CAPÍTULO IX

Quedaron unos instantes en silencio mientras Fidelma consideraba las implicaciones del hallazgo.

– ¿Habéis dicho ya al capitán algo de esto? -preguntó finalmente.

Wenbrit negó con la cabeza y respondió:

– Al enterarme de que conocíais las leyes, pensé que antes debía hablar con vos. No he dicho ni pío a nadie más.

– En tal caso tendré que hablar con Murchad. Quizá lo más sensato sea que no digamos nada a los otros. Es preferible que sigan pensando que sor Muirgel cayó al agua -sugirió Fidelma cogiendo el hábito para examinarlo otra vez-. Me lo llevaré -decidió.

De entrada había algo desconcertante: que la prenda estuviera rasgada hacía pensar que habían atacado y asesinado violentamente a sor Muirgel con un cuchillo. Sin embargo, había demasiada poca sangre en ella. No la cantidad que cabía esperar de las heridas profundas que sugerían los cortes en la tela. Y si después el asesino pretendía echar el cuerpo de sor Muirgel al agua, ¿para qué iba a molestarse en quitarle el hábito? ¿Y para qué dejarlo bajo la litera, donde alguien lo hallaría con toda seguridad?

Fidelma encontró a Murchad en su camarote. Rápidamente, lo informó del descubrimiento de Wenbrit.

– ¿Qué sugerís que hagamos, señora? -preguntó Murchad con preocupación-. Jamás había ocurrido algo así a bordo de mi barco.

– Como explicaba antes, vos sois el capitán y bajo la Muirbretha, tenéis los derechos propios de un rey y un jefe brehon mientras el barco esté en el mar.

Murchad la miró con una media sonrisa.

– ¿Yo? No tengo nada de rey ni de jefe brehon. Pero aunque me corresponda estar al mando de este navío, no sabría qué medidas tomar para dar con el responsable de este acto.

– Vos sois el representante de la ley y el orden en esta embarcación -insistió ella.

Murchad extendió las manos a ambos lados.

– Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Exigir que el culpable se muestre entre los pasajeros?

– Todavía no sabemos a ciencia cierta que el culpable sea uno de los pasajeros.

Murchad arqueó las cejas.

– Mi tripulación -bramó con indignación- me ha acompañado durante años. No: esta malignidad embarcó con esos peregrinos. Se lo aseguro. Debéis darme consejo, señora.

Parecía tan perplejo e irresoluto, que Fidelma accedió a ayudarle en el apuro.

– Podríais solicitarme que investigara; dadme autoridad para hacerlo en vuestro nombre.

– Pero si, como decís, alguien mató a esa mujer y la tiró al agua durante la tormenta, será imposible descubrir la verdad.

– Eso no lo sabremos hasta que no iniciemos la investigación.

– Podríais poner en peligro vuestra vida, señora. Un barco es un lugar pequeño con pocos rincones donde esconderse. Y cuando el asesino sepa que andáis tras la pista…

– También acontece a la inversa: igualmente para un asesino el barco es un lugar pequeño en el que es difícil esconderse.

– No me gustaría que la hermana de mi rey estuviera en peligro.

Fidelma quiso darle confianza.

– He corrido riesgos en diversas ocasiones, Murchad. Decidme pues: ¿tengo vuestro consentimiento?

El capitán se frotó la mandíbula, cavilando.

– Si estáis segura de que es el modo correcto de proceder, tenéis mi consentimiento por descontado.

– Excelente. Iniciaré una investigación, pero mantendremos en secreto la sospecha de asesinato por el momento. No diremos a nadie que hemos encontrado el hábito de sor Muirgel. ¿De acuerdo? Sencillamente diré que me habéis encargado una investigación porque las leyes de la Muirbretha os obligan a presentar a las autoridades jurídicas un informe que justifique la pérdida de un pasajero.

Tal obligación ni siquiera había pasado por la mente de sor Murchad.

– ¿Es así? ¿Tengo la obligación de hacerlo?

– Los familiares de un pasajero perdido en el mar pueden acusaros de negligencia y exigiros una indemnización a menos que pueda demostrarse que fue un accidente. Así lo establece la ley -le explicó.

Murchad quedó consternado.

– No lo había pensado.

– Para ser sincera, éste es el menor de los problemas. Lo más grave sería que, en efecto, hubiera sido asesinada y no se descubriera al culpable. La familia podría exigir que pagarais el valor completo de su honor… ¿no comentó sor Crella que era de una familia noble del norte? Ah, si tuviera mis libros de texto… No tengo mucha experiencia con la Muirbretha. Recuerdo la legislación fundamental, pero desearía tener un conocimiento más preciso. Haré lo posible para afrontar cualquier eventualidad, Murchad.

El capitán quedó abatido a la vista de la ingente labor que tenían por delante.

– Que los santos ayuden al buen fin de vuestras pesquisas -la animó con fervor.

Fidelma quedó pensativa un momento y luego preguntó con una mueca sardónica:

¿Y cuál sería un buen fin? ¿Descubrir que Muirgel ha sido asesinada? ¿O que sencillamente cayó al mar?

Murchad parecía tan desamparado, que Fidelma lamentó el comentario sarcástico, por lo que añadió con seriedad:

– Digamos que el buen fin será sencillamente descubrir la verdad. Empezaré ahora mismo.

Al salir a la cubierta principal, miró con disimulo la figura de sor Ainder, inconfundible pese a la escasa visibilidad, reclinada sobre la baranda de madera contemplando la amenazadora bruma que aún envolvía al barco. Fidelma decidió que empezaría con aquella hermana de rasgos angulosos.

La monja se puso tiesa cuando Fidelma la saludó. Ella, que no era de baja estatura, tuvo que alzar la vista para mirar a sor Ainder, una mujer alta. Ésta era una monja de edad madura, pero conservaba una belleza impresionante, si bien le costaba retener una sonrisa en aquel semblante rígido como una careta. Sus bellos ojos se hundían en un rostro simétrico y cetrino. Eran de un color oscuro y raras veces parpadeaban; miraba a Fidelma fijamente a los suyos con tal fuerza escrutadora, que tuvo la incómoda sensación de que sor Ainder veía, más allá de lo tangible, las profundidades de su alma. Sor Ainder irradiaba calma y tenía un porte altivo, como si no perteneciera a este mundo. Su voz era fuerte, y la modulaba y proyectaba con facilidad.

– Os debo mis disculpas por el lamentable modo en que ha acabado la ceremonia, sor Fidelma.

Dijo estas palabras entonando, y no tanto hablando, como una recitadora que lee mientras sus correligionarios comen. Fidelma no se había apercibido hasta ese momento de aquella curiosa manera de hablar. Tal vez porque en las otras ocasiones se había distraído con la presencia de los otros religiosos.

– No comprendo las pasiones de los jóvenes -añadió.

– ¿Os referís al intercambio de palabras entre sor Crella y el hermano Bairne? Lo cierto es que me ha parecido extraño el pasaje que ha elegido el hermano para el funeral.

– Hay cosas que es mejor callar -recalcó sor Ainder como si le diera la razón.

Fidelma le preguntó:

– ¿Sabéis de qué acusaba Bairne a Crella, o de qué le acusaba Crella a él? Me ha parecido ver que hay algo entre ellos.

– Sea lo que sea, desde luego no nos incumbe.

– Preferiría oír vuestra impresión, hermana, y sobre todo me gustaría saber más de sor Muirgel.

– ¿No aconseja un antiguo refrán que cada uno se ocupe de sus cosas y deje estar las del vecino? No veo a qué vienen esas preguntas -se quejó sor Ainder, exudando desaprobación.

Que Fidelma explicara su propósito extensamente, usando la excusa acordada con Murchad no supuso una gran diferencia para sor Ainder.

– La cuestión es sencilla y lo mejor es olvidarla. Sor Muirgel era lo bastante atolondrada como para subir a cubierta en plena tempestad, y pagó ese error con trágicas consecuencias.

Fidelma fingió estar de acuerdo concluyendo:

– Claro, sin embargo es prudente que Murchad me pidiera un informe oficial para asegurarse de que no es el responsable del… accidente, en caso de que la familia de la fallecida exija indemnización.

Sor Ainder movió ligeramente los hombros, como si se desentendiera del asunto.

– Yo no sé nada de su familia, pero no se puede culpar al capitán de que uno de sus pasajeros sea tan bobo como para poner su vida en peligro.

– Cierto -concedió Fidelma-, pero tengo que confirmar que ése fue el caso. La declaración de los testigos es importante.

La voz de la esbelta religiosa adquirió mayor frialdad.

– Yo no fui testigo, os lo aseguro.

– No me refería a testigos de la tragedia en sí; pero vos podríais proporcionarme algunos detalles de su vida. Porque vos conocíais a sor Muirgel, ¿verdad?

– Por supuesto.

Fidelma contuvo su irritación, que era cada vez mayor. Sacarle información a sor Ainder era como sacar una muela.

– ¿Dónde la conocisteis?

– En la abadía de Moville.

– De modo que la conocíais bien.

– No.

Fidelma trató de emplear otra táctica.

– ¿Cuándo decidisteis emprender este peregrinaje?

– Hace unas semanas.

– ¿Y viajasteis con sor Muirgel de Moville a Ardmore?

– Sí.

– ¿Podéis darme una idea de qué clase de persona era?

– La verdad es que no sabría deciros.

– Debisteis de pasar algo de tiempo con ella durante el viaje, ¿no?

– No.

– ¿No? -insistió Fidelma, exasperada.

– No.

De pronto sor Ainder cedió y ofreció algo más de información.

– De Moville partimos doce. Uno falleció cuando llevábamos recorridos poco más de treinta kilómetros. Era una hermana anciana, y no debía haber emprendido el viaje. El grupo era suficientemente grande para que yo no tuviera un interés particular por sor Muirgel.

– ¿No es algo extraño para un grupo de religiosos de la misma abadía que parte en peregrinaje hacia tierras lejanas? ¿Que no entablen amistad o, cuando menos, que sepan algo de la vida de cada uno?

Sor Ainder dio un resoplido desdeñoso.

– ¿Y por qué? Una peregrinación no tiene nada que ver con ser o no amigo de los otros religiosos del grupo. A veces ni siquiera nos alojábamos en la misma posada de camino al puerto. Además, aunque las abadías de Moville y Bangor no estén muy lejos la una de la otra, son dos instituciones diferentes.

Fidelma hizo un último intento.

– Bien, planteémoslo de otro modo: ¿había alguna enemistad dentro del grupo?

– No lo sé. Y tampoco veo qué relación pueden tener estas preguntas con el accidente que se llevó la vida de sor Muirgel durante la tormenta.

– Es mi manera de hacer las cosas.

Fidelma se sorprendió de reaccionar tan a la defensiva a la altanería de sor Ainder. En otras circunstancias habría reprendido con dureza la inflexibilidad de la religiosa.

– A mí me parece una pérdida de tiempo -replicó sor Ainder sin inmutarse-, así que ahora me voy a mi camarote para orar y meditar -dijo haciendo amago de marcharse.

– Un momento, hermana -la detuvo Fidelma, que se negaba a dejarse intimidar.

– ¿Sí? -preguntó sor Ainder mirándola desde su altura con aquellos ojos negros penetrantes.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a sor Muirgel?

La esbelta monja arrugó el entrecejo. Fidelma pensó que iba a negarse a responder.

– Creo que al embarcar. ¿Por qué?

– ¿Creéis? -repitió Fidelma, haciendo caso omiso de la pregunta.

– Eso he dicho.

Fidelma vio que sus ojos se encendían de enfado; hubo un momento de silencio en que pareció que sor Ainder estaba decidiendo si añadir algo a su respuesta negativa.

– La visteis al subir a bordo, ¿y no volvisteis a verla después?

– Como ya sabéis, después se encerró en su camarote por el mareo.

– ¿Vos no fuisteis a verla para saber sobre su estado?

– No tenía interés alguno en hacerlo.

– ¿La tormenta no os despertó en ningún momento anoche?

– Yo diría que la tormenta nos despertó a todos.

– Pero vos no salisteis de vuestro camarote.

– ¿Adónde queréis ir a parar con estas preguntas? -objetó sor Ainder con dureza.

– Sólo quiero cerciorarme de si alguien vio salir a sor Muirgel de su camarote y subir a cubierta, desde donde supuestamente cayó al agua.

Con el semblante pétreo sor Ainder aseguró:

– Yo no salí de mi camarote.

– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había desaparecido?

– Cuando sor Gormán me despertó con la noticia… o más bien, cuando la oí hablar de ello con el hermano Cian.

– ¿Sor Gormán?

– Compartimos camarote. Al parecer el hermano Cian la había despertado porque estaba buscando a Muirgel. Yo suelo tener un sueño profundo. Pero me despertaron sus voces, montando un alboroto para nada.

– ¿Para nada? Pero si al final Muirgel había caído al mar. No es el vuestro un comentario generoso.

– Me refería al alboroto que armaron al discutir -espetó sor Ainder-. Ahora, si me permitís…

– ¿Estaban discutiendo?

Sor Ainder no quiso dar más detalles, pero Fidelma volvió a intentarlo.

– ¿De qué discutían?

– No sabría deciros.

– Supongo que, como compartís camarote con sor Gormán, la conoceréis bien. -Fidelma quería volver al asunto por otro derrotero.

– ¿Si la conozco? Apenas. Es una muchacha abobada.

– Por curiosidad, decidme, ¿a quién conocéis vos del grupo? -preguntó Fidelma cáusticamente.

Sor Ainder volvió a entornar los párpados con furia.

– Depende del grado de conocimiento al que os referís con «conocer».

– ¿Qué significado le daríais vos? -replicó Fidelma con frustración.

– Le daría varios significados. Pero ahora creo que ya hemos perdido bastante tiempo con este asunto.

Dio media vuelta y se marchó. Fidelma se acordó de un juego al que solía jugar de niña. Consistía en poner unas cuantas manzanas dentro de un barreño con agua, e intentar coger cuantas fuera posible sin usar las manos. Obtener información de sor Ainder era como aquel juego. Era como si estuviera basado en el mismo principio.

Fidelma quedó sumamente desconcertada. No recordaba haber interrogado a nadie con tanta exhaustividad ni a nadie que respondiera de un modo tal que no proporcionara ni una brizna de información. Permaneció allí de pie, respirando hondo, sintiéndose como una joven alumna derrotada después de un debate con el brehon Morann. Aunque si algo le había enseñado Morann era a no abandonar ante el primer muro con que topara.

Bajó otra vez al comedor principal en busca de otros peregrinos. Al principio pensó que no había nadie, pero luego atisbó una sombra inclinada sobre algo en un rincón. Fidelma carraspeó ruidosamente.

La figura encapuchada se enderezó de golpe, volviéndose hacia ella al mismo tiempo con agilidad felina. La cogulla cayó, dejando al descubierto la cara de sor Crella. La joven de rostro amplio tenía los ojos enrojecidos como si hubiera llorado.

– Lamento haberos asustado, hermana -se disculpó Fidelma con una sonrisa tranquilizadora.

– Pensaba que… no os he oído entrar.

– Con los crujidos y gemidos de este barco, tendríais que tener buen oído para distinguir unos pasos -comentó Fidelma-. Debería haber anunciado mi llegada, pero creía que el comedor estaba vacío.

– Se me ha caído algo por aquí y lo estaba buscando.

– ¿Queréis que os ayude? -se ofreció Fidelma, mirando hacia la tenue luz del farol que aún chisporroteaba sobre la mesa.

– No -se apresuró a responder sor Crella, recuperada al parecer del susto-. Pensaba que se me había caído aquí, pero debo de habérmelo dejado en el camarote. No es nada importante.

Fidelma se fijó en los gestos ligeramente antagonistas de la monja.

– Muy bien -dijo-. ¿Tenéis tiempo para hablar un momento?

Crella entornó los ojos con suspicacia.

– ¿Para hablar de qué?

– De sor Muirgel.

– Supongo que os referís a lo ocurrido en el funeral, ¿verdad? No pienso disculparme. El hermano Bairne siempre ha sido estúpido y celoso.

– ¿Por qué escogió un pasaje del libro de Oseas? Parecía fuera de lugar para una ceremonia de este tipo.

Crella aspiró aire por la nariz con enfado.

– «Porque el espíritu de fornificación le ha descarriado, y fornicaron, alejándose de su Dios» -recitó-. Me conozco bien el pasaje. El hermano Bairne tenía celos de Muirgel y yo porque somos atractivas para algunos hombres, y porque nos atraían algunos hombres. Eso es todo. Lo desaprobaba.

– Deduzco que él no era uno de los hombres que os atraían.

Crella se rió con dureza.

– Decididamente no.

– ¿Sor Muirgel sentía la misma aversión hacia Bairne?

– Por supuesto. Las dos lo considerábamos un zafio. Y ahora, si habéis terminado…

– No exactamente. La cuestión principal de la que quería hablar con vos era la trágica pérdida de sor Muirgel.

Crella se sentó a la mesa con brusquedad. Fidelma se colocó en el banco de enfrente. Bajo la luz de la lámpara, Fidelma vio con claridad que la joven había estado llorando.

– Me ha parecido oíros comentar durante el desayuno que sor Muirgel era vuestra prima -comenzó con delicadeza.

– Y mi amiga más íntima -afirmó la chica con vehemencia, como si ello se hubiera puesto en duda.

Fidelma extendió la mano y tocó el brazo de Crella para transmitirle comprensión.

– El capitán me ha pedido que investigue el asunto. La ley lo obliga a presentar un informe sobre la muerte de sor Muirgel a las autoridades legales de su puerto de matrícula o, de lo contrario, su familia podría demandarle por negligencia.

Los ojos de Crella se abrieron de par en par con inocencia.

– Pero yo soy pariente, y sé que Murchad no tiene la culpa de la muerte de mi prima.

– Bueno, pero Murchad tiene que demostrarlo ante la ley. Por otra parte, aunque vos tengáis buenas intenciones, algún pariente próximo podría exigir una indemnización por su honor; su padre, por ejemplo, o su hermano. Como soy abogada, el capitán me ha solicitado que haga unas cuantas preguntas y elabore un informe.

Crella hizo un ruido a mitad de camino entre un sollozo y un suspiro.

– Yo no sé nada. Estuve en mi litera toda la noche; tenía tanto miedo, que no osé ni moverme durante la tormenta.

– Sí, claro. Más bien quiero preguntaros detalles sobre ella. Decís que erais prima y amiga íntima de sor Muirgel. En tal caso podréis hablarme de su familia.

Crella se mostró reacia. Miró a Fidelma con cierto recelo.

– Somos de la abadía de Moville. Se alza en la cima de Loch Cúan. El bienaventurado Finnian la fundó hace unos cien años. Comcille estudió allí, y en la actualidad es uno de los colegios eclesiásticos más célebres del país.

– Lo sé -afirmó Fidelma-. Así que las dos erais miembros de la comunidad de Moville.

– Éramos primas. Nuestros padres pertenecían a la familia gobernante Dál Fiatach.

Fidelma la miró con firmeza.

– ¿Los Dál Fiatach cuyas posesiones incluyen Moville?

– Y la gran abadía de Bangor -añadió Crella casi con orgullo-. El territorio Dál Fiatach es uno de los subreinos más grandes de Ulaidh.

– Vaya. Y sor Muirgel…

– … tendría un elevado precio de honor -se adelantó sor Crella-: siete cumals.

Fidelma se sorprendió de que la muchacha lo supiera.

– Conocéis bien lo que vale vuestro honor.

La suma equivalía al valor de veintiuna vacas lecheras.

– El padre de Muirgel era jefe del territorio y mi padre era su tánaiste o presunto heredero. Nos enseñaron todo esto de pequeñas.

– ¿Y qué os movió a entrar en la vida religiosa?

Sor Crella vaciló un momento y luego extendió los brazos a ambos lados con un gesto abarcador.

– Muirgel. Muirgel me lo sugirió. En casa teníamos hermanos y hermanas, así que Muirgel pensó que sería una buena idea irnos de casa para estudiar.

– ¿Qué edad tenía Muirgel?

– La misma que yo: veinte años.

– ¿Cuándo entrasteis en la abadía de Moville?

– Cuando teníamos dieciséis.

– ¿Por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Fue… -Se interrumpió como si se le hubiera ocurrido algo.

Fidelma adivinó con una sonrisa alentadora:

– También fue idea de Muirgel, ¿no?

Sor Crella asintió sin decir nada.

– ¿Siempre seguíais a Muirgel?

Crella volvió a ponerse a la defensiva.

– Siempre fuimos muy íntimas. Era más una hermana que una prima. Siempre estábamos juntas.

Fidelma se echó hacia atrás, tamborileando con los dedos sobre la mesa inconscientemente.

– ¿Por qué no compartíais camarote con Muirgel en este viaje?

Crella se desconcertó.

– No sé qué queréis decir.

– Es por curiosidad. Si vos y Muirgel erais tan íntimas y emprendisteis el viaje porque fue idea suya, lo normal sería que compartierais camarote si era necesario hacerlo. Al embarcar me asignaron el camarote en el que estaba ella.

– Ah, sí. Yo le había prometido a sor Canair que compartiría el suyo con ella porque tenía miedo. La pobre nunca había hecho una travesía por mar.

– Claro. Pero sor Canair no llegó a embarcar, ¿cierto? No llegó a tiempo para zarpar.

Sor Crella parecía turbada.

– Iba a la cabeza de nuestro grupo de peregrinos. Era de Moville también, y una buena amiga nuestra.

– ¿Y tenéis idea de por qué propuso conduciros hasta Ardmore y perder el barco luego?

– No. Al embarcar esperaba encontrarla a bordo, por eso yo estaba en un camarote y Muirgel en otro.

– ¿Cuántos erais al partir de Moville?

– Dathal, Adamrae, Cian y Tola venían de Bangor; el resto, de Moville.

– Me han dicho que una hermana murió al poco de partir.

– La anciana sor Sibán. Era muy mayor. Aún no habíamos salido del territorio de Dál Fiatach cuando se desvaneció y murió. Era de Moville.

– De modo que al salir erais doce.

– Ahora sólo quedamos nueve.

– ¿Por qué creéis que sor Canair no se reunió con vos? Si había recorrido el camino entero de Moville a Ardmore con vos, ¿por qué iba a detenerse allí?

Crella se encogió de hombros con un movimiento rápido y nervioso.

– ¿Quién sabe? Quizá temía hacerse al mar o se cansó de nuestra compañía.

El instinto le decía a Fidelma que sor Crella no se creía los motivos que sugería. Decidió no insistir en el asunto para centrarse en la desaparición de Muirgel.

– ¿Cuándo visteis a vuestra prima por última vez?

– Al poco de empezar la tormenta. No sabría decir qué hora era. Ya había oscurecido bastante. Pasé a verla por si quería que le llevara algo que aliviara su malestar. O por si quería que me trasladara a su camarote, pues ya sabía que sor Canair no estaba a bordo.

– ¿Y accedió?

– ¿Si accedió a qué?

Sor Crella no comprendió qué le preguntaba Fidelma.

– ¿Accedió Muirgel a que os trasladarais a su camarote?

La muchacha tuvo un instante de duda y luego movió la cabeza.

– No, no quiso. Dijo que prefería estar sola.

– ¿Os sorprendió la respuesta? -se apresuró a preguntar.

Sor Crella se ruborizó y reflexionó un momento, como si quisiera poner cuidado en la respuesta.

– Somos chicas jóvenes. A veces es… inconveniente compartir habitación o camarote.

Fidelma consideró la respuesta y decidió no continuar por ese camino en aquel momento. No tardaría en averiguar si el recelo evidente de Crella era o no acertado. Pero que Muirgel estuviera esperando compañía masculina durante la tormenta no encajaba con su malestar.

– ¿Cómo se encontraba sor Muirgel cuando la visteis? -preguntó.

– Todavía estaba mareada y débil. Nunca la había visto tan afectada por un mareo.

– ¿Había viajado por mar otras veces?

– Hemos hecho varios viajes a Iona, pero Muirgel no se mareó ni una sola vez.

– Vuestro camarote está al lado del suyo, ¿verdad?

– Así es.

– Pero no fuisteis a ver cómo se encontraba cuando se desató la tormenta.

– Es que tenía miedo.

– Imaginaos cómo se sentiría ella, mareada como estaba.

– Yo misma estaba mareada -se quejó Crella-. ¿Insinuáis que debí haberme levantado para intentar llegar a su camarote? ¿Que podría haber evitado que subiera a cubierta y que una ola se la llevara? -preguntó en un creciente tono quejumbroso.

– No, no insinúo tal cosa. Ya juzgar por lo que decís, creo que sospecháis que Muirgel no estaba tan mal como ella decía y que, sin duda, esperaba a alguien.

Crella levantó la barbilla como si fuera a negarlo. Pero luego agachó la cabeza y se quedó callada.

– ¿Sabéis quiénes eran los amigos de Muirgel? ¿Estáis segura de que el hermano Bairne no era uno de ellos?

– ¿Bairne? -respondió Crella con una risa forzada-. Ya os he dicho que sería la última persona en quien Muirgel se habría interesado. Uno era… -vaciló.

– ¿Sí? -la instó Fidelma.

– Bueno, el hermano Cian es amigo vuestro…

Esta vez fue Fidelma quien se ruborizó.

– ¡No lo es! Lo conocí hace diez años en Tara y no lo había visto desde entonces, hasta que puse los pies en este barco. Da lo mismo. ¿Decíais de Cian?

– Cian tenía cierta fama en Moville. Pocas son las mujeres en edad de merecer a las que Cian no haya convencido de compartir su cama; desde pimpollos papanatas como Gormán hasta mujeres más maduras como mi prima. Pero tengo la impresión de que Muirgel tenía pensado acabar su relación con Cian antes de salir de la abadía. Empezó a mostrarse reservada, lo cual era raro en ella.

A Fidelma no le sorprendió que los puntos flacos de Cian salieran a la luz.

– ¿Había alguien a quien Muirgel temiera? -preguntó.

Sor Crella negó con la cabeza y miró a Fidelma con curiosidad.

– ¿Qué tienen que ver estas preguntas con la investigación sobre cómo cayó al agua Muirgel? No lo entiendo.

Fidelma sabía que había ido demasiado lejos y que había empezado a suscitar sospechas en la mente de la joven, así que dio otro rumbo a las preguntas.

– Sólo quería información de sor Muirgel, nada más. En lo que a vos respecta, permanecisteis en vuestro camarote hasta el día siguiente.

– Mi intención era pasar a verla esta mañana, pero al amanecer el hermano Cian ha entrado en nuestro camarote diciendo que quería comprobar que todos estaban bien. El muy arrogante… -Crella se contuvo-. Se ha puesto al mando de nuestro grupo y se cree en el deber de guiarnos como si fuéramos sus ovejas descarriadas.

Fidelma se inclinó un poco hacia delante.

– Así que Cian entró para supervisar… Y fue al amanecer. ¿Qué ocurrió luego?

– Poco después de haberse ido volvió para decirme que Muirgel no estaba en su camarote y que iba a dar la voz de alarma al capitán.

– ¿Qué tipo de carácter tenía Muirgel?

– ¿Creéis que eso es relevante?

– Sólo quiero entender qué la movió a salir del camarote y subir a cubierta pese a encontrarse tan mal.

– El pavor, supongo -respondió Crella-. Yo llegué a pensar en algún momento que el barco se iría a pique por el modo en que se movía arriba y abajo. En ninguno de los viajes a Iona habíamos encontrado nunca tan mala mar.

– ¿Cuántas veces habéis cruzado el estrecho de Iona?

– Muirgel y yo llevamos recados del abad de Moville a Iona en diversas ocasiones.

– ¿Y nunca se mareó entonces? Porque suele ser un estrecho azotado por las tempestades, ¿verdad? Yo solamente lo atravesé en una ocasión, pero comprendí que la gente lo encontrara temible, pues la furia del mar puede ser espantosa.

– No recuerdo haberla visto mareada nunca.

– Sin embargo, vos creéis que anoche el miedo se apoderó de ella y que corrió a cubierta en medio de la tormenta.

– Es la única conclusión que puede sacarse. Quizá sólo quiso respirar aire fresco porque el del camarote era agobiante y estaba viciado.

Fidelma quedó en silencio un instante y añadió en voz baja:

– No me habéis dicho nada de cómo era Muirgel.

La respuesta de Crella fue inmediata y entusiasta.

– Era decidida y aguda. Sabía lo que quería. Quizá por eso yo seguía su ejemplo. Era a ella a quien se le ocurrían todas las ideas.

– Ya. -Fidelma se puso en pie de repente-. Habéis sido de gran ayuda, Crella… Oh, una cosa más… ¿cuándo decidió Cian unirse al grupo?

Crella hizo una mueca de fastidio.

– ¿Ése? Pues cuando sor Canair anunció su propósito de guiar a un grupo al Santo Sepulcro.

– ¡Vaya! Así que la idea de peregrinar al Sepulcro de Santiago fue de Canair?

– Iba a ser nuestra guía. Cian era de Bangor, aunque venía a Moville con frecuencia. Lo conocíamos bien. Hacía de emisario del abad de Bangor para los recados a Moville. Cuando Canair anunció la peregrinación, Cian se unió al grupo desde el principio.

De pronto oyeron un grito procedente de la cubierta por encima de ellas y Wenbrit apareció corriendo.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Fidelma al verlo pasar como una exhalación.

– La bruma escampa -exclamó el muchacho-, pero creo que hay dificultades.

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