CAPÍTULO XIII

Aquella noche, después de la cena, Fidelma decidió concluir las averiguaciones. Encontró al hermano Dathal y al hermano Adamrae en su camarote. Al igual que sucedía en todos los camarotes de la entrecubierta, el aire era escaso y cargado, y la linterna, además de luz, emitía cierto grado de calor. Al entrar, el ambiente le pareció sofocante comparado con la brisa fresca que soplaba en cubierta.

– ¿Qué deseáis, hermana? -preguntó el hermano Adamrae a bote pronto cuando entró tras llamar y oír una brusca invitación a pasar.

– Una breve conversación…, algunas respuestas a unas pocas preguntas -dijo con amabilidad.

– Supongo que tienen que ver con sor Muirgel -murmuró el hermano Dathal-. Sor Crella ha dicho que estáis investigando lo ocurrido.

El hermano Adamrae la miró con desaprobación.

– ¿Cuál es vuestro interés en ir indagando por ahí?

Fidelma no se inmutó.

– Me lo ha pedido el capitán -respondió-. Soy…

– Ya lo sé. Sois abogada -saltó el hermano Adamrae-. Ese asunto no nos concierne. No veníamos de la misma abadía. En fin, preguntad lo que tengáis que preguntar y marchaos.

El hermano Dathal la miraba con expresión de disculpa.

– Lo que Adamrae intenta decir es que el tiempo es muy valioso para nosotros. Estamos ocupados estudiando, bueno, estamos intentando traducir algunas cosas.

– El tiempo es valioso para todo el mundo -afirmó Fidelma con solemnidad-. Sobre todo para aquellos a los que se les ha acabado… como a sor Muirgel.

Fidelma recogió un pergamino que había en el suelo antes de que lo hiciera el hermano Dathal. Estaba redactado en Ogham, la antigua escritura, la primera forma de caligrafía de la lengua de Éireann.

«Ceathracha is cheithre chéad…» -empezó a leer Fidelma.

El hermano Dathal puso cara de asombro.

– ¿Podéis leer la antigua escritura de Ogham?

Fidelma hizo una mueca.

– ¿Acaso Ogma, el dios pagano de la cultura y la educación de tiempos primigenios, no transmitió al pueblo de Muman antes que a nadie el conocimiento de esta escritura? ¿Quién sino una mujer de Muman puede descifrar estas letras antiguas?

El hermano Adamrae objetó:

– Cualquiera podría pronunciarlas. Otra cosa es el significado del texto. Interpretad las palabras, si tan aguda sois.

Fidelma apretó los labios y leyó esas palabras de otros tiempos. Era claramente un verso.


Cuarenta mil cuatrocientos

Años pasaron, no es falsedad alguna,

Desde que el pueblo de Dios,

Os lo aseguro,

Pasó sobre el mar de Romhar

Hasta llegar raudo a través del mar

de Meann,

Así llegaron los hijos de Míle a la tierra

de Éireann.


Dathal y Adamrae contemplaban con asombro la facilidad con que había leído el antiguo poema.

El hermano Adamrae gruñó con desdén, como si quisiera restar mérito al esfuerzo.

– Sabéis descifrar la lengua de los textos antiguos, pero ¿la comprendéis? ¿Dónde, por ejemplo, se halla el mar de Romhar? ¿Y el mar de Meann?

– Fácil -respondió Fidelma-. Hoy conocemos el mar de Romhar con el nombre de Rua Mhuir, el mar Rojo; y Meann debe de ser una referencia al gran mar en medio de la tierra, como llaman los latinos al Mediterráneo.

El hermano Dathal sonreía ante el desasosiego de su compañero.

– Muy bien, hermana. Desde luego, muy bien -aprobó.

Finalmente el hermano Adamrae se distendió y hasta forzó una sonrisa.

– No todo el mundo conoce los misterios de los antiguos escritos -concedió-. Nosotros nos dedicamos a recuperar los secretos que entrañan, hermana.

– De modo similar me dedico yo a buscar la verdad en el derecho -respondió Fidelma-. Como sabéis, el capitán me ha pedido un informe porque la ley podría obligarle a pagar una indemnización si se lo considerara culpable en caso de acusación por negligencia.

– Lo comprendemos. ¿Qué queréis saber? -preguntó el hermano Dathal.

– En primer lugar, ¿cuándo visteis a sor Muirgel por última vez?

El hermano Dathal frunció el ceño y miró a su compañero. Luego se encogió de hombros.

– No lo recuerdo.

– ¿No fue al subir a bordo? -sugirió el hermano Adamrae.

El hermano Dathal se paró a pensar.

– Creo que sí. Muirgel asignó el alojamiento a cada uno. Y luego no volvimos a verla. Nos dijeron que se había mareado por el movimiento del barco y que permanecería en el camarote.

– ¿Y ninguno de vosotros la vio después?

Negaron con la cabeza al mismo tiempo.

– ¿Puedo preguntaros dónde estabais durante la tormenta de anoche? Quiero asegurarme de que nadie vio a sor Muirgel subir a cubierta durante el temporal.

– Nosotros no salimos de aquí mientras duró la tempestad -confirmó el hermano Dathal-. Fue una tormenta muy intensa; apenas podíamos mantenernos de pie, y no digamos pasearnos por el barco.

El hermano Adamrae asintió con la cabeza.

– La comparamos con la gran tormenta que cayó sobre los Hijos de Gael en su viaje a Gotia. Sucedió cuando Eber, el hijo de Tat, y Lamhghlas, el hijo de Aghnon, murieron y poco después las sirenas surgieron del mar tocando una melodía tal que el sueño se apoderó de los Hijos de Gael; y sólo Caicher el Druida fue inmune a ella, y consiguió salvar a los demás vertiendo cera fundida en sus oídos. Al llegar al cabo de Sliabh Ribhe, Caicher vaticinó que no hallarían su última morada hasta llegar a un lugar llamado Éireann, pero añadió que ellos nunca llegarían: sólo sus descendientes.

Fidelma observaba con atención a aquel joven entusiasta relatando la historia sin aliento. Todo él se había animado con la narración.

– Parece que os interesan mucho los años antiguos -comentó-. Vuestro trabajo debe de deleitaros.

– Queremos escribir un libro sobre la historia de los Hijos de Gael antes de su llegada a los Cinco Reinos -explicó el hermano Dathal, que ya sonreía abiertamente.

– En tal caso os deseo suerte en el empeño. Me fascinaría leer una obra semejante. Sin embargo, debo terminar mi indagación. Decís que los dos permanecisteis en todo momento dentro del camarote y que no llegasteis a ver a sor Muirgel después de subir a bordo.

– Un resumen conciso, hermana -asintió el hermano Adamrae.

Fidelma contuvo un suspiro de frustración.

Alguno de los peregrinos mentía. Alguien debía de haber entrado en el camarote de sor Muirgel y le clavó un puñal, la arrastró hasta la cubierta y la arrojó al agua. Fidelma estaba segura. Luego le vino a la mente la pregunta que ya se había hecho en otro momento: ¿para qué alguien querría tirar el cuerpo al agua y dejar el hábito manchado de sangre, con las evidentes rasgaduras de la daga? Aquello sí que era extraño.

– ¿Cómo decís? -preguntó Fidelma al advertir que el hermano Dathal le estaba hablando.

– Decía que es triste rechazar el valor de una vida humana. Pero para ser honesto, pocos llorarán por sor Muirgel.

– Tengo entendido que hay quien la aborrecía.

– Hay quien incluso la odiaba. Como el hermano Tola. Y sor Gormán también. Muchos son los que no llorarán por ella.

– ¿Vosotros dos entre ellos? -se apresuró a preguntar Fidelma.

El hermano Dathal lanzó una mirada a su amigo.

– Nosotros no la odiábamos. Pero no es que fuera una persona por la que tuviéramos simpatía -reconoció.

– ¿Y por qué motivo vosotros no le teníais simpatía?

El hermano Adamrae se encogió de hombros.

– Ella nos despreciaba. Tenía una libido exacerbada. Creo que no es necesario deciros por qué nos despreciaba al hermano Dathal y a mí. En fin, no se puede sentir amor y caridad por todo el mundo. Mirad al hermano Tola. No me habría apenado nada, de haberlo perdido a él.

Al recordar la opinión de Tola sobre la erudición, Fidelma no pudo evitar una sonrisa fugaz.

– Os comprendo. Pero ¿había algo concreto que despertara vuestra antipatía por sor Muirgel?

– ¿Algo concreto? -preguntó el hermano Dathal, soltando una risilla-. Yo diría que todo en ella nos causaba irritación. Le gustaba que los demás supieran que era hija de un jefe y consideraba que por rango le correspondía estar al mando de todo.

– ¿Por qué decidisteis entonces emprender la peregrinación…?

La respuesta se le ocurrió en cuanto se le escapó la pregunta.

– Porque al partir sor Canair estaba al cargo. Muirgel era un miembro más del grupo. Sor Canair era capaz de controlarla, pese a que Muirgel trataba de imponer su autoridad.

– ¿Eran muy distintas la una de la otra?

– Muchísimo. Sor Muirgel tenía malicia, la consumía la envidia, y era altanera y ambiciosa.

El hermano soltó sus palabras con ponzoña. Fidelma se lo quedó mirando, sorprendida. El hermano Adamrae fue al rescate de su compañero.

– Yo creo que se puede perdonar que Dathal tenga pensamientos tan impropios de un cristiano -lo disculpó con una sonrisa amable-. Decir la verdad también puede considerarse algo duro y poco compasivo.

– ¿Qué era lo que Muirgel ambicionaba?

Adamrae y Dathal intercambiaron una mirada furtiva, y éste respondió:

– Supongo que Muirgel deseaba poder. Poder sobre los demás; poder sobre los hombres.

– Tengo entendido que tiranizaba a sor Gormán.

– Es la primera vez que lo oigo -respondió Adamrae-. Pero Gormán era muy reservada.

– Habéis dicho que Muirgel tenía envidia. ¿De quién la tenía? -preguntó, dirigiéndose a Dathal.

– De sor Canair, por supuesto. Preguntad a sus compañeros de Moville. No la conocimos hasta iniciar el viaje, si bien oímos muchas cosas durante el viaje a Ardmore. Es imposible hacer camino durante días con un grupo de personas y no enterarse de cosas que otros tratan de ocultar. Muirgel envidiaba a sor Canair con un ardor que asustaba.

– ¿A qué se debía su envidia?

– Creo que en sor Muirgel había un odio arraigado que podría haberse convertido en violencia.

– Corría la voz de que Muirgel envidiaba a sor Canair por… por su relación con el hermano Cian.

– ¿Quién os lo dijo?

– El hermano Bairne -respondió Dathal.

– ¿Os preocupasteis, pues, cuando sor Canair no acudió la mañana en que zarpaba el barco, y sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

El hermano Adamrae negó con la cabeza y respondió:

– Podía haber sido motivo de preocupación, pero por dos razones. Por una parte, sor Canair no nos acompañó a Ardmore porque se desvió para hacer una visita antes de que llegáramos a la abadía. Por tanto, era lógico suponer que ni siquiera había llegado a Ardmore. Por otra parte, sor Muirgel se alojó en la abadía con nosotros. Luego llegamos al muelle, y Canair no estaba, pero teníamos que subir a bordo o perder el barco. Dathal y yo habríamos embarcado hubiera estado allí Canair o no, ya que no habríamos renunciado a la ocasión de viajar al reino de los suevos para concluir nuestra labor de investigar la historia antigua de nuestro pueblo.

Fidelma cavilaba.

– Tengo otra pregunta.

El hermano Dathal sonrió.

– Las preguntas siempre dan lugar a más preguntas.

– ¿Estáis seguros de que Muirgel tenía celos de sor Canair y Cian? He oído que Muirgel quería acabar su relación con Cian.

– Bueno, Bairne también tiene sus problemas. Estaba trastocado por Muirgel. Pero sé que Muirgel detestaba a Canair. Puede que simplemente tuviera sed de poder y ansiara la exigua autoridad que Canair poseía.

El hermano Adamrae asintió con resolución.

– Creo que ya os hemos ayudado en lo posible, hermana. No creo que halléis las respuestas que buscáis en nuestras habladurías. Supongo que ya habréis hablado o hablaréis con el hermano Bairne de esto, ¿no?

Dicho esto, se levantó y abrió la puerta del camarote. Fidelma salió de allí más confusa que antes.

Llamó entonces a la puerta de Cian y entró. Éste alzó la mirada con un gesto de sorpresa.

– ¿Qué se te ofrece? -le preguntó-. ¿Has venido para lamentarte otra vez del pasado?

Fidelma le respondió con frialdad.

– Buscaba al hermano Bairne, que comparte camarote contigo.

– Ya ves que aquí no está.

– Ya lo veo -confirmó Fidelma-. ¿Dónde puedo encontrarlo?

– ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? -ironizó.

Fidelma lo miró con desprecio.

– Deberías recordar en qué contexto se formuló esa pregunta antes de usarla para burlarte -respondió, y se retiró antes de que Cian pudiera replicar.

Encontró al hermano Bairne sentado a la mesa del comedor con la mirada acongojada sobre una jarra de aguamiel. Tenía los ojos enrojecidos, y era innecesario preguntarse cómo se sentía.

Levantó la vista cuando la vio entrar y sentarse cerca.

– Ya lo sé -dijo el monje-. Venís a hacer unas preguntas. Ya me han contado que estáis investigando. Sí, yo estaba enamorado de Muirgel. Y no, no la vi tras desatarse la tormenta anoche.

Fidelma recibió su declaración sin sorprenderse.

– Dijisteis que erais de Moville, ¿verdad?

– Estaba estudiando allí para predicar la Palabra entre los paganos -confirmó.

– ¿Conocíais bien a sor Muirgel por entonces?

– Ya os he dicho que estaba enamorado…

– Con todos los respetos, eso no es lo mismo que conocer a alguien.

– Hacía unos meses que la conocía.

– Y a sor Crella también, imagino.

– Sí, claro. Eran más o menos inseparables. Muirgel y Crella lo compartían todo.

– ¿Los novios también?

El hermano Bairne se ruborizó, pero no dijo nada.

– ¿Muirgel os correspondía?

– Veo que habéis preguntado a sor Crella su parecer.

– Lo tomaré como una respuesta negativa. Un amor no correspondido es difícil de llevar. ¿Detestabais a Muirgel por rechazaros?

– Claro que no. Yo la quería.

– Solamente os lo pregunto porque me ha llamado la atención que esta mañana escogierais una cita del libro de Oseas.

– Estaba disgustado. No sabía lo que me decía. Deseaba arremeter…

– ¿Arremeter contra Muirgel?

– No… creo que no. Si Muirgel hubiera acudido a mí, yo la habría amado y protegido. Pero rehusó mi amor y prefirió a personas que podían perjudicarla y que, de hecho, la perjudicaron. Hasta ese rufián lisiado con el que me ha tocado compartir camarote se las ingenió para persuadirla…

– ¿El hermano Cian? -inquirió Fidelma.

– ¡Cian! Si me hubiera instruido en el manejo de las armas, le habría dado una lección.

– ¿Vos dijisteis a Dathal y Adamrae que Cian había mantenido una relación con Muirgel? ¿Que Muirgel todavía sentía algo por él y que tenía celos de Canair porque Cian había iniciado una relación con ella?

– Yo sabía que él la había dejado por sor Canair; ése siempre termina por las mismas razones con las mujeres a las que seduce. En aquel momento Canair tenía mucho más que ofrecerle.

– ¿Y Muirgel estaba celosa?

– ¿Acaso no es eso lo que cualquiera siente al ser rechazado?

Fidelma notó que se sonrojaba. Se preguntó si Bairne sabría algo de lo ocurrido en el pasado, pero el joven no apartaba la vista de la jarra que tenía ante sí.

– ¿Cuándo visteis a Muirgel por última vez?

– ¿Cuándo la vi? Anoche. Hablé con ella a través de la puerta de su camarote antes de medianoche.

¿A través de la puerta? ¿A que os referís exactamente?

– No me abrió cuando llamé. Le pregunté si se encontraba mejor y si quería que le llevara alguna cosa. Gritó desde dentro que sólo quería estar sola. Entonces me fui a la cama.

– ¿Os levantasteis durante la noche?

Negó con la cabeza.

– ¿Y a qué hora os despertasteis?

– Debía de estar amaneciendo. Tenía que usar el defectora -explicó, empleando por educación el término latino en vez del coloquial.

– Ah, sí. Me han dicho que no usasteis el defectora situado en la popa, sino que fuisteis hasta el de proa. Queda muy lejos. ¿Por qué lo hicisteis?

El hermano Bairne la miró con gesto de sorpresa.

– Supongo que se me olvidó que había también en popa. No sabría deciros.

– ¿Y al regresar visteis a alguien?

– Vi al rufián de Cian en la puerta del camarote de Muirgel. Dijo que estaba comprobando que todos estuvieran bien después de la tormenta, o algo así. Esperé, porque pensé que tal vez pretendía volver con Muirgel. Pero a los pocos segundos volvió a salir y dijo que Muirgel no estaba allí.

– ¿Y cuándo os enterasteis de que no había rastro de ella a bordo?

El hermano Bairne se inclinó sobre la mesa y la miró de cerca.

– Si queréis saber la verdad, hermana, os la contaré. Yo no creo que Muirgel cayera al agua. Creo que alguien la empujó. Y os diré quién lo hizo.

Hizo una pausa dramática que obligó a Fidelma a instarle a hablar:

– ¿Quién lo hizo?

– Sor Crella.

Fidelma trató de mantener una expresión inescrutable.

– Me habéis dicho quién lo hizo; ahora decidme el por qué.

– ¡Los celos!

Fidelma observó el semblante atento de Bairne con cautela.

– ¿De quién iba a estar celosa?

– De Muirgel. ¿De quién si no? Preguntadle. Toda la culpa es de ese canalla obstinado que…

Fidelma lo interrumpió.

– ¿De quién estáis hablando?

– De ese rufián lisiado, Cian. ¡Él es el responsable de todo esto! ¡Recordad lo que os digo!


* * *

Fidelma se despertó temprano. Aunque no clareaba todavía, dejó el calor de la litera. Deshaciendo el ovillo que formaba a los pies de la cama, el señor de los ratones dio un bufido de protesta por el movimiento repentino de Fidelma.

Se lavó con diligencia y se vistió; habría deseado darse un baño en toda regla, pues se sentía sudorosa e incómoda. Se puso la pesada capa y salió a cubierta.

Una tenue luz en el horizonte oriental indicaba que faltaba poco para amanecer. Reinaba un silencio inquietante y extraño en el barco, a pesar de ver las figuras oscuras de algunos marineros expectantes; al igual que ella, aguardaban el amanecer.

Fidelma se acercó con cautela a popa, donde, como esperaba, encontró a Murchad y a Gurvan de pie, codo con codo. Las otras dos figuras imprecisas estaban atentas a la espadilla. Sólo se oía el viento contra las jarcias y el suave ondear de las velas de piel.

La oscuridad había caído con el barco sajón a la zaga, navegando contra el viento. Apenas se hizo de noche, Murchad ordenó apagar las luces a fin de no delatar su posición. Fijaron el rumbo al norte durante una hora antes de virar y navegar de popa en un ángulo que les llevaría al suroeste, alejándolos de la última posición que conocían de la nave sajona.

Con el alba había llegado el momento de averiguar si la estratagema había resultado.

A aquellas horas hacía frío, la aurora era gris y la fuerza del viento escasa. El tiempo se despejaba y el fino resplandor grisáceo ya se extendía.

Nadie había pronunciado un saludo. Todos estaban en sus lugares, inmóviles como estatuas contemplando el cielo de levante.

– Rojo -murmuró Gurvan, rompiendo el silencio.

Nadie dijo nada más. Todos sabían qué había querido decir. Un cielo rojo al amanecer significaba mal tiempo por delante. Sin embargo, había algo más importante que tener en cuenta, ahora que la luz del sol empezaba a derramarse por todo el mar. Los presentes contemplaban la tenue penumbra que se desvanecía con la luz matutina.

– ¡Mástil! ¡Hoel! ¿Qué ves?

Hubo un instante de silencio. Luego les llegó un grito débil.

– ¡El horizonte está limpio! ¡No hay velas a la vista!

Murchad fue el primero en dar muestras de tranquilidad.

– No hay velas -murmuró-. Ni velas ni palos.

– Creo que ha resultado, capitán -afirmó Gurvan.

Murchad dio una palmada de júbilo. Tenía en los labios una sonrisa de puro gusto.

– Donde haya una vela, que se aparte un remo -bromeó-. Ah, ahí la tenemos… -dijo ladeando la cabeza, y luego asintió con satisfacción.

Fidelma se preguntó qué querría decir con aquello.

– La brisa matutina… sí, el viento está cambiando. A lo largo del día llegaremos a Uxantis. Puede que hacia el mediodía, y si el viento arrecia -anunció, y volvió la cabeza hacia el resplandor rojo que se disipaba-, podremos guarecernos allí del mal tiempo. Si puedo evitarlo, prefiero no atravesar el mar de Vizcaya si hay mala mar.

Murchad parecía haber recuperado su jovialidad tras comprobar la efectividad de la táctica para evadir al asaltante sajón.

– Mantened el rumbo, Gurvan. Estaré tomando el desayuno. Sor Fidelma, ¿os gustaría desayunar conmigo en mi camarote?

Fidelma aceptó aquella invitación inusual, y Murchad llamó a Wenbrit para pedirle que llevara comida para dos.

Fidelma pensó que, al fin y al cabo, era mucho más ameno desayunar con Murchad que con los demás, sobre todo después de la tensión de las últimas horas. Murchad sacó a colación el asunto que más preocupaba a los dos.

– ¿Y bien? ¿Qué habéis podido averiguar sobre la muerte de esa mujer… Muirgel?

Fidelma se sentó en una de las dos sillas a ambos lados de una mesita de madera. El capitán sacó una botella de un armario y dos tazas de barro.

Corma -anunció al servir el contenido-. Ayuda a soportar el frío matutino.

En circunstancias normales, la idea de tomarse de buena mañana una bebida alcohólica tan fuerte la habría repugnado. Pero el día había amanecido fresco y Fidelma tenía frío. Cogió la taza y tomó unos sorbos de aquella bebida ardiente y la dejó correr sobre la lengua; luego, con el extremo de ésta la extendió sobre los labios. Tosió un poco.

– Ya he hablado con todo el grupo, Murchad -respondió-, sin decirle a nadie que sospechamos que no cayó al agua sin más. Ahora bien, es interesante que al menos dos de ellos sospechen que la asesinaron.

¿Y? -la animó a seguir Murchad con interés.

– No hay respuestas fáciles para esta cuestión…

Llamaron a la puerta del camarote, y Wenbrit apareció con una bandeja de fiambres, quesos varios y fruta, con pan duro de acompañamiento.

Wenbrit anunció a Fidelma con una sonrisa picarona:

– El hermano Cian ha preguntado por vos. Le he dicho que estabais desayunando con el capitán. Parecía muy resentido.

Fidelma no se molestó en responder. No le preocupaba que Cian la estuviera buscando.

– ¿Has comunicado ya a los pasajeros que hemos esquivado al barco asaltante, mozalbete? -preguntó Murchad.

– Pocos parecían interesados -respondió-. Otro gallo habría cantado si los sajones nos hubieran alcanzado, seguro.

Se volvió para salir y después vaciló.

– ¿Quieres decir algo? -gruñó Murchad, que al parecer conocía muy bien al muchacho.

Wenbrit se dio la vuelta hacia ellos con el ceño fruncido.

– No es nada. Al fin y al cabo, los peregrinos han pagado su pasaje y,…

– ¿De qué se trata? ¡Habla! -exclamó Murchad, impaciente por tanta dubitación.

– He reparado en que alguien está cogiendo comida. He echado en falta fiambres, pan y fruta. Aunque no mucha cantidad. De hecho, ayer por la mañana ya noté que faltaban cosas, y esta mañana otra vez…

– ¿Que falta comida?

– Y un cuchillo de cortar carne. Primero pensaba que me confundía, pero ahora estoy seguro. Creo que no he servido raciones frugales. Si alguien quiere algo más, no tiene más que pedírmelo. Pero los cuchillos tienen cierto valor.

– Wenbrit -dijo Fidelma, inclinándose hacia él con interés repentino-, ¿qué os hace pensar que haya sido uno de los pasajeros? Estoy de acuerdo en que las raciones que servís son abundantes. ¿Cabe la posibilidad de que el responsable sea un tripulante?

Wenbrit negó con la cabeza.

– La comida de la tripulación se guarda aparte. Este barco se utiliza para transportar pasajeros, de modo que debemos costear y almacenar los alimentos aparte para ellos. Ninguno de los marineros robaría provisiones destinadas a los pasajeros.

Murchad carraspeó, irritado.

– Anunciaré a los peregrinos que, si quieren raciones adicionales, sólo tienen que pedirlas. Para ser equitativo, también se lo haré saber a mi tripulación.

El chico saludó al capitán y salió.

Fidelma miró a Murchad con gesto pensativo.

– Le tenéis mucho cariño a ese muchacho, ¿verdad?

La pregunta pareció incomodar al capitán un momento.

– Es huérfano. Lo saqué del mar. Dios no nos concedió la bendición de tener hijos, a mi esposa y a mí. El chico es el hijo que nunca tuve. Es un muchacho espabilado.

– Pues creo que acaba de darme una idea. Más tarde quisiera que Gurvan me acompañara en otra busca por el barco -solicitó Fidelma.

Murchad frunció el ceño.

– No os comprendo, señora.

– Os lo explicaré luego, cuando haya meditado sobre el problema.

Murchad extendió el brazo y levantó el jarrón de corma, pero Fidelma declinó un segundo trago del fuerte licor.

– Con una taza tengo de sobra, Murchad.

El capitán se sirvió una cantidad generosa y se echó hacia atrás.

– Parece que ese hermano Cian tiene un interés más que pasajero en vos, señora -conjeturó.

Fidelma sintió que el rostro se le encendía.

– Ya os dije que le conocí hace diez años, en mi época de estudiante.

– Cierto. Por lo poco que he tratado con él, diría que es un hombre resentido. Me figuro que será por el brazo que tiene inutilizado.

– Será por el brazo -afirmó Fidelma.

– Bueno, estábamos hablando de sor Muirgel. -Murchad cambió de tema al notar que Fidelma se violentaba-. Decíais que no iba a ser fácil obtener respuestas. Tampoco lo esperaba. Pero ¿existe algo que nos indique lo que sucedió?

Fidelma soltó un breve suspiro de exasperación.

– Creo que es evidente que se ha perpetrado un asesinato a bordo, pero no puedo decir con certeza quién es el culpable.

– Pero ¿tenéis alguna idea, alguna sospecha?

– Parece que muchos de los peregrinos que viajan a bordo sentían aversión por sor Muirgel, y que ésta era objeto de envidias y celos ilimitados. Sin embargo, de lo que estoy segura es de que la persona que hundió el cuchillo en su hábito sigue a bordo. Lo que no sé es si seré capaz de descubrirla antes de que el barco llegue al reino de los suevos.

– Pero ¿vais a intentar desenmascarar al asesino?

– Ésa es mi intención. Sin embargo, tardaré en hacerlo -asintió Fidelma, seria.

– Todavía tenemos varios días de viaje antes de llegar al reino de los suevos -consideró Murchad en un tono sombrío-. No me gusta pensar que navegaremos desconociendo la identidad del asesino. Todos podríamos correr peligro.

Fidelma movió la cabeza y aseguró:

– No lo creo. Tengo el convencimiento de que el asesino escogió a sor Muirgel porque era objeto de un sentimiento de odio que lo abrumaba. Dudo que nadie más corra peligro en estos momentos.

Murchad la miró con aprensión.

– Pero ¿tenéis alguna sospecha de quién podría ser el asesino, Fidelma?

En la voz del capitán se adivinaba una tensión que demandaba palabras tranquilizadoras.

– Nunca digo nada hasta que no estoy segura -respondió ella-. Pero descuidad, que en cuanto lo esté, os informaré.

Había terminado de mordisquear unos bocados suculentos de la comida que había servido Wenbrit. Fidelma nunca acostumbraba a desayunar en abundancia; por lo general le bastaba con un poco de fruta. A continuación se puso de pie.

– ¿Cuál será el siguiente paso? -quiso saber Murchad.

– Voy a registrar a fondo el camarote y las pertenencias de Muirgel.

Murchad se despidió con renuencia.

– Bueno, mantenedme informado. Y llevad cuidado. Una persona que ha matado una vez no tendrá reparo en matar otra, sobre todo si cree que vais a descubrirla. No comparto vuestra opinión de que nadie corra ya peligro.

Con una breve sonrisa, Fidelma lo tranquilizó desde el umbral.

– No os preocupéis por mí, Murchad. Estoy segura de que se trata de un crimen causado por cierta pasión y que sólo implica a sor Muirgel.

Fuera, la luz del sol ya lo invadía todo. La mañana era limpia y azul, pero se había levantado un viento frío. El resplandor rojo del cielo se había desvanecido; pese a que ello anunciaba una fase de calma, también significaba que daría paso al mal tiempo. Y es que no hay tiempo variable que llegue sin avisar. De niña, Fidelma había aprendido a detectar las señales del cielo. Sólo había que observarlas e interpretarlas correctamente. Podía parecer que había amanecido un día radiante y que el pálido sol ascendería y lo calentaría todo, pero Fidelma dudaba que eso fuera a pasar. Se avecinaba mal tiempo. ¿Qué había sido de la fe que tenía el capitán en el veranillo de san Lucas?

Bajó a la entrecubierta, a la parte de los camarotes; se detuvo al oír voces procedentes del comedor. Los peregrinos todavía estaban desayunando. Era un momento idóneo para registrar el camarote y las pertenencias de sor Muirgel con tranquilidad. Ya informaría de sus sospechas al grupo más adelante, pero deseaba poder hacerlo revelando al mismo tiempo quién podría haber empujado al agua a su compañera.

El problema era que varias personas podían haber matado fácilmente a sor Muirgel; había varios sospechosos. La experiencia le decía que uno nunca podía fiarse de lo evidente. ¿Pero qué hacer cuando había demasiados claros sospechosos? Detestaba reconocerlo, incluso para sí, pero habría deseado que el hermano Eadulf estuviera con ella para contrastar con él sus ideas. A menudo, los comentarios de Eadulf le proporcionaban un enfoque más nítido de la situación.

Antes de entrar en el camarote cargado y oscuro de sor Muirgel, se detuvo en el umbral a encender una lámpara del farol que se balanceaba de un gancho en el pasillo. Miró alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, entró y cerró la puerta.

Sobre la litera que había usado sor Muirgel había un par de mantas amontonadas de cualquier manera. Fidelma levantó el farol y dio un vistazo al cuarto. No vio maletas, ni documentos, ni libros que pudieran facilitarle pistas.

Se concentró e hizo un examen más exhaustivo, sin moverse de donde estaba, pero volviéndose para mirar bien las esquinas en busca de algún armario o de algún colgador. No había indicio alguno de equipaje ni pertenencias. Tal vez alguien había colocado el equipaje bajo las mantas amontonadas sobre la litera. No recordaba haber visto tanto desorden la última vez que había estado en el camarote con Wenbrit para examinar el hábito de Muirgel, que había entregado a Murchad en tanto que capitán del Barnacla Cariblanca por si hacían falta pruebas en algún momento.

Dejó el farol en el suelo junto a la cama, y se inclinó sobre ésta. Entonces la invadió una fría sensación de anticipación: reparó en que las mantas ocultaban una forma humana. Pese a tener un instante de duda, extendió la mano y apartó un pliegue de la tela.

Había una figura femenina tendida boca arriba, en ropa interior manchada de sangre. Aún tenía los ojos abiertos, y brotaban chorritos de sangre de una herida irregular que le atravesaba el cuello y había alcanzado la yugular. Mientras Fidelma contemplaba el cuerpo, los oscuros ojos vidriosos la miraron, mudos y suplicantes. Los labios temblaron, emitieron un borboteo, y empezó a manar sangre de ellos.

Fidelma se apresuró a bajar la cabeza para escucharla mejor, pero sólo oía una respiración dificultosa, ninguna palabra. Notó que la moribunda empujaba el puño contra ella.

Entonces, sin que pudiera hacer nada, la cabeza se desplomó a un lado, y un reguero de sangre brotó de aquella boca a medio abrir. Algo cayó al suelo con un tintineo cuando los dedos de la mano cerrada se relajaron. Fidelma se agachó a recogerlo en el acto. Era un crucifijo de plata pequeño, colgado de una cadena rota.

Fidelma se levantó poco a poco, sosteniendo el farol en lo alto a fin de ver mejor el rostro de la mujer. Perpleja, Fidelma se tomó tiempo para relacionar lo que estaba viendo con lo sucedido las últimas veinticuatro horas.

El cadáver que yacía en la litera que tenía ante sí con una degolladura reciente era el de sor Muirgel.

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