De este modo, Ness Campbell acabó conociendo a su asistente social. La manera como sucedió obedeció al imperio de la ley. La Policía -representada por la figura de una agente con zapatos robustos y un peinado horrible- llegó para ayudar a Sue, que seguía sentada encima de Ness, a la que le rociaba la cara de vez en cuando con el ambientador. Esta misma agente tardó poco en levantar a Ness en presencia de los vecinos congregados, quienes habían dejado de tocar los silbatos, gracias a Dios, al fin. La abuchearon -la mujer policía no pudo disuadirles- y Ness se encontró pasando entre ellos a la fuerza. En realidad, sintió alivio cuando estuvo lejos de allí. Sintió menos alivio dentro de la comisaría de Harrow Road, donde la policía la metió en una sala de interrogatorios. La dejó allí con los ojos aún llorosos por el espray. También estaba afectada, pero era algo que Ness jamás admitiría.
La Policía sabía que no podía hablar con Ness sin que estuviera presente un adulto no policía que supervisara la conversación. Como Ness no se mostró nada comunicativa acerca de quién era el adulto responsable en su vida, el único recurso que le quedó a la comisaría de Harrow Road fue llamar al Departamento de Menores. Enviaron a una asistente social: Fabia Bender, la misma asistente social que llevaba semanas intentando contactar con Kendra Osborne para hablar sobre la chica.
En tal situación, el trabajo de Fabia Bender no consistía en interrogar a Ness. La chica no estaba en las dependencias policiales por saltarse las clases, que era la razón por la que el Departamento de Menores se había interesado previamente por ella. En esta situación, el trabajo de la asistente social era actuar de parachoques entre la Policía y el menor detenido, lo que implicaba ocuparse de que no se infringían los derechos del menor interrogado.
Como Ness había sido sorprendida con las manos en la masa en un intento de atraco, las únicas preguntas que tenía la Policía estaban relacionadas con los nombres de sus cómplices. Pero la chica volvió la cara en lugar de delatar a Six y Natasha. Cuando el policía -que se llamaba sargento Starr- le preguntó si comprendía que cargaría ella sola con la culpa si no proporcionaba los nombres de sus colegas, Ness dijo:
– Lo que tú digas. Ni que me importara una mierda. -Y le dijo que quería un pitillo. De Fabia Bender pasó por completo. Era una mujer blanca. El poli, al menos, era negro.
– Nada de cigarrillos -dijo el sargento Starr.
– Lo que tú digas -dijo Ness, y apoyó la cabeza en los brazos, cruzados sobre la mesa.
Estaban en una habitación diseñada para ser incómoda. La mesa y las sillas estaban atornilladas al suelo, las luces eran cegadoras; el calor, tropical. La parte arrestada tenía que pensar que su colaboración en el interrogatorio al menos la llevaría a un entorno más cómodo. Naturalmente, era un cuento de hadas que sólo un idiota creería.
– ¿Comprendes que vas a comparecer ante el juez por esto? -preguntó el sargento Starr.
Ness se encogió de hombros sin levantar la cabeza.
– ¿Comprendes que puede hacer contigo lo que quiera? ¿Mandarte a un reformatorio, alejarte de tu familia?
Ness se rió al oír aquello.
– Oooooh. Qué miedo. Mira. Haz lo que quieras. Yo no voy a hablar.
Lo único que le diría al sargento Starr era dónde vivía y los números de teléfono de Kendra. Que la bruja viniera a buscarla, pensó Ness. Una llamada de la Poli a su tía seguramente interrumpiría el polvo repugnante que echaba todas las noches, lo que para Ness era perfecto.
Sin embargo, cuando Kendra recibió la llamada, no estaba en la cama, sino aplicándose un peeling facial, esperando a que la solución se secara. Lo estaba haciendo en la intimidad relativa del cuarto de baño, para impedir que Dix la viera.
Joel fue quien contestó al teléfono y quien le dijo que llamaba la Policía.
– Tienen a Ness, tía Ken -dijo desde el otro lado de la puerta cerrada del baño. Parecía preocupado.
Kendra notó que su ánimo decaía en picado. Se lavó la cara, el tratamiento incompleto, con el mismo aspecto exacto que cuando había empezado. No estaba distinta cuando entró en la comisaría de Policía de Harrow Road menos de veinte minutos después. Dix había querido acompañarla, pero ella se había negado. «Quédate con los chicos», le dijo. Quién sabía qué podía suceder si alguien ahí fuera -y los dos sabían a quién se refería- se enteraba de que Joel y Toby estaban solos.
Había una pequeña sala de espera en la recepción -ocupada en aquellos momentos por un joven negro repantigado que intentaba curarse un ojo hinchado-, pero Kendra no tuvo que esperar demasiado. Al cabo de unos minutos, una mujer blanca fue a buscarla. Llevaba vaqueros azules con los bajos girados en los tobillos, una boina francesa y una camiseta cegadoramente blanca. Calzaba unas deportivas igual de blancas. «Combativa» fue lo que Kendra pensó al verla. Era bajita, nervuda, tenía el cabello gris y alborotado y destilaba una actitud seria que sugería que lo prudente era no tomarle el pelo.
Cuando Kendra oyó su nombre -Fabia Bender- hizo todo lo que pudo por no estremecerse y empezar a dar excusas de por qué no había devuelto las llamadas de la asistente social, que habían sido numerosas a lo largo de las últimas semanas. Se las arregló para mirar a la mujer blanca con impasibilidad, como si nunca hubiera hablado con ella.
– ¿Qué ha hecho Ness? -preguntó.
– No «¿qué le ha pasado?» -señaló Fabia Bender con astucia-. ¿Ya esperaba esto, señora Osborne?
A Kendra le cayó mal de inmediato. En parte porque la mujer blanca había llegado a una conclusión que era exacta. Y en parte porque la mujer blanca era sencillamente quien era: una de esas personas a quienes les gusta pensar que pueden adivinar con qué clase de individuo están tratando por cómo se comporta cuando clavan sus ojos azul claro en los del otro.
Kendra se sintió más pequeña de lo que era. Odiaba esa sensación.
– La Policía me ha llamado para que viniera a recogerla -dijo de manera cortante-. ¿Dónde está?
– Estaba hablando con el sargento Starr. O, mejor dicho, él estaba hablando con ella. Supongo que estará esperando a que vuelva con ellos porque no le está permitido interrogarla si yo no estoy en la sala. O si no está usted. Por cierto, cuando la han detenido, en un principio, no ha querido dar su nombre, el de usted. ¿Tiene idea de por qué?
– ¿Detenido por qué? -preguntó Kendra, ya que no iba a decirle ni una palabra a Fabia Bender sobre la relación que tenía con su sobrina.
Fabia Bender le relató lo que sabía sobre lo sucedido, información que le había proporcionado el sargento Starr. Concluyó diciendo que Ness no quería delatar a sus amigas. Kendra lo hizo por ella. Pero lo único que sabía era el nombre de cada una de las chicas: Six y Natasha. Una de ellas vivía en Mozart Estate. No sabía dónde vivía la otra.
Kendra ardió de vergüenza mientras transmitía esta información a la asistente social. Sin embargo, no sentía vergüenza por dar los detalles. La sentía por disponer de tan pocos datos. Preguntó si podía ver a Ness, hablar con ella, llevársela a casa.
– Enseguida -dijo Fabia Bender, que condujo a Kendra a una sala de interrogatorios vacía.
El suyo era un trabajo ingrato, pero Fabia Bender no lo veía de esa forma. Era un trabajo que llevaba desempeñando en North Kensington desde hacía casi treinta años, y si había perdido a más niños de los que había salvado, no era por falta ni de compromiso con ellos ni de fe en la bondad inherente del ser humano. Se levantaba todos los días sabiendo que estaba exactamente donde tenía que estar, haciendo exactamente lo que tenía que hacer. Cada mañana estaba llena de posibilidades. Cada noche era una oportunidad para reflexionar sobre cómo había abordado los retos del día. No conocía ni el desánimo ni la desesperación. Los cambios, había llegado a comprender tiempo atrás, no sucedían de un día para otro.
– No voy a fingir que me alegra que no me devolviera las llamadas, señora Osborne -le dijo a Kendra-. Si lo hubiera hecho, tal vez no estaríamos hoy aquí. Tengo que decirle con toda sinceridad que contemplo esta situación como un resultado parcial del hecho de que Vanessa no vaya al colegio.
Aquél no era el tipo de afirmación preliminar que prometía un consenso inminente. Kendra reaccionó como cabría esperar en una mujer orgullosa: se irritó. La piel se le calentó, le ardía, y la sensación de que se le derretía en los huesos no la animó a tenderle la mano a la otra mujer como muestra de benevolencia. No dijo nada.
Fabia Bender cambió de rumbo.
– Lo siento. No ha sido adecuado por mi parte decir eso. Es mi frustración la que ha hablado. Déjeme empezar de nuevo. Mi objetivo siempre ha sido ayudar a Vanessa, y creo que la educación es, como mínimo, uno de los pasos necesarios para llevar a un niño por el buen camino.
– ¿Cree que no he intentado conseguir que vaya al colegio? -le preguntó Kendra; si sonaba ofendida, que lo estaba, era porque sentía que había fracasado como madre sustituta de Ness-. Lo intenté. Pero nada funcionó. Le he repetido una y otra vez lo importante que es. En una ocasión la llevé yo misma al colegio y hablé con el señor cómo se llame, el jefe de estudios. E hice lo que me dijo. La acompañé hasta la puerta. Esperé a que entrara. Intenté castigarla sin salir cuando se saltó las clases. Le dije que si no espabilaba, acabaría justo donde ha acabado. Pero nada funcionó. Ella sabe muy bien lo que quiere, maldita sea, y está resuelta a…
Fabia levantó las dos manos. Era una historia que había escuchado durante tantos años a tantos padres -madres, por lo general, y, por lo general, abandonadas por un hombre indigno- que podría haberla recitado de principio a fin. Sus protagonistas eran mujeres consumidas por la desesperación y niños cuyos gritos para que alguien los comprendiera se habían malinterpretado durante demasiado tiempo como actos de rebeldía y depresión. La verdadera respuesta a la plaga que afectaba a la sociedad residía en una comunicación abierta. Pero los padres, que estaban ahí para ayudar a sus jóvenes a interpretar el gran viaje de la vida, a menudo no habían tenido a nadie que los ayudara a ellos a interpretar el gran viaje de la vida cuando eran jóvenes. Por lo tanto, el asunto se convertía en una historia de ciegos que intentaban guiar a otros ciegos por un camino que ninguno entendía, y fracasaban.
– De nuevo le pido que me perdone, señora Osborne -dijo-. No estoy aquí para culpar a nadie. Estoy para ayudar. ¿Podríamos volver a empezar? Por favor, siéntese.
– Quiero llevármela a…
– A casa. Sí. Ya lo sé. Ninguna chica de su edad debería estar en una comisaría de Policía. Estoy de acuerdo. Y podrá llevársela a casa enseguida. Pero primero me gustaría mucho hablar con usted.
La sala de interrogatorios era exactamente igual que la sala en la que Ness esperaba con el sargento Starr. Kendra la vio como un lugar del que quería escapar, pero como también quería escapar con Ness, colaboró con la mujer blanca. Se sentó en una de las sillas de plástico y se metió las manos en los bolsillos de la rebeca.
– Estamos en el mismo barco -le dijo Fabia Bender cuando las dos ocuparon su lugar en la mesa, frente a frente-. Las dos queremos escarmentar a Vanessa. Cuando una chica toma la dirección equivocada, como ha hecho ella, por lo general existe un motivo. Si podemos desarrollar una comprensión completa de cuál es ese motivo, tendremos la oportunidad de ayudarla para que aprenda a hacerle frente. Hacer frente a la vida es la aptitud esencial que necesitamos proporcionarle. También es, por desgracia, algo que las escuelas no logran enseñar. Así que si los padres no poseen esa aptitud para transmitirla a sus hijos -y tenga por seguro que no me estoy refiriendo a usted-, lo más probable es que los hijos tampoco la aprendan. -Tomó aire y sonrió. Tenía los dientes manchados de café y nicotina, además de la mala piel de alguien que lleva toda la vida fumando.
A Kendra no le gustó la sensación de ser adoctrinada. Era capaz de ver que la mujer blanca tenía buenas intenciones, pero la naturaleza de lo que decía Fabia Bender provocó que se sintiera inferior. Sentirse inferior a una mujer blanca -y eso a pesar de ser medio blanca ella misma- garantizaba el enfado de Kendra. Fabia Bender no sabía nada de la infancia caótica y trágica de Vanessa Campbell, y Kendra, ofendida, no iba a contársela.
Sin embargo, quería hacerlo. No porque creyera que la información serviría de ayuda, sino porque podía imaginar que le aclararía las cosas a la asistente social. Quería mirarla fijamente y grabarle la historia en el cerebro: tener diez años y estar esperando a que su padre fuera a buscarla como hacía siempre los sábados tras la clase de ballet, esperar en la calle sola y saber que no tenía que cruzar nunca la A40 para regresar sola a Old Oak Common Lane, asustarse cuando no apareció y, al final, oír las sirenas y cruzar por fin porque qué podía hacer sino intentar volver a casa. Luego, encontrarle ahí tirado, una multitud congregada en torno a él y un charco de sangre alrededor de su cabeza, y Joel arrodillado a un lado de ese charco gritando: «¡Papá! ¡Papá!», y Toby sentado con las piernas abiertas y la espalda contra la fachada de la licorería y llorando porque con tres años no comprendía que hubieran asesinado a su padre de un tiro en plena calle por una reyerta de drogas, una reyerta de drogas en la que no tenía nada que ver. ¿Quién era Ness para ellos, para la Policía, la muchedumbre, el conductor de la ambulancia y su compañero, para el juez que al final apareció para dictaminar lo obvio sobre el cadáver? Tan sólo era una niña con leotardos que gritaba y que no podía hacerse oír por ninguno de ellos.
«¿Quiere saber la causa, señorita blanca? -quería preguntarle Kendra-. Yo puedo contarle la causa.»
Pero aquélla sólo era una parte de la historia. Ni siquiera Kendra conocía el resto.
– Tenemos que empezar por ganarnos su confianza, señora Osborne -dijo Fabia Bender-. Una de las dos tiene que crear un vínculo con la chica. No va a ser fácil, pero hay que hacerlo.
Kendra asintió con la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?
– Comprendo -dijo-. ¿Puedo llevármela ya a casa?
– Sí. Por supuesto. Dentro de un momento.
Entonces la asistente social se sentó con más firmeza en la silla, su lenguaje corporal dejaba claro que la entrevista no había terminado ni mucho menos. Dijo que había conseguido recabar un poco de información sobre Vanessa durante las semanas que habían pasado desde su primera llamada. Los funcionarios del colegio East Acton's Wood, por no mencionar la Policía local de la zona, habían rellenado algunas lagunas. Por lo tanto, Fabia Bender disponía de algunos datos, pero intuía que había algo más que un padre muerto, una madre internada, dos hermanos y una tía sin hijos propios. Si Kendra Osborne estaba dispuesta a rellenar alguna laguna más para la asistente social…
Así que Kendra se dio cuenta de que Fabia Bender sí conocía algunos de los secretos de la familia, pero estos datos no hicieron más que empeorar su propio malestar. Kendra desarrolló un desprecio más profundo por la mujer, en especial por su acento. El tono bien modulado de Fabia anunciaba a gritos que era de clase media-alta. La elección del vocabulario decía que era licenciada universitaria. Su naturalidad declaraba que había tenido una vida de privilegios. Para Kendra, todo esto demostraba que se trataba de alguien que nunca podría comprender a qué se enfrentaba ni empezar a gestionar una manera de solucionarlo.
– Parece que ya ha rellenado usted esas lagunas -le dijo Kendra de manera cortante.
– Algunas, como le he dicho. Pero lo que necesito comprender con más claridad es la fuente de su ira.
«Hable con su abuela -quiso decirle Kendra a la mujer-. Intente ser el blanco de las mentiras y el abandono de Glory Campbell.» Pero Glory Campbell y la forma indiferente de deshacerse de sus tres nietos era ropa sucia en el armario de Kendra, que no tenía ninguna intención de lavar sus bragas sucias delante de esta mujer blanca. Así que le hizo a Fabia Bender una pregunta lógica: ¿qué más hacía falta para comprender la ira de Ness que un padre muerto y una madre internada? ¿Qué tenía que ver comprender su ira con impedir que se destrozara la vida? Porque, tal como le dijo Kendra a la asistente social, cada vez tenía más claro que lo que Ness Campbell tenía en la mente era destrozarse la vida por completo. Ya pensaba que su vida estaba destruida, así que había decidido ir a por todas. Acelerar las cosas, por así decirlo. Cuando no te importaba el futuro, no te importaba nada en absoluto.
– Habla como si hubiera pasado por lo mismo -le dijo Fabia Bender amablemente-. ¿Hay un señor Osborne?
– Ya no -contestó Kendra.
– ¿Divorciada?
– Exacto. ¿Qué tiene eso que ver con el problema de Ness?
– Entonces, ¿no hay ningún hombre en la vida de Ness? ¿No hay una figura paterna?
– No. -Kendra no mencionó a Dix, ni al Cuchilla ni el olor de los hombres que, durante meses, se había pegado a su sobrina como el rastro dejado por una legión de babosas-. Mire. Me figuro que sus intenciones son buenas. Pero me gustaría llevármela a casa.
– Sí -dijo Fabia-. Ya lo veo. Bueno, entonces sólo nos queda hablar de un tema: su comparecencia ante el juez.
– Nunca antes se ha metido en líos -señaló Kendra.
– Excepto por el problemilla de no ir al colegio -dijo Fabia-. Eso no va a jugar a su favor. Haré todo lo que pueda para conseguirle la libertad condicional y evitar una pena de internamiento…
– ¿Una pena? ¿Por un atraco que ni siquiera tuvo lugar? ¿Cuando tenemos camellos, ladrones de coches, de casas y todo lo demás campando a sus anchas por las calles? ¿Y la encierra a ella?
– Entregaré un informe al juez, señora Osborne. Lo leerá antes de la vista. Tendremos que ser optimistas. -Se levantó. Kendra hizo lo mismo. En la puerta de la sala, Fabia Bender se detuvo-. Alguien tiene que crear un vínculo con esta chica -dijo-. Alguien aparte de los amigos que está eligiendo ahora. No va a ser fácil. Tiene muy buenas defensas. Pero hay que hacerlo.
La vida en el número 84 de Edenham Way se tornó aún más tensa tras la detención de Ness, y ésta fue una de las razones por las que Joel decidió no esperar a que llegara el próximo cumpleaños de Toby para hacer algo con la pancarta «¡Es niño!». No sólo quería reparar lo sucedido en el cumpleaños de Toby, sino que también creía que era importante que su hermano pequeño se distrajera de lo que ocurría en la vida de Ness, no fuera a ser que se alejara de la familia y se refugiara en su propia cabeza por un periodo de tiempo prolongado. Así que colocó la pancarta en la ventana de su cuarto y esperó a ver la reacción de Toby. Esta vez no le hizo falta utilizar sellos, sino que le pidió al señor Eastbourne varios trozos de cinta adhesiva. Se los llevó a casa pegados con cuidado a la tapa de plástico de una libreta y, por lo tanto, pudo desengancharlos fácilmente.
Joel no tendría que haberse preocupado. A Toby le gustó bastante la pancarta -aunque no tanto como la lámpara de lava-, pero resultó que mantenía un nivel admirable de inconsciencia respecto a los problemas de Ness con la ley, no tanto porque estuviera sumergido en Sose, sino porque escuchaba los mensajes diarios que le llegaban desde allí. En cuanto a la noche de su cumpleaños, prácticamente no recordaba nada. Recordaba el curry y, en especial, el naan de almendras, pasas y miel. Recordaba haberse comido la cena en la bandeja de hojalata decorada con un Papá Noel. Incluso recordaba que Ness estaba presente y que le había regalado una varita mágica. Pero no se acordaba de la aparición del Cuchilla en su casa, ni tampoco del alboroto que había provocado cuando entró por la puerta.
Era la ventaja que tenía lo que ocurría dentro de la cabeza de Toby. Recordaba algunas cosas con una claridad que sorprendía a todo el mundo. Otras se desvanecían, como volutas de humo en la niebla. Aquello le proporcionaba una forma de satisfacción que sus hermanos no eran capaces de igualar.
Sus padres, por ejemplo, existían para Toby dentro de una nube agradable. Su padre era un hombre que llevaba a sus hijos al centro social junto a la iglesia de Saint Aidan, donde le esperaban en la guardería. De eso, Toby hablaba cuando le presionaban. Pero la razón por la que esperaban a su padre en la guardería, las reuniones a las que Gavin Campbell se había aferrado y a las que asistía todos los días en otra sala del centro…, de eso Toby no se acordaba. En cuanto a su madre, era la persona que le había pasado los dedos por el pelo con cariño la última vez que había estado en casa. El resto -una ventana abierta de un tercer piso, con un aparcamiento de asfalto abajo, un tren circulando a toda velocidad por las vías justo detrás del edificio- no lo recordaba, ni tampoco habría podido recordarlo, ya que en esa época era muy pequeño. Por lo tanto, la mente de Toby ofrecía sus maldiciones, pero también sus bendiciones.
A Joel le pasaba algo parecido, aunque él sí tenía a Ivan Weatherall y contaba con la promesa tácita que representaba el mentor para escapar -aunque sólo fueran unas horas- del ambiente eléctrico de la casa de Kendra, donde su tía vivía en un estado de expectación inquieta en cuanto a la próxima comparecencia de Ness ante el juez, donde la propia Ness holgazaneaba, al tiempo que fingía no importarle lo que le sucediera. Por su parte, allí Dix intentaba conversar en voz baja con Kendra y jugar el papel de conciliador entre tía y sobrina.
– Tal vez no sean los niños que querías, Ken -le oyó murmurar Joel en la cocina mientras Kendra se servía un café-. Y tal vez no sean los niños que te imaginabas que tendrías. Pero está claro que son los niños que tienes.
– No te metas en esto, Dix -le contestó-. No sabes de qué hablas.
Dix insistió.
– ¿Alguna vez piensas en cómo funciona Dios?
– Tío, deja que te diga algo: ningún dios que yo conozca ha vivido nunca en esta parte de la ciudad.
Si la reacción de Kendra ilustraba lo efímero de la situación en la que vivían, la de Dix al menos era más alentadora. Y si no jugaba exactamente el papel de padre para los niños Campbell, al menos los toleraba y ya era mucho. Por esta razón, una tarde que Dix estaba reparando la vieja barbacoa en el jardín trasero de Kendra, anticipándose al buen tiempo, dejó que Toby mirara y fuera dándole las herramientas, lo que proporcionó a Joel la oportunidad que había estado esperando para volver a visitar a Ivan Weatherall.
Había estado pensando en el curso de guiones. Más aún, había estado pensando en la película que resultaría de los esfuerzos de la clase. Nunca había escrito nada, así que no se veía capaz de sumarse a ellos en la elaboración de un guión, pero había empezado a soñar con que tal vez lo eligieran para hacer algo relacionado con la película. Necesitaban un equipo técnico. Seguramente necesitarían un grupo completo de personas. ¿Por qué no podía ser uno de ellos? Así que mientras Dix y Toby trabajaban en la barbacoa, Ness se dedicaba a hacerse la manicura y Kendra iba a dar un masaje, Joel se dirigió hacia Sixth Avenue.
Escogió una ruta que lo llevó a los alrededores de Portnall Road. Era un agradable día de primavera de sol y brisa y, mientras Joel pasaba por la intersección de Portnall Road y Harrow Road, esta misma brisa llevó hasta él el inconfundible olor del cannabis. Miró a su alrededor para buscar la fuente. La encontró en la parte delantera de un pequeño bloque de pisos, donde había un hombre sentado en la puerta, con las rodillas subidas, la espalda apoyada en la pared y una libreta en el suelo a su lado. Estaba al sol y tenía la cara levantada hacia él. Mientras Joel le observaba, dio una calada profunda, los ojos cerrados, relajado.
Joel ralentizó el paso y luego se detuvo, mirando al hombre desde el otro lado de un seto bajo que definía los límites de la propiedad. Vio que era Calvin Hancock, el artista de grafitis del campo de fútbol hundido; había cambiado de imagen. No llevaba las rastas. Se había afeitado la cabeza, pero de manera irregular. Desde donde estaba Joel era como si una especie de patrón decorara ahora la cabeza del joven.
– ¿Qué te has hecho en el pelo, tío? ¿Ya no eres rastafari?
Cal volvió la cabeza. Fue un movimiento perezoso, más un balanceo que un giro, en realidad. Retiró el porro de sus labios y sonrió. Incluso desde donde estaba, Joel pudo ver que los ojos de Calvin parecían tener un brillo artificial.
– Colega -dijo Cal arrastrando las palabras-. ¿Qué pasa contigo, chaval?
– Voy a ver a un amigo a Sixth Avenue.
Cal asintió con la cabeza, una mirada en su rostro que sugería que esta información tenía un significado profundo para él. Le tendió el porro a Joel de un modo amistoso. El niño dijo que no con la cabeza.
– Chico listo -dijo Cal, aprobando su respuesta-. Mantente alejado de esta mierda todo el tiempo que puedas. -Miró la libreta que tenía al lado, como si de repente recordara qué estaba haciendo antes de colocarse.
Joel se aventuró a entrar en la propiedad para echar un vistazo.
– ¿En qué estás trabajando?
– Oh, en nada. Sólo son bocetos que hago para matar el tiempo.
– Déjame ver. -Joel miró la libreta. Cal había hecho bocetos de lo que parecían caras al azar, todas negras. Eran distintas las unas de las otras, pero tomadas en su conjunto, había algo en ellas que sugería una familia. Y es que, en efecto, se trataba de la familia de Calvin: cinco caras juntas y una sexta sola, apartada del resto y que sin lugar a dudas era Calvin-. Es una chulada, tío -dijo Joel-. ¿Tomas clases o algo?
– Qué va. -Cal cogió la libreta y la tiró al otro lado, fuera de la vista de Joel. Dio una calada profunda al porro y retuvo el humo en los pulmones. Miró al chico entrecerrando los ojos y dijo-: Mejor que no andes por aquí. -Y ladeó la cabeza hacia la puerta del edificio. Alguien había hecho una pintada en ella, como sucedía con casi todo el barrio. En este caso, era un garabato aficionado que rezaba «¡navajazo!» en amarillo sobre el metal gris de la puerta.
– ¿Por qué? -le preguntó Joel-. ¿Y qué haces tú aquí, de todos modos?
– Espero.
– ¿A qué?
– Más bien a quién. El Cuchilla está dentro y eres la última persona a quien querrá ver si sale.
Joel volvió a mirar el edificio. Se dio cuenta de que Cal estaba haciendo de guardaespaldas, por muy colocado que pareciera que fuera.
– ¿Qué está haciendo? -le preguntó Joel al rastafari.
– Follándose a Arissa -dijo Cal sin rodeos-. Es justo ese momento del día. -Fingió mirar un reloj inexistente en su muñeca mientras hablaba y, luego, añadió maliciosamente-: Aunque no oigo los aullidos de placer de ella, así que son sólo especulaciones. Tal vez las partes del Cuchilla ya no funcionan como deberían. Pero, bueno, un hombre siempre tiene que hacer lo que tiene que hacer, te lo digo yo.
Joel sonrió al oír aquello. Calvin también. Entonces se echó a reír, al ver en sus palabras una gracia que sólo el cannabis podía crear. Apoyó la cabeza en las rodillas para controlar la risotada y el gesto dio a Joel una mejor imagen del cráneo de Cal: la cabeza de perfil de una serpiente rudimentaria y espectacular. Por el diseño, era evidente que quien hubiera empuñado las tijeras no era un profesional, y Joel intuía bastante bien quién era esa persona.
– ¿Por qué vas con él, tío? -le preguntó Joel sin pensar.
Cal levantó la cabeza, sin carcajadas ni sonrisas. Dio otra larga calada al porro antes de contestar, aunque el acto de fumar era en sí mismo una forma de respuesta.
– Me necesita -dijo-. ¿Quién sino iba a vigilar esta puerta, asegurarse de que pueda tirarse a Arissa en paz sin que un tipo irrumpa y se lo cargue mientras tiene los pantalones bajados? El hombre tiene enemigos.
Y él también, aunque ninguno de ellos era enemigo sin motivos. Existían entre las mujeres que el Cuchilla había utilizado y abandonado, y entre los hombres que estaban más que ansiosos por quedarse con su territorio. Porque el Cuchilla dirigía una empresa atractiva: tenía hierba, chocolate y farlopa a cambio de dinero, pero también a cambio de mercancías o, mejor aún, para hacer trueques. Había muchísimos jóvenes en las calles dispuestos a correr el riesgo de hacerse una joyería por orden del Cuchilla o una oficina de correos o el supermercado de la esquina o alguna casa oscura cuyos propietarios salieran un viernes por la noche… Y todo por conseguir lo que utilizaran para colocarse. Dado que ésta era su profesión principal, había una infinidad de matones interesados en el negocio del Cuchilla, por muchos riesgos que entrañara. Incluso Joel tenía que admitir que había algo tentador en inspirar miedo en algunos, celos en otros, odio en la mayoría y -si había que decir la verdad- lujuria en chicas de dieciocho años y menos.
Lo que explicaba -al menos en parte- lo que le había sucedido a su propia hermana, que era la última mujer de la Tierra que Joel habría imaginado que se enrollara con alguien como el Cuchilla. Pero era evidente que se había enrollado con él, una información que había deducido la noche del cumpleaños de Toby.
– Supongo que tienes que protegerle, ¿no? -le dijo a Calvin-. Aunque no le fue muy bien cuando vino a vernos a nosotros.
Cal se acabó el porro, apretó la punta y puso el medio centímetro que quedaba en una vieja lata de tabaco que sacó del bolsillo.
– Le dije que debería acompañarle -dijo Cal-, pero el tío no quiso. Quería que Arissa viera al Cuchilla siendo el Cuchilla, ¿comprendes? Recoger lo que era suyo y hacer que tu hermana deseara con todas sus fuerzas no haber nacido.
– Pues no conoce a Ness si creía que conseguiría que deseara eso -observó Joel.
– Cierto -dijo Cal-. Pero la cuestión nunca fue conocerla. El Cuchilla está demasiado ocupado para conocer a una tía. Al menos, demasiado ocupado para tener otra cosa con ella que no sea ñaca-ñaca, tú ya me entiendes.
Joel se rió al oír aquella expresión, y Calvin sonrió como respuesta. La puerta del bloque de pisos se abrió.
Apareció el Cuchilla. Calvin se puso de pie deprisa, una maniobra sorprendente teniendo en cuenta su estado. Joel no se movió, aunque quiso dar un paso rápido para responder a la hostilidad que asomó a las facciones angulosas del Cuchilla. El hombre lanzó una mirada despectiva a Joel, pasó de él como si fuera un insecto y centró su atención en Cal.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
– Estaba…
– Calla. ¿A esto le llamas tú vigilar? ¿Protegerme? ¿Y qué es esta mierda? -Con la punta de la bota de cowboy, el Cuchilla tocó la libreta en la que Cal había estado dibujando. Miró el boceto. Volvió a mirar a Cal-. ¿Mami, papi y los niños, Calvin? ¿Eso es lo que dibujas? -Sus labios esbozaron una sonrisa singular por el grado de amenaza que logró transmitir-. ¿Los echas de menos, tío? ¿Te preguntas dónde están? ¿Meditas sobre por qué desaparecieron un día de repente? Tal vez sea porque eres un perdedor, Cal. ¿No se te había ocurrido?
Joel miró al Cuchilla y luego a Cal. Incluso a pesar de su corta edad, podía ver que el Cuchilla se moría por hacer daño a quien fuera y supo intuitivamente que tenía que irse de allí. Pero también sabía que no podía permitirse parecer asustado.
– Estaba atento, colega. -Calvin sonaba paciente-. No ha pasado nadie por esta calle en la última hora, te lo digo yo.
– ¿De verdad? -El Cuchilla miró fugazmente a Joel-. ¿A esto llamas nadie? Bueno, supongo que tienes razón. Un cabrón mestizo con su hermana mestiza. No son nadie, la verdad. -Centró su atención en Joel-. ¿Y tú qué quieres? ¿Tienes asuntos por aquí? ¿Me traes algún mensaje de esa putilla a la que llamas hermana?
Joel pensó en la navaja, la sangre y en los puntos en el cuero cabelludo de Ness. También pensó en la persona que había sido su hermana en su día y en la persona que era ahora. Sintió un dolor incomprensible. Fue esto lo que le hizo decir:
– Mi hermana no es ninguna putilla, tío. -Y oyó que Cal tomaba aire con un silbido, como la advertencia de una serpiente.
– ¿Eso es lo que piensas? -le preguntó el Cuchilla, y parecía decidido a sacar el máximo provecho de una oportunidad inesperada-. ¿Quieres que te diga qué le gusta? Que se la follen por detrás. Eso es lo que quiere. En realidad sólo lo quiere de esa manera, y lo quiere a todas horas, todos los días, de hecho. Tenía que ponerme duro con la muy putilla para conseguir hacerlo de otra forma.
– Tal vez -dijo Joel en tono agradable, aunque no estaba nada seguro de si podría hablar con la tensión que notaba en el pecho-. Pero quizá sabía que era lo mejor para ti. Ya sabes a qué me refiero: que era el único modo en que tú podías hacerlo.
– Eh, colega -dijo Cal, en un tono claro de advertencia, pero Joel había ido demasiado lejos. No había vuelta atrás. Si no seguía, quedaría marcado como un cobarde, y era la última conclusión que quería que alguien como el Cuchilla extrajera sobre él.
– Ness es así de buena. Ve un defecto y, por mucho que no quieras, hará algo para ayudarte. De todos modos, haciéndolo así, por detrás, como dices, se ahorraba tener que ver tu cara asquerosa. Así que tanto mejor para los dos.
El Cuchilla no contestó nada. A Calvin se le cortó la respiración con un rugido. Nadie conocía al Cuchilla como Calvin Hancock, así que era él quien sabía de qué era capaz el otro hombre exactamente, si se veía acorralado.
– Sigue caminando a casa de tu amigo en Sixth Avenue, colega -le dijo a Joel, y sonaba bastante distinto al fumeta colocado que había estado hablando con él antes de que el Cuchilla apareciera en escena-. No creo que quieras quedarte por aquí.
– Oh, qué bonito -dijo el Cuchilla-. ¿Me proteges de éste? ¿Es lo que estás haciendo? Eres un inútil de mierda, ¿comprendes? -Escupió en el suelo y le dijo a Joel-: Lárgate de mi vista. No merece la pena el esfuerzo de zurrarte. Ni a ti ni a la fea de tu hermana.
Joel quiso decir más, a pesar de la imprudencia de ese deseo. Igual que un gallo joven dispuesto a darlo todo, quería enfrentarse al Cuchilla. Pero sabía que no había forma de competir con aquel hombre, y aunque hubiera podido, habría tenido que pasar por encima de Cal Hancock para llegar a él. Por otro lado, Joel sabía que no podía irse después de que el Cuchilla se lo hubiera ordenado. Así que se quedó mirando al Cuchilla durante unos treinta segundos largos y aterradores, pese a notar la sangre fluyendo con furia en sus oídos y un nudo igual de furioso en la garganta. Esperó a que el Cuchilla dijera:
– ¿Qué pasa? ¿Estás sordo o qué? -Y entonces logró reunir suficiente saliva en el desierto que era su boca para escupir también en el suelo. En cuanto lo hizo, giró sobre sus talones y se obligó a caminar -no a correr- hacia la acera y, de allí, empezó a bajar por la calle.
No miró atrás. Tampoco se dio prisa. Se obligó a andar como si no tuviera ninguna preocupación. No le resultó fácil, con las piernas de goma y el pecho tan oprimido que apenas podía tomar el aire suficiente para no perder el conocimiento. Pero lo consiguió y llegó al final de la calle antes de vomitar en un charco de agua estancada de una alcantarilla.