En cuanto a amistad se refería, las cosas se desarrollaban de manera muy distinta para Ness, al menos a un nivel superficial. Cuando se separaba de sus hermanos todas las mañanas, hacía lo que había estado haciendo desde su primera noche en North Kensington: quedaba con sus nuevas colegas Natasha y Six. Llevaba a cabo este encuentro regular separándose de Joel y de Toby en los alrededores de Portobello Bridge, donde se quedaba hasta asegurarse de que los chicos no sabrían qué dirección iba a tomar. Cuando los perdía de vista, caminaba deprisa en dirección opuesta, un camino que la llevaba más allá de Trellick Tower, y luego al norte hacia West Kilburn.
Era crucial que tuviera cuidado con todo esto, puesto que para llegar a su destino tenía que utilizar el puente peatonal del canal Grand Union, lo que la colocaría directamente en Harrow Road, en las inmediaciones de la tienda benéfica donde trabajaba su tía. No importaba que, por lo general, Ness llegara a la zona mucho antes de que la tienda abriera, siempre existía la posibilidad de que algún día Kendra decidiera ir más temprano. Ness no quería bajo ningún concepto que Kendra la viera cruzando hacia Second Avenue.
No temía un roce con su tía, porque Ness aún tenía la opinión equivocada de que podía dar guerra a cualquiera, Kendra Osborne incluida. Simplemente no quería pasar por el fastidio de tener que perder el tiempo con ella. Si la veía, tendría que inventar una excusa por estar en una zona equivocada a una hora equivocada y, si bien creía que podía hacerlo con aplomo -después de todo, hacía semanas que se había trasladado de East Acton a esta parte de la ciudad y su tía aún no sabía qué tramaba-, no quería gastar energías en eso. Ya empleaba suficiente esfuerzo en transformarse en la Ness Campbell que había decidido ser.
En cuanto llegaba al otro lado de Harrow Road, Ness caminaba directamente hasta el Jubilee Sports Centre, un edificio bajo en la cercana Caird Street que ofrecía a los habitantes del barrio algo más que hacer aparte de meterse en líos o evitarlos. Ness entraba y, cerca de la sala de máquinas -de la que salía el repiqueteo de la barra de pesas y los gruñidos de los culturistas la mayoría de las horas del día-, utilizaba el servicio de señoras para ponerse la ropa y los zapatos que había metido en la mochila. Cambiaba los horribles pantalones grises por unos vaqueros ajustados. El jersey gris, igual de horrendo, lo sustituía por un top de encaje o una camiseta fina. Después de calzarse unas botas de tacón de aguja y peinarse como a ella le gustaba, se maquillaba -pintalabios más oscuro, más lápiz de ojos, sombra con brillo- y se quedaba mirando en el espejo a la chica que había creado. Si le gustaba lo que veía -y normalmente era así- se marchaba del polideportivo y doblaba la esquina de Lancefield Street.
Era aquí donde vivía Six, en medio de un enorme complejo de edificios llamado Mozart Estate, un laberinto interminable de ladrillo londinense: docenas de terrazas y bloques de pisos que se extendían hasta Kilburn Lane. Pensada como cualquier otra urbanización de viviendas de protección oficial para aliviar la superpoblación de los pisos a los que sustituía, con el tiempo el lugar se había vuelto tan desagradable como sus predecesores. De día, parecía relativamente inofensivo, puesto que había poca gente por las calles, salvo los ancianos que iban de camino a la tienda del barrio para buscar una barra de pan o un cartón de leche. De noche, sin embargo, era otro tema, porque los habitantes del complejo llevaban tiempo viviendo al margen de la ley, traficando con drogas, armas y violencia, ocupándose adecuadamente de cualquiera que intentara detenerlos.
Six vivía en uno de los bloques de pisos. Se llamaba Farnaby House: tenía tres pisos de altura, se accedía a él a través de una gruesa puerta de seguridad de madera, constaba de balcones para holgazanear en verano, el suelo de los pasillos era de linóleo y las paredes estaban pintadas de amarillo. Desde fuera, no parecía en absoluto un mal sitio para vivir; pero una inspección más detenida revelaba que la puerta de seguridad estaba rota, las pequeñas ventanas de al lado estaban rajadas o tapiadas, el olor a orina invadía la entrada y las paredes del pasillo estaban decoradas con agujeros.
El piso que ocupaba la familia de Six era un lugar de mal olor y ruido. El olor predominantemente era el del humo de tabaco viciado y de ropa sucia, mientras que el ruido provenía del televisor y del karaoke de segunda mano que la madre de Six le había regalado en Navidad. Potenciaría, se había dicho, el sueño de su hija de ser una estrella del pop. También esperaba, pero no lo reconocía en voz alta, que la mantuviera alejada de las calles. El hecho de que no hiciera ninguna de las dos cosas era algo que la madre de Six no sabía; la mujer habría hecho la vista gorda si algo en el comportamiento de su hija lo hubiera sugerido. La pobre tenía dos trabajos para poder vestir a los cuatro hijos -de siete- que aún vivían con ella. No tenía ni el tiempo ni la energía suficientes para preguntarse qué hacían sus retoños mientras ella limpiaba habitaciones en el Hyde Park Hilton o planchaba sábanas y fundas de almohada en la lavandería del Dorchester Hotel. Como la mayoría de las madres en su situación, quería algo mejor para sus hijos. Que tres de ellos ya estuvieran siguiendo sus pasos -solteras y pariendo regularmente bebés de distintos hombres inútiles-, lo achacaba a las ganas de fastidiar. Que tres de los otros cuatro fueran por el mismo camino, simplemente no quería reconocerlo. Sólo uno de este último grupo asistía al colegio con regularidad. En consecuencia, lo apodaban el Profesor.
Cuando Ness llegó a Farnaby House, cruzó la puerta de seguridad rota, subió un tramo de escaleras y encontró a Six entreteniendo a Natasha en el cuarto que compartía con sus hermanas. Natasha estaba sentada en el suelo, aplicando una capa viscosa de esmalte púrpura a sus uñas cortas y anchas que ya llevaba pintadas de rojo, mientras Six agarraba el micrófono del karaoke cerca de su pecho y bailaba contoneándose una canción antigua de Madonna. Cuando Ness entró, Six llevó a Madonna al siguiente nivel. Saltó de la cama sobre la que había estado actuando y se meneó alrededor de Ness al son de la música antes de acercarse, atraerla hacia ella y darle un beso con lengua.
Ness la apartó y soltó un taco que le habría valido una multa severa si su tía la hubiera oído. Se secó la boca ferozmente en una almohada que cogió de una de las tres camas del cuarto. Ese gesto dejó dos manchas de pintalabios rojo sangre, una en la funda y la otra como un corte en su mejilla.
En el suelo, Natasha se rió perezosamente, mientras Six -que nunca perdía el ritmo- se giraba hacia ella. Natasha aceptó el beso bastante encantada, la boca abierta al máximo para recibir tanta lengua como Six estuviera dispuesta a darle. Estuvieron así tanto rato que a Ness se le revolvió el estómago y apartó la vista. Al hacerlo, miró a su alrededor y encontró la fuente de la falta de inhibición de sus amigas. Sobre la cómoda había un espejo de mano, cristal arriba, con los restos de un polvo blanco espolvoreado por encima.
– ¡Mierda! -dijo Ness-. ¿No me habéis esperado? Aún os queda material, ¿o sólo hay eso, Six?
Six y Natasha se separaron.
– Te dije que vinieras anoche, ¿no? -dijo Six.
– Sabes que no puedo -dijo Ness-. Si no llego a casa antes de… Mierda. Mierda. ¿Cómo la habéis conseguido?
– La ha pillado Tash -dijo Six-. Hay coca y coca, ¿verdad?
Las dos chicas se rieron amigablemente. Como Ness había averiguado, tenían un acuerdo con varios de los chicos camellos que cubrían en bici las rutas desde uno de los principales proveedores de West Kilburn hasta aquellos consumidores de la zona que preferían quedarse en casa en lugar de ir a algún sitio a comprar la droga: arañaban un poco de material de seis o siete bolsas a cambio de una felación. Natasha y Six se turnaban para hacerlas, aunque siempre compartían la mercancía que recibían como pago.
Ness cogió el espejo, se humedeció el dedo y limpió el poco polvo que quedaba. Se lo frotó por las encías, con poco efecto. Al hacerlo, notó que empezaba a crecerle una piedra dura y caliente en medio del pecho. No soportaba quedarse fuera mirando, y ahí era donde se encontraba en estos momentos. También sería donde continuaría estando si no podía sumarse al colocón de las chicas.
Se giró hacia ellas.
– ¿Tenéis hierba?
Six negó con la cabeza. Se dirigió bailando hacia la máquina de karaoke y la apagó. Natasha la miró con ojos centelleantes. No era ningún secreto que Natasha, dos años menor, veneraba todo lo referente a Six, pero, esta mañana en particular, a Ness esta idolatría la irritó, en especial por el papel que había jugado Natasha la noche anterior pillando para ella y Six y excluyendo a Ness.
– Joder, ¿sabes qué pareces, Tash? -le dijo a Natasha-. Una bollera. ¿Quieres comerte a Six para cenar?
Six entrecerró los ojos al oír aquello y se dejó caer sobre la cama. Rebuscó en una pila de ropa que había en el suelo, cogió unos vaqueros y sacó un paquete de tabaco de uno de los bolsillos. Encendió uno y dijo:
– Eh, cuidado con lo que dices, Ness. Tash es legal.
– ¿Por qué? -dijo Ness-. ¿Tú también lo eres?
Este era el tipo de comentario que podría haber provocado que Six se peleara con Ness, pero Six se resistía a que algo alterara la sensación placentera de estar colocada. Además, sabía por qué estaba contrariada Ness y no iba a dejarse manipular porque no fuera capaz de decir las cosas directamente. Six era una chica que no se andaba con medias tintas con los demás. Había aprendido a ser franca desde pequeña. Era la única forma de que se escuchara su voz en la familia.
– Puedes ser una de nosotras con o sin material. A mí me da igual. Tú decides. A mí y a Tash nos caes bien, pero no vamos a cambiar nuestras costumbres porque a ti te convenga, Ness. -Y luego le dijo a Natasha-: ¿Te parece bien, Tash?
Natasha asintió, aunque no tenía la menor idea de qué estaba hablando Six. Ella misma llevaba tiempo siendo un perrito faldero, necesitaba que alguien que supiera adónde iba la condujera por la vida, para que ella -Natasha-jamás tuviera que pensar o tomar una decisión por sí misma. Por lo tanto, le parecía «bien» casi todo lo que sucediera a su alrededor, siempre que lo originara el objeto actual de su devoción parasitaria.
El pequeño discurso de Six puso a Ness en una mala situación. No quería ser vulnerable -a ellas o a cualquier otra persona-, pero necesitaba a las dos chicas por la compañía y la forma de evadirse que le proporcionaban. Buscó un modo de volver a conectar con ellas.
– Fumémonos un piti -dijo, e intentó parecer aburrida con todo aquel asunto-. De todos modos, es demasiado pronto para mí.
– Pero acabas de decir…
Six interrumpió a Natasha. No le apetecía discutir.
– Sí, joder -reconoció-, es demasiado pronto.
Le lanzó el tabaco y el encendedor de plástico a Ness, que sacudió el paquete para sacar un cigarrillo, lo encendió y le dio la cajetilla y el mechero a Natasha. Con este gesto, alcanzaron una forma de paz que les permitió planear el resto del día.
Durante semanas, sus días habían seguido un patrón. La mañana la pasaban en el piso de Six, donde su madre no estaba, su hermano se había ido al colegio y sus dos hermanas a veces seguían en la cama y a veces se pasaban por los pisos de sus tres hermanos mayores que, junto con sus hijos, vivían en dos de las otras urbanizaciones de la zona. Ness, Natasha y Six dedicaban este tiempo a peinarse, pintarse las uñas, maquillarse y escuchar música en la radio. El día se ampliaba a partir de las once y media, hora en que exploraban las posibilidades de Kilburn Lane, donde intentaban mangar tabaco en el kiosco, ginebra en la licorería, vídeos usados en el Apollo Video y cualquier cosa que pudieran en el Al Morooj Market. Su éxito era limitado, puesto que su aparición en escena intensificaba las sospechas de los propietarios de cada uno de estos establecimientos. Estos mismos propietarios a menudo amenazaban a las chicas con avisar que hacían novillos, una forma de intentar intimidarlas que ninguna se tomaba en serio.
Cuando el destino que elegían no era Kilburn Lane, iban a Queensway en Bayswater, a un trayecto de autobús de Mozart Estate, donde abundaban las atracciones en forma de cibercafés, el centro comercial Whiteley's, la pista de hielo, algunas tiendas y una tienda de móviles -música para los oídos de su mayor deseo-. Porque los móviles eran el único objeto sin el cual una adolescente de Londres no podía sentirse completa. Así que cuando las chicas iban de peregrinaje a Queensway, siempre convertían la tienda de móviles en el último santuario que pensaban visitar.
Allí, habitualmente les pedían que se marcharan. Pero aquello no hacía más que estimular sus ganas de obtener uno de esos teléfonos. El precio de un móvil estaba muy por encima de sus posibilidades -en especial porque carecían de posibilidades-, pero no por eso borraban los móviles de sus planes.
– Podríamos mandarnos mensajes -señaló Six-. Tú podrías estar en un sitio y yo en otro; lo único que necesitamos es ese móvil, Tash.
– Sí -dijo Natasha suspirando-. Podríamos mandarnos mensajes.
– Planear dónde quedar.
– Intentar pillar, cuando lo necesitemos, a uno de los chicos.
– También. Hay que conseguir un móvil. ¿Tú tía tiene, Ness?
– Sí.
– ¿Por qué no se lo mangas?
– Porque si se lo mango, la tendré encima controlándome todo el día. Y me gusta no tenerla encima controlándome todo el día.
Aquello no era mentira. Teniendo el sentido común y la disciplina de restringir sus salidas nocturnas a los fines de semana, estando en casa con el uniforme del colegio cuando su tía regresaba de la tienda benéfica o de una clase de masajes, fingiendo que hacía un mínimo de deberes en la mesa de la cocina mientras Joel sí los hacía, Ness había logrado ocultar su vida a Kendra. Tenía sumo cuidado con todo esto, y las ocasiones en que bebía demasiado y no podía arriesgarse a que la vieran en casa, llamaba religiosamente a su tía y le decía que iba a quedarse a dormir en el piso de Six.
– ¿Qué nombre es ese? -quiso saber Kendra-. ¿Six? ¿Se llama Six?
Su verdadero nombre era Chinara Kahina, le contó Ness. Pero su familia y sus amigos siempre la llamaban Six, por el lugar que ocupó al nacer, el segundo hijo, por la cola, de la familia.
La palabra «familia» otorgaba una legitimidad a Six que a Kendra le daba una sensación falsa de seguridad y propiedad. Si hubiera visto qué era una «familia» en casa de Six, si hubiera visto la casa en sí y lo que sucedía ahí dentro, Kendra no habría agradecido tan rápidamente que Ness hubiera encontrado una amiga en el barrio. Así las cosas, y como su sobrina no le daba ningún motivo para la sospecha, Kendra se permitía creer que todo iba bien. A su vez, aquello le daba la oportunidad de retomar sus planes profesionales en relación con los masajes y recuperar su amistad con Cordie Durelle.
Esta amistad había sufrido desde que a Kendra le cayeron encima los niños Campbell. Sus noches de chicas se habían pospuesto con la misma regularidad con que en su día las habían disfrutado, y las largas conversaciones telefónicas que eran uno de los distintivos de su relación se habían acortado hasta metamorfosearse finalmente en promesas de «te llamo pronto, cielo», sólo que «pronto» no llegaba nunca. Sin embargo, en cuanto la vida en Edenham Way desarrolló lo que a Kendra le pareció un patrón, fue capaz de recuperar poco a poco los días y las noches que vivía antes de la llegada de los Campbell.
Empezó con el trabajo: como ya no necesitaba esa hora libre al día que reducía su nómina y que le habían dado en la tienda benéfica para ocuparse de las necesidades de sus sobrinos, reanudó su empleo de jornada completa. Se reincorporó a un curso en el instituto de formación profesional Kensington and Chelsea, así como a los masajes de demostración en el polideportivo del centro comercial de Portobello Creen. Se sentía suficientemente confiada respecto a cómo les iba a los Campbell como para ampliar sus masajes de demostración a dos gimnasios más de la zona; cuando gracias a ello consiguió sus tres primeros clientes habituales, empezó a sentir que la vida estaba arreglándose sola. Así que el día que Cordie apareció en la tienda benéfica una tarde lluviosa, poco después de la experiencia del beso con lengua de Ness con Six, Kendra se alegró muchísimo de verla.
Estaba esperando a Joel y a Toby, ya que se acercaba la hora en que los chicos iban a casa desde el centro de aprendizaje, que estaba más arriba en esa misma calle. Cuando sonó la campana de la puerta de la tienda, levantó la vista de lo que estaba haciendo -intentar exponer de manera atractiva una donación pésima de bisutería de los setenta-; entonces, vio a Cordie en la puerta en lugar de a los chicos, sonrió y dijo:
– Sácame de aquí, nena.
– Habrás encontrado a un pedazo de hombre -observó Cordie-. Me lo imagino haciéndotelo tres veces al día, y tú ahí tumbada gimiendo y sin pensar en nada más. ¿Me equivoco, señorita Kendra?
– ¿Estás de coña? Hace tanto tiempo que no estoy con un tío que ni sé en qué se diferencian de nosotras -respondió Kendra.
– Bueno, menos mal -dijo Cordie-. Te juro por Dios que empezaba a pensar que te tirabas a mi Gerald y que me evitabas porque sabías que te lo vería en la cara. Aunque deja que te diga, putilla, que te agradecería que te lo hicieras con Gerald. Me librarías de follar todas las noches.
Kendra se rió con compasión. Hacía tiempo que la libido de Gerald era la cruz que su mujer se veía obligada a llevar. En combinación con su determinación de tener un hijo con ella -ya tenían dos niñas-, esa libido hacía que el principal requisito de su matrimonio fuera que Cordie estuviera dispuesta a acostarse con él. Siempre que ella se mostrara ansiosa al principio y saciada sexualmente al final, Gerald no advertía que en el medio se quedaba mirando al vacío y se preguntaba si algún día su marido se daría cuenta de que tomaba la píldora en secreto.
– ¿Ya ha atado cabos? -le preguntó Kendra a su amiga.
– No, por Dios -dijo Cordie-. El ego del hombre basta para que piense que me muero por ir pariendo hijos hasta que él consiga lo que quiere.
Avanzó hacia el mostrador. Aún llevaba, vio Kendra, la mascarilla del uniforme de las manicuras del salón de belleza Princesa Europea y Afro, situado un poco más abajo en la misma calle. Le colgaba del cuello, como un cuello isabelino, y completaba su conjunto de bata púrpura de poliéster y zapatos casi de médico. Hija de padre etíope y madre keniata, Cordie tenía la piel muy negra y un aspecto majestuoso, con su cuello elegante y un perfil que parecía sacado de una moneda. Pero teniendo en cuenta la ropa que la peluquería exigía llevar a sus trabajadoras, ni siquiera unos buenos genes, un rostro perfectamente simétrico, una piel excelente y el cuerpo de una maniquí podían hacer que pareciera una modelo.
Fue a buscar el bolso de Kendra, que sabía que guardaba en un armario debajo de la caja. Lo abrió y cogió un cigarrillo
– ¿Qué tal las niñas? -le preguntó Kendra.
Cordie apagó la llama de la cerilla sacudiéndola.
– Manda quiere maquillarse, hacerse un piercing y tener novio. Patia quiere un móvil.
– ¿Cuántos años tienen ya?
– Seis y diez.
– Mierda. Te darán trabajo.
– Dímelo a mí -dijo Cordie-. Imagino que las tendré a las dos preñadas a los doce.
– ¿Qué piensa Gerald?
Sacó el humo por la nariz.
– Lo tienen dominado, esas niñas. Manda mueve un dedo y se derrite como un helado al sol. Patia suelta un par de lágrimas y saca la cartera antes de tener el pañuelo en la mano. Yo digo que no a algo y él dice que sí. «Quiero que tengan lo que yo nunca tuve», me dice. Te lo digo yo, Ken, tener hijos hoy en día es como tener un dolor de cabeza que no se te pasa te tomes lo que te tomes.
– Totalmente de acuerdo -dijo Kendra-. Creía que yo estaba a salvo y mira lo que ha pasado. He acabado con tres.
– ¿Cómo lo llevas?
– Bien, considerando que no tengo ni idea de lo que estoy haciendo.
– ¿Y cuándo los voy a conocer? ¿Los tienes escondidos o qué?
– ¿Escondidos? ¿Por qué iba a querer hacer eso?
– Yo qué sé. Quizás uno tiene dos cabezas.
– Sí. Eso es.
Kendra se rió, pero el hecho era que sí estaba escondiendo a los Campbell a su amiga. Mantenerlos en secreto obviaba la necesidad de tener que explicar nada a nadie sobre ellos. Y haría falta una explicación, por supuesto. No sólo por su físico -Ness era la única que parecía remotamente emparentada con Kendra, y lo conseguía principalmente a base de maquillaje-, sino también por las rarezas de su comportamiento, en particular el de los chicos. Si bien Kendra podría excusar la introversión persistente de Joel, sabía que se sentiría presionada a aportar una razón de por qué Toby era como era. En cualquier caso, al intentar hacerlo, corría el peligro de entrar en todo aquel asunto de su madre. Cordie ya conocía la suerte del padre de los niños, pero el paradero de Carole Campbell era un tema de conversación que nunca habían abordado. Y Kendra quería que siguiera siendo así.
Las circunstancias hicieron que una parte de aquello resultara imposible. Ni un minuto después de que hablara, la puerta de la tienda se abrió otra vez. Joel y Toby se refugiaron de la lluvia: Joel con el uniforme del colegio empapado sobre los hombros, Toby con el flotador inflado, como si esperara un diluvio de proporciones bíblicas.
A Kendra no le quedó más remedio que presentarles a Cordie, y lo hizo deprisa, diciendo:
– Bueno, aquí tienes a dos. Éste es Joel. Y éste es Toby. ¿Os apetece una porción de pizza de pepperoni de Tops, chicos? ¿Necesitáis comer algo?
Para los chicos, su lenguaje fue casi tan confuso como el ofrecimiento inesperado de pizza. Joel no supo qué decir, y como Toby siempre hacía lo mismo que su hermano, ninguno de los chicos ofreció una palabra como respuesta. Joel simplemente bajó la cabeza, mientras que Toby se puso de puntillas y bailó hasta el mostrador, donde cogió varios collares de cuentas y se engalanó como un viajero del tiempo salido del verano del amor.
– ¿Se os ha comido la lengua el gato? -dijo Cordie en tono amigable-. ¿Sois tímidos? Vaya, ojalá mis hijas siguieran vuestro ejemplo durante una hora o así. ¿Dónde está esa hermana vuestra? También tengo que conocerla.
Joel levantó la vista. Cualquier experto en interpretar rostros habría sabido que buscaba una excusa para Ness. Rara vez alguien preguntaba por ella directamente, así que no tenía nada preparado para responder.
– Con sus amigas -dijo al fin, pero habló con su tía y no con Cordie-. Están haciendo un trabajo para el colegio.
– Toda una estudiante, ¿verdad? -preguntó Cordie-. ¿Y vosotros? ¿También sois estudiosos?
Toby eligió ese momento para hablar.
– Me han dado un Twix por no hacerme pis ni caca encima hoy. Me entraron ganas, pero no lo he hecho, tía Ken. Así que me han dado un Twix porque he preguntado si podía ir al baño. -Cuando concluyó, ejecutó una pequeña pirueta.
Cordie miró a Kendra.
– ¿Qué me decís de esa pizza de pepperoni? -dijo Kendra cálidamente.
Joel aceptó con una celeridad que declaraba que quería irse tanto como Kendra deseaba que él y su hermano desaparecieran. Cogió las tres libras que le dio, condujo a Toby fuera de la tienda y salieron en dirección a Great Western Road.
Dejaron tras de sí uno de esos momentos en los que se banalizan, abordan u obvian por completo los temas. Qué sucedería exactamente era algo que estaba en manos de Cordie, y Kendra decidió no ayudarla en la cuestión.
La cortesía social dictaba cambiar de tema educadamente. La amistad exigía una evaluación sincera de la situación. También había un término medio entre estos dos extremos y fue ahí donde Cordie encontró un terreno seguro.
– Lo has pasado mal -dijo mientras aplastaba el cigarrillo en un cenicero de segunda mano que encontró en uno de los estantes-. No imaginabas que ser madre fuera así, ¿verdad?
– Nunca imaginé que sería madre -contestó Kendra-. Lo llevo bastante bien, supongo.
Cordie asintió. Miró pensativa hacia la puerta.
– ¿Su madre va a hacerse cargo de ellos, Ken?
Kendra negó con la cabeza, y para alejar a Cordie del asunto de Carole Campbell, dijo:
– Ness me está ayudando. Mucho. Joel también es muy bueno. -Esperó a que Cordie sacara el problema de Toby.
Cordie lo hizo, pero de un modo que provocó que Kendra la quisiera aún más.
– Si necesitas ayuda, dame un toque, Ken -dijo-. Y cuando estés lista para salir a bailar, yo también lo estaré.
– Lo haré, guapa -dijo Kendra-. Pero por ahora estamos bien.
La responsable de Admisiones del colegio Holland Park sacó de repente a Kendra de su error. Aunque esa persona -que se identificó como señora Harper cuando telefoneó al fin- tardara casi dos meses en hacer la llamada que iba a trastocar la vida tal como había transcurrido en el número 84 de Edenham Way, tenía sus razones. Como no había aparecido más de una hora por el colegio, como, en realidad, nunca había puesto los pies allí, salvo el día que hizo la prueba de admisión, Ness había logrado perderse en las grietas del sistema. Puesto que el alumnado era dado a la itinerancia -el Gobierno no dejaba de ubicar y reubicar a los inmigrantes que buscaban asilo en el país-, el hecho de que una tal Vanessa Campbell apareciera en la lista de un profesor, pero no en el aula, hizo que muchos de sus maestros creyeran que su familia simplemente se había trasladado forzosa u obligatoriamente a otro lugar. Por lo tanto, no redactaron ningún informe sobre las ausencias de Ness; pasaron siete semanas desde su inscripción en el colegio antes de que Kendra recibiera una llamada acerca de la falta de asistencia a clase de la chica.
Esta llamada no llegó a casa, sino a la tienda benéfica. Como Kendra estaba sola -algo que sucedía habitualmente-, no pudo marcharse. Quiso hacerlo. Quiso subirse a su coche y recorrer las calles en busca de su sobrina, tal como había hecho la noche en que los Campbell llegaron a North Kensington. Como no podía hacerlo, caminó por la tienda. Fue de una hilera de vaqueros azules de segunda mano a una hilera de abrigos de lana gastados e intentó no pensar en las mentiras: las mentiras que Ness le había contado durante semanas y las que ella misma había articulado a la señora Harper.
Con el corazón latiéndole en los oídos con tanta fuerza que apenas oía a la mujer al otro lado del hilo telefónico, le había dicho a la responsable de Admisiones:
– Cuánto siento la confusión. Justo después de inscribir a Ness y a su hermano, tuvo que ir a Bradford a ayudar a cuidar a su madre.
Cómo se le ocurrió la idea de Bradford, habría sido incapaz de decirlo. Ni siquiera estaba segura de poder localizarlo rápidamente en el mapa, pero sabía que tenía una población inmigrante considerable, pues se habían producido disturbios tiempo atrás: asiáticos, negros y los cabezas rapadas de la ciudad, todos dispuestos a matarse entre ellos para demostrar lo que fuera que, al parecer, sintieran la necesidad de demostrar.
– Entonces, ¿va al colegio en Bradford? -preguntó la señora Harper.
– Está yendo a clases particulares -dijo Kendra-. Volverá mañana, precisamente.
– Ya veo. Señora Osborne, en realidad tendría usted que haber llamado…
– Por supuesto. De algún modo, yo… Su madre ha estado mal. Es una situación extraña. Ha tenido que vivir alejada de los niños…, de sus hijos…
– Ya veo.
Pero, naturalmente, no veía ni podía ver, y Kendra no tenía ninguna intención de levantar el velo de su oscuridad. Sólo necesitaba que la señora Harper creyera esas mentiras porque necesitaba que Ness tuviera una plaza en el colegio Holland Park.
– Entonces, ¿dice que volverá mañana? -preguntó la señora Harper.
– Esta noche voy a recogerla a la estación.
– Creía que había dicho mañana.
– Me refería al colegio. A menos que se ponga enferma. Si fuera el caso, la llamaría enseguida… -Kendra dejó que su voz se apagara y esperó la respuesta de la otra mujer.
Al cabo de un momento, dio gracias al cielo por que Glory Campbell hubiera obligado a todos sus hijos a hablar una forma aceptable de inglés. En estas circunstancias, ser capaz de pronunciar un discurso gramaticalmente correcto con un acento aceptable le fue muy útil. Sabía que le daba más credibilidad de la que habría tenido si hubiera recurrido al dialecto que la señora Harper sin duda había esperado oír al otro lado del hilo telefónico cuando había cursado la llamada.
– Se lo haré saber a sus profesores, entonces -dijo la señora Harper-. Y, por favor, la próxima vez manténganos informados, señora Osborne.
Kendra se negó a mostrarse ofendida por la advertencia de la responsable de Admisiones. Tan agradecida estaba de que la mujer hubiera aceptado su historia improbable sobre que Ness estaba cuidando a Carole Campbell que, salvo que la hubiera insultado directamente, habría tolerado cualquier comentario de la señora Harper. Se sintió aliviada por haber sido capaz de improvisar una historia, pero poco después de colgar, el hecho de haberse visto en la obligación de inventarse esa historia provocó que se pusiera a andar por la tienda. Aún seguía haciéndolo cuando Joel y Toby se pasaron de camino a casa desde el centro de aprendizaje.
Toby llevaba un cuaderno de ejercicios en cuyas páginas habían pegado adhesivos vistosos que celebraban la finalización exitosa de los ejercicios de fonética que tenían que ayudarle con la lectura. En el flotador, tenía más pegatinas que decían «¡Bien hecho!», «¡Excelente!» y «¡En plena forma!»; las tenía en azul, rojo y amarillo brillante. Kendra las vio, pero no hizo ningún comentario, sino que le dijo a Joel:
– ¿Dónde ha estado yendo cada día?
Joel no era estúpido, pero estaba atado por la norma de no chivarse. Frunció el ceño y se hizo el tonto.
– ¿Quién?
– No finjas que no sabes de qué te hablo. La responsable de Admisiones me ha llamado. ¿Adónde ha estado yendo Ness? ¿Está con esa chica…? ¿Cómo se llama? ¿Six? ¿Y por qué no la conozco?
Joel bajó la cabeza para evitar responder.
– Mira mis pegatinas, tía Ken. He tenido que comprarme un comic porque ahora ya tengo suficientes pegatinas. He elegido Spiderman. Está en la mochila de Joel.
La referencia a la mochila hizo que Kendra cayera en la cuenta de qué había estado haciendo Ness; se maldijo por haber sido tan tonta. Así que cuando volvió a casa aquella noche -se quedó con Joel y con Toby hasta que llegó la hora de cerrar la tienda, para que el chico mayor no tuviera la oportunidad de advertir a su hermana sobre qué tramaba-, lo primero que hizo fue coger la mochila de Ness del respaldo de la silla, allí donde la chica la había colgado. Kendra la abrió sin miramientos y vació el contenido sobre la mesa de la cocina, donde Ness estaba charlando con alguien por teléfono mientras hojeaba ociosamente el folleto más reciente del instituto Kensington and Chelsea, como si realmente tuviera pensado hacer algo con su vida.
Ness desvió la mirada del folleto a sus pertenencias y, de ahí, a la cara de su tía.
– Tengo que dejarte -dijo, y colgó; miró a Kendra con una expresión que podría describirse como cautelosa, si no fuera también tan calculadora.
Kendra revisó el contenido de la mochila. Ness miro detrás de su tía, donde Joel observaba desde la puerta. Entrecerró los ojos mientras evaluaba a su hermano y su potencial como chivato. Lo descartó. Joel era legal. La información, decidió, debía de proceder de otra fuente. ¿Toby? No era nada probable, se dijo. Por lo general, Toby estaba en las nubes.
Kendra intentó leer el contenido de la mochila de Ness como un sacerdote que practica la adivinación. Desenrolló los vaqueros y extendió la camiseta negra, cuya inscripción dorada «chocho prieto» provocó que acabara directamente en la basura. Apartó el maquillaje, el esmalte de uñas, la laca, las cerillas y el tabaco, y metió las manos en las botas de tacón para ver si había algo escondido dentro. Por último, inspeccionó los bolsillos de los vaqueros, donde encontró un paquete de Wrigley's de menta y uno de papel de liar, que cogió con un gesto de triunfo desventurado propio de alguien que ve la materialización del peor de sus temores.
– ¿Y bien? -dijo.
Ness no dijo nada.
– ¿Qué tienes que decir?
Arriba, en el salón, el televisor se encendió, el sonido a un volumen irritante que anunciaba a todo el mundo a doscientos metros a la redonda que alguien en el 84 de Edenham Way estaba viendo Toy Story 2 por duodécima vez. Kendra lanzó una mirada a Joel. El chico la interpretó y se escabulló escalera arriba para ocuparse de Toby y del volumen del televisor. Se quedó allí, pues sabía que la prudencia dictaba alejarse de las situaciones explosivas.
Repitió la pregunta. Ness alargó la mano al paquete de tabaco y cogió la carterita de cerillas de entre el contenido de la mochila extendido por la mesa.
Kendra se lo arrebató y lo tiró al fregadero de la cocina. Le siguieron los cigarrillos.
– Dios mío, ¿qué me dices de tu padre? -dijo gesticulando con el papel de liar-. Él comenzó con la hierba. Lo sabes. Te lo dijo, ¿verdad? No habría fingido. Contigo no. Incluso ibas con él a Saint Aidan's y le esperabas en la guardería. Durante las reuniones. Me lo contó, Ness. ¿A qué crees que venía todo eso? Contéstame. Dime la verdad. ¿Crees que eres inmune?
Ness sólo tenía un modo de sobrevivir a una referencia sobre su padre como aquélla: retirarse, tomar distancia suficiente, algo que le permitía que la piedra caliente que siempre llevaba dentro creciera de tamaño hasta notar que ascendía y le quemaba detrás de la lengua. Cuando la ira despertaba en su interior, sentía desprecio. Desprecio por su padre -que era la única emoción segura que podía albergar hacia él- e incluso más desprecio por su tía.
– ¿Qué es lo que te jode tanto? Fumo tabaco de liar. Vaya mierda, siempre piensas lo peor.
– Habla como te enseñaron, Vanessa. Y no me digas que es para liar cigarrillos cuando llevas un paquete de tabaco enorme dentro de la mochila. Pienses lo que pienses, no soy estúpida. Estás fumando hierba. Haces novillos. ¿Qué más estás haciendo?
– Te dije que no me pondría esa mierda -dijo Ness.
– ¿Quieres que piense que todo esto es una reacción por tener que llevar un uniforme que no te gusta? ¿Te crees que soy tonta? ¿Con quién has estado todas estas semanas? ¿Qué has estado haciendo?
Ness cogió el paquete de Wrigley's. Lo utilizó para señalar a su tía, un movimiento que pedía -sin intención sarcástica- si podía mascar chicle, puesto que, al parecer, no le iba a permitir fumar.
– Na'.
– Nada -la corrigió Kendra-. «Na-da.» Nada. Dilo.
– Nada -dijo Ness. Dobló un chicle y se lo metió en la boca. Jugó con el envoltorio, enrollando el papel de plata en su dedo índice, con la mirada fija en él.
– ¿Nada con quién?
Ness no contestó.
– Te he preguntado…
– Con Six y Tash, ¿vale? -la interrumpió-. Six y Tash. Nos quedamos en su casa. Escuchamos música. Eso es todo.
– ¿Ella es tu camello? ¿Esa tal Six?
– Venga ya. Es mi amiga.
– Entonces, ¿por qué no la conozco? Porque te está suministrando y sabes que me daré cuenta. ¿No es cierto?
– Joder. Ya te he dicho para qué es el papel. Vas a creer lo que quieras creer. Además, ni que tú quisieras conocer a alguien.
Kendra vio que Ness intentaba darle la vuelta a la tortilla, pero no iba a permitírselo. Así que habló con angustia:
– No puedo consentirlo. ¿Qué te ha pasado, Vanessa? -dijo con ese grito de desesperación paterno antiquísimo que, por lo general, va seguido de la pregunta interna: «¿Qué he hecho mal?».
Pero después de la primera pregunta, Kendra no se formuló a sí misma la segunda, porque en el último momento se dijo que aquéllos no eran sus hijos y, técnicamente, ninguno de ellos debería ser problema suyo. Puesto que tenían un impacto en su vida, sin embargo, intentó enfocar las cosas de otra manera, sin saber que sus palabras pronunciaban la única pregunta con menos probabilidades de producir un resultado positivo.
– ¿Qué diría tu madre, Vanessa, si viera cómo te estás comportando ahora?
Ness cruzó los brazos debajo de los pechos. No dejaría que la conmoviera de esa manera, no con referencias al pasado o con pronósticos sobre el futuro.
Aunque Kendra no sabía exactamente qué tramaba Ness, llegó a la conclusión de que fuera lo que fuera, estaba relacionado con drogas y, muy probablemente, por su edad, con chicos. Todo aquello implicaba malas noticias. Pero más allá de eso, Kendra no sabía nada, aparte de lo que sucedía en los complejos de viviendas de protección oficial que rodeaban North Kensington, y de eso sabía mucho. Compra de drogas. Artículos de contrabando que cambiaban de manos. Atracos. Robos en casas. Alguna que otra agresión. Bandas de chicos que buscaban pelea. Bandas de chicas que buscaban lo mismo. El mejor modo de evitarse problemas era ir por el estrecho camino definido por el colegio, la casa y nada más. Al parecer, no era lo que Ness había estado haciendo.
– No puedes hacer esto, Ness -le dijo-. Vas a hacerte daño.
– Sé cuidar de mí misma -contestó la chica.
Ese era el tema, por supuesto, porque Kendra y Ness tenían un concepto totalmente distinto de lo que significaba cuidar de uno mismo. Los tiempos difíciles, la enfermedad, la decepción y la muerte habían enseñado a Kendra que tenía que arreglárselas sola. Esas mismas cosas y más habían enseñado a Ness a huir, tan deprisa y tan lejos como su mente y su voluntad le permitieran.
Así que Kendra formuló la única pregunta que quedaba por hacer, la que esperaba que hiciera reaccionar a su sobrina y moldeara su conducta de ahora en adelante.
– Vanessa -dijo-, ¿quieres que tu madre sepa cómo te estás comportando?
Ness dejó el análisis que estaba haciendo del envoltorio del chicle, alzó la vista y ladeó la cabeza.
– Sí, claro, tía Ken -contestó al fin-, como si fueras a contárselo.
Era un desafío directo, nada menos. Kendra decidió que había llegado el momento de aceptarlo.