Murchad señaló con el dedo la costa negra que emergía entre la bruma.
– Ésa es la isla de Uxantis.
– Parece grande -observó Fidelma, que estaba a su lado.
Durante las últimas horas había dado vueltas a la historia que Guss le había contado sobre la muerte de sor Canair, y el testimonio de él y Muirgel. ¿Habían matado a Muirgel porque era una testigo del crimen? ¿O era cierto que había otras razones, como había apuntado Guss? Y si era así, y el móvil eran los celos, ¿podía ser Crella la asesina? ¿Había muerto Guss como consecuencia de ello? Si de algo estaba segura Fidelma era de que las versiones de Crella y Guss no coincidían, pero no tenía pruebas sólidas para resolver el enigma.
Una hora antes habían oficiado un funeral por sor Muirgel y habían tirado el cuerpo a las profundidades del mar; era el segundo funeral por la misma persona, bien que más sobrio y contenido que el anterior. En el mismo acto rezaron por el recuerdo del pobre Guss y encomendaron su alma a Dios. Era extraño saber que alguien entre ellos no compartía los sentimientos manifestados durante la ceremonia… Atardecía; el sol descendía en un cielo de poniente veteado de nubes oscuras. Empezaba a refrescar, y la lóbrega silueta de Uxantis emergía perezosamente sobre el horizonte a medida que el navío se aproximaba. La sombría costa a la que Murchad apuntaba con el dedo debía de quedar a poca distancia de ellos.
– Es una isla grande -respondió el capitán-. Y peligrosa. Pero creo que tendremos suerte.
Fidelma lo miró sorprendida.
– ¿Suerte? ¿En qué sentido?
– Esta neblina… Podría convertirse en niebla en un visto y no visto. En Uxantis es habitual. Además aquí hay corrientes fuertes e innumerables escollos, y si el viento arrecia, corremos el peligro de que nos arroje contra ellos o la costa rocosa de la isla. Aquí un vendaval puede tardar una semana y hasta diez días en amainar.
Incluso entre la neblina la costa baja y negra que columbraban tenía algo de siniestro. No se divisaban colinas. Fidelma calculó que el punto más elevado apenas debía de superar los tres metros de altura. Con todo, el rumor distante de las olas contra el rompiente sugería peligros. Aquella isla parecía albergar un mar de amenazas.
– ¿Cómo sabéis dónde desembarcar? -se interesó-. Yo sólo veo un muro impenetrable de rocas.
Murchad hizo una mueca.
– En este lado no lo intentaremos, desde luego. Es el lado norte. Debemos bordear la isla hasta el sur, donde hay una amplia bahía que alberga la población principal. Hay una iglesia que fundó el santísimo Paul Aurelian el Bretón hace un siglo.
Murchad señaló y dijo:
– Tenemos que pasar al otro lado de ese cabo… ¿lo veis? Allí, donde está ese barco que viene hacia nosotros.
Fidelma miró hacia donde apuntaba el brazo extendido del capitán y, a lo lejos, vio una nave que aparecía tras el cabo rumbo hacia ellos. Una voz gritó desde lo alto del palo mayor.
Murchad dio un paso adelante y, a grito pelado, espetó con fastidio:
– ¡Ya lo hemos visto! ¡Tendrías que haber avisado hace diez minutos!
Gurvan apareció por la proa y anunció:
– Es un navío con aparejo de cruz de Montroulez.
– Se refiere al tipo de barco. Aunque eso no permite saber quién lo maneja. Un vigía no sirve de nada si no mantiene informados a los de cubierta.
Fidelma distinguió el aparejo de cruz. Por la elevada proa, tenía cierto parecido al Barnacla Cariblanca.
Gurvan, que se había colocado junto a Drogan a la espadilla, miraba detenidamente al otro barco, tratando de discernir algún detalle.
– Creo que les pasa algo, capitán -anunció.
Murchad dio media vuelta y frunció el ceño para examinar el navío.
– La vela está mal colocada y empuja demasiado al barco contra el viento -murmuró-. Esa forma de navegar no es nada conveniente.
Fidelma era incapaz de detectar anomalía alguna en el barco, pero sabía que los ojos expertos de Murchad y Gurvan eran capaces de reconocer los fallos de otros navegantes.
Murchad soltó una exclamación inusitada que hizo dar un respingo a Fidelma.
– ¡Será burro! Ya debería estar orzando. El viento sopla del mar y va a arrastrarlo hacia las rocas.
Se acortaba la distancia que los separaba, pero el Barnacla Cariblanca se alejaba de los acantilados rumbo al oeste y con espacio de sobra para maniobrar. El otro trataba de controlar el viento que lo empujaba hacia las rocas.
– Pero, ¿por qué no orza? ¿No ve el peligro? -gritó Gurvan.
Nadie abrió la boca.
Algunos marineros se acercaban a la baranda de babor a contemplar la escena entre comentaros críticos sobre el arte de navegar del otro barco.
– ¡Amarrad cabos! -rugió Murchad-. Atentos a las drizas.
Los marineros se dispersaron y corrieron a los cabos usados para arriar e izar la vela. Fidelma tomaba nota para sí de aquella curiosa jerga marinera, pues le interesaba saber qué sucedía en cada momento. Percibió un ligero cambio de viento. Era curioso que se hubiera acostumbrado a advertir esos cambios tras aprender lo fundamental que esto era a bordo de un barco.
– ¡Lo sabía! -exclamó Murchad a punto de estampar el pie en el suelo-. ¡Maldito capitán de pacotilla!
Al grito del capitán, Fidelma miró al otro barco, que aún se encontraba a cierta distancia de ellos. Si había entendido bien a Murchad, el otro capitán debiera haber cambiado la vela para virar y avanzar contra el viento en zigzag. Pese a no conocer los fundamentos técnicos, Fidelma era capaz de apreciar el resultado.
El viento ejercía tal presión sobre la vela del barco, que lo impulsaba hacia delante cual saeta, derecho a la barrera de escollos. Luego, una ráfaga en dirección contraria escoró el barco hasta tal extremo, que pareció que fuera a volcar. La embarcación osciló con precariedad a un lado y al otro hasta recuperar la posición vertical. La vela volvió a hincharse y, aun por encima del estruendo del viento y el mar, oyeron el atroz desgarrón que partió la vela de punta a punta.
– ¡Rezad por ellos, señora! -gritó Gurvan-. Están perdidos.
– ¿Qué estáis diciendo? -exclamó Fidelma con un grito ahogado, pero enseguida cayó en lo absurdo de la pregunta.
Durante unos instantes la nave quedó al pairo, pero de pronto el viento llenó los jirones de la vela mayor y el foque, que estaba intacto, y volvió a cabecear.
Fidelma oyó un sonido desconocido, comparable a una criatura gigantesca que surgiera de las entrañas de la tierra partiendo la madera, arrancando árboles y arbustos a su paso. Y a través del agua, el sonido se amplificaba miles de veces.
El desdichado barco se precipitó hacia delante y, para horror de Fidelma, empezó a desintegrarse ante sus ojos.
– ¡Dios santo, se ha estrellado contra las rocas! -lamentó Murchad-. Que Dios se apiade de esas pobres almas.
Fidelma contemplaba con fascinación la escena desde la distancia. Entonces el mástil se quebró y se desplomó como un árbol talado, arrastrando con él las jarcias y los restos de la maltrecha vela. Lo siguiente en partirse fueron los tablones del casco. Desde allí veía figuras menudas y oscuras que saltaban al agua espumosa. Le pareció que oía gritos y alaridos pero, de haberlos habido, el fragor del agua embistiendo contra las rocas los habría ahogado.
En un momento el barco había desaparecido y, entre los salientes picudos e irregulares de las rocas poco había quedado aparte de los restos del naufragio que flotaban en el agua: partes de la embarcación, sobre todo tablones de madera destrozada. Un tonel. Un cesto de mimbre. Y cuerpos boca abajo por todas partes.
Murchad seguía mirando, petrificado. Luego, como quien despierta de un sueño, sacudió la cabeza y tosió para expulsar la emoción de su voz.
– ¡Arriad la vela mayor! -ordenó con la voz quebrada.
Sus hombres, preparados ya a las drizas, empezaron a tirar de ellas.
Al percatarse de que algo sucedía, Cian y otros peregrinos habían subido a cubierta y preguntaban qué había pasado.
Murchad miró fijamente a Cian; lleno de ira, bramó:
– ¡Llevaos abajo al grupo! ¡Ahora mismo!
Avergonzada, Fidelma se adelantó y empezó a empujar a los demás religiosos hacia la escalera de cámara.
– Un barco acaba de estrellarse contra las rocas -explicó para responder a las quejas-. Parece que no hay esperanza para la pobre gente que iba a bordo.
– ¿No podemos hacer nada para ayudarlos? -preguntó sor Ainder-. Nuestra obligación es atender a los necesitados.
Fidelma miró de reojo hacia donde Murchad daba órdenes a grito limpio, y apretó los labios.
– El capitán está haciendo lo que puede -aseguró a la religiosa-. La mejor manera de colaborar es obedeciendo sus órdenes.
– ¡Pon el barco contra el viento, Gurvan! ¡Echad las rejeras! ¡Listos para lanzar el esquife al agua!
A juzgar por el raudal de órdenes, Fidelma entendió que Murchad se proponía rescatar a los supervivientes, de haberlos.
Al ver que sus compañeros bajaban a regañadientes, se volvió a Murchad para preguntarle:
– ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
Murchad hizo una mueca de disgusto y movió la cabeza.
– Por el momento dejadlo en nuestras manos, señora -respondió con brusquedad.
Fidelma no quería bajar a entrecubiertas ni regresar a su camarote, de modo que buscó un rincón donde le pareció que no molestaría y desde donde podría observar el desarrollo de la situación.
Gurvan había cedido a otro el gobierno de la espadilla y se había llevado con él a un par de hombres para bajar el bote -el esquife, como había dicho Murchad- al agua picada. Fidelma se maravillaba de ver cómo cada marinero ocupaba la posición y desempeñaba la función que le correspondía. El Barnacla Cariblanca estaba ahora quieto con las velas amainadas y arrastrando rejeras para mantener el barco inmóvil. Sin embargo, Fidelma vio que ningún barco podía mantenerse inmóvil en aquellas aguas; era cuestión de tiempo que Murchad tuviera que izar las velas para salir del peligro. Las rocas parecían estar a una distancia peligrosa.
El bote había caído al agua con un golpe seco; con Gurvan en la proa para dirigir a los dos remeros, la pequeña embarcación empezó a deslizarse sobre aquel mar picado en dirección a las rocas y los restos del naufragio.
Fidelma se inclinó hacia delante para observarlos mejor.
– Dudo que haya supervivientes -dijo una vocecilla cercana.
Fidelma miró abajo y vio a Wenbrit. El muchacho estaba muy blanco y tenía la mano sobre el cuello, tapándose la cicatriz que le había parecido verle al subir a bordo. Hasta entonces no había visto semejante expresión de pavor en aquel rostro. Fidelma suponía que lo ocurrido debía de haberlo impresionado.
– ¿Suceden a menudo estas cosas en el mar?
El chico pestañeó y respondió con un amago de tensión en su voz:
– ¿Os referís a si suele ocurrir que un barco se estrelle contra las rocas de esa manera?
Fidelma asintió sin decir nada.
– A menudo. Demasiado a menudo -respondió el chico, tenso todavía-. Son pocos los que acaban rompiéndose en pedazos contra las rocas porque no saben navegar, porque es gente que no conoce ni respeta el mar y que jamás debería poner un pie a bordo de un barco, y mucho menos estar al mando de un navío como responsable de vidas ajenas. Son más los que acaban yendo contra las rocas a causa del mal tiempo, algo que no se puede controlar; a causa de vientos, mareas y tempestades. Otros barcos se van a pique porque la tripulación o el capitán se han pasado con el alcohol.
Fidelma estaba intrigada por la vehemencia contenida en el tono de voz del chico.
– Veo que habéis dado muchas vueltas a esta cuestión, Wenbrit.
El chico soltó una risotada que sorprendió a Fidelma por el resquemor que traslucía.
– ¿He dicho algo que no debiera? -quiso saber Fidelma.
Wenbrit se apresuró a disculparse.
– En absoluto, señora. Perdonadme. No es culpa vuestra. Ahora ya no me importa contároslo. Murchad me salvó la vida. Me sacó del mar, de un naufragio parecido a ése. -Con la cabeza señaló hacia los restos esparcidos por el agua.
Fidelma quedó sin habla, hasta que dijo:
– ¿Y cuándo sucedió, Wenbrit?
– Ya hace unos años. Yo iba en un barco que chocó contra unas rocas por culpa de un mal navegante. No recuerdo gran cosa, salvo que el capitán estaba bebido y erró al dar las órdenes. El barco se hizo pedazos. Murchad me rescató del mar días después. Yo estaba atado a un trozo de madera; de lo contrario me habría hundido en el mar y me habría ahogado. Uno de los cabos que me amarraban a la madera se escurrió hasta quedar alrededor del cuello. Ya noté que os fijasteis en la cicatriz.
Fidelma empezó a comprender por qué el muchacho casi idolatraba a Murchad.
– Así que sois grumete desde muy chico, ¿eh?
Wenbrit sonrió con desgana.
– ¿A tus padres no les importó? -le preguntó con delicadeza.
Wenbrit levantó la cabeza para mirarla, y Fidelma vio que la angustia inundaba aquellos ojos oscuros.
– Mi padre era el capitán.
Fidelma trató de disimular su impresión.
– ¿Vuestro padre era capitán de barco?
– Era un borracho. Se emborrachaba con frecuencia.
– ¿Y vuestra madre?
– No me acuerdo de ella. Él me contó que murió al poco de nacer yo.
– ¿Alguien más se salvó del naufragio?
– No que yo sepa. No recuerdo nada entre el momento en que chocamos y aquel en que me subieron a bordo del Barnacla Cariblanca. Murchad me dijo que debía de haber pasado varios días a la deriva y que estaba medio muerto cuando me pescaron.
– ¿Intentasteis buscar más supervivientes? Quizá vuestro padre se salvó.
Wenbrit se encogió de hombros con un gesto de indiferencia.
– Murchad hizo escala en el puerto de Cornualles, el puerto de matrícula del barco de mi padre. Pero allí no sabían nada. Habían dado por perdida a toda la tripulación.
– Aparte de Murchad, ¿quién más conoce tu historia?
– Casi todos los marineros de este barco, señora. Ahora ésta es mi casa. Gracias a Dios que Murchad apareció en aquel momento. Ahora tengo una nueva familia, y mucho mejor de la que nunca había tenido.
Fidelma le sonrió y puso una mano en su hombro.
– Sí, gracias a Dios, Wenbrit. -Entonces un pensamiento le vino a la mente-. Y gracias a la persona que ató vuestro cuerpo inconsciente a ese trozo de madera para que al menos vos tuvierais una posibilidad de salvaros.
Les llegó un grito desde el agua en el momento en que el esquife se aproximaba a la mancha que formaban los pecios. Gurvan estaba de pie en equilibrio precario, escrutando el agua en busca de supervivientes. Acto seguido señaló con el dedo y volvió a sentarse. Desde allí veían los remos bogando.
– ¿Han hallado algún superviviente? -preguntó Fidelma.
Wenbrit negó con la cabeza.
– Creo que se trata de un cadáver: lo están devolviendo al agua
– ¿Y no podemos recogerlo? -protestó Fidelma, pensando en que merecían unas honras fúnebres.
– En la mar, señora, hay que anteponer los vivos a los muertos -le explicó Wenbrit.
Les llegó otro grito desde el agua y vieron que subían otra figura al esquife. Divisaron entonces movimiento cerca del bote: era alguien que trataba de nadar hasta allí.
– Al menos dos almas se han salvado -musitó Wenbrit.
A los quince minutos el esquife regresó. En total, sólo habían encontrado a tres con vida; ahora Murchad se afanaba en reemprender la marcha, pues hasta Fidelma se daba cuenta de que el viento y la marea empujaban al Barnacla Cariblanca a un ritmo sostenido contra las rocas pese a estar la vela bajada y las rejeras echadas. Fidelma se había preguntado qué serían las rejeras. Sabía qué era un ancla normal y corriente. Wenbrit se lo explicó: el barco tenía cuatro grandes bolsas de piel, que echaban al agua y hacían las veces de carga de arrastre en estos casos, a fin de evitar que la embarcación se moviera por falta de resistencia.
Entre algunos hombres subieron a bordo a los tres marineros rescatados, tras lo cual Murchad empezó a gritar una serie de órdenes.
– ¡Izad la vela mayor! Levad rejeras. ¡Listos para virar por redondo! ¡Gurvan, a la espadilla!
Fidelma asumió la responsabilidad de ir a donde estaban los hombres a los que habían rescatado. La mayoría de la tripulación estaba atareada en poner al barco fuera de peligro.
Uno de los tres rescatados ya estaba sentado, tosiendo con debilidad. Los otros yacían inconscientes.
Fidelma se percató al instante de varias cosas. Los que aún no habían vuelto en sí vestían el atuendo habitual de un marinero; por tanto, a juzgar por su aspecto, eran hombres de mar. El que ya se recobraba iba bien vestido, y aunque tuviera la ropa empapada y no llevara armas, Fidelma adivinó que era un hombre de rango.
Era de constitución fuerte, lo cual podría haber contribuido a que saliera ileso del agua; además era rubio y lucía un largo bigote que colgaba a ambos lados de la boca, a la manera gala. Una capa de sal seca le cubría la tez. Tenía ojos de color azul celeste y facciones bien definidas. Pese a estar calado hasta los huesos, su indumentaria era de excelente calidad. Parecía un hombre avezado a la vida al exterior. Fidelma advirtió también que llevaba valiosas piezas de joyería.
– Oumodo vales? -lepreguntó en latín, suponiendo que si era un hombre de rango tendría conocimientos de esta lengua, fuera de la nacionalidad que fuera.
Para su asombro, el hombre le respondió en su propia lengua y con un acento que Fidelma atribuyó al reino de Laigin.
– Yo estoy bien -dijo y señaló a sus compañeros desvanecidos-. Pero parece que ellos están en peor estado.
Fidelma se agachó a tomar el pulso del primer marinero. Lo notó, pero era débil.
– Creo que ha tragado mucha agua -añadió el irlandés.
Wenbrit se acercó a ellos.
– Yo sé cómo reanimarlo, señora -se ofreció.
Fidelma se hizo a un lado y observó al muchacho, que puso al hombre boca arriba y luego se sentó a horcajadas sobre él.
– Hay que sacar el agua que ha tragado. Poneos junto a su cabeza y extended sus brazos hacia atrás; cuando yo diga, empujadlos hacia mí, como si estuvierais bombeando.
Un segundo tripulante estaba haciendo lo mismo con el otro marinero.
Fidelma siguió las indicaciones del muchacho y vio que aquel movimiento hacía subir y bajar el pecho del hombre. Entre cada movimiento, el chico insuflaba aire con fuerza en la boca de éste. Justo cuando Fidelma estaba diciendo que la técnica no parecía estar surtiendo efecto, el marinero emitió un sonido ronco; de su boca brotó agua y se puso a toser. Wenbrit colocó sobre un costado al hombre, que empezó a tener arcadas y a vomitar sobre la cubierta.
Fidelma se echó atrás. El otro náufrago tenía un corte profundo en la frente y no había duda de que estaba inconsciente, pero al parecer respiraba con normalidad. Dos marineros se lo llevaron a los camarotes de la tripulación. Fidelma vio que el hombre de Laigin se levantaba y reparó en que no tenía mal aspecto pese al descalabro sufrido. Miraba a su alrededor con gesto contrito.
Wenbrit ayudó al marinero reanimado a sentarse. El hombre musitaba algo, a lo cual Wenbrit respondió en la misma lengua.
– ¿Él no es irlandés? -preguntó Fidelma al hombre de Laigin.
– Era un barco mercante bretón, hermana. La tripulación era bretona. Yo había comprado un pasaje para llegar a la desembocadura del Sléine.
Fidelma lo miró con interés.
– Sois sin duda de Laigin.
– Así es. ¿Es éste un barco irlandés?
– Venimos de Ardmore -confirmó Fidelma-, pero la tripulación es de lugares diversos. Murchad es el capitán.
– Así que venís del reino de Muman. -El hombre miró a su alrededor y sonrió-. Un barco de peregrinos, sin duda. ¿Adónde os dirigís?
– Al Santo Sepulcro de Santiago, en el reino de los suevos.
El hombre se quejó con un palabro comedido.
– No me vendrá nada bien. ¿Quién decíais que manda en este barco? Debo hablar con él de inmediato.
Fidelma miró hacia la tolda, donde Murchad estaba atrafagado.
– Yo os aconsejaría que, a menos que queráis repetir el encuentro con las rocas, deberíais aguardar un poco -le sugirió con una sonrisa-. De todos modos no tardaremos en desembarcar en Uxantis para repostar agua.
El hombre hizo una mueca.
– De Uxantis veníamos.
Wenbrit había ayudado a un tripulante a cambiar de sitio a los supervivientes y ahora estaba lavando el suelo de la cubierta.
– ¿Crees que los marineros se recuperarán? -le preguntó Fidelma.
El muchacho la miró con una sonrisa burlona.
– Esos dos han sido muy afortunados. Voy a buscar algo fuerte de beber para que este caballero entre en calor.
– Buena idea, chico -aprobó el recién llegado.
– ¿Cómo os llamáis? -preguntó Fidelma con amabilidad.
– Eso se lo diré al capitán -respondió el hombre con desdén.
Fidelma dio media vuelta para reprenderle por su falta de modales y, al hacerlo, el emblema de la Cadena de Oro asomó entre su amplio hábito. Su hermano Colgú, rey de Cashel, le había concedido el antiguo título dinástico de los Eóghanacht. La luz del sol centelleó sobre la cruz de oro. Fidelma no habría sabido decir si había hecho aquel movimiento inconscientemente para que el hombre viera la cruz. Lo cierto es que tuvo un efecto fulminante.
Al reconocer la cruz, el náufrago abrió los ojos. El emblema de la Niadh Nasc, la orden de la Cadena o el Collar de Oro, era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman, que surgió a partir de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en que era otorgado personalmente por el rey Eóghanacht de Cashel, y quien lo recibía le juraba lealtad personal a cambio de una cruz que llevaría al cuello, creada a partir de un antiguo símbolo solar, cuyo origen -se decía- se perdía en la noche de los tiempos. Algunos escribas aseguraban que su fundición se remontaba a casi un milenio antes del nacimiento de Cristo.
El hombre de Laigin sabía muy bien que una monja común jamás habría llevado tal símbolo. Entonces le pareció recordar que el muchacho se había dirigido a ella con el tratamiento de «señora». Se aclaró la garganta nerviosamente e inclinó la cabeza hacia delante.
– Estoy olvidando mis buenos modales, señora. Soy Toca Nia, del clan Baoiscne. Fui comandante de la escolta de Fáelán, el fallecido rey de Laigin. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
– Soy Fidelma de Cashel.
El asombro del hombre era más que evidente.
– ¿La hermana de Colgú de Cashel? ¿La dálaigh que intervino en la disputa entre Muman y Laigin y que…?
– Colgú es mi hermano -lo interrumpió.
– Conozco vuestra buena fama, señora.
– Sólo soy una abogada y una religiosa en peregrinaje al reino de los suevos.
– ¿Sólo? -TocaNia se rió de manera halagadora-. Ahora caigo en la cuenta de que os he visto antes, pero no os he reconocido hasta que no habéis pronunciado vuestro nombre.
Fidelma era la sorprendida en ese momento.
– No recuerdo haberos visto.
– No tenéis razón para hacerlo, pues no es que nos conociéramos exactamente -aclaró-. Simplemente os vi desde el otro extremo del salón abarrotado de una abadía. Era la abadía de Ros Ailithir, hace un año más o menos. A la muerte de Fáelán, mi rey, seguí durante una temporada al servicio del joven rey de Laigin, Fianamail. Acompañé al rey, al abad Noé de Fearne y al brehon Fornassach a la abadía, donde vos sacasteis a la luz la conspiración para enfrentar a Laigin y Muman en una guerra.
A Fidelma le parecía que habían pasado siglos desde aquello. ¿Era posible que sólo hubiera pasado un año?
– Extraño lugar éste para un reencuentro -comentó con cortesía-. ¿Y cómo está el rey de Laigin, Fianamail? Un hombre apasionado y vehemente, si mal no recuerdo.
Toca Nia sonrió y asintió moviendo la cabeza.
– Abandoné mi servicio al rey después de Ros Ailithir. Me cansé de la guerra y de ejercer de guerrero. Supe que el príncipe de Montroulez buscaba a un hombre para domar caballos. Y esta profesión se me ha dado bien. Tras pasar un año en su corte, me dispuse a regresar a Laigin, cuando…
Movió la mano hacia el mar con una seña elocuente, lo que hizo que Fidelma tomara conciencia de la situación. Miró al agua y, para su sorpresa, vio que la línea de rocas escarpadas se alejaba. Murchad había vuelto a hacer despliegue de sus artes de navegación y soslayado el peligro.
Precisamente en ese momento Murchad venía de la cubierta de popa con paso resuelto.
Toca Nia se volvió para saludarlo.
– ¿Estáis herido? -quiso saber Murchad, tanteando de un vistazo con sus ojos despiertos al guerrero corpulento.
– No, gracias a la oportuna intervención de vuestros hombres, capitán.
– ¿Son vuestros compañeros?
Wenbrit se adelantó y respondió por él.
– Son dos marineros de la tripulación. Uno podría estar peor después del mal trago que han pasado, pero el otro puede que tarde días en recuperarse. Se hizo un corte en la cabeza con las rocas al caer.
– ¿En qué barco viajabais? -preguntó Murchad al superviviente.
– Tenía por nombre el Morvaout… que vendría a ser el Cormorán si no me equivoco.
Murchad lo miró de hito en hito.
– ¿Era un barco de peregrinos?
Toca sonrió.
– No, era un mercante que transportaba vino y aceitunas a Laigin, y a mí con todo ello.
Fidelma decidió intervenir.
– Es Toca Nia, antiguo comandante de la escolta del rey de Laigin y luego domador de corceles para el príncipe de… ¿de dónde?
– De Montroulez. Es un pequeño principado de la costa norte de la Pequeña Bretaña.
– ¿En qué pensaba vuestro capitán mientras conducía al barco por estas aguas peligrosas? -preguntó Murchad a continuación.
El antiguo guerrero se encogió de hombros.
– El capitán murió hace dos días. Por eso el barco se desplazó al sur hasta Uxantis en vez de navegar en dirección norte, derecho a Laigin. El primer oficial tomó el mando y me temo que no era un navegante competente, ni supo controlar a una parte de la tripulación, que se negó a acatar sus órdenes. Le gustaba demasiado la sidra.
– ¿Queréis decir que la tripulación se amotinó?
– Algo así, señora.
– ¿Estaban implicados algunos de los supervivientes? -inquirió Murchad-. Porque no quiero amotinados en mi barco.
– No sabría decirle. Al morir el capitán se impuso el caos.
– ¿De qué murió? ¿Murió durante el amotinamiento?
– Sencillamente se desplomó, muerto, estando al timón. Dejó de latirle el corazón. He visto morir a otros así, de ese modo inexplicable, antes y después de la batalla. No por heridas de guerra, sino por pararse el corazón.
– ¿Y el capitán era el único navegante capacitado a bordo? -insistió Murchad-. Es muy raro.
– Sea raro o no, ya habéis visto el resultado. Por fortuna vos pasasteis y lo visteis. De lo contrario, no estaría vivo. Capitán, necesitaría un pasaje a Laigin.
Murchad movió la cabeza en respuesta negativa.
– Ésta es una travesía de peregrinación al santo lugar de Santiago. Dudo que regresemos a Ardmore antes de tres semanas o más. Pero vamos a desembarcar en Uxantis. Allí no tardaréis en encontrar un barco que os lleve de vuelta a casa.
El antiguo guerrero sonrió con pesar.
– Tendré que vender algunas de estas bagatelas -dijo, mostrándoles las joyas de las manos-. Con ese barco se han hundido en las profundidades los ahorros de un año. -Señaló con la cabeza hacia las rocas-. Ahora sólo tengo lo que veis. Qué se le va hacer. Quizá pueda encontrar algún navío que me lleve como tripulante.
Murchad lo miró con recelo.
– ¿Tenéis experiencia como navegante?
El hombre se desternilló de risa.
– Por los dioses de la guerra, en absoluto. Soy un buen guerrero. Entiendo de tácticas de combate y de manejo de armas. Adoro los caballos y tengo habilidad para domarlos. Hablo tres lenguas. Puedo leer, escribir y hasta entender algo de Ogham. Pero del arte de la navegación no sé nada.
Murchad apretó lo labios.
– Bueno, tendréis que espabilaros y encontrar en Uxantis un pasaje a Éireann. Y ahora, si me disculpáis.
Murchad volvió a su trabajo.
Wenbrit llegó con el alcohol y dio una copa al guerrero.
– Deberíais quitaros esa ropa mojada -le aconsejó-. Creo que por ahí puede haber algo que os vaya bien.
– ¡Bien hecho, muchacho…!
El hombre calló en seco.
El guerrero se había quedado inmóvil con la copa levantada. Tenía la boca abierta, como si se dispusiera a beber, pero sus ojos estaban abiertos como platos y con la mirada fija. Una expresión de incredulidad le cubrió el semblante, y un nervio empezó a temblarle en la sien.
Fidelma se dio la vuelta para averiguar qué había causado aquel cambio de actitud tan brusco.
Cian acababa de aparecer en la cubierta; miraba aquí y allá, como si quisiera entender qué había sucedido desde que Murchad había enviado abajo a los peregrinos. Al ver a Fidelma se dirigió hacia ellos.
Como una fiera, Toca Nia emitió un ruido gutural. La copa se le cayó de las manos y su contenido se derramó sobre el suelo de la crujía.
Antes de que Fidelma pudiera darse cuenta, el hombre se lanzó para embestir a Cian, atónito ante el ataque.
– ¡Bastardo! ¡Asesino!
Ambas palabras restallaron como un látigo en el aire. Acto seguido arremetió contra Cian y le atizó un puñetazo en la cara pasmada. Cian se quedó plantado, aturdido, con la nariz ensangrentada y los ojos muy abiertos, incrédulos. Lentamente, como desafiando toda lógica, se desplomó de espaldas.