Aunque no podía responsabilizarse a Joel de ninguno de los sucesos que interrumpieron la fiesta de cumpleaños de Toby, él sí se sentía responsable. La noche especial de Toby se había echado a perder. Como era consciente de lo poco que su hermano pedía de la vida, Joel decidió asegurarse de que ningún otro cumpleaños tuviera un final así.
El final fue más caos. En cuanto Dix D'Court despachó al Cuchilla, hubo que ocuparse de Ness. El corte de la navaja automática no era algo que pudiera curarse con una simple tirita, así que Kendra y Dix la llevaron corriendo al hospital más cercano, conteniendo la hemorragia con un viejo paño de cocina que llevaba dibujado el rostro descolorido de la princesa de Gales. Aquello dejó a Joel con los restos de la comida y de la visita del Cuchilla, y tuvo que decidir si pasar de todo o encargarse de ellos. Eligió encargarse: fregó los platos, ordenó la cocina y la mesa de comer, quitó con cuidado el cartel de «Feliz cumpleaños» de la ventana de la cocina y guardó los sellos en una cajita junto a la tostadora, que era donde los había encontrado. Quería reparar lo que había sucedido en la casa y sintió la urgencia de hacerlo cuando se puso manos a la obra. Mientras tanto, Toby se quedó sentado a la mesa con la barbilla sobre los puños, observando su lámpara de lava y respirando a través del tubo de buceo nuevo. Toby no dijo ni una palabra acerca de lo que había ocurrido. Se había sumergido en Sose.
En cuanto Joel acabó de ordenar el piso de abajo de la casa, llevó a Toby arriba. Allí, supervisó su baño -que el pequeño vio correctamente como la primera oportunidad de utilizar las gafas y el tubo de buceo- y después plantó a su hermano delante del televisor. Al final, los dos chicos se quedaron dormidos en el sofá y no se despertaron hasta que su tía regresó con Ness. Incluso entonces sólo fue una sacudida en el hombro lo que desveló a Joel y Toby. Ness, dijo Kendra, estaba arriba en la cama. Llevaba la cabeza vendada -el corte requirió diez puntos-, pero podían ir a verla antes de acostarse si querían, para que supieran que se encontraba bien.
Ness estaba en el cuarto de Kendra con la cabeza envuelta en algo blanco, como el turbante de un sij. Llevaba tantos vendajes que parecía que le hubieran operado el cerebro, pero Kendra les dijo que el turbante era más una cuestión estética que otra cosa. Habían tenido que afeitarle una parte pequeña de la cabeza para llegar al corte, les contó, y Ness les había suplicado que le taparan el trozo pelado.
No estaba dormida, pero tampoco hablaba. Joel sabía que lo mejor era dejarla tranquila, así que le dijo que se alegraba de que estuviera bien. Se acercó a ella y le dio una palmadita torpe en el hombro. Ella lo miró, pero como si no lo viera en realidad. No miró a Toby.
A Joel esa reacción le recordó a su madre, y provocó que todavía sintiera más la necesidad de mejorar las cosas, lo que para él implicaba hacer que la vida volviera a ser como había sido para todos ellos en el pasado. Que aquello fuera imposible -dada la muerte de su padre y el estado de su madre- no hizo más que intensificar la urgencia de hacer algo. Joel se paseó con torpeza intentando pensar en un calmante adecuado. Como era un joven con recursos limitados y sólo comprendía de manera imperfecta lo que estaba sucediendo en su familia, decidió que encontrar un sustituto al cartel de feliz cumpleaños sería una actividad destinada a complacer a todo el mundo.
No tenía dinero, pero pronto se le ocurrió una forma de conseguir los fondos que necesitaba. Durante una semana, fue de casa al colegio caminando, ahorrándose así el billete del autobús. Eso significaba dejar que Toby le esperara solo en la escuela Middle Row más tiempo del habitual; también significaba que su hermano llegara tarde al centro de aprendizaje para sus clases particulares. Pero consideró que era un precio pequeño por comprar un cartel de feliz cumpleaños.
Joel realizó su búsqueda del cartel en tres lugares. Empezó en Portobello Road. Como allí no tuvo suerte, continuó en Golborne Road, sin éxito. Al final acabó en Harrow Road, donde había un pequeño Ryman's. Pero allí tampoco dio con nada parecido al cartel que estaba buscando y fue sólo cuando siguió en dirección a Kensal Town que llegó a una de esas tiendas de Londres donde se puede encontrar de todo, desde tarjetas telefónicas a planchas de vapor. Entró.
Lo que encontró fue una pancarta de plástico. Decía: «¡Es niño!», y aparecía dibujada una cigüeña en moto y con casco, un fardo de pañales en el pico. Desanimado por no haber hallado lo que quería a pesar de recorrer tres calles en su búsqueda, Joel decidió comprar la pancarta. La llevó a la caja y entregó el dinero, pero se sentía absolutamente derrotado.
Cuando salía de la tienda, vislumbró un pequeño poster, un papel naranja chillón con un anuncio, parecido al tipo de anuncios que había repartido por North Kensington para el negocio de masajes de su tía. El color del folleto hacía que fuera difícil no fijarse en él. Joel se paró a leerlo.
Lo que vio fue un anuncio de un curso de guiones en Paddington Arts; sin duda aquello no tenía nada de insólito, puesto que Paddington Arts -financiado en parte con dinero de la lotería- había sido diseñado justamente para estimular este tipo de actividades creativas en North Kensington. Lo que era insólito, sin embargo, era el nombre del profesor. El nombre: «I. Weatherall» aparecía impreso debajo del título del curso, tras las palabras «impartido por».
No parecía posible que pudiera haber más de un I. Weatherall en la zona. Sin embargo, para asegurarse, Joel rebuscó en su mochila y encontró la tarjeta que Ivan le había dado el día que había puesto fin a la pelea con Neal. Había un número de teléfono al final de la tarjeta y coincidía con el número que figuraba en el folleto naranja a continuación de las palabras «Para preguntas y más información, por favor llamar al».
La tarjeta le recordó a Joel que Ivan Weatherall vivía en Sixth Avenue. En ese momento, él se encontraba cerca de la esquina con Third Avenue. Esa coincidencia bastó para provocar su siguiente movimiento.
La lógica sugería que la calle en cuestión estaba a poca distancia de Third Avenue, pero cuando Joel se puso en marcha, descubrió que no era así. Cinco calles separaban Third Avenue de Sixth Avenue, y cuando Joel llegó, encontró un barrio de casas adosadas bastante distinto a los que había visto desde que vivía con su tía. A diferencia de las amenazantes urbanizaciones de viviendas subvencionadas que configuraban gran parte de North Kensington, estas casas -rastros curiosos del siglo xix- eran estructuras pequeñas y pulcras de sólo dos pisos y la mayoría tenía piedras, con el año 1880 grabado en ellas, hundidas en los dinteles de los minúsculos porches con tejado. Las construcciones eran idénticas y se diferenciaban las unas de las otras por los números, lo que había colgado en las ventanas, y por las puertas de entrada y los jardines diminutos. El número 32 tenía la característica adicional de un espaldar clavado en la pared entre la puerta y lo que debía de ser la ventana del salón. En este espaldar, cuatro de los siete enanitos escalaban para llegar a una Blancanieves que estaba sentada en lo alto de la moldura de madera. No podía decirse que hubiera un jardín en la parte delantera, sino más bien un rectángulo de losas, donde había una bicicleta encadenada a una verja de hierro, que remataba un muro bajo de ladrillo. Este muro recorría la acera y marcaba los límites de la minúscula propiedad.
Joel dudó. De repente, parecía absurdo que hubiera ido a buscar este lugar. No tenía ni idea de qué diría si llamaba a la puerta y encontraba a Ivan Weatherall en casa. Era cierto que había continuado viéndose con el mentor en el colegio, pero el carácter de sus reuniones había sido profesional. Hablaban sobre las clases, e Ivan lo ayudaba con los deberes, de vez en cuando intentaba lanzar alguna perspicaz pregunta vital, y Joel la eludía lo mejor que podía. Por lo tanto, aparte de «¿Algún problema más con Neal, hijo mío?», a lo que Joel había respondido sinceramente con un «No», no había pasado nada personal entre ellos.
Tras quedarse un momento mirando la puerta e intentando decidir qué hacer, Joel tomó una decisión. Su cabeza le decía que tenía que regresar con Toby. Lo había dejado en el centro de aprendizaje para su sesión habitual, y pronto esperaría que fuera a buscarlo. Por lo tanto, apenas tenía tiempo para visitar a Ivan Weatherall. Sería mejor que se pusiera en marcha.
Se dio la vuelta para irse, pero, de repente, la puerta se abrió y ahí estaba Ivan Weatherall, mirándole.
– Qué bendición -le dijo el hombre sin más preámbulos-. Pasa, pasa. Necesito dos manos más. -Desapareció hacia el interior de la casa, dejando la puerta abierta con expectación confiada.
Fuera, Joel arrastró los pies, intentando tomar una decisión. Si le hubieran preguntado, no podría haber dicho exactamente por qué había ido a Sixth Avenue. Pero como estaba allí, conocía a Ivan del colegio y lo único que tenía para recompensar los esfuerzos hechos hoy era un cartel patético que anunciaba «¡Es chico!»…, entró en la casita.
Justo al cruzar la puerta había un minúsculo recibidor, donde un cubo rojo con la palabra «Arena» contenía tres paraguas plegados y un bastón. Encima, la pequeña cabeza de un elefante de madera con la trompa hacia arriba servía de percha para los abrigos, y del único colmillo del animal colgaba un juego de llaves.
Joel cerró la puerta con cuidado y percibió de inmediato dos sensaciones: el aroma a menta fresca y el tictac agradable de los relojes. Se encontraba en un lugar abarrotado de cosas estrictamente organizadas. Aparte del elefante, las paredes del minúsculo recibidor exhibían una colección de pequeñas fotografías antiguas en blanco y negro, pero ni una sola estaba torcida como sucede con las fotos enmarcadas cuando las rozan los habitantes de una casa. Debajo, a un lado del recibidor y extendiéndose hacia el pequeño salón en el que desembocaba, había estanterías que revestían las paredes y que rebosaban libros. Pero todos los volúmenes estaban perfectamente colocados, con los lomos en perfecto estado hacia afuera y del derecho. Encima de estas estanterías colgaban más de una docena de relojes, el origen del tictac. A Joel le pareció relajante.
– Ven conmigo. Entra. -Ivan Weatherall habló desde una mesa encajonada en una ventana de mirador del salón, que proporcionó a Joel la explicación de cómo había sido visto dudando delante de la puerta de la casa. Se acercó a Ivan y vio que dentro del reducido espacio de la sala, el hombre había logrado crear un estudio, un taller y una sala de música. En estos momentos, estaba utilizando el espacio de taller: intentaba vaciar una gran caja de cartón en la que había algo empaquetado en un bloque de espuma de poliestireno-. Has aparecido justo en el momento adecuado -le dijo Ivan-. Échame una mano, por favor. Las estoy pasando canutas para sacar esto. Imagino que lo empaquetaron unos sádicos que ahora mismo estarán desternillándose pensando en mis esfuerzos impotentes. Bueno, pues yo me reiré el último. Ven aquí, Joel. Incluso en mi propio reino, verás que no muerdo.
Joel se acercó. Mientras lo hacía, el aroma a menta se intensificó y vio que Ivan estaba mascándola. No era un chicle, sino menta de verdad. Había un cuenco poco profundo de hojas a un lado de la mesa e Ivan metió la mano para coger un tallo, que sujetó entre los labios como un cigarrillo mientras Joel se unía a él.
– Parece que tendremos que agitarla. Si eres tan amable de sujetar la caja hacia abajo, creo que podré sacar todo lo demás.
Joel hizo lo que le pidió. Dejó la pancarta de «Es chico» en el suelo y fue a ayudar a Ivan.
– ¿Y qué hay dentro? -dijo Joel mientras Ivan sacudía la caja.
– Un reloj.
Joel miró a su alrededor a los aparatos que ya mostraban la hora del día -y a veces incluso también el día- en números grandes, en números pequeños y sin números.
– ¿Por qué necesitas otro?
Ivan siguió su mirada.
– Ah. Sí. Bueno, no lo hago para saber la hora, si te refieres a eso. Es por la aventura. Por la delicadeza, el equilibrio y la paciencia que requiere ver realizado un proyecto, por muy complicado que parezca. Los construyo, en otras palabras. Lo encuentro relajante. Algo en lo que pensar para no pensar -sonrió- en lo que de lo contrario pensaría. Y, además, el proceso me parece un microcosmos de la condición humana.
Joel frunció el ceño. Nunca había oído a nadie hablar como Ivan, ni siquiera a Kendra.
– Pero ¿de qué estás hablando?
Ivan no respondió hasta que soltaron el bloque de espuma. Levantó la parte superior respecto a la inferior tres cuartas partes y la dejó con cuidado a un lado.
– Hablo de delicadeza, equilibrio y paciencia. Como te he dicho. La comunión que tenemos con los demás, el deber que tenemos que cumplir con nosotros mismos y el compromiso necesario para conseguir los objetivos que nos proponemos. -Miró dentro del recipiente de espuma, que Joel vio que contenía paquetes de plástico con grandes letras solitarias, junto con cajitas de cartón con etiquetas pegadas. Ivan empezó a sacarlas y las dejó amorosamente sobre la mesa, junto con un folleto que parecía contener las instrucciones. Lo último en salir fue un paquete del que Ivan extrajo un par de guantes blancos finos. Se los colocó delicadamente sobre la rodilla y se giró en la silla para examinar una caja de madera que descansaba a un lado de la mesa. De dentro sacó un segundo par de guantes, y se los pasó a Joel-. Vas a necesitarlos -le dijo-. No podemos tocar el latón o dejaremos nuestras huellas y será el fin.
Joel obedeció y se puso los guantes, mientras Ivan desplegaba el folleto sobre la mesa y sacaba unas gafas metálicas viejas del bolsillo de su camisa a cuadros. Se enganchó las varillas en las orejas y luego pasó el dedo por la primera página del folleto hasta que encontró lo que quería. Se puso los guantes blancos y dijo:
– Primero el inventario. Es crucial, ¿sabes? Hay quien comete la estupidez de empezar sin asegurarse de que tiene todo lo que necesita. Nosotros, sin embargo, no seremos tan imprudentes como para dar por sentado que tenemos en nuestro poder todas las piezas necesarias para completar este viaje. Vamos a coger la bolsa A. Pero no la rompas. Volveremos a meterlo todo dentro en cuanto nos cercioremos de que no falta nada.
De este modo, los dos se pusieron a trabajar, comparando lo que había recibido Ivan con lo que figuraba en la lista. Fueron tachando todos los tornillos y todas las tuercas minúsculas, todos los engranajes, todas las columnas y todas las piezas de latón. Mientras lo hacían, Ivan charló sobre relojes, explicándole el origen de su historia de amor con estos aparatos. Cuando acabó de explayarse, dijo de repente:
– ¿Qué te trae por Sixth Avenue, Joel?
Joel optó por la respuesta más fácil.
– He visto el anuncio.
Ivan levantó una ceja poblada.
– ¿Que sería…?
– El del curso de guiones. En Paddington Arts. Lo das tú, ¿no?
Ivan parecía satisfecho.
– Eso es. ¿Vas a apuntarte? ¿Has venido a pedirme información? La edad no supone ningún inconveniente, si es lo que te preocupa. Siempre nos implicamos en un esfuerzo conjunto, gracias al cual surgirá la propia película.
– ¿Qué? ¿Hacéis una película de verdad?
– Así es. Te conté que una vez produje películas, ¿verdad? Bueno, pues así es como empiezan todas las películas: con un guión. He comprobado que cuantas más mentes participan en el proceso, mejor es el proceso en sus fases iniciales. Más adelante, cuando empezamos a montar y pulir, surge alguien que lleva la voz cantante. ¿Te interesa?
– Estaba comprando un cartel de cumpleaños -dijo Joel-. En Harrow Road.
– Ah. Comprendo. ¿No te apetece labrarte una carrera en el cine, entonces? Bueno, supongo que no puedo culparte, la mayoría de las películas modernas son pantallas azules, miniaturas, persecuciones de coches y explosiones. Hitchcock estará retorciéndose en su tumba, hazme caso, Joel. Por no hablar de lo que estará haciendo Cecil B. DeMille. Bueno, ¿qué tienes pensado para ti entonces? ¿Cantante de rock and roll? ¿Futbolista? ¿Presidente del Tribunal Supremo? ¿Científico? ¿Banquero?
Joel se puso de pie de repente. Si bien había otros elementos de la conversación que podrían haberle resultado complicados de entender, sí sabía reconocer cuando alguien se reía a su costa, aunque la persona en cuestión no estuviera riéndose literalmente.
– Me largo, tío -dijo, y se quitó los guantes y recogió la pancarta.
– ¡Por el amor de Dios! -Ivan se levantó de un salto-. ¿Qué ocurre? ¿He dicho…? Verás, veo que te he ofendido de algún modo, pero ten por seguro que no era mi intención… Oh. Creo que ya lo sé. Has supuesto que… A ver, Joel, ¿has supuesto que te estaba tomando el pelo? Pero ¿por qué no podrías ser presidente del Tribunal Supremo o primer ministro, si es lo que prefieres? ¿Por qué no podrías ser astronauta o neurocirujano, si es lo que te interesa?
Joel dudó, evaluando las palabras, el tono y la expresión de Ivan. El hombre estaba de pie con la mano extendida, el guante blanco como Mickey Mouse.
– Joel -dijo Ivan-, tal vez deberías contármelo.
Joel notó un escalofrío.
– ¿El qué?
– La mayoría de la gente me considera tan inofensivo como una caja de algodón. A veces es cierto que cotorreo sin pensar exactamente cómo suena lo que digo. Pero, Dios santo, a estas alturas ya lo sabes, ¿verdad? Y si tenemos que ser amigos en lugar de representar los roles que nos han asignado en el colegio Holland Park -y con esto me refiero a mentor y alumno-, entonces me parece que como amigos…
– ¿Quién dice que somos amigos? -Joel volvió a sentir que se reía de él. También tendría que haber sentido recelo, al estar con un hombre adulto que hablaba de una amistad entre ellos. Pero no sentía recelo, sólo confusión. E incluso entonces era una confusión que nacía de la novedad de la situación. Ningún adulto le había pedido nunca que fueran amigos, si era eso lo que realmente estaba haciendo Ivan.
– Nadie, en realidad -dijo Ivan-. Pero ¿por qué no deberíamos ser amigos si es lo que mutuamente decidimos y queremos? ¿Acaso pueden tenerse suficientes amigos? Creo que no. Por lo que a mí respecta, si comparto con alguien un interés, un entusiasmo, un modo particular de ver la vida…, lo que sea…, eso convierte a esa persona en un alma gemela, sea quien sea él. O ella, en realidad. O incluso ello, porque, francamente, hay insectos, pájaros y animales con los que a veces tengo más cosas en común que con las personas.
Al oír aquello, Joel sonrió, impactado por la imagen de Ivan Weatherall en comunión con una bandada de pájaros. Bajó la pancarta. Se oyó decir algo que jamás había imaginado que llegaría siquiera a susurrar a otro ser humano.
– Psiquiatra.
Ivan asintió pensativo.
– Un trabajo noble. El análisis y la reconstitución de la mente que sufre. Química cerebral asistida. Estoy impresionado. ¿Por qué te has decidido por la psiquiatría? -Regresó a su asiento e indicó a Joel que volviera a su lado para continuar con el inventario de las piezas del reloj.
Joel no se movió. Había cosas de las que le costaba horrores hablar, incluso ahora. Pero decidió intentarlo, al menos en parte.
– El cumpleaños de Toby fue la semana pasada. Cuando era el cumpleaños de alguien, solíamos… -Notó un escozor en los ojos, lo mismo que sentiría si el humo del cigarrillo de alguien se colara debajo de sus párpados cerrados. Pero en esta habitación no había ningún cigarrillo languideciendo en un cenicero. Sólo estaba Ivan, que cogió otra hoja de menta, la enrolló entre los dedos y se la metió en la boca. Sin embargo, mantuvo la mirada clavada en Joel, y el niño prosiguió porque, en realidad, sentía como si le arrancaran las palabras, no como si hablara realmente-. Papá cantaba en los cumpleaños. Pero no sabía cantar, no mucho, y siempre nos reíamos de eso. Tenía ese ukelele demencial, de plástico amarillo, era, y fingía que sabía tocarlo. «Acepto sugerencias, chicos y chicas», decía. Si mamá estaba, le pedía a Elvis. Y papá decía: «¿Ese viejo, Caro? Tienes que modernizarte, mujer». Pero lo cantaba de todos modos. Cantaba tan mal que te dolían los oídos, y todo el mundo le gritaba que parara.
Ivan estaba quieto, una mano en el folleto que había estado utilizando para el inventario y la otra en el muslo.
– ¿Y entonces?
– Paraba. Y traía los regalos. Una vez me regaló una pelota de fútbol. A Ness, un muñeco Ken.
– No entonces. -Las palabras de Ivan eran amables-. Me refería a después. Sé que no vives con tus padres. Me lo dijeron en la escuela, por supuesto. Pero no sé por qué. ¿Qué les pasó?
Estaba en tierra de nadie. No contestó. Pero, por primera vez, quería hacerlo. Sin embargo, hablar era violar un tabú familiar: nadie hablaba del asunto; nadie podía enfrentarse a las palabras.
Joel lo intentó.
– La Policía dijo que había ido a la licorería. Mamá les dijo que no porque estaba curado. Ya no bebía, dijo. No consumía nada. Sólo había ido a buscar a Ness a su clase de ballet como hacía siempre. Además, Toby y yo estábamos con él. ¿Cómo podían pensar que iba a consumir si Toby y yo estábamos con él?
Pero eso fue lo único que logró decir. El resto… era un lugar demasiado doloroso. Incluso pensar en ello dolía a un nivel al que ningún paliativo podría llegar nunca.
Ivan estaba mirándolo. Pero Joel no quería que lo miraran. Ahora sólo veía una opción. Cogió la pancarta y se marchó corriendo de la casa.
Tras la incursión del Cuchilla en Edenham Way, Dix tomó su decisión. Y se la comunicó a Kendra de un modo que no admitía ni negativas ni discusiones. Iba a instalarse con ellos, la informó. No iba a dejar que viviera sola -aunque fuera en compañía de tres niños, y tal vez debido a la compañía de esos tres niños en particular- mientras un delincuente como el Cuchilla estaba resuelto a darles una lección que cualquiera podía imaginar fácilmente. Además, fueran cuales fueran las intenciones del Cuchilla la noche que visitó a Kendra y a los Campbell, esas intenciones se verían reforzadas por el trato que había recibido a manos de Dix. Y que no le cupiera la menor duda, le dijo Dix a Kendra cuando la mujer intentó protestar ante estos planes, el Cuchilla no iba a vengarse a través de Dix. No era así como los de su calaña buscaban ajustar las cuentas, sino que iría tras uno de los miembros de la familia, y Dix pensaba estar ahí para impedírselo.
No mencionó que, al instalarse, estaría un paso más cerca de conseguir lo que quería: una sensación de permanencia con Kendra. Continuó el resto de su explicación expresando su necesidad de salir del Falcon, donde vivir con dos compañeros culturistas hacía tiempo que constituía nadar en un exceso de testosterona. A sus padres solamente les dijo que era algo que tenía que hacer. No les quedó más remedio que aceptar su decisión. Veían que Kendra no era una mujer corriente -y decidieron que eso hablaba en favor de ella-, pero aun así siempre habían albergado sus propios sueños sobre la clase de vida que debería llevar su hijo, y esa vida nunca había contemplado a una mujer de cuarenta años al cargo de tres niños. Aparte de sus murmullos iniciales de precaución, sin embargo, se guardaron sus reservas para ellos.
Joel y Toby estaban contentos de tener a Dix en casa, porque para ellos era una especie de dios. No sólo había surgido de la nada y había salvado el día como si de un héroe de cine de acción se tratara, sino que a sus ojos también era perfecto en todos los sentidos. Les hablaba como si fueran sus iguales, era evidente que adoraba a su tía -lo cual era una ventaja, ya que también estaban encariñándose con ella-, y si tal vez estaba demasiado obsesionado con la perfección del cuerpo, en general, y la suya en particular, resultaba fácil obviarlo por la seguridad que les aportaba su presencia.
El único problema era Ness. Pronto se hizo evidente que, debido a lo borracha que estaba en esa ocasión, no recordaba que Dix había sido el hombre que la había salvado de un destino desagradable en el Falcon. Simplemente no le tenía ninguna simpatía, a pesar de su oportuna llegada cuando el Cuchilla estaba agrediéndola. Los motivos eran varios, aunque no estaba dispuesta a reconocer ninguno.
El más obvio era que se sentía desplazada. Desde que los Campbell habían llegado a North Kensington desde East Acton, Ness había compartido el cuarto de Kendra las noches que decidía dormir en casa; tras la llegada de Dix, vio cómo la echaban de la habitación de su tía y quedaba relegada al sofá. El hecho de que el hombre montara un biombo para darle intimidad no mejoraba sus sentimientos, y tales sentimientos se agravaron al ver que Dix -que era sólo ocho años mayor que ella y un hombre que quitaba el hipo- permanecía ostensiblemente indiferente a su presencia y que estaba loco por su tía. Se sentía como una rejilla de tostadas frías en su presencia, y tradujo lo que sentía en una renovación de la hosquedad hacia la familia y una renovación de la amistad con Six y Natasha.
Aquello dejaba perpleja a Kendra, que había supuesto equivocadamente que Ness cambiaría después de que el Cuchilla la atacara, cuando se percatara de lo equivocado de su comportamiento anterior, y estaría agradecida de que ahora todos dispusieran de la protección de un hombre. Ante la frustración de la grosería continuada de la chica, le señaló que, en cualquier caso, ella era la responsable de que Dix D'Court se hubiera mudado a vivir con ellos. Si no se hubiera liado con el Cuchilla, no estaría en aquella situación: durmiendo en el sofá, en el salón, detrás de una pantalla plegable.
Con tal enfoque infructuoso, aunque comprensible, se corría el riesgo de empeorar la situación. Dix se lo comentó a Kendra en privado, y le dijo que se tomara las cosas con más calma con la chica. Si Ness no quería hablar con él, no pasaba nada. Si salía enfurruñada de la habitación cuando él entraba, tampoco pasaba nada. Si utilizaba su cuchilla de afeitar, vaciaba su loción corporal en el retrete y tiraba sus zumos 100% orgánicos por el fregadero de la cocina, había que dejarla. Por el momento. Ya llegaría el día en que se daría cuenta de que nada de eso iba a cambiar la realidad. Y entonces tendría que elegir un camino distinto. Necesitaban estar dispuestos a proporcionárselo; debían impedir que eligiera un sendero que le ocasionara más problemas.
Para Kendra, se trataba de una forma abiertamente optimista de abordar el problema de Ness. Desde su llegada, la chica no había traído más que dificultades cada vez mayores a la vida de Kendra. Sin embargo, no se le ocurría nada aparte de dar órdenes y proferir amenazas, la mayoría de las cuales -por el deber que sentía hacia su hermano, el padre de Ness- no cumplía porque carecía de valor para llevarlas a cabo.
– Sigues esperando que sea como tú. -Esa era la evaluación exasperantemente razonable que hacía Dix de la situación cuando él y Kendra hablaban del tema-. Si superas eso, podrás aceptarla como es.
– ¿Sabes lo que es? Una puta -le dijo Kendra-. No va a clase, es una vaga y una zorra.
– No lo dices en serio -contestó Dix, poniéndole un dedo en los labios y sonriendo. Era tarde. Tenían sueño. Habían hecho el amor y estaban preparándose para dormir-. Es tu frustración la que habla. Igual que habla la suya. Estás dejando que te saque de quicio, en lugar de analizar por qué hace lo que hace.
Principalmente, se evitaban, cautelosas como gatos. Kendra entraba en una habitación; Ness salía airada. Kendra asignaba una tarea a la chica; Ness sólo la hacía cuando la petición se transformaba en exigencia, y la exigencia se convertía en amenaza e, incluso entonces, la hacía tan mal como podía. Hablaba con monosílabos, estaba enfadada y se mostraba sarcástica cuando lo que Kendra esperaba de ella era gratitud. No gratitud por tener un techo -algo que incluso Kendra sabía que era pedir demasiado, teniendo en cuenta por qué Ness y sus hermanos habían acabado viviendo en Edenham Way-, sino gratitud, al menos por que Dix la hubiera salvado del Cuchilla. En realidad, era la segunda vez que el hombre la salvaba de un problema, una verdad que Kendra le señaló.
– ¿Ese tío era él? -respondió Ness a la noticia-. ¿El del Falcon? Imposible. -Pero después de saber aquello, Ness lo miró distinto y de una manera que habría preocupado a una mujer menos segura de sí misma que Kendra.
– Era él -respondió su tía-. ¿Tan borracha estabas que no te acuerdas, hija?
– Demasiado borracha para mirarle a la cara -dijo-. Pero lo que sí recuerdo… -Sonrió y puso los ojos en blanco expresivamente-. Kendra, Kendra, Kendra. Qué suerte tienes, tía.
Su comentario fue una piedrecita lanzada a un estanque grande, pero las ondas siguieron su camino hacia fuera. Kendra intentó evitar prestarles atención. Se dijo que, en su estado actual, a Ness le gustaba confundir mentes y no le importaba cómo.
Aun así, no pudo evitar que se produjera una reacción en lo más profundo de su ser, una reacción que a la larga provocó que le dijera a Dix, para abordar el tema indirectamente:
– Tío, ¿qué haces amando un cuerpo de mediana edad como el mío? ¿No te gusta la carne joven? ¿Es eso? A tu edad, pensaría que querrías a alguien joven.
– Tú eres joven -dijo él de inmediato, una respuesta gratificante. Pero siguió con una pregunta intuitiva-: ¿A qué viene todo esto en realidad, Ken?
Aquello exasperó a Kendra: que Dix descubriera sus manipulaciones.
– A nada -respondió.
– No te creo -dijo él.
– Muy bien. ¿Pretendes que crea que no miras a las chicas? ¿A mujeres jóvenes? En el pub, en el gimnasio, tomando el sol en el parque…
– Claro que las miro. No soy un robot.
– ¿Y cuando Ness va por aquí medio desnuda? ¿Te fijas?
– Repito, Ken, ¿a qué viene todo esto?
Al verse presionada, sin embargo, Kendra no logró decir más. Decir más habría indicado falta de confianza, de seguridad y de estima. No estima hacia sí misma, sino hacia él. Para no pensar en lo que Ness claramente quería que pensara, Kendra intensificó sus esfuerzos por aumentar su lista de clientes de masajes, diciéndose que todo lo que no estuviera relacionado con el futuro que intentaba construir era secundario.
Sin embargo, no había pensado que ese futuro incluiría a los Campbell, y mientras Ness continuaba demostrando lo desagradable que podía ser la vida con una adolescente, Kendra, comprensiblemente, dirigió sus pensamientos a cómo poner fin a la vida con una adolescente. Consideró la posibilidad de que su madre volviera a entrar en su mundo y se los llevara con ella. Incluso visitó a Carole Campbell en privado para evaluar si podían despertarse sus escasos instintos maternales. Pero Carole, que tenía un «día ausente», como llamaban al periodo de estado de fuga en el que se sumía, guardó silencio respecto a la situación de Ness y de Joel. El asunto de Toby, Kendra lo sabía, era mejor no mencionarlo.
Por otro lado, que a Dix no le molestara la presencia de los Campbell -y en particular la de Ness- incrementó el sentimiento de culpa de Kendra respecto a sus propios sentimientos. Se dijo: «Dios mío, soy su tía, por el amor de Dios», e intentó deshacerse de la sensación general de inquietud que la tenía esperando lo peor constantemente.
En cuanto a Ness, sabía que su tía no se fiaba de ella y, como llevaba tanto tiempo sintiéndose impotente, disfrutaba de la sensación fugaz de supremacía que experimentaba estando, simplemente, en la misma habitación que su tía y que Dix D'Court. Porque Kendra había empezado a examinarla como si fuera un espécimen microscópico en un portaobjetos y, al interpretar las sospechas de su tía como celos, Ness no pudo evitar intentar darle algo por lo que estar celosa.
Para ello necesitaba la colaboración de Dix. Como para Ness era un hombre igual a todos los hombres -gobernado por deseos básicos- se propuso seducirle. Su forma de abordarle no fue nada sutil.
Él estaba en el fregadero de la cocina cuando se le acercó. Se había hecho uno de sus zumos de proteínas y estaba bebiéndoselo deprisa. Estaba de espaldas a ella. No había nadie más en la casa.
– A Ken le ha tocado la lotería -murmuró Ness-. Eres un hombre espléndido, tío.
Dix se volvió hacia ella, sorprendido porque creía que la chica había salido. El tenía cosas que hacer -sus ejercicios diarios principalmente- y tener un tête-à-tête con la sobrina de su novia no era una de ellas. Además, se había fijado en cómo Ness había empezado a mirarle, evaluando y decidiendo, y sabía muy bien adónde conduciría un coloquio privado con ella. Apuró lo que quedaba de batido y se giró para enjuagar el vaso.
Ness se colocó a su lado en el fregadero. Le puso la mano en el hombro y la bajó por el brazo. Estaba desnudo, como su pecho. Ness le giró la muñeca y repasó una vena. Su caricia era ligera, sus manos eran suaves y era imposible malinterpretar sus intenciones.
Dix era humano, y si pensó fugazmente en devolverle la caricia y si sus ojos se posaron aún más fugazmente en los pezones oscuros que, sin sujetador, se marcaban a través de la fina camiseta blanca que llevaba, se debía a un instinto irrefrenable. Lo que se activó por un momento en su interior era pura biología, pero la controló.
Apartó la mano de Ness de su cuerpo.
– Una buena forma de meterte en líos, ¿no te parece? -le dijo.
Ella le cogió la mano, la presionó contra su cintura y la mantuvo allí. Clavó sus ojos en los de él y le levantó la mano hasta que tocó la turgencia de su pecho.
– ¿Por qué le ha tocado a ella la lotería? -repitió-. Sobre todo cuando yo te vi antes. Vamos, tío. Sé que lo deseas. Sé qué deseas. Y sé que deseas que te lo dé yo.
Otra vez la biología: Dix sintió que se ponía caliente en contra de su voluntad. Pero aquello le instó a apartarse de ella bruscamente.
– Estás malinterpretando las cosas, Ness -le dijo-. O eso, o te lo estás inventando.
– Ah, vale. La otra noche en el Falcon estabas siendo noble, ¿verdad, Dix? ¿Me estás diciendo eso? ¿Me estás diciendo que no recuerdas lo que pasó justo antes de llevarme a casa? Fuimos a tu coche. Me metiste dentro. Te aseguraste de que tuviera el cinturón abrochado: «Dame, deja que te ayude, señorita. Deja que te lo ponga, que me asegure de que estás bien cómoda».
Dix levantó la mano para frenar sus palabras.
– No sigas por ahí -le dijo.
– ¿Por dónde? ¿Por cuando me rozaste con los dedos como quieres hacer ahora? ¿Por cuando me subiste la mano por la pierna, tanto como pudiste, hasta que encontraste lo que querías? ¿Por dónde no quieres que siga?
Dix entrecerró los ojos. Se le ensancharon las ventanas de la nariz al respirar y absorbió su olor. Kendra era atractiva, pero esta chica era sexo. Era inexperta, estaba ahí y le asustaba muchísimo.
– ¿Eres una mentirosa, además de una puta, Ness? Mantente alejada de mí. Hablo en serio, ¿entiendes?
La empujó para pasar y se marchó de la cocina. Lo que dejó detrás de él fue el sonido de la carcajada de Ness. Una sola nota, alta y desprovista de corazón y regocijo. La sintió como un escalpelo que le arrancara la piel.
Ness no tenía edad para comprender lo que sentía. Lo único que comprendía de lo que sucedía en su interior era que estaba furiosa. Para ella, tal furia era algo que demandaba acción, porque actuar siempre es más fácil que pensar.
Su oportunidad de actuar para expresarse llegó pronto. Había imaginado que la acción sería sexual: ella y Dix retozando ardientemente de una manera y en un lugar que garantizaran que Kendra los descubriera. Pero no fue así como se desarrollaron las cosas. Fueron Six y Natasha quienes le proporcionaron la oportunidad de expresarse, que llegó porque dos circunstancias a las que ninguna de las chicas era ajena ocurrieron simultáneamente. Cierta noche en que las chicas no tenían nada que hacer, la falta de dinero colisionó con el deseo de sustancias.
Aquella situación no tendría que haber supuesto ningún problema. Tras una masturbación, una mamada, una penetración completa o lo que fuera que hubieran negociado, los camellos en bici de la zona siempre habían estado encantados de pagarles con cocaína, cannabis, éxtasis, cristal… Lo bueno para ellos era que las chicas no eran exigentes con el material. Pero, últimamente, la situación había cambiado. La fuente de la droga había comenzado a vigilar más detenidamente a los chicos porque un cliente desconfiado se había quejado de que alguien se quedaba con pequeñas porciones de mercancía. Por lo tanto, se había cerrado el grifo, y no parecía que ningún número de favores sexuales fuera capaz de abrirlo.
Era indudable que las chicas necesitaban dinero. Pero no tenían nada para vender, y la idea de buscar un trabajo -en el caso de que alguna de ellas fuera contratable, que no lo eran- ni se les pasó por la cabeza. De todos modos, pertenecían a la generación de la gratificación instantánea, así que repasaron sus opciones para decidir cuál era la mejor manera de conseguir el dinero. Parecía haber dos posibilidades: o bien podían vender favores sexuales a otras personas que no fueran los camellos, o bien podían robar el dinero. Eligieron la segunda opción, ya que parecía más rápida, y sólo les quedaba decidir a quién mangar lo que necesitaban. De nuevo, tenían varias opciones: podían birlar el dinero del bolso de la madre de Six; podían robárselo a alguien que utilizara un cajero automático; podían mangárselo a alguien indefenso en la calle.
Como la madre de Six andaba poco por casa, tampoco estaba su bolso, y la chica desconocía si guardaba dinero escondido en el piso, así que eliminaron esa posibilidad. El cajero automático parecía buena idea hasta que Tash, precisamente ella, señaló que la mayoría de los cajeros tenían cámaras de seguridad instaladas cerca, y lo último que querían era que sus caras quedaran fotografiadas atracando a alguien que utilizaba un cajero. Eso les dejaba con un enfrentamiento en la calle. Se pusieron de acuerdo y lo único que quedó por hacer fue seleccionar la zona en la que llevar a cabo la operación y seleccionar a la víctima adecuada.
Las tres urbanizaciones de viviendas subvencionadas donde vivían las chicas se descartaron de inmediato, igual que Great Western Road, Kilburn Lane, Golborne Road y Harrow Road. Estas zonas, decidieron, estaban demasiado concurridas, y era probable que cualquier persona a la que atracaran empezara a proferir gritos que harían que las descubriesen, tal vez las detuvieran. Se decidieron por un complejo que estaba justo delante de la comisaría de Policía de Harrow Road. Si bien a otros les habría parecido un lugar absurdo para atracar a un londinense, a las chicas les gustó por dos motivos: primero porque la verja de entrada se cerraba con llave, lo que alimentaría una falsa sensación de seguridad en su víctima potencial, y segundo porque estaba tan cerca de la comisaría de Policía que nadie esperaría que lo atracaran en ese lugar. Pensaban que elegir ese sitio constituía una elección brillante.
Entrar en la urbanización no les ocasionó ningún problema. Simplemente se quedaron esperando junto a tres cubos de basura cerca de la verja hasta que se acercó una anciana confiada que arrastraba un carrito de la compra. Tash se adelantó corriendo para sujetarle la puerta en cuanto la mujer la abrió:
– Deje que la ayude, señora.
La mujer se quedó tan sorprendida por que le hablaran y la trataran con tanta educación que no albergó ninguna sospecha cuando Tash la siguió adentro e indicó a Six y Ness que hicieran lo mismo.
Six negó con la cabeza para señalar que dejara marchar a la mujer. Como sería jubilada, era improbable que llevara suficiente dinero encima para lo que querían y, de todos modos, Six ponía el límite en atracar a ancianas indefensas. Le recordaban a su abuela, y no atracarlas era una especie de pacto con el destino, que garantizaba que nadie molestaría a su abuela.
Así que las chicas comenzaron a recorrer los senderos arriba y abajo, observando y esperando. Ninguna de las dos operaciones se demoró. No llevaban ni diez minutos dentro del recinto cuando vieron su objetivo. Una mujer salió de una de las casas adosadas, empezó a caminar hacia Harrow Road y cometió la estupidez -y un desafío directo a todo lo que recomendaba la Policía- de sacar un móvil del bolso.
Parecía una bendición caída del cielo mientras pulsaba unos números, ajena a lo que sucedía a su alrededor. Aunque no llevara dinero, tenía móvil, y hasta la fecha nada había cambiado la vida de Six y Natasha, así que poseer un móvil aún representaba el mayor de sus sueños.
Ellas eran tres, y la mujer una: las probabilidades parecían excelentes. Lo único que haría falta serían dos chicas delante y una detrás. Una confrontación sin violencia, pero con la amenaza del daño físico omnipresente. Tenían pinta de duras porque eran duras. Aún más, ella era blanca; ellas, negras. Ella era de mediana edad; ellas, jóvenes. Era, en resumen, un encuentro ideal, y las chicas no dudaron en seguir adelante.
Six iba en primer lugar. Ella y Tash se enfrentarían con la mujer. Ness sería el refuerzo sorpresa que aparecería por detrás.
– ¿Patty? Soy Sue -le dijo la mujer al móvil-. ¿Puedes abrir tú la puerta? Llego tarde y no creo que los estudiantes esperen más de diez minutos si… -Vio a Tash y a Six delante de ella. Se detuvo en el sendero. Desde detrás, Ness le colocó una mano en el hombro. La mujer se puso tensa.
– Danos el móvil, zorra -dijo Six, y se acercó deprisa. Tash hizo lo mismo.
– Danos el bolso también -dijo Tash.
Sue estaba blanca hasta los labios, aunque las chicas no tenían forma de saber si era su color natural.
– No os conozco, ¿verdad, chicas? -dijo.
– Bueno, en eso tienes razón -dijo Six-. Danos el móvil y hazlo ya. Si no, te pinchamos.
– Sí, sí, claro. Sólo… -Y Sue dijo al teléfono-: Escucha, Patty, me están atracando. Si no te importa llamar…
Ness la empujó hacia delante. Six la empujó hacia atrás.
– No juegues con nosotras, puta -dijo Tash.
La mujer, que parecía aturullada, dijo:
– Sí, sí. Lo siento mucho. Yo sólo… Aquí. Dejadme… Tengo el dinero dentro… -Y fue a meter la mano en el bolso, que tenía correas y hebillas. Se le cayó y el móvil fue a parar al suelo. Six y Tash se agacharon rápidamente para cogerlo. Y, en un instante, el cariz del atraco cambió.
Del bolsillo, la mujer sacó una lata pequeña, con la que comenzó a rociar a las chicas. No era más que un ambientador potente, pero sirvió. Mientras Sue las rociaba y empezaba a gritar socorro, las chicas cayeron hacia atrás.
– ¡No os tengo miedo! ¡No tengo miedo de nadie! Malditas enanas… -Sue gritó y gritó.
Para demostrar lo que fuera que intentaba decir, agarró a la chica que tenía más cerca y le roció directamente la cara. Era Ness, que se dobló hacia delante mientras se encendían las luces de los porches cercanos y los residentes comenzaban a abrir las puertas y a tocar silbatos. Era una patrulla vecinal en toda regla.
Six y Natasha ya habían tenido suficiente y huyeron en dirección a la verja. El móvil y el bolso quedaron atrás, junto a Ness. Como ya estaba incapacitada por el espray, fue fácil para Sue encargarse de ella, y lo hizo sumariamente. La echó al suelo y se sentó encima de ella. Cogió el móvil y marcó el 091.
– Tres chicas acaban de intentar atracarme -dijo al teléfono cuando contestó la operadora de Emergencias-. Dos van en dirección oeste hacia Harrow Road. La tercera, estoy sentada encima de ella… No, no, no tengo ni idea… Escúcheme, le sugiero que mande a alguien enseguida porque no tengo intención de dejar marchar a ésta, y no responderé por su estado si tengo que rociarle la cara con espray otra vez… Estoy justo enfrente de la comisaría de Harrow Road, estúpida. Por mí como si manda al conserje.