Fidelma se quedó clavada, estupefacta, allí donde se encontraba. Wenbrit fue el primero en reaccionar dando un grito de alarma. Dos marineros de Murchad sujetaron a Toca Nia cuando éste levantó el pie con la clara intención de patear la cabeza expuesta de Cian, que permanecía en el suelo de la cubierta. Los marineros lo apartaron a rastras de él. Murchad llegó corriendo.
– ¿Qué demonio…? -empezó a decir.
– ¡El demonio, eso es! -saltó Toca Nia, forcejeando para soltarse de los marineros, distorsionada su cara por el odio.
Fidelma se agachó junto al cuerpo inconsciente de Cian y le tomó el pulso. Levantó la cabeza y preguntó a Murchad:
– ¿Alguien podría baja a Cian a su camarote y atenderlo? No creo que el golpe sea grave, pero está inconsciente.
Murchad hizo una seña a dos tripulantes y, sin rechistar, levantaron el cuerpo de Cian y lo trasladaron abajo.
Fidelma volvía a estar en pie, dispuesta a encararse con Toca Nia, al que los marineros habían conseguido inmovilizar. Fidelma se cruzó de brazos y, con el ceño fruncido, miró al semblante turbado del guerrero.
– ¿Qué significa esto? -exigió.
Toca Nia no respondió.
– Se os ha pedido una explicación, amigo -advirtió Murchad-. No os he sacado del mar para ver cómo matáis a uno de mis pasajeros, a un santo hermano en peregrinaje. ¿Qué os ha impulsado a cometer semejante acción?
Toca Nia miró las duras facciones de Murchad y luego se dirigió a Fidelma.
– ¡Ése no tiene nada de santo hermano!
– ¡Explicaos! -insistió Murchad-. El hermano Cian forma parte de un grupo de peregrinos que viaja en mi barco.
– ¡Cian! Sin duda, así se llama: tengo motivos para recordarlo. Pero es guerrero, como yo. Uno de los guerreros de Ailech. ¡Es el Carnicero de Rath Bíle!
Fidelma miraba a Toca Nia tratando de entender la acusación.
– ¿El Carnicero de Rath Bíle? -repitió, desconcertada.
– Arrasaron una aldea entera y su fortaleza, quemaron todos los edificios, aniquilaron a mujeres y niños… siguiendo la orden de Cian de Ailech. Ciento cuarenta almas enviadas al cielo por ese monstruoso, maldito… -La turbación hizo subir el tono en la voz de Toca Nia.
Fidelma levantó una mano para hacerle callar.
– Calmaos, Toca Nia. ¿Qué os hace pensar con tanta convicción que el hermano Cian fue el responsable de semejante atrocidad?
El rostro del irlandés era una máscara de furia y sus ojos irradiaban tormento.
– Porque mi madre, mis hermanas y mi hermano menor murieron allí; porque yo estaba allí y lo vi con mis ojos.
Fidelma se sentó en la litera del camarote de Murchad y éste se despatarró sobre una silla. Habían dejado a Toca Nia en el camarote de Gurvan, con Drogan de guardia en la puerta. Fidelma estaba inquieta. Aquella situación parecía irreal.
– Jamás había visto un cambio tan brusco de temperamento -comentó a Murchad-. Ese Toca Nia parecía una persona amable y simpática al principio, pero en cuanto a visto ha Cian se ha convertido en un maníaco furibundo fuera de control.
Murchad se encogió de hombros.
– Si lo que dice es verdad, su arrebato es comprensible. Vos conocéis a Cian desde hace tiempo. ¿No habéis oído hablar de los hechos que ha mencionado Toca Nia?
Fidelma se rebulló un poco, incómoda.
– Conocí a Cian hace diez años -admitió-. Era guerrero de la escolta del rey de Ailech. Pero aparte de esto no sé nada más. Nunca había oído hablar de Rath Bíle.
Quedaron un buen rato en silencio mientras Murchad intentaba traer a la memoria alguna membranza.
– Yo recuerdo algo de lo acontecido -dijo al fin.
– ¿Cuándo sucedió?
– Ya hace unos años. Cinco años quizá. Rath Bíle está en la región de los Uí Feilmeda en el reino de Laigin.
– Eso queda al sur de la abadía de Kildare -añadió Fidelma con el ceño fruncido-. Yo pasé unos años en esa abadía y no recuerdo haber oído la historia. -Recapacitó un momento-. ¿Cinco años decís? Puede que ocurriera cuando me enviaron al oeste durante cierto tiempo. ¿Qué sabéis de esa matanza?
Murchad volvió a encogerse.
– Poca cosa. Había un conflicto entre el rey supremo Blathmac y Faelán de Laigin… cierta disputa acerca de si los Uí Chéithig debían pagar tributo a Blathmac de Tara o a Faelán de Fearna.
»Sé que se firmó un acuerdo. Pero al parecer Blathmac quiso dar a Faelán una lección por el desafío y envió a una cuadrilla de sus guerreros de élite en un barco costa abajo a la región de los Uí Enechglais. Asaltaron la fortaleza del hermano de Faelán en Rath Bíle y cometieron una verdadera matanza. Es cierto que muchos ancianos, mujeres y niños murieron, así como un puñado de guerreros de Laigin que defendían la aldea.
Fidelma había perdido el sosiego.
– No queríamos una complicación así en esta travesía.
Murchad compartía su desazón.
– Y no habéis averiguado nada más del asesinato de sor Muirgel, ¿verdad? Se rumorea que podría haber sido sor Crella. ¿Es eso cierto?
– Aún no estoy satisfecha. Detrás de todo esto hay más de lo que parece. ¿Cuánto tardaremos en arribar al puerto de Uxantis?
– Con este viento estaremos allí en una hora. Deberéis aconsejarme sobre las medidas que debo tomar con Toca Nia y Cian, señora.
Fidelma asintió con la cabeza.
– Si mal no recuerdo, las leyes concernientes a los crímenes de guerra que contempla el Críth Gablach dictan que, una vez se decide el cairde, es decir, el tratado de paz, las partes sólo tienen un mes para reivindicar derechos bajo las condiciones establecidas. Quienes quieran imponer una represalia bajo la ley por cualquier posible muerte ilícita deben hacerlo dentro de ese mes. Esta masacre de la que habláis sucedió varios años atrás.
Murchad estaba apesadumbrado.
– ¡Primero un asesinato y ahora crueldades de guerra! Jamás me había topado con semejantes circunstancias en toda mi vida como navegante. ¿Qué debemos hacer? Toca Nia no deja de citar el Libro Sagrado y exige venganza.
– Pero la venganza no es la ley -objetó Fidelma-. Este asunto debe tratarse ante un jefe brehon, pues yo no estoy capacitada para aconsejar sobre cómo se debe actuar en estos casos.
– Os aseguro que yo menos, señora.
– Hablaré con Cian -resolvió Fidelma, levantándose-. Lo primero es saber qué implicación tiene en este asunto.
Cian estaba reclinado boca arriba en su litera con un trapo ensangrentado sobre la nariz. El camarote que compartía con el hermano Bairne estaba a oscuras. Un farol se balanceaba de un gancho en el techo, proyectando luces trémulas que se perseguían unas a otras. Al parecer nadie le había contado todavía de qué lo acusaba Toca Nia. Apartó el trapo y recibió a Fidelma con una sonrisa torcida.
– Nuestro navegante naufragado tiene una curiosa manera de expresar gratitud a sus salvadores -ironizó Cian a modo de saludo.
Fidelma permaneció impasible.
– Imagino que no has reconocido a ese hombre.
Cian se encogió de hombros; luego se encogió de dolor.
– ¿Debería reconocerlo?
– Se llama Toca Nia.
– Nunca he oído hablar de él.
– No era un navegante, sino un pasajero del barco que se hundió. De hecho, fue guerrero de Faelán de Laigin.
Cian respondió con desdén.
– Yo no conozco a todos los guerreros de los Cinco Reinos. ¿Qué tiene contra mí?
– Pensaba que lo conocías. Porque él te conoce.
– ¿Cómo has dicho que se llama? -preguntó Cian frunciendo el ceño.
– Toca Nia.
Cian se puso a pensar un momento y luego negó con la cabeza.
– Toca Nia de Rath Bíle -añadió Fidelma con frialdad.
Era indudable que Rath Bíle, en efecto, significaba algo para Cian.
– ¿Te apetece hablarme de eso? -prosiguió Fidelma.
– ¿Qué quieres saber en concreto?
– Quiero saber qué sucedió en Rath Bíle.
– En Rath Bíle fue donde perdí la utilidad del brazo. -Su tono revelaba resentimiento.
– ¿Qué hacías en Rath Bíle?
– Cumplir órdenes del rey supremo.
– Creo que necesito algo más de información, Cian.
– Estaba al mando de una tropa de la escolta del rey supremo. Allí tuvo lugar una batalla, y en ella la flecha me hirió el brazo.
Fidelma respiró hondo, mostrando así la frustración que sentía.
– No me interesan esos detalles.
Cian apretó la mandíbula.
– ¿De qué me acusa exactamente Toca Nia?
– Asegura que eres el Carnicero de Rath Bíle. Que bajo tus órdenes se mataron a ciento cuarenta hombres, mujeres y niños, y se prendió fuego a la aldea y la fortaleza. ¿Dice la verdad?
– ¿Te ha dicho Toca Nia a cuántos guerreros del rey supremo dieron muerte? -contrapuso Cian con enfado.
– Eso no vale como defensa. Los guerreros se expusieron a morir al atacar la aldea y la fortaleza. La muerte de unos guerreros no puede compensarse con la de mujeres y niños. No existe causa justa que exonere de una matanza.
– ¿Cómo puedes decir eso? -desafió Cian-. ¡Es una causa justa si tal es la voluntad del rey supremo!
– Eso es moralidad tendencia, Cian. No es en absoluto una justificación. Insisto en que me cuentes qué sucedió o, de lo contrario, podría alegarse que las acusaciones de Toca Nia son ciertas y que debes responder por ellas.
– ¡No son verdad! ¡No son ciertas en absoluto! -gritó Cian con rabia y frustración.
– Pues cuéntame tu versión de los hechos. Entre el rey supremo y el rey de Laigin había una disputa acerca de alguna línea fronteriza, ¿cierto?
Cian asintió con renuencia.
– El rey supremo consideraba que los Uí Chéithig que moraban en los aledaños de Cloncurry debían pagarle tributos directos. El rey de Laigin sostenía que él era el señor de los Uí Chéithig, y el rey supremo decía que su tributo correspondía al antiguo bóramha.
Cian se refería a una antigua palabra que designaba un tributo pagado con ganado.
– No lo entiendo -reconoció Fidelma.
– La historia se remonta a la época en que el rey supremo Tuathal el Legítimo reinaba con derecho en Tara. Tuathal tenía dos hijas. Sucedió que el rey de Laigin, que entonces era Eochaidh Mac Eachach, contrajo matrimonio con la hija mayor de Tuathal, pero luego descubrió que no le gustaba tanto como la menor. Así que regresó a la corte de Tuathal e hizo creer a todos que su primera esposa había perecido, lo cual le permitió casarse con la hermana.
Cian calló para sonreír burlonamente pese a lo grave de su situación.
– Era un astuto viejo verde, ese rey Eochaidh.
Fidelma se abstuvo de hacer comentario alguno: a sus ojos no había nada gracioso en el engaño.
– Bueno, como cabía esperar -prosiguió Cian-, las dos hermanas acabaron descubriendo la verdad. La segunda supo que estaba casada ilegítimamente porque su hermana estaba viva. Cuentan que, al descubrir que compartían esposo, murieron de vergüenza. -Interrumpió su relato y se sonrió para exclamar-: ¡Qué estupidez! En fin. Lo ocurrido llegó a oídos del padre, el rey supremo, y para vengarse invadió con su ejército Laigin. En la batalla se encontró con Eochaidh; lo mató y arrasó su reino.
»Los hombres de Laigin acudieron al rey con un llamamiento para la paz y aceptaron pagar un tributo anual, buena parte del cual en ganado. En adelante, los descendientes Uí Néill de Tuathal exigieron a ese pueblo el bóramha (el tributo de ganado), pero casi siempre debían usar la fuerza para obtenerlo. Por ese motivo Blathmac nos ordenó ir al sur y arrasar Rath Bíle: para demostrar que estaba resuelto a obtener el tributo del rey de Laigin.
– Pero, ¿no se había firmado ya un acuerdo? -señaló Fidelma-. ¿Os dirigisteis al sur una vez los reyes ya habían firmado la paz?
Con un gesto de impaciencia, Cian respondió:
– Un guerrero no cuestiona las órdenes de un superior, Fidelma. Se me ordenó ir al sur. Y al sur me dirigí.
– ¿Reconoces que estabas al mando de la tropa?
– Claro que sí. ¡No lo niego! Pero actuaba bajo las órdenes legítimas del rey supremo. Tenía por misión conseguir el tributo.
– Ni siquiera el rey supremo está por encima de la ley, Cian. Cuéntame qué sucedió.
– Partimos en cuatro navíos, doscientos guerreros del rey supremo Fianna. Éramos la flor y nata de la propia élite. Desembarcamos en el puerto de Uí Enechglais y marchamos hacia el oeste a través del río Sléine hasta llegar a Rath Bíle. El hermano del rey de Laigin se negó a entregar la fortaleza y la aldea.
– Y como se negó, la atacasteis.
– Así es, la atacamos -confirmó Cian-. Obedecíamos órdenes del rey supremo.
– ¿Reconoces que tú y tus guerreros matasteis a mujeres y niños?
– Cuando entramos no podíamos pararnos a preguntar quién era enemigo y quién no. La gente del pueblo combatía, nos lanzaba flechas; eran guerreros, pero también ancianos, mujeres y niños, de hecho. Nuestra labor era cumplir una misión y obedecer órdenes legítimas.
Fidelma consideró la historia. La situación que se vivía en el Barnacla Cariblanca se complicaba por momentos. El misterio de sor Muirgel ya era per se un asunto lo bastante escabroso para que luego el hermano Guss contara que sor Canair también había muerto en manos de un asesino antes siquiera de que el Barnacla zarpase. Ahora se enfrentaba a una dificultad añadida con la acusación de Toca Nia contra Cian.
– Este asunto, Cian, es grave. Debe presentarse ante el jefe brehon y el tribunal del rey supremo. No estoy versada en cuestiones de contienda. Se requiere un juez capacitado para tomar una decisión. Sé que la ley contempla circunstancias que justifican el matar a personas y no suponen castigo. La ley no contempla como un delito matar en combate, o matar a un ladrón en el momento de cometer el robo… Pero un tribunal debe tomar la decisión.
El rostro de Cian reflejaba su resentimiento.
– ¿Así que anteponéis la palabra de Toca Nia a la mía?
– No me corresponde a mí juzgar quién dice la verdad. Toca Nia te ha acusado y tu obligación es responder a esa acusación. Es una acusación grave. Es por tu propio bien, Cian, pues Toca Nia sabe que un infractor de la ley puede morir con impunidad en manos de cualquier persona. Él podría matarte y alegar inmunidad.
– La ley no se extiende fuera del dominio de los Cinco Reinos -objetó Cian.
– No importa. Estás en un barco irlandés y, por tanto, las leyes de Fénechus son aplicables tanto aquí como en el territorio de Éireann. Debes regresar a Laigin para hacer tu propia declaración.
Cian la miraba sin dar crédito a sus palabras.
– No puedes hacerme esto, Fidelma.
Su mirada se encontró con los ojos llenos de reproche de Cian.
– Sí que puedo -dijo en voz baja-. Dura lex sed lex. La ley es dura, pero es la ley.
– ¿Y si yo no estuviera a bordo de este barco? ¿Se aplicaría la ley?
Fidelma respondió encogiéndose de hombros; se encaminó hacia la puerta para salir y, en el umbral, se detuvo.
– Corresponde a Murchad cumplir las obligaciones de la ley. Me temo que él es quien debe juzgar qué decidir tanto en lo que respecta a Toca Nia como a ti; quien debe decidir si soltaros o haceros regresar a Éireann para ser juzgados. Yo le recomendaré que os lleve a Laigin para que seáis juzgados ante un brehon.
– Actué bajo las órdenes del rey supremo -volvió a quejarse Cian.
Sin moverse del umbral, Fidelma dijo:
– Puede que eso no valga como exoneración. Tienes una responsabilidad moral.
Más tarde, cuando Fidelma explicó la cuestión a Murchad, el fornido capitán arrugó los labios y emitió un silbido sordo.
– Según he entendido, ¿tengo que llevar a Toca Nia y a Cian de vuelta a Éireann?
– O entregarlos a otro barco para que los lleve -puntualizó Fidelma.
– Entonces esperemos encontrar tal barco en Uxantis -murmuró Murchad.
– Entretanto, capitán, sugeriría que encerrarais a Cian y a Toca Nia en sus respectivos camarotes.
– Así lo haré, señora. Recemos para que el padre Pol encuentre la forma de ayudarme en este asunto al llegar a Uxantis.
El Barnacla Cariblanca dobló el cabo de Ponte de Pern a una buena distancia, pues penetraba peligrosamente en un mar con escollos e islotes. Murchad apenas tuvo que advertir de los peligros, pues entre la espuma amarillenta brotaban aquí y allá los peñascos de granito, negros y serrados como colmillos picados. Siguiendo la orientación de Murchad, se adentraron mansamente en la extensa bahía semicircular de Porspaul, singlando hacia el fondeadero situado en un extremo de la ensenada.
– Será agradable volver a tierra por un rato -comentó Fidelma a Murchad.
El capitán señaló a la orilla.
– No hay más barcos en el puerto. El pueblo principal de la isla y la iglesia de Lampaul se encuentran por encima del pequeño muelle que veis ahí. Pensaba hacer sólo un día de escala para aprovisionarnos de agua y comida. La siguiente etapa del viaje será la más larga, según el viento. Navegaremos casi en línea recta hacia el sur, sin ver tierra.
– Pero hay que tener presente el asunto de Toca Nia -le recordó Fidelma.
Murchad parecía turbado.
– Yo estoy por dejar a Toca Nia y Cian en tierra y que lo resuelvan entre ellos.
– Una solución muy fácil… para nosotros. Pero creo que esa propuesta sólo traería complicaciones -opinó Fidelma.
El Barnacla Cariblanca avanzó a bordadas por la franja de tres kilómetros de agua en dirección a la parte de la ensenada más lejana, donde Fidelma divisó un sendero que conducía al pueblo de Lampaul. Algunos lugareños habían observado su aproximación, y varios habían bajado al muelle a recibirlos.
El capitán dio una voz para que arriaran la vela mayor primero, y luego el foque. Echaron un ancla a proa, y el barco se balanceó un poco en el fondeadero, sobre aguas en calma por primera vez en varios días.
– Voy a bajar a tierra -anunció Murchad a Fidelma-. ¿Os gustaría venir conmigo y conocer al padre Pol? No es sólo el sacerdote del lugar, sino también el jefe (o algo así) de la isla. Quizá convenga tratar con él la cuestión del hermano Cian y Toca Nia.
Fidelma accedió de buena gana a acompañarlo. Estaban echando al agua el esquife cuando el hermano Tola y los demás peregrinos empezaron a aparecer en cubierta. Tola preguntó de inmediato si podrían desembarcar, y el resto se unió a él en un coro de preguntas y reclamaciones.
Murchad los acalló levantando las manos.
– Antes debo bajar para organizarlo todo. Después podréis bajar y, quien lo desee, podrá pasar la noche en tierra y hacer un poco de ejercicio mientras nosotros cargamos las provisiones para el resto del viaje. Pero antes de organizarlo todo, lo más aconsejable es que permanezcáis a bordo.
Saltaba a la vista que el plan no les satisfacía, sobre todo al ver que Fidelma iba a desembarcar con el capitán.
Fidelma se sentó a la popa del bote, y Murchad y Gurvan a los remos. Bogaron hacia el muelle de piedra, a escasa distancia del Barnacla Cariblanca.
Un hombre alto, moreno y de rostro anguloso, con un atuendo y un crucifijo al cuello que delataba su estado, saludó a Murchad en cuanto puso un pie fuera de la embarcación.
– ¡Me alegro de volver a verte, Murchad!
El acento del sacerdote revelaba que la lengua de los hijos de Gael no era su idioma materno.
Tras amarrar el esquife, Gurvan ayudó a Fidelma a bajar.
– Me complace volver a vuestra isla, padre Pol.
Mientras Murchad saludaba al sacerdote, hizo una seña a Fidelma para que se acercara.
– Padre, os presento a Fidelma de Cashel, hermana de nuestro rey, Colgú…
– Soy sor Fidelma -lo interrumpió ella con firmeza y una sonrisa solemne-. No tengo más título que el de hermana.
El padre Pol le dio la mano, escrutando con fugacidad sus rasgos.
– En tal caso, bienvenida seáis, hermana. Bienvenida. -Sonrió y se dirigió al oficial de cubierta-. Y tú también, granuja: bien venido, Gurvan. Me alegra verte de nuevo.
Gurvan sonrió con vergüenza. Al parecer, en la isla conocían bien a la tripulación del Barnacla Cariblanca al completo por tratarse de un puerto de escala habitual.
– Vayamos a Lampaul y tomemos un refrigerio -prosiguió el sacerdote señalando el sendero con la mano-. ¿Traéis algunas nuevas interesantes?
Los tres le siguieron sendero arriba.
– Más que interesantes, malas, padre. Nuevas del Morvaout.
El padre Pol se detuvo y se volvió de golpe.
– ¿El Morvaout? Pero si se ha hecho a la mar esta mañana. ¿Qué noticias me traes?
– Se ha estrellado contra los escollos del norte de la isla.
El sacerdote se santiguó.
– ¿Ha habido supervivientes? -preguntó.
– Sólo tres hombres. Dos marineros y un pasajero que se dirigía a Laigin. Dentro de un rato haré desembarcar a los marineros.
El padre Pol quedó consternado.
– Vaya por Dios. En fin, es a lo que están destinados quienes navegan por estas aguas. Toda la tripulación era de tierra firme. Encenderemos unas velas para que sus ánimas vuelvan a casa -se lamentó y, al reparar en el desconcierto de Fidelma, explicó-: Somos un pueblo isleño, hermana. Cuando perdemos a alguien en el mar, hacemos una cruz pequeña, encendemos una candela y velamos por él toda la noche rezando por el reposo de su alma. Al día siguiente, la cruz se deposita en el relicario de la iglesia y luego en un mausoleo con las cruces de todos aquellos que han muerto en el mar. Y allí aguardará el regreso a casa del alma perdida en el mar.
Llegaron a la aldea, un típico poblado de mar, edificado a lo largo de un edificio principal de granito gris, la capilla.
– Ésa es mi humilde capilla -les mostró el padre Pol señalando el edificio-. Venid, rezaremos juntos para agradecer que hayáis llegado sanos y salvos.
Murchad tosió discretamente y anunció:
– Nos urge hablar con vos de algo.
El padre Pol sonrió y le puso la mano sobre el brazo.
– Nunca nada es tan urgente que deba anteponerse a una oración de agradecimiento -recalcó con firmeza.
Murchad lanzó una mirada a Fidelma y se encogió de hombros.
Entraron en la capillita y se hincaron de rodillas ante un altar que sorprendió a Fidelma por su opulencia. Creía que la isla era pobre, pero había objetos de oro y de plata expuestos sobre la mesa de altar, y el mantel que lo cubría era de seda.
– Parece que tenéis una comunidad rica, padre -le susurró.
– Pobre de posesiones, rica de corazón -respondió el cura con indulgencia-. Entregan cuanto tienen a la morada de Dios para alabar Su esplendor. Dominus óptimo máximo…
Pasó desapercibido al padre el mohín de desaprobación de Fidelma, que condenaba la frívola opulencia cuando otras personas vivían en la pobreza.
El padre Pol inclinó la cabeza y entonó una oración en latín, y ellos respondieron diciendo «amén».
Finalmente, los condujo a su hogar, una casita pequeña junto a la iglesia, donde les ofreció sidra en unas copas de loza mientras Murchad le explicaba la disputa de Toca Nia y Cian.
El padre Pol se frotó un lado de la nariz con aire pensativo. Al parecer era un tic nervioso.
– Quidfaciendum? -preguntó cuando Murchad hubo acabado-. ¿Qué podemos hacer?
– Esperábamos que pudierais sugerirnos alguna solución -respondió el capitán-. Yo no puedo llevar a Toca Nia y Cian en el barco hasta el reino de los suevos y luego transportarlos de vuelta a Laigin. Sería aconsejable que estos cargos se presentaran ante un juez capacitado en Éireann, pero yo no puedo llevarlos directamente allí, como tampoco puedo permitirme esperar en Uxantis un barco con destino a Laigin.
– ¿Y por qué deberías hacer lo uno o lo otro?
– Porque -intervino Fidelma con delicadeza- Toca Nia debe hacer presentar sus acusaciones ante los tribunales de Éireann. Creo que Murchad esperaba que vos los retuvierais en un lugar seguro de la isla hasta que arribe un barco rumbo a Éireann.
El padre sopesó un momento la propuesta y luego le quitó importancia con un ademán.
– A saber cuándo vendrá un barco con destino a Éireann. En fin, tampoco podéis obligar a un hermano de la fe a abandonar un peregrinaje para dar cuenta de esas acusaciones, ¿no? ¿Qué sabéis de leyes, hermana?
– Sor Fidelma es abogada de los tribunales -se apresuró a explicar Murchad.
El padre Pol le preguntó con interés:
– ¿Sois abogada de la Iglesia?
– Conozco los Penitenciales, pero soy abogada de nuestras antiguas leyes seculares.
El padre Pol no disimuló su decepción.
– Pero me figuro que la ley eclesiástica tendrá precedencia sobre las leyes seculares, ¿no? Y en tal caso, ni siquiera será menester considerar las acusaciones.
Fidelma movió la cabeza y explicó:
– En nuestro país la ley no funciona de ese modo, padre. Toca Nia ha hecho una de las acusaciones más graves que se contemplan. Y Cian debe responder por ellas.
El padre Pol se tomó tiempo para reflexionar, pero movió la cabeza y respondió:
– Debo decir, como guía de esta comunidad y representante de la Iglesia, que vuestra ley no se aplica en esta isla. No puedo hacer nada. Si el hermano Cian o Toca Nia, o ambos, desean bajar del barco por voluntad propia y quedarse aquí hasta que pase un barco con destino a Éireann, pueden hacerlo con libertad. Pero yo no puedo imponerles nada ni retenerlos a menos que infrinjan las leyes que rigen la vida en esta isla. Vos debéis decidir lo que consideréis la mejor solución.
Murchad estaba descontento a ojos vistas.
– Parece -dijo Fidelma dirigiéndose a él- que sólo hay una salida. Vuestro barco es vuestro reino, Murchad, que gobernáis bajo las leyes del Fénechus. Vuestra responsabilidad es mantener a Cian y a Toca Nia en él y llevarlos a Éireann cuando regreséis.
Murchad empezó a poner objeciones, pero Fidelma levantó una mano para hacerlo callar.
– He dicho que es vuestra responsabilidad, no una obligación. Sois el árbitro de lo que deba decidirse. Yo sólo puedo aconsejaros sobre la perspectiva legal de las circunstancias.
El capitán movió la cabeza con abatimiento.
– Es una decisión difícil. ¿Qué beneficio obtengo yo en todo esto? Cian se negará a pagarme el pasaje de vuelta por viajar coaccionado, y las joyas de Toca Nia no compensarán lo suficiente. Como comprenderéis no sólo debo pensar en mi bienestar, sino también en el de mi tripulación, pues tienen que comer y además familias que alimentar.
– Si las acusaciones de Toca Nia se demuestran, el rey de Laigin deberá indemnizaros. Si no, podréis solicitar un mandamiento de embargo a Toca Nia.
Murchad se mostraba reacio a tomar una decisión.
– Yo no sé si posee dinero o propiedades. Debo reflexionar.
Como si quisiera restar importancia al asunto, el padre Pol dio unas palmadas.
– Y mientras tú reflexionas, amigo Murchad, tus pasajeros ya pueden desembarcar; que descansen de los agobios del mar y se unan a nosotros en la fiesta del gran mártir de mi tierra, Justo.
– Sois muy amable, padre Pol -murmuró Murchad, claramente preocupado todavía.
– Yo también quisiera daros las gracias, padre -añadió Fidelma-. Es de agradecer que os toméis la molestia de ayudarnos con los problemas que nos han surgido. -Calló un instante y dijo a continuación-: ¿La fiesta de Justo? Conozco a muchos grandes hombres de la Iglesia llamados así, pero no recuerdo a ningún Justo de esta región.
– Lo mataron de niño -explicó el padre Pol-. Sucedió durante las persecuciones del emperador Diocleciano. Cuentan que lo asesinaron por esconder a otros dos cristianos de los soldados romanos.
El padre Pol se levantó pausadamente y Murchad y Fidelma siguieron su ejemplo, así como Gurvan, que no había tomado parte en la conversación.
– Imagino que querréis cargar agua fresca, pan y demás provisiones.
El capitán afirmó que tal era su intención:
– Gurvan se encargará de todo, padre; yo iré a buscar a los pasajeros para que desembarquen y puedan estirar las piernas.
– La misa de Justo empezará al anochecer y después celebraremos un festejo.
Se despidieron del sacerdote y regresaron al muelle con un paseo. Murchad veía con incertidumbre la idea de retener a Cian y Toca Nia a bordo hasta el regreso a Ardmore, pero finalmente dijo a su pesar que parecía la única alternativa en aquellas circunstancias.
– Creo que habéis tomado la decisión acertada, Murchad -le dijo Fidelma con afecto-. Lo que más preocupa es el asunto de sor Muirgel: jamás me había encontrado con un problema de naturaleza semejante, pues no veo ni una sombra siquiera del camino que debo seguir para resolverlo.