CAPÍTULO III

– ¡Cian!

Cual aparición que surge de un pasado fantasmal, allí estaba el hombre que antaño fuera su primer amor; el hombre que había despertado su sensualidad siendo muchacha, para luego desecharla sin piedad por otra mujer.

La impresión la dejó sin aliento un momento, mientras un torrente de recuerdos se agolpaba en su memoria. Fidelma recordaba el primer encuentro con la misma intensidad que si hubiera sucedido el día anterior. Y eso que habían pasado diez años, diez largos años…


* * *

El viejo brehon Morann había dado fiesta a sus alumnos para asistir a la gran feria trienal de Tara, la Féis Teamhrach. Si no lo hubiera hecho, habrían ido igualmente, pues era el gran acontecimiento del año. El rey supremo Ollamh Fódhla había instaurado la feria unos catorce siglos atrás. El propósito oficial de ésta era revisar las leyes de los Cinco Reinos. A ella asistían el rey supremo y los reyes provinciales, así como los más distinguidos representantes de todas las profesiones académicas de los Cinco Reinos.

Aunque los reyes supremos habían abandonado Tara como principal residencia real un siglo atrás a causa de una maldición de san Ruadan de Lorrha contra la localidad, en Muman, el gran festival se había mantenido y se celebraba cada tres años. Nadie era capaz de concentrarse en el estudio durante los siete días que duraba la feria. Empezaba tres días antes de la Fiesta de Samhain y concluía a los tres días de acabar ésta.

Mientras eruditos profesores y juristas, y reyes y sus consejeros, trataban asuntos de Estado y legislación, y debatían si aplicar o no nuevas leyes, se celebraban competiciones y festejos para el pueblo y para la gente pudiente que acudía para ver y ser vista. De los Cinco Reinos y todos los rincones del mundo llegaban mercaderes y artistas, rapsodas, malabaristas, bufones y acróbatas. Era una semana para descansar y disfrutar, pues las antiguas leyes de la feria proclamaban que, mientras ésta durara, estaba en vigor un armisticio sagrado y se eximía a todo el mundo de detención o acusación, salvo que perturbaran la paz de la feria por alboroto, violencia o robo.

Fidelma apenas había cumplido los dieciocho años, y nunca había estado en una feria tan importante como la de Tara. Ella y sus compañeros de la escuela de derecho de Morann pasaban entre la bulliciosa multitud, distraídos, mirando los puestos con toda clase de comida y bebida, así como productos de lugares lejanos. Entonces se detuvieron a contemplar fascinados a los grupos de payasos y malabaristas profesionales, mientras los músicos y rapsodas armaban una algarabía no del todo molesta.

Fidelma y sus amigos se detuvieron frente a un malabarista que lanzaba al aire nueve dagas, una por una, que luego cazaba al vuelo y volvía a lanzar al momento sin hacerse daño. El silbido de las dagas al cortar el aire se asemejaba al zumbido de las abejas.

Unos tremendos aplausos atrajeron a Fidelma y sus compañeros a un grupo de gente aglomerada alrededor de una porción de césped donde estaban jugando a immán. Cada jugador, armado con un camán, que consistía en una vara de fresno de un metro de largo cuidadosamente tallada y pulida con el extremo inferior plano y curvo, debía intentar golpear una pelota de piel rellena de lana. El nombre del juego venía a significar «manejar», «conducir», mientras que el del palo procedía de la palabra cam por alusión a la parte torcida o curva del palo.

Uno de los dos equipos acababa de marcar un tanto; cuando los estudiantes consiguieron abrirse paso hasta el centro del corro, habían reanudado el juego lanzando la pelota al centro del campo. Situados a cada extremo del plano rectángulo de hierba, los equipos echaron a correr hacia la pelota; los jugadores trataban de pasar la pelota entre los oponentes para meterla en la estrecha portería formada por dos palos.

El grupo de Fidelma se quedó hasta que marcaron otro tanto; luego siguieron paseando, animados. Era un día de alegría y despreocupación, si bien Fidelma tenía presente que el mentor, el brehon Morann, había sugerido a sus alumnos que no se dedicaran sólo a los divertimentos que ofrecía la feria, sino que también asistieran a los debates sobre leyes a fin de ampliar sus conocimientos. Fidelma iba a recordarlo a sus compañeros cuando se encontraron abriéndose paso entre una multitud que esperaba el comienzo de una carrera de caballos.

Fidelma se fijó en Cian en cuanto lo vio.

Sólo era uno o dos años mayor que ella. Era un joven que llamaba la atención: alto y de cabellos casi rojos de tan castaños. Tenía rasgos amables, buenos músculos, y su vestimenta indicaba un rango elevado. Iba vestido con poca ropa para la carrera: pantalones y camisa de lino teñidos de varios colores, y una capa corta de lana ribeteada con piel de castor. Montaba un semental espléndido, poseedor de un físico magnífico, al igual que el jinete; era un caballo zaino con una mancha blanca sobre el testuz.

Fidelma no se había fijado siquiera en los jinetes alineados junto a Cian. Sólo tenía ojos para él, extrañamente cautivada por su juventud y vitalidad. Entre ellos debió de existir un momento de atracción, pues él bajó la vista, vio a Fidelma, sostuvo su mirada un instante y le sonrió. Fue una sonrisa cálida y honesta.

El árbitro de la carrera dio la señal de aviso, y levantaron una bandera. Ésta ondeó unos momentos en el aire y a continuación bajó de un golpe. Los caballos arrancaron a galopar en medio de un estruendo, entre gritos de aclamación de los asistentes.

– ¡Qué hombre tan guapo! -susurró Grian, una amiga de Fidelma.

Grian era algo mayor que ella, y su mejor amiga en la escuela del brehon Morann. Era una alumna competente, pero tenía un lado frívolo y anteponía la diversión al estudio serio siempre que se presentaba la ocasión.

Fidelma se sonrojó a su pesar.

– ¿A cuál te refieres? -le preguntó afectando indiferencia.

– Ese chico que te acaba de sonreír -respondió Grian para tomarle el pelo.

– No sé a qué te refieres -se quejó Fidelma ruborizándose más.

Grian se volvió hacia un anciano de baja estatura que hacía un rato que animaba a grito pelado a un participante.

– ¿Conocéis a los jinetes? -le preguntó.

El hombre interrumpió sus exhortaciones y la miró con asombro.

– ¿Acaso habría apostado en la carrera si no los conociera? -protestó-. Sé cómo se llaman los jinetes, los caballos, y lo primero que hago antes de poner los pies aquí es estudiar a los participantes.

Grian sonrió con avidez.

– En ese caso quizá pueda decirnos cómo se llama ese caballo zaino de ahí, el de la mancha blanca en el testuz, y quién es el jinete.

– ¿El joven de la capa roja?

– Ese mismo.

– Por descontado: el caballo se llama Diss…

Fidelma intervino en la conversación con el ceño fruncido.

– ¿Diss? Pero si significa «débil» o «flojo».

El hombre se dio unos golpecitos sobre la nariz con gesto de entendido y aseguró:

– Será porque el caballo lo es todo menos débil y flojo.

– Bueno, ¿y quién es el jinete? -insistió Grian, que no quería apartarse del asunto.

– El jinete es el dueño del caballo. Se llama Cian.

– Hijo de un jefe, a juzgar por su aspecto -observó Grian con picardía.

El hombre lo negó moviendo la cabeza.

– No, que yo sepa. Pero sé que es un guerrero y que sirve en la escolta del rey supremo.

Grian miró a Fidelma con un gesto de triunfo.

La aclamación era cada vez mayor, y el golpeteo de los cascos estaba cada vez más cerca. La carrera estaba a punto de acabar; el circuito era circular y los jinetes se aproximaban al poste de llegada.

Fidelma se inclinó para ver el resultado.

El hermoso caballo zaino iba a la zaga del primero, una yegua blanca, cuyo jinete cabalgaba inclinado sobre la crin. El público se enardeció cuando el caballo de Cian ganó terreno, pero acabaron siendo vencidos por la yegua blanca y su jinete.

Fidelma se sintió proyectada hacia delante cuando el gentío se abalanzó para felicitar al campeón. Entonces notó que Grian la cogía del brazo y la empujaba hacia delante aprovechando el impulso de la multitud. Sin embargo, Grian no la llevaba hacia el ganador, sino hacia Cian, que en aquel momento desmontaba del caballo.

– ¿Qué estás haciendo? -le gritó Fidelma.

– Quieres conocerlo, ¿no? -replicó su amiga con decisión.

– Yo no…

Antes de poder objetar nada se encontró en medio del grupo que consolaba al guapo y joven jinete por haber perdido por tan poco.

Cian sonreía y aceptaba los cumplidos. Cuando vio a Fidelma y a su amiga, les dirigió una amplia sonrisa. Con las mejillas encendidas, Fidelma bajó la mirada, indignada con Grian por haberla puesto en aquella situación.

Cian se acercó a ellas con las riendas colgando del brazo.

– ¿Habéis disfrutado con la carrera, señoras? -les preguntó.

Fidelma reparó al instante que tenía una voz de tenor resonante y seductora.

– ¡Ha sido una carrera formidable! -respondió Grian por ambas-. Pero mi amiga quería saber por qué vuestro corcel se llama Diss. Por esta curiosidad ha insistido en conoceros -añadió con malicia.

El jinete se rió con buen ánimo.

– Se llama Débil, pero es fuerte y cualquier otra cosa menos enclenque. Es una larga historia. ¿Aceptarán estas damas tomar un refrigerio conmigo tras hacerme cargo del corcel y lavarme un poco?

– Lo lamento, pero…

Fidelma estaba rechazando la invitación cuando su amiga le dio un tirón del brazo.

– Claro, nos complacería -se apresuró a responder Grian con una sonrisa que causó vergüenza ajena a Fidelma.

– Excelente -exclamó Cian-. Os veré dentro de quince minutos en aquella tienda de allí; aquella sobre la que ondea ese estandarte de seda amarillo.

Se alejó tirando del caballo entre un grupo que le daba palmadas en la espalda al pasar. Parecía gozar de mucha popularidad.

Fidelma miró a su amiga con gesto enfadado.

– ¿Por qué lo has hecho? -le reprochó entre dientes.

Grian ni se inmutó.

– Porque sé cómo eres. ¡Si te morías por conocerlo! No me lo niegues. En vez de regañarme deberías estar encantada por tener una amiga como yo.

En el fondo Fidelma sabía que Grian tenía razón: quería conocer a aquel guapo guerrero.


* * *

Los recuerdos de aquel primer encuentro volvieron y se desvanecieron en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, pero con absoluta nitidez.

En la penumbra del pasillo inferior del Barnacla Cariblanca, Fidelma tenía ante sí a un hombre alto, alumbrado por un farol oscilante, y sintió un conflicto de emociones arrollador. Apenas si había reparado en que iba ataviado con hábito. Estaba de pie en el umbral de su camarote, balanceándose con una mano apoyada en el marco de la puerta; sobre su hermoso rostro bailaban las sombras proyectadas por el vaivén del farol.

Le pareció mayor, más maduro, si bien sus rasgos apenas habían cambiado. De hecho, los años habían concedido más carácter a unas facciones delicadas y hermosas y, aunque le fastidiaba reconocerlo, habían acentuado su encanto.

– ¡Fidelma! -exclamó con entusiasmo-. Pero ¿qué haces aquí? ¡No me lo puedo creer!

Habría sido tan fácil responder a aquella soberbia sonrisa. Resistió a la tentación unos instantes hasta que logró mantener su rostro inexpresivo. Fue un alivio comprobar que era capaz de mantener el control de sus emociones.

– Es una sorpresa verte aquí, Cian -respondió en un tono comedido, y añadió-: ¿Qué haces tú en un barco de peregrinos?

Y al preguntarlo advirtió de pronto que iba vestido con un hábito de lana marrón y llevaba al cuello un crucifijo colgado de una correa de piel.

Cian parpadeó ante el tono frío y circunspecto de su voz, que le hizo echarse atrás y forzar luego una sonrisa. Una expresión amarga impregnó sus facciones, distorsionando su hermosura.

– Estoy en un barco de peregrinos sencillamente porque soy un peregrino.

Fidelma lo miró con sarcasmo.

– ¿Un guerrero de la escolta del rey supremo, un guerrero de la Fianna, de peregrinaje? No parece verosímil.

No sabía si era por la luz temblorosa, pero Cian tenía una expresión extraña.

– Ya no soy guerrero.

Fidelma estaba abrumada pese a su reacción hostil al volver a verle.

– ¿Me estás diciendo con esto que has abandonado la milicia del rey supremo para entrar en una orden religiosa? Me cuesta creerlo. A ti nunca te gustó la religión.

– Claro, y tú eres capaz de adivinar toda mi vida. ¿Acaso no tengo derecho a cambiar de opinión? -le dijo con cierta animosidad en la voz.

Fidelma no se inmutó. Se había enfrentado a su temperamento varias veces en su juventud.

– Te conozco de sobra, Cian. Tuve que aprender por la fuerza… ¿oya no te acuerdas? Yo sí que me acuerdo. Difícil sería olvidarlo.

Fue a dar media vuelta para ir a su camarote, cuando Cian soltó la mano con la que se agarraba al marco y la extendió para tocarla. El barco dio una sacudida que lo empujó hacia delante, pero volvió a agarrarse.

– Tenemos que hablar, Fidelma -se apresuró a decir-. Ya no debe haber enemistad entre nosotros.

La curiosa nota de desesperación en su voz captó la atención de Fidelma un momento, y vaciló, aunque sólo un instante.

– Habrá tiempo de sobra para hablar, Cian. Será un largo viaje… puede que ahora incluso demasiado largo -añadió con acritud.

Entró en su camarote y lo cerró antes de que Cian pudiera responder. Permaneció un momento con la espalda apoyada en la puerta, respirando profundamente, preguntándose a qué se debía aquel sudor frío. Jamás habría pensado que un reencuentro con él hiciera resurgir las emociones que tantos meses le había costado suprimir después de abandonarla.

No negaba que se había encaprichado de Cian tras aquel primer encuentro en el Festival de Tara. No; si era honesta, reconocería que se había enamorado de él. A pesar de la arrogancia, la vanidad y la soberbia que exhibía por su destreza marcial, Fidelma se había enamorado de él por primera vez en su vida. Reunía todas las características que Fidelma detestaba, pero la atracción que había entre ellos no dejaba lugar al buen sentido. Tenían caracteres opuestos e, inevitablemente, como los polos opuestos de dos imanes, se atraían. Era una combinación destinada al desastre.

Cian era un muchacho a la busca de conquistas, mientras que Fidelma era una chica enfrascada en la idea del amor. En pocas semanas, aquel joven había sumido su vida en un caos de emociones contradictorias. Hasta Grian reconoció que el interés de Cian por obtener el favor de Fidelma era meramente superficial. Su amiga era joven, atractiva y, sobre todo, una mujer inteligente… y Cian quería jactarse de haberla conquistado. Una vez conseguido, dejaría de importarle. Y Fidelma, fuera o no inteligente, se negaba a creer que a su amante lo movieran tan bajos motivos. Y esa obstinación en negarlo fue la causa de numerosas discusiones con Grian.

De pronto oyó un gemido estremecedor en la penumbra del camarote, que puso en alerta a Fidelma y la hizo retroceder, haciéndola volver bruscamente al presente y olvidar la angustia vertiginosa de los recuerdos. Le costó un momento asimilar dónde estaba. Se hallaba en el camarote que Wenbrit le había indicado, camarote que habría de compartir. Había entrado y estaba de pie en la oscuridad.

El gemido era agónico, como si alguien sintiera un intenso dolor.

– ¿Qué sucede? -susurró Fidelma, tratando de fijarse en la dirección de la que provenía el quejido.

Hubo un instante de silencio, hasta que una voz gritó con despecho:

– ¡Me estoy muriendo!

Fidelma echó una mirada rápida a su alrededor. La oscuridad casi era absoluta.

– ¿No hay luz aquí dentro?

– ¿Para qué hace falta luz cuando alguien se está muriendo? -reprochó la voz-. De todas maneras, ¿quién sois? ¿Este es mi camarote?

Fidelma abrió la puerta otra vez para dejar entrar algo de luz del pasillo. Justo a un lado vio el cabo de una vela; salió con éste en la mano, de cara al farol tembloroso de fuera. Gracias a Dios Cian había desaparecido. Tardó unos momentos en encenderlo y regresar.

La luz permitió a Fidelma ver a una mujer echada en la cama inferior de la litera que había en el camarote. Su hábito parecía desarreglado y su rostro era de una palidez cadavérica, aunque todavía bastante atractivo. Era joven, tal vez de algo más de veinte años de edad. Junto a la litera había un cubo.

– ¿Estáis mareada? -preguntó Fidelma con comprensión, consciente de que preguntaba algo evidente.

– Me estoy muriendo -insistió la mujer-. Deseo morir sola. No sabía que iba a ser tan duro.

Fidelma echó un vistazo al camarote, y vio que habían dejado su equipaje sobre la cama superior.

– No puedo dejaros sola, hermana. Yo compartiré camarote con vos en este viaje. Me llamo Fidelma de Cashel -añadió alegremente.

– Os confundís. Vos no sois de mi grupo. He asignado camarotes a cada uno de…

– El capitán me ha instalado aquí -se apresuró a explicar Fidelma-, así que permitidme que os ayude.

Se hizo un silencio y la joven hermana de cara pálida soltó un fuerte gemido.

– Pues apagad esa vela. No soporto el parpadeo. Y luego id al capitán y decidle que quiero estar sola para morir en la oscuridad. ¡Exijo que os vayáis!

Fidelma se lamentó interiormente. Era justo lo que necesitaba: estar encerrada con una hipocondríaca quejicosa.

– Estoy segura de que os encontraréis mejor arriba, en cubierta que en este espacio cerrado -le aconsejó-. ¿Cómo os llamáis, por cierto?

– Muirgel -gruñó-. Sor Muirgel de Moville.

Fidelma había oído hablar de la abadía fundada por St. Finnian un siglo atrás a orillas del lago Cúan de Ulaidh.

– Bien, sor Muirgel, veamos qué puedo hacer por vos -dijo Fidelma con determinación.

– Sólo quiero que me dejéis morir en paz, hermana -lloriqueó la otra-. ¿Por qué no buscáis otro camarote en el que estar alegre?

– Necesitáis aire, aire fresco del mar -la amonestó Fidelma-. La oscuridad y el ambiente cargado del camarote sólo empeorarán el mareo.

El lastimoso ser tumbado en la litera hizo arcadas sin responder.

– Dicen que si se concentra la vista en el horizonte, el mareo pasa -aconsejó Fidelma.

Sor Muirgel intentó levantar la cabeza.

– Sólo os pido que me dejéis sola, por favor -se lamentó una vez más, y añadió con malicia-: Idos a fastidiar a otra.

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