Capítulo 6

Unas semanas antes de cumplir ocho años, Toby enseñó a Joel la lámpara de lava. Estaba en el escaparate de una tienda situada hacia el final de Portobello Road, al norte de la parte conocida de la calle: esa extensión de mercados que brotan como las semillas de comercio que son, en las inmediaciones de Notting Hill Gate.

La tienda en la que la lámpara de lava ofrecía su actuación operaba entre una carnicería halal y un restaurante llamado Cockney's Traditional Pie Mash and Eels. Toby la había visto mientras caminaba en fila con los alumnos más pequeños de la escuela Middle Row por Portobello Road, en una instructiva excursión escolar a la oficina de correos, donde los niños iban a comprar sellos de un modo respetuoso. El profesor quería que recordaran el ejercicio para el resto de las compras que harían en sus vidas, y en él intervenían las matemáticas y la interacción social. Toby no destacaba en ninguna de las dos facetas.

Pero sí se fijó en la lámpara de lava. De hecho, la subida y bajada hipnotizante del material que constituía la «lava» hizo que abandonara la fila y se dirigiera al escaparate, donde emprendió de inmediato un viaje a Sose. Lo despertó su compañero de fila gritando y llamando la atención del profesor que iba al principio de la fila. La madre voluntaria que acompañaba al grupo al final de la fila vio el problema. Arrancó a Toby del escaparate y lo devolvió a su sitio. Pero el recuerdo de la lámpara de lava persistió en la mente del niño. Empezó a hablar de ella esa misma noche mientras cenaban langostinos fritos, patatas y guisantes. Empapándolo todo con salsa, dijo que la lámpara era «chulísima» y siguió sacando el tema hasta que Joel accedió a que lo introdujera en sus placeres visuales.

El líquido era violeta. La «lava» era naranja. Toby presionó la cara contra el escaparate, suspiró y empañó el cristal de inmediato.

– ¿No es chulísima, Joel? -dijo, y puso la palma de la mano en el escaparate como si fuera a atravesarlo y fundirse con el objeto de su fascinación-. ¿Crees que la puedo tener?

Joel buscó el precio, que localizó en una pequeña tarjeta en la base de plástico negra de la lámpara, «£15,99» garabateado en rojo. Eran ocho libras más de las que tenía actualmente.

– Imposible, Tobe -dijo-. ¿De dónde vamos a sacar el dinero?

Toby dirigió la mirada de la lámpara de lava a su hermano. Le habían convencido de que hoy no llevara inflado el flotador: lo llevaba desinflado debajo de la ropa, pero sus dedos lo pellizcaban de todos modos, tocando el aire alrededor de su cintura espasmódicamente. Estaba cabizbajo.

– ¿Y qué hay de mi cumpleaños?

– Puedo hablar con la tía Ken. Quizá también con Ness.

Toby dejó caer los hombros. No era tan ajeno a la situación que se vivía en el número 84 de Edenham Way como para pensar que Joel le prometía algo que no fuera decepción.

Joel no soportaba ver a Toby desanimado. Le dijo a su hermano que no se preocupara. Si la lámpara de lava era lo que quería para su día especial, de algún modo, la lámpara de lava sería suya.

Joel sabía que no podía pedirle el dinero a su hermana. Hoy en día, no podía convencerse a Ness ni por las buenas ni, sin duda, por las malas. Desde que se habían marchado de Henchman Street, cada vez era más inaccesible. La chica que fue en su día era ahora como un daguerrotipo: inclinándolo hacia un lado u otro casi podía ver a la niña de East Acton, el arcángel Gabriel en las fiestas de Navidad, con las alas blancas como nubes y un halo dorado en la cabeza, zapatos de ballet y un tutu rosa, asomada a la ventana de Weedon House y escupiendo al suelo, a metros de distancia. Ya no fingía que asistía al colegio. Nadie sabía a qué dedicaba sus días.

Joel creía que a Ness le había sucedido algo profundo en algún momento. Simplemente no sabía qué era, así que en su inocencia e ignorancia llegó a la conclusión de que estaba relacionado con la noche que los había dejado solos mientras Kendra salía de fiesta. Sabía que Ness no había regresado aquella noche y sabía que su tía y su hermana habían discutido violentamente. Pero no sabía qué había ocurrido antes de esa discusión.

Sí sabía que su tía por fin se había lavado las manos respecto a Ness, y parecía que a la chica le gustaba que fuera así. Entraba y salía a todas horas y en todos los estados y, si bien la observaba entrecerrando los ojos y con cara de indignación, Kendra parecía estar esperando, aunque no estaba claro a qué. Mientras tanto, Ness forzó los límites de la conducta censurable, como si desafiara a Kendra a que tomara una postura respecto a la situación. La tensión se palpaba cuando las dos estaban juntas en casa. Algo, en algún momento, iba a desbordarse, v tendría unas consecuencias considerables.

En realidad, lo que Kendra esperaba era lo inevitable: esas consecuencias ineludibles que conllevaría el modo de vida elegido por su sobrina. Sabía que habría un departamento de menores implicado, jueces, seguramente la Policía y, probablemente, un hogar alternativo para la chica, y la verdad era que había llegado a un punto en que se alegraba. Reconocía que Ness había tenido una vida difícil desde la muerte prematura de su padre, pero también podía imaginar que había miles de niños que tenían una vida difícil y que no tiraban lo que quedaba de esa vida por la borda. Así que cuando Ness aparecía por casa de vez en cuando borracha o colocada, le decía que se bañara, que durmiera en el sofá y que se mantuviera alejada de ella. Y cuando olía a sexo, Kendra le decía que tendría que arreglárselas sola si se quedaba embarazada o cogía alguna enfermedad.

– Como si me importara. -Aquélla era la respuesta que Ness daba a todo y que provocaba que a Kendra le importara en la misma medida.

– Quieres ser adulta, pues sé adulta -le decía a Ness; aunque la mayoría de las veces no decía nada.

Así que Joel era reacio a pedirle ayuda a Kendra para comprar una lámpara de lava para Toby. En realidad, era reacio incluso a recordarle a su tía el cumpleaños de Toby. Fugazmente, pensó en cómo eran las cosas en un pasado que se alejaba de su recuerdo: cenas de aniversario en un plato de cumpleaños especial, un cartel de «Feliz Cumpleaños» colgado de la ventana de la cocina, un carrusel de hojalata de segunda mano estropeado en el centro de la mesa y su padre sacando un pastel de cumpleaños de la nada, siempre el número de velas adecuado encendidas, cantando una canción de cumpleaños que había compuesto él mismo. Nada de un simple «cumpleaños feliz» para sus hijos, decía.

Al pensar en todo eso, Joel sintió el impulso de hacer algo con la vida que les había tocado a sus hermanos y a él. Pero a su edad, no veía nada delante de él para mitigar la incertidumbre en la que vivían, así que la única opción era intentar hacer que la vida que tenían ahora fuera lo más parecida posible a la que tenían antes.

El cumpleaños de Toby dio a Joel una oportunidad de hacerlo. Por eso, al final decidió pedirle ayuda a su tía. Eligió un día que Toby tenía una clase extra en el centro de aprendizaje después del colegio. En lugar de quedarse esperando, salió disparado hacia la tienda benéfica, donde encontró a Kendra planchando blusas en el cuarto trasero, pero visible desde la puerta por si entraba alguien.

– Hola, tía Ken -dijo, y decidió no desanimarse cuando ella sólo le contestó asintiendo bruscamente con la cabeza.

– ¿Dónde has dejado a Toby? -le preguntó.

Joel le contó que tenía una clase extra. Ya se lo había comentado, pero Kendra lo había olvidado. Supuso que también se habría olvidado del cumpleaños de Toby, puesto que no había mencionado que se acercaba el día.

– Toby va a cumplir ocho años, tía Ken -dijo deprisa para no perder el valor-. Quiero comprarle una lámpara de lava que le gusta; está en Portobello Road. Pero necesito más dinero, así que ¿puedo trabajar para ti?

Kendra asimiló la información. El tono de voz de Joel -tan esperanzado a pesar de la expresión de su rostro, que trataba de mantener impertérrito- le hizo pensar en cómo se esforzaba el niño para que ni él ni Toby supusieran una molestia para ella. No era estúpida. Sabía lo poco agradable que había sido para ellos.

– Dime cuánto necesitas.

Cuando se lo dijo, Kendra se quedó pensando un momento, una arruga marcándose en su entrecejo. Al final, fue a la caja. Del mostrador de debajo, sacó un fajo multicolor de papeles y le indicó que se acercara a su lado y los mirara.

En una línea recta en la parte superior de cada uno podía leerse: «Masaje privado». Debajo de estas palabras, había dibujada una escena: una figura tumbada boca abajo sobre una mesa y otra figura inclinada sobre ella, las manos masajeando su espalda, al parecer. Debajo, una lista de masajes con sus precios llegaba al final de la página, donde estaban impresos el teléfono fijo y el móvil de Kendra.

– Quiero que los repartas -le dijo a Joel-. Tendrías que hablar con propietarios de tiendas para pegarlos en los escaparates. También quiero que lleguen a gimnasios. Y también a pubs. A cabinas telefónicas. Donde se te ocurra. Hazlo y te pagaré lo suficiente para que puedas comprarle a Toby esa lámpara.

Joel se alegró. Podía hacerlo. Pensó erróneamente que sería de lo más sencillo. Pensó erróneamente que no conseguiría nada más que el dinero que necesitaba para hacer feliz a su hermano en su cumpleaños.


* * *

Toby le acompañó los días que Joel repartió los anuncios de Kendra. No podía dejarlo en casa, no podía dejarlo en el centro de aprendizaje esperando a Joel y, sin duda, no podía llevarlo a la tienda benéfica donde estaría pegado a las faldas de su tía. Era imposible que Ness se hiciera cargo de él, así que caminó detrás de su hermano y esperó obedientemente fuera de las tiendas en cuyos escaparates colgaba los anuncios.

Sin embargo, Toby sí entró con Joel en los gimnasios porque no había ningún problema en que accediera a los vestíbulos donde se encontraban los mostradores de recepción y los tablones de anuncios. Hizo lo mismo en la comisaría de Policía y en las bibliotecas, así como en los pórticos de las iglesias. Comprendía que toda esta actividad se debía a la lámpara de lava, y como esa lámpara de lava dominaba sus pensamientos, estaba encantado de colaborar.

Kendra había dado a Joel varios cientos de folletos de masajes y la verdad era que podría haber tirado tranquilamente el fajo al canal y su tía no se habría enterado. Pero Joel no estaba hecho para ser deshonesto, así que día tras día caminaba de Ladbroke Grove a Kilburn Lane, recorriendo todo Portobello Road y Golborne Road y pasando por todos los puntos intermedios en un esfuerzo por reducir el tamaño del fajo de folletos que le habían asignado. En cuanto agotó todas las tiendas, restaurantes y pubs, tuvo que volverse más creativo.

Aquello significó -entre otras cosas- intentar decidir quién podía querer que su tía le diera un masaje. Aparte de personas doloridas por sobrecargar los músculos en el gimnasio, pensó en conductores obligados a estar sentados en el autobús todo el día o toda la noche. Así que fue a la cochera de Westbourne Park, una estructura de ladrillo enorme, situada debajo de la A40, donde se aparcaban y se hacía el mantenimiento a los autobuses de la ciudad y de donde partían para hacer su ruta. Mientras Toby se quedaba sentado en los escalones, Joel habló con un encargado que optó por el camino más fácil y le dijo distraídamente que sí, que podía dejar un fajo de folletos justo ahí, en el mostrador. Joel lo hizo, se giró para marcharse y vio que Hibah entraba por la puerta.

Llevaba una fiambrera e iba vestida de manera tradicional, con un pañuelo y un abrigo largo que le llegaba a los tobillos. Caminaba con la cabeza agachada de un modo totalmente insólito en ella; cuando la levantó y vio a Joel, sonrió a pesar de su actitud retraída.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó la chica.

Joel le enseñó los folletos y luego le hizo la misma pregunta a ella. Hibah señaló la fiambrera.

– Le traigo esto a mi padre. Conduce el 23.

Joel sonrió.

– Eh, lo hemos cogido.

– ¿Sí?

– Hasta la estación de Paddington.

– Guay.

Entregó la fiambrera al encargado. El hombre asintió con la cabeza, la cogió y reanudó su trabajo. Era un recado que Hibah hacía regularmente, y así se lo explicó a Joel mientras salían hacia donde estaba esperando Toby.

– Es la forma que tiene mi padre de controlarme -le confió la chica-. Cree que si consigue hacer que le traiga el almuerzo, tendré que vestirme adecuadamente y no podré andar con quien se supone que no debo andar. -Le guiñó un ojo-. Tengo una sobrina, verás, más de mi edad que menor, porque mi hermano, su padre, es dieciséis años mayor que yo. El caso es que sale con un chico inglés, y, claro, el mundo se está derrumbando por culpa de eso. Mi padre jura que jamás saldré con un chico inglés y que va a asegurarse de ello aunque tenga que mandarme a Pakistán. -Meneó la cabeza con incredulidad-. Lo que yo te diga, Joel, me muero por ser mayor e ir a la mía, porque es lo que pienso hacer. ¿Quién es éste?

Se refería a Toby, a quien hoy no habían convencido para que no llevara el flotador. Se había quedado sentado en el escalón donde Joel lo había dejado; se había puesto en pie de un salto para reunirse con ellos en cuanto salieron de la cochera de Westbourne Park. Joel le contó quién era Toby, sin añadir ninguna información más.

– No sabía que tenías un hermano -dijo ella.

– Va a la escuela Middle Row -aclaró él.

– ¿Te está ayudando con los folletos?

– No. Me lo llevo porque no puede quedarse solo.

– ¿Cuántos te quedan? -le preguntó.

Por un momento, Joel no sabía a qué se refería Hibah. Pero entonces ella señaló con el pulgar los anuncios y le dijo que podía deshacerse del resto fácilmente pasándolos por debajo de las puertas de los pisos de Trellick Tower. Sería lo más fácil, dijo. Ella lo ayudaría.

– Vamos -le dijo-. Yo vivo ahí. Te entraré.

Ir hasta la torre no suponía caminar una gran distancia. Anduvieron hasta Great Western Road y entraron en Meanwhile Gardens, Toby les seguía con parsimonia. Hibah iba charlando, como era habitual en ella, mientras cogían uno de los senderos serpenteantes. Era un agradable sábado de primavera -fresco pero soleado-, así que los jardines estaban poblados de familias y jóvenes. Unos niños más pequeños correteaban por la zona de los columpios detrás de la alambrada del centro infantil y unos chicos mayores se deslizaban por la pista de patinaje contigua decorada con vistosos grafitis. Utilizaban monopatines, patines en línea y bicicletas para su actividad y atrajeron la atención de Toby de inmediato. Su boca dibujó una «O», le flaqueó el paso y se detuvo a mirar, ajeno como siempre a la extraña imagen que ofrecía: un niño pequeño con unos vaqueros demasiado grandes, un flotador en la cintura y unas deportivas atadas con cinta aislante.

La pista de patinaje constaba de tres niveles que ascendían por uno de los montículos, el nivel más sencillo estaba arriba; el más difícil e inclinado, abajo. A estos niveles se accedía por una escalera de cemento, y un borde ancho alrededor de toda la pista proporcionaba una zona de espera para aquellos que quisieran utilizarla. Toby subió y llamó a Joel.

– ¡Mira! -gritó-. Yo también puedo hacerlo.

La presencia de Toby entre los patinadores y los espectadores fue recibida con un «La madre que lo parió» y un «¡Quita de en medio, imbécil!».

Joel, ruborizado, subió corriendo la escalera para coger a su hermano de la mano. Lo sacó de allí sin establecer contacto visual con nadie, pero no fue capaz de llevar a cabo el rescate con tranquilidad, por lo que a Hibah se refería.

La chica esperaba al pie de las escaleras. Cuando Joel arrastró a Toby, protestando, de vuelta al sendero, dijo:

– ¿Es cortito o qué le pasa? ¿Por qué lleva cinta adhesiva en los zapatos? -No mencionó el flotador.

– Es diferente y ya está -contestó Joel.

– Bueno, eso ya lo veo -respondió ella. Lanzó una mirada curiosa a Toby y luego miró a Joel-. Se meterán con él, supongo.

– A veces.

– Te sentirás mal, imagino.

Joel apartó la mirada, pestañeó con fuerza y se encogió de hombros.

Hibah asintió pensativa.

– Vamos -dijo-. Tú también, Toby. ¿Habéis subido a la torre? Os enseñaré las vistas. Se ve toda la ciudad hasta el río, tío. Se puede ver el Eye. Es flipante.

Dentro de Trellick Tower, un guarda de seguridad mantenía su posición dentro de un despacho con ventanas. Saludó a Hibah con la cabeza cuando se dirigieron al ascensor. La chica pulsó el botón para subir al piso trece y alcanzar las vistas que ofrecía, que eran -a pesar de la suciedad de las ventanas- tan «flipantes» como había prometido. Era una aguilera espectacular, que, por un lado, reducía los coches y camiones a vehículos minúsculos, y por otro, las vastas extensiones de casas y urbanizaciones, a meros juguetes.

– ¡Mira! ¡Mira! -No dejaba de gritar Toby mientras corría de una ventana a la siguiente.

Hibah lo miró y sonrió. También se rió, pero sin maldad. No era como los demás, concluyó Joel. Pensó que quizá podría ser amiga suya.

Ella y Joel dividieron el fajo restante de anuncios de masajes de Kendra. Pisos pares, pisos impares, y pronto se habían deshecho de todos ellos. Se encontraron en los ascensores de la planta baja cuando acabaron el trabajo. Salieron afuera. Joel se preguntó cómo podía agradecer o pagar a Hibah su ayuda.

Mientras Toby se alejaba para mirar el escaparate de un kiosco -una de las tiendas que constituían la planta baja de la propia torre-, Joel arrastró los pies. Tenía calor y estaba sudado a pesar de la brisa que subía por Golborne Road. Intentaba encontrar un modo de decirle a Hibah que no tenía dinero para comprar una Coca-Cola, una chocolatina, un Cornetto o cualquier cosa que pudiera apetecerle como muestra de gratitud, cuando oyó que alguien gritaba el nombre de la chica; se giró y vio a un chico que se acercaba a ellos en bici.

Llegó deprisa adonde estaban, tras pedalear desde el canal Grand Union en dirección norte. Llevaba la vestimenta insignia de vaqueros anchos, deportivas maltrechas, capucha y gorra de béisbol. No había duda de que era un chico mestizo como Joel, de piel oriental, pero de rasgos negros. Tenía la parte derecha de la cara caída, como si una fuerza invisible tirara de ella y hubiera quedado pegada en esa posición permanentemente, lo que le confería una expresión siniestra a pesar del acné juvenil.

Frenó, se bajó y dejó caer la bici al suelo. Avanzó hacia ellos deprisa. Joel sintió que los intestinos enviaban un dolor a su entrepierna. La ley de la calle decía que no debía ceder terreno cuando lo abordaran o quedaría marcado para siempre por tener agallas sólo para cagarse encima.

– ¡Neal! -dijo Hibah-. ¿Qué haces aquí? Creía que habías dicho que ibas a…

– ¿Quién es éste? Te estaba buscando. Dijiste que ibas a la cochera y no estabas. ¿Qué significa esto, eh?

Sonaba amenazante, pero Hibah no era una chica que reaccionara bien a las amenazas.

– ¿Me estás controlando? -dijo-. No me gusta nada.

– ¿Por qué? ¿Te da miedo que te controlen?

A Joel se le ocurrió que aquél era el novio que Hibah había mencionado. Era él con quien hablaba a través de la verja del colegio durante la hora del almuerzo, el que no iba a la escuela como tenía que hacer, sino que pasaba los días yendo a… Joel no lo sabía y no quería saberlo. Simplemente quería dejar claro al chico que no estaba interesado en su propiedad, que obviamente era lo que Hibah era para él.

– Gracias por ayudarme con los folletos -le dijo a Hibah, y empezó a moverse hacia Toby, que estaba rebotando rítmicamente contra el cristal del kiosco con su flotador.

– Eh, espera -dijo ella, y luego a Neal-: Es Joel. Va conmigo al Holland Park. -El tono de su voz lo dejaba muy claro: no le entusiasmaba hacer la presentación porque no le entusiasmaba el intento de Neal de reclamar su propiedad sobre ella-. Este es Neal -le dijo a Joel.

Neal inspeccionó al chico: el asco afinó sus labios y le hinchó las ventanas de la nariz.

– ¿Por qué has ido a la torre con él? -le preguntó a Hibah y no a Joel-. Os he visto salir.

– Oh, porque estábamos haciendo un niño, Neal -dijo Hibah-. ¿Qué otra cosa íbamos a estar haciendo en la torre en pleno día?

Al oírla hablar de tal manera, Joel pensó que estaba loca. Neal avanzó un paso hacia ella y, por un momento, el chico creyó que tendría que pelearse con Neal para proteger a Hibah de su ira. Era algo que ocupaba un lugar muy bajo en la lista de cosas que deseaba hacer aquella tarde, por lo que se sintió aliviado cuando Hibah distendió la situación diciendo con una carcajada:

– Sólo tiene doce años, Neal. Les he enseñado a él y a su hermano las vistas, eso es todo. Ese es su hermano.

Neal buscó a Toby.

– ¿Ese? -dijo, y luego a Joel-: ¿Qué le pasa, es un bicho raro o algo así?

Joel no dijo nada.

– Cállate -dijo Hibah-. No digas estupideces, Neal. Es un niño pequeño.

La cara amarilla de Neal se puso roja mientras se volvía hacia ella. Algo dentro de él sentía la necesidad de liberarse; Joel se preparó para convertirse en el blanco.

Toby le llamó.

– Joel, tengo caca. ¿Podemos ir a casa?

– Mierda -murmuró Neal.

– Al menos has pillado eso -dijo Hibah, y entonces se rió de su propio chiste, que hizo sonreír a Joel, que apenas contuvo la risa.

Neal, que no captó la gracia, le dijo a Joel:

– ¿Tú de qué te ríes, capullo amarillo?

– De nada -contestó Joel, y le dijo a su hermano-: Venga, Tobe. No estamos lejos. Vámonos.

– No he dicho que pudieras irte, ¿no? -dijo Neal cuando Toby se reunió con ellos.

– No respondo del olor si quieres que nos quedemos -dijo Joel.

Hibah se rió de nuevo y sacudió a Neal por el brazo.

– Vamos -dijo-. Tenemos tiempo antes de que mi madre empiece a preguntarse dónde estoy. Dejemos de desperdiciarlo así.

Neal reaccionó al oír aquel recordatorio. Consintió en dejarse llevar en dirección al jardín aromático y el sendero. Pero miró atrás mientras se alejaban. Estaba marcando a Joel. Era para algún tipo de encuentro en el futuro. Joel lo sabía.


* * *

La firmeza de Kendra tuvo su compensación antes de lo que esperaba. El día que Joel se marchó con los anuncios de los masajes, recibió la primera llamada. Un hombre solicitó un masaje deportivo lo antes posible. Vivía en un piso encima de un pub llamado el Falcon, donde Kilburn Lane se convertía en Carlton Vale. Hacía visitas a domicilio, ¿verdad?, porque eso era lo que necesitaba.

Sonaba educado y hablaba con dulzura. El hecho de que viviera encima de un pub parecía ofrecer seguridad. Kendra le reservó una hora y cargó la mesa en el Punto. Metió un pastel Cumberland en el horno para Joel y Toby y sacó unos Maltesers y rollitos de higo para el postre. Le dio a Joel una libra extra por haber colocado los anuncios de un modo tan inteligente y partió en busca del Falcon, que resultó alzarse en lo que casi era una rotonda, con una iglesia moderna enfrente y el tráfico recorriendo a toda velocidad las tres carreteras que convergían delante.

No fue nada fácil encontrar sitio para aparcar y, por lo tanto, Kendra tuvo que cargar la mesa de masajes unos cien metros desde una calle que se alejaba de las carreteras principales y alojaba dos escuelas. También tuvo que cruzar Kilburn Lane, así que cuando entró penosamente en el pub para preguntar cómo se accedía a los pisos de arriba, estaba sin aliento y sudada.

Hizo caso omiso a las miradas de los clientes habituales reunidos en la barra y los que bebían pintas de cerveza en las mesas. Siguió las indicaciones, que la hicieron regresar a la acera, ir a la parte trasera del edificio y encontrar una puerta con cuatro timbres alineados a un lado. Llamó, subió las escaleras dando golpes con la mesa y se detuvo arriba para recobrar el aliento.

Una de las puertas se abrió de repente, y ofreció la silueta de un hombre fornido recortada en la luz que procedía de dentro. Era obvio que se trataba de la persona que había llamado para el masaje, ya que avanzó deprisa en la oscuridad del pasillo, y dijo:

– Deje que la ayude.

Cogió la mesa de masajes y la entró fácilmente en el piso, que resultó consistir en poco más que una habitación grande, con varias camas, una pila, una estufa eléctrica y un solo fogón para cocinar lo que pudiera cocinarse en un solo fogón.

Kendra registraba todo esto mientras el hombre montaba la mesa. Por esta razón, no se fijó demasiado en él ni él en ella hasta que tuvo la mesa desplegada con las patas extendidas, y Kendra hubo desempaquetado la mayoría de los utensilios para el masaje.

El hombre puso la mesa en horizontal y se volvió para mirarla. Ella sacudió la funda de la mesa y lo miró.

– Maldita sea -dijeron los dos a la vez.

Se trataba del mismo hombre que, la noche desastrosa que Kendra salió de fiesta, había llevado a Ness a casa borracha y ansiosa de hacer lo que fuera que él deseara que le hiciera.

Por un momento, Kendra no supo qué hacer. Tenía la funda de la mesa en la mano, los brazos extendidos, y los dejó caer al instante.

– Bueno, qué momento más extraño, joder -dijo él.

Kendra tomó una decisión rápida sobre el asunto. El trabajo era el trabajo, y esto era trabajo.

– ¿Un masaje deportivo, me ha dicho? -le preguntó con formalidad.

– Sí. Es lo que he dicho. Dix.

– ¿Qué?

– Mi nombre. Me llamo Dix. -Esperó a que Kendra acabara de poner la funda de la mesa, la almohada blanda de felpa para la cabeza en su lugar. Entonces dijo-: ¿Le ha llegado a contar lo que sucedió esa noche? Fue como yo dije, ¿sabe?

Kendra pasó la mano por la funda. Abrió la bolsa y sacó los frascos de aceites.

– No hablamos de ello, señor Dix -le dijo-. Bien, ¿qué aceite aromático querría usted? Le recomiendo el de lavanda. Es muy relajante.

Una sonrisa jugueteó en los labios del hombre.

– Señor Dix no -dijo-. Dix D'Court. ¿Usted se llama Kendra qué más?

– Osborne -dijo-. Señora.

La mirada del hombre pasó de su cara a sus manos.

– No lleva anillo, señora Osborne. ¿Está divorciada? ¿Es viuda?

Podría haberle contestado que no era asunto suyo, pero en lugar de eso dijo:

– Sí. -Y lo dejó ahí-. ¿Ha dicho que quería un masaje deportivo?

– ¿Qué hago primero? -preguntó.

– Desnúdese. -Kendra le entregó una sábana y se dio la vuelta-. Déjese los calzoncillos -le dijo-. Esto es un masaje de verdad, por cierto. Espero que sea lo que quería cuando me ha llamado, señor D'Court. Mi negocio es legal.

– ¿Qué otra cosa podría querer, señora Osborne? -preguntó, y Kendra percibió la carcajada en su voz. Al cabo de un momento, el hombre dijo-: Ya estoy listo.

Kendra se volvió y lo vio tumbado boca arriba en la mesa, la sábana subida discretamente hasta la cintura.

Sólo pensó una cosa: mierda. Tenía un cuerpo exquisito. Las pesas habían definido sus músculos. Sobre ellos se extendía una piel suave como la de un bebé. No tenía vello, por lo que Kendra veía, salvo en las cejas y en los párpados. No tenía ni una sola señal. Verlo le recordó en el peor momento posible a los siglos que hacía que no estaba con un hombre. Aquello, se dijo, no era lo que tenía que sentir en su trabajo. Un cuerpo era un cuerpo. Sus manos en él eran las herramientas de su negocio.

El hombre estaba observándola. Repitió la pregunta.

– ¿Se lo ha contado?

Kendra había olvidado la referencia.

– ¿Qué? -dijo juntando las cejas.

– Su hija. ¿Le ha contado lo que pasó entre nosotros aquella noche?

– No es… No tengo ninguna hija.

– Entonces, ¿quién…? -Por un momento, pareció que creía que se había confundido respecto a quién era Kendra-. En Edenham Estate.

– Es mi sobrina -dijo Kendra-. Vive conmigo. Tendrá que girarse. Empezaré con la espalda y los hombros.

El hombre esperó un momento, observándola.

– No parece tan mayor como para tener una hija o una sobrina de esa edad -dijo.

– Soy mayor -dijo Kendra-, sólo que me conservo bien.

El hombre se rió; entonces se giró servicialmente. Hizo lo que la mayoría de las personas hacían al principio cuando les daban un masaje. Apoyó la cabeza sobre los brazos. Ella corrigió su posición, colocándole los brazos a los lados y girándole la cabeza para que mirara abajo. Se echó el aceite en las palmas de las manos y lo calentó, y al instante se dio cuenta de que se había olvidado la música relajante en el coche. Eso significaba que tendría que dar el masaje con el ruido de fondo del pub de abajo, que se filtraba por el suelo sin descanso, imposible de obviar. Miró a su alrededor en busca de una radio, un equipo de música, un reproductor de CD, cualquier cosa que influyera en el ambiente. En la habitación no había prácticamente nada, salvo las tres camas, que era difícil no advertir. Se preguntó por qué el hombre tenía tres.

Empezó el masaje. Tenía una piel extraordinaria: oscura como el café solo, con la textura de la palma de la mano de un bebé recién nacido, si bien, debajo, los músculos estaban perfectamente definidos. Tenía un cuerpo que indicaba un duro trabajo físico, pero lo que lo revestía sugería que no había cogido una herramienta en su vida. Quería preguntarle a qué se dedicaba, para estar formado tan magníficamente. Pero tenía la sensación de que aquello sería traicionar un interés que se suponía que no debería tener hacia un cliente, así que no dijo nada.

Recordó que su profesor de masajes les explicó algo que, en su día, le había parecido un tanto disparatado: «Debéis entrar en el zen del masaje. La calidez de vuestras intenciones para lograr el bienestar del cliente debería transmitirse a vuestras manos hasta que vuestro yo desaparezca, de forma que sólo queden tejidos, músculos, presión y movimiento».

Había pensado: «Qué gilipollez», pero ahora intentó alcanzar ese punto. Cerró los ojos y se propuso alcanzar el zen.

– Qué bueno, joder -murmuró Dix D'Court.

En silencio, Kendra trabajó el cuello, los hombros, la espalda, los brazos, las manos, los muslos, las piernas, los pies. Recorrió cada centímetro de él y ni un milímetro de su cuerpo tenía unas condiciones distintas. Incluso sus pies eran suaves, no tenía ni un callo. Cuando terminó esta parte del masaje, llegó a la conclusión de que el hombre había pasado toda su vida en una cuba de aceite para bebés.

Le pidió que se diera la vuelta. Le puso más cómodo colocándole una toalla enrollada debajo del cuello. Cogió el frasco de aceite para continuar, pero él la detuvo alargando la mano y agarrándole la muñeca, a la vez que decía:

– ¿Y dónde ha aprendido?

– He estudiado, tío -dijo ella automáticamente-. ¿Qué coño se cree? -Y entonces se corrigió, porque había hablado prácticamente desde un estado de ensueño, ajustándose a su dialecto simplemente porque, se dijo, había alcanzado el zen del que había hablado su profesor-: He realizado un curso en una escuela.

– Le doy una nota alta. -Sonrió, mostrando unos dientes rectos y blancos, tan perfectos como el resto de su cuerpo. Cerró los ojos y se acomodó para la segunda parte del masaje.

Sin darse cuenta, se le había escapado el acento de Señora Marquesa, descubrió Kendra. La incomodidad la acompañó durante el resto del masaje. Quería acabar y marcharse de aquel lugar. Cuando terminó de trabajar su cuerpo, se retiró y se limpió las manos con una toalla. El procedimiento estaba diseñado para conceder unos minutos al cliente al final del masaje, para que se quedara tumbado en la mesa y saboreara la experiencia. Pero, en este caso, Kendra sólo quería salir de la habitación. Dio la espalda a la mesa y empezó a guardar las cosas.

Oyó que el hombre se movía detrás de ella y, cuando se giró, vio que se había sentado en la mesa, las piernas colgando a un lado, observándola, su cuerpo aún brillaba con intensidad por el aceite que había empleado.

– ¿Le ha contado la verdad, señora Osborne? -preguntó-. No me ha contestado y no puedo dejar que se marche hasta que lo sepa. ¿El tipo que cree que soy? No es verdad. La chica estaba abajo -se refería al pub- y yo entré para pedir un zumo de tomate en la barra. Estaba como una cuba y dejaba que dos tipos bailaran con ella en un rincón y la manosearan. Tenía la blusa abierta. Se subía la falda como si quisiera…

– De acuerdo -dijo Kendra. Lo único en lo que podía pensar era «quince años, quince años».

– No -dijo-. Tiene que escucharme porque creo…

– Si digo que le creo…

El hombre negó con la cabeza.

– Demasiado tarde, señora Osborne. Demasiado tarde. La saqué del pub, pero ella pensó que significaba otra cosa. Me lo ofreció todo, cualquier cosa que yo quisiera que me hiciera. Le dije que de acuerdo, que podía chupármela…

Kendra lo miró con los ojos muy abiertos. Él levantó una mano.

– … pero teníamos que ir a su casa, le dije. Verá, era la única manera de conseguir que me dijera dónde vivía. La llevé en coche y, entonces, apareció usted.

Kendra negó con la cabeza.

– Estaba… No. Estaba… -No sabía cómo expresarlo. Se señaló los pechos-. Le vi. Levantándose -dijo.

El hombre giró la cabeza, pero Kendra vio que lo hacía para recordar esa noche.

– Su bolso estaba en el suelo -dijo al fin-. Lo estaba recogiendo. Mujer, no me lo hago con niñas, y eso sí que lo vi, que es una niña -añadió-. No como usted, no como usted en absoluto. Señora Osborne. Kendra. ¿Puedes acercarte? -Señaló la mesa, y a sí mismo.

– ¿Por qué? -dijo ella.

– Porque eres preciosa y quiero besarte. -Sonrió-. ¿Lo ves? No miento acerca de nada. Ni acerca de tu sobrina. Ni de mí. Ni de ti.

– Ya se lo he dicho. Mi trabajo es éste. Si cree que voy a…

– Ya lo sé. Te he llamado porque he visto el folleto en el gimnasio, eso es todo. No sabía quién aparecería y no me importaba. Tengo que prepararme para una competición y necesito que alguien se ocupe de mis músculos. Ya está.

– ¿Qué clase de competición?

– Culturismo. -Se quedó callado, esperando su comentario. Cuando Kendra no dijo nada, añadió-: Me preparo para Mister Universo. Hago pesas desde los trece años.

– ¿Y cuánto hace de eso?

– Diez años -contestó.

– Tienes veintitrés.

– ¿Algún problema?

– Yo tengo cuarenta, tío.

– ¿Algún problema?

– ¿Sabes matemáticas?

– Las matemáticas no hacen que quiera besarte menos.

Kendra se mantuvo firme, sin saber realmente por qué. Quería sus besos, de eso no había duda. También quería más. Los diecisiete años de diferencia significaban que no habría ataduras, y así era como le gustaban las cosas. Pero había algo en él que la hacía dudar: sólo parecía tener veintitrés años por el físico. Por mentalidad y comportamiento, parecía mucho mayor, y eso anunciaba un tipo de peligro que llevaba evitando durante mucho tiempo.

Entonces el hombre se bajó de la mesa, y la sábana que llevaba se deslizó al suelo. Avanzó hacia ella y le puso la mano en el brazo.

– La verdad es la verdad, señora Osborne. La he llamado para un masaje. El dinero está encima de la mesa. Con una propina incluida. No esperaba nada más. Pero, aun así, lo quiero. La pregunta es, ¿usted lo quiere? De todas formas, es sólo un beso.

Kendra quería contestar «no», porque sabía que contestar «sí» implicaba adentrarse en un lugar que debería evitar. Pero no respondió. Ni tampoco se marchó.

– No voy a hablar sólo yo. Tiene que responder, señora Osborne.

Otra persona en su interior habló por ella.

– Sí -dijo.

Dix la besó. Le instó a abrir la boca, una mano en la nuca. Ella le puso una mano en la cintura y luego la deslizó a su trasero, que era firme, como el resto de su cuerpo. Y como el resto de su cuerpo, la llenó de deseo.

Kendra se apartó.

– Yo no hago estas cosas -dijo.

Dix supo a qué se refería.

– Ya lo veo -murmuró. Él se retiró y la miró-. No espero nada. Puedes marcharte cuando quieras. -Con los dedos, recorrió la curva de su cuerpo. Con la otra mano, le rozó los pechos.

La caricia acabó con la resistencia que albergaba Kendra. Se acercó de nuevo a él y aproximó su boca a la suya mientras volvía a colocar las manos en su cintura, esta vez para quitarle la única prenda de ropa que llevaba.

– Mi… -dijo, y luego-. Mi cama es ésa. Ven. -La guió hasta la cama que estaba más cerca de la ventana y la sentó encima-. Eres una diosa -dijo.

Le desabrochó la blusa. Liberó sus pechos. Los miró, luego le miró la cara antes de sentarse en el colchón y bajar la boca a sus pezones.

Kendra jadeó porque hacía mucho tiempo, y necesitaba que un hombre venerara su cuerpo, estuviera fingiendo o no. Le deseaba y, en este momento, el hecho de desearle era lo único que…

– Joder, Dix. ¿Qué coño haces? ¡Teníamos un trato!

Se separaron deprisa, peleando por las sábanas, la ropa, lo que fuera para taparse. A Kendra se le ocurrió que existía una razón distinta para las tres camas de la habitación. Dix D'Court compartía piso, y uno de sus compañeros acababa de entrar.

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