Joel no fue la única persona del clan Campbell que recibió la visita repentina de la esperanza. Ness también tuvo esa bendición, aunque al principio no lo reconoció. Fabia Bender se lo comunicó en el centro infantil, acompañada como siempre por Castor y Pólux. Cuando la asistente social cruzó la verja de la alambrada, dos reacciones distintas emanaron de Ness y de Majidah. La primera notó que se le erguía la espalda, al dar por supuesto que Fabia había ido a vigilarla. La segunda -como en realidad nunca había visto a la asistente social, sino que sólo había hablado con ella por teléfono- echó un vistazo a los perros y salió corriendo al área de juegos, sin abrigo, a pesar del tiempo frío y húmedo que hacía, al tiempo que agitaba los brazos.
– ¡No, no, no! -gritó-. No hay lugar en estas instalaciones para esas criaturas horrendas, señora. Aparte del peligro que representan para los niños pequeños, hay que tener en cuenta el asunto, no tan insignificante, de las defecaciones y los orines, que no pueden tolerarse. No, no, no, no.
Fabia se quedó sorprendida por la fuerza y el volumen de la protesta de Majidah.
– Abajo, perros -dijo, y se volvió para tranquilizar a la mujer pakistaní-. Castor y Pólux sólo hacen sus necesidades cuando se les ordena -dijo-. Ninguno de los dos se moverá de este sitio hasta que reciban la instrucción pertinente. Tú debes de ser Majidah, ¿si me permites tutearte? Yo soy Fabia Bender.
– ¿Tú?
Majidah chasqueó la lengua con desaprobación. Se había formado una imagen completamente distinta de la asistente social: tenía que ver con conjuntos de suéter y chaqueta de punto, perlas, faldas de tweed, zapatos de cuero y medias muy gruesas. Sin duda no casaba con vaqueros doblados en los tobillos y deportivas blancas inmaculadas. Por no mencionar boinas, jerséis de cuello alto, chaquetones y mejillas rojas por el frío.
– Sí -dijo Fabia Bender-. He venido a ver a Ness. Está aquí, ¿verdad?
– ¿Donde iba a estar? Entra, entra. Pero si esos animales se mueven ni que sea un centímetro, tendré que pedirte que los ates a la valla. Es algo muy peligroso, ¿sabes?, que perros como ésos corran enloquecidos como lobos por las calles.
– Me temo que son demasiado perezosos para correr enloquecidos -dijo Fabia, que a continuación se dirigió a los animales-: Aquí quietos, perros, u os convertiréis en la cena de esta señora. ¿Satisfecha, Majidah?
La ironía se perdió.
– No como carne que no sea halal -dijo.
Dentro del centro infantil, Ness había sido testigo el diálogo. Detrás de ella, un grupo de niños de tres años y sus madres jugaban con pelotas hinchables de colores vivos. Muchas risas y gritos acompañaban la actividad. Enfrente, varios niños de cinco años construían una fortaleza con cajas de cartón pintadas para que parecieran bloques de piedra. El trabajo de Ness consistía en supervisar e ir a buscar lo que necesitaran los jugadores: más pelotas, más cajas de cartón, colchonetas para evitar que los niños emocionados se estamparan la cabeza contra el suelo. También se acercaba la hora de la merienda, así que mientras Fabia Bender entraba en el centro, Ness se retiró a la cocina, donde comenzó a colocar galletas y jarras de leche en bandejas de metal grande.
Fabia se reunió con ella, parecía satisfecha. Ness supuso que su expresión se debía al hecho de haber encontrado a un sujeto en libertad condicional haciendo exactamente lo que tenía que hacer durante ese periodo de restricciones. Pero cuando Fabia habló, fue sobre otro asunto.
– Hola, Ness -dijo-. Tengo buenas noticias. Muy buenas noticias, si me permites añadir. Creo que hemos encontrado una solución que va a permitirte asistir a ese curso en el instituto.
Ness había perdido la esperanza de conseguirlo. A estas alturas, no existía otra posibilidad más que el curso deprimente sobre apreciación musical durante el trimestre de otoño y, cuando la situación se hizo evidente a medida que pasaban las semanas, descartó por completo la idea de los sombreros, y concluyó con amargura que todo lo que Fabia Bender había dicho sobre que se encargaría de ayudarla a financiar su sueño sólo era un ejemplo de la exageración de la asistente social, de aquellos métodos que empleaba para tranquilizarla.
Pero Fabia estaba allí para demostrarle que se equivocaba.
– Tenemos el dinero. Ha tardado lo suyo porque este año la mayoría de los fondos ya estaban asignados, pero he conseguido encontrar un programa bastante recóndito en Lambeth y… -Fabia se saltó el resto de la explicación con un movimiento de la mano-. Bueno, los detalles no importan. Lo que importa es el curso en sí y matricularte para el trimestre de invierno.
Ness apenas podía creer que las cosas se hubieran aclarado, ya que en toda su vida nunca había visto señales de que algo así pudiera suceder. Pero ahora… El curso oficial implicaría tener la oportunidad de labrarse una carrera de verdad, no sólo un trabajo al que fuera día tras día a la espera de que ocurriera algo que alterara las circunstancias.
Aun así, la vida le había enseñado a ser cautelosa con la emoción.
– ¿Van a aceptarme? -dijo-. El curso empezó en septiembre. ¿Cómo voy a ponerme al nivel de las demás chicas si me he perdido el comienzo? ¿Dan los mismos cursos en el trimestre de invierno? Porque no van a dejar que me incorpore si me he perdido la primera parte, ¿verdad?
Fabia juntó las cejas. Tardó un momento en descifrar lo que Ness estaba diciendo. Entonces se dio cuenta. Estaban hablando de dos temas ligeramente distintos.
– Oh. No, no -dijo-. No es el curso oficial, Ness. ¿No sería maravilloso que hubiera conseguido encontrarte la financiación completa para eso? Pero, desgraciadamente, no ha sido así. Lo que sí tengo son cien libras para un solo taller. He echado un vistazo al programa del instituto de formación profesional y hay talleres sueltos.
– ¿Sólo un…? Oh. Sí. Bueno. Imagino. -Ness no se esforzó en ocultar su decepción.
Fabia estaba acostumbrada a este tipo de reacción.
– Espera, Ness -dijo-. De todos modos sólo puedes cursar un taller a la vez. Tienes trabajo aquí y puedo asegurarte que el juez ya ha cedido todo lo que va a ceder en tu caso. No va a revocar los servicios comunitarios. Eso no podemos ni pensarlo, querida.
– ¿Y qué taller es ése? -dijo Ness sin ninguna finura.
– En realidad hay tres, así que puedes elegir. Pero hay un pequeño problema, aunque no es insalvable. Ninguno de los talleres -y eso incluye el programa oficial, por cierto- se ofrece en la sede de Wornington Road.
– ¿Y dónde diablos se ofrecen?
– En un lugar que se llama Hortensia Centre. Cerca de Fulham Broadway.
– ¿Fulham Broadway? -Bien podría ser en la Luna-. ¿Cómo voy a ir hasta Fulham Broadway, sin dinero para el transporte? Tú lo has dicho, tengo que hacer los servicios comunitarios aquí. No puedo hacer eso y conseguir un curro para pagarme el transporte, si hubiera curro, que no lo hay. Y, de todos modos, ¿de qué me va a servir una puta asignatura en ese Hortensia Centre? De una mierda, me parece a mí.
– He pensado que tu tía tal vez podría…
– Curra en una tienda benéfica, Fabia. ¿Qué te crees que gana? No voy a pedirle dinero. Olvida esa mierda.
Majidah había acudido a la puerta de la cocina, al oír la agitación de la voz de Ness, por no mencionar el volumen, su gramática y su elección de las palabras.
– ¿Qué es esto, Vanessa? -le dijo-. ¿Has olvidado que hay niños pequeños e impresionables en la habitación de al lado? Esponjas con orejas. ¿No te lo he dicho ya en más de una ocasión? La blasfemia es una forma de expresión inaceptable en este edificio. Si no puedes encontrar otro modo de compartir tu contrariedad, entonces debes irte.
Ness no contestó nada. Simplemente guardó con furia las cajas de galletas en los armarios. Llevó las bandejas a la sala de juegos como forma de acabar su conversación con Fabia Bender, lo que dio tiempo a Majidah de averiguar qué era lo que había provocado su agitación. Cuando Ness regresó a la cocina, la mujer pakistaní ya lo sabía todo. En particular, había concluido que el interés de Ness por los sombreros había sido el resultado de su visita al estudio de Sayf al Din, en Covent Garden. Secretamente, Majidah estaba encantada. Ness se sentía abiertamente incómoda. Odiaba pensar que cumplía las expectativas que alguien había depositado en ella y, si bien no podía saber cuáles eran las expectativas de Majidah, que el interés de Ness por los sombreros hubiera nacido de su visita al estudio del Soho bastaba para sugerir, que, en cierto modo, la mujer pakistaní era la responsable. Tal como lo veía Ness, aquello daba poder a Majidah, y eso era lo último que Ness quería que tuviera.
– ¿Y bien? -dijo Majidah cuando Ness dejó las bandejas sobre la encimera-. ¿Así reaccionas ante un pequeño revés? La señorita Bender te trae una noticia, que cualquier otro ser humano con una inteligencia razonable se vería obligado a considerar buena, ¿no te parece?, y porque no es exactamente la noticia que deseabas oír, lo echas todo por la borda, ¿no es así?
– Pero ¿qué estás diciendo? -le preguntó Ness, irritada.
– Sabes muy bien qué estoy diciendo. Las chicas como tú sois todas iguales Quieren lo que quieren ya. Lo quieren mañana. Lo quieren ayer. Quieren el fin sin ser capaces de aguantar el esfuerzo para conseguirlo. Quieren ser…, no lo sé…, una modelo de pasarela delgaducha y enfermiza, astronauta, el arzobispo de Canterbury. ¿Qué importa? Siempre lo enfocan del mismo modo, ¿no es así? Y es lo mismo que decir que no tienen ningún plan. Pero aunque sí tuvieran un plan, ¿qué importaría si no pueden conseguir lo que quieren lograr para la hora de la cena? Este es el problema que tenéis las chicas. Y los chicos también. Todo debe ocurriros ya. Tenéis una idea. Queréis el resultado. Ahora, ahora, ahora. Menuda tontería.
– ¿Has acabado? -dijo Ness-. Porque no tengo por qué estar aquí escuchándote despotricar, Majidah.
– Oh, pero eso es exactamente lo que tienes que hacer, señorita Vanessa Campbell. Fabia Bender te ha encontrado una oportunidad y será mejor que la aproveches, maldita sea. Y si no lo haces, tendré que pedirle que te busque otro lugar para tus servicios comunitarios, ya que no puede esperarse que aguante a una adolescente sin cerebro, que es lo que demostrarías ser si no aceptas el dinero para el taller de sombreros.
Ness se quedó sin habla al escuchar que Majidah utilizaba la expresión «maldita sea». No contestó de inmediato.
Por su parte, Fabia Bender fue menos implacable que la mujer pakistaní. Le dijo a Ness que pensara en su ofrecimiento. Cien libras era lo máximo que podía conseguir. Tal vez habría más dinero disponible en primavera o verano, para ayudar a los estudiantes de cara al trimestre de otoño. Pero, por ahora, o lo tomaba o lo dejaba. Ness podía pensárselo, pero como el periodo de matriculación se les echaba encima, tal vez no quisiera pensárselo durante demasiado tiempo…
No hacía falta pensárselo en absoluto, dijo Majidah, si su opinión contaba para algo. Aceptaría, daría las gracias, asistiría al curso y trabajaría mucho.
Todo eso estaba muy bien, le dijo Fabia a la mujer pakistaní, pero era Ness quien debía responder.
Majidah ya había decidido cuál sería la respuesta de Ness, así que al día siguiente le ordenó que fuera a su casa a tomar el té a última hora de la tarde, en cuanto el centro infantil estuviera cerrado a cal y canto, con sus luces de seguridad encendidas para la noche. Realizó sus paradas habituales en Golborne Road, para comprar calabacines en E. Price e Hijo, emperador en la pescadería, así como una barra de pan y un cartón de leche en el supermercado. Luego se marchó con sus bolsas hacia Wornington Green Estate y subió a su piso, donde puso agua a hervir. Mandó a Ness que preparara las cosas para el té y le dijo que necesitarían una taza, un plato y una cuchara de más, pero no le dijo quién sería el tercer invitado.
Pronto se hizo evidente. Como si el agua hirviendo fuera un presagio, el sonido de una llave deslizándose en la puerta del piso anunció la llegada de Sayf al Din. Sin embargo, el hombre no entró de inmediato, sino que entreabrió la puerta y gritó:
– ¿Madre? ¿Estás presentable?
– ¿Cómo iba a estar, tontaina?
– ¿Haciendo el amor con un jugador de rugby? ¿Bailando desnuda a lo Isadora Duncan?
– ¿Esa quién es? ¿Alguna chica inglesa desagradable que has conocido? ¿Una sustituta para esa dentista tuya? ¿Y por qué necesitarías una sustituta, te pregunto? ¿Se ha fugado al fin con el ortodoncista? Es lo que sucede cuando te casas con una mujer que le mira la boca a la gente, Sayf al Din. No debería sorprenderte. Te dije lo que pasaría desde el principio.
Sayf al Din entró en la cocina mientras su madre continuaba con su discurso. Se apoyó en el marco de la puerta y la escuchó con tolerancia mientras hablaba y hablaba de su tema preferido. Llevaba un plato tapado, que le tendió cuando Majidah concluyó sus observaciones.
– May te manda cordero rogan josh -dijo-. Al parecer, ha tenido tiempo para cocinar entre escarceo y escarceo con el ortodoncista.
– ¿Es que yo no soy capaz de cocinar para mí, Sayf al Din? ¿Qué se cree? ¿Que su suegra ha perdido su toque?
– Creo que intenta conquistarte, aunque no sé por qué. Si no cambian las cosas, eres un monstruo y no debería molestarse. -Se acercó a ella, le dio un beso fuerte y dejó el plato tapado sobre la encimera.
– Mmmm -respondió su madre. Sin embargo, parecía satisfecha. Miró debajo del papel de aluminio y olisqueó con desconfianza.
Sayf al Din saludó a Ness mientras echaba el agua hirviendo en la tetera y la agitaba un poco para calentar la porcelana. Él y su madre empezaron a preparar el té juntos, mientras hablaban de asuntos familiares, casi como si Ness no estuviera allí. Sus hermanos, sus esposas, sus hermanas, sus maridos, sus hijos, sus trabajos, la compra de un nuevo automóvil, una cena familiar próxima para celebrar un primer cumpleaños, el embarazo de alguien, el proyecto de bricolaje de otra persona. Llevaron el té a la mesa, acompañado de los pappadums de Majidah. Cortaron un plum-cake a rebanadas y tostaron pan. Se sentaron, se sirvieron; añadieron leche y azúcar.
Ness se preguntó qué debía deducir de todo aquello: madre e hijo en armonía juntos. Se sintió mal por dentro. Quería irse de allí, pero sabía que Majidah no lo permitiría; a estas alturas conocía bien cómo era la mujer pakistaní y sabía que no hacía nada sin una intención. Tendría que esperar a ver cuál era esta vez.
Cuando la mujer cogió un sobre del alféizar de la ventana, recostado detrás de la preciada fotografía de ella y de su primer marido, el padre de Sayf al Din, su propósito se hizo evidente. Lo deslizó por la mesa hacia Ness y le dijo que lo abriera. Luego, dijo, seguirían hablando sobre algo de suma importancia para todos ellos.
Dentro del sobre, Ness encontró sesenta libras en billetes de diez. Era el dinero, le dijo Majidah, que necesitaba para el transporte. No se trataba de un regalo -ella no creía en regalar dinero a las adolescentes que no sólo no eran parientes, sino casi delincuentes que estaban cumpliendo una pena de servicios comunitarios-, sino un préstamo. Tenía que devolverlo con intereses, y lo devolvería si sabía lo que le convenía.
Ness dedujo cómo debía emplear dinero.
– ¿Cómo se supone que voy a devolvértelo si voy a ese taller, trabajo en el centro infantil y no tengo trabajo?
– Oh, este dinero no es para el transporte a Fulham Broadway, Vanessa -la informó entonces Majidah-. Tienes que emplearlo para ir hasta Covent Garden, donde ganarás el dinero para el transporte a Fulham Broadway, así como el dinero para devolver este préstamo. -Y le dijo a Sayf al Din-: Cuéntaselo, hijo mío.
Sayf al Din lo hizo. Rand ya no trabajaba para él. Su marido, lamentablemente, le había impedido trabajar en una habitación en la que hubiera otro hombre, aunque fuera envuelta en su claustrofóbico chador.
– Idiota estúpido -terció Majidah.
Sayf al Din, por lo tanto, tenía que contratar a una sustituta. Su madre le había contado que Ness estaba interesada en los sombreros, así que si deseaba un trabajo, estaría encantado de emplearla. No ganaría una fortuna, pero podría ahorrar lo suficiente -después de devolverle el dinero a Majidah, lo interrumpió su madre- para financiarse el transporte a Fulham Broadway.
– Pero ¿Rand no trabajaba a jornada completa para Sayf al Din? -quiso saber Ness. ¿Cómo podía hacer ella el trabajo de Rand, o una pequeña parte de su trabajo siquiera, cuando aún tenía que llevar a cabo sus servicios comunitarios?
Eso, la informó Majidah, no sería ningún problema. En primer lugar, Rand trabajaba a paso de tortuga anestesiada, con la vista tapada por ese estúpido cubrecama negro que insistía en llevar, como si Sayf al Din fuera a violarla allí mismo si sus ojos tuvieran la oportunidad de posarse en ella. No haría falta un trabajador a jornada completa para sustituirla. En realidad, seguramente, un mono con un solo brazo podría hacer el trabajo. En segundo lugar, Ness dividiría el día en dos partes iguales: dedicaría la primera mitad a cumplir su pena de servicios comunitarios, y la segunda a trabajar para Sayf al Din. Eso, por cierto, ya se había arreglado, aclarado, firmado, sellado y entregado por Fabia Bender.
Pero ¿cuándo se suponía que iba a asistir al curso de sombreros? ¿Cómo se suponía que iba a hacer las tres cosas a la vez: trabajar para Sayf al Din, cumplir con sus obligaciones con los servicios comunitarios y cursar también el taller de sombreros? No podría hacer las tres cosas.
Por supuesto que no podría, reconoció Majidah. Al principio no. Pero en cuanto se acostumbrara a trabajar en lugar de andar holgazaneando por ahí como la mayoría de las adolescentes, vería que disponía de tiempo para hacer muchas más cosas de las que creía. Al principio, solamente trabajaría para Sayf al Din y haría sus horas de servicios comunitarios. Cuando hubiera adquirido el ritmo y el aguante para asumir más, ya habría llegado otro trimestre escolar y podría inscribirse en su primer curso de confección de sombreros.
– ¿Así que se supone que tengo que hacer las tres cosas? -preguntó Ness, incrédula-. ¿El curso, trabajar en el estudio de sombreros y los servicios comunitarios? ¿Cuándo voy a comer y dormir?
– Nada es perfecto, niña estúpida -dijo Majidah-. Y nada pasa por arte de magia en el mundo real. ¿A ti te pasó por arte de magia, hijo mío?
Sayf al Din le aseguró a su madre que no.
– Trabajo duro, Vanessa -le dijo Majidah-. Después de la oportunidad viene el trabajo duro. Ya va siendo hora de que lo aprendas, así que decide.
Ness no estaba tan decidida a cumplir sus deseos como para no ver que estaba abriéndose una puerta para ella. Pero como no era exactamente la puerta que quería, no acogió la idea con una gratitud emocionada. Sin embargo, aceptó el plan, momento en que Majidah -una mujer siempre previsora- sacó un contrato absolutamente imposible de cumplir para que lo firmara. En él se incluían las horas específicas de servicios comunitarios, las horas específicas de trabajo para Sayf al Din y el calendario de devolución del préstamo de sesenta libras, con intereses, naturalmente. Ness lo firmó, Majidah lo firmó y Sayf al Din lo atestiguó. El trato estaba cerrado. Majidah brindó por Ness a su manera:
– Procura no fracasar, niña estúpida -le dijo.
Ness comenzó a trabajar con Sayf al Din de inmediato, por las tardes, en cuanto completaba las horas en el centro infantil por la mañana. Al principio, el hombre le encargaba tareas de escasa importancia, pero cuando se dedicaba a algo que creía que potenciaría su educación, le decía que fuera con él y observara. Le explicaba lo que hacía, con toda la pasión de un hombre dedicado a un trabajo que Dios quería que desempeñara. Durante este tiempo, el caparazón quebradizo del instinto de supervivencia de Ness empezó a desprenderse. No sabía qué pensar al respecto, aunque alguien un poco más sabio habría dicho que era algo así como «la muerte necesaria de la anomia».
Kendra, había que decirlo, se sentía tan aliviada por el cambio de Ness que bajó la guardia respecto a Joel. Cuando el chico le habló con entusiasmo del curso de guión que impartía Ivan Weatherall y, en particular, de la película que el grupo de chicos de la calle de Ivan estaba preparando, dio su bendición a la implicación de su sobrino en el proyecto, siempre que sus notas del colegio mejoraran. Sí, podía salir una noche de vez en cuando, le dijo. Ella cuidaría de Toby, y Ness cuidaría del pequeño cuando Kendra no pudiera. Incluso Ness aceptó el plan, a regañadientes, pero todo lo que no fuera una docilidad ligeramente intransigente habría sido extraño en ella.
Si Joel no hubiera sido un hombre marcado en la calle, quizás entonces las cosas habrían continuado sin complicaciones. Pero había fuerzas en funcionamiento mucho mayores que los niños Campbell y su tía, lo que convertía North Kensington en un lugar inseguro para albergar o promover sueños. Neal Wyatt seguía existiendo en la periferia de sus vidas y, si bien algunas circunstancias habían cambiado para los Campbell, no pasaba lo mismo con Neal. Continuaba siendo una presencia inquietante. Había cuentas pendientes.
El respeto seguía siendo la clave para suavizar la animosidad entre Neal y Joel. Joel tenía la intención de fomentarlo de un modo u otro. Sólo que no iba a suceder como Hibah le había insinuado que debería suceder: su amigo sometiéndose al otro chico como perro panza arriba. Joel sabía que Hibah no daba muestra alguna de saber cómo era la vida en un lugar como North Kensington: sólo había dos formas de estar totalmente a salvo. Una era ser invisible o no despertar el interés de nadie. La otra era tener el respeto de todo el mundo. No regalar respeto como ropa usada, sino ganarlo. Regalarlo, como sugería Hibah, implicaba determinar tu destino, convertirte en un lacayo, un chivo expiatorio y un estúpido. Ganarlo, por otro lado, significaba que tú y tu familia seríais capaces de sobrevivir.
El camino de Joel seguía cruzándose con el del Cuchilla. Su seguridad y la de su hermano dependían de su alianza con él. Podía mejorar sus notas del colegio; podía escribir poemas a prueba de balas, capaces de arrancar lágrimas a todos los presentes en «Empuñar palabras y no armas»; podía participar en un proyecto cinematográfico que escribiera su nombre en letras de neón. Pero esos logros no le reportarían nada en el mundo que tenía que cruzar todos los días porque ninguna de estas cosas era capaz de infundir miedo a nadie. El miedo estaba personificado en el Cuchilla. Para forjar una alianza con él, Joel sabía que tendría que demostrar su lealtad como ordenara aquel tipo.
Finalmente, fue Cal Hancock el encargado de comunicar la misión que Joel debía cumplir como contraprestación. Ocurrió varias semanas después. Lo hizo con pocas palabras:
– Es la hora, tío -le dijo mientras se liaba un porro, apoyado en la ventana de la lavandería que estaba en el camino que Joel tomaba para ir desde la parada del autobús a la escuela Middle Row, a última hora de la tarde.
– ¿De qué? -preguntó Joel.
– De lo que querías, dependiendo de si aún lo quieres. -Cal apartó la mirada de él, calle abajo, donde dos ancianas caminaban del brazo, sosteniéndose la una en la otra. El aliento de Cal humeó en el aire helado. Cuando Joel no respondió, se volvió para mirarle-. ¿Y bien? ¿Estás dentro o fuera de este negocio?
Joel estaba dentro, pero dudó, no porque estuviera preocupado por lo que el Cuchilla le pediría, sino porque tenía que pensar en Toby. Debía ir a recoger a su hermano al colegio y llevarlo al centro de aprendizaje, y tardaría una hora más. Joel se lo explicó a Cal.
Cal negó con la cabeza. Le contestó que no podía transmitirle esa información al Cuchilla. Sería faltarle al respeto, ya que estaría indicando que había algo más importante que cumplir sus deseos.
– No pretendo faltarle al respeto -dijo Joel-. Es sólo que Toby… Cal, él sabe que Toby no tiene la cabeza en su sitio.
– Lo que el Cuchilla quiere, lo quiere esta noche.
– Puedo hacer lo que desea. Pero no puedo dejar que Toby intente volver solo a casa. Ya está oscureciendo, y la única vez que lo intentó, le pegaron.
Joel tendría que solucionar el problema, dijo Cal. Si no podía solucionar aquello, no iba a ser capaz de poner solución a nada. Tendría que hacer lo que creyera; el Cuchilla haría lo que él creyera. Tal vez fuera lo mejor.
Joel intentó pensar qué hacer. Su única opción parecía ser la vieja excusa que emplean todos los niños cuando no quieren hacer lo que tienen que hacer. Decidió que fingiría estar enfermo. Llamaría a su tía, le diría que había vomitado en el colegio y le preguntaría si pensaba que podía ir a recoger a Toby aun encontrándose mal. Ella le diría que no, naturalmente. Le diría que se fuera directamente a casa. Cerraría la tienda benéfica durante un rato y correría ella misma a buscar a Toby al colegio y lo llevaría al centro de aprendizaje. Luego, Toby se quedaría con ella hasta que fuera hora de volver a casa por la noche. Si todo salía bien, cuando su tía regresara a Edenham Estate, Joel ya estaría también de vuelta, tras demostrar al Cuchilla su lealtad y respeto.
Le dijo a Cal que esperara y fue a buscar una cabina telefónica. Al cabo de unos minutos, su plan estaba en marcha. Lo que no tuvo en cuenta, sin embargo, fue la naturaleza de lo que el Cuchilla quería que hiciera. Cal lo dejó claro pronto, aunque no sin antes intentar advertir indirectamente a Joel sobre lo que iba a suceder. Cuando el chico regresó de la cabina, después de arreglarlo todo, Cal le preguntó si se lo había pensado bien.
– No soy estúpido -respondió Joel-. Ya sé cómo funcionan las cosas. El Cuchilla hace algo por mí: yo le debo una. Lo he pillado, Cal. Estoy listo. -Se subió los pantalones como para enfatizar sus palabras. Era un gesto que decía «vámonos»: listo para lo que fuera, listo para todo, había llegado la hora de demostrar al Cuchilla su temple, había llegado la hora de demostrar su compromiso.
Cal le examinó con gravedad antes de decir:
– Ven conmigo, pues. -Y empezó a andar deprisa hacia el norte, en dirección a Kensal Green.
Caminaba sin darle conversación y sin pararse para mirar si Joel seguía con él. No dejó de andar hasta que llegaron al muro alto de ladrillo que cercaba las ruinas descuidadas del cementerio de Kensal Green. Aquí, en la alta verja que daba acceso al lugar, por fin miró a Joel. El chico no podía imaginar qué iba a pedirle que hiciera, pero se le ocurrió que profanar una tumba: la idea no le atrajo demasiado.
Un arco constituía la entrada al lugar. Daba a un cuadrado de asfalto y a la caseta del guarda, donde la luz brillaba a través de la cortina de la ventana. El asfalto marcaba el punto de partida de la calle principal del cementerio. Viraba hacia el oeste, cubierta de hojas en descomposición de los muchos árboles que crecían diseminados y sin podar en los jardines.
Cal empezó a andar por este camino. Joel intentó apreciar la deliciosa aventura que representaba aquello. Se dijo que sería muy divertido llevar a cabo una misión en aquel lugar espeluznante. Él y Cal atacarían alguna tumba en la oscuridad apremiante y se esconderían detrás de una lápida si pasaba algún guarda. Procurarían no tropezarse con ninguna de las tumbas hundidas de las que advertían los carteles que había por todo el sendero, y cuando acabaran saltarían el muro y se marcharían con el trofeo que el Cuchilla deseaba que desenterraran. Era como una yincana.
Sin embargo, en la temprana oscuridad del invierno, el cementerio era un lugar sombrío, no muy propicio a la sensación de aventura que Joel deseaba tener. Con ángeles enormes de alas extendidas que rezaban en monumentos y mausoleos envueltos en hiedras, con cada centímetro de espacio cubierto de arbustos y hierbajos, el cementerio parecía más una ciudad espectral que un lugar de descanso para las almas. Joel casi esperaba ver espíritus etéreos emergiendo de sepulcros destartalados; fantasmas sin cabeza flotando en la maleza.
De la calle principal salían senderos sin asfaltar, embarrados, y bajo la luz mortecina Cal tomó uno. Tras andar unos cincuenta metros, desapareció entre unos cipreses espesos. Cuando Joel los atravesó un momento después, se encontró delante de un sepulcro grande lleno de líquenes. Lo habían construido hacía tiempo y tenía la forma de una capilla, pero la mampostería rellenaba el lugar que habían ocupado sus tres vidrieras de colores, y la puerta que en su día daba acceso a la pequeña estructura estaba enterrada por enebros plantados tan densamente que sólo habría podido pasarse entre ellos utilizando un machete.
No veía a Cal por ningún lado; entonces se le ocurrió que le habían tendido una emboscada. Su consternación anterior aumentó en proporción al hecho de percatarse que nadie sabía exactamente dónde estaba. Pensó en las palabras de advertencia de Cal, en sus propias bravuconadas.
– Mierda -murmuró, y escuchó con la misma atención que un chico asustado. Si alguien iba a saltarle encima ahora, imaginaba que al menos podía intentar intuir de qué dirección vendría el peligro.
De arriba, le pareció. Joel oyó un susurro que parecía salir de entre los cipreses y retrocedió. A unos tres metros del sepulcro-capilla, había un viejo banco de madera; caminó hacia él y se subió encima, como si aquello fuera a protegerle de alguna manera. Pero allí se fijó en lo que no había podido ver desde la base de la capilla: aunque el tejado a dos aguas estuvo formado en su día por grandes rectángulos de pizarra, ahora faltaban algunas, y dejaban un agujero que abría el interior del sepulcro a los elementos.
El ruido que Joel oía provenía, en realidad, de dentro de la tumba. Mientras observaba, una forma imprecisa surgió de dentro. Por encima de la pared aparecieron una cabeza, unos hombros; luego, una pierna. Todo era negro, excepto los pies, que eran sombríamente blancos y llevaban calzados unas deportivas.
– ¿Qué demonios estás haciendo, colega? -dijo Joel.
Cal se aupó y se dejó caer con suavidad desde la pared de la capilla al suelo, una distancia de unos tres metros.
– ¿Estás listo, tío? -le dijo.
– Sí, pero ¿qué hacías ahí dentro?
– Mirar.
– ¿El qué?
– Que esté todo bien. Ven aquí, colega. Tienes que entrar. -Cal señaló el sepulcro con el pulgar.
Joel le miró y luego miró la abertura en el tejado.
– ¿Y qué hago?
– Esperar.
– ¿A qué? ¿Cuánto tiempo?
– Bueno, ésa es la cuestión. Es lo que no sabes. El Cuchilla quiere saber que confías en él, chaval. Si tú no confías en él, él no confía en ti. Te quedarás aquí hasta que venga a recogerte, colega. Si no estás aquí cuando vuelva, el Cuchilla sabrá quién eres.
A pesar de su juventud, Joel vio la naturaleza ingenua del juego. Se basaba en el sencillo hecho de no saber. Una hora, un día, una noche, una semana. Sólo había una regla: ponerse totalmente en las manos de otra persona. Demostrar tu lealtad al Cuchilla antes de que él estuviera dispuesto a demostrarte a ti la suya.
Joel tenía la boca más seca de lo que le habría gustado.
– ¿Y si me descubren? -dijo-. No es culpa mía que algún guarda venga y me saque.
– ¿Qué guarda crees que asoma la cabeza en un sepulcro si no tiene una razón para hacerlo? Quédate callado y nadie vendrá a mirar, colega. ¿Entras o te quedas fuera?
¿Qué alternativa tenía?
– Entro -dijo Joel.
Cal entrelazó las manos y Joel se subió. Sintió que lo aupaba hasta la pared, donde se sentó a horcajadas al llegar arriba y miró abajo, dentro del pozo de oscuridad. Sólo veía formas imprecisas, una de ellas parecía un cuerpo fantasmal debajo de un manto de hojas en descomposición. Al ver aquello, sintió un temblor. Miró atrás, hacia Cal, que estaba observándolo, en silencio. Joel respiró hondo, cerró los ojos y con un escalofrío saltó dentro del sepulcro.
Aterrizó sobre las hojas. Uno de sus zapatos se hundió en un hoyo lleno de agua y el frío le envolvió cuando se le empapó el pie. Gritó y dio un salto hacia atrás, casi esperando que una mano esquelética lo agarrara e implorara que la rescataran de una tumba líquida. No veía prácticamente nada dentro de la cámara rectangular; sólo esperaba que sus ojos se adaptaran deprisa de la luz tenue del cementerio a la oscuridad de aquí dentro para poder saber con quién -o con qué- pasaría el tiempo.
La voz de Cal llegó en un susurro desde la distancia.
– ¿Todo bien, colega? ¿Estás dentro?
– Estoy bien -mintió.
– Espera aquí hasta que venga.
Entonces, Cal se marchó; el crujido de las ramas indicó que regresaba al camino de los cipreses.
Joel quiso protestar, pero se contuvo. No pasaba nada, se dijo. Sólo se trataba de demostrar al Cuchilla que tenía agallas.
Tenía las manos húmedas, así que se las frotó en los pantalones. Recordó lo que había distinguido desde la pared del sepulcro, justo antes de saltar dentro. Se armó de valor para ver un cadáver, diciéndose que estaba muerto, fallecido hacía tiempo y enterrado incorrectamente, que eso era todo. Pero nunca había visto un cadáver, no uno que estuviera al aire libre, expuesto a los elementos, en plena descomposición, con la carne que se pudría, con los dientes sonrientes y con unos gusanos que le comían los ojos.
La idea de ese fiambre justo detrás de él, en algún lugar, provocó que le temblaran los labios. Fue consciente de que su cuerpo se estremecía de los pies a la cabeza, y comprendió que allí dentro el frío de la noche se intensificaba por las paredes de piedra húmedas. Igual que Dorothy cuando estaba en Oz, pensó en casa. Pensó en su tía, en su hermano, en su hermana, en su cama, en cenar en torno a la mesa de la cocina y en ver después una cinta de dibujos animados con Toby. Pero, al notar que se le estaban humedeciendo los ojos, se obligó a abandonar tales pensamientos. Estaba comportándose como si ni siquiera pudiera sobrellevar la situación, pensó. Recordó la facilidad con la que Cal había parecido salir del sepulcro y comprendió que no estaba atrapado en aquel lugar. No tenía que hacer algo que le acarreara problemas con la ley. Lo único que tenía que hacer era esperar, y no cabía duda de que tenía agallas para hacerlo.
Más tranquilo, se obligó a actuar. Puesto que no podía estar ahí eternamente de cara a la pared sólo porque compartiera el espacio con un cadáver, se obligó a girarse y enfrentarse a él. Se dio la vuelta con los ojos bien cerrados. Cerró los puños y abrió lentamente los párpados.
Acostumbrado a la oscuridad, sus ojos distinguieron lo que antes habían sido incapaces de ver. Al cuerpo le faltaba la nariz y parte de la mejilla estaba hundida. El resto estaba vestido con una especie de túnica larga cuyos pliegues se levantaban a través de las hojas caídas. Todo en él era blanco: el propio cadáver, la mata de pelo, las manos entrelazadas sobre el abdomen, la túnica que lo cubría. Sólo era una piedra, se percató Joel, una efigie interna que decoraba el sepulcro.
En un extremo, vio una manta de cuadros doblada sobre los pies de la efigie. No estaba cubierta de hojas, lo que significaba que la habían colocado allí hacía poco, y seguramente para él. La cogió y debajo encontró dos botellas de agua y dos sándwiches empaquetados. Estaría allí dentro un buen rato.
Desdobló la manta y se la echó por encima de los hombros. Se subió a las piernas de la efigie y se puso cómodo para pasar un largo rato allí.
Cal no fue a buscar a Joel aquella noche. Ni tampoco al día siguiente. Las horas transcurrieron muy lentamente y el tenue sol de invierno no llegó a calentar el interior del lugar donde esperaba. Aun así, se quedó allí. A estas alturas ya estaba comprometido. Si bien era cierto que tenía frío y más hambre a cada minuto que pasaba -a pesar de los sándwiches-, que tuvo que orinar más de una vez en un rincón debajo de una pila de hojas putrefactas, que no había dormido apenas durante la noche y que cada sonido lo había despertado del susto, se dijo que la compensación estaba cerca y que haría que la espera hubiera merecido la pena.
Empezó a dudarlo la segunda noche. Comenzó a pensar que la intención del Cuchilla era que muriera en el cementerio de Kensal Green. Entendió la facilidad con la que podía ocurrir aquello: ya estaba en una tumba; hacía años que nadie la había abierto y seguramente nadie volvería a abrirla jamás. Él y Cal habían llegado a este lugar en una oscuridad casi absoluta, y si alguien los había visto caminando en dirección a la entrada del cementerio, ¿qué habría pensado? Podían dirigirse a muchos lugares: la estación de metro, un hipermercado al otro lado del canal, incluso a un sitio tan lejano como Wormwood Scrubs.
En ese momento se planteó salir. Cuando examinó las paredes interiores del sepulcro, vio que le resultaría bastante fácil escalar los tres metros. Pero lo detuvo la lista de preguntas que acompañaba la idea de marcharse. ¿Qué pasaría si salía justo cuando Cal iba a buscarle? ¿Qué pasaría si el Cuchilla estaba cerca, observando y esperando, y veía su deshonra? ¿Qué pasaría si lo veía algún encargado del cementerio o un guarda de seguridad? ¿Qué pasaría si le echaban el guante y volvían a llevarlo a la comisaría de Harrow Road?
Lo cierto es que no pensó en su familia y en las preguntas que estarían haciéndose a medida que se acercaba esta segunda noche. Su tía, su hermano y su hermana simplemente eran débiles señales en el radar de su conciencia.
La segunda noche transcurrió despacio. El frío era terrible y cayó una lluvia menuda. Pronto, sin embargo, notó que se convertía en una lluvia larga, acompañada de viento, que le empapó la manta, que, a su vez, le empapó los pantalones del uniforme del colegio. Sólo le quedaba el anorak para protegerse del tiempo, pero sabía que no le serviría de nada por la mañana si no paraba de llover.
El cielo clareaba cuando, por fin, oyó los sonidos que había estado esperando: el susurro de las ramas de los cipreses y el ruido succionador de las deportivas sobre el suelo inundado. Entonces escuchó la voz de Cal, que susurró:
– ¿Estás ahí, colega?
Joel, agazapado en el refugio inadecuado que ofrecía el tejado de pizarra roto, se puso de pie con un resoplido.
– Aquí estoy, tío -dijo.
– Todo bien, entonces. ¿Saldrás sin problemas?
Joel no estaba seguro, pero dijo que podría. Estaba mareado por el hambre y torpe por el frío. Sería una putada romperse la crisma intentando salir de aquel lugar.
Lo intentó varias veces; a la cuarta lo logró. Para entonces, Cal ya había subido la pared, se había sentado a horcajadas arriba y le tendía la mano. Pero Joel no pensaba cogerla, estaba muy cerca de pasar, con total éxito, la prueba del Cuchilla. Quería que Cal Hancock transmitiera un mensaje al señor Stanley Hynds: lo había hecho todo y lo había hecho solo.
Levantó la pierna por encima de la pared y se sentó, imitando la postura de Cal, aunque, a diferencia de él, se vio obligado a agarrarse a las piedras como un superviviente de un naufragio.
– Díselo, tío -le interpeló antes de quedarse sin respiración, justo antes de caerse al suelo.
Cal saltó y lo ayudó a levantarse.
– ¿Estás bien? -le preguntó muy serio-. Por ahí se habla de dónde estarás.
Joel miró a Cal entrecerrando los ojos, notaba la cabeza débil.
– ¿Me estás vacilando, tío? -le dijo.
– No, joder. Me he pasado por tu choza y la Poli ha estado con tu tía. Imagino que te caerá una buena cuando llegues.
– Mierda. -De entre todas las cosas que había pensado, ésa no se le había ocurrido-. Tengo que volver a casa -dijo-. ¿Cuándo puedo hablar con el Cuchilla?
– No va a sacarte las castañas del fuego con la Poli. Ahí estás solo, tío.
– No me refería a eso. Tengo que hablar con él por lo del tío ese al que tiene que escarmentar.
– Le escarmentará cuando esté preparado -dijo Cal.
– ¡Eh! -protestó Joel-. ¿No acabo de…?
– No funciona así.
Cal lo condujo a través de los cipreses y por el sendero embarrado que llevaba a la calle central del cementerio. Allí, se tomó un momento para limpiarse la suela de las deportivas en un lugar del asfalto donde las hojas caídas habían volado durante la noche. Miró a su alrededor, como si comprobara que nadie estaba escuchando, y dijo en voz baja y sin levantar la vista de sus zapatos:
– Puedes acabar con todo esto, colega. Tienes el poder para hacerlo.
– ¿Acabar con qué? -preguntó Joel.
– Tío, quiere hacerte daño. ¿Entiendes?
– ¿Quién? ¿El Cuchilla? Cal, le di la navaja automática. Y tú no estabas ahí cuando hablamos. Arreglamos las cosas entre nosotros. Estamos bien.
– Él no arregla las cosas, chaval. Él no es así.
– Me habló claro. Ya te lo he dicho, tú no estabas ahí. Y, de todos modos, he hecho lo que me ha pedido. Puede ver que no le oculto nada. Podemos seguir adelante.
Cal, que había mantenido los ojos clavados en sus zapatos mientras Joel hablaba, levantó la cabeza.
– ¿Adonde crees exactamente que vas? Si el Cuchilla escarmienta a ese tío, le deberás una, ¿lo entiendes? Tienes familia, colega. ¿Por qué no piensas en ella?
– Es lo que estoy haciendo -protestó Joel-. ¿Por qué crees que hago todo esto?
– Será mejor que empieces a hacerte esa pregunta -le replicó Cal-: ¿por qué crees que lo hace él?