Joel Campbell, que entonces tenía once años, inició su descenso al asesinato con un trayecto de autobús. Era un autobús nuevo, de un solo piso. Era el número 70, la ruta de Londres que avanza lentamente por Du Cane Road, en East Acton.
No hay nada digno de destacar en la sección norte de esta ruta, de la que Du Cane Road sólo es una parte corta. La sección sur es agradable, pasa cerca del Museo Victoria y Alberto y cerca de los majestuosos edificios blancos de Queen's Gate, en South Kensington. Pero la parte norte contiene una lista de destinos que parece un directorio de los lugares que no hay que frecuentar en Londres: la lavandería rápida de North Pole Road, la funeraria H. J. Bent (incineraciones o entierros) en Old Oak Common Lane, la hilera sombría de tiendas en el cruce turbulento donde Western Avenue se convierte en Western Bay, mientras coches y camiones se dirigen a toda velocidad hacia el centro de la ciudad, y alzándose imponente ante todo esto, como si la hubiera diseñado el mismo Dickens, Wormwood Scrubs. No Wormwood Scrubs la extensión de tierra limitada por vías de tren, sino la cárcel de Wormwood Scrubs: de aspecto, parte fortaleza y parte asilo; de hecho, un lugar de una realidad crudísima.
Este día de enero en particular, sin embargo, Joel Campbell no se fijó en ninguna de estas características del viaje en el que estaba embarcándose. Iba en compañía de tres personas más y preveía un cambio positivo en su vida, aunque era prudente. Antes de este momento, East Acton y una pequeña casa adosada constituían sus circunstancias: un salón mugriento y una cocina más mugrienta abajo, tres dormitorios arriba, un trozo de césped lleno de parches delante, alrededor del cual se alzaba en herradura la terraza de casitas, como una colección de viudas de guerra a los tres lados de una tumba. Era un lugar que cincuenta años atrás pudo ser agradable, pero generaciones sucesivas de habitantes habían dejado su impronta, y la impronta de la generación actual consistía básicamente en bolsas de basura en la puerta, juguetes rotos en el único sendero que recorría la U de la terraza, muñecos de nieve de plástico y varios Papá Noel rechonchos, además de renos colgados de noviembre a mayo en los tejados prominentes de las ventanas del mirador, y un charco de barro en medio del césped, presente ocho meses al año, que alimentaba a los insectos como si fuera el proyecto de entomología de alguien. Joel se alegraba de marcharse de aquel lugar, aunque irse implicara un largo vuelo en avión y una nueva vida en una isla muy distinta a la única isla que había conocido hasta el momento.
«Ja-mai-ca.» Su abuela no decía la palabra, más bien la entonaba. Glory Campbell alargaba «mai» hasta que sonaba como una brisa cálida, grata y suave, llena de promesas. «¿Qué me decís, vosotros tres? Ja-mai-ca.»
«Vosotros tres» eran los niños Campbell, víctimas de una tragedia representada en Old Oak Common Lane un sábado por la tarde. Eran la prole del hijo mayor de Glory, que había muerto, como su segundo hijo, aunque en circunstancias totalmente distintas. Joel, Ness y Toby, se llamaban. O «los pobrecillos», como Glory se acostumbró a referirse a ellos en cuanto su hombre, George Gilbert, recibió los papeles de la deportación y vio en qué dirección soplaría probablemente el viento de la vida de éste.
Que Glory empleara ese lenguaje era algo nuevo. Desde que los niños Campbell vivían con ella -esta vez ya eran más de cuatro años y parecía que iba a ser una situación permanente- se había esmerado en pronunciar correctamente. Había aprendido el inglés de la Reina tiempo atrás, en el colegio católico para niñas de Kingston, y aunque no le sirvió de tanto como esperaba cuando emigró a Inglaterra, aún podía recurrir a él cuando había que meter en cintura a alguna dependienta, y quería que sus nietos también fueran capaces de meter en cintura a los demás, si alguna vez les hacía falta.
Pero todo eso cambió con la llegada de los papeles de la deportación de George. Cuando abrieron el sobre beis y lo leyeron detenidamente, digirieron y comprendieron el contenido, y cuando se puso en marcha toda la maquinaria legal para retrasar si no frustrar lo inevitable, Glory se despojó en un instante de cuarenta años de «Dios salve al monarca actual». Si su George se iba a Ja-mai-ca, ella también. Y allí no hacía falta el inglés de la Reina. En realidad, podía ser un impedimento.
Así que el tono, la melodía y la sintaxis lingüísticos pasaron de la versión encantadoramente antigua de la pronunciación estándar al inglés meloso y agradable del Caribe. Estaba adoptando las costumbres de su tierra, decían los vecinos.
George Gilbert se había marchado de Londres primero, escoltado hasta Heathrow por agentes de inmigración que cumplían con la promesa del primer ministro actual de poner remedio al problema de los visitantes que se quedaban más tiempo del que les permitía el visado. Fueron a buscarle en un coche particular y miraron la hora mientras se despedía de Glory acompañado a conciencia de una cerveza Red Stripe jamaicana, que había empezado a beber previendo el retorno a sus raíces. «Venga con nosotros, señor Gilbert», le dijeron, y lo agarraron de los brazos. Uno de ellos se llevó la mano al bolsillo como si buscara unas esposas por si George no colaboraba.
Pero George estaba encantado de irse con ellos. Las cosas no habían sido iguales en casa de Glory desde que los nietos habían aterrizado como tres meteoritos humanos procedentes de una galaxia que nunca había alcanzado a comprender.
– Son raros, Glor -decía cuando creía que no le escuchaban-. Al menos los chicos. Supongo que la chica está bien.
– No digas ni pío sobre ellos -respondía Glory.
La sangre de sus propios hijos era mestiza -aunque menos que la sangre de sus nietos-, y no iba a consentir que nadie hiciera ningún comentario sobre algo que saltaba a la vista. Porque ser mestizo no era la desgracia que había sido en siglos pasados. Ya no repugnaba a nadie.
Pero George resopló. Aspiró aire entre los dientes. Por el rabillo del ojo, miró a los jóvenes Campbell.
– No van a encajar en Jamaica -señaló.
Esta valoración no disuadió a Glory. Al menos eso les pareció a sus nietos durante los días previos a su éxodo de East Acton. Glory vendió los muebles. Empaquetó la cocina. Revisó la ropa. Hizo las maletas. Cuando no cupo todo lo que su nieta Ness deseaba llevarse a Jamaica, dobló esas prendas en su carrito de la compra y declaró que comprarían una maleta por el camino.
Ver cómo recorrían Du Cane era como asistir a una suerte de desfile variopinto. Glory iba en cabeza, con un abrigo de invierno azul marino hasta los tobillos y un turbante verde y naranja enrollado en la cabeza. El pequeño Toby iba después, caminando de puntillas como hacía habitualmente, un flotador hinchado alrededor de la cintura. Joel se esforzaba por ir en tercer lugar, ya que las dos maletas que llevaba dificultaban su progreso. Ness iba la última, vestida con unos vaqueros tan ajustados que resultaba complicado entender cómo lograría sentarse sin que le reventaran, tambaleándose sobre los tacones de cinco centímetros de unas botas negras que subían por sus piernas. Llevaba el carrito de la compra y no le hacía ni pizca de gracia tener que tirar de él. En realidad, nada le hacía gracia. Su gesto rezumaba desdén y su modo de andar transmitía desprecio.
Hacía frío como sólo puede hacer frío en Londres en enero. El aire era muy húmedo y, además, estaba impregnado del humo de los coches y de hollín de las hogueras ilegales. La escarcha de la mañana no se había derretido, sino que se había transformado en pedazos de hielo que amenazaban al transeúnte confiado. El gris lo definía todo: desde el cielo a los árboles, las carreteras, los edificios. El ambiente era de desesperanza. Bajo la luz débil del día, el sol y la primavera eran una promesa vana.
En el autobús, incluso en un lugar como Londres, donde todo lo que se podía ver ya se había visto en algún u otro momento, los niños Campbell atraían miradas, cada uno por una razón particular. En Toby, eran los grandes claros en la cabeza, donde su pelo a medio crecer era ralo y demasiado fino para un niño de siete años, así como el flotador, que ocupaba demasiado espacio y del que se negaba firmemente a separarse, incluso a quitárselo de la cintura y colocárselo delante, «por el amor de Dios, joder», como le exigía Ness. En la propia Ness, era la oscuridad artificial de su piel, claramente intensificada por el maquillaje, como si tratara de ser más de lo que sólo era en parte. Si se hubiera despojado de la chaqueta, también habría llamado la atención el resto de su ropa, no sólo los vaqueros: el top de lentejuelas que dejaba al aire la barriga y exhibía sus pechos voluptuosos. Y en Joel era, y siempre sería, su cara llena de manchas del tamaño de pastas de té -de ellas nunca podría decirse que eran pecas, sino una expresión física de la batalla étnica y racial que había lidiado su sangre desde el momento de su concepción-. Como en Toby, también destacaba el cabello, en su caso salvaje y rebelde, que le salía de la cabeza como un estropajo oxidado. Sólo Toby y Joel parecían emparentados entre sí, y ninguno de los niños Campbell parecía ser familia de Glory.
Así que no pasaban desapercibidos. No sólo bloqueaban casi todo el pasillo con sus maletas, el carrito de la compra y las cinco bolsas de Sainsbury's que Glory había dejado a sus pies, sino que eran una estampa digna de contemplar.
De los cuatro, sólo Joel y Ness eran conscientes del examen de los otros pasajeros y cada uno reaccionó de manera distinta a sus miradas. Para Joel, cada ojeada parecía decir «amarillo de mierda», y cada cabeza que se giraba deprisa hacia la ventana parecía ser un rechazo a su derecho de caminar por la Tierra. Para Ness, estas mismas miradas significaban una evaluación lasciva y cuando las sentía sobre ella quería abrirse la chaqueta y mostrar los pechos y gritar como hacía a menudo en la calle: «¿Las quieres, tío? ¿Es esto lo que quieres?».
Por el contrario, Glory y Toby estaban en su mundo. Para Toby era su estado natural, un hecho en el que nadie de la familia trataba de pensar demasiado. Para Glory su estado lo provocaba la situación actual y lo que pensaba hacer al respecto.
El autobús cubría su ruta a bandazos, chapoteando en los charcos de las últimas precipitaciones caídas. Viró bruscamente sobre el bordillo y volvió a bajar sin preocuparse por la seguridad de los pasajeros que se agarraban a las barras y, a medida que avanzaba el trayecto, fue llenándose de gente y la atmósfera se volvió más claustrofóbica. Como siempre sucedía en el transporte público de Londres en invierno, la calefacción estaba al máximo y, dado que no funcionaba ni una sola ventana -salvo la del conductor-, el ambiente no sólo era caluroso, sino que también estaba cargado de la clase de microorganismos que se escupen con los estornudos y las toses.
Todo esto proporcionó a Glory la excusa que estaba buscando. Había estado atenta a en qué lugar de la ruta se encontraban, examinando todas las razones posibles que podía aportar para lo que estaba a punto de hacer, pero el ambiente en el interior del vehículo le bastó. Cuando el autobús se adentró en Ladbroke Grove en las inmediaciones de Chesterton Road, alargó la mano al botón rojo y lo pulsó con firmeza.
– Abajo todos -dijo a los chicos; se abrieron paso a empujones por el pasillo con todas sus pertenencias, y descendieron a la bendición del aire frío.
Aquel lugar, naturalmente, no estaba cerca de Jamaica. Tampoco se encontraba a poca distancia de ningún aeropuerto, donde un avión pudiera llevarlos hacia el oeste. Pero antes de que nadie pudiera hacérselo notar, Glory se ajustó el turbante -que se le había torcido mientras se esforzaba por recorrer el pasillo- y dijo a los chicos:
– No podemos marcharnos a Ja-mai-ca sin despedirnos de vuestra tiita, ¿verdad?
La «tiita» era la única hija de Glory, Kendra Osborne. Aunque vivía a sólo un trayecto de autobús de East Acton, los niños Campbell la habían visto pocas veces durante el tiempo que llevaban viviendo con Glory, quizás en las reuniones obligatorias de Navidad y el domingo de Pascua. Decir que ella y Glory estaban distanciadas, sin embargo, sería falsear la cuestión. La verdad era que a ninguna de las dos mujeres le gustaba la otra; su desagrado giraba en torno a los hombres. Estar en Henchman Street más de dos días al año habría supuesto que Kendra viera a George Gilbert holgazaneando por la casa, desempleado e inempleable. Ir de visita a North Kensington podría haber expuesto a Glory a cualquiera de los novios sucesivos de Kendra -tenía uno y se deshacía de él deprisa-. Las dos mujeres consideraban que la falta de contacto físico entre ellas era una tregua. El teléfono era suficiente.
Así que los niños recibieron la idea de despedirse de su tía Kendra con cierta confusión, sorpresa y recelo, cada niño con una emoción distinta ante este anuncio inesperado: Toby supuso que habían llegado a Jamaica, Joel intentó sobrellevar un cambio repentino de planes y Ness murmuró entre dientes:
– Ah, vale. -Acababa de confirmarse una idea que no había expresado.
Glory no reaccionó a nada de esto. Simplemente encabezó el grupo. Como una pata con sus retoños, dio por hecho que sus nietos la seguirían. ¿Qué otra cosa iban a hacer en una zona de Londres con la que no estaban familiarizados en absoluto?
Por suerte, el paseo de Ladbroke Grove a Edenham Estate no era muy largo, y sólo llamaron la atención en Golborne Road. Era día de mercado, y si bien el número de puestos no era tan impresionante como si pasaran por Church Street o serpentearan por los alrededores de Brick Lane, en Frutas y Verduras Frescas E. Price e Hijo, los dos ancianos caballeros -padre e hijo, aunque, a decir verdad, parecían más bien hermanos- comentaron la presencia del grupo desaseado de intrusos con las mujeres a las que estaban atendiendo. Estas clientas también fueron intrusas en su día, pero los Price, padre e hijo, habían aprendido a aceptarlas. No les quedó más remedio, puesto que en los sesenta años que llevaban al frente de Frutas y Verduras Frescas E. Price e Hijo, los Price habían visto cómo los habitantes de Golborne Ward -como se llamaba la zona- pasaban de ser ingleses a ser portugueses, y luego marroquíes, y tuvieron la prudencia de acoger a sus clientes de pago.
Pero era evidente que el pequeño grupo que marchaba por la calle no tenía ninguna intención de comprar en los puestos. En realidad, tenía la mirada clavada en Portobello Bridge y pronto lo cruzó. Aquí, en Elkstone Road, a poca distancia y bien metida en el rugido sin tregua del paso elevado de Westway, se encontraba la urbanización de protección oficial de Edenham Estate, junto a un parque serpenteante llamado Meanwhile Gardens. En el centro de este complejo estaba Trellick Tower, que presidía el paisaje con orgullo injustificado: treinta pisos de hormigón protegidos por interés histórico. Con una fachada de cientos de balcones que daban al oeste, llenos de antenas parabólicas, biombos variopintos e hileras de ropa sacudida por el viento. El hueco del ascensor separado -unido al edificio por un sistema de puentes- confería al bloque su único rasgo distintivo. Por lo demás, era similar a la mayoría de las viviendas de posguerra densamente pobladas que rodeaban Londres: enormes cicatrices grises y verticales sobre el paisaje, buenas intenciones echadas a perder. Debajo de esta torre se extendía el resto del complejo, que comprendía bloques de pisos, un hogar para ancianos y dos hileras de casas adosadas que daban a Meanwhile Gardens.
En una de estas casas adosadas vivía Kendra Osborne, y Glory guió a sus nietos hasta allí; soltó las bolsas de Sainsbury's en el escalón superior con un suspiro de alivio. Joel dejó las maletas y se frotó las manos en los vaqueros. Toby miró a su alrededor y parpadeó mientras toqueteaba el flotador espasmódicamente. Ness empujó el carrito de la compra hasta la puerta del garaje, cruzó los brazos debajo de los pechos y lanzó una mirada hosca a su abuela, una mirada que decía claramente: «¿Y ahora qué, zorra?».
«No te pases de lista», pensó Glory, molesta mientras miraba a su nieta. Ness siempre iba varios pasos por delante de sus hermanos.
Glory dio la espalda a la chica y llamó al timbre con decisión. El día estaba apagándose y aunque el tiempo no era fundamental, teniendo en cuenta el plan de juego de Glory, estaba impaciente por que comenzara la siguiente parte de sus vidas. Como nadie fue a abrir, volvió a llamar.
– Parece que no vamos a poder despedirnos de nadie, abuelita -fue el comentario avinagrado de Ness-. Supongo que será mejor que sigamos para el aeropuerto, ¿no?
Glory no le hizo caso.
– Demos la vuelta -dijo, y volvió a la calle con los niños. Los llevó por un estrecho sendero que había entre las dos hileras de casas. Este camino daba acceso a la parte de atrás de los adosados y a sus minúsculos jardines, que yacían tras un muro alto-. Aúpa a tu hermano, cielo -le dijo a Joel-. Toby, mira si hay luz. -Y para cualquiera de ellos que estuviera interesado, añadió-: Podría estar dándole al tema con alguno de sus novios. Esa Kendra sólo piensa en una cosa.
Joel colaboró y se agachó para que Toby pudiera subirse a sus hombros. El niño obedeció, aunque el flotador dificultó el proceso. Una vez arriba, se agarró al muro.
– Tiene una barbacoa, Joel -murmuró, y se quedó mirando el objeto con excesiva fascinación.
– ¿Hay luz? -preguntó Glory al pequeño-. Toby, mira en la casa, tesoro.
Toby negó con la cabeza, y Glory interpretó que significaba que no había ninguna luz encendida en la planta baja de la casa. Tampoco había luz en los pisos superiores, así que tuvo que enfrentarse a un contratiempo inesperado en su plan. Pero Glory era una mujer que sabía improvisar a la perfección.
– Bueno… -dijo frotándose las manos, y cuando estaba a punto de continuar, Ness, de repente, dijo:
– Supongo que tendremos que seguir para Jamaica, ¿verdad, abuelita? -Ness no había avanzado más allá del sendero y apoyaba todo su peso en una cadera, la bota extendida hacia fuera y los brazos en jarras. Esta postura hacía que se le abriera la chaqueta y dejaba al descubierto la barriga desnuda, el piercing del ombligo y el escote generoso.
«Seductora» fue la palabra que revoloteó en la mente de Glory, pero desechó la idea como hacía a menudo, como se había dicho que tenía que hacer, durante los últimos años de convivencia con su nieta.
– Supongo que tendremos que dejarle una nota a la tía Ken.
– Venid conmigo -dijo Glory, y volvieron a la parte delantera del edificio, a la puerta de Kendra, donde se habían quedado las maletas, el carrito de la compra y las bolsas del Sainsbury's, todo mezclado en los escalones hasta la calle estrecha.
Les dijo a los niños que se sentaran en el rectángulo que formaba el porche, aunque cualquiera podía ver que no había espacio suficiente. Joel y Toby obedecieron y se colocaron entre las bolsas, pero Ness retrocedió y su expresión decía que estaba esperando a que las inevitables excusas manaran de la boca de su abuela.
– Os haré un sitio. Y hacer sitio lleva su tiempo. Así que yo me adelantaré y os mandaré a buscar cuando lo tenga todo preparado en Ja-mai-ca.
Ness soltó un suspiro de desdén. Miró a su alrededor para ver si había alguien cerca que pudiera ser testigo de las mentiras de su abuela.
– Entonces, ¿nos quedamos con la tía Kendra? ¿Lo sabe ella, abuelita? ¿Está aquí? ¿Está de vacaciones? ¿Se ha mudado? ¿Cómo sabes dónde está?
Glory lanzó una mirada a Ness, pero centró su atención en los chicos, cuya conducta era más probable que se amoldara a su plan. A sus quince años, Ness era demasiado astuta. Con once y siete años, Joel y Toby aún tenían mucho que aprender.
– Hablé con tu tía ayer -dijo Glory-. Está de compras. Va a prepararos algo especial para cenar.
Ness volvió a suspirar con desdén. Joel asintió solemnemente con la cabeza. Toby movió inquieto el trasero y dio un tirón a los vaqueros de Joel. Éste pasó un brazo alrededor de los hombros de su hermano pequeño. La visión enterneció a Glory. Estarían todos bien, se dijo.
– Tengo que irme, chicos -dijo-. Y lo que quiero es que os quedéis aquí. Esperad a vuestra tiita. Volverá. Ha ido a compraros la cena. Esperadla aquí. No os mováis porque no conocéis el barrio y no quiero que os perdáis. ¿Entendido? Ness, vigila a Joel. Joel, tú vigila a Toby.
– No voy a… -comenzó a decir Ness, pero Joel habló.
– De acuerdo. -Fue lo único que pudo decir el chico, tal era el nudo que tenía en la garganta. La vida ya le había enseñado que había cosas contra las que era inútil luchar, pero aún no dominaba los sentimientos que eso le despertaba.
Glory le dio un beso en la cabeza.
– Eres un buen chico, cielo -dijo, y le dio una palmadita tímida a Toby.
Cogió su maleta y dos de las bolsas de supermercado y retrocedió unos pasos, respirando hondo. No le gustaba demasiado dejarlos solos de esta manera, pero sabía que Kendra llegaría pronto a casa. Glory no la había llamado de antemano, pero aparte de su pequeño problema con los hombres, Kendra vivía según las normas, era la responsabilidad personificada. Tenía un trabajo y se formaba para otro, para reponerse de su último fracaso matrimonial. Estaba labrándose una carrera de verdad. Era imposible que Kendra se hubiera marchado a algún lugar inesperado. Volvería pronto. Al fin y al cabo, sólo pasaban unos minutos de la hora de la cena.
– No os mováis ni un milímetro -les dijo Glory a sus nietos-. Dadle a vuestra tía un beso grande de mi parte.
Dicho esto, se dio la vuelta para marcharse. Ness se interpuso en su camino. Glory intentó ofrecerle una sonrisa tierna.
– Os mandaré a buscar, cariño -le dijo a la niña-. No me crees, lo sé. Pero te juro que es verdad, Ness. Os mandaremos a buscar. George y yo construiremos una casa para que vengáis; cuando esté todo listo…
Ness se dio la vuelta y empezó a caminar, no en dirección a Elkstone Road, que habría sido la misma ruta que tomaría Glory, sino hacia el sendero entre los edificios, el sendero que llevaba a Meanwhile Gardens y lo que había detrás.
Glory se quedó mirándola. La chica estaba indignada y sus botas de tacón sonaban como un latigazo en el aire frío. E igual que un latigazo, el sonido alcanzó las mejillas de Glory. No quería hacer daño a los niños. Ahora mismo, las cosas simplemente eran como tenían que ser.
Llamó a Ness.
– ¿Tienes algún mensaje para nuestro George? Te está preparando una casa, Nessa.
Ness aceleró el paso. Se tropezó con un trozo de acera levantada, pero no se cayó. Al cabo de un momento, había desaparecido detrás del edificio, y Glory esperó en vano a que algunas palabras le llegaran flotando en las últimas horas de la tarde. Quería algo que la tranquilizara, que le dijera que no había fracasado.
– ¿Nessa? -gritó-. ¿Vanessa Campbell?
Como respuesta, sólo llegó un grito angustiado. Era algo muy parecido a un sollozo y para Glory fue como recibir un puñetazo en el pecho. Miró a sus nietos en busca de lo que su hermana no había querido darle.
– Os mandaremos a buscar -dijo-. George y yo, cuando tengamos la casa lista, le diremos a la tía Ken que lo prepare todo. Ja-mai-ca. -Entonó la palabra-. Ja-mai-ca.
La respuesta de Toby fue acercarse más a Joel. La de Joel fue asentir con la cabeza.
– Entonces, ¿me crees? -le preguntó su abuela.
Joel asintió. No le pareció que tuviera otra opción.
Arriba, las luces distantes del sendero se encendieron cuando Ness rodeó un edificio bajo de ladrillo en el borde de Meanwhile Gardens. Era un centro infantil -sin niños a esta hora del día- y cuando Ness lo miró vio dentro a una mujer pakistaní sola, que parecía estar cerrando el lugar.
Detrás de aquel edificio, se extendían los jardines y un sendero zigzagueante serpenteaba entre montículos salpicados de árboles y trazaba un camino hacia una escalera. Era de metal y subía en espiral hacia un puente con la barandilla de hierro que cruzaba la sección de Paddington del canal Grand Union. El canal marcaba la frontera norte de Meanwhile Gardens, una división entre Edenham Estate y una serie de viviendas donde pisos modernos y elegantes se alzaban codo con codo con bloques antiguos para declarar que vivir frente al agua no siempre había sido tan atractivo.
Ness se fijó en algunas de estas cosas, pero no en todas. Localizó las escaleras, el puente con la barandilla de hierro arriba y pensó sobre dónde podría llevar la carretera que cruzaba ese puente.
Estaba hirviendo por dentro. Tanto que el calor hacía que quisiera lanzar la chaqueta al suelo y luego pisotearla. Pero era plenamente consciente del frío de enero más allá del calor que sentía en su interior, que le acariciaba la piel desnuda. Y se sintió inextricablemente atrapada entre los dos: el calor de dentro y el frío de fuera.
Llegó a las escaleras, haciendo caso omiso a los ojos que la observaban desde debajo de los robles adolescentes que crecían en los montículos de Meanwhile Gardens, haciendo caso omiso también a los ojos que la observaban desde debajo del puente del canal Grand Union. Todavía no sabía que mientras caía la oscuridad -y a veces incluso mucho antes- en Meanwhile Gardens se realizaban diversos tipos de transacciones. El dinero pasaba de una mano a otra, se contaba con disimulo y con el mismo disimulo se entregaban sustancias ilegales. De hecho, cuando llegó arriba y alcanzó el puente, los dos individuos que habían estado observándola salieron de sus escondites y se reunieron. Llevaron a cabo el intercambio con tanta fluidez que si Ness hubiera estado mirando, habría sabido que se trataba de un encuentro habitual.
Pero la chica tenía un propósito en la cabeza: poner fin al calor que le hervía la sangre. No tenía dinero ni conocía la zona, pero sabía qué buscaba.
Entró en el puente y se orientó. Al otro lado de la carretera había un pub; detrás se extendía una hilera de casas adosadas a cada lado de la calle. Ness examinó el pub, pero no vio nada prometedor ni dentro ni fuera, así que se dirigió hacia las casas. La experiencia le había enseñado que cerca tenía que haber tiendas, y la experiencia no le falló. Las encontró a unos cincuenta metros, y Tops Pizza le ofrecía la mejor de las posibilidades.
Delante había un grupo de cinco adolescentes: tres chicos y dos chicas. Todos eran negros, en mayor o menor medida. Los chicos llevaban vaqueros anchos, sudaderas con las capuchas puestas y anoraks gruesos. Era una especie de uniforme en esta zona de North Kensington. Toda la ropa informaba a quien mirara sobre dónde residían sus lealtades. Ness lo sabía. También sabía qué se le requería: ser igual de dura que ellos. No le supondría ningún problema.
Las dos chicas ya estaban en ello. Estaban apoyadas en el escaparate de Tops Pizza, los párpados bajados, sacando pecho, echando la ceniza de los cigarrillos en la acera. Cuando hablaba alguna de las dos, lo hacía con movimientos bruscos de cabeza mientras los chicos se pavoneaban a su alrededor haciéndose los gallitos.
– Eres una estrella, sí. Ven conmigo y te enseñaré lo que es bueno.
– ¿Qué quieres paseándote por aquí, cariño? ¿Has salido a ver las vistas? Pues yo sí que tengo algo bueno que enseñarte.
Risas, risas. Ness notó que apretaba los dedos de los pies dentro de las botas. Siempre era lo mismo: un ritual cuyo resultado sólo se diferenciaba por lo que surgía a su conclusión.
Las chicas les seguían el juego. Sus papeles no sólo consistían en mostrarse reticentes, sino también en menospreciarlos. Esa reticencia daba esperanza, y el menosprecio alimentaba el fuego. Algo que valga la pena nunca debería ser fácil.
Ness se acercó a ellos. El grupo se quedó en silencio con esa actitud intimidante que adoptan los adolescentes cuando aparece un intruso. Ness sabía la importancia que tenía hablar primero. Las palabras y no la apariencia causaban la primera impresión cuando te encontrabas a una persona sola en la calle.
Los saludó con la cabeza y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta.
– ¿Sabéis dónde puedo pillar algo? -Soltó una carcajada y lanzó una mirada hacia atrás-. Joder. Me muero por meterme.
– Yo puedo meterte algo, nena. -Era la respuesta esperada. La dio el chico más alto de la panda.
Ness lo miró fijamente y lo repasó de los pies a la cabeza antes de que él hiciera lo mismo. Notó que las dos chicas se irritaban, al ver invadido su territorio, y supo lo importante que sería su respuesta.
Puso los ojos en blanco y centró su atención en ellas.
– Seguro que a éste no le pilla nadie. ¿Me equivoco?
La chica con más pecho se rió. Como los chicos, repasó a Ness, pero su examen fue distinto. Estaba valorando las posibilidades de incluirla en el grupo. Para fomentarlas, Ness dijo:
– ¿Me das una calada? -Y señaló el cigarrillo de la chica.
– No es un porro -contestó ella.
– Ya lo sé, qué te crees -dijo Ness-. Pero es algo y, como he dicho, necesito algo, tíos.
– Nena, ya te he dicho que yo tengo lo que necesitas. Vamos a la vuelta de la esquina y te lo enseñaré -dijo el chico más alto otra vez. Los otros sonrieron. Arrastraron los pies, chocaron los puños y se rieron.
Ness no les hizo caso. La chica le pasó el cigarrillo, y Ness dio una calada. Miró a las dos chicas mientras ellas la miraban.
Nadie dijo cómo se llamaba. Era parte del juego. Un intercambio de nombres significaba que se daba un paso y nadie quería ser el primero en darlo.
Ness devolvió el cigarrillo a su propietaria y la chica dio una calada.
– Entonces, ¿qué quieres? -preguntó su amiga a Ness.
– Me da igual -contestó Ness-. Joder, me va la coca, la hierba, las anfetas, las pastis, lo que sea. Estoy hambrienta, ya sabes.
– Yo sé lo que te puedes comer… -dijo el chico más alto.
– Cállate -le ordenó la chica. Y luego le dijo a Ness-: ¿Qué llevas? Aquí no hay nada gratis.
– Puedo pagar -dijo Ness-. No hace falta pasta larga.
– Eh, nena, entonces…
– Cállate -dijo otra vez la chica al chico alto-. Tengo que decírtelo, Greve, me estás cabreando.
– Eh, Six, no te pases.
– ¿Así te llamas? -le preguntó Ness-. ¿Six?
– Sí -dijo-. Ella es Natasha. ¿Cómo te llamas tú?
– Ness.
– Guay.
– ¿Dónde se pilla por aquí, entonces?
Six señaló con la cabeza a los chicos y dijo:
– A este tío no, puedes estar segura. Ellos no son productores, te lo digo.
– ¿Dónde, entonces?
Six miró a uno de los otros chicos. El tipo se había recostado, en silencio, observando.
– ¿Pasa material esta noche? -le preguntó Six.
El chico se encogió de hombros y no reveló nada. Miró a Ness, pero sus ojos no eran amables.
– Depende -dijo al fin-. Y si es que sí, no significa que arañe algo para él. De todos modos, no va a darle nada, no hace tratos con zorras que no conoce.
– Eh, vamos, Dashell -dijo Six con impaciencia-. Es una tía legal, ¿vale? No seas chungo.
– No será cosa de un día -le dijo Ness a Dashell-. Tengo pensado ser cliente habitual. -Cambió el peso de un pie a otro, luego otra vez y otra vez, un pequeño baile que decía que reconocía quién era él: su posición en el grupo y su poder sobre ellos.
Dashell miró a Ness y luego a las otras chicas. Su relación con ellas pareció inclinar la balanza.
– Vale, se lo preguntaré -le dijo a Six-. Pero no será antes de las diez y media.
– Guay -dijo Six-. ¿Dónde lo llevará?
– Si quiere arañar algo, no te preocupes. Te encontrará. -Movió la cabeza hacia los otros dos chicos. Se fueron con aire despreocupado en dirección a Harrow Road.
Ness se quedó mirándolos.
– ¿Puede pasar? -le preguntó a Six.
– Oh, sí -dijo la chica-. Sabe a quién llamar. Es legal, ¿verdad, Tash?
Natasha asintió y miró en la dirección que habían tomado Dashell y sus compañeros.
– Oh, él nos cuida, sí -dijo-. Pero es una calle de dos direcciones.
Era una advertencia, pero Ness consideraba que estaba a la altura de cualquiera. Tal como evaluaba las cosas en estos momentos, no le importaba cómo conseguir el material. La cuestión era olvidar durante tanto tiempo como fuera posible olvidar.
– Bueno, yo sé conducir -le dijo a Natasha-. ¿Qué hacemos? Aún falta mucho para las diez y media.
Mientras tanto, Joel y Toby seguían esperando a su tía, sentados obedientemente en el escalón superior de los cuatro que subían a la puerta. Desde esta posición, tenían dos posibles vistas para contemplar: Trellick Tower, con sus balcones y ventanas, donde las luces llevaban encendidas al menos una hora, y la hilera de casas adosadas al otro lado de la calle. Ninguna de las dos posibilidades ofrecía demasiado con lo que ocupar la mente o la imaginación de un niño de once años y de su hermano de siete.
Sin embargo, los niños tenían los sentidos totalmente ocupados: por el frío, por el ruido infatigable del tráfico del paso elevado de Westway y de la línea del metro de Hammersmith and City, que -en esta sección de la ruta- no era subterránea, y por las ganas cada vez mayores, al menos para Joel, de ir al baño.
Ninguno de los chicos conocía la zona, por lo que en la penumbra que pronto se convirtió en oscuridad, comenzó a adquirir cualidades inquietantes. El sonido de voces masculinas acercándose significaba que podían ser abordados por miembros de alguna de las bandas de traficantes, atracadores, ladrones de casas o tironeros que dominaban la vida de este complejo de viviendas de protección oficial. El sonido escandaloso de la música rap de un coche que pasaba por Elkstone Road, justo a su izquierda, declaraba la llegada del cerebro de esa misma banda, que los abordaría y exigiría un tributo que no podían pagar. Cualquiera que entrara en Edenham Way -la pequeña calle en la que se encontraba la casa de su tía- se fijaría en ellos, los interrogaría bruscamente y llamaría a la Policía cuando no dieran las respuestas apropiadas. Entonces llegaría la pasma. Después, vendrían los Servicios Sociales. Y esas palabras «Servicios Sociales» -que siempre se escribían con eses mayúsculas, al menos en la mente de Joel- eran algo similar al coco. Si bien, en un momento de frustración o en un intento desesperado por conseguir la colaboración de sus hijos recalcitrantes, los padres de otros niños podían decir: «Haced lo que os digo u os juro que llamo a los Servicios Sociales», para los niños Campbell la amenaza era real. La marcha de Glory Campbell los había acercado un paso más. Una llamada a la Policía conseguiría el resto.
Así que Joel no sabía muy bien qué hacer cuando empezó la segunda hora de espera. Tenía muchas ganas de ir al baño, pero si hablaba con un transeúnte o llamaba a alguna puerta y preguntaba si podía aliviarse dentro, corría el riesgo de llamar una atención no deseada. Así pues, juntó las piernas con fuerza e intentó concentrarse en otra cosa. Las opciones eran los ruidos desconcertantes ya mencionados o su hermano pequeño. Eligió a su hermano.
A su lado, Toby permanecía en un mundo en el que se adentraba la mayor parte de las horas que pasaba despierto. Lo llamaba Sose y era un lugar habitado por personas que le hablaban con dulzura, conocidas por su bondad con los niños y animales y por sus abrazos, que daban libremente siempre que un niño pequeño tenía miedo. Con las rodillas subidas y el flotador aún en la cintura, Toby tenía un lugar donde apoyar la barbilla, y era lo que había estado haciendo desde que él y Joel se habían sentado en el escalón. Durante todo ese rato, había tenido los ojos cerrados y había viajado a donde más prefería estar.
La posición de Toby mostraba su cabeza a su hermano, la última cosa que Joel deseaba ver -aparte de un intruso inquietante en la calle-. Porque la cabeza de Toby, con sus grandes claros sin cabello, hablaba de un descuido en sus obligaciones. Era una declaración y una acusación: ambas señalaban a Joel. El pegamento había sido la causa de la pérdida de cabello de Toby, que en realidad no era una pérdida, sino el efecto doloroso de unas tijeras, el único modo de liberar su cuero cabelludo de lo que un grupo de jóvenes acosadores le había tirado encima. Esta banda de matones potenciales y los tormentos que infligían a Toby siempre que tenían oportunidad sólo eran dos de las razones por las que a Joel no le importó irse de East Acton. Debido a los acosadores, nunca era seguro que Toby fuera solo a comprar chucherías a Ankaran Food and Wine; las escasas veces que Glory Campbell les daba dinero para el almuerzo en lugar de sándwiches de queso y pepinillos, si Toby lograba conservar el dinero en el bolsillo hasta la hora señalada, sólo era porque, por una vez, los pequeños gamberros se habían fijado en otro niño.
Así que Joel no quería mirar la cabeza de su hermano porque volvía a recordarle que la última vez que atacaron a Toby él no estaba. Como se había autoproclamado protector de su hermano durante su infancia, verlo caminar por Henchman Street con la capucha del anorak puesta y encolada a la cabeza provocó que a Joel le quemara tanto el pecho que no podía respirar y que agachara la cabeza avergonzado cuando Glory, furiosa por su propio sentimiento de culpa, exigió saber cómo había dejado que le hicieran aquello a su hermano pequeño.
Joel despertó a Toby no tanto por no tener que mirarle la cabeza como por la urgencia desesperada de encontrar un lugar donde vaciar la vejiga. Sabía que su hermano no estaba dormido, pero hacerle regresar al aquí y al ahora era como despertar a un bebé. Cuando Toby por fin reaccionó, Joel se levantó y dijo con una valentía que no sentía:
– Vamos a mirar por ahí, tío.
Puesto que el hecho de que lo llamaran «tío» llenaba de satisfacción al pequeño, Toby siguió el plan sin cuestionar la conveniencia de dejar sus pertenencias en un lugar donde podrían robárselas.
Fueron en la dirección que había tomado Ness, entre los edificios y hacia Meanwhile Gardens. Pero en lugar de pasar por el centro infantil, siguieron el sendero de los jardines traseros amurallados de las casas adosadas. Este camino daba a la sección este de Meanwhile Gardens, que aquí se estrechaba hasta formar una masa de arbustos junto a un sendero de asfalto y, más allá, aparecía otra vez el canal.
Los arbustos eran una invitación que Joel no quiso rechazar.
– Espera, Toby -dijo, y mientras su hermano lo miraba parpadeando afablemente, Joel se preparó para lo que el hombre londinense tiende a hacer sin reparos siempre que lo necesita: mear en los arbustos. El alivio fue enorme. Lo revivió. A pesar de los miedos que había albergado sobre la zona, ladeó la cabeza hacia el sendero de asfalto al otro lado de los arbustos. Toby tenía que seguirle y lo hizo. Caminaron y, al cabo de unos treinta metros, se encontraron mirando un estanque.
Brillaba en la oscuridad con una amenaza negra, pero esa amenaza quedaba atenuada por las aves acuáticas posadas en el borde del agua y que cloqueaban en los juncos. La luz del lugar iluminaba un pequeño embarcadero de madera. Un sendero bajaba hacia él describiendo una curva. Los niños lo recorrieron. Caminaron por la madera y se agacharon en el borde. A su lado, los patos saltaron al agua y se alejaron chapoteando.
– Qué pasada, ¿verdad, Joel? -Toby miró a su alrededor y sonrió-. Podemos hacer un fuerte aquí. ¿Podemos? Si lo construimos detrás de los arbustos, nadie…
– Chist.
Joel tapó la boca de su hermano con la mano. Había oído lo que Toby, con la emoción, no había escuchado. Un sendero acompañaba el canal Gran Union por encima de donde estaban y justo detrás de Meanwhile Gardens. Varias personas estaban cruzándolo, hombres jóvenes, parecía.
– Dame una calada de ese porro, joder. No te hagas de rogar.
– Tienes pasta o no, porque yo no soy una hermanita de la caridad, tío.
– Vamos, sabemos que pasas hierba por todo el barrio.
– Eh, no me jodas. Tú sabes lo que sabes.
Las voces se diluyeron cuando los chicos pasaron por el sendero encima de ellos. Joel se levantó cuando desaparecieron y subió por el margen. Toby susurró su nombre con miedo, pero Joel le hizo callar con la mano. Quería saber quiénes eran los chicos porque quería saber de antemano qué auguraba aquel lugar. Sin embargo, cuando llegó al sendero que habían tomado las voces, lo único que vio fueron unas formas, perfiladas en la curva que describía el camino. Había cuatro, todas vestidas de manera idéntica: vaqueros anchos, sudaderas con las capuchas puestas y anoraks encima. Caminaban arrastrando los pies, entorpecidos por el tiro bajo de los vaqueros. Así vestidos, no parecían amenazantes, pero su conversación indicaba otra cosa.
A la derecha de Joel, se oyó un grito y vio a alguien a lo lejos en un puente sobre el canal. A su izquierda, los chicos se giraron a mirar quién los llamaba. Un rastafari, dedujo Joel por su aspecto. Agitaba una bolsa de sándwich en el aire.
Joel había visto suficiente. Se agachó y se deslizó por el margen hasta Toby.
– Vamos, tío -dijo, y levantó a su hermano.
– Podemos hacer el fuerte… -dijo Toby.
– Ahora no -le dijo Joel. Lo condujo en la dirección por la que habían venido, hasta que estuvieron de vuelta, al amparo de la seguridad relativa del porche de su tía.