Capítulo 19

La semilla de la idea de los sombreros de Ness no dio fruto de inmediato. No era fácil organizar las cosas y no había previsto que tendría que enfrentarse a ciertas dificultades. Quería hacer los cursos; allí estaban si los quería. Cualquier otra cosa era inconcebible para ella. Por lo tanto, ante el primer impedimento -que consistía en pagar una suma considerable de dinero- le sucedió exactamente eso: se sintió impedida. Irradiaba hostilidad y la dirigió hacia los niños con los que se suponía que tenía que hacer joyas en el centro infantil.

Hacer joyas era un término paraguas, un eufemismo para ensartar cuentas de madera de colores vivos en cuerdas de plástico de colores igual de vivos. Como los niños que participaban en esta actividad tenían todos menos de cuatro años, y tenían una coordinación ojo-mano limitada, como era de esperar a esa edad, hacer joyas consistía principalmente en derramar más cuentas de las que ensartaban, y la forma de expresar su frustración consistía principalmente en tirar las cuentas por la sala en lugar de devolverlas a sus cajas,

Ness no llevó bien nada de esto. Al principio refunfuñó mientras caminaba por el suelo recogiendo cuentas. Luego, dio un golpe en la mesa cuando el brazo levantado de una niña que se llamaba Maya indicó que otro puñado de cuentas iba a salir volando, Al final, recurrió a los tacos.

– Marchaos todos a la mierda, joder -espetó-. Si no podéis coger las cuentas, ya os podéis ir olvidando de ellas, porque no voy a seguir jugando a esto con vosotros. -Y empezó a recoger cajas, cuerdas y tijeras romas.

Los niños reaccionaron con gritos de protesta, que hicieron salir a Majidah de la cocina. La mujer observó un momento y corrigió los comentarios más vulgares que salían de la boca de Ness. Cruzó la habitación a grandes zancadas y puso fin a la elaboración de joyas ella misma, pero no como tenía pensado Ness. Exigió saber qué se creía la señorita Vanessa Campbell que estaba haciendo: diciendo palabrotas delante de niños inocentes. No esperó respuesta. Le dijo a Ness que saliera afuera, donde se ocuparía de ella inmediatamente.

Ness aprovechó la ocasión de estar fuera para encenderse un cigarrillo, cosa que no hizo con poca satisfacción. Se suponía que no podía fumar cerca del centro infantil. Había protestado contra esa norma en más de una ocasión, diciéndole a Majidah que los padres de los niños fumaban en su presencia -por no mencionar el resto de las cosas que hacían delante de ellos-, conque por qué no podía fumar ella si quería. Majidah se había negado a mantener aquella discusión. Las normas eran las normas. No se suavizarían, infringirían, modificarían o pasarían por alto.

En este momento, este día, a Ness no le importaba. Odiaba trabajar en el centro infantil, odiaba las normas, odiaba a Majidah, odiaba la vida. Estuvo encantada cuando la mujer pakistaní -tras reasignar a los niños su actividad esta vez con cuentas mayores- se reunió con ella fuera, cubriéndose con un abrigo y entrecerrando los ojos al ver el espectáculo de Ness inhalando indignada el Benson & Hedges prohibido. Bien hecho, fue lo que pensó Ness: «Mira cómo sientan las broncas, zorra».

Majidah no había criado a seis hijos fácilmente, así que la conducta de Ness no la desmoralizaba. Tampoco tenía ninguna intención de ocuparse de ello ahora, lo cual, evidentemente, era lo que quería Ness, así que le dijo a la chica que ya que hoy era incapaz de trabajar tranquila con los niños, podía limpiar todas las ventanas del centro, que lo necesitaban imperiosamente.

Ness repitió la orden, incrédula. ¿Tenía que limpiar ventanas? ¿Con este maldito tiempo? Primero, hacía demasiado frío, joder, y segundo, seguramente caería una puta tormenta antes de que acabara el puto día, así que en qué coño estaba pensando Majidah, porque ni de coña iba a limpiar las putas ventanas, joder.

En respuesta, Majidah cogió tranquilamente todos los utensilios que requería la tarea. Luego, le dio instrucciones detalladas, como si no hubiera oído nada de lo que Ness había dicho. Había que seguir tres pasos, la informó, además de utilizar agua, detergente, una manguera, periódicos y vinagre blanco. Limpiaría las ventanas por dentro y por fuera y, luego, hablarían del futuro de Ness en el centro infantil.

– No quiero ningún futuro en este puto sitio -gritó Ness mientras Majidah volvía al interior del edificio-. ¿No tienes nada más que decir?

La mujer tenía mucho que decir, por supuesto, pero no iba a hablar con ella en ese estado.

– Hablaremos en cuanto las ventanas estén limpias, Vanessa -anunció, y cuando Ness dijo «Puedo irme ahora mismo de aquí, ¿sabes?», Majidah dijo con total serenidad-: Como siempre, tú decides.

Esa misma serenidad fue un bofetón en la cara. Ness decidió que, cuando tuviera la oportunidad, Majidah iba a enterarse. Se dijo que no podía esperar y que, mientras tanto, ensayaría sus comentarios y enseñaría a aquella exasperante mujer una limpieza de ventanas que no olvidaría en la vida.

Lavó, fregó, sacó brillo. Y fumó. Fuera del centro. No tuvo el valor de hacerlo cuando empezó a ocuparse de las ventanas dentro. Cuando el día llegó a su fin -con las ventanas relucientes, los niños en sus casas y las primeras gotas de lluvia que comenzaban a caer, justo como Ness había pensado que pasaría-, ya había mantenido una conversación mental con la mujer pakistaní durante cuatro horas largas y se moría por cogerla en persona, cuando tuviera ocasión.

Esta ocasión nació de la inspección de las ventanas por parte de Majidah. Se tomó su tiempo. Las examinó una por una, sin hacer caso a la lluvia que las salpicaba.

– Bien hecho, Vanessa -le dijo-. Has hecho un buen uso de tu enfado, ya lo ves.

Ness no iba a reconocer que estaba enfadada.

– Sí. Bueno, supongo que tengo una carrera realmente excepcional delante de mí, ¿eh? Limpiar ventanas -dijo con una mueca de desprecio significativa.

Majidah la miró.

– Bueno, hay carreras peores, naturalmente, si piensas en la cantidad de ventanas que hay para limpiar en esta ciudad, ¿verdad?

Ness resopló con frustración. Exigió saber si Majidah podía darle la vuelta a algo más y convertirlo en algo positivo, porque se estaba volviendo la hostia de irritante tener que montarse en ese carrusel de alegría desbordante todos los putos días.

Majidah se quedó pensando un momento antes de contestar, porque ella también había estado esperando tener la oportunidad de hablar con Ness, aunque no era el tipo de conversación que la chica deseaba que mantuvieran.

– Válgame Dios -dijo-. ¿Acaso no es una capacidad importante en la vida? ¿No es, además, la capacidad más básica que puede desarrollar una persona para sobrevivir a las decepciones de la vida de un modo saludable?

Ness resopló, era su forma de reírse de las palabras de la mujer pakistaní.

Majidah se sentó a una de las mesas pequeñitas, indicó a Ness con la mano que se sentara en la silla que estaba enfrente de ella y dijo amablemente:

– ¿Deseas contarme ahora qué ha pasado?

Los labios de Ness comenzaron a formar la palabra «nada», pero, al final, no pudo decirla. La expresión dulce de la cara de Majidah, aún presente a pesar de todo lo que Ness había hecho para borrarla, la instó a decir la verdad, aunque se las arregló para hacerlo con una actitud de indiferencia espuria que no habría engañado a nadie. Se había reunido con Fabia Bender en el despacho del Departamento de Menores, reveló Ness. Quería hacer un curso oficial en el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea, un curso que la encaminaría hacia una carrera de verdad, más allá de limpiar ventanas o ensartar cuentas. Pero resultó que costaba más de seiscientas libras y ¿de dónde diablos iba a sacar Ness esa cantidad de dinero, a menos que se metiera a puta o atracara un banco?

– ¿Qué clase de curso deseas hacer? -le preguntó Majidah.

Ness no quería decírselo. Tenía la sensación de que tendría que admitir demasiado si revelaba que eran los sombreros lo que le interesaba. Creía que estaría admitiendo todo lo que había cambiado en su vida, pero seguía sin reconocer y necesitaba que continuara así.

– ¿No se suponía que tenía que encontrar una carrera? -preguntó Ness en lugar de responder-. ¿No se suponía que tenía que intentar hacer algo con mi vida?

– Lo que oigo es amargura -dijo Majidah-. Así que debes decirme qué te aporta de bueno la amargura. Ves la vida como una cadena de decepciones. Por eso también eres incapaz de ver que cuando una puerta se cierra, otra se abre.

– Bien. Lo que tú digas. -Ness se levantó-. ¿Puedo irme?

– Escúchame antes de irte, Vanessa -dijo Majidah-, porque esto te lo digo como amiga. Si te revuelves en la jungla de la ira y la decepción, como hacen muchos otros, serás incapaz de ver las oportunidades que Dios te brindará. La ira y la decepción nos ciegan, querida. Y si no, nos distraen. Hacen que nos resulte imposible mantener los ojos abiertos, ya que cuando nos ponemos furiosos, cerramos los ojos y, por lo tanto, no podemos ver todo lo que nos rodea. Si, de lo contrario, aceptamos lo que nos ofrece el momento presente, si simplemente seguimos avanzando, haciendo la tarea que tengamos delante entonces dispondremos de la serenidad necesaria para observar. Observar es la forma de reconocer el siguiente paso que debemos dar.

– ¿De verdad? -preguntó Ness, y su tono presagiaba las siguientes palabras que pronunció-. ¿A ti te ha funcionado eso, Majidah? ¿La vida te dijo que no podías ser ingeniera aeronáutica, así que mantuviste los ojos abiertos, seguiste avanzando y acabaste aquí?

– He acabado contigo -dijo Majidah-. Para mí, esto forma parte del plan de Dios.

– Creía que vosotros lo llamabais Alá -dijo Ness con desdén.

– Alá. Dios. Señor. Destino. Karma. Quien sea. Lo que sea. Es todo lo mismo, Vanessa. -Majidah guardó silencio un momento, observando, igual que había hecho durante los meses que Vanessa Campbell llevaba trabajando en el centro infantil. Quería enseñarle las lecciones que ella misma había aprendido de una vida difícil. Quería decirle a Ness que lo importante no son las circunstancias de la vida de uno, sino lo que uno hace con esas circunstancias: las elecciones, los resultados y lo que se aprende de esos resultados. Pero no se lo dijo, pues sabía que el estado actual de Ness le impediría escuchar. Así que le dijo-: Estás en un momento crucial, querida. Te pregunto: ¿qué piensas hacer con toda esa amargura?


* * *

Después de entregarle la navaja automática a Cal, a Joel no le quedó más remedio que esperar a tener noticias del Cuchilla. Mientras tanto, los días se transformaron en semanas y él las pasó mirando vigilante a su alrededor y también alrededor de Toby. Buscaban lugares a salvo de Neal Wyatt cuando salían. Caminaban deprisa y continuaban practicando esconderse de los cazadores de cabezas siguiendo las órdenes de Joel.

Se encontraban en el puente por el que Great Western Road cruza el canal cuando las cosas cambiaron. Habían ido a observar una embarcación estrecha de colores alegres que navegaba hacia el este en dirección a Regent's Park. Toby charlaba sobre la posibilidad de que en la barca hubiera piratas -un tema que su hermano sólo escuchaba vagamente- cuando Joel vislumbró una figura que se acercaba a ellos por la acera, procedente de Harrow Road.

Joel la reconoció: era Greve, el secuaz número uno de Neal Wyatt. Automáticamente, Joel miró a su alrededor buscando a Neal y a otros miembros de la banda. No había ninguno cerca, lo que provocó que al chico se le erizara el vello de la nuca.

– Baja a esa barcaza -le dijo a Toby-. Hazlo ya, Tobe. No salgas pase lo que pase, hasta que me oigas llamarte, ¿entendido?

Toby no lo entendía. Pensó, teniendo en cuenta el tema del que habían estado hablando, que Joel se refería a la embarcación estrecha, que en ese momento en concreto estaba debajo de ellos con un hombre de barba al timón y una mujer regando unas plantas exuberantes en la popa.

– Pero ¿adónde van? -dijo-. Porque no quiero ir a menos que…

– La barcaza -dijo Joel-. Los cazadores de cabezas, Tobe. ¿Entiendes? No salgas hasta que te lo diga. ¿Me oyes?

Toby lo captó a la segunda. Salió corriendo hacia la escalera de metal y la bajó deprisa. Cuando Greve llegó al puente, Toby ya se dirigía a la barcaza abandonada, que se meció en el agua mientras el niño accedía al escondite entre los maderos desechados.

Greve se reunió con Joel en la barandilla. Miró abajo, al agua, y luego a él con una sonrisita. Joel creyó que buscaba bronca, pero cuando Greve habló, simplemente le transmitió un mensaje. Neal Wyatt quería una reunión. Si Joel estaba interesado, podía verse con Neal en el campo de fútbol hundido dentro de diez minutos. Si no estaba interesado, las cosas podían seguir como hasta ahora.

– A él le da igual. -Así fue como lo expresó Greve, con una indiferencia que implicaba que aquello no había sido idea de Neal.

Eso lo decía todo. A Joel le pareció que el Cuchilla se había adelantado a la petición que quería hacerle y no le sorprendió. El hombre ya había demostrado en más de una ocasión que sabía qué sucedía en el barrio. En parte, su poder venía de ahí.

Joel pensó en el tiempo: diez minutos y luego la reunión que quizá duraría diez más. Pensó en Toby: en que estuviera en la barcaza tanto rato. No quería llevarse a su hermano pequeño a hablar con Neal, pero tampoco quería arriesgarse a que Toby se descubriera a sus enemigos si aquello era un truco. Miró a su alrededor para ver si había alguien merodeando en algún portal cercano. Pero sólo estaba Greve, que dijo con impaciencia:

– ¿Qué decides, tío?

Joel dijo que se reuniría con Neal. Diez minutos. Iría al campo de fútbol y sería mejor que Neal apareciera.

Greve volvió a sonreír. Se marchó del puente y volvió por donde había venido.

Cuando lo perdió de vista, Joel bajó corriendo las escaleras y se acercó a la barcaza abandonada.

– Tobe -dijo en voz baja-. No salgas. ¿Me oyes? -Esperó hasta que la voz incorpórea le respondió susurrando. Luego dijo-: Volveré. No salgas hasta que me oigas llamarte. Tampoco te asustes. Tengo que ir a hablar con alguien. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -respondió un susurro que liberaba a Joel de montar guardia.

Después de echar otro vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie le había visto hablando a la barcaza, se puso en marcha.

Cruzó Meanwhile Gardens y subió Elkstone Road. Cuando llegó al campo, vio que el ayuntamiento había pintado encima de la obra de los grafiteros locales -algo que la Administración hacía una vez al año-, con lo que les proporcionaba sin querer un lienzo nuevo en el que trabajar. Habían colgado un cartel, con la amenaza de procesar a quien pintarrajeara la propiedad pública. Este cartel ya estaba marcado con pintura roja y negra con el apodo «ARK» escrito en letras gruesas. Joel dio la vuelta hacia la verja abierta en el otro extremo del campo y bajó las escaleras. Neal aún no había llegado.

Joel estaba nervioso por reunirse con el otro chico en un lugar así. Una vez dentro, con la pista a unos dos metros y medio por debajo del nivel de la calle, no se podía ver a nadie a menos que la persona estuviera en el centro o que los transeúntes que pasaran -que eran pocos debido al lluvioso tiempo otoñal- hicieran el esfuerzo de mirar por la alambrada.

A Joel le pareció que hacía un frío poco corriente. Cuando caminó hacia el centro del campo, notó como si una niebla húmeda se levantara del suelo y se acomodara alrededor de sus piernas. Dio unos golpes en la cancha con los pies y se puso las manos debajo de las axilas. En esta época del año, había mucha menos luz y la que había estaba desapareciendo deprisa. Las sombras proyectadas por los muros de contención se adentraron más y más en el campo, arrastrándose entre los hierbajos que crecían en las grietas del asfalto.

A medida que transcurrían los minutos, lo primero que Joel se preguntó fue si había ido al lugar correcto. En realidad había otro campo de fútbol -detrás de Trellick Tower-, pero no estaba hundido respecto al nivel de la calle, como éste, y Greve había dicho el campo de fútbol hundido, ¿verdad?

Joel comenzó a dudar. Por dos veces oyó a alguien acercándose y se le tensaron los músculos para prepararse. Pero las dos veces los pasos se alejaron, y dejaron tras de sí el eco y el olor acre del humo del tabaco.

Empezó a pasearse. Se mordió la piel del pulgar, intentó pensar en qué debía hacer.

Lo que quería era paz: tanto mental como física. Eso, en conjunción con su mensaje para el Cuchilla y la reciente falta de interés de Neal en él, era por lo que había estado dispuesto a aferrarse a la palabra «reunión» y a hacer algo que ahora le empezaba a parecer estúpido. La verdad era que se había expuesto al peligro en este lugar. Estaba solo, desarmado y desprotegido, así que si se quedaba allí y le ocurría algo, la culpa sería solamente suya. Lo único que Neal y su pandilla tenían que hacer, en realidad, era saltar la valla y acorralarlo. No habría un modo fácil de escapar y estaría acabado, que sin duda era lo que querían.

Se le removieron las tripas. El sonido de unos pasos bruscos empeoró las cosas. La tapa de un cubo de basura, vibrando en las caballerizas cercanas, casi le mata, y comprendió que Neal querría verlo así: inquieto, esperando y haciéndose preguntas. Vio que tener a Joel hecho un atajo de nervios haría que Neal sintiera que era importante, que tenía el control. Le ofrecería la oportunidad que quería para…

Oportunidad. Aquél fue el pensamiento que hizo reaccionar a Joel. Esa palabra estalló en su mente, iluminando la situación hasta que la vio con una luz completamente nueva. Cuando ocurrió, se marchó deprisa del campo como un zorro huyendo de los perros. Sabía que había cometido algo peor que una estupidez. Se había distraído. De este modo moría la gente.

Salió disparado hacia la esquina y la dobló, en dirección a las vías del tren. Con la referencia del gran edificio de Goldfinger alzándose imponente ante él, corrió hacia Edenham Estate. A estas alturas, ya sabía qué estaba sucediendo, pero no quería creerlo.

Oyó las primeras sirenas cuando estaba en Elkstone Road, antes de ver nada en realidad. Cuando al fin alcanzó a ver, primero fueron las luces, esas luces giratorias en el techo que decían a los vehículos que se apartaran para que pasaran los bomberos. El propio coche estaba en el puente sobre el canal. Una manguera serpenteaba escaleras abajo, pero aún no habían abierto el agua para sofocar el incendio, que estaba consumiendo alegremente la barcaza abandonada. Alguien la había desamarrado y le había prendido fuego, porque ahora flotaba en el centro del canal y salían de ella columnas densas de humo, una nube fétida como un eructo renegado.

Había gente mirando por todas partes, bordeando el puente encima del agua y aglomerándose en el sendero de al lado. Observaban desde la pista de patinaje e incluso desde detrás de la alambrada que protegía el centro infantil.

Mientras averiguaba la verdad y seguía acercándose, Joel buscaba a Toby. Gritó el nombre de su hermano y se abrió paso entre la multitud. Entonces vio por qué ningún bombero había empezado a proyectar agua hacia las llamas que consumían la barcaza.

Un bombero sostenía la boca de la manguera en posición mientras otro estaba metido hasta el pecho en el agua grasienta del canal. Este segundo hombre -su chaqueta protectora tirada en el sendero- avanzaba hacia la barcaza, con una cuerda enrollada en el hombro. Se dirigía al lado opuesto del fuego. Allí, había una forma pequeña encogida.

– ¡Toby! -gritó Joel-. ¡Tobe! ¡Tobe!

Pero estaban sucediendo demasiadas cosas para que Toby pudiera escuchar el grito de Joel. Las llamas hacían crujir la madera vieja y seca, la gente animaba al bombero, una radio a todo volumen en el coche de bomberos escupía información espasmódicamente y, alrededor, se oía un murmullo de voces roto por los bocinazos de un coche patrulla que se detuvo en el puente.

Joel se maldijo por haber dado a Neal Wyatt la oportunidad que buscaba: Toby había corrido a su escondite como le había ordenado, y Neal y su pandilla lo habían transformado en una trampa. Fin de la historia. Joel miró a su alrededor buscando en vano a su némesis, incluso sabiendo que Neal y todo aquel que estuviera relacionado con él habría desaparecido a estas alturas, cuando ya había hecho lo peor. Y no a Joel, que al menos podía defenderse, sino a su hermano, que no comprendía y nunca comprendería qué lo señalaba para que lo acosaran eternamente.

En el canal, el bombero llegó a la barcaza y se subió. Desde donde estaba encogido, Toby levantó la cabeza a esta aparición que surgía de las profundidades. Podría haberlo tomado por uno de los cazadores de cabezas -o incluso por la encarnación de Maydarc, que le visitaba desde la tierra de Sose-, pero percibía que el verdadero peligro procedía del fuego, no del hombre con la cuerda. Así que caminó a gatas hacia su rescatador. El bombero amarró un cabo a la barcaza para impedir que se adentrara como una masa ardiente en el canal y luego cogió a Toby cuando el niño llegó a él. En cuanto lo tuvo fuera de peligro, un grito a sus compañeros que estaban arriba, en el vehículo sirvió para que el agua empezara a emanar. Una ovación de satisfacción recorrió a la multitud mientras el agua caía a borbotones de la manguera en una cascada feroz.

Todo podría haber acabado bien entonces si la vida fuera una fantasía del celuloide que se funde a negro. La presencia de la Policía lo impidió. Los agentes llegaron a Toby antes que Joel. Uno de ellos lo agarró del cuello de la chaqueta en cuanto su rescatador lo dejó en el suelo. Era bastante evidente que se trataba del momento de intimidación que precedía al interrogatorio, y Joel se abrió paso a empujones para interceder.

– ¿… provocado ese fuego, chico? -estaba diciendo uno de los policías-. Será mejor que contestes de inmediato y que digas la verdad.

– ¡No ha sido él! -gritó Joel, y llegó al lado de Toby-. Se estaba escondiendo -le dijo al policía-. Yo le he dicho que se escondiera allí.

Toby, con los ojos muy abiertos y temblando, pero aliviado de que Joel por fin estuviera con él, dio su respuesta a su hermano en lugar de al agente, lo que no les gustó nada.

– He hecho lo que me has dicho. He esperado a que me dijeras que podía salir.

– ¿«Lo que me has dicho»? -Ahora el policía agarró a Joel, de forma que tenía cogidos a los dos chicos-. Así que tú eres el responsable de esto. ¿Cómo te llamas?

– Los he oído, Joel -le dijo Toby-. Han echado algo en la barcaza. Lo he olido.

– Acelerante -dijo una voz de hombre. Luego gritó hacia el canal-. Mirad a ver si estos dos han dejado un líquido encendedor en la barcaza.

– Eh -gritó Joel-. Yo no he sido. Y mi hermano tampoco. Ni siquiera sabe encender una cerilla.

El poli respondió con una orden que no auguraba nada bueno.

– Venid conmigo -dijo, y encaminó a los dos chicos hacia la escalera de caracol.

Toby se echó a llorar.

– ¡Eh! ¡No hemos…! Yo ni siquiera estaba aquí y puede preguntar… Puede preguntar a los tíos de la pista de patinaje. Habrían visto…

– Ahórratelo para la comisaría -dijo el poli.

– Joel, me he escondido -gimoteó Toby-. Como me has dicho.

Llegaron al coche patrulla. La puerta trasera estaba abierta. Allí, sin embargo, un anciano hindú hablaba con insistencia con un segundo agente que estaba sentado detrás del volante.

– Este chico no prendió el fuego, ¿me oye? -dijo mientras metían a Joel y a Toby dentro del coche-. Desde mi ventana que está ahí, ¿la ve? Está justo encima del canal, he visto a esos chicos. Eran cinco y primero han rociado la barca con una lata de algo. La han encendido y desamarrado. Yo he sido testigo de todo. Buen hombre, tiene que escucharme. Estos dos chicos de aquí no han tenido nada que ver.

– Haga su declaración en comisaría, Gandhi -respondió el conductor. Cerró la puerta ante las siguientes protestas del anciano y arrancó el motor mientras el otro agente subía y daba una palmada en el techo para indicar que estaban listos para ponerse en marcha.

Lo que pensaba Joel era que estos dos hombres habían visto demasiadas series de policías americanas en la televisión.

– No llores, Tobe -le dijo en voz baja a su hermano, que estaba sollozando-. Todo se arreglará.

Era consciente de las docenas de caras que los miraban, pero se obligó a mantener la cabeza alta, no porque quisiera demostrar orgullo, sino porque quería mirar a la gente para buscar a la única persona que importaba. Pero, de nuevo, incluso arriba en la calle, Neal Wyatt no estaba entre los presentes.

En la comisaría de Policía de Harrow Road, condujeron a Joel y a Toby a una sala de interrogatorios donde hacía muchísimo calor y en la que había cuatro sillas clavadas para siempre en el suelo, dos a cada lado de una mesa, donde esperaban una grabadora grande y un bloc de notas. Ordenaron a los chicos que se sentaran, así que eso hicieron. La puerta se cerró, pero no con llave. Joel decidió no perder la esperanza.

Toby había parado de llorar, pero no haría falta mucho para que comenzara de nuevo. Tenía los ojos del tamaño de pastas de té y sus dedos se agarraban a la pernera de los vaqueros de Joel.

– Me he escondido -susurró Toby-. Pero me han encontrado de todos modos. ¿Cómo crees que me han encontrado si estaba escondido, Joel?

No se le ocurrió un modo de explicarle las cosas a su hermano.

– Has hecho lo que te he dicho, Tobe -dijo-. Lo has hecho muy bien.

Lo que sucedió a continuación, lo hizo en presencia de Fabia Bender. Entró en la sala acompañada de un hombre negro fornido que dijo ser el sargento August Starr. Empezarían tomando el nombre a los chicos, dijo. Necesitarían ponerse en contacto con sus padres.

Como no había conocido a los otros dos Campbell, Fabia Bender cogió el bloc en cuanto ella y Starr se sentaron. Levantó el bolígrafo y esperó a utilizarlo, pero cuando Joel le dijo sus nombres, la mujer no escribió, sino que dijo:

– ¿Sois los hermanos de Vanessa? -Y cuando Joel asintió, dijo-: Comprendo.

Estaba pensativa. Miró el bloc y dio unos golpecitos con el bolígrafo en él. Starr, que la miraba con curiosidad porque, por lo general, no era un momento en el que Fabia Bender dudara, dijo a los chicos:

– ¿Quiénes son vuestros padres? ¿Dónde están?

– Mamá está en el hospital -ofreció Toby, animado por el tono agradable que los dos adultos habían adoptado y sin comprender que ese tono agradable estaba diseñado para arrancar información a los niños y no para hacerse amigo de ellos, por muy necesitados de amistad que estuvieran-. A veces cuida plantas. Habla con Joel, pero conmigo no. Una vez me comí su Aero.

– Vivimos con…

Fabia Bender interrumpió a Joel.

– Viven con su tía, August. Llevo algunos meses trabajando con su hermana.

– ¿Problemas?

– Servicios comunitarios. ¿La chica que perpetró ese atraco al otro lado de la calle…?

August Starr suspiró.

– ¿No tenéis padre, chicos? -les preguntó.

– A papá lo mataron delante de la licorería -dijo Toby-. Yo era pequeño. Vivimos un tiempo con la abuela, pero ahora está en Jamaica

– Tobe -le advirtió Joel.

La ley de la supervivencia que conocía era sencilla. No hacía referencia alguna a hablar con la Policía. No iba con buenas intenciones, porque estaba del otro lado y lo que dejaba tras de sí era su interpretación de cómo era la vida en realidad. Joel sabía mirando al sargento Starr -también mirando a Fabia Bender- que para ellos la historia era sencilla. La muerte de Gavin Campbell era un caso de hombres negros haciendo lo que siempre hacían los hombres negros: dispararse, apuñalarse, pegarse y, si no, matarse los unos a los otros en la calle por temas de drogas.

Joel había logrado hacer callar a Toby, y él no pensaba decir nada más. En cuanto a Fabia Bender, tenía la información que necesitaba porque conocía a Ness. Así que se recostó en su silla para hacer su trabajo, que era controlar el interrogatorio que August Starr llevaría a cabo.

Aunque Joel y Toby no podían saberlo, tuvieron suerte con el interlocutor que les habían asignado. Joel podía pensar que August Starr era un chaquetero con ideas preconcebidas sobre su propia gente, pero la verdad era que Starr veía delante de él a dos chicos que necesitaban su ayuda. Sabía que su aspecto físico -por no mencionar la actitud de Toby- hacía que la vida fuera difícil para ellos. Pero también sabía que una vida difícil a veces hacía que los chicos se metieran en líos. Necesitaba llegar al fondo de lo que pasaba antes de trazar un plan para ayudarlos. Por desgracia, Joel no estaba programado para entender eso.

Starr encendió la grabadora y recitó la hora, el día y los nombres de las personas presentes en la sala. Luego se volvió hacia Joel y le preguntó qué había ocurrido. Nada de trolas, añadió. Siempre sabía ver cuándo la gente contaba trolas.

Joel le relató una versión aséptica de la historia, una en la que, convenientemente, no se mencionaban nombres. Había ido al campo de fútbol de Wornington Road para reunirse con unos tipos, pero la hora acordada se había cambiado o algo así, porque los chicos no habían aparecido. Así que regresó a Meanwhile Gardens y fue entonces cuando vio la barcaza en llamas.

A la pregunta de qué estaba haciendo Toby en la barcaza, dijo la verdad. Había ordenado al crío que le esperara allí. A veces otros chicos de la zona se metían con él y Joel quería que estuviera a salvo. Añadió el dato de que un hombre hindú había intentado contarle todo aquello a la Policía allí mismo, en el puente del canal, pero que los polis no habían querido escucharle. Lo único que quisieron era llevar deprisa a Joel y a Toby a la comisaría de Harrow Road. Y aquí estaban ahora. Eso era todo.

Por desgracia, Joel no previó lo que Starr le preguntaría a continuación: los nombres de los chicos con los que iba a reunirse en el campo de fútbol.

– ¿Por qué quiere saberlo? -preguntó Joel-. Le he contado…

Fabia Bender le interrumpió para explicarle el procedimiento: querrían que alguien corroborara la historia de Joel. No era que el sargento Starr no creyera las afirmaciones del chico. Sólo era el procedimiento habitual cuando se había cometido un delito, Joel lo entendía, ¿verdad?

Naturalmente, Joel lo entendía muy bien. Como otros chicos de su edad, había crecido viendo películas y series de televisión en la que la Poli siempre intentaba atrapar a los malos. Pero también comprendía un concepto mucho más urgente que la captura de quienquiera que hubiera incendiado una barcaza abandonada: si se chivaba de Neal Wyatt, las cosas empeorarían.

Así que no dijo nada. También sabía que estaba a salvo de que Toby dijera algo, porque su hermano no sabía cómo se llamaban los chicos.

– ¿Quieres pensártelo un rato? -le preguntó August Starr amablemente-. Entiendes que se ha destruido una propiedad privada, ¿verdad?

– Esa barcaza estaba destrozada -dijo Joel-. Lleva ahí siglos.

– Eso no importa. Pertenece a alguien. No podemos consentir que la gente vaya prendiendo fuego a las pertenencias de otros, sea cual sea el estado en el que se encuentren.

Joel se miró las manos, que había entrelazado sobre la mesa.

– Yo no estaba. No lo he visto -dijo.

– Eso no te servirá para librarte, Joel -dijo Starr. Recitó la hora una vez más para la grabadora y luego la apagó. Le dijo a Joel que le daría un rato para que pensara, y le dijo a Fabia Bender que la dejaría con los chicos mientras realizaba algunas llamadas. Cuando regresara, concluyó, tal vez Joel tuviera algo más que decirle.

Al lado de Joel, Toby gimoteó mientras el sargento se marchaba de la sala.

– No te preocupes, colega -le dijo Joel-. No puede retenernos aquí. Ni siquiera quiere hacerlo.

– Pero puede entregaros a mí, Joel -dijo Fabia Bender. Guardó silencio y dejó que las palabras «puede entregaros a mí» calaran-. ¿Quieres contarme algo de lo que ha pasado? Quedará entre nosotros. Puedes confiar en mí; además, la grabadora no está en marcha, como puedes ver.

Joel vio esto como el clásico comportamiento poli bueno, poli malo. El sargento Starr era el tipo duro. Fabia Bender era la blanda. Juntos llevarían a cabo la rutina de asustar y suavizar. Tal vez funcionara con otros chicos atrapados en este tipo de circunstancias, pero Joel estaba decidido a que no funcionara con él.

– Ya he contado qué ha pasado -dijo.

– Joel, si os está acosando alguien…

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Qué piensa hacer si es así? ¿Escarmentar a alguien? ¿Hablar con alguien? De todos modos, nadie nos está acosando. Ya he contado lo que ha pasado. Y ese hombre hindú también. Vaya a preguntarle a él si no me cree.

Fabia Bender lo examinó, demasiado consciente de las verdades que había dicho. Había muy pocos recursos y mucha gente que necesitaba ayuda. ¿Qué podía hacer ella?

– Me gustaría mucho enterrar este asunto enseguida. Aquí y ahora -dijo.

Joel se encogió de hombros. Sabía que sólo había una forma de enterrar los asuntos y no tenía nada que ver con una señora blanca en una comisaría de Policía.

Fabia Bender se levantó como había hecho el sargento Starr.

– Bueno, yo también tengo que hacer unas llamadas. Esperad aquí. ¿Queréis algo mientras tanto? ¿Un sándwich? ¿Una Coca-Cola?

– ¿Puedo tomar…?

– No queremos nada. -Joel interrumpió la contestación entusiasta de Toby.

Fabia Bender se marchó y dejó la idea de las llamadas tras ella. Llamadas en plural implicaban planes y preparativos. Joel evitó incluso pensar en eso. Todo se solucionaría, se dijo. Lo único que tenía que hacer era no derrumbarse.

Cuando la puerta volvió a abrirse, fue el sargento Starr quien entró; sus palabras fueron una sorpresa: les dijo a los chicos que eran libres de marcharse. La señorita Bender los llevaría con su tía. Un hombre llamado Ubbayy Mochi había aparecido en comisaría. Había visto lo ocurrido desde su ventana, que daba al canal. Había contado la misma historia que Toby.

– No quiero volver a veros por aquí -le dijo el sargento Starr a Joel.

Joel pensó «lo que tú digas», pero sólo dijo:

– Vamos, Tobe. Podemos irnos.

Fabia Bender los esperaba en la recepción, envuelta en una chaqueta de tweed y una bufanda y una boina francesa en la cabeza. Ofreció a los chicos una sonrisa comprensiva antes de conducirlos afuera, donde sus dos perros estaban tumbados al pie de las escaleras de la comisaría. Dijo sus nombres:

– Castor, Pólux. Arriba. Vamos. -Los perros obedecieron.

Toby se quedó atrás. Nunca había visto unos canes tan gigantescos.

– No te preocupes, cielo -le dijo Fabia-. En realidad son como corderitos. Deja que te huelan las manos. Tú también, Joel. ¿Veis? ¿No son encantadores?

– ¿Los llevas contigo para que te protejan? -preguntó Toby.

– Los llevo conmigo porque si los dejara en casa me destrozarían el jardín. Están muy mimados.

Su forma de hablar indicó a Joel que no le guardaba rencor por cómo habían ido las cosas en la comisaría. En este sentido, Fabia era sabia. Sabía cuándo retirarse y estaba agradecida, de hecho, por que el señor Ubbayy Mochi hubiera aparecido y le hubiera dado la oportunidad de hacerlo. Ahora podía posponer el tema de los dos chicos Campbell y suponía que no sería la última vez que los vería.

Aunque Joel le dijo que sabían ir hasta la tienda benéfica, Fabia no iba a consentir que fueran solos. A pesar de que hubieran intentado dar una explicación a lo ocurrido con la barcaza, lo que Fabia veía en Joel y Toby era a dos niños en peligro. Había que poner al día a su tía, que fue lo que hizo cuando llegaron a la tienda.


* * *

Al término de la visita de Fabia Bender, Kendra se enfrentaba a una elección y eligió a Joel. Se dijo que lo hacía porque era de la familia, pero la verdad era que escoger a Joel resultaba más fácil. Elegir a la asistente social habría significado hacer algo más pronto que tarde y, si bien la cuestión no era que Kendra careciera de disposición, capacidades o amor, sí se sentía perdida.

Joel contó una historia sobre la barcaza. Fabia Bender -en confianza y aparte mientras los chicos acariciaban a los perros- le contó otra. Si bien era cierto que el hombre hindú llamado Ubbayy Mochi había corroborado gran parte de lo que Toby y Joel habían contado a la Policía, Fabia tenía la sensación de que había algo más.

– ¿Qué? -preguntó Kendra.

Joel no formaba parte de una banda, ¿verdad?, fue la contestación cautelosa de Fabia Bender. Se apresuró a añadir que se preguntaba si alguna banda estaría amenazándole, acosándole, intimidándole. ¿Había habido otros indicios de problemas? ¿Alguna dificultad? ¿Algo que la señora Osborne hubiera notado?

Kendra conocía las leyes de la calle tan bien como Joel, pero lo llamó de todos modos. Le dijo que volviera a contarle lo que había sucedido y que esta vez no ocultara nada. Le preguntó si tenía que ver con esos chicos que habían estado metiéndose con él.

Joel mintió, como sabía que tenía que hacer. Dijo que todo aquello ya estaba solucionado.

Kendra eligió creerle, lo que puso a Fabia Bender en una posición en la que no tenía nada más que hacer, al menos de momento. Se marchó, así que Kendra se quedó sola con sus sobrinos y aún más sola con sus pensamientos. Primero Ness, ahora esto. No era estúpida. Como Fabia Bender, sabía que había muchas posibilidades de que las cosas empeoraran.

Suspiró, luego soltó un taco. Maldijo a Glory Campbell por haberse marchado. Maldijo a Dix D'Court por haber desaparecido de sus vidas. Maldijo la soledad que ansiaba y las complicaciones que no quería. Le dijo a Joel que le contara la verdad sobre lo que había ocurrido, ahora que estaban solos. El niño mintió otra vez; y, otra vez, ella se aferró a aquella mentira.

Pero era consciente de lo que hacía y se sintió muy mal. Para aliviar esta sensación, registró la tienda. Con el último cargamento de donaciones, había llegado un monopatín con una rueda torcida. Se lo ofreció a Toby, fue su forma de disculparse con él por la lista cada vez más larga de problemas, miedos y decepciones de la vida.

Para Toby, el monopatín fue un regalo caído del cielo. Quiso utilizarlo de inmediato. Aquello requería arreglar la rueda torcida, lo que involucró a Joel y a Kendra en la reparación, lo que, a su vez, los alejó a los dos un poco más del retazo de vida que esperaba ser abordado. Pero así querían los dos que fueran las cosas: Joel eligió mentir; Kendra eligió a Joel.

Transmitió una versión de lo sucedido a Cordie. Atrapada en un conflicto de emociones, deseos y deberes, necesitaba que alguien ratificara las decisiones que estaba tomando. A cambio de un masaje prenatal realizado en su minúsculo salón mientras sus hijas demostraban su habilidad con los lápices de colores sobre un viejo libro para colorear de La Sirenita, Cordie escuchó el relato de la barcaza y todo lo que siguió. Pero lo que dijo al final no era lo que Kendra esperaba oír.

Le dijo que dejara el masaje y se incorporó, envolviéndose en la sábana. La miró con astucia, pero no sin compasión.

– Los chicos no necesitan un monopatín -le dijo-. Fue un detalle que se lo regalaras, pero por muy detalle que sea, no es lo importante y supongo que ya lo sabes.

Kendra se ruborizó. Lo ocultó guardando los aceites para los masajes, apagando las velas aromáticas y soplando para que se enfriaran más deprisa y pudiera guardarlas también.

– Quieres ganártelos y está bien. Pero no es lo que necesitan.

Kendra se deprimió. Cordie, que parecía tan frívola con sus noches de chicas y sus besuqueos con chicos de veinte años en pasillos oscuros y callejones, había llegado al fondo de la cuestión. Y el fondo de la cuestión iba más allá del intento de atraco de Ness, sus servicios comunitarios y los líos de Joel con los gamberros del barrio y ahora con la Policía.

– Los niños necesitan un padre -prosiguió Cordie-. En el mejor de los mundos, algo que es casi imposible hoy en día, los niños necesitan dos padres.

– Estoy intentando…

– ¿Sabes? -la interrumpió Cordie-. El asunto es, Ken, que no tienes que intentarlo. No es ningún pecado comprender que tienes demasiadas cosas entre manos, ¿sabes qué quiero decir? No todo el mundo está hecho para esto, y tampoco es ningún pecado reconocerlo. Yo siempre lo he visto de esta manera: que una mujer tenga los órganos no significa que tenga que utilizarlos.

Aquello le dolió por razones que no tenían nada que ver con los niños Campbell. Kendra se lo recordó a su amiga:

– Yo ni siquiera tengo los órganos.

– Podría haber una razón, Ken.

Había que decir que Kendra lo había pensado en más de una ocasión desde que le habían endilgado a los Campbell. Sin embargo, nunca lo había verbalizado. Creía que si lo hacía estaría cometiendo una traición tan grande que no encontraría la forma de compensárselo en toda su vida. Se convertiría en otra Glory para los niños. En realidad, sería peor que Glory.

– Tengo que hacerlo, Cordie -dijo-. Tengo que encontrar la manera. Lo que no voy a hacer nunca es dejarlos…

Cordie mostró clemencia cuando la interrumpió.

– Nadie te pide que lo hagas. Pero tienes que hacer algo y no tiene nada que ver con monopatines.

Sus opciones eran limitadas. En realidad, parecían prácticamente inexistentes. Así que fue al Falcon. Escogió a propósito este sitio, en lugar del gimnasio. Esta vez quería intimidad. Sabía que era una encerrona, pero se dijo que había cosas que hablar y necesitaba un sitio tranquilo para hacerlo. Sin duda, el gimnasio no lo era. El Falcon -o al menos el estudio de arriba- sí.

Dix no estaba. Pero uno de sus dos compañeros de piso sí. Mandó a Kendra al Rainbow Café. Dix estaba trabajando allí, ayudando a su madre. Llevaba haciéndolo tres semanas, le dijo. Había tenido que dar un descanso al culturismo.

Kendra pensó que Dix estaba infligiéndose un daño a sí mismo del que tenía que recuperarse. Pero cuando llegó al Rainbow Café, descubrió que no era el caso. Su padre había sufrido un infarto en el mismo local, lo suficientemente grave como para que su mujer y sus hijos se asustaran e insistieran en que siguiera las órdenes del médico: «Cinco meses de reposo y nada de saltarse mis instrucciones, señor D’Court». El hombre -que sólo tenía cincuenta y dos años- también estaba lo bastante asustado como para obedecer. Pero eso significaba que alguien tenía que meterse en la cocina y ocupar su lugar.

El Rainbow Café consistía en una L de mesas a lo largo del ventanal delantero y de la pared, además de una barra con taburetes giratorios viejos. Cuando Kendra entró, se dirigió al mostrador. No era hora de comidas, así que detrás de la barra Dix estaba ocupado limpiando los fogones con una rasqueta de acero mientras su madre ponía servilletas de papel en los servilleteros, que había recogido de las mesas. También tenía los saleros y los pimenteros alineados delante de ella en una bandeja.

El único cliente presente en aquel momento era una anciana con pelos grises en la barbilla. A pesar del calor que hacía en el café, no se había quitado el abrigo de tweed. Tenía las medias fruncidas en los tobillos y calzaba zapatos de cuero de suela gruesa. Daba cabezadas frente a una taza de té y un plato de judías con tostadas. A Kendra le pareció la encarnación misma de lo que podía llegar a ser la vida, una visión bastante escalofriante.

Cuando la madre de Dix vio a Kendra, se acordó de ella, a pesar de haberla visto sólo una vez. Evaluó la situación como cualquier madre perspicaz habría hecho en circunstancias similares, y lo que vio no le gustó.

– Dix -dijo, y cuando él alzó la mirada, señaló en dirección a Kendra con la cabeza.

Dix creyó que debía tomar nota a alguien y se volvió para hacerlo, pero suspiró cuando vio quién había entrado.

Distanciarse de Kendra no le había resultado fácil. La llevaba en la sangre. No lo soportaba, pero había llegado a aceptarlo. No sabía cómo llamarlo: amor, lujuria o algo a medio camino. Simplemente estaba ahí.

Para Kendra, Dix seguía teniendo buen aspecto. Era consciente de que lo echaba de menos, pero no tanto.

– Sigues teniendo buen aspecto, Ken -le dijo. Dix no era un hombre que mintiera.

– Y tú -dijo Kendra, devolviéndole el cumplido.

Miró a su madre y la saludó con la cabeza. La mujer le contestó igual. Su saludo era meramente formal. La tensión en el resto de la cara de Mariama D'Court decía mucho más.

Dix miró a su madre y se comunicaron sin mediar palabra. La mujer desapareció en un almacén; se llevó con ella la bandeja de saleros y pimenteros y dejó los servilleteros atrás.

Cuando Kendra preguntó cuándo había comenzado Dix a trabajar en el café, él la puso al día sobre lo que le había ocurrido a su padre. Cuando le preguntó qué pasaba con su entrenamiento, Dix dijo que algunas cosas tenían que esperar. Ahora le dedicaba dos horas al día. Tendría que bastar hasta que su padre se recuperara. Kendra quiso saber cómo lo llevaba, con las competiciones a la vuelta de la esquina y sin tiempo para prepararlas. Dix dijo que había cosas más importantes que las competiciones. Además, su hermana también se pasaba a ayudar todos los días.

Kendra sintió vergüenza. No sabía que Dix D'Court tenía una hermana. Se sintió demasiado incómoda en aquel momento para preguntarle una sola cosa sobre ella: si era mayor o menor, si estaba casada o soltera, etc. Simplemente asintió con la cabeza y esperó a que él le preguntara cómo iba la vida por Edenham Estate.

Lo hizo, y justo como ella había esperado, porque Dix era así de bueno. Quería saber de los chicos. Le preguntó cómo estaban. Se volvió para seguir limpiando los fogones y pareció centrar toda su atención en la tarea.

Kendra contestó que bien, que los niños estaban bien. Ness realizaba los servicios comunitarios sin quejarse y Toby seguía complementando su educación en el centro de aprendizaje. Había decidido que no era necesario hacer más pruebas a Toby, por cierto, añadió. Le iba bien.

– ¿Y Joel? -preguntó Dix.

Kendra no respondió hasta que el chico se dio la vuelta hacia ella. Le preguntó si le importaba que fumara y añadió que recordaba que a él no le gustaba demasiado.

Dix le dijo que hiciera lo que quisiera, y ella lo hizo. Encendió un cigarrillo y dijo:

– Te echo de menos.

– ¿Y Joel?

Kendra sonrió.

– Supongo que también. Pero yo hablo de mí. Te veo aquí y todo desaparece, ¿sabes?

– ¿El qué?

– Lo que fuera que hizo que rompiéramos. No recuerdo qué fue, sólo recuerdo lo que teníamos. ¿Con quién sales ahora?

Dix soltó una carcajada.

– ¿Crees que tengo tiempo para salir con alguien?

– ¿Qué me dices de querer salir con alguien? Ya sabes a qué me refiero.

– Yo no funciono así, Ken.

– Eres un buen hombre.

– Cierto.

– De acuerdo. Pues lo diré sin rodeos: me equivoqué y quiero que vuelvas. Necesito que vuelvas. No me gusta la vida sin ti.

– Ahora las cosas son distintas.

– ¿Porque trabajas aquí? ¿Por lo de tu padre? ¿Qué? Has dicho que no hay nadie…

– No me has contestado la pregunta sobre Joel.

Y no iba a hacerlo. Todavía no.

– Somos los mismos, tú y yo. Tenemos sueños y luchamos para mantenerlos vivos. La gente puede luchar mejor junta que sola. Está eso y está todo lo que sentimos el uno por el otro. ¿O estoy equivocada? ¿No sientes por mí lo que yo siento por ti? ¿No quieres marcharte ahora mismo de esta cafetería y estar conmigo tal como podemos estar tú y yo juntos?

– Yo no he dicho eso, Ken.

– Entonces hablémoslo. Veamos. Vamos a intentarlo. Estaba equivocada en todo, Dix.

– Sí. Bueno. No puedo darte lo que quieres.

– Antes me dabas lo que quería.

– Ahora -dijo él-. Ahora no puedo darte lo que quieres. No soy una empresa de seguridad, Kendra. Sé lo que quieres y no puedo dártelo.

– ¿Qué…?

– No has mencionado a Joel. La Poli. La barcaza en llamas. ¿Crees que no sé lo que está pasando en tu vida? Lo que digo es que las cosas no son diferentes de la última vez que hablamos, salvo que ahora tienes más razones para estar preocupada, tienes dos niños vigilados por la Poli en lugar de sólo uno. Y yo no puedo cambiar eso. No puedo hacer que desaparezca como tú quieres. No puedo hacer que la razón de todo esto desaparezca. Como ya te he dicho, no soy una empresa de seguridad.

Kendra quiso decirse que Dix estaba siendo cruel con ella a propósito, en lugar de sincero, simplemente. También quiso mentirle y decirle que su petición no tenía nada que ver con Joel y sí con el amor y el futuro que podían tener juntos. Pero había quedado demasiado afectada al ver cuánto la conocía Dix, muchísimo más de lo que ella lo conocía a él. Además, estaba afectada por el hecho de que su madre hubiera escuchado su conversación, como indicaba la cara de satisfacción que tenía la mujer cuando salió del almacén con los saleros y los pimenteros llenos y listos para colocar de nuevo en las mesas.

– Estaba pensando en una familia -le dijo Kendra-. Es lo que podríamos ser.

– Una familia es más que eso -respondió Dix.

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