CAPÍTULO II

Fidelma de Cashel se apoyó en el coronamiento del barco para contemplar la costa que se alejaba a una velocidad asombrosa en el horizonte. Había sido la última en embarcar aquella mañana: apenas poner pie en el navío el capitán ordenó a voz en grito que izaran la vela cuadra sobre la verga en el palo mayor, a la par que otros marineros levaban la pesada ancla. Fidelma ni siquiera había tenido tiempo de bajar a conocer su camarote antes de que la nave desabocara; la fina vela de piel crujía al izarse y henchirse luego con el viento, como un pulmón lleno de aire.

– ¡Preparad el foque! -ordenó el capitán con un grito estentóreo.

Los hombres de la tripulación corrieron hacia un largo mástil inclinado que apuntaba a proa, delante del palo mayor, y colocaron una vela menor en una verga transversal. En la cubierta elevada de popa, dos hombres musculosos y fornidos estaban fijando una enorme espadilla a babor, junto al capitán. Era tan grande, que hizo falta el esfuerzo de ambos para controlarla. Al grito del capitán, los marineros tiraron de la espadilla. El barco tomó el flujo de la marea cortando limpiamente las pequeñas olas cual guadaña que siega el trigo.

El Barnacla Cariblanca arronzaba tan deprisa de la bahía de Ardmore, que Fidelma prefirió quedarse en cubierta para observar la actividad. Los únicos compañeros de viaje que había a la vista eran dos jóvenes religiosos del brazo, de pie en mitad del barco, junto a la baranda de babor. No veía más pasajeros, y Fidelma supuso que los demás peregrinos estarían abajo, entre cubiertas. Media docena de marineros encargados de gobernar el barco a través de los tempestuosos mares de el reino de los suevos trajinaban aquí y allá, realizando varias labores bajo la mirada vigilante del capitán. Fidelma no entendía por qué los demás peregrinos se estaban perdiendo uno de los momentos más apasionantes de una travesía, cuando el barco salía del puerto para hacerse a la mar. Pese a haber hecho varios viajes por mar en su vida, los sonidos del barco al partir y las vistas que los acompañaban la seguían cautivando; le fascinaba sentir el primer golpe del casco contra las olas y ver subir y bajar la costa cada vez más delgada, desvaneciéndose. Podía pasar horas sencillamente contemplando la distante línea de tierra hundiéndose en el horizonte.

Fidelma era una navegante nata. No pocas veces se había hecho a la mar sin ningún temor en un pequeño curragh *por la costa oeste, salvaje y ventosa, rumbo a islas remotas. Hacía unos años había ido en barco hasta Iona, la isla de los Santos, a poca distancia de la montañosa costa de Alba, de camino al sínodo de Whitby que se celebraba en Northumbria; y entonces había pasado a la Galia durante un viaje a Roma, y luego regresado. Y en ninguna de aquellas largas travesías se había mareado a pesar de los fuertes movimientos de la embarcación en que viajaba.

El movimiento. Quedó pensando en esto. Quizás esa fuera la razón. Había cabalgado desde niña. Tal vez se había acostumbrado al movimiento montando a caballo y por ello no reaccionaba al vaivén de los barcos, al contrario de lo que solía suceder a quienes siempre habían mantenido los pies en tierra firme. Se propuso que, en aquel viaje, trataría de aprender algo más sobre pericia marinera, navegación y las distancias que debían recorrerse. ¿De qué le servía disfrutar de una travesía si no conocía su vertiente práctica?

Se sonrió al pensar en lo estériles que eran sus divagaciones y se irguió contra la baranda de madera para fijarse mejor en la altura menguante de Ardmore y los elevados edificios de piedra gris de la abadía. Había pasado allí la noche anterior como invitada del abad.

Le sorprendió sentir cierta sensación de soledad al pensar en la abadía de St. Declan.

Identificó de inmediato la causa: ¡Eadulf!

El hermano Eadulf, el monje sajón, era el emisario de Teodoro, arzobispo de Canterbury, en la corte de su hermano Colgú, rey de Muman en Cashel. Hasta hacía una semana, Eadulf la había acompañado durante casi un año; como buen compañero, la había ayudado en diversas situaciones peligrosas tras haber sido citada para ejercer de dálaigh, de abogada de los tribunales de los Cinco Reinos de Éireann. ¿Por qué de pronto aquel recuerdo le causaba desasosiego?

La decisión había sido suya. Pocas semanas antes, Fidelma había decidido separase de Eadulf para emprender aquel peregrinaje porque sentía que necesitaba cambiar de lugar y ambiente para meditar sobre su vida, que había empezado a descontentarla. Por miedo a la inercia afectiva en que había caído, Fidelma ya no sabía muy bien qué quería de la vida.

Sin embargo, Eadulf de Seaxmund's Ham era el único hombre de su edad en cuya compañía se sentía verdaderamente a gusto, el único con quien era capaz de expresarse. A Eadulf le había costado aceptar la decisión que Fidelma había tomado de partir de Cashel para iniciar una peregrinación.

Había expresado sus objeciones y se había quejado durante un tiempo, hasta decidir al fin regresar a Canterbury junto al arzobispo Teodoro, el obispo griego recién designado, al que había acompañado desde Roma y para quien ejercía de emisario especial. Fidelma sintió cierta irritación consigo misma por echar de menos a Eadulf cuando todavía tenía la costa a la vista. Intuía que los meses venideros serían solitarios. Echaría en falta los debates en que se enzarzaban; echaría de menos buscarle las cosquillas con las opiniones y filosofías que no compartían, y añoraría aquella forma de reaccionar con buen ánimo a sus provocaciones. Pese a lo encarnizado de sus discusiones, no había enemistad entre ellos. Uno aprendía del otro al analizar cada interpretación y debatir cada idea.

Eadulf era para ella como un hermano. Quizás ahí residía el problema. Apretó los labios mientras lo pensaba. Siempre la había tratado de forma intachable. Pensó, y no por primera vez, que acaso habría preferido que lo hiciera de otro modo. Los miembros del clero cohabitaban, contraían matrimonio, y la mayoría vivían en los conhospitae, casas mixtas en las que criaban y educaban a sus hijos al servicio de Dios. ¿Era esto lo que ella quería? Seguía siendo joven y, como tal, tenía los deseos propios de una mujer de su edad. Eadulf nunca le había dado a entender que sintiera por ella la atracción de un hombre por una mujer. La única vez que habían hablado al respecto, la única vez que había animado a Eadulf a expresar lo que pensaba, fue durante un viaje en que se vieron obligados a dormir juntos una noche fría en la montaña. Fidelma le había preguntado si conocía el proverbio «Más cálida es la manta si se dobla». Pero él no lo entendió.

Por otra parte, Eadulf era un firme adepto de la Iglesia católica, que si bien aún permitía a su clero casarse y cohabitar, empezaba a mostrar una clara inclinación al celibato. En cambio Fidelma era adepta a la Iglesia irlandesa, que disentía de muchos ritos y rituales de Roma, entre ellos, la fecha designada para la celebración de la Pascua. Había sido educada sin represiones de sus sentimientos naturales. Y las diferencias entre su cultura y la que ahora propugnaba Roma eran la principal fuente de discusiones entre ella y Eadulf. En esto estaba pensando cuando recordó lo que decía el Libro de Amos: «¿Pueden dos personas caminar juntas si no van a la par?». El razonamiento era lógico. Pensó que debía dejar de lado cuanto tuviera que ver con Eadulf.

Habría deseado que su antiguo mentor, el brehon Morann, hubiera estado allí para consultarle. O incluso su primo. El despreocupado y regordete abad Laisran de Durrow, el mismo que de pequeña la convenció para ingresar en la vida religiosa. Al fin y al cabo, ¿qué hacía allí? ¿Estaba huyendo porque no era capaz de resolver sus problemas?

Porque si así era, cargaría con ellos dondequiera que fuera. La solución no la estaría aguardando al final del camino.

Contra toda objeción, había decidido emprender aquel peregrinaje con el propósito de resolver su vida sin la presión de Eadulf, de Colgú o de sus amigos de Cashel, la capital gobernada por su hermano. Quería estar en alguna parte que nada tuviera que ver con su vida anterior, en alguna parte donde poder meditar e intentar resolver sus dudas. Sin embargo, estaba sumida en un mar de confusiones. ¡Ya ni siquiera estaba segura de si quería seguir siendo monja! Semejante incertidumbre la asombraba, al tiempo que le abría los ojos a la posibilidad de plantearse una cuestión que eludía desde hacía un año.

Se había entregado a esta vida por la simple razón de que así lo hacía la mayor parte de la clase intelectual de su pueblo, integrada por cuantos deseaban desarrollar una profesión, del mismo modo que sus antepasados habían constituido la casta de los druidas. El único interés, la única pasión perdurable había sido el derecho, y no la religión entendida como un modo de aceptación de una vida de retiro y oración en una abadía, apartada de sus congéneres. Cuántas veces la madre superiora de su abadía la había amonestado por dedicar excesivo tiempo a los libros de leyes y no tanto a la contemplación religiosa. Quizá ya no estaba hecha para la vida eclesiástica.

Tal vez aquél fuera el verdadero motivo de su peregrinaje: meditar sobre su compromiso con Dios y no tanto sobre su relación con el hermano Eadulf. Fidelma sintió un enfado súbito y se giró con brusquedad, de espaldas a la baranda.

Sobre ella se elevaba la inmensa vela de piel contra el azul del cielo. La tripulación seguía ocupada en diversos quehaceres, pero la agitación era menos frenética que en el momento de salir del resguardo que ofrecía la bahía. Fidelma seguía sin ver al resto de peregrinos que la acompañaban. Los dos jóvenes monjes aún conversaban animadamente. Se preguntó quiénes serían y cuáles los motivos de embarcarse en aquel viaje. ¿Abrigarían las mismas dudas que ella? Fidelma sonrió, compungida.

– Un día agradable, hermana -gritó el capitán del barco dejando atrás a los timoneles para acercarse a saludarla.

Apenas había reparado en su presencia cuando ella subió a bordo, ya que estaba demasiado ocupado en poner el barco en marcha.

Fidelma apoyó la espalda contra la baranda y asintió con simpatía.

– Un día agradable, desde luego.

– Me llamo Murchad, hermana -se presentó el capitán-. Lamento no haber podido saludaros como es debido al subir a bordo.

El capitán del Barnacla Cariblanca tenía el aspecto del gran marino que era. Murchad era un hombre corpulento y robusto de pelo canoso y rasgos curtidos. Fidelma calculó que no habría cumplido aún los cincuenta años; tenía una nariz prominente que hacía que sus ojos de color gris marino parecieran más juntos de lo que estaban. La mirada adusta se compensaba con un humor vivo e insospechado. Una firme línea dibujaba su boca. Se acercó balanceándose, con un andar que a ella se le antojaba típico de los marineros.

– ¿Os habéis acostumbrado ya al movimiento del barco? -le preguntó con la voz bronca y seca de quien es más dado a gritar órdenes que a disfrutar de una conversación.

Fidelma le sonrió con seguridad.

– Os sorprenderá lo buena marinera que soy, capitán.

Murchad soltó una carcajada escéptica.

– Ya me contaréis cuando perdamos de vista la tierra y nos adentremos en una mar agitada y profunda -anticipó.

– He viajado en barco en otras ocasiones -le aseguró Fidelma.

– ¿Pero es posible? -se sorprendió en un tono jovial.

– Así es -respondió ella, seria-. Fui hasta la costa de Alba y, desde la costa de Northumbria a la Galia.

– ¡Bah! -exclamó Murchad haciendo una mueca de menosprecio, pero sin perder el buen humor de su mirada-. Eso es como cruzar a remo una laguna. Esto sí que es una travesía de verdad.

– ¿Hay más distancia que de Northumbria a la Galia? -Fidelma sabía muchas cosas, pero nunca había tenido que estudiar las distancias marítimas.

– Si hay suerte… si hay suerte -recalcó Murchad-, llegaremos a tierra en una semana. Depende del tiempo y las mareas.

Fidelma estaba sorprendida.

– ¿No es demasiado tiempo navegando sin tierra a la vista? -sugirió.

Murchad movió la cabeza y, con una mueca, aseguró:

– ¡Ca! ¡No creáis! En esta travesía avistaremos tierra varias veces para mantener las demoras. Mañana por la mañana volveremos a divisar tierra… eso si el viento nos es favorable hacia el sureste.

– ¿Y qué tierra sería? ¿El reino de los britanos de Cornualles?

Murchad la miró con otros ojos.

– Conocéis bien la geografía, hermana. Sin embargo, no nos aproximaremos a la costa de Cornualles. Navegaremos hacia el oeste, en dirección a un archipiélago que queda a varias millas de esa costa: las islas Sylinancim. No fondearemos, sino que seguiremos adelante con viento a favor y las aguas en calma, o eso espero. Si todo va bien, avistaremos otra isla llamada Uxantis, frente a la costa de la Galia. Deberíamos llegar allí a la mañana siguiente o poco después. Será la última vez que veamos tierra durante días. Luego iremos rumbo al sur, y deberíamos tocar la costa del reino de los suevos en menos de una semana, Dios mediante.

– ¿El reino de los suevos en menos de una semana?

Murchad confirmó lo dicho asintiendo con la cabeza.

– Dios mediante -repitió-. Y vamos en un buen barco -aseguró, dando una palmada a la madera de la baranda.

Fidelma miró a su alrededor. Había estado observando con interés el barco al subir a bordo.

– Es un barco galo, ¿verdad?

A Murchad le sorprendió un poco su conocimiento.

– Tenéis mucho ojo, hermana.

– Ya había estado en un barco así. Sé que la madera gruesa y esta clase de jarcias son típicas de los puertos de Morbihan.

Murchad parecía más sorprendido todavía.

– Y ahora me diréis que sabéis construirlos -dijo con sequedad.

– No, construirlos no -respondió ella con seriedad-. Pero, como os he dicho, he visto otros como éste alguna vez.

– Bueno, no os equivocáis -confesó el capitán-. Lo compré en Kerhostin hace dos años. Mi oficial de cubierta… -Señaló a uno de los hombres que había junto a la espadilla, un muchacho con semblante saturnino-. Ese de ahí, Gurvan. Es el segundo de a bordo en este barco. Es bretón y ayudó a construir el Barnacla. Entre la tripulación también hay hombres de Cornualles y Galicia. Conocen bien los mares que separan Éireann del reino de los suevos.

– Es bueno que tengáis en vuestra tripulación a buenos conocedores de estas aguas -comentó Fidelma con solemnidad.

– Bueno, ya os digo: si el viento es favorable y nuestro patrón, san Brendan el Navegante, nos acompaña, será un viaje agradable.

La alusión a san Brendan hizo pensar a Fidelma en los demás peregrinos.

– ¿No sabríais por azar por qué motivo los demás pasajeros no muestran interés por la mejor parte del viaje? A mi juicio, el momento más emocionante de la travesía es cuando el barco deja atrás la tierra y se adentra en el mar.

– Desde el punto de vista de un viajero, yo diría que es mucho más emocionante arribar a un puerto desconocido que desabocar desde uno conocido -opinó Murchad, y luego se encogió de hombros-. Tal vez sus compañeros de viaje no sean tan buenos navegantes como vos y esos dos jóvenes hermanos de ahí -sugirió, señalando con la cabeza a los dos religiosos que seguían enzarzados en su conversación-. Pero yo diría que esos mozalbetes apenas se percatan de que están en un barco… a diferencia de sus compañeros.

Fidelma tardó un instante en entender la insinuación.

– ¿Hay quienes ya se han mareado?

– El grumete me ha dicho que un par al menos ya está basqueando. He llegado a embarcar peregrinos que rezaban por morir, de tan mal que lo pasaban -dijo, riéndose al recordarlo-. Conocí a un peregrino que se mareó no bien puso un pie a bordo, y no se le pasaba ni con el barco anclado en el puerto. Hay quien puede hacerse a la mar, pero hay quien está hecho para quedarse en tierra firme.

– ¿Cómo son los pasajeros? -preguntó Fidelma.

Murchad apretó los labios y la miró con cierto asombro.

– ¿No los conocéis?

– No. No voy con ellos. Viajo sola.

– Pensaba que erais de la abadía -comentó Murchad, señalando con la mano en dirección a la lejana costa para indicar St. Declan.

– Soy de Cashel… me llamo Fidelma de Cashel. Llegué a la abadía anoche.

– Bueno… -Murchad reflexionó un momento sobre la pregunta que le había hecho-. Diría que vuestros compañeros de viaje podrían describirse como un grupo típico de religiosos. Disculpad, hermana, pero es difícil discernir entre el hábito y el individuo.

Fidelma comprendió su perspectiva.

– ¿Son un grupo mixto de hombres y mujeres?

– Ah, eso sí puedo decirlo. Incluyéndoos a vos, son cuatro mujeres y seis hombres.

– ¿Diez en total? -Fidelma se sorprendió-. Es una cifra inusual. Los peregrinos prefieren viajar en grupos de doce o de trece, ¿no?

– Que yo sepa, así es. En este viaje iban a ser seis mujeres y seis hombres. Sin embargo, me dijeron que una de ellas no llegó a Ardmore, y otra sencillamente no se ha presentado en el muelle esta mañana. Hemos esperado hasta el último momento, pero un barco no puede dominar el viento y la marea. Teníamos que zarpar. Quizá la religiosa que faltaba se arrepintió de emprender este viaje. Si bien es cierto que es raro encontrar a una mujer peregrinar sola -añadió con tono de curiosidad.

Fidelma levantó un hombro con un movimiento imperceptible.

– Llegué anoche a la abadía de St. Declan con la intención de buscar un barco rumbo al reino de los suevos. El abad me dijo que el vuestro se estaba preparando para zarpar esta mañana y suponía que tendríais lugar para un pasajero más. Así que me acogió en la abadía mientras un mensajero se encargaba de reservarme el pasaje. No tuve ocasión de encontrarme con el resto de viajeros en la abadía, y tampoco conocía a ninguno.

Murchad la miraba con gesto meditabundo, mientras se frotaba la narizota con el índice.

– Es cierto que el mensajero del abad vino a mi encuentro anoche en la posada de Colla y reservó vuestro pasaje -afirmó y luego frunció el ceño-. Me da en la nariz que sois una clase rara de religiosa, hermana. ¿El abad os recibe y envía a un mensajero para que os reserve el pasaje…? Aunque tampoco parecéis una superiora de vuestra orden…

Aquella observación encerraba una pregunta.

– No lo soy -respondió ella, deseando que no hubiera surgido ese asunto.

El capitán la miraba con mucha curiosidad.

– No es habitual gozar de tal privilegio…

Se interrumpió y sus ojos perspicaces y brillantes se abrieron como platos al reconocerla.

– ¡Fidelma de Cashel! ¡Claro!

Fidelma suspiró, resignada al saber que él había oído hablar de ella. Con todo, su identidad habría salido a la luz tarde o temprano en los reducidos límites de la embarcación.

– Confío en que guardéis mi condición en secreto, Murchad -solicitó-. No creo que a ninguno de los demás pasajeros incumba saber quién soy.

Murchad soltó un largo suspiro.

– La hermana del rey de Cashel va a bordo de mi barco. Es para mí un gran honor, señora, y mi curiosidad está satisfecha.

Fidelma movió la cabeza con un gesto de reproche.

Hermana -le corrigió con dureza-. Sólo soy una religiosa más en peregrinación.

– Muy bien, guardaré la confidencia. Si bien debo decir que es excepcional toparse con una princesa y una abogada en la persona de una religiosa. He oído un sinfín de historias sobre cómo salvasteis el reino…

Fidelma alzó un poco el mentón y, con un peligroso brillo en los ojos, replicó:

– ¿Acaso Brendan no era también príncipe? ¿Acaso Comcille no pertenecía a la real dinastía de Uí Néill? Diría que no es tan extraordinario que haya personas de la realeza al servicio de la Fe. Comoquiera que sea. Este asunto debe quedar entre nosotros y no debe comentarse con los demás peregrinos.

– Pero habré de decírselo al mozo que os atenderá en el viaje.

– Preferiría que no lo hicierais. Decidme, capitán, ¿no ibais a hablarme de los peregrinos? -preguntó Fidelma, cambiando de tercio para no seguir hablando de algo que para ella era embarazoso.

– No sé gran cosa -confesó Murchad-. Aunque pasaron la noche en la abadía, sé que no pertenecen a su comunidad. Por los acentos, al menos los que yo he oído, la mayoría son del norte, del reino de Ulaidh.

Fidelma se sorprendió un poco.

– ¿No es una ruta muy larga para un peregrino de Ulaidh viajar a Ardmore para coger un barco, pudiendo zarpar directamente desde un puerto del norte?

– Es posible -afirmó Murchad con indiferencia-. Como patrón de este barco, me complace transportar pasajeros que paguen, sea por el motivo que sea. Tendréis tiempo de sobra para conocerlos bien, señora, así como para averiguar qué les ha llevado a emprender este viaje.

De pronto alzó la vista a los gallardetes que ondeaban en el palo mayor, protegiéndose la vista del sol un momento.

– Disculpad, señora. Debo ir a virar de redondo… es decir, a mudar el rumbo… El viento está cambiando.

Fidelma iba a reprenderle por llamarla «señora» en vez de «hermana», cuando el capitán añadió:

– Si permanece en cubierta, le sugiero que se desplace a sotavento.

Ante la perplejidad de Fidelma, le señaló el lado que quedaría opuesto a la dirección del viento tras virar la embarcación por redondo: el viento había cambiado de dirección asombrosamente en cuanto habían pasado los cabos y habían entrado en alta mar.

– Creo que bajaré a buscar mi camarote si no os importa, capitán -anunció Fidelma.

Éste se volvió y bramó de forma tan inesperada que Fidelma dio un respingo.

– ¡Wenbrit! ¡Avisad a Wenbrit! -Volvió la cabeza otra vez-. Tengo que irme. El mozo bajará vuestros abarrotes y os acompañará al camarote, señora…

Murchad se marchó antes de que Fidelma pudiera preguntarle qué eran los «abarrotes». El capitán se acercó corriendo a los hombres a cargo de la espadilla y a continuación empezó a rugir:

– ¡Marineros, a las drizas! ¡Listos para virar por redondo!

El navío brandaba y cabeceaba de tal manera, que a Fidelma le costaba mantenerse derecha en la cubierta.

– Demasiada agitación para vos, ¿eh, hermana?

Fidelma se volvió y vio quién le hablaba: un muchacho de trece o catorce años con cara de pilluelo. Tenía las piernas separadas y las manos en las caderas y mantenía el equilibrio pese a lo mucho que el barco se inclinaba y balanceaba mientras la tripulación maniobraba para fijar el nuevo rumbo. Tenía el pelo brillante y cobrizo, y un sinfín de pecas sobre una tez clara; sus ojos eran menudos y curiosos y de un color verde mar. Una amplia sonrisa le iluminaba el rostro, y su porte revelaba satisfacción de sí mismo. Aunque hablaba la lengua de Éireann sin esfuerzo, Fidelma notó un acento extraño que dejaba adivinar su tierra natal. Era britano.

– No tanto -le aseguró pese a tener que agarrarse al pasamano para sujetarse.

El chico hizo una mueca de incredulidad.

– Bueno -concedió-, al menos lo soportáis mejor que muchos de vuestros compañeros de ahí abajo. Mareados como patos, están. -Arrugó la nariz haciendo una mueca de asco-. ¿Y a quién le toca limpiar bajo cubierta?

– Me figuro que tú serás Wenbrit -supuso Fidelma con una sonrisa.

Pese al vaivén de la nave no sentía náuseas. Sólo tenía que procurar mantener el equilibrio.

– Sí, soy yo. Imagino que querréis bajar, ¿no?

– Así es. Me gustaría ver mi camarote.

– Seguidme, hermana, y agarraos fuerte -le indicó el muchacho cargando con la bolsa de ella-. Con la mar embravecida, a veces es peor estar bajo cubierta que arriba. Si yo fuera capitán, no permitiría a los pasajeros bajar hasta que al menos supieran de qué se trata. En cuanto se acostumbraran al movimiento del barco, los dejaría bajar a esconderse en la penumbra entre cubiertas.

El muchacho, que iba delante, hablaba con desdén. Con paso orgulloso y decidido, desde la cubierta de popa descendió a la cubierta principal por unas empinadas escaleras de madera. Cuando se volvió para mirarla, Fidelma reparó en una marca blanca alrededor del cuello del muchacho, como una cicatriz de algo que le había rozado la piel. Sintió una pizca de curiosidad por saber a qué podría deberse, pero ni era el momento ni el lugar adecuados para preguntarlo. Al llegar al pie de la escalera, el chico se dio la vuelta y la escrutó con la mirada. Fidelma descendió con garbo y se detuvo a esperar un renuente gesto de aprobación por parte del muchacho.

– Uno de los vuestros resbaló y se cayó por estas escaleras, y eso que sólo estaban levando anclas -le contó con displicencia-. ¡Marineros de agua dulce!

– ¿Se ha hecho daño, él o ella? -quiso saber Fidelma, atónita ante la insensibilidad del chico.

– Sólo en su dignidad. No sé si me entendéis… -respondió Wenbrit con ligereza-. Por aquí, hermana.

Y atravesó una puerta -Fidelma habría deseado recordar los términos náuticos correctos- para después bajar un tramo de escalones estrecho y sucio que daba a un camarote. Fidelma supo luego que aquello era una escalera de cámara. En el pasillo sólo había un farol que se balanceaba colgado de una cadena y que apenas atenuaba la oscuridad.

– El camarote que os han asignado y que compartiréis con otra hermana está al final del pasillo -le indicó el joven-. Los demás pasajeros están repartidos entre estos otros camarotes. Cuando no estoy en cubierta, duermo en este camarote grande de aquí. -Hizo una seña con la mano hacia delante-. Ahí cocinamos y comemos. Es el comedor. Yo siempre ando por aquí por si hace falta algo -explicó y sacó pecho con orgullo-. Al capitán… bueno, le gusta que los pasajeros acudan a mí para cualquier urgencia, para que luego se lo comunique. No le gusta tratar en exceso con el pasaje del barco…

El chico calló, como esperando una reacción.

– Muy bien, Wenbrit -concedió Fidelma con solemnidad-. Si hay algún problema, acudiré primero a ti.

– A mediodía servirán una comida, y el capitán asistirá para explicaros a todos cómo funciona el barco. Pero no suele comer con los pasajeros. Hace una excepción el primer día para que todo el mundo esté al corriente de todo. Y, por supuesto, no confiéis en comer caliente a bordo. Por cierto, si encendéis velas bajo cubiertas, aseguraos de no descuidarlas. He oído historias de barcos que han ardido como la yesca.

Fidelma hizo lo posible por disimular la gracia que le producía aquel estudiado aire de seguridad del chico para parecer un marinero veterano.

– ¿Y dices que a mediodía se servirá una comida?

– Tocaré una campana para llamar a los pasajeros a comer.

– Muy bien.

Fidelma se dio la vuelta para dirigirse a la puerta del camarote que le había indicado el muchacho, cuando éste añadió:

– Ah, otra cosa…

Fidelma se volvió hacia él con gesto interrogante.

– Se me ha pedido que os diga que estos camarotes están en la popa del barco. Es decir, la parte de atrás. En la cubierta de arriba está el camarote del capitán y otras cámaras. La parte delantera está en esa dirección. Es la proa del barco. Aquí en popa hay un excusado; es esa puerta. Y hay otro arriba, en proa. Cualquiera podrá indicaros dónde está, de surgir la necesidad. Si hay problemas, si tenemos que abandonar el barco, hay dos botes trincados a la cubierta por el través… es decir, en medio del barco. Ahí es a donde debéis dirigiros si hubiera complicaciones. Pero no os preocupéis, porque en ese caso algún tripulante os daría instrucciones.

El muchacho se volvió sin más y echó a correr hacia cubierta.

Fidelma se quedó allí de pie, sonriendo. Estaba claro que Wenbrit no tenía en muy buena estima a los «marineros de agua dulce», como había llamado a los pasajeros. Dio media vuelta para dirigirse al camarote que le había indicado. Al hacerlo, otra puerta del pasillo se abrió justo detrás de ella. Oyó una inhalación contenida y luego una voz masculina que dijo:

– ¡Fidelma! ¿Qué demonios hacéis aquí?

Se volvió en redondo tratando de reconocer aquella voz en algún lugar del recuerdo, recuerdo que casi había conseguido eliminar.

Ante ella, bajo la exigua luz del farol, vio a un hombre alto.

Sin darse cuenta, Fidelma dio un paso atrás extendiendo una mano para apoyarla en la pared de madera y no perder el equilibrio. Fue la primera vez que sintió un mareo desde que embarcara en el Barnacla Cariblanca, y no tenía tanto que ver con el oleaje como con los sentimientos que la embargaron.

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