CAPÍTULO X

Fidelma encontró a varios pasajeros reunidos en la cubierta, deseosos de averiguar a qué venía el alboroto que armaba la tripulación del Barnacla Cariblanca. Era casi mediodía y el sol había dispersado buena parte de la niebla, aventándola como volutas de humo de una hoguera.

Al asomarse a cubierta, había oído otro grito procedente del palo mayor; era un grito de alarma. Se volvió hacia la cubierta de popa, donde vio a Murchad de pie junto a sus timoneles; Fidelma siguió la mirada del capitán, a babor. Entre la niebla que rápidamente se dispersaba distinguió la albura del oleaje que rompía contra unos escollos sobre los que una bandada de cormoranes posaba como centinelas rutilantes. Entonces se apercibió de que en derredor, aquí y allá, sobresalían a flor de agua rocas e islotes como aquéllos.

Gurvan, el oficial de cubierta, acudió como alma que lleva el diablo junto al capitán.

– ¿Dónde estamos? -le preguntó Fidelma a voz en cuello.

– Sylinancim -gruñó el bretón, que no parecía contento-. La tempestad nos ha empujado demasiado al sureste.

Así que Murchad estaba en lo cierto cuando le había dicho que la tormenta los había desviado fuera de rumbo hacia el este.

Ni Gurvan ni Murchad pusieron objeción alguna a que Fidelma siguiera al bretón hasta la cubierta de popa para quedarse junto al capitán que tenía el semblante preocupado.

– No sabía que las islas Sylinancim fueran tan desoladas e inhóspitas -observó, maravillada ante los peñascos escabrosos que los rodeaban.

– Las islas principales están habitadas y tienen partes en las que es posible desembarcar -explicó Gurvan-. Normalmente evitamos esta zona navegando en dirección oeste. Hemos pasado de largo el estrecho de Broad, que habría sido un paso seguro, y ahora los vientos y la marea están impeliendo el barco hacia el istmo de Crebawethan.

Estas últimas frases iban dirigidas a Murchad, que asentía con la cabeza a la evaluación del oficial de cubierta. Fidelma nada sabía de aquellos lugares, pero captó la desazón en el tono de voz del bretón, normalmente flemático.

– ¿Es un mal sitio por el que pasar? -preguntó.

– Digamos que no es conveniente estar aquí -respondió Gurvan-. Si logramos sortear el istmo, quizá podamos evadir por el sur los arrecifes de Retarrier… más rocas. Una vez los hayamos esquivado podremos navegar en línea recta hasta la isla de Uxantis. Nos habremos desviado un día de nuestro rumbo, claro, siempre y cuando…

De pronto cayó en la cuenta de que estaba hablándole a una pasajera y lanzó una mirada de culpabilidad a su compañero. Murchad estaba demasiado preocupado para percatarse.

– ¿Siempre y cuando consigamos sortear el istmo de Crebawethan? -terminó Fidelma por él.

– Eso mismo, señora.

El capitán miraba la vela hinchada con ojo avizor; hizo señales a uno de los hombres encargados de la espadilla para que cambiara su puesto con él. Algunos marineros se agolpaban en la proa, prontos para avisar a gritos en caso de que el barco se acostara demasiado a los escollos.

– ¡Asegurad la bolina! -gritó Murchad.

Dos marineros corrieron al costado de barlovento y agarraron un cabo amarrado a la vela cuadra. Tiraron de él, y la vela se movió hacia estribor de manera que el viento daba de lleno contra toda la extensión de cuero.

Murchad se volvió hacia Fidelma y le dijo gritando:

– Señora, preferiría que todos los peregrinos estén en cubierta durante este pasaje. ¿Os importaría pedir al resto que suba?

Dado que el capitán debía seguir prestando atención a la espadilla, dejó que Gurvan explicara sus razones a Fidelma.

– Si… -vaciló Gurvan y luego se encogió de hombros-. Si abordáramos contra los escollos, bueno… más vale que los peregrinos estén en cubierta, porque tendrían más posibilidades.

– ¿Tan peligroso es? -preguntó ella, pero vio la respuesta afirmativa en los ojos del timonel.

Sin decir nada más, Fidelma se apresuró a través de la cubierta para bajar por la escalera de cámara. Allí encontró a Wenbrit.

– El capitán quiere a todos en cubierta -le explicó al joven.

Wenbrit dio media vuelta y desapareció. En cuestión de segundos lo oyó apremiando a los peregrinos que había en los camarotes a subir arriba con el resto. La mayor parte salió a regañadientes. Wenbrit tomó el mando y les indicó dónde debían colocarse. Casi nadie estaba al corriente del peligro que corrían, e incluso cuando Fidelma secundó los ruegos del joven grumete, se movieron con lentitud exasperante y sin dejar de quejarse. Pero cuando algunos vislumbraron la proximidad de rocas y escollos, se impuso el silencio al comprender al fin el peligro en que se hallaban.

Los peregrinos se apiñaron en la cubierta principal, apoyados contra la baranda para contemplar las rocas negras, bañadas por la espuma amarillenta, que pasaban raudas y peligrosamente a ambos costados del navío.

Soplaba un viento fresco, pero sobre el oleaje empezaban a formarse blancas cabrillas que no auguraban nada bueno. A diestro y siniestro se oía el murmullo de las aguas rápidas, y Fidelma se dio cuenta de que ello suponía una amenaza mayor para el barco que la de los afloramientos de granito negro, de mayor altura. Significaba que había rocas bajo la superficie que podían romper la quilla en un decir amén.

Fidelma se estremeció. El sol había adquirido un cariz débil y frío. Nubes blancas se extendían como luengos vellones por la bóveda celeste. Una extraña reverberación cubría las aguas con tal intensidad, que Fidelma se frotó los ojos. La sal de las gotas suspendidas los irritaba. El viento decaía. La vela perdió fuerza; flameaba con desánimo, casi con languidez.

Murchad miró hacia arriba y movió los labios, acaso soltando una maldición. Fidelma se lo podía perdonar. Entonces Gurvan corrió hacia la proa y gritó una orden. En la proa quedaron dos hombres, pero los demás corrieron a colocarse de pie en medio del barco, a la espera de instrucciones.

Las rocas seguían pasando a los lados de la nave, que se desplazaba todavía por el impulso que le daban la marea y la velocidad.

Fidelma miró alrededor y la embargó una tremenda sensación de aislamiento. Allí, en medio del mar y el golpeteo del oleaje contra las rocas, se sentía terriblemente vulnerable y sola. Estaba aterida por el frío, y abrumada por los presentimientos.

Cuando fue a darse cuenta estaba murmurando algo:

Deus miseratur…

Le sorprendió descubrir que era un Salmo.


Apiádese Dios de nosotros y bendíganos,

Haga resplandecer su faz sobre nosotros,

Para que se conozcan en la tierra t us caminos,

Y tu salvación entre todas las gentes.


Estaba de pie, con las manos sobre la baranda del barco, cuando el bauprés se sumergió en la espuma y volvió a surgir, como un corcel inclina y alza el testuz con afán de competir. Fidelma oyó un crujido; asustada, levantó la vista al palo mayor, cuya parte superior se doblegaba como una fusta las vergas se combaban, al tiempo que las ráfagas de viento amenazaban con partir por la mitad las velas atesadas. Murchad estaba de pie con las piernas separadas, ambas manos sujetando la espadilla y gesto impávido, concentrado en su quehacer.

Fidelma pensó que, si alguien caía a las turbulentas aguas no resistiría ni medio segundo. Sólo podían confiar en el arte de navegación del capitán. Fidelma perdía el sosiego si no tenía cierto grado de control sobre las circunstancias. Puesto que nada podía hacer en aquéllas, sentía frustración.

Murchad seguía impertérrito; su cabello ondeaba al viento y tenía los ojos entornados con fuerza. Sólo daba órdenes a su compañero mientras ambos agarraban la espadilla con fuerza.

Se adentraron entonces en un paso estrecho entre lo que parecía un gran islote rocoso a estribor y un grupo disperso de rocas y escollos a babor. El agua hervía alrededor y el barco parecía moverse azarosamente, arrastrado por corrientes que lo precipitarían a la fatalidad. Fidelma rezó por que Murchad y su compañero sostuvieran la espadilla con mano firme.

El viento aullaba a su paso entre los palos y cabos del aparejo, y el navío parecía estar fuera de control; brandaba y cabeceaba peligrosamente cerca de los peñascos de granito escarpado que afloraban por todas partes. No obstante, Murchad y su compañero resistían.

Procedente de proa, les llegó un alarido que atrajo a dos o tres miembros de la tripulación. Fidelma volvió a la baranda y se asomó para ver qué sucedía.

Iban derechos a un enorme risco negro que se alzaba justo en medio de su trayectoria entre corrientes de espuma amarillenta que rompían contra las paredes y se derramaban luego por los lados. A medida que se aproximaban, el estruendo del agua desvelaba la presencia de un arrecife bajo el agua. Era como una caldera bullendo. Fidelma cerró los ojos e imaginó por un momento al barco rompiéndose en pedazos, engullido por aquella vorágine. La cubierta se ladeó y dio una sacudida que hizo perder el equilibrio a Fidelma sin que llegara a caer. Pensó que habían chocado contra las rocas. Sintió que un brazo la rodeaba y oyó la voz de Gormán reprendiéndola:

– ¡No os soltéis de la baranda!

Fidelma abrió los ojos y vio ante sí las rocas pasando como flechas junto al costado del barco en medio de la hondonada que formaba el oleaje. De haber querido, podría haberlas tocado. El escollo negro más elevado pasó volando y de pronto, con una brusquedad asombrosa, entraron en aguas tranquilas.

Los marineros de proa lanzaron un grito de triunfo.

Fidelma vio cómo el semblante taciturno de Gurvan se descomponía en una media sonrisa de alivio.

– ¿Nos hemos librado? -le preguntó.

– Hemos pasado por el istmo -respondió Gurvan con solemnidad-. Desde aquí ya podremos cambiar de rumbo al sur por aguas más tranquilas.

Dicho esto se volvió y gritó una orden a Wenbrit para que permitiera a los pasajeros bajar si querían.

Fidelma aún estaba agarrada a la baranda, contemplando el agua negra que se deslizaba al paso del barco, cuando Cian se le acercó.

– ¿Cuánto tiempo más vas a mantener tu antagonismo? -le preguntó de sopetón y con cierta beligerancia-. Sólo pretendo ser amable. Al fin y al cabo compartiremos el mismo barco durante mucho tiempo todavía.

Fidelma volvió a la realidad de su situación con una fuerte exhalación. Se disponía a contestarle, cuando cambió de parecer.

– De hecho, Cian -le dijo con dureza, volviéndose hacia él-, sí que necesito hablar contigo.

Era evidente que Cian no esperaba aquella aquiescencia. La miró pasmado, y a continuación asomó a sus ojos una mirada triunfal.

– Ya sabía yo que acabarías entrando en razón.

Fidelma detestaba aquella mirada ufana de quien ha obtenido la victoria. Pero apartó la idea de su mente y, con frialdad, simplemente lo informó:

– Murchad me ha pedido que realice una investigación oficial con motivo de la desaparición de sor Muirgel a fin de protegerlo contra una posible demanda por negligencia por parte de los familiares. Tengo que hacerte unas preguntas.

Cian cambió el gesto, evidenciando así que ésa no era la respuesta que él esperaba.

– Me han dicho que te has adjudicado el liderazgo del grupo.

Cian cerró la boca con fuerza y avanzó el mentón.

– ¿Acaso hay otro mejor cualificado para ello?

– No me corresponde a mí poner en duda tu competencia, Cian; no formo parte de vuestro grupo. Sólo pregunto para que conste claramente en el informe.

– Hace falta un guía. Lo vengo diciendo desde que salimos de la abadía.

– Pensaba que sor Canair era la guía de esta peregrinación.

– Y era Canair… -Se interrumpió y se encogió de hombros-. Canair ya no está entre nosotros.

– ¿Qué te llevó a preocuparte tanto de la seguridad del grupo anoche? ¿Qué te llevó a pasar por todos los camarotes para cerciorarte de que todo el mundo estaba bien, y al amanecer? No te correspondía a ti hacerlo, ¿no? ¿Te despertó la tormenta?

– No, no me despertó.

Fidelma arqueó un poco una ceja ante la rotunda negativa.

– Creía que la violencia de la tormenta nos había despertado a todos -comentó.

– Tú ya sabes que soy… que era… un guerrero. Estoy acostumbrado a situaciones de…

– Entonces dormiste a pierna suelta durante toda la tempestad -cortó Fidelma.

– No exactamente, pero…

– Entonces te despertó, como a todos los demás. -Fidelma se regodeaba con vindicación al insistir en aquel aspecto-. Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Por qué te pareció que debías comprobar que todos los del grupo estaban bien?

– Como he dicho, alguien debe estar al mando. Es evidente que sor Muirgel no estaba en condiciones de controlar la situación.

– Entonces solamente lo hiciste para reivindicar tu derecho al liderazgo.

Cian frunció el entrecejo.

– Yo sólo quería asegurarme de que nadie estaba en apuros.

– ¿Y por eso te arrogaste el cargo de guardián para vigilar a los demás?

– Al final resultó ser una buena idea.

– Porque todo el mundo estaba sano y salvo en su camarote, salvo sor Muirgel, ¿no es así?

– Dado que pretendes ser tan detallista -le dijo burlonamente-, no, no todos estaban en su camarote.

– ¿Puedes ser más concreto?

– Cuando me desperté, el hermano Bairne, con quien comparto camarote, no estaba en su litera. Luego he sabido que había estado en la proa del barco.

– Bien. ¿Y sabes si había alguien más, aparte de Muirgel, que no estuviera en su camarote?

– No.

– ¿Cuándo supiste que Muirgel había desaparecido?

– Casi de inmediato. Como recordarás, su camarote se encuentra delante del mío. Cuando entré, ella no estaba en él.

– ¿Estaba su puerta cerrada con llave?

– ¿Por qué iba a estarlo? -se extrañó Cian con el ceño fruncido.

– No importa. Continúa. ¿Qué hiciste luego?

– Salí del camarote, y entonces fue cuando vi al hermano Bairne volviendo de proa; entró en nuestro camarote.

– ¿Y adónde fuiste luego?

– Al camarote de sor Crella, para ver si todo iba bien. Dormía. Luego pasé por el de sor Ainder y sor Gormán, que ya estaba despierta y vestida.

– ¿Discutiste con sor Gormán?

Adoptó un gesto de cautela.

– ¿Por qué iba a discutir con ella?

– Sor Ainder me ha dicho que la despertó una discusión.

– ¡Paparruchas! A Ainder le molestó que la despertaran nuestras voces. Luego fui a mirar los demás camarotes, y todo el mundo estaba en su sitio con excepción de sor Muirgel.

– ¿Y luego?

– Luego entré en el tuyo para ver si estabas bien. Todavía dormías. Al ver que sor Muirgel era la única que no estaba en su cama, fui a mirar a proa y a la sala grande donde comemos. Entonces me encontré con el capitán Murchad y lo informé de que no conseguía localizar a sor Muirgel. Me dijo que registraría el barco por mí y pidió al bretón, Gurvan, que lo hiciera. Tras buscarla por todo el navío y comprobar que Muirgel no estaba a bordo, el capitán llegó a la conclusión de que había caído al mar durante la tormenta. Entonces pidió a Gurvan que volviera a registrar el barco, lo cual, como ya sabes, confirmó lo que temíamos.

– ¿Y no oíste nada durante la noche, no viste nada que pudiera dar una explicación a lo ocurrido?

– Lo que te he contado es cuanto sé.

Fidelma calló un momento para reflexionar.

– ¿Conocías bien a sor Muirgel?

Cian la miró con recelo.

– Si quieres averiguar algo de sor Muirgel, pregunta a sor Crella. Era su mejor amiga y eran parientas.

– Lo que me interesa es lo que tú puedas saber de ella. Me dijiste que ingresaste en la abadía de Bangor. Me consta que ibas a Moville con frecuencia. Supongo que conocerías a Muirgel allí.

Cian apretó los dientes.

– Llevaba recados del abad de Bangor y ayudaba en el pomar.

– ¿Fue así como conociste a sor Muirgel? ¿Llevando mensajes?

– Que yo recuerde, sor Crella me la presentó.

– ¿Te presentó sor Crella a sor Canair también?

– No, me la presentó Muirgel. ¿Por qué?

– Sólo tengo curiosidad por saber cómo acabaste integrándote en este grupo de peregrinos.

– Ya te lo he contado.

– Cuéntamelo otra vez

– Vine porque he oído hablar de Mormohec, un curandero que vive cerca del santo lugar de Santiago.

– Eso dijiste. ¿Y entonces convenciste a sor Canair para que te aceptara en la peregrinación que había organizado?

– Apenas si estaba bien organizada. El grupo carece de disciplina.

– Son peregrinos, Cian, no una milicia. Pero hay algo que me confunde. Si sor Canair era la organizadora, ¿cómo es que perdió el barco?

– No lo sé. Hay gente que tiene por costumbre llegar tarde. ¿No dice el viejo proverbio que el hombre amigo de la tardanza se busca complicaciones? Pues lo mismo pasa con las mujeres. Igual creyó que la marea y los vientos se detendrían para esperarla.

– ¿Estáis diciendo que sor Canair tenía fama de impuntual?

– No lo estoy diciendo. Es sólo una sugerencia que podría explicar por qué no llegó a embarcar.

– Resulta extraño que la guía de este grupo no fuera capaz de llegar al barco siquiera, después de haber conducido a todos hasta Muman desde Ulaidh -insistió Fidelma otra vez.

– La vida esta hecha de extraños acontecimientos.

– ¿Como el fallecimiento de la pobre sor Muirgel? -sugirió Fidelma con calma.

– Eso no me parece nada extraño. Sor Muirgel era una mujer terca. Cuando se proponía algo, nada la hacía cambiar de parecer. Así fue cuando decidió emprender este viaje.

– ¿Qué te hace pensar que alguien intentó hacerle cambiar de parecer con respecto a este viaje? -Fidelma se interesó por la insinuación.

– Después de hablarle del viaje y decirle que iba a unirme al grupo de sor Canair -respondió Cian sin inmutarse-, sor Muirgel acudió a sor Canair de inmediato, y la convenció para que descartara a otras dos hermanas a las que había aceptado, a fin de que ella y Crella pudieran ocupar sus lugares. Sor Muirgel tenía un gran poder de persuasión.

Fidelma estaba cada vez más pensativa.

– ¿Insinúas que sor Muirgel decidió unirse al viaje cuando supo que tú serías parte del grupo?

Cian negó con la cabeza y respondió:

– Yo no diría eso.

– Ahora tengo la impresión de que sor Muirgel influyó más en la preparación de este peregrinaje que sor Canair.

– Hicieron falta varias semanas para planear el viaje. Supongo que sor Muirgel pretendía arrebatar la posición de guía a sor Canair. Sor Crella la apoyaba; aunque solía hacerlo en cualquier cosa.

– Pero sor Canair también tenía una personalidad fuerte. No aguantaba así como así las imposiciones de nuestra desaparecida amiga.

– Parece que conoces bien los defectos de sor Muirgel.

– Se descubren muchas cosas cuando… -Cian buscó la frase más precisa-. Cuando se viaja con gente. Conoces sus defectos.

– Antes has dicho que no te sorprendió que muriera porque era terca.

– Con eso he querido decir que era lo bastante testaruda como para subir a cubierta pese a los consejos que le habían dado. Cuando se le metía algo en la cabeza, lo hacía.

Fidelma parpadeó con interés y se apresuró a preguntarle:

– ¿Alguien le aconsejó que no subiera a cubierta durante la tempestad?

Cian movió la cabeza.

– Sólo lo he puesto como ejemplo. Me refería a su modo de ser. Bueno, ya te he dicho cuanto sabía de este asunto.

Dicho esto, dio media vuelta y empezó a marcharse por la cubierta, pero Fidelma lo llamó de pronto.

– Una cosa más…

Cian se volvió con expectación.

– Quisiera saber algo más sobre las circunstancias en las que el grupo se separó de sor Canair. No acabo de entender cómo pudo retrasarse para embarcar ni por qué no subió a bordo con el resto de vosotros.

Cian la miró con incertidumbre un momento.

– ¿Por qué te interesa tanto sor Canair, si estás investigando las circunstancias en que sor Muirgel cayó al agua? -objetó.

– Será mi curiosidad natural, Cian. Recordarás, supongo, que cuando era joven carecía de curiosidad hasta que aprendí que debía interesarme más por las razones y los motivos de la conducta de los otros.

Un gesto agresivo ensombreció el semblante de Cian, pero desapareció en el acto.

– Según recuerdo, nos separamos de sor Canair antes de llegar a Ardmore -dijo.

– ¿Por qué?

– Nuestra intención era pasar la noche en la abadía de St. Declan, pero sor Canair se separó del grupo cuando estábamos a dos kilómetros de la abadía.

– ¿Por qué lo hizo?

– Nos dijo que quería ir a ver a un amigo o un pariente que vivía en la región. Prometió que se reuniría con nosotros en la abadía donde pasaríamos la noche. Sin embargo no lo hizo, y al ver que no se presentaba en el muelle a la hora acordada, sor Muirgel asumió el mando. Así consiguió por fin lo que quería: el control del grupo.

– Pero el control no le duró mucho -observó Fidelma secamente-. De hecho, dos de los guías no han podido disfrutar mucho tiempo de su cargo. ¿Estás seguro de que quieres ocuparlo ahora? -le preguntó con una sonrisa sarcástica en los labios.

Las facciones de Cian se tensaron.

– No sé qué insinúas.

Fidelma ensanchó la sonrisa.

– Nada, es sólo una sugerencia. Gracias por tu tiempo y por responder a mis preguntas.

Cian dio media vuelta para irse y vaciló un momento. Levantó el brazo sano con un curioso movimiento de impotencia.

– Fidelma, no deberíamos estar enemistados. Tanto rencor…

Ella lo miró con desdén.

– Ya te lo he dicho antes, Cian: no hay enemistad entre nosotros. Para haberla tendría que mediar algún sentimiento entre los dos. Y ya no queda nada. Ni siquiera rencor.

Pese a pronunciar esas palabras en voz alta, Fidelma sabía muy bien que mentía. El desprecio que sentía por él era en sí un sentimiento; y no le gustaba ni gota. Si de verdad se hubiera recuperado del daño que le había causado entonces, no habría sentido nada en absoluto. Y esta realidad la inquietaba más de lo que estaba dispuesta a reconocer.

Загрузка...