CAPÍTULO V

Fidelma se despertó de golpe sin saber qué había interrumpido su sueño. Era el tañido quejumbroso de una campana. Tardó en recordar dónde estaba; sólo lo hizo cuando notó el movimiento del barco. Se había dormido pensando en Cian. ¡Era normal que tuviera la sensación de haber sufrido una pesadilla! Había ocupado el pensamiento en hechos dolorosos de su relación con Cian; seguían vivos en el recuerdo aunque hubieran sucedido casi diez años atrás.

La campana seguía sonando con insistencia: dedujo que sería la llamada de Wenbrit para la comida del mediodía. Sin perder un instante, se levantó del camastro. No vio al gato por ningún lado. Se apresuró a pasarse un peine por el cabello y se aplanó la ropa.

Salió del camarote y cruzó la crujía. El movimiento del barco no era desagradable; el mar parecía bastante tranquilo. Miró al cielo. El sol estaba en el cenit y proyectaba sombras cortas. Había escaso viento. La vela estaba lacia y sólo se inflaba de vez en cuando con alguna débil racha. Con todo, aunque despacio, el barco se desplazaba a través de un mar azul y llano. Unos marineros sentados de piernas cruzadas en la cubierta la saludaron con la cabeza amablemente al pasar, y uno hasta la saludó en su propia lengua.

Descendió con dificultad por la escalera de cámara de popa, tomando la dirección que Wenbrit le había indicado para llegar a lo que llamaban el comedor principal. Siguió la tenue luz de los faroles entre el olor a espacio cerrado.

Había media docena de personas sentadas a una mesa larga dentro de una amplia sala que se extendía a lo largo del barco. La mesa estaba colocada detrás del palo mayor, que atravesaba todas las cubiertas como un árbol. Murchad estaba de pie en la cabecera, con las piernas abiertas para mantener el equilibrio.

Murchad sonrió al verla entrar y, con la mano, le indicó que pasara y se sentara en el asiento a su derecha. Éste consistía en dos largos bancos a ambos lados de la larga mesa de pino. Los presentes alzaron las cabezas y miraron con curiosidad a la recién llegada.

Al dirigirse a su lugar, vio que la habían colocado frente a Cian. Fidelma se apresuró a saludar con una sonrisa a los intrigados compañeros de mesa. Cian se levantó sonriendo con suficiencia para presentarla.

– Como no conocéis a nadie, Fidelma… -empezó a decir sin conocer el protocolo.

Correspondía a Murchad hacer las presentaciones, pero Cian no había contado con la fuerte personalidad del capitán.

– Si hacéis el favor, hermano Cian -lo interrumpió el capitán con fastidio-. Sor Fidelma de Cashel, permitid que os presente a vuestros compañeros de viaje. Éstas son sor Ainder, sor Crella y sor Gormán. -Señaló a tres religiosas sentadas frente a ella y junto a Cian-. Éste es el hermano Cian, y a vuestro lado están los hermanos Adamrae, Dathal y Tola.

Fidelma inclinó la cabeza a modo de saludo general. Más adelante aquellos rostros y nombres llegarían a significar algo, pero por el momento, la presentación era una simple formalidad. Cian se había ofendido y tenía una expresión de fastidio.

Una de las mujeres sentadas junto a él, una religiosa que parecía sumamente joven para emprender un peregrinaje, sonrió a Fidelma con dulzura.

– Parece que ya conocéis al hermano Cian.

Cian se adelantó a responder.

– Nos conocimos hace muchos años en Tara.

Fidelma sintió las miradas de curiosidad y, a fin de disimular la vergüenza, comentó a Murchad:

– Veo que es un grupo de sólo ocho peregrinos. Creía que eran más. Ah, hay una tal sor Muirgel, ¿verdad? -recordó-. ¿Sigue encerrada en su camarote?

Murchad sonrió con gravedad, pero fue la anciana religiosa de rasgos angulosos sentada al final de la mesa quien respondió a su pregunta.

– Me temo que sor Muirgel, así como otros dos, el hermano Guss y el hermano Bairne, están indispuestos todavía. ¿Conocéis a sor Muirgel también?

Fidelma negó con la cabeza y explicó:

– La he conocido al embarcar, pero no ha sido en las mejores circunstancias. Ya he visto que no se encontraba bien.

Un monje viejo y pálido con el pelo sucio y gris soltó un perceptible resoplido de desaprobación.

– Decid que están mareados y santas pascuas, sor Ainder. Hay gente que no debería hacer un viaje por mar si no tiene estómago para ello.

La tercera monja, cuyo nombre Fidelma retuvo, sor Crella, una mujer menuda y joven con rasgos anchos que de alguna forma deslucían el atractivo que en otro caso habría tenido, parecía no aprobar las palabras del monje. Era una joven de temperamento nervioso, pues no dejaba de mirar a su alrededor, como si esperara que alguien fuera a aparecer de un momento a otro. Chasqueó la lengua para reprochar aquellas palabras y, moviendo la cabeza, dijo:

– Tened un poco de benevolencia, por favor, hermano Tola. Es un horrible sufrir, marearse en el mar.

– Existe un remedio de marineros para el mareo -intervino Murchad con humor crudo-, pero no lo recomendaría a nadie. La mejor manera de no marearse es subir a cubierta y fijar la vista en el horizonte, respirar mucho aire fresco. Lo peor que se puede hacer en esas circunstancias es quedarse abajo, encerrado en el camarote. Os aconsejaría que lo transmitierais a vuestros compañeros.

Fidelma sintió la satisfacción de comprobar que el consejo dado antes a sor Muirgel había sido acertado.

– ¡Capitán! -volvió a exclamar sor Ainder, la monja de facciones angulosas-. ¿Es necesario remover imágenes de los enfermos y los muertos cuando estamos a punto de comer? Quizá el hermano Cian quiera decir las gratias para proceder a la comida.

Fidelma levantó la vista con expectación. La idea de que Cian fuera un religioso y se encargara de recitar las gratias era algo que jamás habría imaginado.

El antiguo guerrero se ruborizó, consciente al parecer de la mirada inquisitiva de Fidelma, y se volvió hacia el hermano austero y anciano.

– Que el hermano Tola pronuncie las gratias -rezongó con frialdad, alzando la mirada hacia Fidelma con desafío-. Son pocas las cosas que debo agradecer -añadió en un susurro dirigido sólo a ella.

Fidelma no se molestó en responder. Murchad, que oyó el comentario, arqueó las espesas cejas, pero no dijo nada.

El hermano Tola juntó las manos y entonó en una fuerte voz de barítono:

Benedictos sit Deus in Donis Suis.

Todos respondieron de forma automática:

Et sanctus in omnis operibus Suis.

Durante la comida, Murchad se puso a explicar, como ya lo había hecho a Fidelma, cuánto duraría el viaje según sus cálculos.

– Cabe esperar que seremos honrados con buen tiempo hasta el puerto en el que desembarcaréis. Este no queda lejos del santo lugar al que os dirigís. Es un viaje no muy largo por el interior.

Se produjo un murmullo de excitación entre los peregrinos. Uno de los dos jóvenes hermanos, a los que Fidelma había visto antes en la cubierta principal, un muchacho llamado Dathal, según ella recordaba, se inclinó hacia delante con el mismo gesto de animación que tenía mientras hablaba con su compañero en cubierta.

– ¿Está el santo lugar cerca del sitio donde Bregon construyó la gran torre?

Por lo que había dicho, era evidente que el hermano Dathal estudiaba las antiguas leyendas gaélicas, pues según contaban los antiguos bardos, los antepasados del pueblo de Éireann habían vivido en el reino de los suevos y, muchos siglos atrás, habían vigilado el país desde una elevada torre construida por su jefe, Bregon. El sobrino de Bregon, Golamh, también llamado Míke Easpain, encabezó a su pueblo en la gran invasión que les aseguró los Cinco Reinos.

Murchad sonrió con gusto. Diversos peregrinos le habían hecho aquella misma pregunta otras tantas veces.

– Eso cuenta la leyenda -respondió con buen humor-. No obstante, debo advertiros de que no hallaréis vestigio alguno de tal colosal edificio aparte de un gran faro romano llamado la Torre de Hércules, y no de Bregon. La Torre de Bregon debió de ser muy, muy alta, ciertamente, para que un hombre pudiera ver la costa de Éireann desde el reino de los suevos.

Hizo una pausa, pero al parecer nadie supo apreciar su broma. Su voz se volvió grave al añadir:

– Ahora quisiera aprovechar que estamos reunidos para deciros unas cuantas cosas que habréis de comunicar a los compañeros que no han podido unirse a nosotros en esta primera comida. Hay una serie de normas que deben contemplarse en este navío.

Vaciló antes de proseguir:

– Ya os he dicho que el viaje durará casi una semana. Durante ese tiempo podréis utilizar la cubierta principal cuanto queráis. Tratad de no interferir en las labores de la tripulación, pues vuestras vidas dependen de un manejo eficiente del barco, y navegar por estas aguas no es tarea fácil.

– He oído hablar de grandes monstruos marinos.

La pregunta venía de la joven hermana Gormán. Fidelma la examinó con interés furtivo, pues pensó que lo mejor sería empezar a conocer a sus compañeros de viaje, teniendo en cuenta que iban a estar encerrados en un barco varios días. Lo cierto era que Gormán era bastante joven: no tendría más de dieciocho años. Hablaba en un tono nervioso y entrecortado que la hacía parecer una niña ingenua, aunque a Fidelma más bien le recordó un cachorro ansioso por complacer a su amo. Tenía una extraña característica: sus ojos no podían estar quietos, los movía como si estuviera en un estado de inquietud permanente. Fidelma se quedó pensando en si ella misma había sido alguna vez tan joven. Dieciocho años. De pronto recordó que era la edad en que había conocido a Cian. Desechó el pensamiento inmediatamente.

– ¿Veremos monstruos marinos? -preguntaba la muchacha-. ¿Correremos peligro?

Murchad se rió, pero sin burlarse.

– No hay peligro de monstruos marinos en nuestra ruta -respondió para tranquilizarla-. Quizá veáis criaturas marinas que no hayáis visto antes, pero no representan ninguna amenaza. Ahora bien, en el caso de que nos sorprenda un temporal, lo mejor es quedarse abajo, a menos que yo dé otra orden, y asegurarse de que lámparas y candelas están bien apagadas…

– Pero, ¿cómo vamos a ver nada aquí abajo sin faroles? -se quejó sor Crella.

– Todas las lámparas y candelas deberán apagarse -insistió Murchad, y el énfasis fue la única muestra de que había oído la pregunta-. No queremos lidiar a bordo con un incendio a la par que una tormenta. Hay que apagar las lámparas y atrancar las escotillas.

– ¿Cómo? -El ascético hermano Tola parecía desorientado con los términos.

– Cualquier cosa que se mueva o que pueda causar daño con el cabeceo del barco deberá ser bien atado o asegurado -explicó el capitán con paciencia-. Si se da esta circunstancia, el joven Wenbrit estará a vuestra disposición para cualquier ayuda posible y para asegurarse de que no os falta nada.

– ¿Qué posibilidades existen de encontrarnos con una tormenta? -preguntó la monja alta y anciana, sor Ainder.

– Una posibilidad a partes iguales -reconoció Murchad-. Pero no os preocupéis. Hasta ahora no he perdido ningún barco de peregrinos, ni uno solo, en una tormenta.

Hubo entre los comensales sonrisas de cortesía, aunque no faltas de tensión. Murchad era a ojos vistas un hombre sagaz, pues Fidelma reparó en que algunos de sus compañeros necesitaban palabras tranquilizadoras, y el capitán lo percibió.

– Seré sincero con vosotros, hermanos -les confió-: en este mes acostumbra a haber tormentas y lluvia que pueden durar semanas. Pero ¿sabéis por qué decidí zarpar este día en concreto? No nos hicimos a la mar aprovechando la marea de esta mañana porque sí. ¿Alguien sabe por qué?

Se miraron los unos a los otros, y hubo quien negó con la cabeza.

– Siendo como sois religiosos, todos deberíais saber qué día es hoy -les reprendió el capitán bromeando.

Esperó a que alguien contestara. Todos parecían desconcertados. Fidelma pensó que debía responder por ellos.

– ¿Os referís al día del bienaventurado Lucas, de Lucas el Médico?

Murchad la miró con aprobación ante su muestra de cultura.

– Exactamente. Hoy es el día de Lucas. ¿Nadie entre vosotros ha oído hablar del veranillo de san Lucas?

Todos negaron con la cabeza, perplejos.

– Los marineros hemos observado que a mitad de este mes suele haber un período de bonanza que suele coincidir con el día de san Lucas… Son días muy secos de mucho sol. Por eso, si tenemos que navegar durante este mes tratamos de hacerlo en esta época.

– ¿Podéis garantizar este buen tiempo lo que dure la travesía? -exigió sor Ainder.

– Me temo que nada puede garantizarse una vez se ha zarpado, donde sea y cuando sea, ya en pleno verano o en pleno invierno. Sólo puedo decir que, de entre los diversos viajes que he hecho en esta época del año, sólo uno no ha sido agradable y tranquilo.

Murchad calló un momento y, al no haber comentarios, prosiguió.

– Hay un asunto, claro, del que seguramente habréis oído hablar antes de comprar el pasaje. Hoy en día la mar es un peligro, y las aguas por las que navegaremos no están exentas de él. Y ya no me refiero al riesgo de los elementos, las mareas, los vientos o las tempestades, sino a la amenaza de nuestros congéneres, la amenaza de piratas o asaltantes, que abordan barcos para robar y raptar a los ocupantes para venderlos como esclavos.

Todos guardaron silencio.

Fidelma, que había viajado a Roma, conocía los peligros de los que hablaba Murchad. Había oído muchas historias de barcos pirata que navegaban frente a los puertos occidentales de Italia procedentes de las islas Baleares, y de la proliferación de corsarios del mundo árabe en el Mediterráneo, el gran mar en medio de la tierra.

– Si nos atacan, ¿de qué medios defensivos disponemos? -preguntó Cian con calma.

Murchad esbozó una media sonrisa.

– No somos un barco de guerra, hermano Cian. La defensa quedará en manos de nuestros marineros y en la pura sue… -recordó entonces que tenía ante sí a un grupo de clérigos-… y en el amparo de Dios.

– ¿Y si la suerte y los marineros no bastan? -quiso saber el hermano Tola-. ¿Está vuestra tripulación armada y preparada para defendernos?

Cian lo miró con desdén.

– ¿Esperáis, hermano Tola, que otros mueran por defenderos sin mover vos mismo un dedo?

Era claro que Tola no gozaba de la simpatía de su compañero.

– ¿Sugerís que debería empuñar la espada en vez de la cruz? -replicó el hermano Tola inclinándose hacia delante, enrojeciendo por la base del cuello.

– ¿Y por qué no? -respondió Cian sin alterarse.

Fidelma había oído aquel frío tono desdeñoso otras veces y se estremeció ligeramente.

– Pedro lo hizo en el jardín de Getsemaní -añadió el joven.

– Soy un religioso, no un guerrero -objetó el hermano Tola.

– En tal caso tal vez deberíais confiar en que el crucifijo os defienda -se mofó Cian-, y no exigir que os defiendan los guerreros.

Murchad miró a Fidelma, que apreció la sonrisa divertida del capitán. Entonces éste alzó ambas manos cual sacerdote bendiciendo a sus feligreses y dijo en tono conciliador:

– Amigos, no hay motivos para las discordias. No tengo intención de alarmaros, pero tengo el deber de advertiros de las posibles circunstancias para que, en caso de darse alguna, no coja desprevenido a nadie. Si tenemos la mala suerte de toparnos con piratas, quizá podáis rezar para que un poder superior a la espada nos asista. Al fin y al cabo, esto predicáis, ¿no es así? Tales barcos piratas suelen merodear frente a las costas, y en principio nuestro curso se aleja de esas zonas de peligro…

– ¿Salvo…? -intervino Cian esta vez.

– Desembarcaremos en una isla llamada Uxantis, frente a la costa occidental de la tierra conocida antaño como Armórica y que ahora llaman Pequeña Bretaña. En esas aguas podría haber piratas al acecho. También podría haberlos en las proximidades de las costas del reino de los suevos. Ésas son las zonas por las que podríamos correr el riesgo de un ataque. Pero dudo que suceda. Las probabilidades son muy bajas.

– ¿Habéis sido atacado alguna vez por piratas, Murchad? -preguntó Fidelma con tranquilidad, pues el capitán parecía muy seguro de sí mismo.

Asintió solemnemente y dijo:

– En dos ocasiones. Sólo dos en todos los años que llevo navegando por estas aguas.

– Y aun así sobrevivisteis -señaló Fidelma para tranquilizar a sus nuevos compañeros.

– Desde luego -confirmó, lanzándole una mirada de gratitud por ayudar a su propósito-. Sólo han sido dos encuentros en todos los viajes que he realizado, y no es un dato despreciable: os demostrará que tales encuentros son posibles, pero improbables. Es más fácil que nos sorprenda una tempestad que un barco pirata. Pero, si sucediera, mi deber es advertiros de que tendréis que dejar hacer a mis hombres sin interponeros, a fin de poder escapar.

– ¿Podríais relatarnos qué aconteció las dos veces que fuisteis atacado? -le preguntó el hermano Tola con mala cara-. No debió de ser tan grave o, de otro modo, como ha indicado nuestra hermana -observó, inclinando la cabeza hacia Fidelma-, no estaríais con nosotros.

Murchad se rió apreciando la observación del monje.

– Bueno, una de las veces rezagué al asaltante.

– ¿Y la otra? -preguntó sor Crella al instante con preocupación.

El capitán bajó las comisuras de los labios en un gracioso mohín y confesó:

– Me alcanzó.

Entre los pasajeros hubo un silencio desconcertante que indicó a Murchad que la respuesta no les había hecho la misma gracia que a él, así que decidió explicar lo sucedido:

– Al ver que era un barco sin mercaderías ni pasajeros, pues viajaba de un puerto a otro para recoger la carga, el pirata me dejó seguir adelante. Para él era una pérdida de tiempo destruir mi navío entonces, cuando iba camino de recoger una valiosa carga que podría convenirle luego. Me dijo que volveríamos a vernos, cuando yo tuviera algo que ofrecerle. Pero no he vuelto a verle desde entonces.

Se impuso un silencio pensativo en la sala.

– ¿Y si hubiera habido peregrinos a bordo? -preguntó sor Gormán con temor.

Murchad no se molestó en responder. Finalmente, sor Ainder dijo:

– A Dios gracias no hizo falta responder a esa pregunta.

Oyeron entonces un grito procedente de una cubierta, que les hizo dar un respingo.

– Ah. -Murchad se puso en pie abruptamente-. No temáis. Sólo es un aviso de que el viento está cambiando. Disculpadme, pero debo volver a mi labor. Si alguien tiene alguna pregunta que hacer sobre el manejo del barco y las normas a las que debéis ateneros, preguntad al joven Wenbrit. Este mozo ha pasado buena parte de su vida en un barco y confío en él la atención a los pasajeros.

El capitán dio una palmada en el hombro al niño, que sonrió con cierta timidez, y salió para subir a la cubierta.

A fin de postergar la ineludible conversación con Cian hasta haber tenido tiempo de reflexionar al respecto, Fidelma dio pie al religioso a su lado, preguntándole:

– ¿Y sois todos de la misma abadía?

El monje, al que habían presentado como hermano Dathal, un joven esbelto y rubio, vació su copa de vino antes de responder.

– El hermano Adamrae -señaló a su compañero, de la misma edad que él- y yo somos de la abadía de Bangor. Pero la mayoría de nuestros compañeros vienen de la abadía de Moville, que no queda muy lejos de la nuestra.

– Ambas se encuentran en el reino de Ulaidh, si no me equivoco.

– Así es. En el subreino de los Dál Fiatach -respondió el hermano Adamrae, pelirrojo y cubierto de pecas.

Sus fríos ojos azules cintilaban como el agua en un soleado día estival. Él era tan tranquilo como eufórico su compañero.

– ¿Qué os atrae del santo sepulcro de Santiago? -prosiguió Fidelma, viendo que Cian esperaba la ocasión oportuna para hablar con ella.

– Somos scriptores -explicó el hermano Adamrae con una voz melancólica.

El hermano Dathal, que en cambio tenía un tono de voz chillón de tan agudo, añadió:

– Estamos elaborando la historia de nuestro pueblo en épocas antiguas. Por eso vamos al reino de los suevos.

Fidelma los escuchaba distraídamente.

– ¿Dónde reside exactamente la relación? -preguntó con amabilidad, pero en realidad estaba concentrada pensando en cómo iba a tratar con Cian, sin prestar demasiada atención a aquello que le estaba contando el hermano Dathal.

El joven monje se inclinó hacia ella y meneó el cuchillo ante sus ojos a modo de falsa amonestación.

– Vos, sor Fidelma, deberíais estar al corriente del origen de nuestro pueblo.

Fidelma volvió a mirarle bruscamente y, tras hacer un esfuerzo, de súbito entendió a qué se refería.

– Sí, claro… antes hablasteis de la Torre de Bregon con el capitán. ¿Estáis interesado en la antigua leyenda sobre el origen de nuestro pueblo?

– ¿Antigua leyenda? -saltó el rubicundo compañero de Dathal-. ¡Eso es historia!

Elevó aquella voz melancólica y entonó:


Siete hijos tenía Golamh de los Gritos,

También llamado Míle de Hispania…


Fidelma lo interrumpió para que no siguiera.

– Desconozco la historia, hermano Adamrae, y no me dice por qué vais al santo sepulcro de Santiago. Nada tiene que ver Golamh con el origen de los Hijos de Gael, ¿cierto?

El hermano Dathal fue indulgente, aunque entusiasta.

– Vamos en pos de conocimiento. Es posible que nuestros antepasados dejaran libros en esa tierra llamada Iberia, el reino de los suevos, donde los hijos de Bregon, hijo de Bratha, crecieron y prosperaron y extendieron luego su dominio allende los mares. Por esto Bregon levantó la torre desde la que vigilaba Irlanda, y fue entonces cuando Ith, hijo de Bregon, preparó un barco tripulado por ciento cincuenta guerreros; se hicieron a la mar rumbo al norte hasta que alcanzaron la costa de la tierra que sería nuestra querida Éireann.

– A estos jóvenes -interrumpió el hermano Tola con desaprobación- no les interesa la Fe ni el Santo Sepulcro: van allí para aprender historia mundana.

El tono de crítica del anciano era indiscutible.

– ¿Os oponéis a la inquisición de vuestros compañeros? -le preguntó Fidelma.

El hermano Tola removió con desgana la comida que le quedaba en el plato.

– Creo que es evidente. El hermano Dathal y el hermano Adamrae no tienen derecho a fingir que van en peregrinación religiosa sólo para satisfacer su interés en cuestiones seculares.

El hermano Dathal empalideció y alzó el tono considerablemente.

– Nada hay más sagrado que la búsqueda del conocimiento, hermano Tola.

– Nada salvo Dios y sus santos -le espetó el hermano Tola, levantándose de repente-. Desde que partimos de Bangor, no os he oído hablar más que del valor de encontrar la verdad histórica. Estoy hastiado de oírlo. Esto es un peregrinaje al Santo Sepulcro de un gran santo; un santo que conoció a Jesús y caminó a su lado. Eso es más importante que la vanidad humana.

– ¿Y qué me decís de Ith, el hijo de Bregon, que cayó luchando en Irlanda? -replicó el melancólico hermano Adamrae-. ¿Y de Golamh y sus hijos, nuestros antepasados? No diréis que esto carece de importancia. Porque si esto no hubiera sucedido, ni siquiera existiríais para realizar vuestra peregrinación.

– Poco os importa la religión, para llamaros como el primer hombre creado por Dios -reprochó Tola.

El hermano Adamrae se echó hacia atrás y se puso a reír. El hermano Tola quedó estupefacto ante lo que para él fue una irreverencia. Incluso Fidelma tuvo que taparse una sonrisa con la mano. Le había sorprendido la falta de cultura de Tola.

El hermano Dathal no fue tan diplomático.

– Vuestra ignorancia demuestra la necesidad de que exista eso a lo que vos llamáis vanidad humana -le dijo al hermano Tola sin ambages-. El nombre de Adamrae no tiene nada que ver con el nombre bíblico de Adán. Es un antiguo nombre de nuestro pueblo, que significa «maravilloso». ¿Os dais cuenta de las carencias que tenéis por concentraros exclusivamente en un único tema de estudio?

El hermano Tola dio media vuelta poniendo cara de asqueado y abandonó la mesa.

Sor Ainder, que a juzgar por la severidad de su semblante, a Fidelma se le antojó como el homólogo femenino del hermano Tola, chasqueó la lengua con desaprobación.

– No deberíais faltarle al respeto al hermano Tola. Es un hombre erudito y devoto.

– ¿Erudito? -se burló el hermano Dathal.

– Es erudito en religión y filosofía.

– No es erudito en nuestro campo y ha sido irrespetuoso con nosotros -contestó el hermano Adamrae para defenderse-. Nosotros no ocultamos la intención de nuestro viaje. Nuestra misión es regresar con nuevos conocimientos a nuestra abadía… reputada, a propósito, por su erudición.

– Él no está en contra de esa erudición que todos deberíamos interesarnos en ampliar, y me refiero a la erudición religiosa -replicó sor Ainder.

El hermano Adamrae menospreciaba no sólo al hermano Tola, sino también a su defensora, sor Ainder.

– La búsqueda del conocimiento religioso no significa que el resto de artes y ciencias deban dejarse a un lado. Lo juro, desde que empezó este peregrinaje, en este grupo sólo ha habido conflictos. Cuando no ha sido por la intolerancia del hermano Tola, ha sido por la lujuria de…

– ¡Basta!

La voz de sor Crella cortó el aire como un látigo. Se hizo un silencio violento.

– Basta, hermano Adamrae -repitió con un tono de amonestación más leve-. No querréis que nuestra compañera del sur crea que los del norte siempre están discutiendo entre ellos, ¿no? -Se volvió hacia Fidelma con una sonrisa-. He advertido que el capitán os ha presentado como Fidelma de Cashel. ¿Sois de la abadía de esa ciudad?

Fidelma pensó que era preferible no responder con evasivas. Lo cierto es que podía afirmar que así era, y eso hizo.

– Pero conocisteis al hermano Cian en Tara, ¿no? -preguntó la más joven, Gormán.

– Nos conocimos hace muchos años -respondió Fidelma con circunspección.

Notó que los demás la miraban, pero se inclinó sobre su plato. No tuvo ganas de estrechar el trato con su compañera y, desde luego, no quería enredarse en las fricciones que hubiera en el grupo. Ya tendría suficientes problemas al tratar con Cian.

El hermano Dathal rompió el embarazoso silencio citando un poema épico que conocía.


Los capitanes de esos navíos de ultramar

En los que vinieron a Éireann los hijos de

Míle de Hispania,

A todos ellos recordaré siempre…

Sus nombres y la suerte que corrió cada uno de ellos.


Terminó la frase con un fuerte resoplido y se puso en pie para salir. Al poco lo siguió su compañero adusto y pelirrojo.

– Espero que disculpéis la brusquedad que han mostrado esta mañana, sor… sor Fidelma, ¿verdad?

Fidelma advirtió que sor Ainder la estaba mirando con una sonrisa condescendiente, falta de calidez y sinceridad.

– Ya se sabe que los estudiosos suelen ser irascibles, sobre todo cuando hablan de sus propias disciplinas, cosa que hacen a menudo y en voz alta. Digamos que no hemos gozado de mucha tranquilidad desde que salimos de Bangor.

Fidelma inclinó la cabeza en muestra de asentimiento.

– Me temo que mi pregunta es lo que ha desatado la discusión.

Frente a ella, la monja de cara ancha, sor Crella, hizo una mueca que indicaba desacuerdo.

– Si no hubiera sido vuestra pregunta, sor Fidelma, se habrían enfrentado por cualquier otro motivo. Aunque es cierto que el hermano Tola no ha dejado de criticar a los hermanos Dathal y Adamrae desde que partimos.

Sor Ainder intervino en defensa de Tola al instante.

– No hay motivos para echar la culpa al hermano Tola. Es un hombre espiritual, que tiene muy en cuenta que este peregrinaje se ha emprendido para buscar la verdad espiritual.

– El hermano Tola no debería haberse unido a este grupo si va en busca de un ideal esotérico -soltó Crella.

Si puede decirse que era posible levantarse y salir con resolución del camarote pese al leve balanceo, esto hizo sor Ainder. Sor Gormán, la más joven del grupo, se puso en pie también, murmuró algo incomprensible y se marchó.

Con una brillante sonrisa, Wenbrit empezó a retirar la mesa. Parecía disfrutar con el conflicto entre los religiosos adultos de la mesa.

Sor Crella se quedó en silencio, picoteando de su plato unos instantes y luego levantó la vista hacia Fidelma.

– Ya me imagino a la vieja Ainder diciendo que los jóvenes de hoy en día no saben lo que es el respeto -dijo, sonriendo.

Fidelma no sabía si el comentario era general o iba dirigido a ella, así que se sintió obligada a decir algo.

– Mi mentor, el brehon Morann, acostumbraba a decir que los jóvenes siempre ven a los mayores como personas seniles. Y así es, pero siempre ha ocurrido de este modo en nuestra juventud.

– El respeto hay que ganárselo, hermana, y no exigirse sólo por haber sobrevivido unos cuantos años.

Wenbrit, que estaba de pie detrás de sor Crella, consiguió guiñarle un ojo a Fidelma al inclinarse a recoger el plato.

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