CAPÍTULO XVIII

Fidelma se despertó de súbito, con el corazón desbocado. Era de noche y no sabía qué la había sobresaltado. Se sentía agotada: había sido un día largo. Todos los tripulantes y pasajeros habían desembarcado, salvo Cian y Toca Nia, a los que habían confinado en sus camarotes bajo vigilancia. Los marinos naufragados habían bajado a tierra, y los tripulantes habían asistido a la misa y al festejo de Justo. Hacia la medianoche todos habían regresado a bordo; nadie se quedó a dormir en Lampaul, ya que Murchad había anunciado que aprovecharían la marea matutina para arronzar, habiendo cargado ya todas las provisiones. Según le había dicho a Fidelma, cuanto antes llegaran al reino de los suevos, antes podría llevar de vuelta a Ardmore al par de pasajeros conflictivos.

Tumbada en la cama pensando en qué la había despertado, Fidelma oyó un ruido extraño, como si alguien escarbara bajo las tablas del suelo de su camarote. Se incorporó en el camastro con cara de pocos amigos, cuando recordó lo que Wenbrit le había dicho. Ratas y ratones habitaban las partes bajas de la embarcación.

Extendió el brazo hacia la masa de pelo cálida y pesada del felino que dormía a sus pies, y la acarició.

– Vamos, señor de los ratones -le susurró-. ¿No te parece que descuidas tus obligaciones?

El gato se rebulló primero, luego se desenroscó y a continuación se estiró, alargando el cuerpo en toda su extensión. Siempre le había sorprendido la capacidad que los gatos tenían para estirarse. A continuación, Luchtighern emitió un ruidito, que más parecía una piada que un maullido; saltó al suelo, cruzó el cuarto con paso decidido y se escabulló por la ventana.

La escarbadura cesó al poco rato; un leve escalofrío recorrió el cuerpo de Fidelma al pensar en las ratas que habría entre la oscuridad de abajo. Se paró a escuchar, pero ya no oía nada. Quizá se habrían marchado ya. El señor de los ratones desempeñaba su tarea nocturna con eficiencia ejemplar.

Bostezando, volvió a reclinarse contra la almohada y volvió a conciliar el sueño. Le pareció que apenas había pasado un momento cuando Gurvan la sacudía para despertarla. El oficial de cubierta estaba claramente preocupado.

– Por favor, acompañadme al camarote de al lado, señora -la apremió apenas en un susurro.

Fidelma saltó de la litera y se echó el hábito sobre los hombros. La expresión de Gurvan le bastó para no perder el tiempo en preguntas superfluas. Recordó que habían confinado a Toca Nia en el camarote de Gurvan.

Gurvan la aguardaba en el pasillo, sujetando abierta la puerta de su camarote. En el pequeño habitáculo había un farol encendido, pues aún no amanecía. Fidelma se asomó.

Toca Nia estaba tumbado boca arriba con los ojos muy abiertos y el pecho ensangrentado.

– Diría que lo han apuñalado varias veces alrededor del corazón -murmuró Gurvan a sus espaldas, como si hubiera que explicar la escena.

Fidelma se quedó inmóvil unos instantes para que la impresión inicial se desvaneciera.

– ¿Habéis puesto a Murchad al corriente? -preguntó luego.

– Ya he dicho que lo avisen -respondió Gurvan-. Cuidado, señora, que hay mucha sangre en el suelo.

Miró abajo: la sangre de las arterias cercenadas se había derramado por todo el suelo. Alguien había pasado por encima, presumiblemente Gurvan, aunque otra posibilidad acudió a su mente.

– No os mováis -le pidió.

Y se desplazó hasta la puerta; desde allí siguió con la vista las manchas pegadizas del suelo. No había huellas definidas, ya que Gurvan habría pasado por encima de las primeras, que sólo podían ser del asesino. Las huellas llegaban hasta la puerta de su camarote y allí se detenían. Aquello confundió a Fidelma. Esperaba que hubieran seguido por la salida a la cubierta superior. Se dirigió hacia su camarote y abrió la puerta. Unas marcas más claras indicaban la parte de suelo que había pisado Gurvan al entrar. La única explicación al misterio era que, al reparar en las manchas que iba dejando, el asesino se había limpiado las suelas antes de seguir caminando.

Un sexto sentido la hizo ir a mirar en el bolso donde había guardado el cuchillo que Crella le había dado. Había desaparecido.

– Más vale que enviéis a alguien al camarote de Cian cuanto antes -sugirió a Gurvan, pensando que parecía lo más acertado dadas las circunstancias.

Justo entonces Murchad apareció en el pasillo; el desasosiego envolvía su semblante. Había entreoído la indicación de Fidelma.

– Ya he mandado llamar a Cian, señora. Cuando lo he sabido, he supuesto que querríais verle. Sin embargo, ya no está a bordo.

– ¿Qué?

Fidelma nunca habría pensado que Cian pudiera ser capaz de cometer semejante estupidez. Se dio cuenta entonces de que en realidad no sabía qué pasaba por lo más profundo de la mente de Cian, del mismo modo que jamás había comprendido su forma de pensar.

– Drogan ha bajado a su camarote. El hombre que estaba de guardia dormía. Bairne, que comparte camarote con él, dice que no le ha oído salir. Creo que no podemos culpar a mis hombres. No estamos acostumbrados a custodiar prisioneros.

A Fidelma no le interesaban las excusas.

– Tenemos que volver a registrar el barco -indicó con decisión-. ¿Podéis hacerlo ahora mismo, Gurvan?

El oficial de cubierta salió disparado.

– Creo que salta a la vista lo que ha pasado -murmuró Murchad contemplando el cuerpo inerte de Toca Nia-. Cian ha matado a su acusador y ha huido a tierra.

Parecía la única explicación lógica. Fidelma soltó un suspiro de resignación.

– Cierto, es lo que parece -reconoció-. Aun así, la isla no es un lugar lo suficiente grande para esconderse. No deja de ser una isla. Lo acabaremos encontrando. Voy a vestirme. Debemos bajar a tierra y encontrar a Cian cuanto antes.


* * *

Murchad, Gurvan y Fidelma arribaron al muelle en el esquife y desembarcaron. No había ni un alma bajo la luz grisácea de la aurora. Subieron por el sendero que llevaba a la iglesia, y se sorprendieron al ver que en la penumbra de la entrada apareció una figura que fue a recibirlos. Era el padre Pol y estaba muy serio.

– Sé a quién habéis venido a buscar -anunció a modo de saludo.

La solemnidad de Fidelma era pareja.

– ¿Os ha dicho por qué se ha refugiado aquí? -le preguntó.

– Sé de qué se le acusa -respondió el sacerdote.

– ¿Sabéis dónde está? Sería de gran ayuda que nos lo dijerais, pues evitaríamos perder tiempo buscándolo por toda isla.

– No hará falta, hermana. Y yo tampoco lo permitiría. El hermano Cian está en la iglesia.

El tono severo del capellán la confundía, y era distinto del que usara el día anterior.

– En tal caso debemos llevarlo de vuelta al Barnacla Cariblanca para que pueda presentar su defensa.

El sacerdote arrugó el entrecejo y levantó una mano para detenerlos.

– No puedo permitirlo.

Fidelma miró con asombro al padre Pol.

– ¿Que no podéis permitirlo? -repitió perpleja-. Ayer dijisteis que la situación de Cian no era asunto vuestro. ¿Y ahora decís que no permitiréis que nos lo llevemos al barco? ¿Qué clase de lógica manejáis?

– Tengo autoridad para impedir que os llevéis a Cian con vosotros.

– El crimen se ha cometido a bordo del barco de Murchad, no en vuestra isla, de modo que está dentro de la jurisdicción de Murchad.

El sacerdote puso cara de confusión un momento y luego se cruzó de brazos con ánimo de no moverse.

– En primer lugar, el hermano Cian se ha acogido a sagrado en este lugar -anunció-. En segundo lugar, el supuesto crimen del que se le acusa sucedió hace cinco años y a cientos de kilómetros de aquí. Carecéis de autoridad para juzgar esos cargos en el barco. Vos misma lo dijisteis ayer.

Rascándose la nuca, Murchad miró a Fidelma en busca de consejo.

– ¿Se ha acogido a sagrado? -repitió desorientado-. No sé si lo he entendido bien…

El padre Pol intervino.

– Sor Fidelma te explicará lo que Dios dijo según está escrito en el libro de los Números: «Elegiréis ciudades que sean para vosotros ciudades de refugio, donde pueda refugiarse el homicida que hubiere muerto a alguno sin querer. Estas ciudades os servirán de asilo contra el vengador de la sangre…».

– Ya sabemos qué está escrito en los Números, padre Pol -concedió Fidelma con calma. Se volvió hacia Murchad para explicárselo-: El refugio sagrado al que se refiere es comparable a nuestra ley de Nemed Termann, según la cual una persona acusada de un acto de violencia, sea o no culpable, puede acogerse a un lugar sagrado hasta el momento en que se enjuicie su caso debidamente… Pero nuestra ley, padre, también impide que el culpable se acoja a sagrado para evadir a la justicia.

El padre Pol inclinó la cabeza para darle la razón.

– Lo comprendo, hermana. Sin embargo, las leyes de Éireann no se aplican en Uxantis. Aquí la ley es la ley de Dios según se dicta en las Sagradas Escrituras. Dice el Éxodo: «A aquel que hiera mortalmente a otro yo le señalaré un lugar donde podrá refugiarse». Vuestro hombre tiene derecho a recogerse en este lugar hasta que pueda preparar su defensa contra quienes buscan vengarse contra él.

– Padre Pol, nosotros no buscamos venganza. Pero el hermano Cian debe venir con nosotros para poder defenderse contra ese crimen.

– Se ha acogido a sagrado de la manera debida y se le ha concedido.

Aquello le dio una idea a Fidelma.

– ¿De la manera debida? -repitió.

Trataba de actuar como una buena dálaigh, objetivamente, sin dejarse influir por los sentimientos, observando únicamente los hechos, pero se trataba de Cian y no de un desconocido cualquiera que intentaba evadir la ley. ¡Era Cian! Lo odiara o no, había estado enamorada de él una vez. Debía desentenderse de su implicación sentimental, porque además ya no confiaba en sus sentimientos. Debía pensar solamente en la ley. La ley era cuanto importaba en ese momento.

– ¿Decís que se ha acogido a sagrado de la manera debida? -repitió.

El padre Pol prefirió no responder al percibir que Fidelma se disponía a plantear una argumentación.

– Acabáis de citar la ley del Éxodo, pero no habéis terminado la cita. El versículo termina diciendo: «Si de propósito mata un hombre a su prójimo traidoramente, de mi altar mismo le arrancarás para darle muerte». ¿Es así?

– Sin duda. Pero, ¿qué traición hay en la guerra? En la guerra se permite matar. Un guerrero puede actuar con fiereza en la batalla y no saber lo que hace. Si así fue, Cian responderá por las consecuencias, por supuesto. Pero dudo que podáis sostener que actuó traidoramente.

– No nos referimos a los crímenes de los que Toca Nia acusaba al hermano Cian -respondió Fidelma lentamente-, sino al hecho de que han matado a Toca Nia en su litera, esta mañana, a bordo del barco de Murchad, justo cuando el hermano Cian ha huido para pediros asilo.

Desconcertado, el padre Pol dejó caer los brazos a los lados.

– No me ha dicho nada de esto.

Fidelma se inclinó hacia delante como un cazador acechando a la presa.

– En tal caso, permitidme que os recuerde la ley según Josué: «El homicida huirá a una de estas ciudades, se detendrá a la puerta de esta ciudad y expondrá su caso a los ancianos de ella»… ¿Ha hecho Cian tal cosa?, ¿ha hablado del asesinato de Toca Nia?

El padre Pol estaba claramente turbado.

– Ni lo ha mencionado. Sólo se ha acogido a sagrado por el crimen del cual Toca Nia lo acusaba.

– Entonces, según el código eclesiástico que habéis citado, no se ha acogido a sagrado de la manera debida y, por consiguiente, no puede solicitar refugio.

El padre Pol estaba indeciso. Al fin, tomó una determinación y se hizo atrás con un ademán indicando que le precedieran.

– Plantearemos la cuestión al hermano Cian -dijo a media voz.

Cian estaba sentado en la penumbra del jardín trasero de la iglesia cuando el padre Pol llevó ante él a Fidelma y Murchad.

– Se me ha concedido refugio -anunció-. Podéis decírselo a Toca Nia. Pienso quedarme aquí. Ni vosotros ni vuestras leyes pueden tocarme.

Murchad frunció el ceño y abrió la boca, pero Fidelma lo hizo callar con una seña.

– ¿Qué te hace pensar que Toca Nia vaya a hacerte caso? -preguntó con inocencia fingida.

– Tú tienes pico de oro, Fidelma. Puedes hablarle sobre la ley del refugio sagrado.

– No creo que a Tola Nia siga interesándole la ley.

El hermano Cian pestañeó varias veces.

– ¿Queréis decir que ha retirado los cargos?

Fidelma escrutó profundamente los ojos de Cian. Veía suspicacia, incluso esperanza, pero no había astucia ni malicia.

– Quiero decir que Toca Nia está muerto.

La reacción sorprendida de Cian era indiscutible.

– ¿Muerto? ¿Cómo es posible?

– Han asesinado a Toca Nia aproximadamente a la misma hora en que tú has huido del barco.

Cian dio un paso atrás involuntario. Su sobresalto era genuino: no podía estar actuando.

El padre Pol se encogió de hombros con un gesto de impotencia:

– Esto me sitúa en una posición extraña, hermano. Acogiéndome a la ley eclesiástica, os he concedido asilo dentro de esta iglesia pero sólo con respecto al cargo del que habéis dicho que os acusaban. Esto es otra cosa…

Cian miraba, ora al sacerdote, ora a Fidelma, aturdido.

– Pero yo no sé nada de la muerte de Toca Nia. ¿Qué está diciendo el padre? -preguntó a Fidelma.

– ¿Negáis que vuestra mano asestara las cuchilladas que acabaron con la vida de Toca Nia?

Cian abrió más los ojos, incapaz de asimilar lo que oía.

– ¿Habláis seriamente? ¿Insinuáis que… que se me acusa de su asesinato?

Fidelma se mostró indiferente:

– ¿De modo que lo niegas?

– ¡Por supuesto que lo niego! -gritó Cian con rabia.

Fidelma adoptó una expresión cínica.

– ¿Sostienes que el asesinato ha sido una coincidencia? ¿Que no sabes nada?

– Dilo como quieras, pero yo no lo he matado.

Fidelma se sentó en el banco del que Cian se había levantado.

– Tendrás que reconocer que, si es una coincidencia, es sumamente oportuna. ¿Querrías decirme por qué huiste del barco?

Cian se sentó de cara a ella y se inclinó hacia delante. Su actitud era suplicante.

– Yo no he cometido ese acto, Fidelma -dijo en un tono bajo, cargado de intensidad-. Tú me conoces. Admito que he matado en la guerra, pero nunca lo he hecho a sangre fría. ¡Jamás! Debes saber que yo nunca…

– Soy una dálaigh, Cian -lo interrumpió con dureza-. Cuéntame tu versión de los hechos. No quiero oír otra súplica.

– Pero es que no sé nada. No tengo ninguna versión que contarte.

– Y entonces, ¿por qué has huido del Barnacla Cariblanca y has venido aquí pidiendo refugio?

– Creo que es evidente -respondió Cian.

– A menos que hayas matado a Toca Nia, diría que no tiene nada de evidente.

Cian enrojeció de furia.

– ¡Yo no…! -empezó a decir y luego calló-. He venido buscando refugio aquí porque necesitaba tiempo para reflexionar. Cuando ayer me interrogaste a raíz de la acusación de Toca Nia, entendí que ibas en serio; de que tú y Murchad ibais a encerrarme y enviarme a Laigin para comparecer en un juicio. Pensé que lo más seguro es que me declaren culpable de la matanza de Rath Bíle.

– Que yo recuerde, reconociste haberlo hecho.

– Reconocí la acción, no el crimen. Era un acto de guerra y yo me limitaba a cumplir órdenes.

– En tal caso debías prepararte para responder a la acusación. Si no eras culpable de asesinato, debías confiar en la ley.

– Necesitaba tiempo para pensar. Fue tan repentino, que se me acusara de eso.

Murchad lo interrumpió con brusquedad.

– Peor es tener que responder ahora al cargo de haber asesinado a Toca Nia.

Fidelma estaba de acuerdo.

– De hecho -prosiguió-, a menos que otro testigo te acuse de lo mismo, las acusaciones de Toca Nia desaparecen con él, porque no dejó constancia legal de ellas.

Cian no daba crédito a lo que le estaba ocurriendo.

– Entonces, ¿la acusación de Rath Bíle queda retirada?

– Toca Nia no presentó una acusación oficial; no hay constancia escrita de ella ni testificación. La acusación verbal de un fallecido no puede aceptarse como prueba en tu contra a menos que se trate de una declaración en su lecho de muerte y en presencia de testigos.

– Entonces, ¿estoy libre de ese cargo?

– A menos que aparezca otro testigo de Rath Bíle que declare contra ti. Puesto que no los hay, quedas libre de ese cargo.

Las facciones de Cian se ampliaron en una sonrisa y, al entender lo que esto suponía, volvió a adoptar un gesto grave.

– Juro por la Santísima Trinidad que yo no he matado a Toca Nia.

Fidelma percibía el tono de verdad en su voz, pero su escepticismo le hacía dudar de su declaración de inocencia. ¿Cómo era aquello que solía decir Horacio? Naturam expelles furca tamen usque recurret… Aunque expulses la naturaleza con una horca, ésta siempre regresa. Cian era un embustero nato y siempre había que dudar de su sinceridad. Entonces, con una punzada de culpa, se dio cuenta de que volvía a dejarse llevar por sus sentimientos para condenarlo.

Se disponía a hablar cuando de pronto oyeron un aullido feroz.

El padre Pol levantó la cabeza con el ceño fruncido al ver aparecer, doblando la iglesia como alma que lleva al diablo, uno de los isleños, un tipo menudo con atuendo de marinero. El hombre se paró en seco al verles, tratando de recuperar el aliento.

– ¿Qué ha pasado, Tibatto? -preguntó el padre Pol con desaprobación-. ¿Qué es eso de entrar en la casa de Dios armando ese jaleo?

– ¡Sajones! -gruñó sin respiración-. ¡Piratas sajones!

– ¿Dónde? -exigió el sacerdote, mientras Murchad se ponía a dar vueltas por el jardín, consternado, llevándose la mano al puñal del cinturón.

– Estaba en la punta sobre Rochers…

– Es la costa norte de la isla -les explicó el padre Pol con un rápido inciso.

– … cuando he visto un navío sajón costeando la isla hacia el sur, en dirección a la bahía. Es un barco guerrero con el símbolo de un relámpago en la vela mayor.

Murchad intercambió una mirada fugaz con Fidelma, que se había puesto de pie, al igual que Cian.

– ¿Cuánto pueden tardar en entrar en la bahía? -preguntó el sacerdote con gesto sombrío.

– En la próxima hora, padre.

– Da la voz de alarma. Llevemos a la gente al interior -ordenó con decisión-. Vamos, Murchad, haz desembarcar a los peregrinos y la tripulación. Existen unas cuevas donde escondernos o, en el peor de los casos, desde las que defendernos.

Murchad hizo un movimiento firme con la cabeza.

– ¡No pienso dejar mi barco a merced de piratas sajones, francos o godos! La marea está cambiando. Me marcho de la bahía. Si alguno de los pasajeros desea bajar a tierra, que así lo haga.

El padre Pol lo miró horrorizado por un instante.

– No tendrás tiempo de salir antes de que lleguen a la boca de la bahía. Si están delante de Rochers, en media hora habrán doblado el cabo.

– Es mejor estar en el barco que quedarse en la isla esperando a que desembarquen y nos corten el cuello a todos -replicó Murchad, y luego se volvió hacia Gurvan-. ¿Hay alguien más en tierra aparte de nosotros?

– Nadie más, capitán.

– ¿Venís con nosotros, señora? -preguntó a Fidelma, que no vaciló en responder:

– Si vais a escabulliros, estoy con vos, Murchad.

– ¡Vamos, pues!

Cian había quedado al margen mientras ellos discutían qué actitud tomar; dio un paso adelante.

– ¡Esperad! Dejadme ir con vosotros.

Murchad lo miró con cara de sorpresa y, con una sonrisa burlona, le reprochó:

– Creía que os acogíais a sagrado.

– Ya os he dicho que lo he hecho para tener tiempo para preparar mi defensa contra las acusaciones de Toca Nia.

– Pero ahora puede que tengáis que defenderos de una acusación por su asesinato -le recordó Fidelma.

– Correré el riesgo. Lo que no quiero es que esos piratas me encuentren aquí sin posibilidad de defenderme. Dejadme ir con vosotros.

Murchad se encogió de hombros.

– No podemos perder tiempo. Venid o quedaos aquí. Nosotros nos vamos ya.

Oyeron la nota amenazante e iracunda de un cuerno. Al salir de la iglesia vieron personas corriendo en desbandada, mujeres con niños desgañifándose en sus brazos, hombres que cogían las armas que podían.

Murchad le dio la mano al sacerdote.

– Buena suerte, padre Pol. Creo que estos sajones tienen más intención de venir por nosotros que de saquear vuestra isla. Los hemos rehuido una vez y quizá lo hagamos otra.

Murchad encabezó la carrera sendero abajo hacia la cala.

Fidelma miró atrás y vio que el padre Pol levantaba un brazo para bendecirles, y luego desapareció. Era su deber llevar a su pueblo a un refugio seguro.

Ninguno de los cuatro abrió la boca durante el descenso al muelle, donde habían dejado el esquife. No fue hasta que estaban en el bote y Murchad y Gurvan bogaban con fuerza hacia el Barnacla Cariblanca cuando Cian topó con los ojos verdes e irónicos de Fidelma. Pero él sostuvo la mirada sin parpadear.

– Yo no he matado a Toca Nia, Fidelma -afirmó en un susurro-. No he sabido que estaba muerto hasta que habéis llegado a casa del padre Pol y me lo habéis dicho. Lo juro.

Fidelma estuvo a punto de creerle, pero quería asegurarse. Nunca podría confiar en Cian: hacía muchos años que lo había aprendido.

– Tendrás tiempo de sobra para declararte inocente -respondió con brusquedad.

Llegaron al barco. Fidelma casi fue la última en subir a cubierta, pues Murchad había saltado a bordo y ya estaba dando órdenes a diestro y siniestro. Gurvan subió después de ella, en último lugar para asegurar el esquife.

– ¿Está todo listo? -preguntó Murchad.

– Sí, capitán -gritó el oficial de cubierta, corriendo a ponerse a la espadilla con Drogan.

Fidelma se colocó junto a Murchad, pues le pareció lo más lógico.

– ¿Qué podemos hacer, Murchad? -le preguntó con la vista puesta en la entrada de la bahía.

El semblante del capitán era una máscara impertérrita, sus ojos de color gris marino se entornaron sin apartarlos de la extensa ensenada. Desde allí veían la silueta oscura del barco sajón despuntando por el cabo sur, resuelto a impedirles huir de la bahía. Su fondeadero estaba a unas tres millas de la entrada a la bahía, cuya parte más ancha medía poco más de una milla. El barco asaltante tenía tiempo suficiente para obstaculizar cualquier intento de evasión.

– Son tenaces, esos demonios sajones -murmuró Murchad-. Os lo digo yo. Su capitán debió de tener una intuición de buen marinero para percatarse de que habíamos retrocedido y pasado por su lado la otra noche. El que haya sido capaz de seguirnos hasta aquí dice mucho de él.

– Ahora no hay oscuridad que nos oculte -comentó Fidelma.

Cuando Murchad advirtió que Cian había bajado a despertar a los demás para informarlos de la llegada del barco pirata, Murchad dejó la conversación para gritar que los peregrinos permanecieran abajo. Luego miró con pesar al cielo neblinoso y azul, donde minúsculas ristras de nubes se estaban rizando.

– Eso seguro -respondió a Fidelma-. Y el cielo se está aborregando… despejado, pero inestable. No habrá oscuridad ni bruma que nos cubra. Con bruma podría haber intentado salir pasando por su lado. ¡Ja! ¡Es la única vez que oiréis a un marinero pidiendo que haya bruma!

Fidelma sospechaba que Murchad sólo hablaba para evitar que el pánico se apoderara de ella.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Si nos van a atacar, no caigamos sin haber luchado.

Él la miró con aprobación.

– Así no habla una religiosa, señora.

Fidelma le devolvió una sonrisa feroz.

– Así habla una princesa Éoghanacht. Quizá mi vida esté destinada a terminar como empezó, como hija del rey Failbe Fland y hermana del rey Colgú. Si hoy vamos a morir luchando, que el enemigo deba pagar un precio elevado.

Gurvan se acercó a ellos con un gesto sombrío y aseguró:

– Yo, por lo pronto, no pienso morir luchando. Una buena retirada es mejor que una mala defensa.

Murchad conocía bien a Gurvan y percibió un tono familiar en su voz.

– ¿Insinúas que se te ha ocurrido algo?

– Dependerá otra vez del viento y las velas -asintió Gurvan con un breve movimiento de la cabeza-. El sajón cree que lo tiene todo ganado. En Pointe de Pern el viento lo empuja al norte, y pretenderá abordarnos si intentamos huir por ahí. Como un gato que acecha a un ratón, ¿eh?

– No hace falta ser un experto marinero para percatarse -añadió Fidelma.

– ¿Y os habéis percatado del islote de ahí delante? -señaló Gurvan.

– Lo veo, estará a una milla de aquí -calculó Murchad.

– Ahora fijaos en el barco sajón -aconsejó Gurvan.

Fidelma y Murchad hicieron lo que decía: el perseguidor estaba arriando la enorme vela oblonga.

– Pretenden recurrir otra vez a los remos para alcanzarnos. Y eso la última vez les falló, que yo recuerde -murmuró Gurvan.

Murchad le sonrió con aprobación, pues cayó en la cuenta de qué le estaba sugiriendo su oficial de cubierta.

– Ya veo qué quieres decir. Primero iremos hasta el islote y luego nos desplazaremos al lado sur para quedar fuera de su campo de visión. Así no sabrán por dónde saldremos. Podría darnos cierta ventaja.

Fidelma lo miraba extrañada.

– No sé si he entendido bien el plan, Murchad.

Una ráfaga hizo susurrar la vela y zarandeó las jarcias. La tripulación estaba expectante.

– No hay tiempo para explicarlo -gritó Murchad-. ¡En marcha! -Se volvió hacia los marineros y ordenó a grito herido-: ¡Tripulación! ¡Tripulación a las velas!

Sus hombres corrieron a cumplir órdenes.

Fidelma se quitó de en medio mirando cómo los marineros izaban la vela para coger viento. Gurvan fue a gobernar la espadilla con Drogan. Se oyó el acostumbrado crujido estimulante de la piel al inflarse con la brisa. Levaron el ancla con presteza. Y a continuación el Barnacla Cariblanca empezó a avanzar.

Desde el otro extremo de la bahía les llegó el grito estentóreo del barco pirata: «Woden!». El agua se escurría de las palas erguidas cintilando a la luz del sol, y la popa imponente hendía las aguas, derecha al Barnacla Cariblanca.

Tal como Gurvan había sospechado, el sajón pretendía interceptarlos a golpe de remo desde el canal del extremo norte, más ancho. El viento soplaba hacia el suroeste; al poco, la estela del Barnacla Cariblanca formaba un arco de blanca espuma rumbo al canal sur al amparo del islote.

– Será peligroso -oyó gritar a Murchad.

– Cierto -respondió el oficial-. Pero conozco bien estas aguas.

– Me colocaré en la proa para orientarte por el canal -indicó Murchad.

Confusa, Fidelma vio que el capitán se dirigió hacia la parte delantera del barco. A media cubierta se paró a dar más órdenes a sus hombres. Media docena de ellos descendieron a las cubiertas inferiores y, pasado un rato, regresaron con arcos tradicionales de metro y medio de largo y carcajes repletos de flechas. Murchad no pensaba correr riesgos. Si tenía que luchar, lucharía. En aquel momento el Barnacla Cariblanca, raudo, se acercaba al islote por detrás. Una vez lo dejaron a popa, Fidelma vio que el capitán sajón había dudado, creyendo que su presa acaso habría arriado las velas y echado el ancla para esconderse tras el peñasco. Por otra parte, el Barnacla bien podía invertir su recorrido para huir por el canal del norte. La vacilación del capitán sajón concedió al Barnacla Cariblanca una porción de tiempo para ganar ventaja sobre el enemigo enristrando por el canal sur tras el islote. Cuando el barco sajón comprendió la estrategia, viró con torpeza para ir por ellos; las palas chapoteaban frenéticamente con el esfuerzo insume de los marineros.

Gurvan sonrió a Fidelma con complicidad y levantó el dedo pulgar.

– Sólo podemos rezar, señora, por que el capitán sajón decida recurrir a la vela e ir tras nosotros.

Fidelma seguía tan confusa como antes.

– Creía que el barco sajón era más rápido a vela con el viento de popa.

– Y creéis bien… pero confiemos en que no conozca el viejo dicho: «Una mirada al frente vale más que dos atrás».

El comentario hizo gracia a Gurvan a juzgar por su gesto, pero a Fidelma no le decía nada.

El viento escoraba al Barnacla Cariblanca, que surcaba las aguas a pocos metros de la costa rocosa de granito del lado sur de la bahía. Fidelma advirtió que Gurvan se disponía a doblar el cabo sur. Después, Fidelma no sabía qué pretendía hacer, porque se encontrarían en mar abierto, pero en calma, lo cual permitiría al sajón alcanzarles con facilidad.

¿Acaso la respuesta estaba en los grandes arcos que la tripulación había subido a cubierta? ¿Acaso Murchad y Gurvan se proponían entablar un combate en mar abierto?

Entonces vislumbró lo que les deparaba: ante ellos se extendía una masa de rocas y peñascos de granito a flor de agua entre los que rugían fuertes corrientes en cascadas espumosas. Un sinfín de escollos asomaban aquí y allá, hasta donde la vista alcanzaba. A los ojos de Fidelma era un panorama bastante más amenazador que el paso entre las rocas en la costa de las islas Sylinancim.

Gurvan se fijó en la rigidez de Fidelma.

– Confiad en mí, señora -gritó sin apartar la vista del frente-. Lo que estáis viendo es la razón por la cual ningún barco se aventura a costear el cabo sur de la isla. Aquí dominan el viento y la marea, que pueden arrojar a una nave contra la orilla rocosa y partirla en mil pedazos. Por eso tomamos esta ruta. Lo atravesé en barco una vez; espero saber hacerlo una segunda. Si no lo consigo, en fin… mejor acabar los días siendo libres que ser esclavos o morir probando el acero sajón.

– ¿Y si el sajón nos sigue?

– Pues tendrá que pedir a su dios Woden que sea buen marinero. Dudo que lo sea, y si toma el canal más ancho para evitar las rocas, les llevaremos bastantes millas de ventaja.

Fidelma miró hacia delante, donde Murchad mantenía el equilibrio de pie en la proa del barco. Hacía señas a Gurvan y a su compañero a la espadilla; señas que, obviamente, tenían algún sentido para los marineros, pues cada movimiento del barco parecía realizarse en función de ellas. Fidelma sentía la fuerza de las corrientes abrazando el Barnacla Cariblanca, arrastrándolo con ellas a una velocidad creciente. En un momento dado, una roca rascó un costado del casco con un extraño gemido.

Fidelma cerró los ojos y pronunció una oración breve.

Pero la roca pasó junto a ellos, veloz, y seguían de una pieza.

– ¿Veis algo por detrás, señora? -le preguntó Gurvan-. ¿Hay rastro del sajón?

Fidelma corrió a agarrarse a la baranda de popa para mirar.

Se estremeció al ver el blanco espumaje de la estela, el arrecife y los peñascos que iban dejando atrás. Después levantó la vista al frente.

– Veo el barco sajón -gritó, llena de excitación.

Sólo alcanzaba a ver el relámpago en la vela que Murchad ya había señalado.

– Los veo -volvió a gritar-. Nos siguen por el canal -dijo alzando más la voz por el entusiasmo.

– Que su dios Woden les ayude ahora -respondió Gurvan con una sonrisa fiera.

– Y que Dios nos ayude a nosotros -susurró Fidelma para sí.

El Barnacla Cariblanca cabeceaba de manera que el horizonte subía y bajaba con violencia, lo cual le hacía perder de vista una y otra vez la vela del perseguidor.

El barco empezó a subir y bajar a una velocidad alarmante. Gurvan y Drogan se apoyaban con todo su peso sobre la espadilla y estaban pidiendo ayuda a otro marinero para controlar la presión.

Con las señas de Murchad desde la proa, el Barnacla Cariblanca siguió adelante siguiendo una trayectoria quebrada entre los escollos azotados por el oleaje, hasta salir dando bandazos a aguas más tranquilas. Casi antes de estar fuera de peligro, Murchad corrió a popa sin perder el gesto de preocupación.

– ¿Dónde están? -gruñó.

– Los he perdido de vista -gritó Fidelma-. Nos estaban siguiendo por el paso de escollos.

Murchad entornó los ojos para mirar en la dirección de la que venían, hacia la costa escabrosa que, desde aquella distancia, parecía estar cubierta de una tenue neblina.

– Es el agua que se desprende del oleaje al embestir contra las rocas -explicó sin que le preguntara-. Entorpece la visión.

Miró hacia los colmillos negros y abruptos que afloraban entre la espuma.

Fidelma se estremeció un poco, si bien no era la primera vez. ¿Cómo habían conseguido salir sanos y salvos de aquellas fauces peligrosas?

– ¡Ahí están! -exclamó Murchad de pronto-. ¡Los veo!

Fidelma forzó la vista en vano.

Guardaron silencio; luego Murchad suspiró.

– Por un momento me ha parecido ver el tope, pero ya no lo veo.

– Le llevamos buena ventana, capitán -gritó Gurvan-. Tendrán que ir a toda vela si quieren alcanzarnos.

Murchad se volvió hacia el oficial de cubierta, movió la cabeza despacio y dijo con tranquilidad:

– Creo que no habrá que preocuparse más por ellos, amigo.

Fidelma volvió a mirar a la costa que se desvanecía en la distancia. No vio rastro alguno del barco.

– ¿Creéis que han chocado contra las rocas? -se atrevió a preguntar.

– Si hubieran atravesado el paso, a estas alturas ya los veríamos -respondió Murchad con gravedad-. Era nosotros o ellos, señora. Gracias a Dios que han sido ellos. Han ido a parar a su gran templo de héroes paganos.

– Es una forma de morir horrorosa -dijo Fidelma con sobriedad.

– Los muertos no muerden -se limitó a comentar Murchad.

Fidelma musitó una oración fugaz por los fallecidos. Se trataba de un barco sajón y, fuera o no pagano, le recordaba al hermano Eadulf.

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