Fidelma permanecía parada en el muelle, al cálido sol otoñal, inhalando las exóticas fragancias de aquel puerto humilde y pintoresco levantado al socaire de un antiguo faro romano conocido como la Torre de Hércules. El Barnacla Cariblanca estaba amarrado cerca. Los demás pasajeros se habían dispersado tierra adentro para proseguir la peregrinación al Santo Sepulcro de Santiago. Fidelma no había querido seguir con ellos, alegando la excusa de que debía escribir un informe de la travesía al jefe brehon de Cashel para que Murchad pudiera llevárselo a su regreso a Éireann.
Una hora antes de que el Barnacla Cariblanca arribara al puerto de la costa noroeste de el reino de los suevos -acaso uno de los puertos de donde Golamh y los hijos de Gael partieron rumbo a Éireann un milenio atrás- se había representado el desenlace de la historia.
Cian había vuelto a desaparecer, pero esta vez con sor Crella. A Fidelma no le sorprendió.
– ¿Recordáis cuando Cian huyó del barco a la isla de Uxantis? -preguntó a Murchad-. Era evidente que necesitó ayuda.
El capitán estaba confuso, y así lo dijo.
– Era evidente que un hombre con un brazo inutilizado no habría podido llegar a remo a la isla con un esquife, y mucho menos devolverlo al barco.
Murchad se disgustó por no haber caído en la cuenta.
– No se me había ocurrido.
– Tuvo que tener un cómplice. Persuadió a Crella para que lo ayudara, del mismo modo que la ha persuadido ahora. Quizá debiera haberla advertido del riesgo al que se expone enredándose con Cian, aunque dudo que me hiciera caso. Siempre ha sido hábil con las mujeres. Sería capaz de embelesar a los pájaros.
– ¿Y adónde irán ahora? Porque a Éireann no pueden volver.
– ¿Quién sabe? Puede que Cian prosiga el viaje en busca de Mormohec el médico para comprobar si su brazo puede sanar. O puede que no. Quien me da pena es Crella. Un día se encontrará con una sorpresa desagradable.
– ¿Qué la ha hecho volver con Cian si él ya la había dejado en una ocasión? -preguntó Murchad.
– Quizá no haya aprendido que si a uno le muerde un perro, debe cuidar que no le vuelva a morder. Él se desembarazará de ella cuando no la necesite. No creo que volvamos a verlo en Éireann, pero no porque sienta culpa alguna por cuanto ha sucedido en este viaje. Su arrogancia no le permitiría reconocer ninguna culpabilidad. Evitará su tierra natal para no tener que toparse con cualquier otro testigo que pueda acusarlo de ser el Carnicero de Rath Bíle.
– ¿Y quedará libre e impune?
– En estos casos suele ocurrir que el verdadero culpable queda libre, mientras que aquellos a los que ha utilizado o los más inocentones acaban recibiendo el castigo.
Poco después, el grupo de peregrinos que quedaban había partido del puerto con el hermano Tola a la cabeza. Fidelma contempló la marcha: con el hermano Tola y sor Ainder iban a su pesar el hermano Dathal y el hermano Adamrae, así como el hermano Bairne, que parecía tan reacio a acompañarlos como los otros a tenerlo entre ellos. Al parecer, el perdón no era una característica de la fe compartida por aquel pequeño grupo.
Fidelma se quedó por el puerto mientras se reparaban los daños que la tormenta había causado al Barnacla Cariblanca. Se alojó en una posada pequeña con vistas al puerto. Allí descansó, volvió a acostumbrarse a estar sobre suelo firme y aprovechó para escribir el informe. Cuando supo que el Barnacla Cariblanca se preparaba para largar las velas, bajó al muelle.
Subió a bordo para despedirse, sobre todo del señor de los ratones, al que le regaló pescado que había comprado en el puerto. El gato cojeaba un poco, pero se recuperaba bien de la cuchillada. Se dejó acariciar y ronroneó un poco antes de atender asuntos más importantes como el pescado que Fidelma le había dejado en el suelo, delante de él.
En la cubierta de popa, un lugar que ya era familiar para Fidelma, intercambió unas últimas palabras con Murchad.
– ¿Cuándo partiréis hacia el santo lugar, señora? Ya he visto pasar a varios grupos de peregrinos desde que atracamos. Pensaba que a estas alturas ya os habríais marchado.
A Fidelma no le preocupaba encontrar un grupo adecuado al que unirse.
– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: escoged la compañía antes de sentaros con ella. No habría escogido como compañeros de viaje a los que trajisteis aquí, de haber sabido lo que iba a suceder.
Murchad se rió a carcajada limpia, pero seguía preocupado por ella.
– ¿Pensáis viajar sola? Porque en ese caso tengo un dicho para vos: una oveja sana no desdeñará la compañía de un rebaño sarnoso.
Fidelma permitió que una de sus sonrisas picaras transformara su expresión.
– Creo que no es así, Murchad. En realidad el dicho es: una oveja sarnosa nunca desdeñará un rebaño sano. Pero gracias por la idea. No, me quedaré aquí unos cuantos días, pues todavía han de pasar muchas ovejas por este puerto. Debo esperar a que pase un rebaño de mi agrado. Puede incluso, como habéis sugerido, que haga el viaje sola.
– ¿Creéis que es prudente, señora?
– Me han dicho que no hay muchos bandoleros en la ruta de aquí al Sepulcro. Estoy segura de que no serán tantos los peligros del camino como los que he afrontado en el Barnacla Cariblanca.
Murchad movió la cabeza.
– Sigo sin comprender cómo descubristeis que sor Gormán era la culpable. Ni qué tuvo que ver mi esposa Aoife.
– Ya os dije que no fue vuestra esposa. Fue su nombre, Aoife, y la historia de Lir. Aoife, la segunda hija de las tres que tuvo el rey de Aran, en la historia de los hijos de Lir. Aoife era hermosa, pero Lir, el dios del océano, casó con su hermana menor, Albha. Albha murió y Lir casó con su hermana mayor, Niamh. Niamh murió también y al final Lir casó con Aoife.
– Apenas recuerdo la historia -dijo Murchad sin convicción.
– Bueno, recordáis que Aoife tenía celos de cuantos se acercaban a Lir a pesar de que éste la quería. La obsesión acabó siendo tal, que el resentimiento y la desconfianza que se apoderaron de Aoife la llevaron a destruir todo cuanto amaba a Lir para poder tenerlo para ella sola. La espina de los celos irracionales se instaló en su corazón y no podía hacer otra cosa que destruir. «Y son, como el "seol", duros los celos», como dijo Muirgel.
– Ahora veo la relación que eso tenía con Gormán, pero ¿cómo…?
– Me despertó la curiosidad que Gormán se interesara tanto y tan pronto (en cuanto puse los pies a bordo) por saber desde cuándo conocía a Cian. Luego, el segundo día, cuando interrogué a Crella me dijo que Cian se había acostado con Gormán. Deseché estos detalles. Pero una buena dálaigh debe tener una memoria retentiva. Guardé esa información. Al oír las permanentes citas bíblicas sobre celos y concupiscencia, empecé a pensar que la respuesta podía encontrarse en esa dirección. Pero hasta que no mencionasteis el nombre de vuestra esposa, Aoife, y pensé en los celos del personaje, no vi hacia dónde debía dirigir la investigación: celos. Unos celos locos e irracionales.
»Cian había dormido con ella una noche, y su arrogancia no le permitió recordarlo hasta el último momento. Al igual que Aoife, la esposa de Lir, Gormán estaba desequilibrada. Su odio era tan manifiesto que la descarté en un primer momento como posible sospechosa.
– Lástima que sor Gormán evadiera a la justicia -reflexionó Murchad.
Fidelma consideró el comentario antes de responder.
– No tanto. Estaba desquiciada. Sufría una enfermedad que puede ser tan debilitante como cualquier otra fiebre. Creo que puedo comprender las profundidades de los celos que puede experimentar una mujer si siente que ha sido traicionada por un hombre que parecía amarla.
Fidelma se ruborizó un poco al recordar sus propios sentimientos.
– Aun así mató. ¿No tendría que haber recibido un castigo por ello?
– Ah, el castigo. Me temo que está surgiendo una nueva ética en nuestra cultura, Murchad. Es lo que más me preocupa sobre la fe. Los Penitenciales de la Iglesia predican el castigo frente al resarcimiento y la rehabilitación que dictan nuestras leyes.
– Sin embargo, es la doctrina de la fe -dijo Murchad, perplejo-. ¿Cómo podéis ser hermana de la fe sin aceptar la doctrina?
– Porque es una doctrina de venganza y no un acto de justicia. Nuestras leyes buscan la justicia, no la venganza. Juvenal dijo que la venganza sólo es deleitosa para los espíritus mezquinos. La sangre no puede lavarse con sangre. Debemos resarcir a la víctima y rehabilitar al malhechor. De lo contrario, acabaremos entrando en un círculo vicioso de venganzas y la sangre nunca dejará de manar. Quienes hacen de las leyes una maldición, sufrirán esas mismas leyes.
– ¿Habríais preferido, pues, que la chica hubiera huido?
Fidelma movió la cabeza.
– Nunca habría sido capaz de huir de sí misma. Creo que la locura trastocó tanto su mente que, en este caso, sufrió un acto de misericordia.
Gurvan se aproximó y, con ojos de disculpa, anunció:
– La marea ya repunta, capitán.
Murchad le dio las gracias.
– Debemos levar anclas, señora -dijo él con respeto.
– Espero que el regreso a Ardmore no sea tan aventurado como el de ida.
– No me hubiera hecho marinero si temiera a tempestades y piratas -se rió Murchad-. Ahora bien, no suelo encontrarme tan a menudo con asesinatos a bordo. ¿Pensáis pasar mucho tiempo en este país, hermana? Quizá de regreso toméis mi barco. Voy y vengo de Ardmore a este puerto con frecuencia.
– Sería un placer. No obstante no estoy segura de adónde me llevará el destino. Quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse. Si no, que Jesús os acompañe en vuestros viajes. Y cuidad de ese muchacho, Wenbrit. Puede que un día sea capitán de su propio barco.
Bajó a la crujía y se despidió de Gurvan, Wenbrit, Drogan y el resto de la tripulación antes de bajar al muelle. Murchad alzó la mano para despedirse.
Fidelma se quedó a mirar cómo tiraban de la pasarela para devolverla al muelle y desamarraban los cabos para que el Barnacla Cariblanca desatracara. Agitó la mano enérgicamente para despedirse de todos. Entonces la invadió tal añoranza que echó a andar con tranquilidad hacia la posada en la que se alojaba. Pese a la melancolía, también sentía alivio, pues había emprendido aquel peregrinaje con dos propósitos principales, uno de los cuales ya estaba zanjado. Ya no había discrepancia entre su función como religiosa y su función como dálaigh. Su pasión por la ley no le dejaba alternativa: en adelante antepondría siempre la ley a la vida contemplativa. Cuando llegó a la posada, el Barnacla Cariblanca ya había izado las velas y salía del puerto con la marea.
Fidelma se sentó en un banco de madera, a la sombra de una parra. Levantó la mirada a las aguas azules de la bahía para contemplar la nave que se alejaba.
El posadero se acercó a ella con una bebida a base de limón exprimido y agua fría; le explicaron que era el mejor remedio para apaciguar la sed y aguantar el calor. Luego, para su sorpresa, el posadero le entregó un papel de vitela doblado. No entendió muy bien qué le decía, pero apuntaba con el dedo a una embarcación elegante que había entrado en el puerto en la última hora.
– Gratias tibi ego -leagradeció en latín, pues era la única lengua en la que podían compartir algunas palabras.
Dominó su curiosidad, pues quería ver salir del puerto el barco de Murchad. Permaneció un momento sorbiendo el refresco y contemplando al Barnacla Cariblanca, que ya se alejaba en el estuario, al que los lugareños llamaban ría. Al fin, desapareció tras el cabo. Era agradable disfrutar del calor del sol. Sin embargo, la envolvía de nuevo una tremenda sensación de soledad. Se paró a analizar sus sentimientos. ¿Era esa la palabra que mejor definía aquella emoción? Prefería estar sola que mal acompañada; desde luego, no quería estar en presencia de Cian nunca más. No obstante, algo bueno había sacado en claro y se alegraba de haberse encontrado con él.
Durante todos esos años Cian había sido como una espina clavada, pues no había olvidado la angustia y las tormentosas pasiones de juventud. Ahora, a la edad adulta, ya madura y experta, se le había concedido un encuentro con Cian y, bajo la perspectiva de esa madurez, había analizado y comprendido lo irracional de la agridulce intensidad del amor joven. Ya no tenía ningún reparo en despedirse de Cian para siempre y reconocer que formaba parte del pasado. Entendía lo ocurrido como una experiencia enriquecedora y no como un lastre que habría de cargar el resto de su vida.
Sin saber por qué, Eadulf le vino al pensamiento; fue algo tan inopinado que hasta dio un respingo y agitó la bebida que sostenía con mano trémula.
¡Eadulf! Se dio cuenta de que su amigo había sido una presencia constante durante todo el viaje, como una brizna etérea en el camino.
¿Por qué acudieron a su mente las palabras de Publio Siro, uno de sus autores de máximas predilectos?
Amare el sapere vix deo conceditur.
Hasta para un dios es difícil amar y ser sabio a un tiempo.
De pronto recordó el papel de vitela doblado. Lo cogió y lo desplegó. Sus ojos se abrieron, estupefactos. Era una nota de su hermano Colgú, enviada desde Cashel el día después de que ella zarpara desde Ardmore. Mientras asimilaba las escasas palabras que contenía, el asombro le heló la sangre y luego la invadió un pánico que jamás había experimentado. El mensaje era conciso:
«¡Regresa cuanto antes! ¡Han acusado a Eadulf de asesinato!»