Capítulo 28

En la sala de interrogatorios, esta vez las cosas eran distintas. Joel comprendió que estaba en una encrucijada. Al principio, ni siquiera le interrogó nadie. Estuvo horas sentado, a veces con el sargento Starr, a veces con Fabia Bender, a veces con una mujer policía a quien los otros dos llamaban Sherry. La abogada de oficio, aquella rubia de pelo greñudo no estaba -«Yo te defenderé cuando llegue el momento», le había dicho Fabia a Joel-, pero la grabadora enorme y de aspecto indudablemente oficial estaba siempre allí, esperando a que la encendieran. Sin embargo, nadie pulsó el botón pertinente y nadie dijo nada. Ni una palabra, sino que entraban y salían y se quedaban sentados en silencio. Joel se dijo que estaban esperando a que algo o alguien se uniera a ellos, pero su silencio le ponía nervioso y le debilitaba los huesos.

Ya se había percatado de que era probable que la situación en la que se encontraba -allí sentado en la sala de interrogatorios- se desarrollara de un modo muy distinto a su anterior visita a la comisaría de Harrow Road. Llegó a esa conclusión gracias al último cruce de palabras con el Cuchilla. Entonces, por fin juntó las piezas y se vio como lo que había sido desde hacía tiempo y sin saberlo: un actor en un drama de venganza. Era un drama cuyo argumento no comprendió hasta su conversación con Stanley Hynds, mientras Neal Wyatt pululaba cerca, sin duda esperando a recoger más recompensas, un pago por lo que había logrado conseguir a instancias del Cuchilla.

En aquellos precisos momentos, Joel veía los detalles sólo de manera imperfecta. Algunas cosas las sabía seguro; otras únicamente las intuía.

Un gran espejo colgaba en la pared enfrente de la mesa a la que estaba sentado. Joel dedujo rápida y correctamente que era un espejo de dos direcciones, había visto ese tipo de cosas en las series policiacas de la televisión. Suponía que había entrado y salido gente al otro lado, examinándole y esperando a que diera algún indicio que le señalara como culpable, así que intentó por todos los medios no proporcionárselo, aunque no estaba seguro de cómo hacerlo.

Imaginaba que intentaban desestabilizarle con la espera y el silencio. No era exactamente lo que había esperado, así que empleó el tiempo para estudiarse las manos. Estaban libres de las esposas y se frotó las muñecas, porque aunque no tenía marcas, aún notaba la presión y las rozaduras, a través de la piel y hasta los huesos. Le habían prometido un sándwich y le habían dado una Coca-Cola. La rodeó con los dedos y trató de pensar en algo agradable, en lo que fuera menos en dónde estaba y en lo que seguramente iba a pasar después. Pero no lo logró. Así que reflexionó sobre preguntas y respuestas.

¿Qué tenían en su contra?, se preguntó. Una imagen de vídeo y nada más. Y un retrato robot que no encajaba con él.

¿Y qué significaban una imagen de vídeo y un retrato robot? Que alguien que se parecía vagamente a Joel Campbell había estado caminando por una calle no muy lejos del lugar en Belgravia donde habían disparado a una mujer blanca.

Eso era todo. Toda la historia. De principio a fin. Sin términos medios.

Sin embargo, en el fondo, Joel sabía que había más. Estaba la au pair con la que había estado cara a cara dentro de la casa de Cadogan Lane. Estaba la anciana que paseaba a su corgi a la vuelta de la esquina de donde había recibido el disparo la condesa. Estaba su gorro de punto, tirado en uno de los jardines por los que habían escapado. Estaba el arma, perdida en uno de los jardines. En cuanto la Policía tuviera la pistola en su poder -lo que en realidad sólo era cuestión de tiempo, si es que no la tenían ya- surgiría el pequeño problema de las huellas. Las huellas de Joel eran las únicas que había en esa arma, y así había sido desde el momento en que el Cuchilla limpió la pistola y se la entregó, impoluta como un bebé recién nacido y recién bañado.

Pensar en bebés recién nacidos y recién bañados trajo espontáneamente a la mente de Joel la imagen del bebé de la mujer. No lo sabían, porque, si lo hubieran sabido, nunca habrían… No. Lo único que habían hecho, se dijo, fue esperar a que apareciera alguien en esa calle elegante y refinada de casas elegantes y refinadas. Eso era todo. Y Joel no quería que muriera. No quería que recibiera ningún disparo.

Esa era la cuestión. El disparo a esa mujer -esposa de un inspector de Scotland Yard, embarazada, que volvía de un día de compras y que ahora estaba en el hospital, conectada a una máquina- era el fulcro sobre el que se balanceaba la vida de Joel. Se encontraba en una situación precaria y peligrosa, listo para deslizarse en cualquiera de las dos direcciones. Porque había sido Cal Hancock y no Joel quien había disparado, y lo único que el chico tenía que hacer en realidad era decir el nombre, y no sólo ése, sino otro más. Sobre todo esto, estuvo meditando en la sala de interrogatorios.

Pensó en lo que hacían a los niños de doce años que se encontraban en el lugar equivocado, con la compañía equivocada, en el peor momento posible. No los metían en la cárcel, por supuesto. Los mandaban a algún lugar, a un reformatorio para chicos, donde permanecían encerrados un tiempo antes de devolverlos a sus comunidades. Si sus delitos eran suficientemente atroces, los soltaban en otro lugar, con una nueva identidad y la posibilidad de un futuro ante ellos. Así que Joel consideró que era una opción que podía elegir si quería. Porque él no había sabido lo que iba a suceder ese día en Belgravia, y también podía decirlo. Podía decir que simplemente iba con un tal Cal Hancock aquella tarde y que habían entrado en el metro, que habían cogido la línea circular y habían bajado donde parecía que podrían… ¿qué?, se preguntó. Atracar a alguien parecía la respuesta obvia. Joel sabía que como mínimo tendría que ofrecer eso en la declaración que acabara haciendo.

Así que decidió que les diría que querían robar a una mujer blanca rica, si es que la encontraban, pero que la cosa se torció durante el atraco. Cal Hancock sacó el arma para asustarla, y la pistola se disparó. Pero nada de aquello tenía que haber ocurrido, nada estaba planeado para que sucediera de ese modo.

Por lo tanto, sentado en la sala de interrogatorios, con la espera y el silencio cada vez mayores, a Joel le pareció que decir el nombre de Cal Hancock garantizaría su puesta en libertad, más pronto que tarde. «Estaba con un tipo llamado Cal Hancock.» Siete palabras y ya estaba: el verdadero culpable tendría nombre, alguien con la edad suficiente para cumplir una sentencia de cadena perpetua en la cárcel, que le arrebataría como mínimo veinte años. Siete palabras. Siete palabras solamente. Eso era todo.

Sin embargo, a pesar de tales ideas, que rebotaban en su cabeza como pelotas de goma, Joel sabía que no podía chivarse. También sabía que todo el mundo en Harrow Road lo entendía, igual que el Cuchilla. Simplemente, era imposible. Te chivabas y estabas acabado; te chivabas y todo aquel cuya vida tocaba la tuya también sufriría por culpa de tu chivatazo.

Eso significaba Toby. Porque Ness -y Joel hacía mucho tiempo que lo había comprendido- ya había recibido su merecido.

Notó una burbuja ascendiendo en su interior, una burbuja que crecía mientras subía desde las tripas y se abría paso hasta la garganta. Allí, quiso estallar en un sollozo, pero Joel no iba a consentirlo, no podía consentirlo, tenía que evitarlo fuera como fuera. Colocó los brazos en la mesa, y la cabeza sobre los brazos.

– ¿Dónde está Toby? -dijo.

– Está bien -le dijo una policía llamada Sherry.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Joel-. ¿Dónde está la tía Ken?

A eso no hubo respuesta. El silencio permitió a Joel obtener por sí mismo las respuestas, algo que hizo deprisa: habían enviado a Toby con una familia de acogida -ese lugar de pesadilla en el que los niños entraban en las fauces de un sistema que parecía creado para albergarlos y luego olvidarlos-, porque con un Campbell encerrado por apuñalamiento y otro Campbell implicado en una agresión con arma de fuego con resultado de muerte, la Policía, los Servicios Sociales y el resto de las personas con cerebro tenían pruebas concluyentes de que la casa de Kendra Osborne no era lugar para un menor.

Joel quería exigir ver a Fabia Bender, para decirle que las cosas no eran así. Quería que supiera que nada de lo ocurrido era responsabilidad de su tía. Quería decirle que era responsabilidad de otra persona y de otras cosas. Pero no sabía cómo.

Entonces, todo en su mente se transformó en una serie de imágenes. Jugueteaban contra sus párpados cuando cerraba los ojos; parecían estar presentes incluso con los ojos abiertos. Estaba su padre, que recibía un disparo en la calle un día… Estaba su madre, que sacaba a Toby de bebé por la ventana de un tercer piso… Estaba Neal Wyatt, que le increpaba en Meanwhile Gardens… También estaba Glory, que volaba a Jamaica, y el frío nocturno en el cementerio de Kensal Green, y Cal, que intentaba decirle que no se relacionara con el Cuchilla, y estaba George Gilbert y sus colegas tirándose a Ness tras una puerta cerrada, y Toby en la barcaza, y la barcaza en llamas…

Había demasiado en lo que pensar e insuficientes palabras en el mundo para explicar las cosas de una forma que le permitiera no chivarse. Si no decías nada, tenías una oportunidad de vivir. Si pronunciabas un nombre, morías poco a poco.

Así que Joel se dijo que el Cuchilla le sacaría de allí. Ya lo había hecho antes. Realizó la llamada necesaria cuando le detuvieron por intentar atracar a la mujer pakistaní de Portobello Road. Así pues, cabría pensar y esperar que ahora realizara una llamada parecida.

Pero la idea de las llamadas le remitió directamente a la que había llevado a la Policía directamente a Meanwhile Gardens para recogerle. Hoy por ti, mañana por mí.

Joel cerró los ojos con tanta fuerza que tendría que haber visto estrellas, pero lo único que vio fue más imágenes. Tragó saliva con fuerza, y el ruido le pareció un estallido cósmico que mandaba ondas expansivas a través de la habitación. La agente le puso la mano en la espalda. Joel intentó obtener un consuelo precario de aquel gesto.

Pero ella no quería consolarlo. Dijo su nombre. Joel se dio cuenta de que debía alzar la vista.

Levantó la cabeza y vio que mientras sus pensamientos daban vueltas en su cabeza, tres personas más habían entrado en la sala de interrogatorios. Fabia Bender era una de ellas. Las otras eran un hombre negro, alto, vestido con traje, con la cicatriz de un navajazo que dibujaba un camino en su mejilla, y una mujer rechoncha con un chaquetón que parecía salido de una tienda benéfica. Ambos miraban fijamente a Joel. Sus rostros no revelaban nada. Supuso que eran policías de paisano y, en efecto, lo eran: Winston Nkata y Barbara Havers, de New Scotland Yard.

– Gracias, Sherry -dijo Fabia Bender a la Policía, y la mujer los dejó.

Fabia ocupó su lugar junto a Joel, mientras que el hombre negro alto y la mujer rechoncha se sentaron en los otros dos lugares de la mesa. El sargento Starr, le dijo Fabia Bender a Joel, le había ido a buscar un sándwich. Sabían que tenía hambre. Sabían que estaba cansado. Las cosas podían acabar pronto, si quería.

Entonces el hombre negro habló; mientras lo hacía, su compañera mantuvo la mirada fría clavada en Joel. Notaba la antipatía que emanaba de ella. Le daba miedo, aunque no era corpulenta.

El hombre tenía una voz en la que se mezclaban África, el sur de Londres y el Caribe. Sonaba firme. Sonaba seguro.

– Joel -dijo-, has matado a la mujer de un poli. ¿Lo sabías? Hemos encontrado un arma cerca. Tiene huellas, y resultarán ser tuyas. Balística demostrará que el arma efectuó el disparo. Las imágenes de las cámaras de seguridad te sitúan en la escena. A ti y a otro tipo. ¿Qué tienes que decir, chaval?

Parecía que no había respuesta que dar a aquello. Joel pensó en el sándwich, en el sargento Starr. Tenía más hambre de lo que pudieran pensar.

– Queremos un nombre -dijo Winston Nkata.

– Sabemos que no estabas solo -añadió Barbara Havers.

Joel asintió con la cabeza. Sólo una vez; nada más. No lo hizo porque estuviera de acuerdo con algo de lo que decían los dos policías, sino porque sabía que lo que sucedería a continuación hacía tiempo que estaba determinado por el inalterable mundo en el que se movía.

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