Grian fue la portadora de la noticia. Había ido a la posada donde trabajaba y había entrado en su habitación sin llamar. Fidelma estaba en la cama, mirando al techo, tumbada. Puso cara de pocos amigos al ver entrar a su amiga.
– Espero que no vengas a aleccionarme otra vez -le espetó con hostilidad antes de que Grian pudiera abrir la boca.
Ésta se sentó en la cama.
– Todos te echamos de menos, Fidelma. Nadie quiere verte así.
Fidelma hizo una mueca, cada vez más enfadada.
– No es culpa mía que ya no esté en la escuela -objetó-. Morann es quien se inmiscuyó en mi vida. Él me expulsó.
– Lo hizo por tu bien.
– A él no le incumbía.
– Él cree que sí.
– Yo no me entrometo en su vida privada, así que él tampoco debería entrometerse en la mía.
Grian estaba disgustada a ojos vistas.
– Fidelma, me siento responsable de lo sucedido. Por culpa de mi necedad…
– No tienes más derechos sobre mi situación por haberme presentado a Cian -le reprochó con dureza.
– No he dicho que los tenga, sólo que me siento responsable. Mi acción podría haber echado a perder tu vida… y eso, no puedo tolerarlo.
– Morann es quien ha echado a perder mis estudios, y no tú.
– Pero Cian…
– Ya está bien de hablar de Cian. Sé que es inmaduro a veces, pero tiene buenas intenciones. Cambiará.
Grian guardó silencio unos momentos, y luego dijo con calma:
– A ti te gusta citar a Publio Siro. ¿Acaso no dice que el amante airado se engaña con mentiras? Lo mismo puede aplicarse a las mujeres. Los amantes saben lo que quieren, pero no saben qué necesitan. Tú no necesitas a Cian, y él no te quiere.
Fidelma intentó incorporarse, furiosa, pero Grian la empujó contra la almohada. Fidelma no sabía que su amiga tenía tanta fuerza.
– Ahora vas a escucharme aunque ésta sea la última vez que hablamos. Hago esto por tu bien, Fidelma. Esta mañana, Cian se ha desposado con Una, la hija del administrador del rey supremo, y se han establecido en Aileach, entre los Cenel Eoghain.
Se apresuró a decirlo para que su amiga no tuviera tiempo de hacerla callar.
Fidelma la miró a los ojos, asimilando en silencio sepulcral lo que entrañaban sus palabras. Entonces su rostro adquirió una rigidez pétrea.
Grian esperó a que su amiga dijera algo, a que reaccionara, y al ver que no lo hacía, añadió:
– Yo ya te lo había advertido. Seguramente lo sabías, seguramente te dabas cuenta…
Fidelma sintió ser ajena a la realidad, como si estuviera sumergida en agua fría. Estaba aturdida; se había quedado sin palabras. Grian la había advertido y, si era sincera consigo misma, sospechaba -temía, incluso- que podía ser cierto. Intentó engañarse y negarlo, pero al final consiguió articular uno de los pensamientos que se agolpaban en su mente.
– Vete y déjame sola -le gritó con la voz quebrada por la emoción.
Grian la miró con preocupación.
– Fidelma, debes comprender que…
Fidelma se abalanzó contra su amiga gritando, golpeándola y arañándola. Si Grian no hubiera sido experta en el arte de troidsciathaigid («lucha defensiva»), Fidelma podría haberle hecho daño. Conocía bien aquella técnica inventada siglos atrás, cuando los sabios de los Cinco Reinos debían defenderse de ladrones y bandidos. Sus creencias les impedían defenderse con armas y se vieron obligados a desarrollar otro método de defensa. Ahora, muchos de los misioneros que viajaban a otros países eran adeptos de este arte.
No le resultó difícil dominar la furia desatada de Fidelma, pues un ataque físico sin control se limita a sí mismo. En unos instantes Grian ya la había inmovilizado, sujetándola boca abajo contra la cama.
En aquel momento el posadero irrumpió en el cuarto, reclamando explicaciones por el alboroto que había perturbado la calma de los demás huéspedes; de inmediato, reparó con indignación en la silla y las vasijas que se habían roto antes de que Grian hubiera reducido a Fidelma.
Grian le gritó que se fuera y que pagarían por cualquier daño.
Retuvo a su amiga durante mucho tiempo hasta que las ganas de luchar y la exaltación abandonaron su cuerpo, y la tensión se disipó y los músculos se relajaron.
Finalmente Fidelma dijo en un tono tranquilo y razonable:
– Ya estoy bien, Grian. Puedes soltarme.
Grian la liberó con recelo y Fidelma se sentó.
– Preferiría que me dejaras sola un rato.
Grian la miró con inquietud.
– No te preocupes -dijo Fidelma en voz baja-. Te prometo que no volveré a hacer ninguna tontería. Puedes volver a la escuela.
Aun así, Grian vacilaba en dejarla sola.
– Vete -insistió Fidelma sin apenas contener los sollozos-. Te lo he prometido… ¿no te basta con eso?
Convencida de que se le había pasado el arrebato de locura, Grian se levantó.
– Recuerda, Fidelma, que tienes amigos a tu lado.
Tuvo que pasar cerca de un mes para que Fidelma regresara a la escuela del brehon Morann. El anciano reparó en las pequeñas arrugas que tenía en las comisuras de ojos y labios: una crispación que no le había visto nunca.
– ¿Habéis aprendido la lección de Esquilo, Fidelma? -preguntó el brehon Morann a modo de saludo y sin preámbulos cuando su alumna se presentó en la sala.
Ella lo miró sin comprender.
– «¿Quién sino los dioses pueden vivir sin sufrimiento eternamente?»
Fidelma guardó silencio un momento. Luego, sin responder, anunció:
– Quisiera reanudar mis estudios.
– Supondría una gran alegría para mí que así lo hicierais.
– ¿Me permitís reanudar mis estudios? -preguntó con voz queda.
– ¿Hay algo que os lo impida, Fidelma?
Fidelma levantó la barbilla con su característico gesto de desafío, y esperó unos segundos antes de responder con decisión:
– No, nada.
Con tristeza, el anciano soltó un suspiro leve, casi imperceptible.
– Si vuestro corazón alberga rencor, el estudio no será el azúcar que lo disuelva.
– ¿Acaso no dicen los antiguos bardos que del sufrimiento se aprende?
– Cierto, pero según mi experiencia, el que sufre reflexiona, bien demasiado, bien poco en lo que le hace sufrir. Y temo que vos reflexionéis demasiado, Fidelma. Si reanudáis el estudio, deberéis dedicar la mente al estudio y no al mal que sentís por haber sufrido.
Fidelma apretó los labios.
– No os preocupéis por mí, brehon Morann. Ahora me aplicaré en mis estudios.
Y así lo hizo. Pasaron los años. Obtuvo el título tras ocho años de estudio y acabó siendo la mejor alumna que el brehon Morann había formado jamás. Así lo reconocía el anciano, que no era hombre que elogiase fácilmente a sus alumnos. Sin embargo, Fidelma ya no era la inocente muchacha que llegara a su escuela. Cierto es que ni la inocencia ni la juventud son eternas, pero lo que entristecía al viejo Morann era el cambio de carácter. Donde debía habitar la dicha, habitaba la amargura. Fidelma jamás volvió a recuperar su naturalidad. El rechazo de Cian la había desencantado y la había hecho sentirse despreciada; y aunque los años fueron templando su sentir, no consiguieron hacerle olvidar lo ocurrido, ni le permitieron recuperarse del todo. La amargura dejó una profunda cicatriz e hizo de ella una persona desconfiada. Tal vez eso mismo la había convertido en una buena dálaigh; esa suspicacia, ese modo de poner en duda las intenciones ajenas.
Fidelma volvió al presente de malhumor.
– Muy bien, Cian -dijo con desgana-. Hablemos si quieres.
Fidelma no hizo esfuerzo alguno por hacerle sentir cómodo. Cian intentó dominar la situación bajando unos escalones para hacerla descender hasta el comedor a fin de que pudieran sentarse, pero ella no se movió, impidiéndole avanzar. Estaban de pie en el espacio estrecho entre los camarotes y Fidelma obstaculizaba el paso.
Cian tomó la iniciativa.
– Han pasado muchos años desde la última vez que nos vimos, Fidelma.
– En concreto, diez -interrumpió ella, tajante.
– ¿Diez años? Y tu nombre es ahora pronunciado como el de quien ha cosechado fama. Me dijeron que regresaste para proseguir los estudios con el brehon Morann.
– Es evidente. Tuve suerte de que me readmitiera en su escuela después de casi malbaratar mis posibilidades.
– Yo pensaba que querías dedicarte a la enseñanza y no al derecho.
– Yo quería muchas cosas cuando era joven. Cambié de idea al descubrir que tenía talento para obtener la verdad de quienes pretendían ocultarla. Desarrollé ese talento a partir de la cruda experiencia.
Cian no acentuó el tono mordaz de ella. Se limitó sonreír con aire distraído, sin darse por aludido.
– Me alegro de que hayas prosperado en la vida, Fidelma. Es más de lo que yo he conseguido en la mía.
Fidelma esperó a que Cian explicara algo más, y luego añadió con acritud:
– Me sorprende que hayas renunciado a tu profesión para llevar una vida religiosa. Pues, de todas las vocaciones que existen, la religiosa no es precisamente la que más se ajusta a tu temperamento, ¿no?
Cian se rió; había un desagradable tono taciturno en la carcajada.
– Has dado en el clavo enseguida, Fidelma. No fue decisión mía cambiar de profesión.
Aguardó en silencio una explicación.
Entonces Cian tomó su mano derecha con la izquierda y la levantó como si no pudiera hacerlo por sí misma. La sostuvo en el aire y la soltó. Ésta cayó con languidez. Cian volvió a reírse.
– ¿Quién quiere a un guerrero manco en la escolta del rey supremo?
Por primera vez desde el reencuentro con Cian, Fidelma advirtió que la mano derecha le colgaba junto al cuerpo y que empleaba la izquierda para todo. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Acababa de jactarse de su capacidad observadora y no se daba cuenta hasta ese momento de que Cian sólo tenía pleno uso de un brazo. ¡Menuda dálaigh estaba hecha! Abrigaba tanto odio por él, que lo veía con los mismos ojos de diez años atrás en Tara. No se había fijado en su estado actual. Le parecía recordar, no obstante, que Cian llevaba el brazo derecho oculto bajo el hábito. Un impulso compasivo la llevó a extender la mano para tocárselo levemente.
– Lo…
– ¿Lamentas? -la interrumpió, casi con un gruñido-. ¡No quiero lamentaciones de nadie!
Fidelma permaneció callada con la vista al suelo. Al parecer su actitud enfadaba a Cian.
– ¿No vas a decirme que es normal que un guerrero acabe siendo herido? ¿Que es uno de los riesgos propios de la profesión? -preguntó con sarcasmo.
Fidelma se sorprendió del gemido lastimero que iba quebrando su voz. Le pareció repulsivo y su compasión inicial se desvaneció con la misma rapidez que había surgido.
– ¿Por qué? ¿Eso es lo que quieres oír? -le echó ella en cara.
Su tono desató aún más la furia de Cian.
– Se lo he oído decir muchas veces a gente dispuesta a que los que son como yo hagan el trabajo sucio por ellos para luego repudiarnos.
– ¿Te hirieron en combate? -preguntó, desoyendo la acusación.
– Fui herido por una flecha en pleno antebrazo derecho; me perforó los músculos y dejó el brazo inservible.
– ¿Cuándo sucedió?
– Hace unos cinco años, durante las guerras de fronteras entre el rey supremo y el rey de Laigin. Mis compañeros me trasladaron a la Casa de los Pesares de Armagh. No tardaron en descubrir que ya no podía ser guerrero, así que en cuanto sané, me obligaron a entrar en la abadía de Bangor.
Era evidente que Cian consideraba que se le había tratado injustamente.
– ¿Te obligaron? -quiso aclarar Fidelma.
– ¿Qué iba a hacer sino? ¿Qué trabajo puede hacer un hombre con un solo brazo?
– ¿La herida es irreversible? En Tuam Brecain hay muy buenos médicos.
Cian movió la cabeza con un gesto de amargura.
– Ni eran ni son lo bastante buenos. Pasé unos años en la abadía realizando cuantas labores insignificantes podía con el brazo bueno.
– ¿Has consultado a otros médicos?
– Tal es el propósito de mi viaje -reconoció-. Me han hablado de un médico íbero llamado Mormohec que vive cerca del Santo Sepulcro de Santiago.
– ¿Y vuestra intención es visitar a Mormohec?
– Hay suficientes tumbas y sepulcros de hombres santos en los Cinco Reinos para que no me inspiren a viajar allende el mar para visitar otro. Sí, voy en busca de ese tal Mormohec. Es mi última oportunidad de recuperar una vida de verdad.
Fidelma levantó las cejas ligeramente.
– ¿Una vida de verdad? ¿Tu actual dedicación religiosa no te parece una vida de verdad?
Cian soltó una carcajada llena de sarcasmo.
– Tú me conoces, Fidelma. Me conoces muy bien. ¿Me imaginas viviendo una vida tranquila como un frater orondo, recluido entre las paredes de una abadía toda mi vida, o lo que queda de ella, cantando salmos piadosos?
– ¿Qué opina tu esposa?
Cian parecía desconcertado.
– ¿Mi esposa?
– Según recuerdo, te casaste con la hija del administrador del rey de Aileach. Una, se llamaba. ¿No fue por ello por lo que me dejaste sin más en Tara?
– ¿Una? -repitió Cian, haciendo una mueca como quien ha probado algo de sabor desagradable-. Una quiso divorciarse en cuanto los médicos declararon que mi herida era irreversible y que sería un lisiado para el resto de mis días.
Fidelma contuvo un gesto de pura satisfacción maliciosa. Se reprochó para sí que su sentir personal se inmiscuyera en la desgracia ajena, y a la vez la dominaba todavía lo ocurrido diez años atrás.
– Debió de ser un golpe duro… que te pagaran con tu misma moneda.
Las palabras afloraron antes de poder reprimirlas, pero Cian estaba distraído con sus pensamientos y no oyó el final de la frase que Fidelma había pronunciado con tanta satisfacción.
– Un golpe duro… Sí que lo fue. ¡Esa bruja mercenaria!
Fidelma desaprobó su vehemencia.
– Si no estuvieras ya divorciado, Cian, acabas de pronunciar uno de los motivos fundamentales por los que una mujer puede divorciarse de su esposo según las leyes de Cáin Lánamna -señaló con timidez.
Sin embargo, Cian no se refrenó.
– Diría cosas peores de ella si mereciera la pena.
– ¿Llegasteis a tener hijos?
– ¡No! -exclamó-. Ella decía que la culpa era mía, motivo al que se acogió para divorciarse, por no atreverse a reconocer la verdad: que no quería seguir viviendo con un hombre que ya no podría darle una vida de lujo.
– ¿Te acusó de esterilidad?
Fidelma sabía muy bien que la incapacidad sexual por parte del esposo podía ser causa de divorcio. Un hombre estéril era una de las causas que la ley contemplaba como motivo de divorcio. Fidelma dudaba que Cian, el arquetipo de hombre lozano y viril siempre dispuesto a demostrar su masculinidad, pudiera ser acusado de estéril. No obstante, no dejaba de ser irónico que él precisamente se hubiera divorciado por este motivo.
– Yo no era estéril. Ella no quería tener hijos -se quejó Cian con resentimiento en la voz.
– Pero el tribunal bien debió de exigir y examinar las pruebas para demostrar aquello de que se te acusaba, ¿no?
Fidelma sabía que la ley era muy severa con las mujeres que dejaban a sus maridos sin causa justificada, del mismo modo que lo era con los hombres que abandonaban a sus esposas sin motivos legales. Una mujer que no pudiera demostrar con pruebas las razones que alegaba era declarada «infractora de la ley conyugal» y perdía sus derechos en la sociedad hasta que desagraviaba al esposo.
Cian aspiró aire entre los dientes apretados. Al bajar la vista al suelo un instante, Fidelma supo que los tribunales jamás le habrían dado la razón a Una sin evidencia. Era como si al fin, de manera natural, se hubiera hecho justicia con Cian. ¿Qué solía decir su mentor, el brehon Morann?… «Entre la injusticia y la justicia, la justicia se hace más difícil de soportar para el culpable.»
– Bueno -prosiguió Cian, sacudiéndose como si con ello espantara los fantasmas del pasado-, pero me alegro de que las Parcas nos hayan vuelto a reunir, Fidelma.
Ella apretó los labios con un gesto sarcástico y preguntó:
– ¿Y por qué te alegras? ¿Quieres desagraviarme por la angustia que me hiciste pasar cuando era una muchacha?
Cian le sonrió con el mismo encanto de antaño que Fidelma había terminado odiando.
– ¿Angustia? Tú sabes que siempre me atrajiste y que siempre te admiré, Fidelma. Lo pasado, pasado. Yo creía que estaba haciendo lo mejor para ti. Tenemos un viaje muy largo por delante y…
Fidelma sintió una punzada gélida ante el intento de Cian por desarmarla, y dio un paso atrás.
– Ya hemos hablado suficiente, Cian -respondió con frialdad.
– Vamos, Fidelma -le instó-. Sé que todavía sientes algo por mí o, de lo contrario, no reaccionarías con tanta pasión. Veo el sentimiento en tu mirada…
Hizo un intento de atraerla hacia sí con el brazo bueno. Fidelma mantuvo el equilibrio sobre un pie y, con el otro, le dio una patada en la espinilla. Cian chilló y la soltó con un reniego.
El odio impregnaba el semblante de Fidelma.
– Eres patético, Cian. Si quisiera, podría informar de tu acción al capitán de este navío. Aparta de mi vista tu existencia insignificante y miserable.
Sin esperar a que así lo hiciera, lo apartó de un empujón para ir en busca de Wenbrit. No había nadie en el corto pasillo que separaba los camarotes de popa. Se detuvo ante el que ocupaba sor Muirgel, al ver que la puerta estaba entornada. Se oyó movimiento al otro lado. Abrió la puerta un poco más y preguntó en voz baja en la oscuridad:
– ¿Wenbrit? ¿Estás ahí?
Percibió otro movimiento en la penumbra.
– ¿Eres tú, Wenbrit? -susurró Fidelma.
Oyó un roce y, a continuación, una luz trémula iluminó el camarote. Wenbrit había ajustado la mecha de un farol. Fidelma suspiró de alivio, entró y cerró la puerta.
– Pero, ¿qué haces en la oscuridad? -preguntó.
– Esperándoos.
– No entiendo nada.
– Durante el desayuno he oído que hablaban de vos como experta en resolver misterios. ¿Es verdad que sois dálaigh de los tribunales de vuestro país?
– Sí.
– Pues aquí hay un misterio que debería resolverse, señora.
El muchacho hablaba con emoción contenida y algo más; quizá fuera tensión, casi miedo.
– Más vale que me cuentes de qué se trata.
– Bien. Se trata de la monja que ocupaba este camarote, sor Muirgel.
– Prosigue.
– Se encontraba mal, como ya sabéis.
Fidelma aguardó sin impacientarse.
– Han dicho que subió a cubierta durante la tempestad y cayó al mar.
– Lo dices como si no lo creyeras, Wenbrit -observó Fidelma a juzgar por el tono de voz del chico.
Wenbrit dio un inesperado paso hacia adelante y sacó de la litera un hábito de color oscuro.
– Después del desayuno me han enviado a limpiar este camarote y a recoger las cosas de sor Muirgel. Éste era su hábito.
Fidelma miró la prenda.
– No entiendo adónde quieres ir a parar.
Wenbrit le cogió la mano y se la apretó contra la vestidura. Estaba húmeda.
– Mirad vuestra mano de cerca, hermana. Veréis que hay sangre.
Fidelma acercó los dedos a la luz temblorosa y vio que estaban manchados de algo oscuro.
Se quedó mirando a Wenbrit un momento. Cogió entonces el hábito y lo sostuvo en el aire: tenía una rasgadura irregular.
– ¿Dónde habéis encontrado la prenda?
– Escondida bajo esta litera.
– Si esto es sangre… -dijo Fidelma y calló, mirando con gesto pensativo al muchacho.
Ahora comprendía la mezcla de miedo y emoción en su rostro.
– Quiero decir que sor Muirgel estaba mareada. Anoche, antes de acostarme, vine a verla por si necesitaba cualquier cosa. Todavía se encontraba mal y me pidió que la dejara en paz.
– ¿Y lo hiciste?
– Por supuesto. Me fui a dormir. Pero algo me preocupaba.
– ¿Y qué era?
– Creo que sor Muirgel estaba asustada.
– ¿Por la tormenta?
– No, por la tormenta no. Veréis: cuando bajé a preguntarle si necesitaba algo, había cerrado con llave la puerta del camarote. Tuve que llamar e identificarme para que me abriera.
Fidelma se volvió a mirar el pestillo de la puerta.
– Pensaba que estas puertas no podían asegurarse cerradas -señaló.
El chico cogió el farol para levantarlo de manera que Fidelma viera mejor y le indicó:
– Mirad los arañazos. Basta con colocar aquí un trozo de madera, o el extremo de uno de esos crucifijos que lleváis los religiosos, para que el pestillo no pueda levantarse: con esto la puerta ya no puede abrirse.
Fidelma dio un paso atrás.
– ¿Y sor Muirgel aseguró la puerta de este modo?
– Sí. Estaba mareada y asustada. Es imposible que saliera a pasear por la cubierta con semejante tempestad y en su estado.
– ¿Volviste a verla luego?
– No. Volví a mi camarote a dormir. No me moví de la cama hasta el amanecer.
– ¿No estuviste en cubierta durante el temporal?
– No me corresponde subir a menos que el capitán lo especifique.
– De modo que no volviste a ver a sor Muirgel.
– No. Me despertó un monje que estaba registrando el barco justo después del alba. Le oí decir a los demás que echaba en falta a sor Muirgel. Era el hombre con el que habéis hablado hace un momento. Entonces oí al capitán diciendo que si no estaba en el barco podía haber caído al agua durante la noche. Para él era la única explicación posible.
– Bueno, Wenbrit -preguntó Fidelma con curiosidad-, ¿y tú que piensas de todo esto? ¿Tienes otra explicación?
– Yo sólo digo que sor Muirgel no estaba en condiciones para subir a cubierta, y menos con la mala mar que había anoche.
– La desesperación hace que la gente haga cosas incomprensibles -comentó Fidelma.
– Pero no una cosa como ésta -señaló Wenbrit.
– ¿Y qué opinas tú?
– Opino que se encontraba demasiado mal para valerse por sí misma; su vestidura tiene un rasgón y está llena de manchas de sangre. Si cayó al agua, no fue por accidente.
– Entonces, ¿qué crees que sucedió?
– Creo que primero la mataron y luego la arrojaron al mar.