– No lo entiendo -anunció por enésima vez Murchad, al tiempo que se rascaba el cogote y miraba el cuerpo tumbado.
Fidelma le había pedido que bajara al camarote sin avisar a nadie más. Parecía totalmente desconcertado.
– ¿Estáis segura de que es sor Muirgel? Yo sólo la vi un momento el día en que todos subieron a bordo. Podría ser otra hermana.
Fidelma rechazó la posibilidad moviendo con firmeza la cabeza.
– Yo también la vi durante unos pocos instantes cuando entré en este camarote, pero no me cabe ninguna duda de que se trata de la misma mujer. No es ninguna de las otras tres, estoy segura.
Murchad suspiró con frustración y observó secamente:
– En tal caso, parece que han asesinado a sor Muirgel dos veces. Una, la primera noche de viaje, cuando se halló el hábito manchado de sangre, pero no el cadáver; y otra, ahora, apuñalada y degollada. ¿Qué puede significar?
– Significa que, al principio, sor Muirgel quiso hacernos creer que estaba muerta… cuando en realidad seguía estando a bordo, oculta en alguna parte… O alguien la ocultaba. Cuando Wenbrit se ha quejado de que echaba en falta comida, me ha asaltado la sospecha. Por eso quería volver a registrar el camarote. Muirgel estaba representando una farsa. Con todo, no hay rastro del cuchillo.
– Pero, ¿por qué quería Muirgel que creyéramos que la habían apuñalado o que había caído al agua durante la tempestad? -preguntó Murchad-. ¿Con qué fin dejó el hábito a conciencia para que sospecháramos de inmediato que había sido asesinada?
Fidelma miró el crucifijo que tenía en la mano, el mismo que Muirgel había sostenido en la suya. Fidelma casi lo había olvidado mientras trataba de dar con una explicación para el misterio.
– ¿Qué es eso? -inquirió el capitán cuando vio a Fidelma mirándolo minuciosamente.
– Su crucifijo. Debió de hallar consuelo en él durante los últimos momentos de su vida. Lo tenía en la mano al morir.
– Sí que era una mujer devota -observó Murchad, señalando otro crucifijo más grande y ostentoso alrededor del cuello de la muerta.
Fidelma miró fijamente el crucifijo que tenía en la mano. Era de un estilo completamente distinto del que llevaba Muirgel al cuello. Amén de ser más pequeño, estaba elaborado con mejor gusto. Entonces cayó en la cuenta de que el crucifijo no era de Muirgel. Le dio la vuelta sobre la palma de la mano con profundo interés. La segunda vez que lo volteó reparó en que tenía un nombre garabateado.
– Acercad el farol, Murchad.
Así lo hizo el capitán.
Las marcas apenas si eran visibles, pero el nombre se distinguía con facilidad. «Canair».
Fidelma apretó los labios, pensativa.
– ¿Llegasteis a conocer a sor Canair? -preguntó a Murchad.
– Nunca llegué a verla. El pago del pasaje, tanto el vuestro como el suyo, lo negoció la abadía de St. Declan antes de que llegaran los peregrinos. De los peregrinos, yo sólo conocía el nombre, y tenían que coincidir con el número de pasajes reservados. Se pagaron once pasajes, pero sólo subieron a bordo diez personas, aparte de vos. Me dijeron que esa tal hermana Canair, que estaba a cargo del grupo, no había llegado a Ardmore y, como había que zarpar con la marea… -Le restó importancia encogiéndose de hombros-. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
Fidelma dudó antes de decidirse.
– Seguiré con las indagaciones, pero ahora tenemos un cuerpo como prueba del crimen. De momento puede que algunas cosas empiecen a tener sentido. Por ejemplo, esto explica por qué el hermano Guss, que asegura estar enamorado de Muirgel, no estaba demasiado consternado cuando todos creíamos que ella había caído al agua. Es evidente que él sabía que Muirgel estaba viva. No obstante, ahora tendré que variar mis sospechas sobre el posible culpable. Me temo que no estoy más cerca de resolver el misterio que antes. Todavía hay muchas preguntas pendientes.
Fidelma miró al capitán.
– Imagino que los demás todavía estarán desayunando. ¿Podéis pedir al hermano Tola y al hermano Guss que vengan? No les permitáis entrar en el camarote hasta que yo se lo pida. Oh, y ¿puede dar permiso a uno de sus marineros para que baje? Creo que hará falta un centinela que vigile este camarote.
Murchad se fue sin más comentarios. Pasado un rato llamaron a la puerta. Un marinero rubicundo asomó la cabeza.
– Soy Drogan, señora. El capitán me ha dicho que queríais a alguien aquí abajo.
– Así es. Poneos fuera de pie y no permitáis que nadie entre en el camarote a menos que yo lo diga.
Drogan se llevó el puño a la frente a modo de saludo y se retiró. Al poco, Fidelma oyó la voz del hermano Tola exigiendo que alguien le explicara para qué había sido llamado. Fidelma abrió la puerta.
– Pasad, hermano Tola -ordenó sin más.
Al ver que venía el hermano Guss con él, añadió:
– Esperad aquí. Hablaré con vos ahora mismo.
El hermano Tola entró con cara de pocos amigos.
– Veamos, ¿de qué se trata ahora? -exigió, mirando a su alrededor, asqueado.
Fidelma se acercó a la litera y levantó el farol sobre el cuerpo tendido.
El hermano Tola dio un grito ahogado y un paso atrás.
– ¿Quién es esta mujer, hermano Tola? -le preguntó Fidelma sin apartar la vista del monje.
Un gesto de perplejidad absoluta cambió su expresión y luego se inclinó hacia delante moviendo la cabeza.
– Es sor Muirgel -susurró-. ¿Qué significa esto? Pensaba que había caído por la borda.
La sorpresa del monje era indiscutiblemente genuina.
– Volved con los demás -le instruyó Fidelma en voz baja- y no digáis nada de esto hasta que yo vaya, que será dentro de poco. Al salir, decidle al hermano Guss que entre.
El monje, atónito, salió moviendo un poco la cabeza. Fidelma estaba decepcionada. Contaba con que Tola hubiera mostrado algún indicio de falsedad en su asombro al ver el cuerpo de Muirgel. Y estaba convencida de que no podía ser tan buen actor. Oyó una tos, y el joven monje entró.
Fidelma volvió a sostener en alto la linterna sin dejar de mirar al joven al rostro.
– ¿Quién es esta mujer, hermano Guss?
La tez del muchacho palideció, quedó exangüe, y dio unos pasos atrás, tambaleándose. Fidelma pensó que iba a desmayarse. El monje se llevó las manos al rostro y emitió un gruñido conmovedor.
– ¡Muirgel! ¡Dios mío, Muirgel!
Empezó a balancearse adelante y atrás sobre los talones.
Fidelma colgó el farol del techo y empujó al hermano Guss con delicadeza sobre una silla.
– Creo que tenéis algo que explicar, hermano Guss. Ayer, cuando os interrogué, vos sabíais que Muirgel seguía con vida. No estabais tan apenado como ahora cuando todos creíamos que había caído al mar. ¿Dónde se ocultaba y por qué?
– Yo amaba a Muirgel -dijo el joven con voz queda, llorando.
– ¿Y sabíais que estaba viva?
– Sí, lo sabía -confirmó entre sollozos.
– ¿Para qué ideó una farsa tan compleja, fingiendo que había caído por la borda?
– Temía que alguien fuera a matarla.
Fidelma lo miró fijamente, con curiosidad.
– ¿Estáis diciendo que se escondió porque temía por su vida?
El joven asintió, tratando de controlar unos sollozos desoladores.
– Pero, ¿por qué subió a bordo del barco si sospechaba tal cosa? Un barco no es el mejor lugar donde refugiarse.
– No se dio cuenta hasta que estuvo a bordo de que iba a ser la siguiente víctima. Para entonces ya era tarde, ya habíamos zarpado. Así que decidió esconderse y yo la ayudé a hacerlo.
– ¿La siguiente víctima, decís? -preguntó Fidelma de pronto, repitiendo las palabras.
– Sor Canair fue asesinada antes de que embarcáramos.
– ¿Canair? -Fidelma enarcó las cejas-. ¿Estáis diciendo que al subir a bordo, sor Muirgel y vos sabíais que sor Canair estaba muerta?
– Es una larga historia, hermana -dijo Guss tragando saliva y habiendo conseguido controlar sus emociones.
– Pues empecemos con ella. ¿Qué propósito tenía sor Muirgel al esconderse en el barco en vez de permanecer en su camarote?
– La idea era esconderse del asesino; luego yo tenía que ayudarla a salir a escondidas en el primer lugar al que arribáramos, es decir, la isla de Uxantis. Queríamos desembarcar allí al amparo de la oscuridad hasta que el barco volviera a zarpar con el asesino a bordo.
– Un plan curioso. ¿Por qué no acudisteis al capitán simplemente? Si sabíais que había un asesino a bordo con intenciones criminales…
– La idea fue de Muirgel. Ella pensaba que nadie iba a creerla. Ahora tendrán que hacerlo.
El hermano se estremeció, profundamente afligido.
– Así que el asesino estaba a bordo. ¿Sabíais quién era?
Guss movió la cabeza, apesadumbrado.
– No lo sabía; al menos no estaba seguro. Muirgel lo sabía, pero se negó a revelármelo. Quería protegerme. Aun así, puedo imaginarme quién es.
El joven seguía afectado por una profunda impresión, pues hablaba como un sonámbulo, con parsimonia y con la mirada perdida.
En otras circunstancias, Fidelma lo habría atendido, le habría dado algo fuerte de beber, pero en aquel momento necesitaba información, y la necesitaba deprisa. Se metió las manos en el interior de su hábito y sacó la crucecilla de plata que sor Muirgel tenía en la mano al morir, y se la mostró.
– ¿Lo reconocéis? -preguntó.
Guss soltó una risa histérica.
– Pertenecía a sor Canair.
– ¿Cómo sabéis que sor Canair está muerta? ¿O eso es otra cosa que sólo Muirgel sabía?
– Yo mismo vi el cadáver. Lo vimos los dos.
– ;Y estabais seguro de que era Canair?
– No creo que olvide nunca la imagen de ese cadáver.
– ¿Cuándo sucedió?
– La noche antes de subir a bordo.
– ¿En la abadía de Ardmore?
– No, en la abadía no. Muirgel y yo no pasamos la noche allí.
Fidelma se asombraba cada vez más de los giros contradictorios de la historia.
– Creía que el grupo al completo se había alojado en la abadía.
– Nuestro grupo llegó a la abadía a última hora de la tarde. No obstante, sor Canair dijo que quería visitar a alguien de las proximidades y abandonó el grupo antes de que llegáramos a la abadía. Dijo que se uniría a nosotros más tarde, pero que si se le hacía tarde acudiría a nuestro encuentro en el muelle al alba. El abad ya había comprado los pasajes del Barnacla Cariblanca, así que sólo teníamos que reunimos y embarcar.
– Ya. Pero sor Canair no apareció en el muelle a la mañana siguiente, ¿cierto?
– Así es. Para entonces ya estaba muerta.
– ¿Y cuándo os enterasteis de su muerte?
– Como decía, llegamos a la abadía. Casi todos estaban agotados y se retiraron a dormir. Muirgel me susurró que saldría a dar un paseo antes de recogerse. Me pidió que nos encontráramos fuera, frente a la verja de la abadía, y que evitara ser visto al salir. Crella no dejaba de seguirla a todas partes y empezaba a exasperarla. Dijo que quería estar a solas conmigo. Ya os lo dije ayer… estábamos enamorados.
– Proseguid -le urgió Fidelma cuando él detuvo su relato-. ¿Os encontrasteis fuera con Muirgel?
– Sí. Ella estaba de buen humor… pero de excelente humor. Me dijo que había una posada al pie de la colina y que podíamos pasar la noche allí sin que nadie nos viera ni nos molestara.
– ¿Y vos accedisteis?
– Por supuesto.
– ¿Y pasasteis la noche en la posada?
– Parte de la noche.
– ¿Y sor Canair? ¿Qué papel desempeña en esta historia?
El hermano Guss tomó aire para luego expulsarlo con un largo suspiro.
– Muirgel y yo… después de… poco después de acostarnos… es decir, en la posada…, oímos un alboroto en la habitación de al lado. No nos pareció que fuera nada grave. Entonces oímos una especie de grito y a alguien corriendo por el pasillo. No habríamos hecho caso de no haber sido por los gemidos que provenían del cuarto contiguo.
– ¿Qué hicisteis entonces?
– Movida por la curiosidad, Muirgel fue hasta la puerta; escuchó un momento y luego se asomó al pasillo. La puerta de al lado estaba entreabierta y se veía el resplandor de una vela. Muirgel entró para ofrecer ayuda, pues era evidente que alguien sufría.
El joven calló de repente. Parecía tener la boca seca, y Fidelma le sirvió agua de una jarra. Tras una pausa, prosiguió:
– Muirgel volvió a nuestro cuarto corriendo. Estaba impresionada y disgustada a la vez. «¡Es sor Canair!», me susurró. Entonces fui a la habitación y vi a Canair tumbada en la cama; la habían apuñalado varias veces en el pecho, alrededor del corazón. También parecía que la habían degollado.
Fidelma entornó los ojos.
– Eso es un claro indicio de un ataque desquiciado -comentó.
El hermano Guss no respondió.
Fidelma lo invitó a seguir:
– Por lo que decís, estaba con vida todavía, ¿no? Habéis dicho que gemía.
– Era su respiración agonizante -respondió el joven-. Ya estaba muerta cuando yo entré en la habitación. Cubrí su cuerpo con la manta de la cama y apagué de un soplo la vela. Luego volví con Muirgel.
– ¿Estaba muerta cuando Muirgel entró en la habitación? ¿Canair llegó a decir algo antes de morir?
El hermano Guss negó con la cabeza.
– Muirgel vio las heridas y se alarmó. No comprobó si sor Canair estaba viva o no, y aunque lo hubiera estado, la pobre habría sido incapaz de pronunciar nada inteligible.
– ¿Había rastro alguno del arma que causó las heridas?
– No vi ningún arma, pero estaba demasiado afectado para investigar. Pasamos mucho tiempo deliberando sobre qué hacer. Fue idea de Muirgel que sencillamente nos fuéramos de la posada, regresáramos a la abadía y fingiéramos que habíamos pasado allí la noche entera.
– Pero el posadero sabría que habíais estado allí.
– No pensamos en eso.
– ¿Por qué no disteis la voz de alarma? Quizá se podría haber descubierto al asesino.
– Porque habría conllevado revelar que estábamos en la habitación de al lado. El asesino se habría enterado de nuestra presencia, la travesía se habría cancelado… Todo eran complicaciones.
Parecía avergonzado.
– Ahora parece una decisión egoísta y necia, ya lo sé, pero no nos lo pareció así entonces, sentados en la habitación contigua a la de aquel espantoso cadáver. No nos juzguéis con severidad, pues es fácil pensar de forma lógica a plena luz del día, lejos de aquello.
– El momento de juzgar llegará cuando se aclaren los hechos. Proseguid.
– Regresamos a la abadía antes del amanecer.
– ¿No os preocupaba que el posadero diera la voz de alarma y pensara que, por haber huido, estuvierais implicados en el crimen?
– Dejamos dinero para pagar el cuarto, y nos aseguramos de cerrar la puerta del de Canair con la esperanza de que no descubrieran el crimen hasta después de salir el sol. Creíamos que todos dormían, pero al salir vimos al tabernero cargando un carro a la luz de unas antorchas. No nos vio. Regresamos a la abadía a toda prisa y nos sentamos en el refectorio, de manera que cuando aparecieron los otros hermanos del grupo, no dudaron de que habíamos pasado la noche allí.
Fidelma se dio unos golpecitos en la nariz, sopesando los hechos. Era una historia tan complicada, que estaba segura de que el joven decía la verdad.
– ¿Y el resto del grupo? ¿Estaban todos en la abadía?
– Sí, todos.
– ¿Nadie sospechó que no habíais pasado la noche allí?
El hermano Guss movió la cabeza para negar, pero añadió:
– Creo que Crella desconfiaba, porque no dejaba de lanzarnos miradas asesinas.
– Así que Canair no apareció, ninguno de los dos contasteis lo sucedido a nadie, y subisteis a bordo.
El hermano Guss hizo un gesto afirmativo.
– Yo creía que todo iba bien. Muirgel se había hecho cargo del grupo y había distribuido los camarotes, como ya os dije. Se asignó uno para ella a fin de que pudiéramos reunimos más tarde. Pero Muirgel me pidió que fuera a su camarote antes incluso de zarpar. Estaba pálida y temblaba, casi enloquecida del pánico que sentía.
– ¿Y os dijo de qué tenía miedo?
– Me dijo que sabía que el asesino de sor Canair estaba a bordo -dijo, y señaló la cruz que Fidelma aún tenía en la mano-. Vio a alguien con esa cruz al cuello. Era la cruz de Canair, y nunca se la quitaba, porque había sido un regalo de su madre, según le contó a Muirgel. Muirgel juró que Canair la llevaba puesta cuando se separó del grupo para visitar a sus amigos. Sólo la persona que la mató podía habérsela arrancado luego.
– Pero ése no me parece motivo suficiente para que sor Muirgel sintiera pánico. Es evidente que reconoció a la persona que llevaba el crucifijo. Bien podría haber acudido al capitán y contárselo todo.
– ¡No! Ya os lo he dicho… estaba aterrada. Dijo que sabía por qué habían matado a Canair, y que ella sería la próxima víctima.
– ¿Le pedisteis más información?
– Lo intenté. Cuando le pregunté cómo lo sabía, citó un pasaje de la Biblia.
– ¿Cuál? -se apresuró a preguntar Fidelma-. ¿Lo recordáis?
– Era algo como esto:
Ponme como un sello sobre tu corazón,
Ponme en tu brazo como sello.
Que es fuerte el amor como la muerte
Y son, como el «seol», duros los celos.
Son sus dardos saetas encendidas, Son llamas de Yaveh.
Fidelma preguntó con aire pensativo:
– ¿Os explicó Muirgel a qué aludía en concreto?
El hermano Guss se sonrojó.
– Muirgel… Muirgel había estado con otros hombres antes de estar conmigo; no lo negaré. Me dijo que una vez ella y Canair se enamoraron del mismo hombre. Pero no añadió nada más.
– ¿Habían estado enamoradas del mismo hombre? ¿«Y son, como el "seol", duros los celos»? -suspiró Fidelma-. Hay un atisbo de lógica en todo esto, pero no mucha. ¿Estáis seguro de que no os contó nada más?
– Sólo me dijo que sabía que la persona que había matado a Canair la mataría a ella antes de acabar el viaje.
– ¿A causa de los celos?
– Sí. Muirgel me dijo que se encerraría en el camarote durante todo el día, fingiendo que se encontraba mal.
– Entonces yo subí a bordo y al joven Wenbrit le pareció que podría compartir camarote con ella -dijo Fidelma.
– Sí… se quejó de vuestra presencia, pero aun cuando os asignaron otro camarote, seguía sintiéndose vulnerable. Entonces fue cuando se le ocurrió este plan y dejó su hábito manchado de sangre en el camarote. Quería que los demás pensaran que ya la había matado alguien, a fin de que nadie fuera por ella.
– ¿Pretendía fingir que había caído al agua durante la tempestad?
– No. No sabíamos que iba a desatarse una tormenta. Muirgel simplemente iba a dejar el hábito manchado de sangre para que pareciera que la habían acuchillado. Esperaba que la gente creyera que la habían asesinado y tirado luego por la borda durante la noche. La tormenta solamente confundió las cosas, porque hizo pensar a los demás que Muirgel había caído al agua durante la tormenta. Entonces nos maldijimos por haber dejado el hábito manchado, ya que sólo contribuiría a complicar el asunto.
– Cierto: si no hubierais dejado el hábito a la vista para que alguien lo encontrara, habríamos aceptado que Muirgel había sido víctima de un accidente -asintió Fidelma con una sonrisa desalentadora-. Y vos, obviamente, proporcionasteis la sangre con que manchar la tela.
Automáticamente, el hermano Guss se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y se encogió.
– Me hice un corte en el brazo para obtener la sangre -confirmó-. Pero no sabía que ya hubierais hallado el hábito. Me extrañaba que tuvierais tanto interés en mi brazo dolorido. Tuve que improvisar.
– Eso me hizo sospechar, por supuesto, de que estabais implicado en la primera muerte de Muirgel. Por cierto, ¿dónde se ocultó? El oficial de cubierta rastreó el barco de arriba abajo sin hallar rastro de ella.
– Muy sencillo: se escondió debajo de mi litera. El hermano Tola duerme a pierna suelta. Ni las trompetas anunciando el Segundo Advenimiento lo despertarían. Por razones obvias, Muirgel tenía que salir de vez en cuando, pero lo hacía durante la noche, o antes del amanecer, cuando no había nadie. Era muy fácil. ¿A quién se le iba a ocurrir mirar debajo de mi litera?
– ¿Y esta mañana?
– Esta mañana se había levantado temprano y le pareció que sería más seguro regresar a su propio camarote. Dijo que a nadie se le ocurriría mirar allí ahora que estaba oficialmente muerta. Yo pretendía reunirme con ella después del desayuno.
– ¿Y qué creéis que ocurrió luego?
– Que la misma persona que mató a Canair la vio y la mató.
– Muy bien. Antes habéis insinuado que sabíais quién le había dado muerte o, más bien, que sospechabais quién puede haber acabado con su vida. ¿Os referíais a la misma persona a la que acusasteis durante la conversación que mantuvimos ayer?
– ¿Crella? Sí, y creo que ella fue quien se plantó a murmurar ante la puerta de Muirgel esa noche. Crella nos espiaba. Tenía celos de Canair y tenía celos de Muirgel a pesar de hacer ver que quería a Muirgel con amor filial.
– Pero también habéis dicho que Muirgel no os reveló el nombre de la persona de la que sospechaba. No os llegó a decir a quién vio con la cruz de Canair, ¿no? Solamente sospecháis que fue sor Crella.
– Ya os he dicho que creo…
– Quiero hechos reales -lo interrumpió Fidelma sin contemplaciones-, no lo que podáis sospechar. ¿Os llegó a decir Muirgel a quién temía?
Guss movió la cabeza y reconoció:
– No, no me lo dijo.
Fidelma se frotó el mentón con gesto pensativo.
– No podemos tomar medidas basándonos en sospechas, Guss. A menos que podáis darme algún dato fehaciente…
Dejó la frase en el aire.
– ¿Entonces vais a permitir que Crella se zafe? -la acusó el hermano Guss con enfado.
– Lo que me preocupa es descubrir la verdad.
El joven la desafió con una mirada hostil, pero luego sus rasgos se disiparon en un gesto de congoja.
– ¡Yo la amaba! Habría hecho cualquier cosa por ella. Ahora temo por mi propia vida, pues Crella debe de saber que yo era su amante y que traté de ocultarla. ¿Hasta dónde pueden alcanzar sus celos?
Fidelma miró al joven con compasión.
– Seremos cautos, hermano Guss. Entretanto, consolaos con que amabais a Muirgel y que, si como decís ella os correspondía con el mismo amor, erais doblemente afortunado. Recordad el Cantar de los Cantares, pues a él pertenece el pasaje que Muirgel citó. El siguiente verso dice:
No pueden aguas copiosas extinguirlo
Ni arrastrarlo los ríos.
El hermano Guss no se veía con ánimo de volver junto con sus compañeros, de modo que regresó a su propio camarote para llorar a solas. Fidelma salió al encuentro de Murchad, que estaba fuera, tras la puerta, con el marinero de nombre Drogan.
– Permaneced aquí de guardia, Drogan, y no permitáis que nadie entre sin mi permiso o el de Murchad -ordenó. Se volvió al capitán para preguntarle-: ¿Los demás todavía están tomando el desayuno?
Murchad asintió.
– ¿Qué les diréis? -quiso saber.
– Les contaré la verdad. El asesino la sabe, así que los demás tienen derecho a saberla también. Cuanto antes salga todo a la luz, antes tal vez cometa el asesino un desliz.
Murchad siguió a Fidelma al comedor, donde Wenbrit estaba recogiendo los restos del desayuno. Los peregrinos estaban sentados en silencio. El hermano Tola había vuelto con ellos y, aunque se había negado a contarles nada, todos habían notado que algo había sucedido. Cuando Fidelma entró con pasos decididos y se colocó a la cabecera de la mesa, sólo Cian le dirigió un saludo. Pero ella no lo devolvió. Todos tenían la vista puesta en ella, intentando adivinar qué noticia les iba a comunicar.
Hasta el joven Wenbrit se apercibió de que algo sucedía y se detuvo, aún sosteniendo un montón de platos sucios.
– Hemos hallado el cuerpo de sor Muirgel -anunció Fidelma.
Hubo varias reacciones mientras cada uno asimilaba la noticia.
Sor Crella hizo amago de levantarse, pero se volvió a sentar con un grave lamento de angustia. Sor Gormán soltó una risilla nerviosa.
El hermano Tola, que se había estado conteniendo hasta que Fidelma entró en la sala, fue el primero en preguntar.
– ¿Eso significa que ha estado a bordo todo este tiempo? ¿Que no había caído al mar?
– Así es.
– No lo entiendo. ¿Cómo es posible que se ahogara sin caer al agua? -preguntó sor Ainder.
Fidelma la miró fijamente con una sonrisa glacial.
– Sencillamente, porque no se ahogó. La han degollado durante el transcurso de la última media hora.
El lamento de sor Crella se volvió un gemido agudo.
Fidelma recorrió con la mirada toda la mesa. Sor Crella parecía ser la más afectada, si bien todos manifestaban alguna emoción.
– ¿Estáis segura? -era Cian quien hacía la pregunta.
– ¿Segura de qué? -le preguntó.
Cian se rebulló con desasosiego ante aquella mirada afilada, y explicó sin convicción:
– Si estáis segura de que estamos hablando de sor Muirgel. Primero se nos dice que está muerta, luego que está viva y muerta otra vez. ¿Está viva o está muerta?
Fidelma miró al hermano Tola, al otro extremo de la mesa.
– En efecto, se trata de sor Muirgel -confirmó con voz queda-. Yo mismo he identificado el cuerpo. Y el hermano Guss también… -Miró en derredor y reparó en que Guss no había regresado aún.
Fidelma adivinó la pregunta que el monje se disponía a formular, y dijo a todos:
– El hermano Guss ha vuelto a su camarote para echarse un rato. También estaba muy afectado.
Todos guardaban silencio en la mesa, salvo Crella, que no dejaba de sollozar.
– Sor Muirgel se ha cruzado con su asesino en la última hora -prosiguió Fidelma-. ¿Podéis dar cuenta de dónde habéis estado durante ese tiempo?
– ¿Cómo? -saltó sor Gormán toda acalorada-. ¿Insinuáis acaso que ha sido uno de nosotros?
Fidelma los miró uno a uno.
– Desde luego, ¡no va a ser un tripulante! -exclamó con una sonrisa irónica-. Sor Muirgel conocía a su asesino. De hecho, había fingido su desaparición con el propósito de evitar que la matara. Se ocultaba durante el día y salía para comer y hacer ejercicio por las noches o de madrugada. -Mientras hablaba, Fidelma recordó algo-. De hecho, la mañana siguiente de su supuesta caída al mar, en que una niebla espesa envolvía el barco, me crucé con ella y no la reconocí. Podemos dar por sentado, Wenbrit, que Muirgel se alimentaba de la comida que echabais en falta.
El muchacho la miraba atónito.
– ¿Estáis diciendo que sor Muirgel montó una farsa para hacernos creer a todos que había caído al mar? -Sor Ainder no conseguía asimilar lo que acababan de contarle-. Pero ¿por qué?
– Quería despistar a su asesino.
El hermano Tola soltó una carcajada de incredulidad.
– Por todos los santos. Pero ¿dónde pretendía esconderse en un barco así? Si no hay lugar posible.
– Disculpad, pero no estoy de acuerdo. -Fidelma estuvo tentada de contarle que Muirgel pasó la primera noche a menos de un metro de él mientras dormía-. Lo más importante es que el asesino de sor Muirgel es un miembro de vuestro grupo. ¿Dónde habéis estado cada uno de vosotros durante la última hora?
Se miraron los unos a los otros con suspicacia.
El hermano Tola habló por todos.
– Hará cosa de una hora que nos hemos sentado a desayunar todos a la vez.
La mayoría dijo que antes se encontraban en sus respectivos camarotes, exceptuando a sor Ainder, que justificó su ausencia afirmando que se hallaba en el defectora, y a Cian, que dijo que había subido a cubierta a hacer ejercicio.
– ¿Estabais vos en vuestro camarote, hermano Bairne? -inquirió Fidelma.
– Así es.
– Está junto al de Muirgel, ¿verdad? ¿Oísteis algo?
– ¿Me estáis acusando? -bramó el joven, enrojeciendo de furia-. Tendréis que demostrar con pruebas semejante acusación.
– Si tuviera que acusar a alguien, no lo haría hasta estar segura de poder demostrarlo -respondió Fidelma con seguridad-. Tendré que hablar con cada uno de vosotros otra vez.
– ¿Con qué derecho? -espetó sor Ainder, indignada-. Todo esto es ridículo. Gente que finge caer al mar, accidentes que resultan ser asesinatos, ¡cadáveres que no son cadáveres!
– Ya sabéis que tengo el derecho y la autoridad para realizar esta investigación. -Fidelma interrumpió su diatriba.
El hermano Tola lanzó una mirada a Murchad.
– Doy por sentado que Fidelma sigue gozando de vuestra aprobación para actuar, capitán.
– He concedido plena autoridad a Fidelma de Cashel para ocuparse del caso -sentenció Murchad-. Punto final.