CAPÍTULO XXI

Se habían reunido como había solicitado Fidelma, sentados en derredor de la extensa mesa de la sala principal; Murchad se repantigó contra la caja del mástil. Gurvan estaba sentado cómodamente en un lado, mientras que Wenbrit se había encaramado a la mesa en la que preparaba la comida normalmente, y tenía los pies colgando, presenciando la sesión con interés. Fidelma apoyó la espalda contra su silla, situada en la cabecera de la mesa, y miró a aquellos rostros expectantes.

– Se me ha dicho alguna vez -empezó a decir con calma- que averiguo las cosas gracias a una suerte de instinto. Puedo aseguraros que no es así. Como dálaigh, hago preguntas y escucho. En ocasiones, aquello que la gente omite en sus respuestas me revela más de lo que dice en realidad. Pero necesito información. Necesito hechos, preguntas incluso, que considerar. Yoanalizo esa información o reflexiono sobre esas preguntas, y sólo entonces puedo hacer deducciones.

»No, no poseo conocimientos secretos, como tampoco soy un profeta capaz de despejar una incógnita sin información. El arte de revelar misterios es comparable a jugar al fidchell o al brandubh. Todo debe estar sobre la mesa para que cada uno pueda decidir qué solución dar al problema. Los ojos deben ver, el oído debe prestar atención y el cerebro debe funcionar. Los instintos pueden engañar o confundir. Por consiguiente, no son infalibles como medio para llegar a la verdad, si bien pueden ser buenos consejeros.

Calló. Reinaba el silencio. Los demás seguían mirándola con expectación, como conejos atentos a los movimientos de un zorro.

– Mi mentor, el brehon Morann, solía decirnos que nos cuidáramos de lo evidente porque en ocasiones lo evidente es engañoso. Mientras pensaba sobre ello comprendí que, a veces, lo evidente es lo evidente porque es la realidad.

»Si fuerais por un camino y apareciera alguien corriendo hacia vosotros con los ojos desorbitados, el cabello alborotado y las facciones distorsionadas, gritando y echando espumarajos por la boca; y si además esa persona enarbolara un cuchillo manchado de sangre y asimismo tuviera sangre en la ropa, ¿de qué modo percibiríais a esa persona? Podría estar gritando y tener la cara distorsionada porque la han atacado, y podría sostener el cuchillo porque acaba de cortar carne para la comida y se ha manchado la ropa por descuido. Hay muchas explicaciones posibles, pero la más evidente es que se trata de un maníaco homicida dispuesto a matar a quienes se interpongan en su camino. Y en ocasiones la explicación evidente es la correcta.

Volvió a hacer una pausa, pero tampoco hubo comentarios.

– Me temo que me he estado fijando demasiado en lo evidente sin percatarme de que era la verdad.

«Cuando recomponía los hechos, sólo había una persona vinculada a todos ellos, un denominador común que siempre estaba allí donde yo miraba. Y ese denominador común era Cian.

Cian se levantó con torpeza de su sitio; el balanceo del barco lo empujó sobre la mesa, pero evitó la caída apoyándose con una mano.

Gurvan se había levantado para colocarse tras él, con la mano sobre el hombro del monje.

Cian se sacudió para apartarlo.

– ¡Arpía! ¡No soy un asesino! Lo que te mueve a acusarme son tus celos mezquinos. Sólo porque te rechacé…

– ¡Siéntate y calla o tendré que pedirle a Gurvan que te reduzca!

El tono glacial de Fidelma atajó su arrebato. Cian se quedó inmóvil, desafiante, y ella tuvo que insistir.

– ¡Siéntate y guarda silencio, he dicho! No he terminado.

El hermano Tola miró a Fidelma con desaprobación.

Cum tacent clamant -musitó-. Claro, si no lo dejáis hablar, su silencio lo condenará, ¿cierto?

– Podrá hablar cuando yo haya terminado y cuando sepa de qué debe hablar -aseguró Fidelma a Tola con dureza-. Es preferible hablar con conocimiento de causa que con ignorancia.

Dicho esto, miró al resto de oyentes para proseguir.

– Como iba diciendo, cuando descubrí que Cian era el denominador común de todos los asesinatos, todo empezó a adquirir sentido. -Alzó una mano para contener un segundo arranque de Cian-. Ojo, no digo con esto que Cian sea el asesino. Hasta ahora sólo he dicho que era el denominador común.

Cian puso gesto de desconcierto, al igual que todos los demás; al quedar tranquilo, volvió a sentarse.

– Si no me acusas de asesinato, ¿de qué me acusas pues? -exigió con brusquedad.

Fidelma lo miró con acritud.

– Se te puede acusar de muchas cosas, Cian, pero en este caso en concreto, no se te acusa de asesinato. Que seas o no el Carnicero de Rath Bíle ya no me preocupa. La acusación se desvaneció con la muerte de Toca Nia.

Miró a los demás, que la miraban pasmados desde sus sitios, esperando a que prosiguiera. Fidelma volvió a hacer una pausa y escrutó aquellos rostros. Cian la miraba con desafío. El hermano Tola y sor Ainder compartían un asomo de desdén, de cinismo, en el gesto. Sor Crella y sor Gormán tenían la vista baja. La expresión del hermano Bairne era la misma que la de un animal enjaulado; sus ojos miraban aquí y allá, como buscando una salida por donde escapar. El hermano Dathal inclinaba el cuerpo hacia delante, mirándola a los ojos casi con entusiasmo, como si disfrutara de antemano de lo que Fidelma se disponía a revelarles. Su compañero, Adamrae, tenía la vista puesta sobre la mesa e, impaciente, tamborileaba con los dedos sin hacer ruido, como si la reunión lo aburriera.

– No hay necesidad de deciros, por supuesto, que está sentado entre nosotros un peligroso asesino.

– Eso es más que lógico -afirmó el hermano Dathal, asintiendo con ansias-. Pero, ¿quién es, si no es el hermano Cian? ¿Y por qué os habéis referido a él como el denominador común?

– Conocéis al asesino desde que partisteis del norte en peregrinación -prosiguió Fidelma haciendo oídos sordos a las preguntas de Dathal-. La primera víctima del asesino fue sor Canair.

Sor Ainder inspiró profundamente y exigió:

– ¿Cómo es posible que sepáis eso? Sor Canair sencillamente no se presentó cuando el barco tenía que zarpar con la marea. ¿Qué os hace pensar que la han matado?

Hubo un murmullo de asentimiento.

– Porque hablé con alguien que vio el cuerpo. El hermano Guss lo vio, así como Muirgel.

Cian soltó una risotada sarcástica.

– Qué oportuno, ¿verdad?, ahora que Muirgel y Guss están muertos y no pueden apoyar esa afirmación.

– Cierto, muy oportuno -coincidió Fidelma-. Muirgel también fue asesinada, mientras que el hermano Guss… -Se encogió de hombros-. En fin, todos sabemos qué paso. Cayó al agua a causa del miedo.

Todas las miradas se volvieron a sor Crella.

– Sólo había una persona de la que Guss se apartó por miedo antes de morir -comentó el hermano Dathal.

Sor Crella estaba quieta en su lugar, hipnotizada como un conejillo aterrado. Presentaba una palidez cadavérica y sólo era capaz de mover la cabeza de un lado al otro, como si negara.

– ¿Sor Crella? -preguntó el hermano Tola con los labios apretados y gesto pensativo-. Supongo que tiene sentido. Hay rumores de que estaba celosa de Muirgel.

– El hermano Guss me contó que estaba convencido de que sor Crella era quien había matado a Muirgel -intervino Cian, encantado de que el peso de la responsabilidad se hubiera trasladado a otro.

– ¿Celos? ¡Lujuria! -exclamó sor Ainder con desdén-. El peor de los pecados.

Sor Crella se echó a llorar con timidez. Fidelma pensó que debía intervenir otra vez.

– Sor Crella sólo fue la causa involuntaria de la muerte del hermano Guss -reveló-. Por desgracia, el hermano Guss tenía la inquebrantable convicción de que Crella era la culpable. Era joven y temeroso… y no olvidéis que había visto lo que había hecho el asesino con Canair y con Muirgel. Temía por su vida; era un hombre desesperado cuyo pavor le llevó a perder la razón. Cuando Crella se acercó a él, pensó que iba a atacarle, se apartó por miedo y acabó cayendo por la borda. Crella no causó su muerte, sino la persona que provocó en él ese miedo a morir.

Un largo silencio volvió a dominar la sala. Con los ojos arrasados en lágrimas, sor Crella miraba fijamente a Fidelma sin acabar de entender lo que había dicho, salvo que no la estaba acusando.

– ¿Os estáis burlando de nosotros, hermana? -saltó sor Ainder, colérica-. Acusáis a la ligera y luego absolvéis como si nada. ¿Qué pretendéis? ¿No podéis decirnos sencillamente qué motivo impulsó a cometer estos crímenes y quién es el responsable?

Fidelma mantuvo un tono impasible, como si hablara del tiempo.

– Vos misma me disteis el motivo.

Sor Ainder pestañeó.

– ¿Qué?

– Vos me dijisteis… que era uno de los siete pecados capitales. -Fidelma calló para que asimilaran sus palabras antes de proseguir-. En toda investigación, la primera pregunta que uno debe plantearse es la que Cicerón hizo una vez a un juez romano. ¿Cui bono?¿Quién se beneficia? ¿Qué razón hay?

– ¿Insinuáis que la razón fue la lujuria? -interrumpió el hermano Tola en un tono cargado de irrisión-. ¿Cómo se puede atribuir a la lujuria la muerte del guerrero de Laigin, Toca Nia? A mí me parece evidente que murió a causa de su acusación contra Cian. Sólo Cian se beneficiaba con su muerte.

Era indiscutible que Tola no podía sufrir a Cian y viceversa.

– Lleváis razón -asintió Fidelma con serenidad-. Toca Nia murió para proteger a Cian.

Cian fue a levantarse de nuevo, pero Gurvan lo empujó para sentarlo otra vez.

– Así que, al final, resulta que me estás acusando -dijo con amargura-. Yo no…

– ¿No lo mataste? -interrumpió Fidelma sin alterarse-. No, no lo hiciste. He dicho que lo mataron para protegerte; no he dicho que lo hubieras matado tú. Pero la causa de la muerte de Toca Nia es la misma que la de las muertes de Canair y Muirgel, así como el de los dos intentos de acabar con mi vida.

– ¿Dos? -preguntó el hermano Dathal, extrañado-. ¿Alguien os ha intentado matar dos veces?

– Oh, sí -confirmó Fidelma-. Anoche hubo un segundo intento en mi camarote durante la tormenta. Le debo mi vida a un gato.

No se molestó en dar más explicaciones. Habría tiempo de sobra más adelante.

– ¿De manera que hay un solo asesino y una sola razón? ¿Eso estáis diciendo? -preguntó Murchad para cerciorarse de que seguía el razonamiento.

– La razón en cuestión es la lujuria -confirmó-. O más bien, diría, la convicción que el asesino tenía de estar enamorado de Cian hasta el extremo de perder la razón y obsesionarse con que debía protegerlo y eliminar a cualquiera que intentara ganarse su amor.

Cian se echó hacia atrás, pálido y tembloroso.

– No entiendo lo que estás diciendo.

– Si Toca Nia te hubiera hecho daño, le habrías sido negado a esa persona, que te quería para ella sola.

– Sigo sin entenderlo.

– Es muy fácil. He dicho que eras el denominador común. ¿No fuiste amante de Canair y de Muirgel varias veces?

Cian la miró con desafío y dijo sin más:

– No lo negaré.

– Y ha habido diversas mujeres más cuyo afecto te ganaste para satisfacer un apetito insaciable de doncellas. ¿Tratabas de resarcirte acaso por lo que te había hecho Una? -Fidelma no pudo evitar hurgar maliciosamente en la herida.

– Una no tiene nada que ver con eso -aseguró Cian.

Sor Gormán se inclinó hacia delante con desasosiego.

– ¿Quién es Una? En Moville no había ninguna sor Una.

– Una era la mujer de Cian. Se divorció de él alegando que era estéril -explicó Fidelma con una sonrisa implacable-. Tal vez Cian trataba de compensar ese hecho tan degradante acostándose con cuantas jóvenes pudiera.

La cólera asomaba al semblante de Cian.

– Maldita…

– Una de esas amantes no soportaba la idea de que hubieras amado a otras -prosiguió Fidelma-. A diferencia de la mayoría de amantes, esta persona estaba desequilibrada. O, mejor dicho, los celos la habían enloquecido. Ni siquiera intuías el hervidero de celos y odio que estabas avivando. Tuviste suerte, Cian, de que ese odio no se proyectó contra ti, sino contra tus amantes.

Cian se quedó inmóvil de pronto, como si Fidelma hubiera echado una jarra de agua fría sobre su ira. Estaba sentado con la boca a medio abrir y parecía estar atando cabos, pensando en lo que Fidelma estaba explicando.

El hermano Tola se inclinó hacia ella:

– Si os he entendido bien, mataron a Toca Nia porque amenazaba a Cian; y esa persona, movida por la locura, resuelta a proteger a Cian, sencillamente veía al guerrero de Laigin como una amenaza que debía eliminar, como había eliminado a sus amantes.

– Esa persona quería a Cian para ella sola -corroboró Fidelma.

– Aparte de Crella, no he estado con nadie más -aseguró Cian-, salvo con…

Miró a Fidelma con grandes ojos de sospecha, que reflejaron un vislumbre de pavor.

Fidelma se rió de buena gana al entrever qué estaba pensando Cian. Que él pudiera acusarla era harto irónico, pero lo cierto era que su arrogancia natural le hacía creer que ella seguía sintiendo lo mismo por él después de tantos años.

– Debo confesar que a los dieciocho años yo misma podría haber sido víctima de esa misma locura -reconoció a los presentes-. El amor intensifica esos sentimientos, y a veces no somos lo bastante maduros para poder controlarlos. Así es, en este caso debemos considerar la inestabilidad de la juventud. Pero te engañas, Cian, si crees que todavía puedes inspirarme tales sentimientos. Ni siquiera me inspiras compasión.

El hermano Dathal, devorado por el ansia y la curiosidad, preguntó:

– No es posible que vos fuerais amante de Cian, hermana.

Fidelma hizo una mueca de resignación.

– Sí, a mí también me engatusó siendo una joven alumna en la escuela del brehon Morann. -Miró con ojos pensativos a Cian-. Fue una historia entre dos jóvenes inmaduros -añadió con una malicia sorprendente incluso para ella misma-. Pero yo maduré. Y Cian no.

– Bueno, ¿y cómo iba a saberlo esa amante enloquecida? -preguntó el hermano Dathal, intrigado-. Si lo vuestro sucedió hace diez años, mucho tiempo antes de que Cian se uniera a los monjes de Bangor y mucho antes, seguramente, de que ninguno de nosotros lo conociera.

Fidelma le lanzó una mirada de apreciación.

– Hacéis una buena pregunta, hermano Dathal. Cuando subí a bordo, todos reparasteis en que yo conocía a Cian desde hacía tiempo. Una persona en concreto se interesó más que los demás. Esa misma persona nos oyó a Cian y a mí discutir de nuestra insignificante historia.

De repente Fidelma se volvió hacia Cian.

– Creo que tú eres capaz de arreglártelas solo. Tú mismo admitiste que habías tenido relaciones con Canair, Muirgel y Crella.

No había acabado de hablar cuando el hermano Bairne, sentado frente a Cian, saltó por encima de la mesa. Empuñaba un cuchillo.

– ¡Canalla! -exclamó, agarrando a Cian por el pescuezo y esgrimiendo el arma.

Gurvan se inclinó sobre Cian y sujetó la muñeca de Bairne. Rápidamente la dobló hacia atrás con un golpe doloroso. Dando un alarido, el hermano Bairne abrió los dedos y el cuchillo se desplomó sobre la mesa con un ruido. El hermano Tola tuvo el aplomo de recogerlo y entregarlo a Murchad.

El hermano Bairne no podía competir con un hombre musculoso y fornido como el marinero bretón. Mientras forcejeaban, Cian se escabulló de entre ellos; Gurvan empujó al monje colorado y frenético sobre la mesa y le retorció el brazo tras la espala. De pronto el joven monje cedió, como si toda su fuerza le hubiera abandonado.

Fidelma lo miraba con desaprobación.

– Eso ha sido una insensatez, hermano Bairne, ¿no os parece?

– ¡Lo odio! -gimoteó el joven.

– ¿Lo odia y a la vez lo desea? -preguntó sor Ainder, horrorizada-. ¡No comprendo nada!

– Hermano Bairne, explicad por qué odiáis al hermano Cian -lo invitó Fidelma sin perder la paciencia.

– Odio a Cian por quitarme a Muirgel.

Cian se rió con dureza.

– ¡Qué locura! Muirgel nunca fue tuya para que yo te la quitara, jovenzuelo.

– ¡Canalla! -volvió a gritar Bairne, inmóvil todavía bajo la fuerza de Gurvan.

Sor Crella había recuperado el ánimo.

– Cian dice la verdad. Muirgel no quería nada con Bairne. Le parecía excéntrico, un soñador afeminado. Y es cierto, mantuvo una relación con Cian.

Éste asintió y explicó:

– Pero Muirgel y yo acabamos nuestros amores justo antes de partir de Moville. Muirgel había encontrado a otro y yo estaba con Canair. Es tan sencillo como eso. Muirgel me dijo que, aunque parecía increíble, se había enamorado de Guss.

– ¿De Guss? -Crella lo miraba, confusa-. ¿Eso es verdad? No es posible.

Se llevó una mano a la mejilla, horrorizada, negándose a aceptar la relación de su amiga con el joven.

– Es verdad -corroboró Fidelma-. Muirgel lo amaba realmente; sólo os lo impedía creer vuestro rechazo por Guss. Que os negarais a aceptar que Muirgel estaba enamorada de Guss me hizo sospechar de él pero, al mismo tiempo, la antipatía que sentíais por él (y que él entendió como celos) le llevó a creer que vos erais la asesina… de ahí que os temiera tanto y, en consecuencia, cayera al agua.

El hermano Tola movía la cabeza, perplejo.

– Sigo sin entender por qué el hermano Bairne mató a Toca Nia si, como dice, odiaba a Cian. Es más, Toca Nia era la respuesta a los deseos de Bairne, habría sido el mejor modo de acabar con Cian, ¿no?

Fidelma se impacientaba.

– No os dais cuenta. Bairne no ha matado a nadie. No es lo bastante capaz. ¡Mirad qué poco convincente ha sido este único intento! Permitid que retome lo que estaba diciendo antes de que Bairne montara este escándalo. Decía que Cian es capaz de arreglárselas solo. Ha reconocido haber mantenido una relación con Canair y otra con Muirgel. Incluso ha admitido que tuvo una aventura con Crella. Pero hay alguien más en este barco con quien tuvo otra aventura, la única persona que nos oyó discutir sobre nuestros asuntos de juventud.

Sor Gormán se había levantado de la mesa, pues Cian la miraba cada vez más horrorizado por la avalancha de recuerdos. Gormán no mostraba reflexión ni culpa en su semblante, sino desafío, y sus ojos tenían un brillo especial. Avanzó el mentón con un gesto agresivo. Soltó una carcajada histérica, un golpe de risa agudo y satisfecho, un tono rayano en el triunfo malévolo. Mirando a Gormán, Fidelma se acabó de convencer de que estaba inequívocamente loca.

La muchacha los miraba a todos con desafío.

– No he cometido crimen alguno -dijo con desdén-. ¿Acaso no está en el Génesis?


Por una herida mataré a un hombre,

Y a un joven por un cardenal.

Si Caín sería vengado siete veces,

Yo lo seré setenta veces siete.


Fidelma la corrigió con cortesía.

– Estáis citando la canción de Lamec, hijo de Matusael, cuya eterna sed de venganza fue transformada por las palabras de Jesús. ¿Recordáis lo que Jesús dijo a Pedro según el Evangelio de san Mateo?: «Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: "Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?". Dícele Jesús: "No digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"». Que la sombra de Lamec muera con su venganza, Gormán.

La joven religiosa la miró enfurecida.

– No te pases de lista conmigo, ¡ramera de Babilonia! A ti también te habría matado, pero te has salido con la tuya las dos veces. Aun así serás castigada: «… Y vi una mujer sentada sobre una bestia bermeja, llena de nombres de blasfemia, la cual tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y grana, y adornada de oro y piedras preciosas y perlas, y tenía en su mano una copa de oro, llena de abominaciones y de las impurezas de su fornicación. Sobre su frente llevaba escrito un nombre: Misterio: Babilonia la grande, la madre de las rameras y de las abominaciones de la tierra. Vi a la mujer embriagada con la sangre de los mártires de Jesús».

– ¡Esta niña está delirando! -murmuró sor Ainder con inquietud, levantándose a la vez para apartarse de ella.

Murchad lanzó una mirada interrogante a Fidelma, como para preguntarle qué debía hacer.

Cian se había tranquilizado y estaba sentado con las manos sobre la mesa, mirando a la chica con absoluta indiferencia.

– Gracia a Dios que este asunto está resuelto -dijo a nadie en particular-. Esa demencia no tiene nada que ver conmigo. Yo no soy el responsable de su locura. Dominus illuminatio… En fin, yo sólo me acosté con ella una vez.

Sor Gormán giró sobre sus talones hacia Cian con los ojos encendidos.

– Pero lo hice por ti, por ti… ¿no lo comprendes? ¡Lo hice para salvarte! ¡Para que pudiéramos estar juntos!

Cian sonrió con suficiencia.

– ¿Por mí? -se mofó-. Estás loca. ¿Qué te hizo pensar que querría algo más contigo después de esa noche? Las mujeres os empeñáis en hacer de todas las cosas una propiedad permanente.

Sor Gormán se echó hacia atrás, como si la hubieran abofeteado. Una expresión de perplejidad invadió su semblante por completo.

– No es posible que estés hablando seriamente. Esa noche me dijiste que me amabas.

Su voz se había vuelto un suave lamento.

Fidelma sintió que la invadía la compasión al tiempo que los recuerdos de juventud regresaban a su mente.

– Cian sólo ama a Cian, Gormán -dijo con severidad-. Es incapaz de amar a nadie más. Y en cuanto a ti, Cian, puede que afirmes que no eres el responsable de esas atrocidades, y tendrás razón en lo que respecta a la ley. Sin embargo, la ley no siempre es justa. No puedes desentenderte de la responsabilidad moral con la que cargas. Tu egoísmo, tu habilidad para manipular las emociones ajenas, sobre todo las de las mujeres, son una responsabilidad que te incumbe. Tarde o temprano tendrás que responder por ella.

Cian se ruborizó, molesto por sus palabras.

– ¿Qué tiene de malo aprovechar los placeres que te brinda la vida? ¿Acaso nos hemos convertido todos en ascetas católicos, retirados en el desierto como ermitaños? ¿Por qué no podemos seguir gozando de la vida?

El semblante de Tola reflejaba su furia.

– No matarás es un mandamiento del Señor. La mujer está condenada, pero vos, Cian, vos habéis sido el causante de esta locura y habréis de ser condenado con ella.

– ¿Y bajo la ley de quién? -se mofó Cian-. No me aleccionéis con vuestra moral intolerante. No viene al caso.

Gormán estaba de pie encorvada como un perro al que han azotado; se abrazaba a su propio cuerpo, como si ello la reconfortara. Se balanceaba adelante y atrás sobre sus talones, sin dejar de sollozar.

– Lo hice por ti, Cian -se lamentaba entre susurros-. Muirgel… Canair… Hasta he matado a Toca Nia para protegerte de esa infame acusación. La habría matado también a ella… a Fidelma… y luego a Crella. Ambas querían hacerte daño. Había que protegerte. Sin ellas podríamos haber estado juntos. Estorbaban nuestra felicidad.

Fidelma le habló con suavidad, casi con amabilidad.

– ¿Podríais decirnos cómo matasteis a sor Canair? Yo conozco parte de la historia por Guss, pero me gustaría saber el resto. ¿Nos lo podéis contar?

Gormán soltó una risilla. Era un sonido espeluznante, pues era la risa de una niña inocente.

– Él me amaba. Cian me amaba…, lo sé. «¡Seré tu esposo para siempre, y te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordias y piedades, y yo seré tu esposo, en fidelidad…!»

Fidelma recordaba las palabras vagamente. Debían de ser del libro de Oseas. En aquel viaje se habían citado muchos pasajes de Oseas.

– Aunque él ahora lo niegue, me amó del mismo modo que yo le amé. Nos habríamos casado si…, si las otras no lo hubieran atrapado con su lujuria y…, y…

Cian se encogió de hombros tímidamente.

– Es obvio que está trastocada -murmuró-. Yo me lavo las manos en este asunto.

– ¡Gormán! -gritó Fidelma, volviéndose con brusquedad a la muchacha-. Cuéntanos qué pasó con Canair. ¿Cuándo la mataste?

Por alguna razón, el tono intimidatorio de Fidelma hizo volver a Gormán de las tinieblas en las que se estaba adentrando y tuvo un momento de lucidez.

– La noche antes de zarpar, la maté en la posada de Ardmore.

Hizo la confesión con frialdad, sin emoción en la voz, sin moverse, sin sentimiento en los ojos que miraban a Cian.

– ¿Sólo porque Canair mantenía relaciones con Cian? -intervino el hermano Tola.

Con una sonrisa perturbadora, la muchacha recitó:


Y se fue tras ella entontecido,

Como buey que se lleva al matadero,

Como ciervo cogido en el lazo,

Hasta que una flecha le atraviesa el hígado.

O como pájaro que se precipita en la red,

Sin saber que le va en ello la vida…


– ¡Deja ya esas tonterías! -exclamó Cian-. Estoy harto ya de esas divagaciones absurdas.

Sor Ainder se inclinó hacia delante y lo reprendió con una mirada glacial.

– El libro de los Proverbios no es ninguna tontería, hermano Cian. No sois digno de escuchar esas palabras ni de vestir el hábito religioso.

– ¿Creéis que me gusta tener que llevar estos ridículos harapos? -le espetó Cian.

– Cuanto hoy he oído me repugna -replicó sor Ainder-. Pienso relatar hasta el último detalle al abad de Bangor. Cuando regreséis a la abadía, haré que os excomulguen con el ritual más solemne, si ello me es posible.

– Si es que regreso a Bangor -retó Cian con desdén.

Entretanto, sor Gormán había seguido hablando como ajena a cuanto la rodeaba.

Fidelma se inclinó hacia delante para preguntarle con lentitud y claridad:

– ¿Por qué matasteis a sor Canair?

– Canair lo sedujo y lo apartó de mí -respondió con timidez-. Tenía que morir.

Cian abrió la boca para quejarse, pero Fidelma le hizo una seña para hacerlo callar y volvió a preguntar a la muchacha:

– ¿Cómo sucedió? Por lo que sé, Canair se separó del grupo antes de llegar a Ardmore, y el grupo se dirigió a la abadía de St. Declan para pasar la noche. Vos fuisteis con ellos, ¿no?

– Oí a Canair hablar con Cian para citarse con él en la posada más tarde.

– ¿Fuiste a la posada, Cian?

No respondió.

– ¿Te encontraste con Canair? -insistió Fidelma.

Al fin Cian asintió sin decir nada, como si fuera reacio a reconocerlo.

– ¿Y qué sucedió luego?

– Llegué a la posada cuando aún había gente despierta. No sabía si Canair había llegado, y mientras aguardaba fuera, vi llegar a Muirgel y a Guss. Por su forma de comportarse, parecía que pretendían hacer lo mismo que Canair y yo -relató Cian, y aspiró aire por la nariz-. Eso no era cosa mía. Como ya he dicho, mi relación con Muirgel había terminado hacía tiempo.

– Prosigue -le acució Fidelma cuando Cian se detuvo.

– Esperé. Se hizo tarde y, como Canair no apareció, decidí regresar a la abadía. Eso es todo.

Fidelma aguardaba con expectación.

– ¿Y dices que eso es todo? -preguntó Fidelma con cierta incredulidad.

– Regresé a la abadía -repitió Cian-. ¿Qué iba a hacer si no?

– ¿No te preocupaste al ver que Canair no acudió?

– Era lo bastante mayor para decidir si presentarse o no.

– ¿No te pareció extraño que Canair tampoco apareciera al día siguiente en el muelle para tomar el barco? ¿Por qué no diste la voz de alarma?

– ¿Qué voz de alarma? -preguntó a la defensiva-. Canair no acudió a la cita ni al muelle. ¿Qué le iba a hacer yo? Era su decisión. Yo no tenía idea de que la hubieran matado.

– Pero… -Por una vez Fidelma quedó sin palabras ante el egocentrismo de Cian.

– Además, ¿qué alarma iba a dar y a quién? -añadió.

Fidelma se giró hacia Gormán.

– ¿Puedes contarnos qué sucedió en la posada?

Gormán la miró con ojos apagados y perdidos.

– Yo estaba allí como la mano derecha de la venganza de Dios. La venganza es…

– ¿Fuiste allí para matar a Canair? -la interrumpió Fidelma con firmeza.

– Canair fue a la posada. Yo me escondí entre las sombras. Se quedó en la puerta un rato, mirando, esperando a Cian, pero él ya había regresado a la abadía. Lo sé porque lo vi marcharse. Entonces Canair se decidió a entrar. Le oí preguntar si alguien había inquirido por ella, o si algún monje había cogido una habitación. Se le dijo que una mujer y un hombre, ambos religiosos, habían cogido una habitación, pero cuando se los describieron, perdió interés. Yo permanecí escondida para escuchar. Al final, Canair cogió una habitación y subió. Yo esperé en el patio de la posada, pensando en qué hacer. Entonces vi una luz en una ventana de la planta superior, y luego a Canair asomada, con la esperanza de que Cian se presentara. Yo volví a esconderme en la penumbra. Ella no me vio.

De repente, Gormán revivió, siguió narrando la historia con ánimo renovado y un malévolo gesto de júbilo.

– Esperé un rato y luego, cuando la posada quedó en silencio, entré. Fue bastante fácil.

– Maldita sea la ley que prohíbe a los posaderos cerrar el local para no impedir la entrada a los viajeros que quieran reposar -susurró sor Ainder-. Esa misma ley nos deja desprotegidos.

La muchacha seguía hablando sin prestarle atención.

– Subí a la habitación de Canair. La ramera dormía y la maté. Luego me fui del mismo modo que entré, en silencio.

– ¿Por qué os llevasteis el crucifijo? -preguntó Fidelma mostrando la cruz que había caído de la mano de Muirgel cuando murió.

Gormán volvió a soltar la misma risilla.

– Es que era… tan bonito. Tan bonito.

– ¿Y luego regresasteis a la abadía?

– A la mañana siguiente, Muirgel y Guss estaban en la abadía, desayunando como si no hubieran pasado la noche fuera. Pensé que ya tendría ocasión de castigar a Muirgel. Y así lo hice.

– Y así lo hicisteis -repitió Fidelma-. ¿De modo que el cuerpo de Canair se quedó en la posada, supuestamente sin que nadie lo descubriera hasta después de que el barco zarpara?

Su comentario no iba expresamente dirigido a Gormán, y Murchad respondió.

– Eso parecería -dijo rascándose la nuca-. Yo conozco a Colla, el dueño de la posada. Si él hubiera descubierto el cadáver habría dado la voz de alarma enseguida.

– Muirgel y Guss estaban en la habitación de al lado y oyeron los gemidos agonizantes de Canair. Eso me contó Guss -explicó Fidelma-. Vieron su cuerpo y tomaron la necia decisión de regresar a la abadía sin decir nada. Pero al subir a bordo, Muirgel vio a Gormán con el crucifijo de sor Canair. Muirgel supo por qué Gormán había matado a Canair y descubrió que ella iba a ser la próxima en caer. Por esta razón fingió, primero, que estaba mareada y, luego, que había caído al agua. Pero Gormán se la encontró cuando salía del camarote de Guss y la mató. Muirgel cogió el crucifijo que Gormán le había quitado a sor Canair. Muirgel seguía con vida cuando la hallé, e intentó avisarme… pero sólo consiguió darme el crucifijo de Canair.

– De modo que Canair, Muirgel y Toca Nia fueron víctimas de esa locura -murmuró sor Ainder-. Las mujeres porque tuvieron la desgracia de ser seducidas por este… -señaló a Cian con la cabeza-, este infeliz degenerado, y el guerrero de Laigin porque acusaba a Cian de una conducta y unos crímenes graves y esta pobre trastornada lo consideraba otra amenaza. ¿Qué locura y qué maldad es ésta, hermanos?

Cian se levantó, enfadado.

– ¡Tengo la impresión de que me culpáis a mí en vez de culpar a esta idiota arpía!

Gormán volvió a echar el cuerpo atrás como si la hubieran atacado físicamente.


Pues lejos de mí, te subiste y subiste a tu lecho,

Lo ensanchaste y te prostituíste con aquellos

Cuyo comercio deseaste, compartiendo su lecho.

Y cometiste innumerables actos de fornicación

Encendido de concupiscencia…


Entonces se llevó la mano al interior del hábito, sacó algo y lo lanzó. Murchad, de pie junto a Cian, reaccionó con rapidez y lo empujó a un lado. Un cuchillo se clavó en un bao de madera justo detrás de Cian.

Con un grito de furia por haber fallado, Gormán aprovechó la confusión y la vacilación del momento para salir del camarote y huir por la escalera de cámara a la cubierta superior.

Fidelma fue la primera en reaccionar, y echó a correr tras ella con Murchad a la zaga.

– No os preocupéis, señora -le dijo-. No tiene adónde huir. Estamos en medio del océano.

– Lo que me preocupa no es que huya -respondió Fidelma-, sino el daño que pueda hacerse a sí misma. La locura no conoce lógica.

Cuando aparecieron a toda prisa en la cubierta, Drogan, de pie en la espadilla, les gritó señalando hacia arriba.

Miraron hacia donde les indicaba.

Gormán ascendía peligrosamente por las jarcias, a una altura de más de seis metros.

– ¡Deteneos! -gritó Fidelma-. ¡Gormán, deteneos! No tenéis salida. -La chica seguía subiendo por los cabos oscilantes.

– Gormán, bajad. Este problema tiene solución. Bajad. Nadie os hará daño.

Mientras se oía decir esto, Fidelma era consciente de lo vacuas que sonaban sus palabras, incluso para una persona con la mente perturbada.

Murchad, que estaba a su lado, le tocó un brazo y movió la cabeza.

– El viento le impide oíros desde allí.

Fidelma continuaba mirando hacia arriba. El cabello y la ropa de la muchacha ondeaban con la fuerza del viento. Murchad tenía razón. No había manera de que sus voces llegaran hasta ella.

– Voy a subir -se ofreció Fidelma-. Alguien tendrá que bajarla.

Murchad le puso una mano encima.

– No conocéis los peligros de subirse a la jarcia con ese viento. Yo subiré.

Fidelma vaciló y luego retrocedió, pues se dio cuenta de que haría falta alguien más experto que ella para bajar de allí a aquella joven desquiciada.

– No la asustéis -aconsejó al capitán-. Está completamente fuera de sí y no se sabe de qué es capaz.

Murchad adoptó un gesto grave.

– No es más que una niña.

– Hay un antiguo proverbio, Murchad, que dice: si un perro cuerdo a un perro loco se enfrenta, es seguro que del cuerdo será mordida la oreja.

– Tendré cuidado -le aseguró y miró a lo alto de la jarcia.

Apenas se había acercado a ésta cuando sor Ainder profirió un grito inarticulado de advertencia que hizo mirar a Fidelma hacia arriba.

Gormán había perdido el equilibrio y estaba colgada, agarrándose con desesperación a las cuerdas con una mano y tratando de agarrar la jarcia con la otra.

– ¡Aguanta! -la animó Fidelma, pero su voz se iba con el viento.

Murchad también la había visto resbalar y se lanzó jarcia arriba. Apenas había ascendido un metro cuando Gormán se soltó y cayó contra la cubierta con un pavoroso golpe seco.

Fidelma fue la primera en acercarse a ella.

No fue necesario tomarle el pulso, pues era evidente que la joven se había desnucado en la caída. Fidelma se inclinó para cerrar aquellos ojos vidriosos, al tiempo que sor Ainder entonaba una oración de difuntos.

Murchad bajó a la cubierta y se unió al grupo.

– Lo lamento -dijo resollando-. ¿Está…?

– Sí, está muerta. No es vuestra culpa -respondió Fidelma, poniéndose en pie.

Cian miraba el cuerpo de la muchacha por encima del hombro del hermano Dathal.

– Bueno -dijo con alivio-. Ya está.

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