CAPÍTULO I

Bahía de Ardmore, costa sur de Irlanda, mediados de octubre de 666 d. C.

Por el camino que recorre el cabo abrupto y rocoso, Colla el posadero sofrenó al par de asnos robustos que tiraban de un carro demasiado cargado. Era una suave mañana otoñal y el sol ya ascendía por el este. Un mar en calma se explayaba a los pies del cabo reflejando un cielo surcado apenas por unas nubes blanquecinas. Ya asomaba la brisa del noroeste, moviendo con ella la marea matutina. Desde aquella altura y por el nivel y el tono atenuado del agua, el mar parecía plano y en calma. Sin embargo, los años de experiencia junto a aquella vasta extensión le decían que era sólo un espejismo. Desde aquella altura, la vista no distinguía el oleaje ni los escarceos de unas aguas traicioneras e inquietantes.

En el cielo, las aves marinas y costeras revoloteaban, pasando como flechas en medio de una algarabía de trinos matutinos. Los araos se concentraban a lo largo de la costa, preparándose para emigrar los crudos meses de invierno. En aquella época del año aún se veía alguna que otra alca: ya abandonaban los nidos de los acantilados para partir en las próximas semanas. Las pocas aves estivales que quedaban, las más fuertes, como los cormoranes, desaparecían por momentos para dar paso a las gaviotas. Empezaban a imponerse densas bandadas de gaviotas canas, más pequeñas y apacibles que la gran gaviota hiperbórea de lomo negro.

Colla se había levantado antes del alba para subir con el carro a la abadía de St. Declan, que se erigía en la cumbre del empinado cabo de Ardmore, sobre la aldea de pescadores. Además de ser el posadero del lugar, Colla comerciaba con mercaderes que fondeaban sus naves al abrigo del puerto natural de la bahía; mercaderes que zarpaban de las costas de Éireann rumbo a tierras lejanas como Britania, Galia y otras más remotas.

Aquella mañana había entregado a la abadía cuatro toneles con vino y aceite de oliva que habían llegado con la marea de la noche anterior en un barco mercante galo. A cambio de las mercancías, los industriosos monjes de St. Declan elaboraban bienes de cuero como zapatos, monederos y bolsos, y demás objetos de piel de nutria, ardilla y liebre. Ahora Colla regresaba al puerto para entregar los bienes al mercante galo, que partiría con la marea nocturna. En esta ocasión, el intercambio había satisfecho bastante al abad, así como a Colla, pues la comisión recibida había sido lo bastante sustanciosa para que sus rasgos curtidos mudaran en una sonrisa complaciente a su regreso por el sendero del cabo.

No obstante, había querido hacer un alto para contemplar la vista que se extendía a sus pies. Al mirar abajo despertaba en su interior un ansia de dominación, un ansia de poder. Desde aquella altura divisaba el minúsculo puerto de la ensenada con diversos barcos anclados que se mecían. Se sentía como un rey guardando su reino.

Una ráfaga de viento frío del noroeste lo estremeció e interrumpió sus ensoñaciones. Aquella mañana había notado un leve cambio en la brisa, que era cada vez más intensa y fresca. Hacía una hora que había salido el sol, y la marea estaba cambiando. De un momento a otro despertaría también el trasiego en el puerto. Colla atizó a los asnos con las riendas y, con atención, condujo el carro y la carga por el camino escarpado y sinuoso que descendía a la bahía arenosa.

Se fijó en las siluetas negras de un par de enormes barcos de altura, los ler-longa, fondeados entre otras embarcaciones al socaire del puerto. Desde aquel mirador parecían diminutos y frágiles, pero sabía que en realidad eran grandes y resistentes y que medían veinticinco metros de eslora, suficiente para afrontar los vastos océanos que existían lejos de la costa.

Dio un respingo al oír un chasquido explosivo por encima del alboroto general de las aves y el fragor distante del mar. Un clamor escandaloso respondió al chasquido, lo que espantó a las aves marinas, que alzaron el vuelo sobre la bahía entre graznidos de contrariedad. Era el ruido y la actividad que Colla estaba esperando. Con ojos vivarachos, vio que un de los ler-longa se apartaba lentamente del ancladero. El chasquido provenía del barco: al izar la vela de piel ésta flameaba contra el viento; una vez arriba, venciendo las rachas, era atesada. Colla sonrió con la expresión del buen conocedor. Seguramente al capitán le acuciaría aprovechar el viento crepuscular del noroeste y el cambio de marea. ¿Cómo lo definían los marineros? Marea de sotavento que se mueve en la dirección del viento. Con buenas artes de navegación, el barco no tardaría en salir de la bahía y alejarse del cabo de Ardmore, rumbo al sur, hacia el vasto mar abierto.

Colla aguzó la vista para identificar la nave, aunque sabía que sólo una embarcación zarparía con la marea de aquella mañana. Era el Ge Ghúirainn de Murchad, el Barnacla Cariblanca. Murchad le había contado que en esta ocasión transportaría a un grupo de peregrinos con destino a un santo sepulcro de ultramar. De hecho, de camino a la abadía Colla se había cruzado con un grupo de monjes y monjas a pie, que descendían al puerto para embarcarse. La escena no era nada inusual. Peregrinos procedentes de todos los rincones de los Cinco Reinos de Éireann frecuentaban la abadía de St. Declan, donde solían alojarse antes de subir a bordo de la embarcación que los conduciría a sus respectivos destinos. Según el carácter, había quienes preferían dormir en la posada de Colla. La noche pasada había alojado a algunos, que ya estarían a bordo del Barnacla Cariblanca. Entre ellos se contaba una religiosa que había llegado bien entrada la noche y que estaba ansiosa por embarcar al alba. Por otra parte Menma, un sobrino que le ayudaba en la posada, le había dicho que un hombre y una mujer habían cogido una habitación algo antes, y viajarían asimismo en el barco de peregrinos.

El Barnacla Cariblanca surcaba a buen ritmo las aguas con la ayuda del viento a favor y la marea. En cierto modo Colla envidiaba a Murchad y el hermoso navío con el que se aventuraba hacia el horizonte, proa a tierras ignotas. Pero el posadero también sabía que no estaba hecho para aquella vida. Él no era marinero y prefería que sus días fueran algo más predecibles.

De ser por él, se habría detenido el día entero a contemplar el mar y los navíos desde el cabo, pero tenía quehaceres pendientes y una posada que llevar. Así, volvió a concentrarse en el camino; sacudió las riendas y chasqueó la lengua para acuciar a los borricos, que movieron las orejas y, obedientes, tiraron con más fuerza. La bajada en carro requería toda su concentración, pues era más difícil que el ascenso.

En cuanto llegó al patio de la posada, paró el carro. A aquella hora el pueblo era un hervidero de actividad: los pescadores acudían a sus barcas; los marineros, reponiéndose de la noche de borrachera y juerga en tierra, se desperezaban de camino a sus respectivos barcos, mientras los jornaleros partían a labrar los campos.

Cuando el rechoncho posadero entró en la posada, Menma, su ayudante, un muchacho de rasgos adustos, estaba barriendo la sala principal. Colla miró a su alrededor con aprobación al ver que Menma ya había limpiado las mesas donde habían desayunado los huéspedes antes de partir.

– ¿Has hecho ya las habitaciones? -le preguntó mientras se disponía a servirse una jarra de aguamiel para refrescarse del trayecto.

Con resquemor, Menma respondió con una negativa moviendo la cabeza.

– Acabo de recoger los platos del desayuno. Ah, y ha pasado ese mercader galo preguntando por vos. Ha dicho que regresará hacia mediodía con un par de hombres para estibar la carga en el barco.

Colla asintió distraídamente, tomándose a sorbos el aguamiel. Acto seguido dejó la jarra sobre la mesa con un suspiro de fastidio.

– Entonces será mejor que me ponga con las habitaciones antes de que lleguen huéspedes. ¿Los peregrinos se han marchado sin ningún percance?

Menma pensó antes de responder:

– ¿Los peregrinos? Creo que sí.

– ¿Sólo crees que sí? -repitió Colla con sorna-. Buen posadero estás hecho, si no sabes si tus huéspedes se han marchado.

El joven hizo oídos sordos al sarcasmo de su patrón.

– Había otros muchos huéspedes exigiendo comida, y sólo estaba yo para servirles -protestó con resentimiento, pero añadió-: El monje y la monja que llegaron anoche después de la comida… esos dos han partido antes de las primeras luces. Yo ni siquiera estaba levantado. Han dejado dinero ahí, sobre la mesa. Vos, que habéis salido pronto, los habréis visto.

Colla movió la cabeza.

– Sólo me he cruzado en el camino con un grupo de peregrinos que se dirigían al muelle; venían de la abadía. Bueno, al poco rato me he cruzado con una monja que venía de la misma dirección. Quizá les hacía ilusión llegar pronto al muelle. -Se encogió de hombros con indiferencia-. Mientras hayan pagado. De una docena de huéspedes, sólo había otro más aparte de esos dos que han embarcado en el Barnacla Cariblanca esta mañana… esa joven religiosa que llegó tan tarde. ¿Sabes si se ha levantado para partir con la marea?

– No la recuerdo. Pero si no está en la posada, se habrá ido con el barco o a otro lugar -dijo con indiferencia-. No tengo más que dos ojos y dos manos.

Colla apretó los labios con enfado. Si Menma no hubiera sido el hijo de su hermana, le habría calentado las orejas. Se estaba convirtiendo en un muchacho perezoso y protestón. Colla tenía la impresión de que para Menma el trabajo en la posada era una labor indigna.

– Muy bien -respondió Colla reprimiendo el enfado-. Empezaré a limpiar las habitaciones. Avísame cuando regrese el mercader galo.

Subió por la escalera de madera que llevaba a la planta superior, donde estaban las habitaciones. Eran muy completas: había una grande en la que podían alojarse a un precio reducido una docena de huéspedes o más, y otras seis para quienes pudieran corresponder con mayor generosidad al posadero. La noche anterior había llenado la habitación común, en buena parte de marineros galos borrachos que no habían podido volver a su barco mercante en los botes a causa del exceso de comida y alcohol. Cinco de los cuartos restantes se habían ocupado: tres huéspedes habían estado tratando con mercaderes y, por otra parte, estaban los religiosos que, por el motivo que fuere, habían declinado la hospitalidad de la abadía, cosa nada inusual.

Colla no había visto al joven monje y la joven hermana que, según le había dicho Menma, habían llegado sin equipaje, tras la comida principal. No habían pedido siquiera algo de comer y habían cogido una habitación individual. En cambio recordaba al tercer huésped de la noche -una joven religiosa- por la hora avanzada que era y por lo agitada que parecía. Había estado un rato por fuera, como aguardando a alguien; al final se había decidido a inquirir a Colla si alguien había preguntado por ella. En vano trató de recordar el nombre de la joven. Le sugirió que acaso estaría más cómoda en el claustro de la abadía, pero insistió en tomar una habitación alegando que era ya noche cerrada para aventurarse colina arriba y dormir en la abadía. También había dicho a Colla que debía levantarse temprano para reunirse con otros religiosos y embarcarse en un barco de peregrinos. Puesto que el Barnacla Cariblanca de Murchad era el único que zarparía con la marea matutina, supuso que la joven no podía referirse a otro. Por tanto, había ordenado a Menma que despertara a la muchacha con tiempo. Y es que el posadero se tomaba muy en serio la responsabilidad de mirar por el bienestar de los huéspedes.

Colla se detuvo un momento en el rellano al final de la escalera para reunir el ánimo necesario para emprender la tarea. Detestaba limpiar. Era lo peor de llevar una posada. Al no estar casado y no tener hijos, había acogido al hijo de su hermana pensando que lo aligeraría de trabajo, pero el chico empezaba a ser una carga.

Escoba en mano, abrió la puerta de la habitación común con una mueca de asco al golpearle la vaharada de vino rancio, sudor agrio y demás hedores que flotaban entre el desorden y la confusión de las camas deshechas. Ahuyentado, tomó la opción más fácil de arreglar los cuartos individuales. Sería más sencillo limpiarlos primero, y ya volvería luego para organizar aquel caos general.

Todas las puertas de las habitaciones estaban abiertas de par en par, salvo una, al final, la misma en la que había instalado a la muchacha que llegó a última hora del día anterior. Colla se consideraba buen conocedor del carácter humano. Supuso que aquella joven sería una persona maniática, de las que ordenan la habitación y dejan la puerta cerrada al marcharse. Sonrió de satisfacción ante su perspicacia y se prometió regalarse una bebida si acertaba. Solía jugar a aquello, como si necesitara una excusa para consumir sus propias existencias. Luego, a falta de más distracciones, mal que le pesara se puso manos a la obra.

Cuando se dio cuenta, estaba limpiando las habitaciones con agilidad, pero con un esmero que discordaba con los rápidos movimientos con que ordenaba. Pensaba en lo mucho que estaba adelantando, cuando llegó a la quinta habitación, la que había ocupado la joven pareja de religiosos. Al entrar la encontró en un estado casi prístino, con la cama hecha de manera impecable. Habría deseado que todos los huéspedes fueran igual de limpios y ordenados. Se estaba congratulando por el poco trabajo que allí tenía cuando se fijó en algo en el suelo. Era una mancha oscura, como si hubieran pisado algo, pero no desprendía el mal olor de excrementos. Con cuidado, Colla se inclinó y le dio unos toquecitos con el dedo. Todavía estaba húmedo, pero no se le pegó nada en la mano.

Para asegurarse miró alrededor de la habitación. Confirmó la primera impresión: estaba bastante limpia y ordenada. Volvió a bajar la vista sobre la única mancha que había, extrañado.

Al reflexionar después, sin saber muy bien por qué, salió del cuarto sin limpiarlo. Al hacerlo vio otra mancha en el suelo, frente a la entrada de la sexta habitación. Vaciló un instante, llamó a la puerta y levantó el pestillo para abrirla.

El cuarto estaba en penumbra porque aún no habían retirado la cortina que cubría la ventana, pero había luz suficiente para vislumbrar a una persona echada en la cama.

Colla carraspeó y avisó con nerviosidad:

– Hermana, os habéis dormido. Vuestro barco ya ha partido… ya se ha hecho a la mar. ¡Hermana, debéis levantaros!

El bulto bajo las mantas no se movió.

Colla se aproximó despacio por temor a lo que pudiera encontrar. La intuición le decía que algo no iba nada bien. Fue a la ventana junto a la cabecera y descorrió la cortina para que entrara la luz. Al mismo tiempo advirtió que la manta, además de cubrir el cuerpo tendido sobre la cama, tapaba la cabeza. En el suelo había un cuchillo de carne, que reconoció por ser de su propia cocina.

– ¿Hermana? -preguntó con cierta congoja.

Se negaba a creer lo que su mente le decía.

Con la mano trémula tomó el borde de la manta. Estaba empapada: aun sin mirar, sabía muy bien que no era agua. Con sumo cuidado, la apartó del rostro que cubría.

Allí estaba la joven, mirándolo con ojos vidriosos y desorbitados, y una mueca de dolor postrera. Tenía la tez cérea y llevaba rato muerta. Impresionado, Colla hizo un esfuerzo para apartar la vista de aquella mirada inerte y dirigirla sobre el cuerpo. La tela blanca del camisón estaba rota, rasgada y bañada en sangre. Jamás había conocido semejante ferocidad causada con un cuchillo. Habían cortado -o, más bien, hecho trizas- el cuerpo, como si un carnicero hubiera tomado la tierna carne de la mujer por la de un cordero que va a ser descuartizado.

Dando un curioso gruñido, Colla volvió a tapar la figura con la manta empapada en sangre. Se apartó de la cama y vomitó.

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