Kendra se dijo que las cosas no eran tan malas como parecían. Como había partes de la historia de Joel que sabía que eran ciertas y se apoyaban en la declaración de un tal Ubayy Mochi, también existía una mínima probabilidad de que el incendio de la barcaza fuera una situación excepcional que no tuviera nada que ver con los chicos que habían estado atormentando a Joel y a Toby. Para creérselo, sin embargo, había otras partes del relato que tenía que dejar de lado -como que Joel hubiera programado una charla con un chico con quien antes había tenido varias peleas desagradables-, pero estaba dispuesta a hacerlo. En gran medida, no tenía elección.
Kendra pensó que la vida tal vez se tranquilizaría un poco. El regreso de Fabia Bender a la tienda benéfica la sacó de su error. Fue a pie, acompañada como siempre por sus dos perros gigantescos. Como siempre, se tumbaron en el suelo tras escuchar la orden «Abajo, perros». Permanecieron allí como centinelas a cada lado de la puerta, una posición que a Kendra le pareció sumamente irritante.
– Van a espantar a los clientes -le dijo a Fabia mientras la asistente social cerraba la puerta.
Estaba lloviendo y llevaba un impermeable amarillo y un gorro a juego, de los que lleva un pescador que se enfrenta a un viento salvaje del suroeste. Era un atuendo extraño para Londres, pero no para Fabia Bender, por algún motivo. Se quitó el gorro, pero no el impermeable, y sacó un folleto del bolsillo.
– No tardaré nada -le dijo a Kendra-. ¿Está esperando una avalancha? ¿Para una venta o algo?
Lo dijo sin ironía mientras repasaba la tienda con la mirada en busca de alguna señal de que, en cualquier momento, Kendra estaría batallando contra dos docenas de clientes que se disputarían unos zapatos destrozados y unos vaqueros de tercera mano. No esperó respuesta mientras se acercaba al mostrador donde Kendra hojeaba junto a la caja un Vogue viejo del revistero. Dijo que había estado pensando en Joel. En Ness también, pero sobre todo en Joel.
Kendra se agarró al asunto de su sobrina.
– Ness no ha dejado de ir al centro infantil, ¿verdad?
– No, no. -Fabia se apresuró a tranquilizaría-. En realidad, parece que le va bastante bien allí. -No le contó los esfuerzos que estaba haciendo para hacer realidad el deseo recientemente revelado y algo sorprendente de Ness de sacarse un título en confección de sombreros. El asunto no iba tan bien como esperaba: había muchos jóvenes necesitados y muy pocos recursos económicos para satisfacer esa necesidad. Dejó el folleto en el mostrador-. Hay algo… -dijo-. Señora Osborne, tal vez haya algo más que podamos hacer por Joel. He encontrado este… Bueno, en realidad no me lo he encontrado… Lo tengo desde hace un tiempo, pero era reacia por la distancia. Pero como no hay nada parecido a este lado del río… Es un programa de ayuda a adolescentes. Mire, puede leerlo usted misma…
Resultó que había ido a hablarle a Kendra de un programa para adolescentes que habían mostrado un potencial para meterse en líos. Se llamaba Coloso, le explicó, y lo dirigía un grupo del sur de Londres; estaba financiado con fondos privados. Ir hasta el sur de Londres, por supuesto, suponía un viaje larguísimo para un chico con problemas que vivía muy al norte del río, pero como en North Kensington no había ningún programa similar, tal vez merecía la pena que Joel lo conociera. Al parecer, tenían un coeficiente de éxito elevado con chicos como él.
Kendra saltó al oír la parte final de la exposición de Fabia Bender.
– ¿Chicos como él? ¿Qué significa eso?
Fabia no quería ofenderla. Sabía que la mujer que estaba al otro lado del mostrador hacía todo lo que podía con los tres niños que había acogido en su casa, pero era una situación difícil: no tenía experiencia con niños, y aquellos críos en concreto tenían necesidades mucho mayores, al parecer, de las que podía satisfacer un adulto ocupado y sin experiencia. Ésa, y no una semilla podrida plantada en su interior que estaba latente hasta que llegara el momento adecuado para germinar, era la razón por la que muchos niños acababan metidos en líos. Si Fabia veía un modo de alejarlos de los problemas, le gustaba luchar por él.
– Tengo la sensación de que están pasando más cosas con Joel de las que vemos, señora Osborne. Este grupo -dio unos golpecitos con el dedo en el folleto, que Kendra había dejado sobre el mostrador- proporciona salidas, orientación, formación laboral, actividades… Me gustaría que lo considerara. Estoy dispuesta a ir allí con usted, también con Joel, para hablar con ellos.
Kendra miró el folleto con más detenimiento. Leyó la ubicación.
– ¿Elephant and Castle? -dijo-. No puede ir hasta allí todos los días. Tiene colegio. Tiene que ayudarme con Toby. Tiene… -Meneó la cabeza y deslizó el folleto hacia la asistente social.
Fabia había pensado que la tía de Joel reaccionaría de esta forma, así que pasó a la segunda sugerencia. Consistía en que Joel tuviera un modelo masculino, un mentor, un amigo, alguien mayor y equilibrado que pudiera infundir en el chico algún interés más allá de lo que podía hallarse en las calles. Al oír aquello, Dix acudió de inmediato a la mente de Kendra: Dix, levantando pesas, el gimnasio y el culturismo. Pero no podía ir a ver otra vez a Dix con esta sugerencia después de haberse humillado ya con un acercamiento indirecto y muy poco sincero para que regresara a sus vidas. Así que sólo quedaba el único otro hombre que Kendra conocía, el hombre que revoloteaba en la periferia de la vida de Joel desde que el chico había empezado a ir al colegio Holland Park.
– Solía ver a un hombre blanco en el colegio Holland Park -dijo.
– Ah. Sí. ¿A través de su programa de mentores? Conozco la iniciativa. ¿Quién era este hombre?
– Se llama Ivan… -Kendra se esforzó por recordar el apellido.
– ¿El señor Weatherall? ¿Joel lo conoce?
– Fue a sus veladas poéticas durante un tiempo. Él también escribía poesías. Parecía que siempre estaba anotando algo en una libreta. Poemas para Ivan, decía. Creo que le gustaba.
Fabia pensó que aquello podía ser justo lo que necesitaban. Conocía a Ivan Weatherall por su reputación: un hombre blanco excéntrico de cincuenta y tantos años con un gran sentido de la responsabilidad social poco común en personas de su estatus. Provenía de una familia hacendada de Shropshire cuya condición de hacendados podría haber desarrollado en él la clase de sentimiento de «tener derecho a todo» que a menudo se aprecia en la gente rica, cuya fortuna le permite llevar ligera, o totalmente, una vida sin sentido. Pero quizá porque la riqueza de la familia había nacido de un negocio de fabricación de guantes en el siglo xix, tenían una actitud diferente hacia su dinero y 1o que se suponía que debía hacer con él.
Si podían animar a Joel para que reforzara su vínculo con Ivan Weatherall.
– Llamaré al colegio y comprobaré si el señor Weatherall aún es el mentor de Joel -dijo Fabia-. Mientras tanto, ¿le animará usted a que siga con la poesía? Le seré franca. No es mucho, esto de escribir poemas, pero podría ser algo. Y necesita algo, señora Osborne. Todos los niños lo necesitan.
Kendra tenía poca experiencia en qué necesitaban los niños. Quería que Fabia Bender se marchara, así que le dijo que haría lo que pudiera para que Joel volviera a las veladas poéticas de Ivan Weatherall. Pero cuando la asistente social se fue de la tienda benéfica, colocándose el gorro de pescador en la cabeza y diciendo «Vamos, perros», mientras salía a la acera, Kendra se enfrentó a otra realidad más sobre la asistencia de Joel a «Empuñar palabras y no armas». Si regresaba a las reuniones de poesía, volvería a estar por la calle de noche. Estar por la calle de noche lo ponía en peligro. Algo había que hacer para prevenir ese peligro. Si Dix no podía ayudarla a escarmentar a los chicos que iban tras Joel y Toby, tendría que encargarse ella misma.
Cuando Kendra le preguntó a Joel el nombre completo del chico que estaba causándole problemas en la calle, Joel supo qué pensaba hacer su tía, pero no lo asoció con «Empuñar palabras y no armas». No le creería si afirmaba ignorar el nombre del chico con el que, según había declarado, había quedado en reunirse en el campo de fútbol; se vio obligado a decirle que se llamaba Neal Wyatt. Pero le pidió que se mantuviera alejada de él. En cualquier caso, ahora las cosas estaban bien. Neal se había divertido quemando la barcaza y hacía semanas que Joel no veía al chico. Esto último era mentira, pero Kendra no podía saberlo. Neal había estado guardando las distancias, pero se había asegurado de que Joel supiera que no andaba lejos.
Kendra le preguntó a Joel si estaba mintiéndole, y el chico logró parecer indignado con la pregunta. No iba a mentir acerca de una circunstancia en la que estaba implicada la seguridad de Toby, le dijo. ¿Acaso no sabía eso de él, como mínimo, si no creía nada de lo que había dicho? Fue una estratagema excelente: Kendra lo examinó y se apaciguó momentáneamente. Pero Joel sabía que no podía dejar las cosas así. Sólo había conseguido un aplazamiento Todavía tenía que detener la búsqueda de su tía. También tenía que alejar a Neal de ellos.
Obviamente, haber devuelto la navaja automática no había impresionado lo suficiente al Cuchilla como para demostrarle su valía. Tendría que hablar con él personalmente.
Sabía bien que no podía volver a preguntar a Ness, no fuera que armara un follón y Kendra la oyera. Así que recurrió a una fuente distinta.
Encontró a Hibah en el colegio, almorzando con un grupo de chicas, sentadas en círculo en uno de los pasillos, para resguardarse de la lluvia. Hablaban de «esa zorra de la señora Jackson» -una profesora de Matemáticas- cuando Hibah vio a Joel. El chico le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que quería hablar con ella. La chica se levantó e hizo caso omiso a las niñas que se reían por lo bajinis porque mantuviera una conversación con un chico más joven.
Joel no se anduvo por las ramas. Necesitaba encontrar al Cuchilla, le dijo. ¿Sabía ella dónde estaba?
Corno su hermana, Hibah quiso saber qué diablos quería Joel del Cuchilla. Pero no esperó a que le contestara. Simplemente siguió hablando y le dijo que no sabía dónde estaba y que nadie que no tuviera que saberlo lo sabía. Y con eso se refería a todo el mundo que conocía ella.
Entonces le preguntó a qué venía todo aquello, en cualquier caso, y prosiguió con astucia para contestar su propia pregunta.
– Neal -dijo-. Te está cabreando. Por lo de esa barcaza y todo lo demás.
Aquello instó a Joel a preguntar a Hibah algo que había querido saber desde el principio. ¿Qué hacía colgada de un patán como Neal Wyatt?
– No es tan malo -contestó ella.
Lo que no dijo, ni podría haber dicho, era lo que Neal Wyatt representaba para ella: una versión moderna de Heathcliff, Rochester y un centenar más de héroes oscuros de la literatura, aunque en el mundo de Hibah él representaba más al héroe misterioso, esquivo e incomprendido de las novelas románticas modernas, de la televisión y del cine. En resumen, era una víctima del mito que se ha endosado a las mujeres desde la época de los trovadores: el amor lo conquista todo; el amor salva; el amor perdura.
– Sé que ha habido problemas entre vosotros dos, Joel, pero todo esto es una simple cuestión de respeto -dijo.
Joel realizó un sonido de burla. Hibah no se ofendió, pero sí lo interpretó como una invitación a continuar.
– Neal es listo, ¿sabes? -dijo-. Podría sacar buenas notas aquí. -Señaló el pasillo en el que estaban-. Si quisiera. Podría ser lo que quisiera. Podría ir a la universidad. Podría ser científico, médico, abogado. Lo que quisiera ser. Pero tú no eres capaz de verlo. Y él lo sabe, ¿entiendes?
– Quiere dirigir una pandilla en la calle -dijo Joel-. Eso es lo que quiere hacer.
– No -dijo Hibah-. Sólo va con los otros chicos porque quiere respeto. Y es lo que quiere de ti también.
– Si la gente quiere respeto, tiene que ganárselo.
– Sí. Es lo que ha intentado…
– Lo ha intentado mal -le dijo Joel-. Y puedes decírselo, si quieres. No te he pedido que habláramos de Neal, de todas formas. Te he preguntado por el Cuchilla.
Empezó a marcharse, para dejarla con sus amigas, pero a Hibah no le gustaba que la gente estuviera enfrentada y no le gustaba estar enfrentada con Joel.
– No sé decirte dónde está ese tipo -dijo-. Pero hay una chica que se llama Six… Seguramente ella lo sabrá, ya que está liada con un tal Greve, y él conoce bien al Cuchilla.
Joel se giró y la miró. Conocía a Six. Pero no sabía dónde vivía o cómo encontrarla. Hibah se lo dijo. En Mozart Estate, dijo. Pregunta por ahí. Alguien la conocería. Era famosa.
Así fue. Cuando Joel llegó a Mozart Estate, no tuvo que preguntar a muchas personas para averiguar el piso donde vivía Six con su madre y algunos de sus hermanos. Six reconoció el nombre de Joel, lo examinó, evaluó su potencial para beneficiarla o perjudicarla y le proporcionó la información que quería. Le habló de un piso ocupado en los límites de Mozart Estate, encajado en la curva de Lancefield Road que conducía a Kilburn Lane.
Joel eligió la oscuridad para acudir, no porque buscara la seguridad dudosa de las sombras, sino porque pensó que era más probable que el Cuchilla estuviera en el piso ocupado de noche que durante el día, cuando seguramente estaría patrullando las calles, haciendo lo que hiciera para mantener sus credenciales con los matones de bajo nivel de la zona.
Joel sabía que había acertado en su suposición cuando vio a Cal Hancock. El artista de grafitis estaba al pie de unas escaleras que daban a Lancefield Court, detrás de una alambrada cuya verja tenía una abertura bastante grande como para que la gente se deslizara por ella con un esfuerzo mínimo. Y la gente lo había hecho, comprobó Joel. Se veían luces parpadeantes de velas o linternas en tres pisos abandonados, dos de los cuales estaban en lo alto del edificio de tres plantas y tan lejos como era posible del piso ocupado en la primera planta, en el que, al parecer, el Cuchilla hacía algún tipo de negocio. Las escaleras que subían hasta este piso eran de hormigón, igual que el propio edificio.
Esta vez, Cal sí que montaba guardia. Estaba sentado, alerta, en el cuarto escalón empezando por abajo y, mientras Joel se deslizaba por la verja de la alambrada, se le veía cómodo pero intimidante para alguien que no lo conociera, con las piernas estiradas y los brazos cruzados.
– ¿Cómo va? -dijo mientras Joel se acercaba. Lo saludó con la cabeza. Su voz sonaba oficial. Algo, por lo tanto, estaba pasando arriba en presencia del Cuchilla.
– Tengo que verle. -Joel intentó sonar tan formal como Cal, pero también insistente. Estaba vez no le disuadiría-. ¿Le diste la navaja automática?
– Sí.
– ¿La tiró o se la quedó?
– Le gusta la navaja, tío. La lleva encima.
– ¿Sabe de dónde salió?
– Se lo dije.
– Bien. Ahora dile que tengo que hablar con él. Y no juegues conmigo, Cal. Esto son negocios.
Cal bajó los escalones y examinó a Joel.
– ¿Cómo has acabado teniendo negocios con el Cuchilla?
– Tú dile que tengo que hablar con él.
– ¿Tiene que ver con esa hermana tuya? ¿Tiene un novio cabrón o algo así? ¿Traes un mensaje de parte de ella?
Joel frunció el ceño.
– Ya te lo dije. Ness ha pasado página.
– Al Cuchilla no le gusta eso, tío.
– Mira. Yo no puedo evitar lo que haga Ness. Tú sólo dile al Cuchilla que quiero hablar con él. Yo me quedaré aquí vigilando y pegaré un grito si alguien quiere subir. Es importante, Cal. Estaba vez no me marcharé hasta que lo vea.
Cal cogió aire y miró hacia arriba, al piso tenuemente iluminado. Empezó a decir algo, pero cambió de opinión. Subió las escaleras.
Mientras Joel esperaba, estuvo atento a los sonidos: voces, música, cualquier cosa. Pero el único ruido procedía de Kilburn Lane, donde de vez en cuando pasaba algún coche.
Unos pasos suaves trajeron de vuelta a Cal. Dijo que Joel podía subir. El Cuchilla estaba dispuesto a charlar con él. Añadió que había gente arriba, pero que Joel no podía mirarla.
– Tranquilo -dijo el chico, aunque él mismo no lo estaba.
Como las escaleras no estaban iluminadas, Joel subió a tientas agarrándose al pasamanos. Llegó a un rellano en el que una puerta se abría al pasillo externo del primer piso. Salió y vio que la luz era mejor, ya que procedía de una farola no muy lejana en Lancefield Court. Se dirigió hacia una puerta entreabierta en la que parpadeaba más luz. A medida que se acercaba, percibió el olor a hierba.
Abrió la puerta tras empujarla un poco más. Daba a un pasillo, al final del cual estaba encendido un farol a pilas que iluminaba las paredes sucias y el linóleo arrancado del suelo. También descubría parte de una habitación donde había apilados colchones viejos y futones destrozados, en los que formas imprecisas realizaban transacciones con el Cuchilla.
Al principio Joel pensó que había ido a un fumadero de crac; comprendió por qué Cal Hancock no se decidía a permitirle subir las escaleras de este lugar. Pero pronto se percató de que lo que estaba viendo era un tipo distinto de negocio. En lugar de hombres y mujeres dormitando en los colchones y futones por las sustancias que les suministraba el Cuchilla, eran chicos a los que se entregaban bolsas -de cocaína, crac y hierba- y direcciones para realizar las entregas. El Cuchilla estaba repartiendo las sustancias en una mesa plegable y hablaba de vez en cuando con la gente que le llamaba al móvil.
El olor a hierba provenía de un rincón alejado de la habitación. Allí sentada estaba Arissa, con los ojos medio cerrados y una sonrisa atontada en la cara. Tenía un porro a medio fumar entre los dedos, pero era obvio que se había colocado con algo más que hierba.
El Cuchilla no hizo caso a Joel hasta que todos los camellos tuvieron su mercancía y salieron del piso arrastrando los pies. Siguiendo las instrucciones de Cal, Joel no examinó a ninguno de ellos, así que no sabía quiénes eran o quiénes había entre ellos, y fue lo bastante listo como para percatarse de que era lo mejor. El Cuchilla cerró el negocio -un ejercicio que consistía en guardar el material en una cartera grande y cerrarla con llave- y miró a Joel, pero no habló, sino que cruzó la habitación hacia Arissa, se inclinó hacia ella y la besó intensamente. Deslizó la mano hacia la parte delantera de su jersey y le acarició los pechos.
Ella gimió e intentó bajarle la cremallera de los vaqueros, pero carecía de la coordinación necesaria.
– ¿Te apetece, cariño? -dijo-. Te importa una mierda que te lo haga delante de la Reina y la Cámara de los Comunes, si quieres, ¿verdad?
Entonces, el Cuchilla miró a Joel y al chico se le ocurrió que todo aquello era una representación, un mensaje que tenía que captar. Pero lo que fuera no contaba, por lo que Joel sabía del hombre que tenía delante.
Ivan había dicho que Stanley Hynds era inteligente y autodidacta. Había estudiado latín, griego y ciencias. Una parte de él no era la parte que veía la gente cuando tenía un roce con él. Pero qué significaba todo eso a la luz del hombre que lo miraba desde el otro lado de la habitación mientras una adolescente colocada intentaba masajearle el miembro… Eso era algo que Joel no comprendía y no se esforzó por comprender. Lo único que sabía era que necesitaba la ayuda del Cuchilla y pensaba conseguirla antes de marcharse del piso ocupado.
Así que esperó a que el hombre decidiera si permitiría a Arissa satisfacerle delante de Joel e hizo todo lo posible para parecer indiferente. Cruzó los brazos como había visto que hacía Cal y se apoyó en la pared. No dijo nada y mantuvo el rostro impasible, con la esperanza de que esta reacción fuera la clave para demostrar lo que fuera que tenía que demostrar al Cuchilla.
El Cuchilla se rió abiertamente y se separó de los dedos ineficaces de Arissa. Volvió a cruzar la habitación hacia Joel y, mientras lo hacía, sacó un porro del bolsillo de la americana que llevaba y lo encendió con un mechero plateado. Dio una calada y se lo ofreció a Joel. Joel lo rechazó sacudiendo la cabeza.
– ¿Cal te dio la navaja? -le preguntó.
El Cuchilla se quedó mirándolo el tiempo suficiente como para informarle de que no tenía que hablar hasta que él le dijera que era el momento de hacerlo.
– Me la dio -dijo entonces-. Buscas algo a cambio, supongo. ¿Es eso?
– No miento -dijo Joel.
– Entonces, ¿qué necesitas del Cuchilla, Jo-el? -Dio una calada que le llenó los pulmones y que pareció durar siglos. Retuvo el humo. En el rincón, Arissa se revolvió sin energías sobre el futón, buscando algo al parecer. El Cuchilla le dijo con dureza-. No hay más, Rissa.
– Me está entrando el bajón, cariño -dijo ella.
– Es lo que quiero -le dijo. Y entonces se dirigió a Joel-: ¿Y qué necesitas?
Joel se lo contó con las menos palabras posibles. Todo se reducía a una cuestión de seguridad. No para él, sino para su hermano. Una palabra en la calle sobre que Toby tenía la protección del Cuchilla y ya nadie molestaría a su hermano pequeño nunca más.
– ¿Por qué no consigues lo que necesitas de otra persona? -preguntó el Cuchilla.
Joel, que no era estúpido en estos temas, sabía que el Cuchilla se lo preguntaba para que dijera lo que el hombre creía sobre sí mismo: nadie más tenía su poder en North Kensington; podía escarmentar a la gente con una sola palabra y si eso no funcionaba, podía hacerle una visita.
Joel recitó la lección. Vio el brillo de satisfacción en los ojos oscuros del Cuchilla Tras esa reverencia, Joel pasó a especificar su petición.
Esto requería relatar sus encuentros con Neal Wyatt y lo hizo, comenzando por su primer roce con el chico mayor y acabando con el incendio de la barcaza. Cruzó la última línea cuando dijo el nombre de Neal antes de alcanzar cualquier acuerdo con el Cuchilla para que le ayudara. No se le ocurría otra forma de demostrar lo dispuesto que estaba a confiar en el hombre.
Lo que no se había planteado era que el Cuchilla no correspondiera a esa confianza. No se había planteado que la devolución de una navaja automática no sirviera para expresar adecuadamente sus buenas intenciones. Por este motivo, esperó la respuesta del Cuchilla con una seguridad errónea, dando por hecho que ahora todo estaría bien. No estaba preparado para recibir una respuesta que no se comprometía a nada.
– No eres un hombre de los míos, Jo-el -dijo el Cuchilla, que tiró la ceniza del porro al suelo-. Me escupiste, creo recordar. Delante de la casa de Rissa, ¿te acuerdas?
Era improbable que Joel lo olvidara. Pero también se había visto obligado a hacerlo porque el Cuchilla había hablado mal de su familia, lo que era inaceptable. Se lo explicó, diciendo:
– Es mi familia, tío. No puedes hablar mal de ella y esperar que no haga nada. No está bien. Tú habrías hecho lo mismo que yo, imagino.
– Lo hice y lo he hecho -observó el Cuchilla con una sonrisa-. ¿Significa eso que algún día quieres hacerte con este territorio, colega?
– ¿Qué? -preguntó Joel.
– ¿Te enfrentaste al Cuchilla porque quieres dirigir este territorio algún día? -En el rincón, Arissa se rió al oír aquello. El Cuchilla la silenció con una mirada.
Joel parpadeó. La idea estaba tan alejada de lo que tenía pensado que ni siquiera había aparecido en el horizonte de su mente. Le dijo al Cuchilla que lo que quería era ayuda con su hermano. Dijo que no quería que se metieran nunca más con Toby. Neal Wyatt y su pandilla podían enfrentarse a Joel tanto como quisieran, le explicó, pero tenían que dejar a Toby en paz.
– No puede hacer nada para defenderse -dijo Joel-. Es como perseguir a un gatito con un martillo.
El Cuchilla asimiló toda esta información y se quedó pensativo.
– ¿Estás dispuesto a deberme una? -dijo al cabo de un momento.
Joel ya había pensado en tal contrapartida antes. Sabía que el Cuchilla le arrancaría algún tipo de pago. Era inconcebible que el cerebro de North Kensington hiciera algo por simple bondad humana, puesto que todo lo que hubiera tenido de esa cualidad en su día se había evaporado hacía tiempo de sus venas. Por lo que había visto aquella noche, Joel imaginó que estaría relacionado con drogas: unirse al equipo de camellos del Cuchilla. No quería hacerlo -los riesgos de ser descubierto eran grandes-, pero sólo le quedaba esta última esperanza.
El Cuchilla lo sabía. Su expresión decía que Joel estaba atrapado en un mercado favorable para él: podía marcharse y esperar que Neal Wyatt ya hubiera hecho todo lo que quería hacerle a Toby o podía llegar a un acuerdo en el que sabía que iba a acabar pagando más de lo que en realidad valía el producto.
Joel no vio otra opción. No podía recurrir a Cal, quien no haría nada sin el permiso del Cuchilla. No podía recurrir a Dix, que estaba desaparecido en combate. Si le pedía a Ivan que interviniera, lo que seguramente obtendría sería un duelo de poesía entre partes en conflicto. Y esperar a que su tía localizara a Neal y hablara con él no haría más que empeorar las cosas hasta el infinito.
Sencillamente, Joel no veía otra alternativa. Sólo veía este momento y, durante todo el rato, sintió una puñalada que sabía que era de arrepentimiento. Sin embargo, dijo:
– Sí. Te deberé una. Si haces esto por mí, te deberé una.
El Cuchilla dio una calada al porro. Su cara mostró satisfacción y el tipo de placer que Joel imaginaba que, por lo demás, obtenía con las mujeres que se ponían de rodillas delante de él. Se dijo que no importaba.
– ¿Hay trato o qué? -dijo, e intentó sonar tan duro como pudo-. Porque si no, tengo otros asuntos que atender.
El Cuchilla levantó una ceja.
– Te gusta cachondearte de la gente, ¿eh? Tienes que dejar de hacerlo, colega. Si no, te meterás en líos.
Joel no contestó. Arissa se revolvió en el rincón. Se acurrucó en posición fetal sobre el futón sucio y, extendiendo una mano hacia el Cuchilla, dijo:
– Cariño, vamos.
Él no le hizo caso. Hizo un movimiento con la cabeza hacia Joel, el mensaje estaba implícito: Decía: «Sé quién eres; no lo olvides». Apagó el resto del porro en la pared e hizo una señal a Joel para que se acercara a él. Cuando lo hizo, el Cuchilla le puso una mano en el hombro y le habló mirándole fijamente a la cara.
– Tu familia me ha cabreado -dijo-. Me han faltado al respeto. ¿Te acuerdas, tío? Creo que todo esto es una trampa para joderme más y si es así…
– ¡No es ninguna trampa! -protestó Joel-. Si no me crees, habla con la Poli. Te dirán lo que pasó. Te dirán…
La mano del Cuchilla lo agarró con brutalidad. Era tan fuerte y le apretaba tanto que puso fin al resto de lo que Joel quería decir.
– No me interrumpas, chaval. Escúchame bien. Si quieres que te ayude, primero tienes que demostrarme tu lealtad. Demuestras que esta situación no es para faltarme al respeto otra vez, ¿comprendes? Haces el trabajo que te encargue, por adelantado, ¿eh?, y luego yo hago el trabajo que quieres que haga. Y luego me deberás una. Y ése es el trato si lo quieres. Esto no es una negociación entre nosotros.
– ¿Demostrar mi lealtad cómo? -preguntó Joel.
– Ése es el trato -dijo el Cuchilla-. No tienes que preocuparte por el cómo. Eso vendrá cuando venga. -Regresó con Arissa, que había comenzado a roncar suavemente, los labios separados y la lengua colgando entre ellos. La miró y meneó la cabeza-. Joder, odio a las tías que se drogan. Es patético. ¿Ya te has estrenado, Joel? -Miró hacia atrás-. ¿No? Tendremos que encargarnos de eso.
«Tendremos.» Joel se aferró a aquella palabra. A lo que significaba, a lo que prometía, a lo que decía como respuesta.
– Trato hecho -le dijo al Cuchilla-. ¿Qué quieres que haga, Stanley?
Cuando Joel recibió la llamada para que fuera al pequeño despacho del programa de mentores, sabía que Ivan Weatherall estaría esperándole. Caminó penosamente -dispensado de la clase de Religión, lo cual era un alivio, ya que el profesor no hacía más que hablar con voz monótona, como si tuviera miedo de ofender a Dios mostrando entusiasmo por la asignatura- y le entró pavor por lo que iba a suceder a continuación. Pensó febrilmente en la excusa que le daría al mentor que, sin duda, querría saber qué había pasado con su asistencia a «Empuñar palabras y no armas». Decidió que le diría que las clases de este trimestre eran mucho más difíciles que las del año. Le diría que debía dedicarles más tiempo. Debía sacar buenas notas. A Ivan, pensó, le gustaría la excusa de tener que prepararse para el futuro.
Por desgracia, Ivan había hecho sus deberes, y Joel no. El chico se dio cuenta al entrar en la sala de reuniones. El mentor tenía una carpeta abierta, por lo que Joel concluyó correctamente que aquello no presagiaba nada bueno. En esta carpeta estaban las notas actuales de cada asignatura que estaba cursando.
– Tío -lo saludó Joel de un modo notable por el grado de satisfacción artificial-. Eh. Hacía tiempo que no nos veíamos.
– Te hemos echado de menos en «Empuñar palabras» -contestó Ivan. Su voz sonó bastante amable mientras levantaba la vista de la información de la carpeta-. Al principio pensé que estabas empollándote los libros de texto, pero no parece que sea el caso. Estás flojeando. ¿Quieres hablarme de ello? -Separó una silla, con lo que formó un ángulo con la suya. A mano derecha, tenía una taza de café, y dio un sorbo mientras esperaba una respuesta, mirándole fijamente por encima del borde.
Lo último que quería Joel era contarle nada a Ivan. En realidad, no quería hablar en absoluto. Y menos aún quería hablar de sus notas, pero como no había escrito ningún poema desde antes del incendio de la barcaza, tampoco podía hablarle a Ivan de poesía. Dio unos golpecitos con el pie en el linóleo azul reluciente.
– Las clases son difíciles este trimestre -dijo-. Y tengo cosas en la cabeza. Y he estado ocupado con Toby y otros temas.
– ¿De qué clase de temas se trata? -preguntó Ivan.
Joel lo miró y pensó en trampas. Ivan miró a Joel y pensó en mentiras. Sabía lo del incendio de la barcaza por imprecisos chismorreos de barrio que habían adoptado una forma más concreta cuando recibió una llamada de Fabia Bender. La mujer quiso saber si seguía reuniéndose con Joel Campbell. Estaba coqueteando con los problemas graves y necesitaba urgentemente un modelo masculino. Su tía tenía excesivas cosas entre manos y tenía la cabeza en demasiadas partes -si le disculpaba las metáforas-, pero si el señor Weatherall se implicaba de nuevo con Joel, tal vez juntos, él y Fabia, serían capaces de alejar al chico del camino que parecía estar tomando. ¿Había oído el señor Weatherall lo de la barcaza…?
Ivan se había desentendido un poco de Joel. Tenía mucho que abarcar -el curso de poesía, el de guiones, el proyecto de la película que esperaba que llegara a concretarse y la salud precaria de su hermano en Shropshire, donde pagaba el precio de cuarenta y ocho años fumando ininterrumpidamente-, pero él no era un hombre que buscara excusas. Le dijo a Fabia Bender que había sido negligente y le pedía disculpas por ello, ya que, por lo general, mantenía los compromisos que adquiría. No se debía a una falta de interés por Joel, sino a la falta de tiempo, dijo, una situación que remediaría de inmediato.
Joel se encogió de hombros: la respuesta del adolescente a todas las preguntas que no quería responder, una expresión corporal del eterno «lo que tú digas» verbalizado por los jóvenes en centenares de idiomas de al menos tres continentes e infinidad de islas diseminadas por el Pacífico. Principalmente era por Toby, dijo. Ahora tenía un monopatín, y Joel estaba enseñándole a montar para que pudiera llevarlo a la pista de patinaje de Meanwhile Gardens.
– Eres un buen hermano para él -dijo Ivan-. Significa mucho para ti, ¿verdad?
Joel no contestó, simplemente dio unas pataditas más al linóleo.
Ivan tomó un rumbo inesperado.
– No es lo que suelo hacer, Joel, pero quizá no quede más remedio.
– ¿El qué? -Joel alzó la vista. No le gustaba el tono de Ivan, que sonaba como atrapado entre el arrepentimiento y la indecisión.
– ¿El incendio de la barcaza y tu encuentro con la Policía de Harrow Road…? ¿Quieres que les hable de Neal Wyatt? Tengo una corazonada con Neal y creo que hay muchas posibilidades de que una sola visita a la comisaría, algunas horas de interrogatorio con un policía, ante la presencia de un asistente social, podría ser justo lo que necesitamos para encarrilarlo. Tal vez sea lo que tiene que pasar, verás, que la Policía hable con él.
También podía ser un suicidio total, quiso decir Joel. Maldijo el hecho de haber mencionado el nombre de Neal Wyatt.
– ¿Por qué todo el mundo cree que Neal Wyatt quemó la barcaza? -dijo acaloradamente-. No sé quién la quemó. No vi quién la quemó. Y Toby tampoco. Así que entregar a Neal a la Poli no va a servir de nada, salvo…
– Joel, no me tomes por estúpido. Veo que estás enfadado. Y supongo que estás enfadado porque estás preocupado. Muy preocupado. Y asustado también. Conozco tu historia con Neal, Dios santo, ¿no puse yo fin a la primera pelea que tuvisteis?, y estoy sugiriendo que demos un paso para alterar esa historia antes de que alguien resulte herido de verdad.
– Si estoy preocupado es porque todo dios quiere meter a Neal en algo en lo que no pinta nada -afirmó Joel-. No tengo pruebas de que quemara la barcaza esa y no pienso decir que lo hizo si no las tengo. Si le das su nombre a la Policía, lo pillarán… y, ¿qué, Ivan? Si no se chiva de nadie más, estará en la puta calle a las dos horas y empezará a buscar al soplón. -Joel escuchó a qué nivel había bajado su lenguaje y sabía lo que revelaba sobre su estado. Pero también vio un modo de utilizar esas cosas, su lenguaje y su estado de ánimo, para sacar provecho del momento presente. Se pasó la mano por el pelo en un gesto destinado a ser interpretado como frustración-. Mierda -dijo-. Tienes razón. La preocupación me satura. Yo y Toby en comisaría. La tía Ken que cree que va a escarmentar a Neal si logra encontrarlo. Yo todo el día vigilando a mi alrededor por si alguien quiere darme una paliza. Sí. Estoy preocupado. No escribo poemas porque ni siquiera puedo pensar en escribir poemas tal como están las cosas.
Ivan asintió. Comprendía la situación. Era un tema que también significaba mucho para él, algo hacía lo que su mente viraba automáticamente; aquello desplazaba todo lo demás de su mente, siempre que surgía la cuestión.
– A eso se lo llama estar bloqueado. La preocupación casi siempre es un bloqueador de la creatividad. No me extraña que no hayas escrito ningún poema. ¿Qué podías esperar?
– Sí, bueno, me gustaba escribir poemas.
– Eso tiene una solución.
– ¿Cuál?
Ivan cerró la carpeta que contenía la información sobre Joel. El chico sintió un atisbo de alivio. Aún sintió más alivio cuando Ivan se entusiasmó con el tema.
– Para superar la preocupación, tienes que trabajar cuando estás preocupado, Joel. Es una paradoja. ¿Sabes lo que significa? ¿No? Una contradicción de términos o hechos. La preocupación te impide trabajar, pero la única forma de aliviarla es hacer aquello que te impide hacer: trabajar. En tu caso, escribir. La preocupación, por lo tanto, siempre es una señal: le dice a la persona que tendría que implicarse en su acto creativo. En tu caso, escribir. Las personas sabias lo reconocen y utilizan la señal para volver al trabajo. Otras lo evitan, y buscan un alivio externo para la preocupación, que sólo consigue atenuarla moderadamente. El alcohol, por ejemplo, o las drogas. Algo que les haga olvidar que están preocupadas.
Se trataba de un concepto tan enrevesado que lo único que Joel logró hacer fue asentir con la cabeza como si aceptara ansioso sus preceptos. Ivan, entusiasmado por lo mucho que le atraía el tema, interpretó que el gesto era de comprensión.
– Tienes verdadero talento, Joel -dijo-. Darle la espalda es como darle la espalda a Dios. Es lo que le pasó a Neal, básicamente, cuando le dio la espalda al piano. Para serte franco, no quiero que a ti te pase lo mismo, y me temo que te pasará si no retomas tu fuente creativa.
A Joel aquello le dejaba frío, pero, de nuevo, asintió con la cabeza e intentó parecer pensativo. Si estaba preocupado -y reconocía que sí-, la razón tenía muy poco que ver con juntar palabras en un papel. No, estaba preocupado por el Cuchilla y por lo que le pediría como prueba de respeto. Joel aún no había tenido noticias suyas y la espera era una tortura, porque, durante ella, Neal Wyatt seguía acechando, a la espera también.
En cuanto a Ivan, bien intencionado pero inocente, veía lo que él quería creer que era una solución a los problemas de Joel.
– ¿Volverás a «Empuñar palabras», Joel? -dijo-. Te echamos de menos y creo que te hará muchísimo bien.
– No sé si la tía Ken me dejará salir, en cuanto vea las notas del colegio.
– No me cuesta nada hablar con ella.
Joel lo pensó. Vio que regresar a «Empuñar palabras» podía repercutir en su favor, a la larga.
– Vale -dijo-. Me gusta ir.
Ivan sonrió.
– Magnífico. Y antes de nuestra próxima reunión, ¿tal vez escribirás algunos versos para compartirlos con nosotros? Como una manera de superar la preocupación, verás. ¿Lo intentarás?
Lo intentaría, le dijo Joel.
Así que utilizó «Empuñar palabras y no armas» para desviar la atención. Era fundamental que la vida pareciera normal mientras esperaba a que el Cuchilla le dijera qué tenía que hacer. Le resultó espantosamente difícil porque su mente estaba pendiente de muchas otras cosas y carecía de la disciplina para centrar sus pensamientos en el acto creativo mientras la misma antítesis de ese acto descansaba sobre su hombro, esperando suceder. Pero la imagen de él sentado a la mesa de la cocina anotando palabras en una libreta bastó para que su tía cambiara de idea respecto a escarmentar a Neal Wyatt, y mientras eso siguiera funcionando, Joel estaba dispuesto a hacerlo. Y ella accedió a dejarle ir a «Empuñar palabras y no armas» cuando se celebrara la siguiente reunión de poetas.
Joel vio a la gente de manera distinta esta vez. Vio el lugar de manera distinta. El Basement Activities Centre en Oxford Gardens parecía recalentado, mal iluminado y apestaba. Los asistentes a la velada parecían impotentes: hombres y mujeres de todas las edades incapaces de afrontar el reto de estimular un cambio en sus vidas. Eran lo que Joel había decidido que no sería nunca: víctimas de las circunstancias en las que habían nacido. Marginados de sus propias vidas, observadores pasivos. A los observadores pasivos les ocurrían cosas, y Joel se dijo que no iba a convertirse en uno de ellos.
Había llevado tres poemas, y sabía que todos eran perfectos ejemplos de las profundidades espantosas adonde le había llevado su obsesión por el Cuchilla. No se atrevió a subir al micrófono y leerlos en la reunión, en especial al recordar que le habían nombrado «poeta prometedor». Así que se quedó sentado observando a los demás leer su trabajo: Adam Whitburn -acogido con entusiasmo, como antes, por la multitud-, la chica china de pelo con mechas rubias y gafas de montura color púrpura brillante, una adolescente con acné que era evidente que escribía sobre su pasión por un cantante pop.
Con su estado de ánimo y los nervios, permanecer sentado durante la primera parte de la noche fue algo similar a la agonía. No tenía ninguna crítica útil que ofrecer a los poetas, y que no pudiera adaptarse a los ritmos de la reunión no calmaba su inquietud. Comenzó a pensar que, si no hacía algo para sofocarlo, tal estado de inquietud le apretaría el corazón y se lo pararía.
Ese algo pareció ser «Caminar por las palabras», ya que no había nada más. Cuando Ivan cogió el micrófono para presentar esa parte de las actividades de la velada, Joel cogió prestado un lápiz de un anciano desdentado. Pensó «Qué diablos, joder» y anotó las palabras que Ivan leyó: «soldado», «expósito», «anarquía», «carmesí», «látigo» y «ceniza». Le preguntó al anciano qué significaba «expósito» y, si bien sabía que su ignorancia no presagiaba un triunfo en el concurso precisamente, decidió lanzarse, tal y como le habían enseñado al principio, dejando que las palabras salieran de ese misterioso lugar interior, sin preocuparse por cómo estarían juntándolas los otros. Escribió:
El expósito aprende rápido el camino
carmesí de las calles.
La anarquía marca el látigo
que sujeta el soldado,
donde el arma lo reduce
todo a cenizas.
Entonces se quedó mirando lo que había escrito y le asombró el mensaje contenido en su propia interpretación de las palabras. «Las verdades inocentes de los niños», había dicho Ivan en el pasado al inclinarse sobre uno de los poemas de Joel con su lápiz verde en mano. «Tienes una sagacidad insólita para tu edad, amigo mío». Pero mientras miraba su último poema y tragaba saliva, Joel supo que no era nada cercano a la sabiduría innata lo que lo había inspirado. Era su pasado; era su presente; era el Cuchilla.
Cuando llegó el momento de recoger los poemas, metió el suyo con el resto. Fue al fondo de la sala, donde estaba la mesa del refrigerio, y cogió dos galletas de mantequilla y jengibre, así como una taza de café, que nunca había probado. Después de un sorbo, lo cargó con leche y azúcar. Se quedó a un lado y saludó con la cabeza a Ivan cuando éste se acercó a él.
– He visto que has participado en «Caminar por las palabras» -dijo Ivan, colocando una mano cordial en el hombro de Joel-. ¿Cómo te has sentido? ¿Más relajado con el proceso que antes?
– Un poco -dijo Joel, aunque no podía decir si era verdad, ya que lo que había escrito en casa sólo era adecuado para revestir el cubo de la basura, y el poema que acababa de componer para «Caminar por las palabras» representaba la primera vez en siglos que se sentía espontáneo con el lenguaje.
– Excelente -dijo Ivan-. Buena suerte. Me alegro de que estés de nuevo con nosotros. Tal vez la próxima vez estarás dispuesto a subir al micrófono. Ofrece un poco de competencia a Adam antes de que se le hinche demasiado el pecho.
Joel ofreció la risa que se esperaba por respuesta.
– No creo que lo haga mejor que él -dijo.
– No estés tan seguro -dijo Ivan. Se excusó con una sonrisa y se marchó para mantener una conversación con la chica china.
Joel se quedó cerca de la mesa del refrigerio hasta que los jueces regresaron con su decisión sobre los poemas. Se figuró que el ganador sería la chica china, puesto que había venido equipada con un tesauro y se había puesto a garabatear frenéticamente en su libreta en cuanto Ivan pronunció la primera palabra. Pero cuando Ivan cogió a los jueces el papel en el que estaba escrito el poema ganador, Joel reconoció la rasgadura en diagonal que había hecho en la hoja al arrancarla de la libreta de espiral. El corazón empezó a latirle con fuerza antes incluso de que Ivan leyera el primer verso.
A Joel se le ocurrió que había ganado a Adam Whitburn. Había derrotado a todos los que habían participado en «Caminar por las palabras». Había demostrado ser no sólo un «poeta prometedor», sino también un poeta de verdad.
Al término de la lectura, hubo un momento de silencio antes de que la multitud comenzara a aplaudir. Fue como si la gente hubiera necesitado un momento para asimilar la pasión de las palabras, para sentir ella misma esa pasión antes de poder reaccionar. Y, la verdad fuera dicha, esta vez las palabras sí transmitían pasión para Joel. Eran plenamente sentidas, parte de su propio tejido.
Cuando los aplausos acabaron, Ivan dijo:
– ¿Si el poeta quiere levantarse y permitirnos celebrarlo con él o ella…?
Joel, que aún estaba junto a la mesa del refrigerio, no tuvo que levantarse. Avanzó y oyó los aplausos una vez más. Lo único que podía pensar en esos instantes era que los había vencido a todos en su propio juego y que lo había conseguido creando simplemente como le habían dicho al principio que creara: directamente del corazón y sin censurar sus emociones. Por sólo un momento, había sido un poeta.
Cuando llegó a la tarima, notó que Ivan le estrechaba la mano para felicitarle. La expresión del hombre decía «¿Lo ves?», y Joel aceptó lo que transmitía: afecto, camaradería y afirmación del talento que Ivan le había dicho hacía tiempo que poseía. Entonces, le entregaron los premios. Consistían en un diario con tapas de cuero para futuras creaciones poéticas, un certificado que lo acreditaba como ganador y cincuenta libras.
Joel se quedó mirando el billete cuando lo tuvo en las manos. Le dio la vuelta y examinó ambos lados, aturdido por su repentina fortuna. De repente, le pareció que su mundo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.
Adam Whitburn no pareció tener ningún problema para aceptar la situación. Fue el primero en darle la enhorabuena a Joel cuando la velada llegó a su fin. También hubo otras felicitaciones, pero la de Whitburn fue la que más significó para Joel. Igual que su invitación justo después de que el sótano quedara limpio y recogido.
– Vamos a tomar un café, colega. Ivan también. ¿Te vienes?
– ¿Te ha dicho Ivan…?
– Ivan no me ha dicho que te invite, chaval -le interrumpió Adam-. Te lo pido porque sí.
– Guay. -Fue la única palabra que se le ocurrió a Joel, que, cuando la dijo, se sintió idiota. Pero si Adam Whitburn quiso decirle lo poco guay que era decir que algo era guay, no lo hizo.
– Anda, vamos -dijo simplemente-. No está lejos. Es en Portobello Road.
La cafetería se llamaba Caffeine Messiah, y estaba a menos de diez minutos a pie de Oxford Gardens. La decoración era totalmente religiosa y se centraba principalmente en estatuas de Jesucristo y en rosarios colgados de candelabros viejos. Unas cuantas mesas cojas estaban agrupadas en un extremo del local empapelado con estampitas religiosas que habían sido ampliadas a tamaño poster y que mostraban imágenes sombrías de santos mártires. En las sillas maltrechas colocadas alrededor de las mesas estaban sentados diez de los poetas de «Empuñar palabras y no armas», además de Ivan. Hablaban entre ellos sobre la selección musical de la cafetería: un canto gregoriano a un volumen nada celestial.
Los sirvió una monja, o eso parecía hasta que tomó nota a Joel y el chico vio que llevaba un piercing en la ceja, un aro en el labio y lágrimas tatuadas en la mejilla. Se llamaba Map y todos parecían conocerla, y ella a ellos, ya que les dijo a varios:
– ¿Qué será? ¿Lo de siempre o cambiáis de costumbre?
La gente lanzó monedas al centro de la mesa para pagar las bebidas, y Joel no estaba seguro de si debía poner su billete de cincuenta libras entre el dinero, ya que no tenía otro modo de pagar lo que había pedido. Al hacer el ademán, sin embargo, Adam Whitburn le detuvo.
– El ganador no paga, colega -le dijo, y le guiñó un ojo y añadió-: Pero no te acostumbres, ¿entendido? La próxima vez te haré trizas.
Cuando Map regresó con las bebidas y las repartió, un chico de piel oscura que se llamaba Damon los llamó al orden. Resultó que no era una reunión posvelada de poesía corriente.
Joel escuchó y ató cabos: el grupo no sólo formaba parte de «Empuñar palabras y no armas», sino que también eran alumnos de las clases de guión, de Ivan. Su reunión trataba de la película que intentaban desarrollar y, mientras Joel asimilaba todo aquello, vio cómo se dividían el trabajo. Adam y dos más -Charlie y Daph- habían terminado una quinta revisión del guión. Mark y Vincent habían dedicado varias semanas a buscar localizaciones. Penny, Astarte y Tam se habían encargado de los proveedores del equipo técnico. Kayla había contactado con representantes de talentos. Entonces Ivan presentó un informe sobre la financiación, que todo el mundo escuchó con mucha seriedad mientras hablaba de los posibles inversores que había logrado encontrar. Con todo esto, Joel empezó a ver que rodar una película no era ninguna quimera para ellos. Realmente iban a hacerlo; su mentor organizaba la experiencia y ninguno se preguntaba por qué un hombre blanco sin ninguna necesidad aparente de buscarse un trabajo querría dedicar su tiempo a ofrecerles opciones para un tipo de vida distinto del que, de lo contrario, habrían promovido sus circunstancias.
Joel dio un sorbo a su chocolate caliente y escuchó con asombro. Estaba acostumbrado a la gente de Edenham Estate y de otros barrios de casas protección oficial. Estaba acostumbrado a su abuela y a su relación desastrosa con George Gilbert. Estas personas siempre hablaban de lo que pensaban hacer algún día, un día que no llegaba nunca: unas vacaciones fantásticas en un chalé de las Bermudas o en el sur de Francia, navegar por el Mediterráneo en el yate de un hombre rico, comprar una casa nueva en un barrio impoluto donde todo funcionara y todas las ventanas tuvieran doble cristal, conducir a toda velocidad un coche rápido por el campo. Incluso los más jóvenes tenían sueños imposibles de convertirse en cantantes de rap con montañas de dinero, ser elegidos para protagonizar un culebrón de máxima audiencia. Todo el mundo decía esa clase de tonterías, pero nadie esperaba llevarlas a cabo jamás. Nadie sabía siquiera por dónde empezar.
Pero no era el caso de estas personas. Joel veía que pensaban hacer realidad sus planes y no podía quedarse sentado ahí y no querer formar parte de ellos.
No le preguntaron. En realidad, en cuanto comenzó la reunión, se olvidaron totalmente de su presencia. Pero no le importó, porque parecía indicar una dedicación plena a su causa. Esta dedicación a una causa fomentó en él una dedicación a su propia causa. Se uniría al equipo y ayudaría a hacer realidad el sueño.
Decidió que lo hablaría con Ivan la próxima vez que se vieran. Significaría pasar más tiempo lejos de casa, más tiempo lejos de Toby. Significaría confiar en que Ness le ayudara a cuidar de su hermano pequeño. Pero Joel estaba seguro de poder convencerla. Aquella noche, su vida se llenó de sueños.