CAPÍTULO XII

Atardecía. El cielo estaba despejado y el sol, aunque tenue, rielaba sobre el mar con un baile de luces. Fidelma se apoyaba en la baranda de proa, recapitulando cuanto había oído hasta el momento sobre la extraña desaparición de sor Muirgel.

Empezaba a definirse un panorama curioso. Algunos peregrinos tenían ideas muy definidas acerca de sor Muirgel. El hermano Guss aseguraba estar enamorado de ella, pese a lo poco afectado que parecía por su muerte. Era evidente que mentía sobre algo pero, ¿sobre qué exactamente? ¿Sobre su relación con Muirgel? ¿O sobre otra cosa?

Un grito procedente del tope interrumpió sus pensamientos. Había un trasiego extraño en la popa, donde Murchad se hallaba, de pie en su postura acostumbrada, junto a la espadilla. Fidelma pasó por la crujía, y vio que el capitán y algunos de sus hombres tenían la vista fija en el noreste.

Miró en aquella dirección, pero no alcanzó a ver más que un mar plateado y espumoso.

– ¿Qué sucede? -preguntó a Murchad-. ¿Algo va mal?

El capitán parecía preocupado.

– El vigía del tope ha divisado un navío -respondió.

– Desde aquí no se ve nada.

Fidelma volvió a mirar fijamente en la dirección en que todos estaban concentrados.

– Está en posición de casco encubierto al noreste, pero navega a velas desplegadas.

Fidelma no sabía muy bien qué significaban aquellos términos náuticos, y preguntó.

– El mar oculta el casco del barco -explicó Murchad-. Normalmente, en un día como éste tenemos una visibilidad de cuatro o seis millas. Sea el barco que sea, está justo por debajo de nuestro campo de visión, pero la vela se vislumbra desde lo alto del mástil por estar en una posición más elevada.

– ¿Hay motivos para preocuparse? -se interesó Fidelma.

– Hasta que no se sabe quién lo gobierna, un barco desconocido siempre es motivo de preocupación -respondió Murchad.

Gurvan, que estaba a la espadilla con otro marinero llamado, según había oído Fidelma, Drogan, gritó a Murchad desde su posición:

– Ese barco viene con viento de popa, capitán. Dentro de una hora lo avistaremos entero.

– Debemos mantenernos a barlovento de ese navío hasta que lo identifiquemos. ¿Quién tiene vista de águila?

– Hoel, capitán.

Murchad se volvió y gritó en dirección al aljibe del barco:

– ¡Hoel!

Un hombre fornido de brazos musculosos apareció caminando de aquel modo tan peculiar que Fidelma asociaba a los marineros.

– Sube al tope, Hoel, e infórmanos del avance de ese navío.

El hombre acató la orden y, de un salto, se encaramó a las jarcias con una agilidad que Fidelma jamás habría sospechado. A los pocos segundos había trepado por los cabos hasta lo alto del mástil para reemplazar al hombre que había avistado la nave.

Fidelma percibía la curiosa tensión que se respiraba en el barco.

– El océano no es tan grande como para alarmarse por avistar otra embarcación, ¿no?

El capitán le sonrió con tirantez.

– Como decía antes, hasta que no revelamos la identidad del otro barco, hay que ser precavido. ¿Recordáis de qué os avisaba el otro día? En estas aguas del norte abundan los barcos sajones de esclavos; y si no son sajones, son francos, o hasta godos. Son navegantes habituales de esta área.

Fidelma miró al horizonte que ocultaba la nave que al parecer envolvía una posible amenaza.

– ¿Pensáis que se trata de un barco pirata?

Murchad se encogió de hombros.

– Es mejor ser cauto que crédulo. En cuestión de una hora tendremos suficiente información para saberlo.

La respuesta decepcionó a Fidelma.

Tenía la impresión de que navegar sólo consistía en períodos largos y aburridos de inactividad intercalados por momentos repentinos y frenéticos de acción. Era un estilo de vida peculiar. Y aunque el mar la fascinaba, prefería vivir en tierra. Nada podía hacerse para resolver la complicación surgida salvo esperar y, en ese caso, Fidelma prefería ocupar el tiempo indagando acerca de sor Muirgel.

Vio a Tola, el monje anciano y alto de rasgos austeros, sentado en la cubierta con la espalda apoyada contra uno de los toneles de agua al pie del palo mayor. Estaba leyendo un librillo de los que solían llevar los peregrinos de la época; parecía ajeno a las preocupaciones de los marineros. Se dirigió hacia él. Cuando su sombra se proyectó sobre el monje, éste alzó la cabeza mientras un gesto de fastidio recorría sus facciones largas y esculpidas.

– Ah, la dálaigh.

Se percibía en su voz cierta falta de respeto. Luego cerró el libro con cuidado y lo introdujo en una cartera de piel que tenía al lado.

– Sé qué buscáis, hermana. Ya me ha avisado sor Ainder.

– ¿Tenía necesidad de avisaros? -la réplica de Fidelma acudió ipso facto a sus labios.

El hermano Tola la miró con una sonrisa aviesa.

– Es una forma de hablar, nada más. No hay nada que interpretar en las palabras, os lo aseguro.

– A menudo, las palabras que usamos pueden decir muchas cosas, hermano Tola.

– En este caso no -objetó, y señaló el suelo de madera a su lado-. Quizá os apetezca tomar asiento, ya que vais a interrogarme.

Fidelma se agachó para sentarse con las piernas cruzadas junto a él. Lo cierto era que resultaba muy agradable estar al sol; una suave brisa le enfriaba la cara y hacía ondear sus mechones pelirrojos.

El hermano Tola se cruzó de brazos y dirigió la vista al mar en calma.

– Ha acabado haciendo un buen día -suspiró-. En otras circunstancias este viaje podría haber sido estimulante y gratificante.

Fidelma lo miró con gesto inquisitivo.

– ¿Y por qué no lo es?

El hermano Tola reclinó la cabeza contra el mástil y cerró los ojos.

– Mis compañeros dejan mucho que desear como grupo supuestamente dedicado al servicio divino. Os aseguro que entre ellos no hay un solo siervo de Dios comprometido.

– ¿Creéis que no?

El monje presentaba un semblante severo.

– Creo que no. Ni siquiera vos, Fidelma de Cashel. ¿Os declararíais sierva de Dios por encima de todo?

Tola abrió los ojos, y Fidelma se encontró con dos esferas oscuras que la escrutaban sin pestañear. Sintió un sutil escalofrío.

– Preferiría definirme como sierva de la Fe -objetó a la defensiva.

Se sorprendió al ver que Tola negaba su afirmación con la cabeza.

– Yo diría que no. Servís a la ley, no a la religión.

Fidelma sopesó la acusación.

– ¿Son acaso ambos servicios incompatibles?

– Pueden serlo -contestó Tola-. En muchos casos es acertado el antiguo proverbio que dice que la religión que uno profesa es aquello en lo que uno más se interesa.

– Yo no estoy de acuerdo.

El hermano Tola sonrió con cinismo.

– Yo creo que vos tenéis más interés por la ley que por la religión.

Fidelma vaciló, pues las palabras de Tola la alcanzaron como una flecha. ¿Acaso no había decidido emprender aquel peregrinaje por ese motivo, para poner en orden los pensamientos que afectaban a aquella cuestión? Tola percibió la turbación en su semblante y sonrió de satisfacción antes de volver a apoyar la espalda y cerrar los ojos.

– No os confundáis, Fidelma de Cashel. Sencillamente sois una entre miles con el mismo conflicto. Antes de que llegara la Fe a los Cinco Reinos, habríais sido dálaigh o brehon sin necesidad de llevar el atuendo de una monja. Nuestra sociedad ha confundido la erudición con la religión e, inexorablemente, ambas forman un mismo todo.

– Sigue habiendo universidades bardas -señaló Fidelma-. Yo estudié en la del brehon Morann de Tara. Sólo acaté la vida religiosa para obtener el título.

– ¿Morann de Tara? Era un hombre bueno; un buen juez y un buen profesor de derecho -aprobó el hermano Tola-. Pero al morir, ¿qué sucedió con su escuela?

Fidelma no lo sabía y así lo reconoció.

– La Iglesia la absorbió bajo la orden del comarb de Patricio.

El comarb era el sucesor de Patricio, que fue el obispo de Armagh, una de las dos figuras religiosas de los Cinco Reinos. El otro fue el comarb de Ailbe, que fue el obispo de Emly, en el reino de Fidelma.

– La escuela de Morann debería haber quedado al margen de la Iglesia. El conocimiento secular y el eclesiástico a menudo siguen caminos contradictorios.

– No estoy de acuerdo -objetó ella con frialdad, reprochándose el no saber que hubieran cerrado la universidad en la que había estudiado.

– Yo soy religioso -prosiguió el hermano Tola-, y considero que la Iglesia es compatible con el conocimiento, pero sin excluir la religión en sí.

Fidelma se molestó por la crítica implícita a su posición de dálaigh.

– Yo no he excluido la religión de mi vida. He estudiado y he…

– ¿Estudiado? -repitió el hermano Tola con un ruido que Fidelma tardó unos momentos en identificar como una risilla sarcástica-. Quienes se jactan de conseguir las cosas a través del estudio de los libros conseguirían mucho más limitándose a escuchar a Dios.

– El cielo y los árboles y los ríos me dicen poco del mundo de los hombres -replicó Fidelma-. Mi instrucción proviene de las experiencias de hombres y mujeres.

– ¡Ah!, en ello reside la diferencia entre la persecución de una vida religiosa y la búsqueda del saber.

– La verdad constituye el objetivo de nuestras vidas -replicó Fidelma-. La verdad no se alcanza sin el conocimiento y, como solía decir el brehon Morann, «El amor al saber es acercarse al conocimiento».

– ¿El conocimiento de quién? ¿Del hombre? ¿De la ley del hombre? Habláis con elocuencia, Fidelma. Pero recordad las palabras de Santiago: «La práctica religiosa pura e inmaculada ante Dios Padre es ésta: guardarse incontaminado frente al mundo».

– Habéis omitido una parte importante de la frase, la que se refiere a asistir a huérfanos y viudas en sus tribulaciones -contrapuso Fidelma con mordacidad-. Y creo que asisto a quienes sufren tribulaciones.

– Pero os contamináis al anteponer la ley del hombre a los Mandamientos de Dios.

– No veo ninguna incompatibilidad entre los Mandamientos y la ley del hombre. Puesto que tanto os complace citar la Epístola de Santiago, deberíais recordar este pasaje: «Quien atentamente considera la ley perfecta, la de la libertad, ajustándose a ella, no como oyente olvidadizo, sino como cumplidor, éste será bienaventurado por sus obras». Yo he oído y no he olvidado y cumplo la ley, y por eso he venido a hablar con vos, hermano Tola. Y no para sostener una discusión sobre nuestras discrepancias en teología.

Su voz era severa, pero le incomodaba que Tola hubiera entrevisto su debilidad: su orgullo de ser dálaigh y no una simple monja.

– Os escucho, Fidelma -accedió.

Pese al gesto serio del monje, ella no podía evitar la sensación de que se estaba riendo para sí de su turbación. A continuación, el hermano Tola entonó en un susurro:


… no menosprecies la corrección d el Señor

Y no desmayes reprendido por Él;

Porque el Señor, a quien ama, l e reprende,

Y azota a todo el que recibe por hijo.


Fidelma contuvo su enfado.

– Hebreos, doce -afirmó con una sonrisa tensa con la que trataba de demostrar que él no iba a impresionarla con su conocimiento de las Escrituras-. Pero ahora debo haceros unas preguntas de parte de Murchad, el capitán.

– Ya lo sé, como os he dicho. Sor Ainder me ha hablado de vuestras indagaciones.

– Bien. Vos sois el mayor del grupo, hermano. ¿Por qué os unisteis a este peregrinaje?

– ¿Es necesario que responda?

– No puedo obligaros a hacerlo.

– No me refería a eso, sino a que la respuesta es evidente.

– ¿Debo entender que ha sido vuestra convicción religiosa la que os ha movido a la peregrinación? Por supuesto, eso es evidente. Pero, ¿por qué decidisteis uniros al grupo de sor Canair precisamente? Son todos bastante jóvenes, aparte de sor Ainder. Y según habéis insinuado, vuestros compañeros de viaje no tienen intereses puramente religiosos.

– El grupo de sor Canair era el único que viajaba al Santo Sepulcro de Santiago. Si no me hubiera unido a ellos, quizá no habría encontrado otro grupo hasta dentro de un año. Y como había sitio para mí, me incorporé.

– ¿Conocíais a sor Canair y al resto antes de uniros?

– No conocía más que a los de mi propia abadía, la de Bangor.

– Es decir, los hermanos Cian, Dathal y Adamrae.

– Exacto.

– Habéis comentado que os parecía un grupo variopinto.

– Así es.

– ¿Incluye a sor Muirgel esta definición?

El hermano Tola abrió mucho los ojos y contrajo sus facciones con un espasmo.

– ¡Una joven de lo más desagradable! ¡Es la que menos me gustaba de todos!

A Fidelma le sorprendió su vehemencia en el tono.

– ¿Y eso?

– Aún recuerdo la primera vez que intentó asumir el liderazgo de nuestro grupo de viajeros alegando para ello que su padre había sido jefe de los Dál Fiatach. Esa mujer no tenía nada de lo que sentirse orgullosa; era una granuja malévola con ansias de acumular poder y engrandecerse. Sor Muirgel era hija de su padre.

– Dada vuestra opinión, esto os debió de suscitar dudas antes de uniros al grupo de sor Canair, ¿no?

– Yo no sabía que sor Muirgel iba a estar en el grupo hasta que partimos. Entonces decidí que evitaría su proximidad durante el viaje.

– ¿La conocíais personalmente, o sólo por el hecho de que era hija de un jefe al que aborrecíais?

– La conocía por los rumores que circulaban por la abadía.

– ¿Rumores sobre qué? -preguntó Fidelma con curiosidad.

– Sobre su promiscuidad, sobre sus relaciones impuras con otros hermanos. Sobre la manera en que utilizaba a la gente para fines propios, y sobre el hecho de que era lo contrario de una persona genuinamente religiosa.

– Un juicio implacable, el vuestro -comentó Fidelma.

– Alguien más poderoso que yo la juzgará. «Esperando y acelerando el advenimiento del día de Dios, cuando los cielos, abrasados, se disolverán, y los elementos, en llamas se derretirán. Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su propia morada la justicia, según su promesa.»

A Fidelma no le impresionó la cita bíblica y la pasó por alto.

– ¿Cómo es que tales rumores circulaban por la abadía de Bangor si Muirgel pertenecía a la de Moville?

– Había mucho trato entre las dos comunidades. Nuestro abad siempre tenía algún recado que enviar al abad de Moville. En una ocasión tuvo que informarle de que había oído tales rumores y que no permitiría que su comunidad degenerara en un pozo de iniquidad.

– ¿Qué respondió a esto el abad de Moville?

– No respondió.

– Quizá pensó que el abad de Bangor no era quién para decirle cómo debía dirigir su comunidad -sugirió Fidelma con un sonrisa falta de humor-. Fuera como fuera, vos os formasteis una idea despiadada de sor Muirgel.

El hermano Tola entonó:


Sima profunda es la ramera,

Y pozo estrecho la extraña.

También ella, como el ladrón, está al acecho…


Fidelma lo interrumpió bruscamente.

– Aparte de que me parece recordar que Cristo dijo que las rameras precederían en los cielos a muchos jefes religiosos, ¿insinuáis ahora que sor Muirgel era una ramera?

A modo de respuesta, Tola se limitó a seguir citando el Libro de los Proverbios.


Estaba yo un día en mi casa a la ventana

Mirando a través de las celosías,

Y vi entre los simples un joven,

Entre los mancebos un falto de juicio,

Que pasaba por la calle junto a la esquina

E iba camino de su casa.

Era el atardecer cuando ya oscurecía,

Al hacerse de noche en la tiniebla.

Y he aquí que le sale al encuentro una mujer

Con atavío de ramera y astuto corazón.

Era parlanchina y procaz

Y sus pies no sabían estarse en casa;

Ahora en la calle, ahora en la plaza,

Acechando por todas las esquinas.

Agarrole y le besó,

Y le dijo con toda desvergüenza:

«Tenía que ofrecer un sacrificio,

Y hoy he cumplido ya mis votos»…


Fidelma alzó una mano para acallar aquella recitación grandilocuente, pero al final tuvo que intervenir abruptamente.

– Yo también recuerdo las palabras del capítulo séptimo de los Proverbios. ¿Qué queréis decir al recitar este pasaje? ¿Despreciáis a sor Muirgel porque mantenía relaciones con hombres, o porque vendía su cuerpo a quien pagara? Precisemos. ¿Qué entendéis vos por ramera?

– Vos sois la abogada; podéis interpretarlo como mejor os parezca. Yo sólo digo: dejad que los necios la sigan como bueyes de camino al matadero.

Fidelma había oído antes ideas intransigentes como aquellas a otros eclesiásticos que abogaban por reformar la Iglesia de Irlanda según los dictados de la Iglesia de Roma. Por tanto, decidió que el hermano Tola debía aclarar su postura.

– Decidme, hermano Tola, ¿sois de los que creen que los eclesiásticos deben ser célibes? Pues he oído muchas veces este argumento en Roma.

– ¿Acaso no dice Mateo que Nuestro Señor Jesucristo ordenó el celibato a sus discípulos?

Era el argumento predilecto entre los partidarios de que religiosos y religiosas hicieran voto de castidad. Fidelma lo había oído muchas otras veces, y no tuvo dudas al responder:

– Cuando el discípulo preguntó a Cristo si era mejor no contraer matrimonio, Él respondió que no todo el mundo podía aceptar la castidad; ésta era para aquellos a quienes Dios había ordenado ser castos. Él dijo que, así como muchos eran incapaces de contraer matrimonio porque su naturaleza se lo impedía, o porque otros hombres los habían impedido para hacerlo, también los había, ciertamente, que habían renunciado al matrimonio por el Reino de los Cielos. Jesús lo dejó a la elección de cada cual. Permitid que aquellos que puedan lo acepten. Hasta ahora, las religiones de Cristo se han adherido a esta libre opción…

Tola reflejaba en el semblante su irritación. Era evidente que no le gustaba que le contradijeran recurriendo a las Escrituras.

– Yo acepto las enseñanzas de Pablo sobre esta cuestión. La castidad es el ideal de la victoria cristiana sobre el mal del mundo y debe ser la base de la vida religiosa.

– En Roma existe un grupo preeminente, partidario de adoptar la castidad -concedió Fidelma, aunque en un tono que indicaba su desacuerdo con este argumento-. Pero si Roma lo acepta como dogma de Fe, estarán afirmando que la Fe se opone a lo que Dios creó. Si Dios hubiera querido que fuéramos célibes, así nos habría creado. Ahora bien, prefiero volver al asunto que nos ocupa en vez de seguir hablando de teología. Salta a la vista que no teníais simpatía por sor Muirgel.

– No me esfuerzo por disimularlo, no.

– Bien. Aparte de ser, a vuestros ojos, una mujer dada a mantener relaciones sexuales indiscriminadas, no acabo de entender la razón que subyace a vuestra antipatía por ella.

– Seducía y pervertía a hombres jóvenes.

– ¿Podéis darme algún ejemplo?

– El hermano Guss, por ejemplo.

– Por tanto, sabíais que el hermano Guss dice haber estado enamorado de sor Muirgel.

– Ella lo engañó con sus artimañas, como os he intentado decir hasta ahora.

– Lo que decís es muy severo. ¿Acaso el hermano Guss carecía de libre albedrío?

– Yo ya advertí al muchacho.

Dicho esto, el hermano Tola miró hacia arriba para recordar otro pasaje que recitar de memoria.


Óyeme, pues, hijo mío,

Y atiende a las palabras de mi boca.

No dejes ir tu corazón por sus caminos,

No yerres por sus sendas.

Porque a muchos ha hecho caer traspasados

Y son muchos los muertos por ella.

Su casa es el camino del sepulcro,

Que baja a las profundidades d e la muerte.


– Parece que el capítulo séptimo de los Proverbios es de vuestro agrado -recalcó Fidelma con ironía-. ¿Lo citáis a menudo?

– Hice lo posible para avisar al pobre hermano Guss -respondió Tola, sin hacer caso del tono de ella-. Bendita sea la mano de Dios que arrojó a la ramera al agua.

Fidelma no dijo nada durante unos instantes. Era evidente que el hermano Tola tenía estrictas convicciones religiosas, hasta el extremo de la intransigencia radical. Y ella conocía a hombres que habían llegado a matar por su intolerancia religiosa.

– ¿Cuándo supisteis que sor Muirgel había caído al agua? -preguntó Fidelma.

– En el mismo momento en que todos los demás. Esta mañana.

– ¿Cuándo fue la última vez que visteis a Muirgel?

– Al embarcar. Creo que se encontró mal desde el momento en que nos llevaron en bote al barco. No, me equivoco. Empezó a encontrarse mal al subir al barco. En ausencia de sor Canair, Muirgel asumió el mando y asignó los camarotes. Cada uno se fue al suyo, y casi todos permanecimos abajo hasta que zarpó el barco. No volví a verla, y me dijeron que estaba mareada. Quizá fuera una advertencia del castigo de Dios que estaba por venir.

– ¿Dormisteis durante la tormenta?

– ¿Anoche? ¿Cómo iba a dormir? No fue precisamente la mejor experiencia de mi vida. Aunque conseguí echar un sueño algo después. Por agotamiento, eso sí.

– Supongo que el hermano Guss tampoco podría dormir.

– Supongo. Pero podéis preguntárselo a él mismo.

– ¿Estabais despierto cuando salió del camarote?

El hermano Tola arrugó la frente y reflexionó sobre la pregunta. Al fin dijo:

– Pero ¿salió del camarote en algún momento?

– Eso dice.

– En tal caso será cierto. Ah… ahora lo recuerdo. Cierto, salió. Pero sólo un momento.

– ¿Y sabéis adónde fue?

– Me figuro que iría al excusado. ¿En qué lugar si no puede uno desaparecer por un momento en este barco?

Fidelma se lo quedó mirando unos instantes; estaba convencida de que el hermano Tola sabía muy bien que Guss había salido a verse con sor Muirgel antes de la medianoche. ¿Quería sencillamente proteger a Guss, o había otro motivo por el cual quería encubrir al joven?

Fidelma suspiró para sí, pues sabía que no iba a obtener nada más del hermano Tola. Se puso de pie con cuidado.

– Quisiera aclarar un aspecto de la cuestión -solicitó-. Es obvio que tenéis una opinión rigurosa acerca de aquellas mujeres religiosas que se enamoran o que mantienen relaciones. Rameras y prostitutas, las llamáis. No he oído que condenéis a ningún religioso que suela seducir a esas mismas jovencitas. ¿No os parece que sostenéis un argumento viciado?

El hermano Tola no se dejó impresionar.

– ¿Acaso no fue una mujer quien sucumbió primero a la tentación al comer del árbol de la fruta prohibida y quien sedujo al hombre, y por lo que Dios nos expulsó a todos del Jardín del Edén? Las mujeres son las culpables de todo nuestro sufrimiento. Recordad lo que Pablo escribió a los corintios: «Porque os celo con celo de Dios, pues os he desposado a un solo marido para presentaros a Cristo como casta virgen. Pero temo que como el reptil engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros pensamientos, apartándolos de la sinceridad y de la santidad debidas a Cristo».

– Conozco el pasaje -replicó Fidelma-. Pero dado que decís que «el reptil» engañó a Eva con su astucia, parece que para vos era del sexo masculino. Bueno, os dejo meditar tranquilo, hermano Tola. Os agradezco el tiempo que habéis dedicado a responder a mis preguntas. Habéis sido de gran ayuda.

El hermano Tola entornó los ojos con suspicacia al oír la última frase. Algo le decía a Fidelma que lo último que deseaba el hermano Tola era ser de ayuda en el enigma de la desaparición de sor Muirgel.

Fidelma se dio la vuelta para alejarse cuando otro grito procedente del palo mayor la llevó a mirar al frente.

¡La nave misteriosa ya se divisaba con absoluta claridad! Se había enfrascado tanto en la conversación con Tola, que no había reparado en lo mucho que se había aproximado.

El sol de la tarde le permitió entrever varios detalles: una vela cuadra baja con un dibujo que parecía un relámpago; una hilera de remos que ascendían y descendían rítmicamente; y el resplandor del sol reflejado contra objetos en la banda de la embarcación que estaba de cara a ella.

Se apresuró a volver junto a Murchad, que observaba el navío con gesto ceñudo.

– Debo pediros que vos y el resto de los peregrinos vayáis abajo -dijo el capitán en cuanto Fidelma estuvo cerca.

– ¿Qué sucede?

– Por el corte de las velas, es un barco sajón. ¿Veis el dibujo del relámpago sobre la mayor?

Fidelma asintió en silencio.

– Son paganos, sin duda -prosiguió Murchad-. Es el símbolo de su dios del trueno, Thunor.

– ¿Tienen malas intenciones?

– Buenas, desde luego que no -respondió Murchad con preocupación-. ¿Veis la hilera de remos y el reflejo del sol en las armas? Supongo que pretenderán prender el barco, y aquellos a los que no maten, los venderán como esclavos.

De pronto Fidelma sintió sequedad en la boca.

Sabía que algunos reinos sajones seguían siendo paganos pese a los esfuerzos de los misioneros procedentes de los Cinco Reinos de Éireann y de Roma. Sobre todo los sajones del sur se aferraban a sus antiguas deidades y rechazaban incluso a los misioneros sajones de los reinos del este y el norte. Tragó saliva para disipar la sensación arenosa de su boca.

– Id abajo, señora -insistió Murchad-. Estaréis más segura allí si nos abordan.

– Me quedaré aquí a mirar -respondió con firmeza, pues no podía imaginar peor situación que estar a oscuras sin saber qué estaba sucediendo.

Murchad se disponía a quejarse cuando comprendió, por su mandíbula ligeramente saliente, la firmeza de su resolución.

– Muy bien, pero manteneos donde no os puedan causar daño, y si ese barco se acerca, bajad sin que os lo tenga que ordenar otra vez. En el primer ataque la sed de sangre les ciega y tanto les da matar un hombre que una mujer.

Se volvió hacia Gurvan sin perder más tiempo en explicaciones y alzó la vista hacia la vela.

– Mantendremos el rumbo hasta que yo lo diga.

Gurvan asintió con una breve inclinación de cabeza.

Fidelma se retiró a un rincón apartado de la cubierta principal y contempló la escena que empezaba a desarrollarse.

– ¡A cubierta! -se oyó gritar desde el tope-. Empieza a acortar la distancia.

El barco viraba la proa hacia ellos. Ésta era elevada y hendía el agua formando lomos de espuma a cada costado del barco. Los remos bajaban y subían: el agua cintilaba como hilos de plata al caer Fidelma oía el ritmo de lo que parecía un tambor. Por sus viajes a Roma, sabía que en las galeras un hombre se encargaba de marcar el ritmo para sincronizar a los remeros.

– ¿Cuántos creéis que son, Gurvan? -preguntó el capitán sin apartar la vista del frente-. ¿Veinticinco remos por banda?

– Eso parece.

– Remos. Les dan ventaja sobre nosotros… -Murchad parecía estar pensando en voz alta-. No obstante, que usen remos podría significar que no confían en su habilidad para navegar sólo a vela en las distancias cortas. Quizá les llevemos ventaja en esto.

Miró la vela mayor.

– Tensad las drizas de estribor -bramó-. Están demasiado flojas.

Cuanto más se atesara la vela, más deprisa irían; pero con el viento que soplaba corrían el riesgo de hacer virar el barco y exponerlo a una corriente desfavorable. Con esto también se sometería al palo mayor a un exceso de tensión.

– Capitán, si el viento afloja, sin remos estaremos perdidos -indicó Gurvan con inquietud.

En aquel momento Wenbrit apareció junto a Fidelma.

– ¿No vais a resguardaros, señora? -le preguntó, preocupado-. Los demás están abajo, y les he dicho que ni se muevan de allí. Aquí correréis peligro.

Fidelma negó firmemente con la cabeza.

– Abajo me desesperaría sin saber qué está pasando arriba.

– Esperemos que nadie muera -murmuró el chico con la vista fija en la nave que se aproximaba-. Rezad por que Dios nos mande un viento fuerte.

– ¡Soltad las escotas de babor! ¡Repicad las drizas de babor! -gritó Murchad.

Los marineros corrieron a cumplir órdenes, y la inmensa vela pasó al lado opuesto de un golpe con un ángulo inclinado.

Murchad había calculado el cambio de dirección del viento con tal precisión, que la vela se hinchó casi en el acto, y Fidelma sintió la aceleración de la nave sobre las olas.

Wenbrit señaló al barco sajón con excitación cuando empezó a aumentar la distancia que los separaba. La vela del otro barco se aflojó. Durante unos valiosos momentos, la nave sajona quedó al pairo.

Pese al murmullo sibilante del mar y del susurro del viento contra la vela y las jarcias, Fidelma percibió un grito apagado que llegaba del mar.

– ¿Qué ha sido eso? -se preguntó.

Wenbrit hizo una mueca.

– Están invocando a su dios de la guerra para que los asista. ¿Oís ese grito? «¡Woden! ¡Woden!» Lo he oído en boca de sajones otras veces.

Fidelma lo miró con ojos interrogantes.

– Las tierras de mi pueblo lindan por el este con el país de los sajones occidentales -explicó Wenbrit-. Asaltaban a menudo nuestro territorio y siempre invocaban a gritos a Woden para que los ayudara. Tienen la creencia de que lo más grande que puede sucederles es morir espada en mano y con el nombre del dios Woden en los labios. Luego, dicen que este dios les conducirá a un gran templo de héroes, donde morarán eternamente.

Wenbrit se volvió y escupió al mar sobre la baranda para mostrar su desprecio.

– No todos los sajones son así -objetó Fidelma al venirle en mente la imagen de Eadulf-. Muchos de ellos son ya cristianos.

– Los de ese barco no -la corrigió Wenbrit con un gesto sarcástico.

El otro navío había empezado a ganar viento; habían retirado los remos y la vela empezaba a inflarse. Fidelma vio con más claridad el relámpago dibujado en la vela. Wenbrit la vio entornar los ojos para fijarse mejor.

– Tienen otro dios al que llaman Thunor, que empuña un gran martillo. Cuando golpea con él, causa truenos, y las chispas que salen son los relámpagos -la informó solemnemente-. Incluso tienen un día de la semana consagrado a ese dios: el día de Thunor. Es el día al que los cristianos llamamos Dies Jovis.

Fidelma se abstuvo de explicar al muchacho que ese nombre latino era simplemente el de otro dios pagano, pero en este caso romano. Explicarlo habría sido una pedantería superflua. Ahora bien, ella había oído algo de Thunor por las largas charlas que solía mantener con el hermano Eadulf sobre las antiguas creencias de su pueblo. Le costaba creer que todavía quedaran sajones que creyeran en los antiguos dioses después de dos siglos de contacto con los britanos cristianos y los misioneros irlandeses que habían convertido los reinos del norte y hecho que abandonaran sus antiguas supersticiones salvajes, fundadas en la guerra y la sed de sangre. Siguió mirando al barco sajón, que volvía a alcanzarlos.

– Ahora está usando el viento, capitán -oyó gritar a Gurvan-. Parece un barco rápido y su capitán sabe hacerlo navegar con viento de popa.

Con aquellas palabras se quedaba corto, porque hasta Fidelma apreciaba que el navío que se aproximaba era más veloz que el Barnacla Cariblanca. Al fin y al cabo estaba construido para la guerra y no para pacíficas actividades comerciales como el de Murchad.

El capitán miraba ahora a las velas, ahora al barco que se arrimaba. Soltó un juramento. Jamás había oído Fidelma semejante reniego; era el reniego despachado a gusto de un marino.

– A esa velocidad lo tendremos encima en un soplo. Es más pequeño y raudo y, lo que es peor, nos adelantará por barlovento.

Fidelma habría deseado entender qué quería decir el capitán con aquello. Wenbrit percibió su frustración.

– Por el lado de donde viene el viento, señora -le explicó-. El viento no sólo hará que el sajón nos alcance, sino que, debido a nuestro ángulo con respecto al viento, estamos siendo empujados hacia el rumbo que sigue el sajón. En otras palabras: la corriente nos desplaza hacia la trayectoria que sigue ese barco y no podemos mantener una distancia paralela con él.

Una sensación de temor la invadió.

– Entonces, ¿el barco sajón nos va a alcanzar?

Wenbrit la miró con una sonrisa tranquilizadora.

– Antes su capitán ha cometido un error; puede que cometa otro. Hace falta un buen marinero para superar a Murchad en el manejo de un navío. Nuestro capitán hace honor a su nombre.

Y Fidelma recordó que el nombre de Murchad significaba «batallador de la mar».

Ahora el capitán iba de acá para allá, golpeándose la palma de una mano con la otra cerrada, con el ceño fruncido como si tratara de resolver un problema.

– ¡Orzad el barco! -gritó de pronto.

Gurvan se asustó primero, pero reaccionó al instante y él y su compañero se apoyaron sobre la espadilla.

El Barnacla Cariblanca viró de golpe. Fidelma tropezó y se agarró a la baranda. Durante unos momentos el gran navío pareció quedar al pairo, y entonces Murchad gritó la orden de ceñir.

Absorta en el repentino cambio de táctica de Murchad, Fidelma se tomó un instante para mirar el barco sajón.

El capitán contrario tenía tal convencimiento de que iba a adelantar y a acostarse a su presa, que tardó valiosos momentos en percatarse de las intenciones de Murchad. El barco de guerra sajón, de construcción ligera, a velas desplegadas y con el viento de popa ganaba rapidez. Había avanzado casi una milla antes de que redujese las velas y cambiase de dirección para seguir el nuevo rumbo del Barnacla Cariblanca.

– Buena maniobra -comentó Fidelma a Wenbrit-. Pero ahora, ¿no navegamos contra el viento? ¿No nos alcanzará el sajón?

Wenbrit sonrió y señaló al cielo.

– Nosotros tendremos que navegar contra el viento, pero el sajón también. Mirad el sol en el horizonte. El sajón no nos podrá alcanzar antes de que anochezca. Creo que Murchad pretende pasar por su lado aprovechando la oscuridad, siempre y cuando esas nubes se mantengan y no salga la luna.

– ¿Qué queréis decir?

– Al ser más ligero el barco sajón, con el viento de popa era más rápido y, por tanto, tenía ventaja sobre el nuestro, que es más pesado y voluminoso. Pero al navegar con el viento de frente, la cosa cambia. Las olas que nos impiden avanzar también dificultan el avance al sajón… pero más que a nosotros. Así como el nuestro puede navegar con mar gruesa, las olas de cara empujan el suyo a sotavento por ser más ligero. Y eso les dificultará alcanzarnos.

Murchad había entreoído la explicación del grumete; se dirigió a ellos con una sonrisa de oreja a oreja. Parecía satisfecho con la navegación y más tranquilo con el sajón luchando para mantenerse a la zaga.

– El muchacho está en lo cierto, señora. Además, la quilla de nuestro barco llega más profundo que la suya. Un barco ligero está a merced de la mar a poco que esté picada, mientras que nosotros tenemos mejor agarre al agua porque sobrepasamos la agitación superficial. Y esto nos permite avanzar más que el sajón navegando contra el viento.

Murchad había recuperado el buen humor.

– El sajón perderá tiempo batallando con la mar. Entretanto, esperemos que se haga de noche, y que ésta sea cerrada y nublada. Entonces cambiaremos de rumbo a sur-suroeste otra vez y, si hay suerte, pasaremos junto a ellos, encubiertos por la oscuridad.

Fidelma se quedó mirando con admiración al robusto marinero. ¡Cómo conocía Murchad su barco! Algo le hizo pensar en un jinete y su caballo. Primero no supo a qué venía aquella imagen, pero luego lo entendió. Murchad sentía por su barco y los elementos con los que navegaba, el viento y el mar, lo que siente un jinete al montar su corcel. Eran una misma cosa, como si el barco sencillamente fuera una extensión de él.

Fidelma dirigió la vista hacia la nave de vela cuadrada en la lejanía.

– ¿Entonces estamos a salvo?

Murchad no quería asegurar nada.

– Depende de si el capitán es más previsor que hasta ahora. Podría anticipar que pretendemos cambiar de rumbo al abrigo de la oscuridad y podría hacer lo mismo para encontrarse con nosotros al alba. Sin embargo, yo diría que cree que queremos batirnos en retirada y buscar cobijo en un puerto de la costa de Cornualles, porque ése es el rumbo que llevamos ahora.

– Así que, por el momento, se acabó la animación.

Murchad hizo una mueca graciosa.

– Se acabó la animación -confirmó-. ¡Hasta que salga el sol!

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