CAPÍTULO XX

Los silbidos del mar, el zumbido del viento sobre la espuma del oleaje, que desde su posición parecía gigantesco, feroz y poderoso, ahogaban cualquier otro sonido. Le parecía oír gritos a lo lejos pero, con la cabeza inclinada, nadaba con toda la fuerza de que era capaz. Entonces alguien apareció en el agua a su lado.

Levantó la cabeza, desorientada. Era Gurvan.

– ¡Agarraos a mí con fuerza! -le indicó con un grito casi ahogado por las olas que le venían encima-. ¡Deprisa!

Fidelma no discutió. Se agarró a él por los hombros.

– ¡Por el amor de Dios, no os soltéis! -gritó Gurvan, y se giró.

Entonces Fidelma vio que el oficial tenía atada al cuerpo una cuerda, que empezó a tirar de ambos a gran velocidad. Desde un costado del barco, unas siluetas izaban la cuerda; notó que, con una lentitud insoportable, los hacían avanzar a lo largo del costado del barco a fuerza de brazos.

Entonces pensó en algo espantoso. Bamboleándose indefensos como estaban, todavía al lado del barco, si los hombres soltaban el cabo, el propio impulso de la caída los llevaría, a ella y a Gurvan, bajo el casco de la nave. Sería una muerte segura.

Acto seguido empezaron a sacarlos del agua.

– ¡Agarraos fuerte! -le gritó Gurvan.

Fidelma no respondió. Sus manos se aferraron sin más a la ropa del oficial.

Seguían tirando de ellos, pero el agua se resistía a soltarlos: las olas crestadas de espuma los volvían a coger como dedos vacilantes para devolverlos a las negras fauces del mar.

Fidelma cerró los ojos, suplicando que el cabo no se partiera. Lo siguiente que notó fueron varias manos que la cogían de brazos y muñecas. La subieron por encima de la baranda y se dejó caer sobre la cubierta temblando y resollando. El joven Wenbrit corrió a echarle el hábito sobre los hombros. Tenía cara de preocupación. Fidelma levantó la cabeza tratando de sonreír para mostrarle su gratitud, pues la falta de aliento le impedía hablar.

Tardó en poder ponerse en pie, si bien al hacerlo vaciló. Wenbrit la sostuvo del brazo para que no cayera. Fidelma vio que Gurvan ya estaba a bordo, reclinado contra la baranda, asimismo tratando de recuperar el aliento. De haberse demorado un poco más en salvarla, habría perdido toda posibilidad, pues la nave cortaba ahora las olas a gran velocidad, y la vela estaba tensa, hinchada, contra la verga. Fidelma hizo una seña con la mano a Gurvan para expresar su gratitud. Intentó hablar sin conseguirlo, hasta que dijo:

– Me habéis salvado la vida, Gurvan.

El oficial de cubierta se encogió de hombros. Su semblante reflejaba su preocupación. Le costó, pero también recuperó la voz.

– No debí haberos perdido de vista mientras estabais en el agua, señora.

Murchad apareció corriendo, contento de ver que Fidelma no estaba herida.

– Ya os advertí, señora, que es un peligro bañarse de ese modo -la reprobó el capitán con dureza.

– Mirad. -Gurvan se hizo a un lado y señaló la baranda-. Alguien ha cortado el cabo.

El extremo de la cuerda seguía atado allí, su longitud era escasa.

Fidelma quiso verlo mejor.

– ¿Está deshilachado? -preguntó, pero al estar lo bastante cerca para verlo consideró la pregunta absurda.

Ella misma vio que había sido cortado limpiamente, como si se hubiera usado un cuchillo afilado.

– Alguien ha intentado mataros, señora -le dijo Gurvan en voz baja pese a ser innecesario, pues era más que evidente.

– Después de entrar yo en el agua, ¿cuánto tiempo habéis estado junto al cabo? -le preguntó.

Tras considerarlo, Gurvan respondió:

– Hasta que os he visto que nadabais a gusto, me habéis hecho una seña con la mano y yo os he devuelto otra de reconocimiento. Luego el hermano Tola me ha distraído al preguntarme quién se estaba bañando, y ha empezado a preguntarme sobre los peligros del mar.

– ¿Os habéis apartado en algún momento de aquí?

– Sí, pero sólo cinco minutos para ir a popa a hablar con el capitán.

– ¿Y no había nadie más en la cubierta?

– Algunos marineros.

– No me refiero a tripulantes. Me refiero a pasajeros.

– Estaban esa monja joven, sor Gormán, y sor Crella, con el monje del brazo tullido, el hermano Cian. Y el taciturno… el hermano Bairne.

Fidelma miró a su alrededor y vio que la mayoría estaban juntos a cierta distancia de allí, contemplándola, incómodos. Todos habían asistido al rescate.

– ¿Alguno de ellos estaba cerca del cabo?

– No sabría deciros. Podría haber sido cualquiera de los tres. Yo volví en cuanto noté que el viento se levantaba. Entonces vi que habían cortado el cabo. Llamé a un par de tripulantes, cogimos otro cabo y el resto ya lo conocéis.

Fidelma aguardó en silencio.

– Señora -la llamó el joven Wenbrit-. Más vale que os quitéis esa ropa mojada.

Fidelma bajó la cabeza y le sonrió. Vio que la seda empapada se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Tiró del hábito que llevaba a los hombros para cerrarlo mejor.

– Un trago de corma no me iría mal, Wenbrit -pidió-. Estaré en mi camarote.

Apretó el paso al cruzar la cubierta, al tiempo que pasajeros y tripulación se dispersaban en grupos, hablando entre ellos apasionadamente, pero manteniendo la voz baja.

Media hora después de entrar en calor gracias al ardiente licor de corma, un buen masaje vigoroso y el cambio de ropa, Fidelma fue en busca de Murchad a su camarote. El capitán aún parecía turbado por lo sucedido: la hermana de su rey, Colgú de Cashel, había estado a punto de morir.

– ¿Os encontráis bien, señora? -le preguntó nada más verla entrar.

– Me siento como una idiota, sólo eso, Murchad. Se me olvidó que quien mata una vez, puede tomarle el gusto a matar.

Murchad estaba desconcertado.

– ¿Queréis decir que tenemos a un maníaco homicida a bordo?

– El hecho en sí de proponerse matar a alguien siempre es señal de tener una mente perturbada, Murchad.

– ¿Sospecháis todavía del hermano Cian? Al fin y al cabo, nadie más iba beneficiarse de la muerte de Toca Nia. Por tanto, es posible que también matara a sor Muirgel y que luego intentara silenciaros.

Fidelma hizo un ademán negativo a la vez que tomaba asiento frente a él.

– Creo que falla la lógica. Podría ser que quien mató a Toca Nia no sea la misma persona que mató a Muirgel. Por otra parte, no hay que perder de vista el asesinato de sor Canair, del que sólo tenemos la palabra de Guss. Y ahora Guss está muerto, y su palabra como único testigo no sirve de nada. El mismo criterio que impide detener y procesar a Cian es aplicable al caso de Canair: no hay testigos. No obstante, dejando al margen la ley, estoy dispuesta a creer que Guss decía la verdad.

– ¿Queréis decir que creéis que sor Crella es la culpable?

– Podría serlo. Sin duda, las contradicciones de su historia apuntan a ello. Pero, por otra parte, ¿para qué iba a contarme algo que sería contradicho ipso facto? ¿Mentía o acaso creía estar diciendo la verdad? El problema que no consigo resolver es el porqué.

– ¿Cómo ha podido suceder esto? -se preguntó Murchad-. La vida en la mar siempre te acerca a la muerte, pero no de esta manera. Tal vez se trate de un viaje condenado a la desgracia. He oído a ese joven monje, el hermano Dathal, decirlo alguna vez. Es como la travesía de Donn, dios de la muerte…

Una sonrisa se insinuó en los labios de Fidelma.

– Son supersticiones, Murchad; recluyen al mundo con el miedo. Lo que abre la jaula es la razón. Hay una respuesta lógica para cada misterio, y la descubriremos. Tarde o temprano -añadió, y calló un instante-. ¿Habéis permanecido en la cubierta todo el tiempo que he estado en el agua?

– Sí. He visto cómo Gurvan os ataba el cabo a la cintura y luego alrededor de la baranda. He visto cómo os tirabais al agua. No creáis que no haya hecho un esfuerzo para recordar si había visto a alguien cerca del cabo.

– ¿Gurvan ha acudido a hablar con vos en algún momento?

– Sí, tal como os ha dicho. Se ha quedado en la baranda. Luego he visto cómo levantaba una mano. Y a continuación Tola, que estaba paseando por la cubierta, se le ha acercado y han trabado conversación. El viento ha empezado a soplar fuerte y después ha venido a hablar conmigo. Le he advertido de que os sacara ya del agua, porque el viento no tardaría en picar.

– ¿Y no os habéis fijado en si había alguien más cerca del cabo?

– Un par de mis hombres estaban en las vergas. Ya he hablado con ellos mientras os estabais cambiando. Pero no han visto nada. Como esperábamos el viento de un momento a otro, estaban allí para atesar la vela cuando levantara. Aunque sí que había alguien más… -Frunció el ceño, alborotándose el pelo del cogote con la mano derecha-. Aunque no sé quién era.

– Quizá podáis describir a esa persona.

– No, porque estaba bastante hacia proa y llevaba puesta la capucha esa que, ¿sabéis?…

– La cogulla.

– Como se llame. La capucha le cubría la cabeza.

– De modo que era uno de los peregrinos. ¿Sabríais decir si era un hombre o una mujer?

– Ni siquiera eso, señora.

– ¿Os habéis fijado en si se ha acercado a la baranda?

– Podría ser. No había nadie más por allí en ese momento. Entonces el viento ha cambiado y he llamado a la tripulación; Gurvan ha vuelto a donde había amarrado el cabo y ha visto que había ocurrido algo. La figura religiosa había desaparecido, y yo he dado por supuesto que, fuera quien fuere, habría bajado a entrecubiertas.

De pronto Murchad la miró como si hubiera recordado algo importante.

– Lo que sé es que no ha bajado por la escalera de cámara.

Confusa, Fidelma preguntó:

– ¿Y por dónde podría haber entrado?

– Probablemente por la escotilla de proa.

– Pero por ahí no hay acceso a las cubiertas de abajo, ¿no?

– Hay una escotilla de pequeñas dimensiones justo delante de vuestro camarote, pero nadie la utiliza. Al menos, ningún pasajero lo haría, porque sólo conduce a las zonas de bodega, por donde tendrían que pasar para llegar hasta otras partes del barco.

– Es decir, que por ahí hay un modo de bajar a entrecubiertas y de llegar a los camarotes de los pasajeros.

Cuando Murchad lo confirmó, Fidelma se puso de pie y dijo:

– Vayamos a indagar.

Les hacía falta una luz, ya que el pequeño pasillo que separaba el camarote de Fidelma del de Gurvan (uno a cada lado), así como la parte del fondo, estaban a oscuras. Fidelma entró en su camarote para coger un farol. Luchtighern dormía a los pies del camastro ovillado en un bulto negro y peludo. Fidelma encendió el farol y volvió con Murchad, que estaba levantando una escotilla del suelo, en la que ella no había reparado. El espacio permitía el paso de una persona por vez.

– ¿Y decís que no se utiliza por lo general?

– Por lo general, no.

– ¿Y desde aquí se puede acceder a lo ancho y largo del barco?

Murchad murmuró un «sí».

Se detuvieron al final de unos escalones de madera en una pequeña bodega. Apenas si había espacio para estar de pie. Fidelma sostuvo el farol en alto y miró en derredor.

– Hay mucho polvo -murmuró-. Supongo que no suele utilizarse como camarote… ni siquiera como almacén, imagino.

– Poquísimas veces -respondió Murchad-. Es en la siguiente bodega donde guardamos las provisiones principales.

Fidelma señaló unas huellas en el suelo.

– No me cabe duda de que Gurvan registró bien el barco cuando le mandé buscar a sor Muirgel el segundo día de travesía.

Murchad le dio la razón y Fidelma añadió:

– Y volvería a revisar el lugar por si la tormenta había causado daños en el casco.

– Por supuesto.

Fidelma acercó el farol a los escalones por los que habían bajado y se inclinó para examinarlos.

Vio unas manchas pardas sobre la madera y, debajo del último peldaño, sobre el piso, había la huella indiscutible de un pie.

– ¿Qué significa? -preguntó Murchad.

– Imagino que vos y Gurvan tenéis el mismo peso y la misma estatura, ¿verdad? -preguntó Fidelma.

– Supongo. ¿Por qué?

– Poned un pie junto a la huella, Murchad. Procurad que sea al lado, no encima.

Así lo hizo. Su bota era mayor.

– Eso demuestra que la huella no es de Gurvan, de la noche que descubrió el cuerpo de Toca Nia.

– ¿Y?

– Por aquí pasó el asesino de Toca Nia durante la noche. Se movió por el barco a hurtadillas y subió por esta escalera. Le oí y me despertó, aunque creí, tonta de mí, que eran ratas o ratones, y saqué al gato para que los cazara. Pero era el asesino de Toca Nia, que entró en su camarote y lo apuñaló en un arrebato de ira. Y con tal ardor, que la sangre se esparció por el suelo de todo el camarote y le manchó los pies. Advertí que las huellas, que traté de discernir de las de Gurvan, conducían al pasillo. Se terminaban de golpe, lo cual me hizo pensar que el asesino se había limpiado la sangre; pero claro, no sabía que hubiera una escotilla. Ahora veo que el asesino regresó a su camarote a través de esta ruta.

Murchad movió la cabeza, perplejo.

– Pero esas manchas no pueden decir gran cosa.

– Al contrario. La huella del suelo dice mucho.

Dijo esto señalando la huella; sintió que el entusiasmo la embargaba por primera vez en días al dar por fin con una pista tangible.

– ¿Y qué os dice?

– El tamaño de esa huella sugiere mucho acerca de la persona que mató a Toca Nia. Y ahora empiezo a vislumbrar una relación de hechos. Quizá las coincidencias no sucedan con tanta frecuencia, como creemos. La persona que mató a Toca Nia es la misma que mató a sor Canair en Ardmore y que apuñaló a sor Muirgel. Quizás…

Fidelma consideró el problema en silencio.

– Yo que vos tendría cuidado, señora -intervino Murchad con inquietud-. Si esa persona os ha intentado matar una vez puede que vuelva a intentarlo. Es claro que os ve como una amenaza. Tal vez estéis muy cerca de descubrirla.

– Todos debemos permanecer ojo avizor -asintió Fidelma-. Pero a esta persona le gusta matar en secreto, de eso estoy segura. Y de otra cosa podemos estar seguros también.

– No os comprendo.

– Nuestro asesino es una de sólo tres posibles personas a bordo y creo que es una persona demente. Sin lugar a dudas, debemos estar muy atentos.


* * *

Aquella noche el viento volvió a cambiar. Tras la atmósfera tensa de la cena, que Wenbrit les sirvió como de costumbre, Fidelma subió a cubierta a encontrarse con Murchad y Gurvan en la espadilla.

– Me temo que nos aguarda otro temporal, señora -anunció con pesadumbre el capitán al verla llegar-. Está siendo un viaje de lo más infausto. Si la calma se hubiera mantenido, estaríamos a dos días del puerto ibérico. Habrá que ver hacia dónde nos llevan los vientos.

Fidelma miró al cielo. No parecía tan amenazador como los funestos nubarrones de la primera noche en el mar. Cierto que las nubes tenían un cariz negruzco, pero no cruzaban el cielo tan deprisa como en la ocasión anterior.

– ¿Cuánto tiempo nos queda antes de que descargue? -preguntó.

– Nos alcanzará a medianoche -respondió Murchad.

En aquel momento Fidelma reparó en que el barco hendía verdaderamente el agua, arrojando espuma blanca a ambos costados del casco. Todo parecía tan tranquilo…

Hacia la medianoche, el cambio súbito de tiempo parecía increíble de creer. Había mar gruesa y el viento cambiaba de dirección tan a menudo que la mareaba. Fidelma había estado sentada en la cubierta, cavilando acerca de todo lo que había acontecido, analizándolo y aclarándolo mentalmente. Se levantó al notar que la cubierta empezaba a balancearse. Gurvan estaba ocupado supervisando a los marineros que aseguraban las jarcias.

Se acercó a ella.

– En el camarote es donde más segura estaréis, señora, y no olvidéis…

– Amarrar bien cualquier objeto -completó Fidelma con solemnidad, pues lo había aprendido en la tormenta anterior.

– Acabaréis siendo marinera, señora -bromeó Gurvan con una sonrisa aprobadora.

– ¿Va a ser tan fuerte como la anterior? -preguntó Fidelma.

Gurvan respondió con un gesto evasivo.

– No tiene buena pinta. Nos vemos obligados a navegar contra el viento.

– ¿No sería más fácil regresar y navegar con el viento a favor aunque desandemos el rumbo?

Gurvan negó con la cabeza.

– Si fuéramos en la misma dirección que el viento con esta mar, las olas invadirían el barco cada dos por tres y hasta podrían hundirlo.

Como subrayando sus palabras, el agua empezaba a salpicar la cubierta y el mar a bullir. De hecho, el viento había ganado tal intensidad, que el mástil, grueso y fuerte como era, comenzaba a gemir y a combarse un poquito. Fidelma tuvo la impresión de que el viento amenazaba con partir el palo en dos. La vela de piel zapateaba con una violencia tal que parecía que fuera a rasgarse.

– ¡Es mejor que entre ya! -la apremió Gurvan.

Fidelma hizo caso del consejo y, sin apartar la vista del suelo, cruzó con sumo cuidado la cubierta en dirección al camarote.

Sólo tenía que asegurarse de guardar y atar bien cualquier objeto suelto y sentarse a esperar que pasara la tormenta. Pero tardó en amainar. Las horas fueron pasando, y Fidelma estaba convencida de que en realidad el tiempo iba de mal en peor.

En un momento dado se levantó para asomarse a la ventana. Miró a la cubierta, pero no vio nada. Estaba oscuro como boca de lobo, y la lluvia -¿o era agua del mar?- caía en cortina sobre el barco. Era como si el Barnacla Cariblanca estuviera bajo el agua. Cuando estaba mirando, el viento succionó el agua de las crestas y las unió en una masa que descargó sobre el barco; le azotó la cara y los ojos y la empapó.

Volvió al interior del camarote.

Pese al estruendo del viento y el mar, oyó un ruido extraño, como un gruñido, procedente de los tablones laterales. De súbito, una erupción de agua espumosa brotó con violencia de entre la madera.

Paralizada por un instante de terror, Fidelma se quedó mirando el agua y la madera astillada; entonces agarró una manta que había sobre la cama y, con ella, trató de taponar la grieta con desesperación. Notaba la presión de la madera astillada bajo las manos. Todo se estaba mojando: su ropa, la paja del jergón, las mantas… Y el agua era tan fría que empezó a dentellar.

Gritó pidiendo ayuda, pero el fragor del viento y el mar ahogaban el sonido de su voz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado allí, rezando por que la madera no se partiera del todo. Le parecieron horas, y debido al frío estaba perdiendo sensibilidad en las manos.

Más tarde se apercibió de que alguien había abierto y cerrado la puerta del camarote. Miró por encima de su hombro y vio la figura empapada de Wenbrit, tambaleándose, con un cubo y algo más bajo el brazo.

– ¿Es grave? -gritó el chico, acercando la boca a su oído para que le oyera.

– ¡Muy grave! -respondió ella, gritando a su vez.

El chico dejó en el suelo el cubo y el resto de objetos. A continuación retiró la manta para evaluar el daño.

– El agua ha astillado los tablones del casco -dictaminó-. Voy a intentar reforzarlo y calafatearlo lo mejor que pueda. Debería resistir un buen rato.

Bajo el brazo traía varias piezas de madera, que clavó sobre la parte dañada. A continuación rellenó los huecos con hojas de avellano empapadas. El chorro de agua se redujo hasta quedar en un hilillo.

– ¡Debería aguantar hasta que pase la tormenta! -volvió a gritar Wenbrit para que la oyera-. Me temo que para entonces todos estaremos empapados. El mar no deja de embestir contra el barco y todo el mundo está ensopado.

Una hora después de irse Wenbrit, Fidelma sucumbió al agotamiento e intentó echar una cabezada en el jergón mojado. Cuando oyó un débil maullido comprendió que el señor de los ratones había estado acurrucado bajo el camastro, presa del pánico, durante el accidente. Adormilada, le susurró unas palabras para animarlo a salir y notó cómo el gato saltaba a la cama, a su lado. Su cálido cuerpo se enroscó sobre el pecho de Fidelma con un ronroneo profundo y contenido. Tener al gato sobre la ropa mojada era agradable y reconfortante, y al final consiguió quedar profundamente dormida.


* * *

El dolor fue agudo.

Las minúsculas punzadas en el pecho eran insoportables. A continuación oyó un alarido espantoso, casi humano, que Fidelma asoció con el lamento de la bean sidhe, la dama de las hadas que chilla y gimotea ante la inminencia de la muerte. Fidelma tardó en entender que Luchtighern estaba de pie sobre su pecho con el lomo arqueado, clavándole las uñas en la carne, emitiendo un penetrante gemido. Luego, el gato bajó al suelo de un salto.

La adrenalina llevó a Fidelma a incorporarse en el acto, resollando de dolor.

Vio una figura en la puerta; una figura imprecisa, y sólo fue un instante. La puerta del camarote se cerró de golpe. El barco se inclinó e hizo perder el equilibrio a Fidelma. Se hincó de rodillas y miró bajo la cama, donde vio una figura oscura; supuso que era el gato escondido. Aún oía el terrible gemido. Luego fue a la puerta y la abrió.

No había nadie. La figura había desaparecido. Aguantándose con la otra mano, cerró la puerta y miró a su alrededor, preguntándose qué habría pasado.

El gato ya no emitía aquel temible maullido. Estaba demasiado oscuro y Fidelma no veía nada, pero tenía la sensación de que no tardaría en salir el sol. El barco seguía brandando y cabeceando. Fue hasta el camastro tambaleándose y se sentó.

– ¿Luchtighern? -lo llamó con voz persuasiva-. ¿Qué te pasa?

El gato no respondió. Fidelma sabía que estaba allí porque oía sus movimientos y una respiración ronca. Supuso que tendría que esperar al alba para averiguar qué le sucedía. Desvelada, se sentó en el camastro a contemplar las primeras luces del día, sin que por ello el viento amainara. Cuando le pareció que había suficiente luz, volvió a ponerse de rodillas para mirar bajo la cama.

El señor de los ratones bufó y le echó la zarpa con las uñas extendidas. Nunca se había comportado de aquella manera.

Al oír movimiento en la puerta, Fidelma se volvió. Wenbrit entró con un recipiente de piel tapado.

– Os traigo corma ygalletas, señora -dijo, extrañado de verla de rodillas-. Hoy no se comerá al mediodía. Esto es lo más que puedo ofreceros. La tormenta no calmará antes de esta noche.

– A Luchtighern le pasa algo -explicó Fidelma-. No me deja acercarme.

Wenbrit dejó el recipiente en el suelo y se arrodilló a su lado. Luego se fijó en el hábito y señaló, diciendo:

– Parece que tenéis sangre en la ropa, señora.

Fidelma se llevó la mano al pecho y notó la textura pegajosa de la sangre.

– No veo que esté rasgada -observó el chico-. Si el señor de los ratones os ha arañado…

– ¿Podéis sacarlo de ahí debajo? Me temo que podría estar herido -lo interrumpió al ver que la sangre no venía de las marcas que le había hecho con las uñas al asustarse durante la noche.

Wenbrit se agazapó. El gato no se dejaba coger. Wenbrit consiguió acercarse al animal juntándole las patas delanteras para que no le arañara. Con palabras y sonidos tranquilizadores, el chico logró sacarlo; luego lo dejó sobre el camastro. Era evidente que algo le dolía.

– Tiene un corte -dijo Wenbrit frunciendo el ceño al examinar al felino-. Y es profundo. Todavía hay sangre en el flanco izquierdo. ¿Qué ha pasado?

Luchtighern se había calmado al comprender que no querían hacerle daño.

– No lo sé… ¡oh!

Mientras hablaba, Fidelma entendió la razón por la que se había despertado con tanto dolor esa noche. Se agachó sobre el jergón de paja y encontró lo que estaba buscando. Era el mismo cuchillo que sor Crella le había dado; el mismo que, según Crella aseguraba, Guss había colocado bajo su litera. Estaba sucio de sangre: de la sangre del señor de los ratones. Fidelma se maldijo por su estupidez. Después de llevarse el cuchillo del camarote de Crella y guardarlo entre sus bolsas, había desaparecido antes de la muerte de Toca Nia.

Wenbrit había terminado de examinar al gato.

– Tengo que llevármelo abajo para bañarlo y coserle el corte. Creo que lo han acuchillado en el flanco. Pobrecito. Ha intentado lamérselo para curarlo.

Fidelma miró al gato con compasión. Wenbrit le hacía mimos, y el gato le permitía rascarle bajo la barbilla. Empezó a ronronear.

– ¿Cómo ha ocurrido, señora? -volvió a preguntar Wenbrit.

– Creo que Luchtighern me ha salvado la vida -le dijo-. Estaba durmiendo con él enroscado en el pecho. Alguien ha entrado en el camarote. Puede que Luchtighern se despertara al entrar el asesino, que, evidentemente, no ha visto al gato. Habré tenido suerte, porque ha lanzado el cuchillo en vez de acercarse para clavármelo mientras dormía. No sé si el gato lo ha desviado al moverse o no, pero el filo le ha dado de lleno en el flanco. La reacción del gato me ha despertado y ha ahuyentado al atacante.

– ¿Habéis reconocido a esa persona? -quiso saber el chico.

– Me temo que no. Estaba demasiado oscuro.

Fidelma se estremeció al comprender lo cerca que había estado de morir por segunda vez. Luego se tranquilizó.

– Ocupaos del señor de los ratones, Wenbrit. Curadlo lo mejor que sepáis. Me ha salvado la vida. No tardaremos en obtener respuestas. Deo favente, la tormenta tiene que amainar pronto: con ella no puedo concentrarme.

Sin embargo, no contaron con el favor de Dios, pues la tormenta duró un día más. El estruendo y el vaivén permanentes habían embotado los sentidos de Fidelma hasta el punto de serle indiferente la suerte que pudiera correr. Sólo quería dormir, acallar el despiadado embate de la tempestad. De vez en cuando, el navío se inclinaba hasta tal punto, que Fidelma dudaba que fuera a recuperar la posición horizontal. Luego, tras unos momentos interminables, el Barnacla Cariblanca recuperaba el vaivén normal, hasta que otra ola gigante aparecía de entre la oscuridad.

Había momentos en que Fidelma pensaba que el barco se estaba hundiendo de tanta agua que lo embestía; e incluso le costaba respirar a causa del agua salada y glacial que empapaba su ropa y le oprimía los pulmones. Tenía el cuerpo magullado y dolorido por los constantes bandazos del barco.

Con las primeras luces del día siguiente notó, adormilada, que el viento había perdido intensidad y que el balanceo del barco era menos violento. Salió de su camarote y miró alrededor. Aún quedaban en el cielo gris de la aurora restos de nubes tormentosas, bajas y aisladas, que pasaban entre una franja blanca y fina de cirros. Incluso divisó el orbe pálido y blancuzco del sol en el horizonte levantino. No era un amanecer iridiscente, pero anunciaba al menos que el tiempo abonanzaba.

Para su sorpresa, Murchad se dirigía hacia ella por la cubierta. Tenía un aspecto extenuado tras dos días de fuerte tormenta, la mayor parte de los cuales la había pasado a la espadilla.

– ¿Estáis bien, señora? -se interesó-. Wenbrit me ha contado lo ocurrido y le he pedido a Gurvan que no os quite el ojo de encima por si vuelven a atacaros.

– He tenido días mejores -bromeó Fidelma. Al ver a Wenbrit afanado algo más allá, preguntó al capitán-: ¿Cómo está Luchtighern?

Murchad sonrió.

– Puede que quede un poco cojo, pero seguirá cazando ratones mucho tiempo. El bueno de Wenbrit ha conseguido coser la herida, y no tiene mal aspecto a pesar del corte. Supongo que no visteis quién os lanzó el cuchillo, ¿no?

– Estaba demasiado oscuro -respondió, y cambió de tema-. ¿Se ha acabado ya la tormenta?

– Creo que ya hemos pasado lo peor -respondió-. El viento ha cambiado a sur, por lo que será más fácil volver a izar la vela mayor y mantener el rumbo inicial. Creo que no me dolerá acabar este viaje. Me alegrará volver a los brazos de Aoife.

– ¿Aoife?

– Mi esposa se llama Aoife -dijo Murchad sonriéndole-. Hasta los marineros tienen esposa.

Un pensamiento pululaba en la memoria de Fidelma. De pronto le vino a la mente una antigua canción.


Tú, que nos amaste en días ya idos,

A la vorágine del odio, de rencornutrido,

Arrojaste el amor profesado

Para hacer de la venganza tu ley.


A Murchad no le hizo gracia.

– Estaba pensando en la concupiscencia y los celos de Aoife, esposa de Lir, dios de los océanos, y en cómo destruía a quienes le amaban.

El capitán resopló, ofendido, y protestó:

– Mi esposa Aoife es una mujer maravillosa.

Fidelma se apresuró a sonreírle.

– Disculpadme. Solamente el nombre me ha sugerido la idea. No pretendía faltarle al respeto a vuestra esposa. Con todo, me ha hecho recordar algo muy útil.

¿Cuál era el pasaje bíblico que había citado Muirgel a Guss para decirle quién podía ser la siguiente víctima?


(…) Y son, como el «seol», duros los celos.

Son sus dardos saetas encendidas,

Son llamas de Yaveh.


Miró al mar. Seguía cubierto de espuma, pero había perdido braveza, y las grandes olas empezaban a ser más pequeñas y escasas. ¡Al fin todo tenía sentido! Sonrió con satisfacción absoluta y se volvió hacia el exhausto Murchad.

– Perdonad, capitán, pero no os prestaba atención.

Fue entonces cuando Fidelma se fijó en el desbarajuste que había causado la tempestad. Por toda la cubierta había palos astillados, el tonel del agua estaba deshecho en pedazos, cabos y demás aparejos colgaban aquí y allá. Los marineros parecían haberse desplomado allí donde estaban, de puro agotamiento.

– ¿Alguien está herido? -preguntó Fidelma, boquiabierta ante los destrozos.

– Algunos de mis hombres se han hecho un par de rasguños -reconoció Murchad.

– ¿Y los pasajeros?

Murchad movió la cabeza.

– Todos sanos y salvos, señora… por esta vez.

Para Fidelma era un milagro que en aquellos dos días en que el barco había sido zarandeado arriba y abajo por un mar furioso, nadie hubiera sufrido daños.

– La previsión es que mañana o pasado divisemos la costa ibérica, señora -dijo en voz baja-. Y si hemos mantenido buen rumbo, arribaremos a puerto poco después. Desde ese puerto el santo lugar está muy cerca tierra adentro.

– Debo confesar que no lamentaré salir de los confines de vuestro navío, Murchad.

El capitán la miró con mala cara y dijo:

– Quería decir que, una vez lleguemos al puerto, ya no habrá ocasión para llevar al asesino de Muirgel y Toca Nia ante la justicia. Y eso será malo. La historia rondará este navío como un fantasma, lo perseguirá allá a donde vaya. Mis hombres ya han bautizado este viaje como «la travesía de los malditos».

– El misterio se resolverá, Murchad -aseguró Fidelma para infundirle confianza-. La mención del nombre de vuestra mujer me ha hecho ver las cosas claras, o eso creo.

Murchad la miraba sin comprender nada.

– ¿El nombre de mi esposa? ¿El nombre de Aoife os ha hecho descubrir al culpable de los asesinatos?

– No creo que tardemos en identificar al culpable -respondió con optimismo-. Pero esperaré a que todos los peregrinos se reúnan para la comida del mediodía. Entonces hablaremos del asunto con ellos. Me gustaría que Gurvan y Wenbrit estén presentes, y vos también. Y puede que necesite la ayuda de unos brazos fuertes -añadió.

Sonrió ante la expresión perpleja de Murchad y puso una mano sobre su brazo para tranquilizarlo.

– Descuidad, Murchad. Esta tarde conoceréis la identidad del responsable de atroces crímenes.

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