CAPÍTULO XIX

– El día ha amanecido en calma, Murchad.

El capitán asintió con la cabeza, pero descontento. Hacía dos días que habían zarpado de Uxantis. Señaló con el dedo la vela deshinchada.

– Demasiada calma -se quejó-. Apenas hay viento. No avanzamos nada.

Fidelma miró al mar: era una superficie plana. Ella tampoco avanzaba. Tras eludir a sus perseguidores, se habían detenido para dar sepultura en el mar al cuerpo de Toca Nia. El hermano Dathal comentó que el viaje se había convertido en una travesía letal, como si viajaran en el barco de Donn, el antiguo dios irlandés de los muertos, que recogía en su nave a las almas perdidas para llevarlas al más allá. La comparación de Dathal dio pie a las críticas del hermano Tola y sor Ainder, aunque también imbuyó de pesimismo a los peregrinos que quedaban a bordo.

Y Fidelma no dejaba de dar vueltas a los hechos en busca de un minúsculo hilo que la llevara a despejar la incógnita. En lo que respecta al asesinato de Toca Nia, Cian juraba que había abandonado el barco justo después de medianoche, cuando el último pasajero y el último tripulante habían vuelto de la isla. Gurvan lo corroboró al sostener que había entrado en el camarote de Toca Nia poco después de esa hora y lo había encontrado durmiendo tranquilamente. Si Cian no mentía acerca de la hora en que había bajado a tierra, era inocente.

Fidelma alzó la vista a las velas desmayadas y tomó una decisión.

– Quizá podamos dar utilidad a esta calma -propuso con buen ánimo.

– ¿Cuál? -preguntó Murchad.

– Ya hace dos días desde la última vez que me bañé. En Uxantis no tuve tiempo y me siento sucia. En este mar en calma puedo darme un baño y, al menos, quitarme la mugre de encima.

Murchad se sintió incómodo.

– Los marineros estamos acostumbrados a pasar sin comodidades, señora. Lamento que no tengamos facilidades para que las mujeres puedan bañarse.

Fidelma echó atrás la cabeza y se rió.

– Descuidad, Murchad: no ofenderé vuestra susceptibilidad masculina. Me bañaré con enagua.

– Es demasiado peligroso -protestó moviendo la cabeza.

– ¿Y por qué? Si los marineros aprovecháis el mar en calma para bañaros y estar limpios, ¿por qué yo no puedo hacer lo mismo?

– Mis hombres conocen los caprichos del mar. Son buenos nadadores. ¿Y si se levanta viento? El barco puede desplazarse a gran distancia antes de que os dé tiempo de volver a nado. Ya visteis lo rápido que quedó atrás el hermano Guss.

– Ese peligro puede darse tanto en el caso de un marinero como en el de un pasajero -contrapuso Fidelma-. ¿Cómo lo hacen vuestros hombres?

– Nadan con un cabo atado al cuerpo.

– Pues así lo haré yo.

– Pero…

Al ver la obstinación en los ojos de Fidelma, Murchad dio un profundo suspiro.

– Muy bien -accedió y llamó al oficial de cubierta-. ¡Gurvan!

El bretón se presentó al proviso.

– La hermana Fidelma va a aprovechar la bonanza para nadar junto al barco. Que le aten un cabo a la cintura y la aseguren bien a la baranda.

Gurvan enarcó las cejas y abrió la boca como si fuera a protestar, pero decidió no decir nada.

– ¿Desde dónde queréis entrar al agua, señora? -le preguntó con resignación.

Fidelma sonrió y preguntó:

– ¿Qué lado está a sotavento? ¿No es el lado resguardado del viento?

Un leve temblor en el gesto de Gurvan hizo pensar a Fidelma que iba a devolverle la sonrisa. Sin embargo respondió, serio:

– Así es, señora. -Señaló el lado de estribor-. Es la parte resguardada del viento, aunque ahora no sopla. Eso sí, cuando se levante, vendrá de babor.

– ¿Sois profeta, Gurvan?

El bretón negó con la cabeza y dijo:

– ¿Veis esas nubes al noreste? No tardarán en traer viento, así que no os demoréis con el baño.

Fidelma se asomó a mirar las olas. El mar parecía suficientemente tranquilo.

Empezó a quitarse el hábito, pero se detuvo ante la expresión angustiada de Gurvan.

– No te preocupes, Gurvan -le dijo alegremente-. Pienso dejarme puesta la ropa interior.

Pese a la tez morena, Gurvan se ruborizó.

– ¿No se considera pecado entre los religiosos desvestirse delante de lo demás?

Fidelma hizo una mueca sarcástica y citó:

– «Pero llamó Yaveh al hombre, diciendo: "¿Dónde estás?". Y éste contestó: "Te he oído en el jardín y, temeroso porque estaba desnudo, me escondí". "¿Y quién?", le dijo, "te ha hecho saber que estabas desnudo"». Supongo que Dios quiso decir con esto que el pecado está en la mente del que mira, no en su ojo.

Gurvan estaba incómodo.

– De todas maneras, como ya os he dicho, no voy a desnudarme. Ahora, permitid que me dé un baño antes de que el viento se levante.

Y sin más preámbulos, Fidelma se quitó el hábito. Siempre llevaba ropa interior de sról, sedas y satenes importados por mercaderes galos. Se trataba de una costumbre adquirida desde niña como miembro de la casa real de Cashel; era el único lujo que Fidelma se permitía, pues nada era más grato al tacto que aquel tejido de ultramar. Ricos y nobles, cómo no, podían deleitarse con la compra de telas delicadas. Pero sabía que el resto usaba ropa interior de lana e hilo.

Cuando era una joven alumna del brehon Morann de Tara, Fidelma aprendió la curiosidad de que existía un código legal de vestimenta. El Senchus Mór establecía un protocolo relativo a la indumentaria que debían llevar los pupilos de un mismo tutor. Cada niño debía tener dos conjuntos completos a fin de poder usar uno mientras el otro se lavaba. La ropa de los niños se enumeraba según su rango, la de los hijos de reyes, pasando por la de los hijos de jefes y así sucesivamente hasta la categoría social inferior, mientras que durante el pupilaje -manera en que se les educaba- los niños siempre debían ir vestidos con las mejores galas.

Pensando en estas cosas, Fidelma sintió una punzada de soledad. ¡Cuánto le habría gustado tener a Eadulf con ella! Al menos con él podía hablar de esas cosas aun cuando disentían, que era a menudo. Necesitaba su ayuda como nunca para resolver aquel enigma. Quizás él habría reparado en algo que ella había pasado por alto.

Vio a Gurvan de pie con un cabo largo en las manos, evitando mirarla.

– Estoy lista, Gurvan. Te lo juro, voy vestida con decencia.

Gurvan levantó la vista sin tenerlas todas consigo.

Cierto que las prendas que llevaba no eran escandalosas, pero tampoco ocultaban por completo la figura esbelta de Fidelma: un cuerpo juvenil que vibraba con la dicha de la vida y discrepaba de su vocación religiosa.

Gurvan tragó saliva, nervioso.

– Mostradme cómo debo atarme la cuerda al cuerpo -le pidió para acabar de convencerlo.

Gurvan se acercó con un extremo del cabo en la mano.

– Lo mejor es atarla alrededor de la cintura, señora. Haré un nudo seguro para que no se escurra… un nudo de rizo.

– Ya he visto cómo se ata. Dejadme intentarlo y luego comprobad si lo he hecho bien.

Tomó de la mano de Gurvan el cabo y se rodeó la cintura con él, y luego se concentró para hacer el nudo.

– Derecho sobre izquierdo e izquierdo sobre derecho… ¿así?

Gurvan comprobó el nudo y dio su aprobación.

– Exactamente. Yo ataré el otro extremo a la baranda con un nudo parecido.

Así lo hizo. La cuerda era lo bastante larga para que pudiera nadar a todo lo largo del barco.

Fidelma levantó una mano para indicar que estaba lista, se aproximó a la baranda y, con gracilidad, se tiró al agua desde un costado.

El agua estaba más fría de lo que esperaba, por lo que sacó la cabeza resollando y casi sin aliento tras el chapuzón. Tardó unos minutos en recuperarse y asimilar la temperatura. Luego dio unas cuantas brazadas perezosas. Fidelma había aprendido a nadar casi antes que a andar, en el río Suir -también llamado «el río hermana»- que tenía un breve recorrido desde Cashel, donde nacía. No le temía al agua, sólo sentía un sano respeto por ella, pues conocía la magnitud que podía alcanzar su fuerza.

En Éireann se daba un fenómeno paradójico. Mientras buena parte de los habitantes del interior aprendían a nadar en los ríos, la mayoría de quienes vivían en pueblos costeros de pescadores, y en concreto en la costa oeste, rehusaban aprender. En una ocasión Fidelma había preguntado el por qué a un viejo pescador, pues si un barco se hundía, bien tendrían que saber nadar para salvarse. El buen hombre movió la cabeza y contó:

– Si nuestros barcos se hunden, mejor irse derecho al fondo de una tumba marina que sufrir una muerte larga e insufrible tratando de sobrevivir en esas aguas.

Y tenía razón en que aquella costa rugiente y rocosa bañada por un oleaje feroz y espumoso no era adecuada para nadar. Tal vez el viejo tenía razón.

– Si Dios quiere que vivamos, nos salvará. No tiene sentido luchar contra el destino.

Fidelma no quiso abundar en la conversación, pues no era un tema del que gustaran hablar los pescadores. Es más, la peor maldición que alguien podía echar a aquella gente de mar era: «¡Así mueras ahogado!».

Fidelma se quedó flotando boca arriba sobre el agua ondulante. La inmensa figura negra del Barnacla Cariblanca se erguía imponente sobre ella; la vela mayor aún colgando fláccidamente de la verga. Al ver la silueta oscura de Gurvan mirándola desde la baranda, Fidelma levantó un brazo con languidez y saludó para indicarle que estaba bien. Gurvan asintió con la cabeza y se apartó.

Dio un suspiro y cerró los ojos para deleitarse con la calidez del sol en la cara. El agua se secó en sus labios, pero resistió la tentación de lamer la sal, pues sabía que luego se moriría de sed.

Entonces empezó a cavilar sobre la situación en el barco, pero por mucho que lo intentara era incapaz de concentrarse del todo en la pérdida de la pobre Muirgel. En su lugar acudía Cian. ¡Cian! Lo extraño fue que al momento le vino a las mientes un pasaje del libro de Jeremías: «Tú, pues, que con tantos amantes fornicaste, ¿podrás volver a mí?». Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Que le había evocado esas palabras? Lo cierto es que eran palabras apropiadas, pero ¿por qué precisamente palabras de las Sagradas Escrituras? ¡Ya se habían hecho bastantes citas bíblicas en aquel viaje! Quizá fuera contagioso.

Sintió un momento de compasión por Cian, por la herida que le había impedido proseguir su labor de guerrero. Sabía muy bien que su vida se había regido por su habilidad física. Era la vanidad personificada; se envanecía de su cuerpo, se envanecía de su destreza con las armas, se envanecía de creer que ser joven era ser inmortal. ¿No había dicho Aristóteles que los jóvenes viven en un estado permanente de embriaguez? Aquella era la palabra que describía a la perfección al joven Cian. Su propia juventud lo emborrachaba, pues la juventud era inmortal: en este mundo, sólo envejecían los ancianos.

Y eso era lo que más le había atraído de él. Su juventud. Su poderío. Tenía escasos atributos intelectuales, pero era buen jinete; sabía lanzar la jabalina con precisión; sabía esgrimir y esquivar una espada, y usar un escudo para protegerse; sabía cómo arrojar una flecha con un arco. La estrategia de guerra era la única actividad cercana a lo intelectual que había desarrollado en su vida.

Cian nunca se había cansado de contar la historia del rey supremo Aedh Mac Ainmirech. Seis años atrás, Brandubh, rey de Laigin, lo había derrotado introduciendo furtivamente a sus guerreros en el campamento del rey supremo ocultos en cestos de provisiones.

Fidelma nunca había sentido interés por la historia, y sin embargo había intentado convencer a Cian de que practicara juegos como el Cuervo Negro o la Sabiduría de Madera, como medios de investigar formas de estrategia militar. Pero Cian no quiso jugar. Los juegos de mesa le causaban frustración.

Sin embargo, ahora el brazo inutilizado le impedía ser guerrero. Fidelma advirtió que le costaba adaptarse a su nuevo papel para afrontar la vida. La idea de Cian como religioso era inconcebible. Ya le había manifestado la rabia y el resentimiento que le causaba su desgracia. A los ojos de Fidelma, los intentos de reafirmar su hombría para compensar sus carencias eran patéticos. Eadulf jamás habría hecho algo así. Un verso de la Eneida virgiliana acudió a su pensamiento: «Tu ne cede malis sed contra audentior ito». No cedas ante la adversidad; afróntala con más audacia. Ésta sería la actitud de Eadulf. Pero Cian, con aquel brazo impedido…

Fidelma tensó el cuerpo en el agua.

¡El brazo impedido! ¿Cómo pudo bajar del barco y remar hasta la orilla solo? Habría sido imposible mover a remo el esquife con un brazo. ¡Y el esquife mismo! Dios santo, ¿qué le estaba pasando a su capacidad de observación? Si gracias a algún milagro había sido capaz de impulsar el esquife del barco hasta la isla, ¿cómo había vuelto para dejar el esquife en el barco? ¡Alguien había acercado a Cian a la isla y había regresado al barco!

Eadulf habría entrevisto ese detalle. ¡Dios, cuánto lo necesitaba! Se había acostumbrado tanto a compartir pareceres y a escuchar sus consejos.

Se agitó en el agua, consciente del derrotero que estaban tomando sus pensamientos. Debería haber caído en la cuenta mucho antes en vez de entretenerse con ensoñaciones. El efecto de flotar sobre el suave vaivén de las olas era soporífero y…

De pronto notó que el movimiento no era tan suave como antes. El agua empezaba a picarse. Oyó entonces un crujido. Abrió los ojos y parpadeó. La gran vela del Barnacla Cariblanca empezaba a inflarse. Se estaba levantando el viento anunciado, y el barco empezaba a moverse. Giró el cuerpo y empezó a dar brazadas.

Cuando se dio cuenta, el temor le heló la sangre: la cuerda atada alrededor de su cintura no estaba tensa. Flotaba. Y como la parte que no debía tocar el mar también estaba en el agua, la hacía más pesada. El cabo ya no estaba atado a la baranda.

Gritó pidiendo socorro.

No veía a Gurvan ni a nadie más en la baranda del barco. El Barnacla Cariblanca se alejaba dejando atrás los vientos.

Fidelma echó a nadar para salvar su vida, pero las olas eran cada vez mayores y costaba hacerlo deprisa. Pese a no dejar de nadar, sabía que sería imposible alcanzar el barco; antes se desvanecería, abandonada en medio del océano.

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