Capítulo 2

Kendra Osborne regresó a Edenham Estate poco después de las siete de la tarde, tras doblar la esquina de Elkstone Road en un viejo Fiat Punto reconocible -para aquellos que la conocían- por la puerta del copiloto, en la que alguien había pintado con espray: «Chúpamela», un imperativo en rojo y goteante que Kendra había dejado, no porque no pudiera permitirse repintar la puerta, sino por falta de tiempo. En este momento de su vida, tenía un trabajo e intentaba labrarse una carrera en otro. El primero era detrás de la caja de una tienda benéfica a favor de la lucha contra el sida en Harrow Road. El segundo eran los masajes. Había completado un curso de dieciocho meses en el Instituto de Formación Profesional Kensington and Chelsea y llevaba seis semanas intentando establecerse como masajista autónoma.

Tenía en la mente un plan doble respecto al negocio de los masajes. Utilizaría la pequeña habitación de invitados de su casa para los clientes que desearan acudir a ella, y se desplazaría en coche, con la mesa y los aceites esenciales en el maletero, para los clientes que desearan que ella acudiera a ellos. Naturalmente, en este caso cargaría un extra. Con el tiempo, ahorraría el dinero suficiente para abrir un pequeño salón de masajes propio.

Masajes y bronceados -cabinas y camas- era lo que tenía pensado en realidad, y así ponía de manifiesto lo bien que comprendía a sus compatriotas de piel blanca. Al vivir en un clima donde el tiempo impide a menudo la posibilidad de lucir un tono saludable de bronceado natural, al menos tres generaciones de ingleses blancos habían sufrido quemaduras de primer y a veces de segundo grado en aquellos escasos días en que el sol se digna a aparecer. El plan de Kendra era despertar en estas personas el deseo de exponerse a los carcinógenos ultravioletas. Podía atraerles con la idea del bronceado que buscaban y luego introducirles en el masaje terapéutico en algún momento. A los clientes habituales cuyos cuerpos ya habría masajeado en su casa o en la de ellos, les ofrecería los dudosos beneficios del bronceado. Parecía un plan destinado al éxito seguro.

Kendra sabía que todo esto requeriría muchísimo tiempo y esfuerzo, pero nunca había sido una mujer que temiera el trabajo duro. En esto no se parecía en nada a su madre. Pero no era el único aspecto que diferenciaba a Kendra Osborne de Glory Campbell.

Los hombres eran el otro. Glory estaba asustada e incompleta sin uno, independientemente de cómo fuera o cómo la tratara, razón por la cual se encontraba en estos momentos sentada en la puerta de embarque de un aeropuerto, esperando despegar para reunirse con un jamaicano alcohólico y acabado, con un pasado dudoso y sin ningún futuro. Kendra, por su lado, estaba sola. Se había casado dos veces. Al haber enviudado la primera vez y estar ahora divorciada, le gustaba decir que ya había cumplido su condena -con un ganador y un completo perdedor-; en aquel momento, su segundo marido se encontraba cumpliendo la suya. No le disgustaban los hombres, pero había aprendido a verlos como algo bueno, útiles simplemente para aliviar ciertas necesidades físicas.

Cuando sentía la llamada de estas necesidades, Kendra no tenía ninguna dificultad para encontrar a un hombre encantado de satisfacerla. Salir una noche con su mejor amiga bastaba para solucionar aquel asunto, puesto que, a sus cuarenta años, Kendra era morena, exótica y estaba dispuesta a utilizar su físico para conseguir lo que quería, que era un poco de diversión sin ataduras. Con los planes que tenía para su carrera, no había espacio en su vida para un hombre apasionado que tuviera en la cabeza algo más que sexo con las precauciones adecuadas.

Cuando Kendra giró a la derecha hacia el estrecho garaje de delante de su casa, Joel y Toby -que habían regresado de su excursión al estanque de los patos de Meanwhile Gardens- ya habían pasado otra hora más sentados en el frío glacial, y los dos tenían el trasero entumecido. Kendra no vio a sus sobrinos en el escalón superior, en gran parte porque la farola de Edenham Way estaba fundida desde octubre, y nadie había mostrado ninguna intención de cambiarla. Lo que sí vio fue que el carrito de la compra que alguien había abandonado bloqueaba el acceso a su garaje y estaba lleno hasta arriba con las pertenencias de esa persona.

Al principio, Kendra creyó que aquellos artículos eran para la tienda benéfica, y si bien no le gustaba que sus vecinos le dejaran lo que ya no querían delante de su casa en lugar de llevarlos a Harrow Road, no era de las que rechazaba mercancía si existía la posibilidad de venderla. Así que cuando se bajó del coche para apartar el carrito, aún estaba de buen humor por haber tenido una tarde muy positiva dando masajes deportivos de demostración en un gimnasio construido debajo del paso elevado de Westway, en el centro comercial de Portobello Green.

Entonces vio a los chicos, sus maletas y las bolsas de plástico. Al instante, Kendra notó que le subía una oleada de terror desde el estómago y, a continuación, lo entendió todo.

Abrió el garaje y empujó la puerta sin dirigir una palabra a sus sobrinos. Comprendía lo que estaba a punto de pasar, y la situación provocó que soltara unos tacos, en voz baja para asegurarse de que los chicos no la oyeran, pero suficientemente alto como para obtener, al menos, el mínimo de satisfacción que proporcionan los tacos. Eligió las palabras «mierda» y «maldita zorra», y en cuanto las dijo volvió a subirse al Fiat y lo metió en el garaje, sin dejar de pensar enfurecida qué podía hacer para evitar tener que enfrentarse a la situación que su madre le había endilgado. No se le ocurrió nada.

Cuando acabó de aparcar el coche y se dirigía a la parte de atrás para sacar la mesa de masajes del maletero, Joel y Toby ya habían dejado su lugar para reunirse con ella. Dudaron en la esquina de la casa, Joel delante; Toby, su sombra habitual.

– La abuela dice que primero tenía que conseguir una casa, para que fuéramos a vivir a Jamaica -le dijo Joel a Kendra sin saludos ni preámbulos-. Nos mandará a buscar cuando lo tenga todo arreglado. Dice que tenemos que esperarla aquí. -Y cuando Kendra no respondió, porque, a pesar del pavor, las palabras de su sobrino y su tono de esperanza hicieron que le escocieran los ojos ante la crueldad abyecta de su madre, Joel prosiguió diciendo incluso con más entusiasmo-: ¿Cómo estás, tía Ken? ¿Te ayudo con eso?

Toby no dijo nada. Dio unos pasos hacia atrás y danzó sobre sus pies, con aspecto solemne y como una extraña bailarina interpretando un solo en una producción ambientada en el mar.

– ¿Por qué diablos lleva eso? -preguntó Kendra a Joel señalando con la cabeza a su hermano.

– ¿El flotador? Es lo que le gusta ahora. La abuela se lo regaló en Navidad, ¿te acuerdas? Dijo que en Jamaica podría…

– Sé lo que dijo -le interrumpió Kendra con brusquedad.

La ira repentina que sintió no iba dirigida a su sobrino, sino a sí misma, al darse cuenta, de repente, que tendría que haber sabido entonces, el mismo día de Navidad, qué intenciones tenía Glory Campbell. En cuanto había anunciado, complacida, que seguiría al inútil de su novio hasta el país que los vio nacer, como si fuera Dorothy emprendiendo el viaje para ir a ver al mago, y que las cosas iban a ser tan sencillas como recorrer un camino de baldosas amarillas… Kendra quiso abofetearse por haber estado tan ciega ese día.

– A los chicos les encantará Jamaica -había dicho Glory-. Y George estará más tranquilo allí que aquí. Con ellos, quiero decir. Le ha costado mucho, ya sabes. Tres niños y nosotros en ese piso diminuto. No hacemos más que chocarnos todo el rato.

– No puedes llevártelos a Jamaica -había dicho Kendra-. ¿Qué pasa con su madre?

– Imagino que Carole ni siquiera sabrá que se han ido -respondió Glory.

Evidentemente, pensó Kendra mientras sacaba la mesa de masajes del maletero, Glory utilizaría esta excusa en la carta que seguro que llegaría en algún momento después de su marcha cuando no pudiera seguir evitando escribirla. «He estado reflexionando -declararía, porque Kendra sabía que su madre utilizaría su inglés otrora apropiado y no el jamaicano falso que había adoptado previendo su próxima nueva vida-, y he recordado lo que dijiste sobre la pobre Carole. Tienes razón, Ken. No puedo llevarme a los niños tan lejos de ella, ¿verdad?» Así pondría fin al asunto. Su madre no era mala, pero siempre había sido una persona que creía firmemente en que lo primero era lo primero. Como lo primero en la mente de Glory siempre había sido Glory, era improbable que alguna vez hiciera algo que la perjudicara. Tres nietos en Jamaica viviendo en una casa con un hombre inútil, obeso y maloliente, que no trabajaba y se pasaba el día jugando a las cartas y viendo la tele, y a quien Glory estaba resuelta a aferrarse porque ni una sola vez en su vida había sido capaz de afrontar ni una semana sin un hombre y estaba en una edad en la que era difícil encontrar uno… Tal panorama decía «perjuicio» incluso al más absoluto analfabeto.

Kendra cerró de golpe el maletero. Gruñó al levantar la pesada mesa plegable por el asa. Joel corrió a ayudarla.

– Deja que lo coja yo, tía Ken -dijo casi como si creyera que podría manejarse con el tamaño y el peso. Debido a esto y pese a que no quería, Kendra se ablandó un poco.

– Ya puedo yo, Joel, pero puedes bajar la puerta -le dijo al chico-. Y puedes entrar el carrito en casa y todo lo demás que habéis traído.

Mientras Joel obedecía, Kendra miró a Toby. El breve momento de ablandamiento se acabó. Lo que vio fue el enigma que veía todo el mundo y la responsabilidad que nadie quería asumir, pues la única respuesta que cualquiera había logrado dar -o había estado dispuesto a dar- sobre qué le pasaba a Toby era la inútil etiqueta de «falta de filtro social adecuado»; además, con el caos familiar que sobrevino poco después de su cuarto cumpleaños, nadie había tenido el valor de profundizar más. Ahora Kendra -que no sabía más sobre el niño de lo que veía delante de ella- se enfrentaba a tener que cargar con él hasta que se le ocurriera un plan para quitarse de encima la responsabilidad.

Mirándolo ahí parado -con ese flotador ridículo, la cabeza hecha un desastre, los vaqueros demasiado largos, las deportivas abrochadas con cinta adhesiva porque nunca había aprendido a atarse los zapatos-, Kendra quiso salir corriendo en la dirección opuesta.

– Bueno, ¿qué dices tú? -le preguntó de modo cortante a Toby.

El niño detuvo su danza y miró a Joel, buscando una señal de lo que se suponía que tenía que hacer. Cuando Joel no se la dio, le dijo a su tía:

– Tengo pis. ¿Estamos en Jamaica?

– Qué va, Tobe, ya lo sabes -dijo Joel.

– No, Tobe, ya sabes que no -le dijo Kendra-. Habla bien cuando estés conmigo. Eres perfectamente capaz.

– No, ya sabes que no -dijo Joel, cooperando-. Tobe, esto no es Jamaica.

Kendra llevó a los niños adentro, donde comenzó a encender luces mientras Joel entraba dos maletas, las bolsas de plástico y el carrito. Se quedó junto a la puerta y esperó algún tipo de indicación. Como nunca había estado en casa de su tía, miró a su alrededor con curiosidad, y lo que vio fue una vivienda aún más pequeña que la casa de Henchman Street.

En la planta baja sólo había dos espacios seguidos, uno después del otro, además de un diminuto aseo escondido. Lo que pasaba por ser un comedor estaba justo después de la entrada; detrás había una cocina que ofrecía una ventana negra por la noche, y que reflejó la imagen de Kendra cuando ésta encendió la luz del techo. Dos puertas situadas en ángulo recto entre sí configuraban la esquina izquierda al fondo de la cocina. Una conducía al jardín trasero, donde se encontraba la barbacoa que Toby había visto, y la otra estaba abierta a una escalera. Arriba había dos pisos y, como Joel descubriría más tarde, uno comprendía el salón, mientras que en el piso superior había un baño y los dormitorios, que eran dos.

Kendra se dirigió a estas escaleras, arrastrando la mesa de masajes con ella. Joel corrió a ayudarla.

– Vas a subirla arriba, ¿tía Ken? Yo puedo hacerlo. Soy más fuerte de lo que parece.

– Ocúpate de Toby -dijo Kendra-. Mírale. Quiere ir al baño.

Joel miró a su alrededor buscando alguna indicación de dónde podía estar el baño, una acción que Kendra podría haber visto e interpretado si hubiera sido capaz de superar la sensación de que las paredes de su casa estaban a punto de caérsele encima. Así las cosas, se dirigió hacia las escaleras, y Joel, a quien no le gustaba hacer preguntas que pudieran hacerle parecer un ignorante, esperó a que su tía empezara a subir arriba, donde los golpes continuos sugerían que estaba llevando la mesa de masajes al piso superior de la casa. Entonces abrió la puerta del garaje y se apresuró a sacar a su hermano afuera. Toby no hizo preguntas. Simplemente orinó en un parterre.

Cuando Kendra bajó, los niños estaban de nuevo junto a las maletas y el carrito de la compra, sin saber qué más tenían que hacer. Kendra se había quedado en su cuarto intentando tranquilizarse, procurando desarrollar un plan de acción, pero no se le ocurrió nada que no fuera a trastocar su vida por completo. Había llegado el momento en el que tenía que formular la pregunta cuya respuesta no quería escuchar.

– ¿Y dónde está Vanessa? -le dijo a Joel-. ¿Se ha ido con tu abuela?

Joel negó con la cabeza.

– Anda por aquí -dijo-. Se ha cabreado…

– Enfadado -dijo Kendra-. No cabreado. Enfadado. Irritado. Molestado.

– Molestado -dijo Joel-. Se ha molestado y se ha ido. Pero imagino que volverá pronto. -La última frase la dijo como si esperara que su tía se alegrara de escuchar la noticia. Pero si ocuparse de Toby era lo último que Kendra quería hacer, ocuparse de su hermana rebelde y desagradable lo seguía muy de cerca.

En este punto, una mujer maternal quizá se habría activado, sino para organizar la vida de los dos desafortunados niños sin hogar que habían aparecido en su puerta, al menos para prepararles algo de comer. Habría subido las escaleras una segunda vez para preparar las camas para dormir en uno de los dos cuartos que tenía la casa. No disponía del mobiliario adecuado para hacerlo -en especial en la habitación destinada a los masajes-, pero podía poner ropa de cama en el suelo y había toallas de más que se podían enrollar para hacer almohadas. Después de los preparativos para dormir, vendría la cena. Y luego podría ponerse a buscar a Ness. Pero todo esto era ajeno al estilo de vida de Kendra, así que fue a su bolso y sacó un paquete de Benson & Hedges. Encendió uno utilizando un fogón de la cocina y empezó a pensar en cuál sería su siguiente paso. El teléfono sonó y la salvó.

Pensó que sería Glory que -en un ataque de conciencia inusitado- llamaba para decir que había entrado en razón respecto a George Gilbert, Jamaica y el abandono de tres niños que confiaban en ella. Pero quien llamaba era su mejor amiga, Cordie; en cuanto Kendra escuchó su voz, recordó que habían quedado para salir aquella noche. Habían planeado beber, fumar, hablar, escuchar música y bailar en un club llamado No Sorrow: solas, juntas o con algún compañero. Atraerían a los hombres para demostrar que aún conservaban su atractivo; si Kendra decidía acostarse con alguien, Cordie -que estaba felizmente casada- viviría el encuentro indirectamente vía móvil a la mañana siguiente. Era lo que hacían siempre que salían juntas.

– ¿Llevas los zapatos de baile? -le dijo Cordie, frase que encaminó a Kendra hacia un momento definitorio de su vida.

En ese momento, fue consciente de que no sólo sentía la necesidad física de un hombre, sino que seguramente hacía una semana más o menos que la sentía y la había estado aplacando centrándose en su trabajo en la tienda y en su formación como masajista. La referencia a los zapatos de baile, sin embargo, intensificó la necesidad hasta que se dio cuenta de que, en realidad, no recordaba cuándo había sido la última vez que se había abierto de piernas para un hombre.

Así que pensó deprisa, en los niños y en qué podía hacer con ellos para llegar al No Sorrow cuando las opciones aún fueran buenas. Mentalmente, inspeccionó la nevera y los armarios, porque algo habría para improvisar la cena y, con la hora que era, seguramente tendrían hambre. Prepararía el cuarto libre, para darles un lugar donde dormir esta noche. Podía distribuir toallas y mantas y presentarles formalmente el baño. Y la hora de acostarse llegaría enseguida. Sin duda, podía conseguirlo todo y estar lista para acompañar a Cordie al No Sorrow a las nueve y media.

– Aquí estoy sacándoles brillo -contestó Kendra con el estilo de lenguaje que adoptaba cuando hablaba con su amiga-. Si brillan lo suficiente, no voy a ponerme bragas, créeme.

Cordie se rió.

– Serás fulana. ¿A qué hora quedamos entonces?

Kendra miró a Joel. Él y Toby estaban junto a la puerta del jardín, Toby con la cremallera parcialmente bajada, pero los dos con las chaquetas aún abrochadas hasta la barbilla.

– ¿A qué hora os vais a dormir normalmente? -le preguntó a Joel.

Joel se quedó pensando. En realidad no tenían una hora habitual. Habían experimentado tantos cambios en su vida a lo largo de los años que establecer horarios era lo último que alguien tenía en la mente. Intentó descifrar qué clase de respuesta quería su tía. Sin duda, alguien al otro lado del hilo telefónico esperaba oír buenas noticias, y las buenas noticias parecían corresponderse con que Toby y Joel se acostaran tan pronto como fuera posible. Miró el reloj de pared que había encima del fregadero. Eran las siete y cuarto.

– La mayoría de las noches a las ocho y media, tía Ken -dijo arbitraria y falsamente-. Pero podríamos acostarnos ya, ¿verdad, Tobe?

Toby siempre estaba de acuerdo con los demás, salvo cuando se trataba de la televisión. Como este momento no estaba relacionado con la pequeña pantalla, asintió complacido.

Aquél era el instante definitorio de la vida de Kendra Osborne y, si bien no le gustaba lo más mínimo, sintió que se presentaba con tanta fuerza que no pudo asignarle un nombre más adecuado. Sintió un crujido levísimo en el corazón seguido de una sensación extraña, como si se le hundiera el pecho, que pareció alcanzarle el espíritu. Estas dos cosas le dijeron que fumar, bailar, atraer a los hombres y follar tendrían que esperar. Agarró con menos fuerza el teléfono y se giró hacia la oscura ventana de la cocina. Apoyó la frente en ella y sintió la presión del cristal frío y liso en la piel. Habló no con Cordie ni con los niños, sino consigo misma.

– Dios. Dios santo -dijo. No pretendía que sonara como una oración.


* * *

Los días siguientes no fueron fáciles, por razones que escapaban al control de Kendra. Ver su mundo invadido por sus jóvenes parientes enredó aún más su ya complicada vida. La dificultad que entrañó solamente organizar lo básico, como comidas, ropa limpia y disponer de suficiente papel higiénico para el baño, se vio agravada por la necesidad de lidiar con Ness.

La experiencia de Kendra con chicas de quince años se limitaba al hecho de haberlo sido ella en su día, y un detalle en el pasado de una mujer que no le proporciona necesariamente los medios para tratar con otra mujer que está atravesando la peor parte de la adolescencia. Y la adolescencia de Ness -que de por sí ya habría presentado los retos típicos que afronta una chica cuando crece, desde la presión del grupo a granos feos en la barbilla- ya había sido más inestable de lo que Kendra sabía. Así que cuando Ness no apareció por Edenham Way a medianoche de aquel día en que Glory Campbell dejó a los niños en la puerta de su hija, Kendra salió a buscarla.

La razón era sencilla: los niños Campbell no conocían el barrio suficientemente bien como para andar paseando por allí de noche o incluso durante el día. No sólo podían perderse con facilidad en una zona de la ciudad dominada por complejos laberínticos de viviendas de protección oficial cuyos habitantes dudosos estaban implicados en actividades más dudosas incluso, sino que como chica joven que paseaba sola, estaría corriendo un riesgo en cualquier parte. Kendra nunca se había sentido en peligro, pero era por su filosofía personal, que consistía en caminar deprisa y poner cara de mala: le había funcionado desde hacía tiempo cuando tenía algún encuentro nocturno en la calle.

Después de que Joel y Toby estuvieran acostados en el suelo del cuarto libre, Kendra cogió el coche para intentar encontrar a la chica, pero no tuvo éxito. Bajó hasta Notting Hill Gate y subió hasta Kilburn Lane. A medida que avanzaba la noche, lo único que acabó viendo patrullando calle arriba y calle abajo fueron las bandas de chicos y jóvenes que, como murciélagos, salían habitualmente de noche para ver qué acciones podían improvisar.

Al final, Kendra se detuvo en la comisaría de Policía de Harrow Road, un imponente edificio Victoriano de ladrillo cuyo tamaño en comparación con lo que tiene alrededor anuncia su intención de permanecer en ese lugar mucho tiempo más. Dirigió su pregunta a la policía que estaba en la recepción, una mujer blanca engreída que se tomó su tiempo para levantar la vista del papeleo. «No», fue la respuesta que recibió. A la comisaría no habían traído a ninguna chica de quince años por ningún motivo…, «señora». Puede que en cualquier otro momento, Kendra hubiera notado la irritación bajo la piel como respuesta a la pausa entre las palabras «motivo» y «señora». Pero esa noche tenía problemas más importantes que contestar a la falta de respeto de alguien, así que olvidó el incidente y realizó un último recorrido por las inmediaciones. Pero no había rastro de Ness en ninguna parte.

Tampoco apareció aquella noche. Hasta las nueve de la mañana siguiente no llamó a la puerta de Kendra.

La conversación que mantuvieron fue breve, y Kendra decidió permitir que el resultado fuera satisfactorio. A sus preguntas sobre dónde diablos había estado Vanessa toda la noche, porque estaba loca de preocupación, Ness dijo que se había perdido y que, tras caminar un poco, había encontrado un centro social abierto en Wornington Estate. Se había sentado allí y se había quedado dormida. Lo siento, dijo, y fue a la cafetera, donde el brebaje de la noche anterior aún no se había renovado con el de la mañana. Se sirvió una taza y vio los Benson and Hedges de su tía encima de la mesa, donde Joel y Toby desayunaban un cuenco de cereales que Kendra había pedido deprisa y corriendo a uno de sus vecinos. «¿Puedo coger un pitillo, tía Ken?», quiso saber Ness. «¿Tú qué miras?», le dijo a Joel.

Cuando Joel agachó la cabeza y siguió comiendo los cereales, Kendra intentó tomar la temperatura del ambiente para averiguar qué estaba pasando allí. Sabía que había más de lo que sus ojos alcanzaban a ver, pero desconocía cómo llegar al fondo de la cuestión.

– ¿Por qué te escapaste? -le preguntó Kendra-. ¿Por qué no esperaste a que llegara a casa, como tus hermanos?

Ness se encogió de hombros -iba a hacer ese gesto tan a menudo que Kendra acabaría por desear clavárselos para que no pudiera moverlos más- y cogió el paquete de tabaco.

– No he dicho que pudieras coger uno, Vanessa.

Ness apartó la mano del paquete y contestó:

– Lo que tú digas. Lo siento -añadió.

La disculpa provocó que Kendra le preguntara si se había escapado por su abuela.

– Por dejaros aquí. Por Jamaica. Por todo eso. Tienes derecho a estar…

– ¿Jamaica? -dijo Ness con un resoplido-. Yo no quería ir a la puta Jamaica. Conseguir un curro y mi propia casa, eso sí. De todas formas, estaba harta de esa vieja zorra. ¿Puedo pillarte un piti o qué?

Tras haberse educado con Glory y con el inglés de Glory, Kendra no iba a consentir esta versión de su idioma.

– No hables así, Vanessa -dijo-. Sabes hablar bien. Hazlo.

Ness puso los ojos en blanco.

– Lo que tú digas -dijo-. Podría… coger… un… cigarrillo. -Pronunció cada palabra con precisión.

Kendra asintió con la cabeza. Se olvidó de seguir preguntando dónde había estado Ness y sus motivos. La chica encendió el cigarrillo de la misma manera que Kendra la noche anterior: en un fogón de la cocina. Examinó a Ness mientras ésta la examinaba a ella. Cada una vio la oportunidad que se les ofrecía. Para Kendra, fue una invitación fugaz a una forma de maternidad que se le había negado anteriormente. Para Ness, fue una visión igualmente fugaz del modelo de persona que podía llegar a ser. Por un instante, las dos sintieron la tentación de la posibilidad. Entonces, Kendra recordó todo lo que intentaba hacer para equilibrar la balanza de su vida, y Ness recordó lo que tanto quería olvidar. Se dieron la espalda. Kendra dijo a los niños que se dieran prisa con el desayuno. Ness dio una calada al cigarrillo y se dirigió a la ventana a mirar el día gris invernal que hacía fuera.

El siguiente paso fue, en primer lugar, quitarle de la cabeza a Ness la idea de que encontraría un trabajo y una casa para ella sola. A su edad, nadie iba a contratarla; además, la ley exigía que fuera a la escuela. Ness se tomó la noticia mejor de lo que Kendra esperaba, aunque de un modo que también previó. El encogimiento de hombros característico. La declaración característica:

– Lo que tú digas, Ken.

– Tía Kendra, Vanessa.

– Lo que tú digas.

Entonces comenzó el tedioso proceso de conseguir un colegio para los tres niños, una carrera de obstáculos más difícil todavía por el hecho de que el empleo de Kendra -la tienda benéfica en Harrow Road- sólo le daría una hora libre al final de cada día para atender este problema y las miles de dificultades más que comportaba la llegada de tres niños a su vida. Tenía dos opciones: o bien dejar la tienda -cosa que no podía permitirse-, o bien hacer frente a la restricción impuesta sobre ella: eligió lo segundo. Que también tuviera una tercera opción fue una idea que sopesó en más de una ocasión mientras lidiaba con todo, desde encontrar muebles económicos pero adecuados para el cuarto libre hasta cargar con la ropa de cuatro personas hasta la lavandería en lugar de encargarse solamente de la suya.

Los Servicios Sociales eran la otra opción. Descolgar el teléfono. Declararse absolutamente perdida. Gavin era la razón por la que Kendra no podía hacerlo. Su hermano Gavin, el padre de los niños, y todo por lo que el hombre había pasado. Aún más: todo por lo que la vida le había hecho pasar, incluso hasta su muerte prematura e innecesaria.

Kendra tardó diez días en alojar a los niños en su casa y ocuparse de su inscripción en un colegio. Durante ese tiempo, se quedaron en casa mientras ella iba a trabajar, con Ness al mando. La televisión era su único entretenimiento. Ness tenía órdenes estrictas de quedarse en casa y, por lo que Kendra sabía, la chica había obedecido, puesto que siempre estaba allí cuando se marchaba por la mañana y cuando regresaba a última hora de la tarde. Se le escapó el detalle de que Ness no estuviera presente en las horas intermedias; ninguno de dos niños lo mencionó. Joel no dijo nada porque sabía cuál sería el resultado si proporcionaba esa información a su tía. Toby no dijo nada porque no se dio cuenta. Siempre que la televisión estuviera encendida, podía retirarse a Sose.

De modo que Ness tuvo diez días para sumergirse en la vida de North Kensington; aquello no le supuso dificultad alguna. Como Six y Natasha hacían novillos y no se arrepentían de ello, formaron un trío con Ness y se mostraron encantadas de ponerla al tanto del barrio: desde el camino más rápido a Queensway, donde podían pasearse por Whiteley's hasta que las echaran, hasta indicarle el mejor lugar donde ligar con chicos. Cuando las dos chicas no la iniciaban en esta clase de placeres, le pasaban las diversas sustancias que aportarían más felicidad a su vida. Con tal asunto, sin embargo, Ness era cuidadosa. Tenía la prudencia de estar en posesión de todas sus facultades cuando su tía regresaba de su jornada laboral.

Joel observaba todo esto y se moría por decir algo. Pero estaba atrapado entre lealtades enfrentadas: hacia su hermana, a quien ya casi no reconocía y menos aún comprendía, y hacia su tía, que los había acogido en su casa en lugar de mandarlos a otro lugar. Así que no dijo nada. Se limitaba a observar a Ness, que se iba y volvía, que se aseaba, se lavaba el pelo y, si era necesario, también la ropa antes de que Kendra regresara; se limitó a esperar lo que sin duda llegaría.

Lo que llegó primero fue el colegio Holland Park, el tercero de los institutos que Kendra contactó con la esperanza de que admitieran a Joel y a Ness. Si no podía inscribirlos en una escuela que estuviera relativamente cerca, se verían obligados a ir otra vez a East Acton todos los días, y no quería eso para ellos, ni para ella. Primero lo había intentado en un instituto católico, pensando que un entorno casi religioso y disciplinado, esperaba, le vendría como anillo al dedo para poner a Ness en el buen camino. No había plazas libres, así que había acudido a un instituto anglicano, con el mismo resultado. Luego acudió al colegio Holland Park y, por fin, tuvo éxito. Había varias plazas y lo único necesario -aparte de realizar las pruebas de admisión- sería comprar los uniformes correspondientes.

Fue fácil enfundar a Joel el conjunto gris sobre un gris más oscuro que requería el colegio. Ness no fue tan complaciente. Declaró que «ella con esa mierda no iba a ningún lado». Kendra le corrigió el vocabulario, estableció una multa de cincuenta peniques a partir de entonces para las tosquedades lingüísticas y le dijo que por supuesto que iba a ponérselo.

Podrían haberse embarcado en una lucha de voluntades, pero Ness cedió. Kendra se permitió estar satisfecha y cometió la estupidez de pensar que había ganado un asalto a la chica, sin imaginarse que los planes de Ness no incluían por nada del mundo ir al colegio Holland Park; después de unos instantes de reflexión acerca de aquel asunto, se dio cuenta de que no importaba que su tía le comprara o no el uniforme.

Tras ocuparse de Joel y de Ness, quedaba el asunto de Toby. Fuera al colegio que fuera, tenía que ser un lugar situado en el camino que Joel y Ness tomarían para coger el autobús número 52, que los llevaría a Holland Park. Aunque nadie habló del tema abiertamente, todos sabían que no podían permitir que Toby fuera andando solo al colegio; por otro lado, Kendra no podía esperar retomar sus planes de negocios sobre el salón de masajes -que había aparcado desde la noche en que había llegado a casa y se había encontrado a los chicos en su puerta- mientras trabajaba en la tienda benéfica y, casi simultáneamente, llevaba y recogía a Toby, ya fuera en el coche o a pie.

Así que, durante diez días más, estudió el problema. Tendría que haber sido sencillo: había escuelas de primaria en todas las direcciones desde Edenham Estate, y había varias en el camino que los hermanos de Toby tomaban para coger el autobús. Pero entre que no había plazas y que tales colegios no disponían de la situación adecuada para alguien con «las necesidades especiales evidentes» de Toby como se describía por lo general el problema tras conversar un minuto con el niño, Kendra no tuvo suerte. Ya empezaba a creer que tendría que llevarse con ella al chico a todas partes, en lugar de matricularlo en algún sitio -una idea horripilante-, cuando el director de la escuela Middle Row le dirigió al centro de aprendizaje Westminster, en Harrow Road, justo al principio de la calle donde estaba la tienda benéfica. Toby podría asistir a la escuela Middle Row, le dijo el director, siempre que también recibiera una formación especial diaria en el centro de aprendizaje. «Para tratar sus dificultades», aclaró, como si Kendra creyera que existía la esperanza de que las clases particulares curaran lo que aquejaba al pequeño.

Parecía todo perfecto. Aunque era demasiado optimista pensar que la escuela Middle Row se encontraba en el camino que Ness y Joel debían recorrer para coger el autobús, sí podían ir a una parada de Ladbroke Grove que estaba a cinco minutos a pie de la escuela de Toby. Y después del colegio, tener a Toby cerca en el centro de aprendizaje implicaba que Kendra también sería capaz de vigilar a Joel y a Ness, puesto que sus hermanos tendrían que llevarle andando al centro todos los días. El plan de Kendra era que se turnaran y pasaran a verla de camino.

Al pensar en todo esto, no se le ocurrió tener en cuenta a Ness. La chica permitió que su tía pensara y planeara lo que quisiera. Se había vuelto bastante experta en engañarla y, como muchas adolescentes que se creen omnipotentes tras hacer lo que les viene en gana durante un tiempo sin que nadie se entere, había comenzado a imaginar que podría hacerlo indefinidamente.

Naturalmente, se equivocaba.


* * *

El colegio Holland Park es una anomalía. Se encuentra en medio de uno de los barrios más modernos de Londres: una zona residencial de mansiones de ladrillo rojo y estuco blanco y de bloques de pisos caros y dúplex de precios exorbitantes. Sin embargo, la mayoría de sus alumnos van andando a la escuela desde los complejos de viviendas de protección oficial de peor fama al norte del Támesis, lo que hace que los habitantes del barrio sean blancos y el alumnado del colegio presente una gama de colores que va del marrón al negro.

Joel Campbell tendría que haber estado ciego o no estar en posesión de sus facultades mentales para pensar que pertenecía al entorno del barrio donde se encontraba el colegio Holland Park. En cuanto descubrió que había dos rutas distintas para ir del autobús 52 al instituto, eligió la que lo exponía menos a las miradas perplejas y poco acogedoras de las mujeres vestidas de cachemira que sacaban a pasear a sus yorkshire terriers y de los niños a quienes las canguros llevaban a colegios de fuera del barrio en el Range Rover de la familia. Esta ruta lo llevaba hasta la esquina de Notting Hill Gate. De ahí, iba andando hacia el oeste hasta Campden Hill Road, en lugar de seguir en el autobús, ya que eso supondría caminar por varias calles en las que se hubiera sentido igual de cómodo que un marciano en la Tierra.

Desde el primer día, recorrió este trayecto solo después de dejar a Toby en las puertas de la escuela Middle Row. Ness -vestida obedientemente con su uniforme gris apagado y con una mochila a la espalda- iba con ellos hasta Golborne Road. Pero, una vez ahí, dejaba que sus hermanos siguieran su camino mientras ella se guardaba en el bolsillo el dinero del autobús y seguía el suyo.

– No te chives, ¿entendido? -le decía a Joel-. Si no, te vas a enterar, colega.

Joel asentía y la observaba mientras se alejaba. Quería decirle que no era necesario amenazarlo. No se chivaría. ¿Cuándo lo había hecho? En primer lugar, era su hermana y, aunque no lo fuera, conocía la regla más importante de la infancia y la adolescencia: no chivarse. Así que él y Ness funcionaban según la política estricta de «no preguntes/no cuentes». No tenía ni idea de qué hacía su hermana aparte de saltarse las clases, y ella no le reveló ningún detalle.

Sin embargo, habría preferido tener su compañía, no sólo para llevar a cabo el deber asignado con Toby todas las mañanas y tardes, sino también para afrontar la experiencia de ser el chico nuevo del colegio Holland Park. Porque a Joel le pareció que la escuela estaba plagada de peligros. Estaban los peligros académicos de ser considerado estúpido en lugar de tímido. Estaban los peligros sociales de no tener amigos. Estaban los peligros físicos de su aspecto, que, junto con el hecho de no tener amigos, podía marcarle fácilmente como blanco de los acosadores. La presencia de Ness le habría facilitado las cosas. Ella habría encajado mejor que él, y él podría haberse aprovechado de esa situación.

Daba igual que Ness -tal como era ahora y no como había sido de pequeña- no lo hubiera permitido. La forma en la que Joel aún veía a su hermana, aunque fuera de vez en cuando, hacía que notara muchísimo su ausencia en el colegio. Así que buscó pasar desapercibido, no atraer la atención ni de alumnos ni de maestros. A la calurosa pregunta: «¿Cómo lo llevas, chaval?», de su profesor de Educación Personal, Social y Sanitaria, él siempre contestaba lo mismo: «Bien».

– ¿Algún conflicto? ¿Problemas? ¿Los deberes bien?

– Todo bien, sí.

– ¿Ya has hecho amigos?

– Me va bien.

– No te acosa nadie, ¿verdad?

Negaba con la cabeza, los ojos mirando a los pies.

– Porque si alguien te acosa, debes informarme enseguida. Aquí, en Holland Park, no toleramos ese tipo de tonterías. -Una larga pausa en la que Joel al fin levantaba la vista y veía que el profesor, se llamaba señor Eastbourne, lo evaluaba fijamente-. No me mentirías, ¿verdad, Joel? -decía el señor Eastbourne-. Mi trabajo es hacerte más fácil el tuyo, ya lo sabes. ¿Sabes cuál es tu trabajo en Holland Park?

Joel negaba con la cabeza.

– Seguir adelante -decía Eastbourne-. Seguir con tu «e-du-ca-ción». Es lo que quieres, ¿no? Porque para conseguirlo tienes que quererlo.

– De acuerdo. -Joel sólo deseaba que le dejara marchar, liberarse del interrogatorio una vez más. Si estudiar dieciocho horas al día le hubiera hecho invisible al señor Eastbourne y al resto del mundo, lo habría hecho. Habría hecho lo que fuera.

El almuerzo era lo peor. Como en todas las escuelas que han existido nunca, los chicos y las chicas se congregaban en grupos, y los grupos tenían denominaciones especiales que sólo los miembros conocían. Los adolescentes considerados populares -una etiqueta que se otorgaban ellos mismos y que al parecer el resto aceptaba sin rechistar- se sentaban lejos de los considerados listos. Los que eran listos -y ahí estaban siempre sus notas para demostrarlo- no se acercaban a aquellos a los que su futuro condenaría a trabajar tras una caja registradora. Los que tenían una agenda social activa no se relacionaban con los «empanados». Los que seguían las modas guardaban las distancias con los que menospreciaban esas cosas. Naturalmente, había jóvenes que no encajaban en ninguna de estas denominaciones, pero eran los marginados sociales que tampoco sabían cómo recibir a alguien en su grupo. Así que Joel almorzaba solo.

Llevaba varias semanas haciendo esto cuando oyó que alguien le hablaba cerca de su lugar de almuerzo habitual: apoyado lejos de todo el mundo en una esquina de la garita de seguridad al borde del patio del colegio, cerca de la verja. Era una voz de chica.

– ¿Por qué comes aquí, tío? -le dijo, y cuando Joel levantó la cabeza, al percatarse de que la pregunta iba dirigida a él, vio a una chica pakistaní, que llevaba un pañuelo azul marino en la cabeza, de pie en el camino hacia el patio, como si el guarda de seguridad acabara de dejarla entrar. Llevaba un uniforme que le quedaba varias tallas grande y que conseguía esconder las curvas femeninas que pudiera tener.

Como había logrado que no le hablara nadie aparte de los profesores, Joel no sabía exactamente qué hacer.

– Eh. ¿Sabes hablar o qué? -dijo la chica.

Joel apartó la mirada porque notó que estaba poniéndose rojo y sabía cómo afectaba eso a su tez rara.

– Sé hablar -dijo.

– Pues dime, ¿qué haces aquí?

– Estoy comiendo.

– Bueno, eso ya lo veo, tío. Pero nadie come aquí. Ni siquiera está permitido. ¿Cómo es que nadie te ha dicho que comas donde hay que comer?

Joel se encogió de hombros.

– No hago daño a nadie, ¿no?

La chica avanzó y se puso delante de él. Joel miró sus zapatos para no tener que mirarla a la cara. Eran negros y con cintas, la clase de zapatos que se puede encontrar en una tienda moderna de una calle principal. También estaban fuera de lugar. Joel se preguntó si llevaba otras cosas modernas debajo del enorme uniforme que vestía. Era algo que podría haber hecho su hermana, y pensar en esta chica como una figura parecida a Ness le permitió sentirse ligeramente más cómodo con ella. Al menos era un producto conocido.

La chica se inclinó y le miró fijamente a los ojos.

– Te conozco -dijo-. Vienes en el autobús. El número 52, como yo. ¿Dónde vives?

Joel se lo dijo, lanzando una mirada a su rostro, que pasó de la curiosidad a la sorpresa.

– ¿Edenham Estate? Yo también vivo allí. En la torre. Nunca te he visto por ahí. ¿Y dónde coges el autobús? Cerca de mi parada no, pero te he visto dentro.

Le contó lo de Toby: que lo llevaba andando al colegio. No mencionó a Ness.

La chica asintió, luego dijo:

– Ah, Hibah. Así me llamo. ¿A quién tienes en EPSS?

– Al señor Eastbourne.

– ¿En Religión?

– A la señora Armstrong.

– ¿En Mates?

– Al señor Pearce.

– Buff. Puede ser chungo, ¿verdad? ¿Se te dan bien las mates?

Se le daban bien, pero no le gustaba reconocerlo. Le gustaban las mates. Era una asignatura con respuestas correctas o incorrectas. Uno sabía lo que podía esperar de las mates.

– ¿Tienes nombre? -dijo Hibah.

– Joel -contestó. Y luego le ofreció algo que no había preguntado-. Soy nuevo.

– Eso ya lo sé -dijo ella, y Joel volvió a sonrojarse porque le pareció que Hibah hablaba con desdén. La chica se explicó-: Andas por aquí, ¿entiendes? -Señaló con la cabeza en dirección a la verja que encerraba la escuela al resto del mundo. Le ofreció algo a cambio de la información que le había dado él-. Mi novio viene a la hora de comer la mayoría de los días -dijo-. Así que te veo cuando voy a la verja a hablar con él.

– ¿No estudia aquí?

– No estudia en ningún sitio. Tendría que estudiar, pero no. Quedo con él aquí porque si mi padre nos viera, me daría una paliza de muerte, ¿entiendes? Es musulmán -añadió, y parecía avergonzada de reconocerlo.

Joel no supo qué contestar a eso, así que no dijo nada.

– Estoy en noveno -dijo Hibah al cabo de un momento-. Pero podemos ser amigos, tú y yo. Nada más, ¿entiendes?, porque como te he dicho, tengo novio. Pero podemos ser amigos.

Era un ofrecimiento tan sorprendente que Joel se quedó atónito. En realidad, nunca nadie le había dicho algo así, y ni siquiera podía empezar a imaginar por qué Hibah lo hacía. Si le hubieran preguntado, ni la propia Hibah habría podido explicarlo. Pero como tenía un novio no aceptado y una actitud hacia la vida que la situaba de lleno entre dos mundos enfrentados, sabía lo que era sentirse un extraño en todas partes, lo que la hacía más compasiva que los jóvenes de su edad. Como el agua que busca nivelarse, los inadaptados sociales reconocen a sus hermanos incluso de manera inconsciente. Éste era el caso de Hibah.

– Joder. Que no tengo la peste ni nada -dijo al fin cuando Joel no respondió-. Bueno, podríamos saludarnos en el autobús. No te morirás, ¿no? -Y entonces se marchó.

El timbre para volver a clase sonó antes de que Joel pudiera alcanzarla y ofrecerle su amistad a cambio.

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