Capítulo 17

Mientras sucedía todo esto con Joel, la vida de Ness estaba dando un giro inesperado, empezando por el mismo día de su humillación a manos del guardia de seguridad. Si alguien le hubiera dicho que el resultado de aquel acto degradante habría sido la amistad, si alguien le hubiera dicho que la persona con la que llegaría a entablar esa amistad sería una mujer pakistaní de mediana edad, Ness hubiera calificado tales afirmaciones de estupideces, aunque seguramente lo habría expresado de un modo mucho más vulgar. Pero eso fue justo lo que ocurrió, como una flor que se abre lentamente.

Esta amistad improbable comenzó cuando Majidah invitó o, tal vez, mejor dicho, ordenó a Ness que la acompañara a casa el día que llegó tarde al centro infantil, procedente de Kensington High Street. Sin embargo, no fueron directamente, sino que comenzaron con algunas compras necesarias en Golberne Road.

Ness accedió con temor. Comprendía a la perfección que Majidah tenía su futuro en sus manos: una llamada de la pakistaní al Departamento de Menores -a Fabia Bender-bastaría para fastidiarla. En la zona del mercado, tuvo la sensación de que Majidah estaba jugando con ella, prolongando el momento en que soltaría la bomba, y eso provocó una reacción típica y muy propia de Ness. Pero logró reprimir su furia mientras Majidah compraba, pues sabía que era mejor esperar a desplegarla cuando no se encontraran en un lugar público.

Majidah fue primero a E. Price e Hijo, donde los dos caballeros antiguos la ayudaron con su selección de frutas y verduras. La conocían bien y la trataron con respeto. Era una compradora hábil y no se quedó con nada que no inspeccionara desde todos los ángulos. A continuación, fue a la carnicería. No se trataba de cualquier carnicería, sino de una donde vendían carne halal. Allí, hizo su pedido y se volvió hacia Ness mientras el carnicero pesaba y empaquetaba.

– ¿Sabes lo que es la carne halal, Vanessa? -Y cuando Ness contestó «Algo que comen los musulmanes», dijo-: Es lo máximo que sabes, ¿verdad? ¡Qué chica tan ignorante! ¿Qué os enseñan en el colegio hoy en día? Pero, claro, tú no has ido al colegio, ¿verdad? A veces se me olvida lo tontas que podéis ser las chicas inglesas.

– Eh, que ahora estoy haciendo un curso -le dijo Ness-, en el instituto de formación profesional, y el juez incluso lo ha aprobado.

– Oh, sí, es verdad. ¿Un curso de qué? ¿De dibujos para tatuajes? ¿De liar cigarrillos? -Majidah contó escrupulosamente una serie de monedas para pagar la carne halal y se marcharon de la tienda mientras la mujer seguía hablando extasiada sobre el tema, que era obvio que para ella significaba mucho-. ¿Sabes que habría hecho yo si hubiera tenido las oportunidades educativas que tienes tú, niña estúpida? -dijo-. Ingeniería aeronáutica, eso habría estudiado. ¿Sabes lo que es? Da igual. No sigas haciendo gala de tu terrible ignorancia. Habría hecho volar aviones. Habría diseñado aviones que volaran. Eso habría hecho con mi vida si hubiera tenido la oportunidad de recibir una educación como Dios manda, como tú. Pero vosotras las chicas inglesas lo tenéis todo, así que no valoráis nada. Ese es vuestro problema. Lo único a lo que aspiráis es a comprar en las tiendas y a adquirir esas ridículas botas puntiagudas de tacón que parecen zapatos de bruja. Y pendientes de plata para las cejas. Qué desperdicio de dinero. -Calló, no para coger aire, sino porque habían llegado a un puesto de flores, donde inspeccionó algunas y compró tres libras.

– ¿Y esto no es desperdiciar el dinero? -dijo Ness mientras se las envolvían-. ¿Por qué no exactamente?

– Porque son cosas bellas obra del Creador. Los tacones y los pendientes para las cejas no. Ven aquí, por favor. Toma. Sé útil. Lleva las flores.

La condujo a Wornington Road. Pasaron por delante del campo de fútbol hundido, que Majidah miró con asco y dijo:

– Estos grafitis… Los hacen hombres, sabes. Hombres y chicos que deberían emplear su tiempo en cosas mejores. Pero no los han criado para ser útiles. ¿Y por qué? Por culpa de sus madres, ése es el porqué. Chicas como tú, que se ponen a parir niños y a quienes no les importa nada, excepto comprar zapatos de tacón y pendientes para las cejas.

– ¿No tienes más conversación? -preguntó Ness.

– Sé de lo que hablo. Y no me repliques, señorita.

Siguió caminando, Ness a la zaga. Pasaron por el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea y, por fin, giraron hacia la parte sur de la urbanización Wornington Green. Se trataba de uno de los complejos de viviendas de protección oficial de la zona que menos mala fama tenía. Ofrecía el mismo tipo de vistas que los otros: bloques de pisos que daban a otros bloques de pisos. Pero había menos basura en las calles y se hacía patente una sensación de meticulosidad por la ausencia de objetos tirados en los balcones como bicicletas oxidadas y sillones quemados. Majidah llevó a Ness a Watts House, donde su difunto marido había comprado un piso durante una de las legislaturas de los conservadores.

– Lo único decente que hizo -informó a Ness-. Confieso que el día que se murió fue verdaderamente uno de los más felices de mi vida.

Subió las escaleras que había tras la puerta de entrada y condujo a la chica al segundo piso. A unos veinte pasos por un pasillo de linóleo, en el que alguien había garabateado con rotulador: «Comedme, comedme, comedme, comedme, mamones», la puerta del piso de Majidah era singular. Era de acero como la caja fuerte de un banco, con una mirilla en el centro.

– ¿Qué tienes ahí dentro? -le preguntó Ness mientras la mujer pakistaní introducía la primera de cuatro llaves en el mismo número de cerraduras-. ¿Doblones de oro o algo así?

– Aquí dentro tengo serenidad -dijo Majidah-, que es, como aprenderás con el tiempo, espero, más valiosa que el oro o la plata. -Abrió la puerta y condujo a Ness adentro.

El piso deparaba pocas sorpresas. Estaba ordenado y olía a cera para muebles. La decoración era escasa, y el mobiliario, viejo. Las losetas de moqueta estaban cubiertas por una alfombra persa gastada y -ésta era la primera nota discordante- en las paredes colgaban dibujos coloreados a lápiz de diversos tocados. También había fotografías, algunas de ellas en marcos de madera. Estaban agrupadas en una mesa junto al sofá. Hombres, mujeres y niños. Muchos niños.

La segunda nota discordante del piso la daba una colección de cerámicas. Tenían un carácter particularmente fantasioso: jarras, tiestos, jarrones y floreros todos definidos por la presencia de una criatura del bosque como de dibujos animados. Dominaban los conejos y los cervatillos, aunque había algún que otro ratón, rana o ardilla. Estanterías a cada lado de la entrada hasta la cocina mostraban esta insólita colección. Cuando Ness miró a Majidah -la mujer pakistaní parecía la última persona que coleccionaría este tipo de cosas-, Majidah habló.

– Todo el mundo debe tener algo que le haga sonreír, Vanessa. ¿Tú puedes mirarlos y no sonreír? Ah, tal vez. Pero es que tú eres una señorita seria con problemas serios. Vamos a poner agua a hervir. Tomaremos un té.

La cocina era muy parecida al salón en cuanto a pulcritud. El hervidor eléctrico estaba sobre una encimera totalmente despejada. Ness lo llenó en el fregadero inmaculado, mientras Majidah ponía la carne en la nevera, las frutas y las verduras en una cesta sobre la pequeña mesa de la cocina, y las flores en un jarrón. Colocó el jarrón con cariño junto a una fotografía en el alféizar de la ventana. Cuando Ness hubo enchufado el hervidor, y mientras Majidah sacaba una tetera y tazas de un armario, la chica examinó la foto. Parecía fuera de lugar, hubiera tenido que estar en el salón con las demás.

Una Majidah muy joven era la protagonista de la foto. Estaba junto a un hombre de pelo gris con la cara llena de arrugas. Ella parecía tener unos diez o doce años, estaba seria y engalanada con diversas cadenas y brazaletes de oro. Vestía un shalwar kamis azul y dorado. El anciano llevaba uno blanco.

– ¿Es tu abuelo? -preguntó Ness, cogiendo la foto-. No pareces muy contenta de estar con él.

– Por favor, antes de sacar un objeto de su sitio, pregunta -dijo Majidah-. Es mi primer marido.

Ness abrió mucho los ojos.

– ¿Cuántos años tenías? Joder, tía, tendrías unos…

– Vanessa, las blasfemias se quedan fuera de mi casa, por favor. Deja la fotografía y échame una mano. Lleva estas cosas a la mesa. ¿Deseas tomar un bollo o eres capaz de probar algo más interesante que lo que coméis vosotros los ingleses a esta hora?

– Un bollo está bien -dijo Ness. No iba a probar nada más. Dejó la foto en su sitio, pero siguió mirando a Majidah como si mirara una especie animal que no había visto nunca-. ¿Cuántos años tenías? -le preguntó-. ¿Y qué hacías casándote con un abuelo?

– Tenía doce años cuando me casé por primera vez. Rakin tenía cincuenta y ocho.

– ¿Doce? ¿Doce años y atada de manera permanente a un anciano? ¿En qué diablos estabas pensando? ¿Él y tú…? Quiero decir… ¿Con él?

Majidah utilizó agua caliente del grifo para calentar la tetera. Cogió un paquete de papel marrón de té a granel de un armario. Cogió la leche y la sirvió en una jarrita blanca. Sólo entonces le respondió.

– Dios mío, qué preguntas más groseras. No puede ser que te hayan enseñado a hablar así a una persona mayor. Pero -levantó la mano para impedir que Ness dijera nada- he aprendido a comprender que vosotros los ingleses no siempre queréis ser tan irrespetuosos con las otras culturas como parece. Rakin era primo de mi padre. Fue a Pakistán -desde Inglaterra- cuando su primera mujer murió, pues creyó que necesitaba otra. Por aquel entonces, él tenía cuatro hijos de veintitantos años, así que lo normal habría sido que hubiera pasado el resto de su vida en compañía de alguno de ellos, o de todos. Pero Rakin no era así. Fue a nuestra casa y nos miró a todas. Yo tengo cinco hermanas y, como yo soy la pequeña, era natural suponer que Rakin elegiría a una de ellas. Pero no. Quiso quedarse conmigo. Me lo presentaron y nos casamos. No se habló más del asunto.

– Mierda -dijo Ness. Y, entonces, se apresuró a añadir-: Lo siento. Lo siento. Se me ha escapado.

Majidah apretó los labios para suprimir una sonrisa.

– Nos casamos en mi pueblo y luego me trajo a Inglaterra. Yo era una niña pequeña que no hablaba inglés y que no sabía nada de la vida, ni siquiera cocinar. Pero Rakin era un hombre dulce en todos los sentidos, y un hombre dulce es un maestro paciente. Así que aprendí a cocinar. Y aprendí otras cosas. Tuve mi primer hijo días antes de cumplir los trece.

– No -dijo Ness, incrédula.

– Oh, sí. Vaya si lo tuve. -El hervidor se apagó y Majidah preparó el té. Tostó un bollo para Ness y lo llevó a la mesa con un cuadrado de mantequilla, pero para ella cogió pappadums y chutney, ambos, afirmó, eran caseros. Cuando lo reunió todo, se sentó y dijo-: Mi Rakin murió a los sesenta y un años. Un ataque al corazón repentino y se fue. Y ahí estaba yo, con quince años, un niño pequeño y cuatro hijastros de camino a los treinta. Podría haberme ido a vivir con ellos, naturalmente, pero no lo habrían consentido: una madrastra adolescente con un niño que se habría convertido en su responsabilidad. Así que me buscaron otro marido. El desgraciado de mi segundo marido, que vivió veintisiete interminables años de matrimonio antes de tener la sensatez de morir de un fallo hepático. No tengo fotografías suyas.

– ¿Tuviste hijos con él?

– Oh, Dios mío, sí. Cinco niños más. Ahora son todos adultos y tienen sus propios hijos. -Sonrió-. Y desaprueban que su madre no viva con alguno de ellos. Por desgracia, han heredado el carácter tradicional de su padre.

– ¿Y el resto de tu familia?

– ¿El resto…?

– Tu madre y tu padre. Tus hermanas.

– Ah. Siguen en Pakistán. Mis hermanas se casaron, por supuesto, y formaron allí a sus familias.

– ¿Y los ves?

Majidah untó un poco de chutney en un trocito de pappadum, que arrancó de la torta.

– Una vez -dijo-. Fui al entierro de mi padre. No te estás comiendo el bollo, Vanessa. No desperdicies mi comida o no volveremos a tomar el té juntas.

No parecía del todo mala idea, pero la historia de la mujer pakistaní había intrigado lo suficiente a Ness como para que untara el bollo con mantequilla y empezara a comer. Majidah la miró con desaprobación. En su opinión, los modales en la mesa de Ness necesitaban un ajuste, pero no dijo nada hasta que la chica levantó la taza y sorbió

– Eso sí que no -dijo Majidah-. ¿Es que nadie te ha enseñado a tomar bebidas calientes? ¿Dónde está tu madre? Es ordinario hacer ruido al beber, Vanessa. Es vulgar. Obsérvame y escucha… ¿Acaso oyes que mis labios aspiran el té? No. ¿Y por qué? Porque he aprendido el método de beber, que no tiene nada que ver con chupar y sí tiene que ver con… -Majidah calló porque Ness había bajado la taza tan bruscamente que derramó el té en el plato, lo cual era incluso una ofensa mayor-. ¿Qué te pasa, niña estúpida? ¿Acaso quieres romperme la vajilla?

Fue la palabra «chupar», Ness no la esperaba. Ni tampoco había esperado que generara una serie de imágenes en su cabeza: recuerdos mentales que prefería olvidar.

– ¿Puedo irme ya? -dijo. Su voz era huraña.

– ¿Qué quiere decir si puedes irte ya? Esto no es la cárcel. No eres mi prisionera. Puedes irte cuando lo desees. Pero veo que te he hecho daño por algo…

– No me has hecho daño.

– … y si tiene que ver con tu manera de beber el té, debo decirte que no pretendía ofenderte. Mi intención era educarte. Si nadie se molesta en informarte cuando tus modales no son los adecuados, ¿cómo vas a aprender? ¿Es que tu madre nunca…?

– Ella no… Está en un hospital. No vivimos con ella. No vivimos con ella desde que yo era pequeña, ¿vale?

Majidah se recostó en la silla. Parecía pensativa.

– Te pido disculpas -dijo-. No lo sabía, Vanessa. ¿Está enferma, tu madre?

– Lo que sea -dijo Ness-. Mira, ¿puedo irme?

– Te lo repito: no eres una prisionera. Puedes entrar y salir cuando quieras.

Ante esta segunda expresión de liberación, Ness podría haberse puesto en pie y haberse marchado, pero no lo hizo, por esa fotografía en el alféizar de la ventana. La pequeña Majidah vestida de dorado y azul, y que iba del brazo de un hombre que tenía la edad de su abuelo mantuvo a Ness pegada a la silla. Miró largamente la fotografía antes de decir al fin:

– ¿Tenías miedo?

– ¿De quién? -dijo Majidah-. ¿De ti? Oh, Dios mío, espero que no. No me asustas lo más mínimo.

– De mí no. De él.

– ¿De quién?

– De ese tío. -Señaló la foto con la cabeza-. Rakin. ¿Te daba miedo?

– Qué pregunta más extraña. -Majidah miró la foto y luego otra vez a Ness. Interpretó su gesto e hizo una evaluación que nacía de haber criado a seis hijos, tres de los cuales eran chicas. Dijo en voz baja-: Ah, ya. No estaba preparada. Fue un pecado contra mí, cometido por mis padres. Por mi padre, en especial. Me dijo: «Obedece a tu marido», pero no me dijo nada más. Había visto a los animales, naturalmente… No se puede vivir en un pueblo y no ver la cópula entre las bestias del campo. También a los perros y los gatos. Pero no creía que los hombres y las mujeres hicieran esas cosas tan raras juntos y nadie me dijo nada. Así que al principio lloré, pero Rakin, como te he dicho, era amable. No me forzó a hacer nada, lo que me hizo más afortunada de lo que supe entonces. Las cosas fueron muy distintas cuando volví a casarme.

Mientras escuchaba, Ness se mordió el labio superior. Notaba dentro de ella una agitación tremenda, un ruego que tenía que verbalizar. No sabía si podría encontrar las palabras, pero tampoco sabía si podría reprimirlas.

– Sí. Imagino… -Pero no pudo decir más.

Majidah entendió.

– A ti te ha pasado eso, ¿verdad? -dijo en voz baja-. ¿A qué edad, Vanessa?

Ness parpadeó.

– Tendría unos… No sé… Diez años, quizá. Once. Se me ha olvidado.

– Es… Lo siento muchísimo. No fue un marido que te eligieran, claro.

– Claro que no.

– Es espantoso -dijo Majidah en voz baja-. Está muy mal y es realmente espantoso. Algo tan horrible no debería haber ocurrido. Pero ocurrió y lo siento.

– Sí. Bueno.

– Sentirlo, sin embargo, no cambiará las cosas. Sólo tu forma de ver el pasado puede alterar el presente y el futuro.

– ¿Y cómo se supone que tengo que verlo? -preguntó Ness.

– Como algo terrible que pasó, pero que no fue culpa tuya. Como algo que era parte de un plan mayor que aún no ves. En esta vida he aprendido a no cuestionar ni combatir los caminos de Alá, de Dios, Vanessa. He aprendido a esperar en silencio a ver qué viene después.

– Nada -dijo Ness-. Eso es lo que viene después.

– No es cierto. Eso tan terrible que te hicieron te ha conducido a este momento, a esta conversación, a que estés sentada en mi cocina recibiendo una lección sobre cómo beber el té como una señorita.

Ness puso los ojos en blanco. Pero también sonrió. Sólo una curva en los labios, pero era lo último que habría esperado, después de contarle a Majidah parte de su secreto más oscuro. Aun así, la sonrisa significaba una grieta en su coraza, algo que no quería. Así que dijo toscamente:

– Mira, ¿puedo marcharme ya?

Esta vez Majidah no la corrigió, sino que le dijo:

– No hasta que pruebes mis pappadums. Y mi chutney, que es de una calidad muy superior a nada de lo que pueda venderte un supermercado, ya verás. -Rompió un pedazo de su gran pappadum y se lo dio a Ness con una cucharada de chutney-. Come -le ordenó.

Y Ness comió.


* * *

La oportunidad de hablar con Neal Wyatt llegó antes de lo que Joel esperaba, un día que Toby necesitó la orientación de su hermano para completar un pequeño trabajo para el colegio. Londres tenía fauna -en la forma de zorros urbanos, gatos asilvestrados, ardillas, palomas y otras aves varias- y los niños del curso nuevo de Toby en la escuela Middle Row recibieron el encargo de documentar meticulosamente el avistamiento de uno de ellos. Tenían que hacer un boceto, escribir una redacción y, para evitar un resultado fantasioso, debían hacerlo en compañía de un padre o tutor. El horario de Kendra la descartaba para cumplir con ese deber, y Ness no estaba en casa para pedírselo. Así que le tocó a Joel.

Toby estaba entusiasmado con los zorros. A su hermano le costó trabajo quitarle la idea de la cabeza. Los zorros, le explicó, no iban a andar paseándose por Edenham Estate en prácticas manadas. Seguramente irían solos y saldrían de noche. Toby tenía que elegir otra cosa.

El hermano de Joel no estaba dispuesto a optar por el camino fácil y documentar el avistamiento de una paloma, así que cambió de animal y esperó a que apareciera un cisne en el estanque de Meanwhile Gardens. Joel sabía que ver un cisne en el estanque era tan probable como ver una manada de zorros marchando ordenadamente por Edenham Way, así que le sugirió una ardilla. No era infrecuente ver a una subiendo por la fachada de hormigón de Trellick Tower en busca de comida en los balcones. No debería de ser muy difícil toparse con alguna en otro lugar. Puesto que las ardillas y los pájaros eran las criaturas salvajes más dóciles de Londres -existía la posibilidad de que se posaran en tu hombro con la esperanza de encontrar comida-, parecía un buen plan. Qué redacción tan fabulosa sería, dijo Joel, entusiasmado, si se encontraban con una ardilla. Podían adentrarse en la naturaleza por el camino que había justo encima y detrás del estanque. Podían buscarse un lugar cerca del paseo entarimado que serpenteaba debajo de los árboles y que penetraba en los arbustos. Si se quedaban sentados en silencio, había muchas probabilidades de que una ardilla se acercara a ellos.

La época del año era propicia. El otoño y el instinto exigían que las ardillas comenzaran a hurgar y a almacenar comida para el invierno. Cuando Joel y Toby se acomodaron en un macizo de plantas azules que aún no estaban listas para producir sus vainas distintivas, tuvieron que esperar menos de diez minutos a que se uniera a ellos una ardilla curiosa y esperanzada. Ver el animal fue la parte fácil para Toby. Dibujarlo a él y el lugar donde lo vio -husmeando el suelo justo al lado del pie de Joel- fue bastante más difícil. Toby lo logró mediante grandes dosis de ánimos, pero casi se dio por vencido al tener que escribir una redacción sobre el avistamiento. «Tú sólo pon cómo ha pasado» no fue una indicación que a Toby le resultara ni siquiera moderadamente útil, así que hicieron falta cuarenta y cinco minutos de laboriosa caligrafía y tachones antes de que tuviera algo que se pareciera a una redacción. Para entonces, los dos chicos necesitaban un descanso, y la pista de patinaje parecía el entretenimiento perfecto.

Por lo general, había actividad en uno de los tres niveles y, este día, siete patinadores y dos ciclistas hacían sus movimientos cuando Joel y Toby subieron la cuesta del estanque de los patos y llegaron al camino de sirga justo encima de los jardines. Había espectadores sentados en un par de lomas observando la acción, mientras que otros se congregaban en los bancos cercanos. Toby, por supuesto, quería estar lo más cerca posible y había empezado a caminar cuando Joel vio que entre los espectadores se encontraban Hibah y Neal Wyatt.

– ¡Cazadores de cabezas, Tobe! -le dijo a Toby-. ¿Recuerdas lo que hay que hacer?

Debido a la cantidad de veces que habían practicado para este momento, Toby se paró en seco. Pero ya estaba demasiado acostumbrado a los ensayos, así que dijo:

– ¿Es en serio? Porque quiero mirar…

– Es en serio -dijo Joel-. Ya miraremos después. Mientras tanto, lo que vas a hacer es…

Fue grato comprobar que Toby ya se había puesto en marcha antes de que Joel pudiera acabar la frase. Recorrió el camino de sirga y se dirigió a la barcaza abandonada debajo del puente. Al cabo de un momento, ya se había subido dentro. La barca se meció en el agua y el niño se perdió de vista. Había desaparecido de la vista de Neal Wyatt. Estuviera Hibah o no, Joel no quería que Neal se acercara a su hermano hasta que pactaran una tregua satisfactoria.

Joel respiró hondo. Se encontraban en un lugar público. Había otras personas presentes. Era de día. Todo eso tendría que haberle tranquilizado, pero cuando se trataba de hablar con Neal, nada era seguro. Se acercó al banco en el que estaban sentados el chico y Hibah. Vio que estaban cogidos de la mano y comprendió que, de algún modo -e imprudentemente por parte de Hibah, en su opinión-, se había producido un acercamiento entre ellos tras su anterior altercado en los jardines. Joel era lo bastante sensato como para saber que no iba a ser bien recibido -en particular desde la perspectiva de Neal-, pero no veía otra salida. Además, llevaba la navaja automática encima por si la cosa se ponía fea; dudaba de que incluso Neal se enfrentara a una navaja.

– Pero no es tan fácil como crees -estaba diciendo Hibah cuando Joel llegó a donde estaban por detrás-. Mamá me tiene prácticamente encerrada en ese sitio. No es como tu situación. Si doy un paso en falso, me castigarán para toda la vida.

– Neal, ¿podemos hablar? -dijo Joel.

Neal se dio la vuelta. Hibah se puso de pie de un salto.

– No pasa nada -se apresuró a decir Joel-. No vengo con malas intenciones. No voy a provocarte.

Neal se levantó, pero a diferencia de Hibah, lo hizo despacio. Realizó el movimiento muy al estilo de un gánster de película de los años treinta, que era de donde sacaba la mayoría de sus gestos; en realidad: de personajes del Hollywood clásico con la cara destrozada.

– Lárgate -dijo.

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Estás sordo o qué? He dicho que te largues antes de que te enseñe lo que es bueno.

– Depende de ti que nos peleemos, colega -dijo Joel con tranquilidad, aunque no estaba tranquilo. Lo que le apetecía era coger la navaja por seguridad-. Lo único que quiero es hablar, pero puedes sacarme más, si es lo que quieres.

– Neal -dijo Hibah-. Puedes hablar con él, ¿no? -Y le dijo a Joel con una sonrisa-: ¿Cómo te va, Joel? ¿Dónde te metes a la hora del almuerzo? Te he buscado junto a la caseta del guardia.

Neal frunció el ceño al oír aquello.

– Yo no soy tu colega -le dijo a Joel-. Vete a chuparle el coño a tu madre.

Era una provocación deliberada, una forma de suplicar que Joel se abalanzara sobre él. Pero no se movió. Ni siquiera tuvo que responder. Hibah lo hizo por él.

– Es lo más asqueroso que he oído en mi vida -le dijo a Neal-. Te está pidiendo hablar contigo, nada más. ¿Qué te pasa? Te juro, Neal, que a veces me pregunto si te funciona la cabeza. O hablas con él o me largo de aquí. ¿Por qué arriesgarme de esta manera -quedando aquí contigo, que es lo que mi madre me ha prohibido expresamente- por alguien que no tiene ni pizca de cerebro?

– Serán cinco minutos -dijo Joel-, quizá menos, si lo arreglamos.

– Yo contigo no tengo por qué arreglar nada -dijo Neal-. Si te crees que voy a…

– Neal. -Hibah volvió a hablar, pero esta vez el tono era de advertencia.

Por un momento, Joel pensó que la chica musulmana se había vuelto loca y que iba a ponerse de su parte aún más abiertamente -con una amenaza-, pero entonces vio que estaba mirando hacia el puente. Había dos policías ahí parados y miraban hacia los jardines, principalmente a los tres adolescentes. Uno de los policías habló por la radio que llevaba sujeta al hombro. El otro simplemente esperó.

No requería un gran esfuerzo saber qué hacían. Dos chicos mestizos conversando con una chica musulmana. Estaban esperando a que hubiera problemas.

– Mierda -dijo Neal.

– Tengo que irme -dijo Hibah-. Si bajan aquí… Si nos preguntan el nombre… Lo último que me falta es que mi madre reciba una llamada de la Poli.

– Siéntate y cálmate -le dijo Joel-. No harán nada si no les damos motivos.

Neal miró a Hibah.

– Cálmate -le dijo.

Joel interpretó aquello como una forma de estar de acuerdo con lo que había dicho él. Pensó que tal vez era el presagio de un mayor entendimiento, así que habló abiertamente mientras Hibah volvía a sentarse en el banco.

– He estado pensando -le dijo a Neal-. ¿Por qué nos fastidiamos el uno al otro? No nos lleva a ningún sitio, excepto…

– Tú no me fastidias -le interrumpió Neal mientras se sentaba con Hibah en el banco-. Tú eres básicamente una mierda que hay que tirar a la basura. Es todo lo que intento hacer contigo. Ponerte donde tienes que estar.

Joel no iba a permitir que aquel comentario hirviera dentro de él. Veía cómo iba a aprovecharse Neal de la presencia de la Policía. Al sentarse, se había convertido en un objetivo. Si Joel se abalanzaba sobre el chico con los policías como testigos, sería él quien cargaría con las culpas.

– No quiero pelear contigo -dijo-. Toda esta mierda ya hace demasiado tiempo que dura. Si seguimos así, va a pasar algo malo. ¿Es lo que quieres? Yo no.

Neal sonrió con suficiencia.

– Eso es porque no tienes pelotas para enfrentarte a una guerra entre tú y yo. Pero sabes que se acerca. Lo notas, ¿eh? Eso está bien. Te mantendrá alerta.

– Maldita sea, Neal Wyatt -dijo Hibah.

– ¡Cállate! -Neal se volvió hacia ella-. Calla la boca por una vez, Hibah. No sabes de qué hablas, así que deja de hablar, ¿entendido?

La sorpresa la frenó. Pero algo en las palabras de Neal también provocó que despertara algo dentro de ella. Despacio y pensativamente, siendo cada vez más consciente de la situación, dijo:

– Eh, todo esto… Esto que está pasando entre tú y Joel… Oye, ni siquiera es por vosotros, ¿verdad? Porque…

– ¡He dicho que te calles! -Neal miró hacia el puente. Los policías se habían ido. Le dio un empujón a Hibah para expresar su deseo de que los dejara solos-. Tu madre te quiere en casa -le dijo-. Si no puedes cerrar el pico, vuelve y haz lo que te diga ella. Recitas tus oraciones o lo que sea.

– No puedes decirme…

– Haz lo que te digo. ¿O quieres un poco de ayuda para decidirte?

Hibah abrió mucho los ojos. Neal ya había dicho suficiente. Miró a Joel.

– No te metas en líos -le dijo la chica-. ¿Entendido? -Fueron sus únicas palabras antes de levantarse del banco y marcharse de los jardines, para dejar a solas a Joel y a Neal.

– Escúchame bien, amarillo -le dijo Neal cuando Hibah ya no podía escucharlos-. Te tengo delante y es justo donde no te quiero ver, ¿entendido? Lárgate y alégrate de que lo que viene no haya llegado todavía. Puede que tú aún chupes de la teta de tu madre, pero yo no. ¿Te enteras?

En ese preciso momento, Joel sintió todo el peso de la navaja automática. Sacarla, darle al botón, clavársela al chico: «y ahora ¿quién chupa de la teta de quién?» Pero no hizo nada.

Lo intentó por última vez, por el bien de Toby.

– Ésta no es forma de solucionar nada. Tienes que saberlo. Tenemos que enterrar el hacha de guerra: no tiene ningún sentido seguir así.

Neal se levantó de golpe. Joel retrocedió un paso.

– Soy yo quien dice qué se entierra. No al revés -dijo Neal-. Te he marcado y seguirás marcado. Si crees que algo va a cambiar, acabarás…

– ¡Joel! ¡Joel! ¡Joel! -El grito procedía del puente, de debajo, donde Toby había salido de su escondite. Se agarraba la entrepierna, las rodillas juntas. Ni enviando un telegrama habría podido ser más específico sobre sus necesidades. Sin embargo, con la sinceridad inquietante típica de él, gritó-: Tengo que ir al baño. Ya no hay cazadores de cabezas, ¿verdad?

Joel sintió algo parecido a una puñalada penetrando en su corazón. Oyó la carcajada breve y áspera de Neal.

– Estúpido de mierda -dijo con voz que parecía de asombro-. ¿Qué le pasa a ese tonto? -Miró a Joel, que se había vuelto hacia él-. ¿Cazadores de cabezas? Te has buscado un lugar al que huir, ¿eh? Tío, menudo estúpido tienes como…

– Déjale en paz. -Joel se escuchó dar la orden en una voz que no era exactamente la suya-. Si vuelves a tocar a mi hermano, te juro que morirás, y morirás ensangrentado. ¿Te enteras, tío? Si tienes un problema conmigo, céntrate en mí. Deja a Toby al margen.

Se marchó, sabiendo el riesgo que corría al darle la espalda a Neal, pero contando con que si comenzaba una pelea, tenía la navaja. Llegados a este punto, se moría por usarla.

Pero Neal no atacó, sino que dijo:

– La próxima vez, tío. Nos ocuparemos de nuestro asunto, tú y yo. Mientras tanto, no pierdas de vista a ese hermano tuyo. Porque ya no eres el primero de la lista, Jo-el. Ya no, ni de coña, ¿entendido?


* * *

A medida que pasaban las semanas, Kendra se sentía cada vez más desgraciada. Si bien tenía más tiempo para montar su negocio e incluso tiempo suficiente para seguir un curso de masaje tailandés para clientes pudorosos que deseaban no desvestirse cuando trabajaba sus cuerpos era plenamente consciente del vacío que había en su vida.

Al principio intentó llenarlo concentrándose nuevamente en los Campbell. Pero el problema que tenía su manera de centrar la atención en los niños era que no lograba ver en el horizonte un peligro distinto de los peligros que ya había visto. La mayoría tenían que ver con Ness, que, de repente y por motivos que seguían siendo un misterio para Kendra, hacía lo que se suponía que tenía que hacer: los servicios comunitarios, reunirse con su agente de la condicional e intentar organizarse en los estudios a través de un curso en el instituto de formación profesional. Kendra aparcó sus preocupaciones respecto a Toby, junto con los papeles que debía rellenar para permitir que alguien -y no quería saber quién- sometiera al pequeño a un estudio. Eso, juró, no iba a ocurrir. Y Joel, por lo que podía ver a simple vista, parecía haberse ocupado de sus problemas con los chicos del barrio él solo. Por lo tanto, parecía que no tenía que hacer nada por los niños aparte de ofrecerles comida, un techo y alguna que otra excursión que no requiriera pagar entrada.

La idea errónea de que no le quedaba nada por hacer condujo sus pensamientos ineludiblemente a Dix D'Court: había pasado justo lo que Dix había dicho, decidió. Al dejar que Joel y Neal Wyatt se las arreglaran solos, los chicos habían llegado a un acuerdo que les permitiría vivir en paz.

De este modo, al no tener ni idea de lo que pasaba, Kendra disponía de tiempo de sobra para analizar su vida y ver sus carencias. Habló de ello con Cordie, aprovechando la hora del almuerzo, y encontró a su amiga pintándole unas uñas que parecían garras a una señora blanca de mediana edad con sobrepeso que llevaba el pelo fucsia y unas gafas de sol que no se había quitado a pesar de estar dentro del local. Se llamaba Isis, según Cordie informó a Kendra, sin dar muestra alguna de ser consciente de que el nombre -ligado a esta mujer en particular- no era nada irónico.

Kendra saludó a Isis con la cabeza y pasó aproximadamente un minuto observando el trabajo que estaban haciéndole en las uñas. Cordie era una especie de leyenda en Harrow Road, ya que poseía un verdadero talento para decorar uñas artificiales de forma que no quedara ninguna duda de que eran totalmente falsas desde la cutícula hasta la punta. En este caso, y en concordancia con la época del año, había optado por un motivo otoñal sobre el acrílico. El color de la base era púrpura y estaba pintando mazorcas doradas y manojos de trigo encima.

– Qué bonito -le dijo Kendra a Cordie, y a Isis-: Ese color va muy bien con tu piel. -En realidad no era cierto, pero cualquier cosa que desviara la atención del pelo de Isis era una mejora.

– Es un puto genio -dijo Isis con total sinceridad y señalando a Cordie con la cabeza-. Le estoy diciendo que esta vez no puede cogerse la baja de ningún modo y obligarme a buscar a otra que me haga las uñas.

Kendra juntó las cejas y miró a su amiga.

– ¿La baja? -dijo.

Cordie se encogió de hombros, pincel en mano. Parecía avergonzada.

Su vergüenza la delató.

– ¡Cordie! ¿Estás embarazada? ¿Qué ha pasado?

– Pareces lo suficientemente mayorcita para saber de dónde vienen los niños, querida -le dijo Isis a Kendra.

Kendra obvió el comentario con un movimiento de la mano.

– ¿Cordie?

La chica movió la boca hacia un lado, su forma de armarse de valor para hablar.

– Para empezar -dijo-, encontró las píldoras. Estuvo una semana soltándome sermones sobre la traición. Pude aguantarlo, pero luego dijo que nos dejaría. Y vi que lo decía en serio.

– Eso es chantaje.

– Ya se lo he dicho yo -terció Isis.

– Puede ser lo que quieras -dijo Cordie-. El hecho es que no quiero que ese tío nos deje o se busque a otra. Le quiero. Es bueno conmigo y con las niñas. Es el mejor padre que conozco y lo único que me pide es una oportunidad más para tener un niño. Así que se la he dado. Y aquí tenéis el resultado. -Aún no tenía barriga, tardaría meses en tenerla, pero se señaló el vientre-. Lo único que puedo esperar es que esta vez tenga pilila. Porque Gerald no se va a contentar con nada más, os lo digo yo.

Como las desgracias nunca vienen solas, el embarazo de Cordie sugirió a Kendra que, de algún modo, tenía que ceder al deseo de recuperar a Dix. También le daba permiso para hablar de este deseo, cosa que hizo enseguida. Cordie la escuchó -Isis también, y sin ningún reparo-, y cuando acabó de relatar su último encuentro con Dix y cómo había ocupado el tiempo desde entonces, las otras dos mujeres intervinieron con idéntico consejo, aunque lo expresaron de manera distinta.

– Tú lo que necesitas es echar un polvo y con eso se te acaba la tontería.

– Alguien tiene que arreglarte las tuberías de inmediato -dijo Isis, en un tono más colorista.

– Quedemos para una noche de chicas -dijo Cordie-. Hace meses que no salimos y las dos nos lo merecemos. Ahora que he hecho lo que Gerald quería, estará encantado de cuidar a las niñas por una noche. Di el día y nos ponemos los zapatos de bailar. Te encontraremos un bueno cuerpo, un cuerpo masculino, Ken. Así dejarás de pensar en Dix D'Court.

Y eso hicieron. Eligieron el gastropub de Great Western Road, situado en una orilla del canal. Pertenecía a una categoría superior a los lugares que escogían para salir y disfrutaron de una noche veraniega india, en la terraza junto al agua. La comida estuvo amenizada por un guitarrista clásico a quien Cordie clasificó de apto para el trabajo que había que hacer. Pero a Kendra le pareció un estudiante y dijo que había acabado para siempre con los hombres jóvenes.

Aquello dejaba al chico para Cordie, que no tuvo ningún reparo en echarle el anzuelo. Cuando se tomó el descanso, le invitó a una copa. Recorrerle el brazo con los dedos fue suficiente para telegrafiar el mensaje sobre sus intereses, que no eran musicales. Mientras Kendra observaba desde la mesa exterior donde estaba bebiéndose lo que quedaba de la botella de vino que habían pedido -en lo referente a sus costumbres y estilo de vida, había que decir que Cordie nunca se había preocupado demasiado por alterar ninguna de las dos cosas cuando estaba embarazada-, Cordie y el guitarrista salieron despacio por la puerta y doblaron la esquina. La calle conducía a Paddington Arts y al hospital de Paddington. Cordie, obviamente, no estaba interesada en ir a ninguno de los dos sitios. Sólo buscaba un lugar oscuro para darse el lote.

Sola, Kendra miró a su alrededor para ver si había mercancía. Por suerte o porque lo quiso el destino, en ese mismo momento un hombre blanco de mediana edad -que después se presentó como «Sólo Geoff»- también estaba estudiando la mercancía. Era de ese tipo de hombres que albergaba lo que a él le gustaba llamar fantasías sexuales secretas con mujeres negras, puesto que tenía la idea de que eran inherentemente más sexuales -por no decir más activas sexualmente y, por lo tanto, estaban más dispuestas a acostarse con un absoluto desconocido- que sus equivalentes blancas. Había alimentado esta fantasía gracias a ciertas páginas web pornográficas dedicadas a hombres con esta clase de ideas, y aquella noche había pasado algunas horas entreteniéndose con estas webs en el sótano de su casa antes de decidir por fin que había llegado el momento de hacer realidad sus sueños.

Elegir a una prostituta habría tenido sentido a estas alturas, pero Sólo Geoff no era un hombre que se planteara pagar. Tenía atractivo, dinero, buenas bazas y conversación. Creía en el placer mutuo para ambas partes. Estaba casado, pero era un detalle sin importancia. Su mujer viajaba mucho por su trabajo de arquitecta. Eran una pareja moderna. Tenían un acuerdo.

Le reveló la mayor parte de todo aquello a Kendra -con algunas variaciones aquí y allá- cuando salió del pub para sentarse con ella en la terraza. Sus miradas se habían cruzado. Ninguno la apartó. Ella cogió la copa de vino y tocó el borde con la lengua. Mensaje recibido. Él no perdió el tiempo.

No dijo nada fuera de lo normal para la situación. Ella era una mujer guapa, conque, ¿qué hacía allí sola? (Esta pregunta, naturalmente, requirió que pasara por alto la segunda copa de vino de la que había estado bebiendo Cordie antes de escaparse con su guitarrista.) ¿Era cliente habitual? Llevaba un rato mirándola y al final había pensado «Qué diablos», cuando ella se había fijado en él. Tenía que entender que aquello no era algo que hiciera habitualmente. Pero su mujer no estaba en la ciudad, y él no tenía planes para la noche y… ¿Quería ir a algún lugar tranquilo a tomar una copa?

Esto último fue puro formulismo. Los dos lo sabían porque la terraza del pub estaba muy tranquila, iluminada románticamente y tenía licencia para vender todo tipo de bebidas alcohólicas. Pero Kendra accedió. Le gustaba su físico, tan limpio y con bonitos dientes, el pelo bien cortado y las uñas como si llevara hecha la manicura. Lucía un sello, camisa blanca y corbata. Calzaba mocasines con borlas y no se le caían los calcetines. Kendra sabía que no sería capaz de igualar a Dix en cuanto a cuerpo impresionante, pero necesitaba un hombre. Este serviría.

Fuera, Kendra sugirió lo que ambos sabían que sugeriría. Su casa estaba cerca y era tranquila, dijo. Había niños, pero estarían durmiendo.

De Ness no lo sabía, pero esperó que la suerte la acompañara. Aunque aún estuviera levantada, no era necesario que la viera subiendo las escaleras hasta el segundo piso. Podían pasar por delante de la puerta del salón y seguir subiendo. No habría problema.

La idea de los niños dio que pensar a Sólo Geoff. Kendra vio su dilema: lo que pensaba y lo que claramente no quería.

– No son míos y no hago la calle -dijo-. Esto, esta noche. Es lo que quiero. No lo hago normalmente.

Sólo Geoff permitió que aquello bastara para tranquilizarle. Únicamente tenía una razón para seguir adelante: Kendra era una mujer hermosísima con un cuerpo hermosísimo. No la deseaba a ella, pero sí aquello. Le puso la mano en la parte baja de la cintura y dijo con una sonrisa:

– Pues vamos.

El paseo fue corto, pero Sólo Geoff conocía la importancia de los preliminares, así que tardaron un rato en cruzar Meanwhile Gardens. Se le daba muy bien poner a punto a las mujeres, así que cuando llegaron a la puerta, un paseo de cinco minutos que les llevó veinticinco, Kendra vibraba en las partes justas de su cuerpo y daba gracias al cielo por haberle elegido.

Se alegró de haberse puesto aquella noche un vestido que se le pegaba al cuerpo y que se sujetaba con una simple cinta en el costado. Aparte de la ropa interior mínima y las sandalias de tacón, no llevaba nada más. Y no le quedaba nada encima cuando acabaron de subir las escaleras.

Trabajó en la ropa de Sólo Geoff mientras él trabajaba en su cuerpo, todo manos, lengua y boca. Lo desnudó, dejó un rastro de prendas que iba de las escaleras a su cama, en la que cayeron y copularon con fiereza. Sólo Geoff hizo lo que quiso hacerle antes de colocarle las piernas sobre sus hombros, que era la forma como le gustaba poner a las mujeres en sus momentos finales. Entonces, llevó su fantasía a su conclusión lógica. Se retiró de inmediato y se dejó caer al lado de Kendra.

– Dios mío, menudo polvo -dijo-. Estaba viendo estrellas de verdad. -Y se rió débilmente mirando al techo. Resollaba y tenía el cuerpo pegajoso por el sudor.

Kendra no dijo nada. Había obtenido placer con él. A decir verdad, había obtenido más placer con él que con cualquier otro, incluido Dix. Ella también estaba sin aliento, llena de sudor y fluidos y, según cualquier definición, era una mujer realizada. Pero había sido la receta equivocada para su estado de ánimo, y no tardó mucho en darse cuenta por el vacío que sentía, más allá de las maravillosas contracciones que aún experimentaba por el orgasmo.

Quería que se marchara y en eso tuvo suerte, porque Sólo Geoff no tenía ninguna intención de quedarse. Recogió su ropa y se acercó a su lado de la cama, donde descansó las yemas de los dedos en su pezón.

– ¿Te ha gustado? -le preguntó.

Gustar dependía de la definición, pero le complació diciéndole:

– Dios mío, sí. -Y se puso de lado para coger el tabaco.

No vio la mirada de desagrado del hombre -las mujeres que fumaban después del sexo no formaban parte de su fantasía-, ya que se dio la vuelta para ponerse la ropa. Kendra le observó mientras se vestía y él le preguntó si tenía un peine o un cepillo.

– En el baño -contestó ella, y siguió mirándole mientras abría la puerta.

El hombre se encontró de frente con Ness.

Las luces no estaban encendidas, pero no hacía falta, ya que la escena era inequívoca: Kendra en la cama, desnuda y destapada en la noche calurosa, fumando perezosamente, con las sábanas revueltas salvajemente a su alrededor, y el hombre a medio vestir, pero con los zapatos y la chaqueta en la mano y la clara intención de esfumarse tras la conclusión de una conquista satisfactoria. Y el olor en el aire -aferrándose a él, a ella, a las paredes mismas, parecía- era un olor que Ness reconocería seguro.

– ¡La puta! -dijo Sólo Geoff del susto. Volvió al cuarto de Kendra y cerró la puerta.

– Maldita sea -dijo Kendra, y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesita de noche. Siempre había sido un riesgo que uno de los niños la viera, pero habría preferido que fuera uno de los chicos, por razones que en aquel momento no habría podido expresar. Innecesariamente, le dijo a Sólo Geoff-: Es mi sobrina. Duerme en el salón. Justo debajo.

– ¿Debajo…? -Señaló la cama.

– Debe de habernos oído.

Aquello no era ninguna sorpresa, teniendo en cuenta cómo se habían lanzado el uno sobre el otro. Kendra se presionó la frente con los dedos y suspiró. Tenía lo que quería, pero no lo que necesitaba. Y ahora esto, pensó. La vida era injusta.

Oyeron que se cerraba una puerta. Siguieron escuchando. Al cabo de un momento, oyeron la cadena del váter. El agua corriendo. La puerta se abrió y unos pasos se alejaron escaleras abajo. Esperaron cuatro minutos interminables antes de que Sólo Geoff siguiera con lo que estaba haciendo. A estas alturas, decidió que no necesitaba peinarse; sólo necesitaba irse. Se calzó, se puso la chaqueta y se guardó la corbata en el bolsillo. Miró a Kendra, que se había tapado con la sábana y asintió con la cabeza. Había que buscar algún tipo de despedida, obviamente, pero nada parecía apropiado. No podía decir «Nos vemos», puesto que no tenían ninguna intención de cumplirlo. «Gracias» parecía espantoso, y cualquier referencia al propio acto parecía inoportuna tras la aparición en escena de Ness. Así que recurrió a una combinación de modales de colegio privado y drama de época del periodo eduardiano.

– No te molestes, conozco la salida -dijo, y se marchó deprisa.

Sola, Kendra se incorporó en la cama y se quedó mirando al techo. Se encendió otro cigarrillo, con la esperanza de que el humo borrara la imagen. Porque lo que veía era la cara de Ness. No la había juzgado. Tampoco transmitía sarcasmo, sino sorpresa, reemplazada rápidamente por una aceptación hastiada que ninguna niña de quince años debería tener jamás. Aquello despertó en Kendra un sentimiento que no había esperado al haber invitado a Sólo Geoff a su cama. Estaba avergonzada.

Al final reaccionó y fue al cuarto de baño, donde llenó la bañera con agua tan caliente como pudo soportar. Se metió dentro y se escaldó la piel. Se recostó y levantó la cara hacia el techo. Lloró.

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