significaba que, en realidad, Cal no había matado a la mujer cuando el arma se había disparado.
Joel sólo esperaba que, al caer, no se hubiera hecho demasiado daño al golpearse con la verja de hierro forjado.