CAPÍTULO XI

Fidelma decidió que el siguiente en ser interrogado sería el oficial de cubierta bretón, Gurvan, que había realizado una búsqueda exhaustiva por el barco. Preguntó a Murchad dónde podía encontrarlo, a lo que éste le respondió que estaba abajo, «calafateando». Fidelma no supo a qué se refería, pero Murchad hizo una seña a Wenbrit y le mandó conducirla a donde Gurvan se hallaba trabajando.

Gurvan estaba en una parte delantera del barco, donde al parecer se guardaban pertrechos. Estaba algo más allá del lugar donde colgaban los coyes de la tripulación del Barnacla Cariblanca; los coyes eran las camas colgantes de malla de tela suspendidas a ambos extremos de cabos que iban atados a las vigas del barco de manera que se balanceaban con el vaivén del navío. Algunos marineros dormían, exhaustos tras pasar la noche en vela debido a la tormenta. Con un farol en la mano, Wenbrit pasó entre los coyes con cuidado de no tocarlos y llegó a un camarote lleno de cajas y toneles.

Gurvan había movido las cajas necesarias para tener acceso al costado de la embarcación. Había equilibrado un farolillo sobre unas cajas y estaba encorvado; sostenía un cubo y metía barro -o eso le pareció a Fidelma- entre las juntas de la madera. Wenbrit los dejó después de asegurarse de que Fidelma sabría volver sola a la cubierta principal.

Gurvan no interrumpió su labor y Fidelma se agachó junto a él. Advirtió que de entre las junturas del barco brotaban regueros de agua aquí y allá y, de pronto, comprendió que al otro lado de los tablones estaba el mar.

– ¿Hay peligro de que el agua inunde el barco? -susurró.

Gurvan se rió con picardía.

– No, señora, por Dios. Hasta los mejores barcos tienen filtraciones, sobre todo después del pasaje endemoniado que acabamos de superar. Primero la tormenta y luego el paso por el istmo. Lo raro es que no se haya roto algún tablón. Pero el nuestro es un buen barco, sólido y resistente. Los tablones están unidos a tope: contienen la presión de cualquier mar.

– ¿Y entonces que estáis haciendo?

Fidelma no estaba convencida del todo y no quería reconocer que no tenía idea de qué quería decir «unidos a tope».

– A esto se le llama calafatear, señora -dijo y señaló el cubo-. Eso de ahí son hojas de avellano. Las meto entre las juntas de los tablones y sirven para taponar herméticamente los resquicios.

– Parece tan… endeble frente a la turbulencia del agua.

– Es un método de calidad probada -le aseguró Gurvan-. Los grandes navíos de nuestros antepasados veneti combatieron contra Julio César con barcos calafateados de un modo similar. Pero no habréis venido a preguntarme sobre esto, ¿no?

Fidelma le dio la razón con renuencia.

– No. Sólo quería preguntaros acerca de la búsqueda de sor Muirgel.

– ¿La religiosa que cayó al mar? -preguntó.

Se detuvo un momento a examinar su trabajo y luego dijo:

– El capitán me pidió que llevara a cabo una busca. En un barco de veinticuatro metros de eslora no hay muchos rincones donde esconderse, ya sea accidental o intencionadamente. Enseguida nos percatamos de que esa mujer no iba a bordo.

– ¿Buscasteis en todas partes?

Gurvan sonrió sin perder la paciencia.

– En cualquier parte donde alguien podría esconderse si quisiera. Bueno, salvo en el pantoque, porque pensé que una mujer nunca se escondería allí… Es la parte más honda del casco, donde se suelen juntar ratas, ratones y desperdicios.

Fidelma tuvo un escalofrío involuntario. Gurvan sonrió con cierto sadismo al ver su reacción.

– No, señora, aparte de los camarotes de los pasajeros, donde ya se había buscado, miré por todas partes. Sólo podemos sacar en conclusión que la pobre cayó por la borda.

– Gracias, Gurvan.

Fidelma se puso de pie y regresó por donde había venido.

Aunque no había pensado en interrogar a sor Gormán a continuación, pensó en hacerlo al pasar por delante de su camarote. Sor Gormán estaba sentada en su litera, pálida y cabizbaja.

– ¿No molestaré? -preguntó Fidelma al entrar después de ser invitada a ello.

– Sor Fidelma -dijo la muchacha, alzando la vista con nerviosismo-. No me importa que me molesten. Esta travesía no está siendo como esperaba.

– ¿Y qué esperabais? -preguntó Fidelma al sentarse.

– Oh -se lamentó e hizo una pausa para pensar-. Creo que nada está siendo como cabría esperar; un peregrinaje, un viaje al sepulcro donde yace el cuerpo de un hombre que conoció a Cristo… debería ser un viaje memorable y excitante.

– ¿Acaso no os parece un viaje excitante? Yo diría que lo es; y un viaje lleno de incidentes -respondió Fidelma manteniendo un tono suave.

Sor Gormán apretó los labios. Fidelma esperó y, al no obtener respuesta, se sentó en una silla junto a la muchacha y adoptó un tono más serio.

– La pérdida de sor Muirgel ha sido un golpe duro para vuestro grupo.

La joven arrugó la nariz con desdén.

– ¡Muirgel! -exclamó, resumiendo en esa palabra su aprensión.

Fidelma captó el tono de inmediato.

– Veo que no erais amiga de sor Muirgel.

– Lamento que esté muerta -respondió sor Gormán a la defensiva.

– ¿No le teníais simpatía?

– No me siento culpable por tenerle antipatía.

– Nadie ha insinuado que debierais sentirla.

– Cuando alguien muere uno siempre se siente culpable de abrigar malos pensamientos hacia el fallecido.

– ¿Y vos los abrigabais?

– Yo y todos, ¿no?

– Yo no lo sé: no soy de vuestro grupo. Yo pensaba que erais peregrinos que viajabais juntos.

– Y así es. Pero eso no quiere decir que congraciemos entre nosotros. Yo no tengo nada en común con nadie de este grupo salvo con… -Se interrumpió y se apresuró a añadir-: Sor Muirgel era una tirana y yo… ¡yo la odiaba!

La hermana Gormán casi escupió su última frase. Fidelma miró a la joven con seriedad.

– ¿Y ahora creéis que deberíais sentir culpa por el odio que le teníais?

– Sí, pero no la siento.

– ¿Qué os hacía odiar a sor Muirgel en concreto?

Sentada en la cama, la joven se paró a reflexionar.

– Siempre se metía conmigo porque soy joven y provengo de una familia pobre. Mi padre no era jefe como el suyo, sino palafrenero. Aprendí a leer un poco y entré en la abadía de Moville para proseguir mis estudios. Muirgel y Crella me obligaron a ser su criada.

– ¿Que os obligaron?

Fidelma no era tan ingenua como para ignorar que tras los muros de abadías e instituciones religiosas, como en cualquier otra institución, también había quien tiranizaba a otros.

– ¿Las dos, sor Muirgel y sor Crella, os daban órdenes?

– Sor Muirgel mandaba y sor Crella acataba. Muirgel siempre llevaba la voz cantante en estas cosas.

– Por eso no lamentáis su muerte.

– ¿Acaso no dice la carta de san Pablo a los Romanos: «Bendecid a los que os persiguen; bendecid y no maldigáis»? Si así debe ser, mi alma está condenada. Pero no me importa.

Fidelma esbozó una sonrisa.

– Bueno, dadas las circunstancias, creo que se os perdonará lo que sentís. De entre todas las cosas, amar a nuestros enemigos es de las más difíciles.

– Pero, ¿perdonar a nuestros enemigos no es acaso uno de los actos de gracia fundamentales que nos definen como bienaventurados? -preguntó la joven con obstinación.

– El perdón es un tema principal en los Evangelios -concedió Fidelma-. Los Evangelios nos dicen que la voluntad de Cristo de perdonarnos está supeditada a nuestra voluntad de perdonar a nuestros enemigos. El que éramos antes debe renacer como alguien nuevo y bondadoso si quiere ser aceptado en el Reino eterno de Dios.

Sor Gormán parecía apenada.

– En tal caso la condenación pende sobre mí.

– Ahora que sor Muirgel ha muerto, seguro que…

– Sigo sin poder perdonar a sor Muirgel por el sufrimiento que me causó.

Fidelma se echó hacia atrás, pensativa.

– Si la odiabais tanto, ¿por qué emprendisteis este peregrinaje?

– Sor Canair era quien iba a estar al mando. Pero sor Canair era mala persona.

– ¿En qué sentido? -Fidelma se sorprendió-. ¿También os tiranizaba?

– Oh, no -aseguró la joven moviendo la cabeza-. Sor Canair no me tomaba en cuenta. Yo para ella no existía. ¡Cuánto los odiaba a todos! Cómo deseaba…

La chica empalideció de pronto y miró a Fidelma con ansia.

– Yo no deseaba que sor Muirgel muriera de ese modo. Yo sólo quería castigarla.

– ¿Castigarla? ¿A qué os referís?

Sor Gormán parecía preocupada.

– Lo juro, no era mi intención.

– ¿Vuestra intención? -preguntó Fidelma con el ceño fruncido-. ¿A qué os referís con que no era vuestra intención? ¿Intentáis decirme que estáis implicada en la desaparición de Muirgel?

Con ojos muy abiertos, la muchacha miraba a Fidelma como si los pensamientos que habían acudido a su mente la horrorizaran.

– Le eché un mal de ojo. Ayer a medianoche me puse delante de la puerta de su camarote y la maldije.

Fidelma no sabía si debía reír o asombrarse ante la revelación teatral de la joven.

– ¿Decís que estabais delante de su camarote ayer a medianoche durante la tormenta…? ¿Y que la maldijisteis? ¿Eso habéis dicho?

Sor Gormán asintió moviendo la cabeza lentamente.

– Sí, durante el temporal.

– ¿Entrasteis en su camarote a verla?

– No. Me quedé fuera y la maldije con palabras de los Salmos.

Y empezó a recitar en un tono gemebundo:


Que sus ojos se oscurezcan y no vean,

Y que su lomo vacile siempre

Derrama sobre ella tu ira;

Que el furor de tu cólera la alcance;

… y acrecentó el dolor del que t ú llagaste.

Añade esta iniquidad a sus iniquidades,

Y que no tenga parte en tu justicia.

Que sea borrada del libro de la vida

¡Y no sea inscrita con los justos!


Fidelma parpadeó ante la vehemencia de la joven y luego trató de sacar algo en claro.

– Pero si es una versión modificada del Salmo 69 -observó.

– ¡Pero surtió efecto! ¡Surtió efecto! ¡Mi maldición surtió efecto! -exclamó con una nota de histeria-. Debió de subir a cubierta al poco rato, y la mano vengadora de Dios se la llevó.

– No lo creo -respondió Fidelma con sequedad-. Si intervino alguna mano, fue humana.

Sor Gormán se la quedó mirando y luego tuvo un cambio brusco de ánimo. En sus ojos había recelo.

– ¿Qué queréis decir? Todo el mundo ha dicho que una ola la arrastró al mar, ¿no?

Fidelma advirtió que había hablado más de la cuenta.

– Simplemente quiero decir que no ocurrió a causa de tu maldición ni tu invocación.

Sor Gormán se paró a pensar un momento.

– Pero una maldición es algo terrible, y yo debo expiar mi pecado. Sin embargo, no puedo hacerlo perdonando a sor Muirgel, ni sintiéndome culpable.

– Decidme una cosa solamente, sor Gormán -pidió Fidelma, que empezaba a aborrecer el egocentrismo de la muchacha, así como su empeño en autoinculparse por la muerte de sor Muirgel-. Habéis dicho que salisteis de vuestro camarote sobre la medianoche.

La joven asintió con la cabeza.

– Lo compartís con sor Ainder, ¿cierto?

– Así es.

– ¿Os vio salir del camarote?

– Concilió el sueño en el acto. Suele dormir como un leño. No creo que me viera salir.

– ¿La tormenta ya se había desatado?

– Sí.

– Vuestro camarote está junto a las escaleras, o como se llamen. Si lo he entendido bien, descendisteis por ellas hasta su camarote, ¿y no os cruzasteis ni visteis a nadie?

Sor Gormán movió la cabeza y confirmó lo dicho:

– No había nadie por allí a esa hora, y la tormenta era muy fuerte.

– Entonces, repito, si lo he entendido bien, os quedasteis frente a la puerta: no llegasteis a entrar en el camarote, sino que permanecisteis fuera maldiciéndola. ¿Y nadie os oyó?

– En ese momento la tormenta arreciaba. Dudo que nadie hubiera podido oírme aun estando a mi lado.

Fidelma la miraba sin convencerse de aquellas palabras. Parecía una versión muy extraña pero, por otra parte, la verdad solía ser lo increíble, y la mentira lo plausible.

– ¿Cuánto tiempo estuvisteis frente a la puerta del camarote echando esa maldición? -quiso saber.

– No estoy segura. Unos momentos. Un cuarto de hora quizá. No lo sé.

– ¿Qué hicisteis tras echar la maldición?

– Regresé a mi camarote. Sor Ainder aún dormía y la tormenta seguía rugiendo. Me tumbé en la cama, pero no me dormí hasta que la tormenta no amainó.

– ¿Oísteis algo en el pasillo?

– Me pareció oír un portazo en el camarote de enfrente. Empezaba a adormecerme y el golpe me despertó.

– ¿Cómo ibais a oírlo con el estruendo de la tormenta? Acabáis de decir que nadie os habría oído a vos. ¿Cómo ibais a oír entonces una puerta cerrándose?

Sor Gormán apretó las mandíbulas con pugnacidad.

– La oí porque fue después de que la tormenta empezara a amainar.

– De acuerdo. Sólo quiero asegurarme de que he entendido bien los hechos. Y la puerta del camarote a la que os referís, la que oísteis cerrar de un golpe, ¿decís que era la del camarote frente al vuestro?

– Es el que comparten Cian y Bairne.

– Vaya. Y luego os volvisteis a dormir.

Sor Gormán parecía muy inquieta.

– Mi maldición la mató. Supongo que merezco un castigo.

Fidelma se puso en pie y se quedó mirando con lástima a la joven. Sor Gormán era decididamente inestable y, desde luego, precisaba la ayuda de su alma amiga, el compañero que todos tenían, encargado de escuchar los problemas y hablar de ellos. Todas las personas de las iglesias de los Cinco Reinos escogían para ello a un anamchara, o alma amiga.

– Quizá no conozcáis el antiguo proverbio que dice: «Jamás un millar de maldiciones rasgaron una camisa» -dijo Fidelma para tranquilizar a la chica.

Ésta alzó la cabeza para decirle:

– He maldecido a sor Muirgel y he causado su muerte. Ahora yo debo ser condenada.

Empezó a mecer el cuerpo adelante y atrás, rodeándose los hombros con los brazos y cantando con voz suave:


Perezca el día en que nací

Y la noche en que se dijo: «¡Ha sido concebida una niña!».

Conviértase ese día en tiniebla, no se c uide Dios desde lo alto,

No resplandezca sobre él un rayo de luz,

Apodérese de ella oscuridad y sombras d e muerte;

Encobe sobre él negra nube, llénelo d e terrores la negrura del día.

Hagan presa de aquella noche l as tinieblas,

No se junte a los días del año,

Ni entre en él cómputo de los meses.

Sea noche de tristeza,

No haya en ella regocijos.

Maldíganla…


Fidelma dejó a aquel ser desequilibrado salmodiando solo y salió de allí algo ahuyentada. ¿A cuál de todas las religiosas difíciles debía acudir para pedir que se ocuparan de ella? La joven necesitaba consejo, y ahora Fidelma no podía asumir esa responsabilidad. Sin embargo, no creía que nadie fuera a hacerse responsable. Sor Ainder no era suficientemente compasiva y Crella también era demasiado joven. Fidelma tendría que encargarse del asunto más adelante. Por el momento tenía que entrevistar todavía a Dathal, Adamrae, Bairne y Tola.

De pronto Fidelma reparó en que había un miembro del grupo de peregrinos al que aún no había visto: el hermano Guss. No había salido de su camarote desde que embarcaron, y tampoco había aparecido después de que Murchad ordenara a todo el mundo que subiera a cubierta al pasar entre los escollos. Compartía camarote con el hermano Tola, al que había visto leyendo al lado de un barril de agua de lluvia bajo el palo mayor. Por tanto, pensó que era un buen momento para abordar al monje esquivo.

Llamó a la puerta de su camarote y esperó.

Oyó el movimiento de una persona al otro lado, y luego una pausa larga. Volvió a llamar. Una voz débil la invitó a pasar y así lo hizo; la penumbra la hizo pestañear y esperó a que la vista se hubiera acostumbrado. Distinguió la figura de un hombre sentado sobre una de las literas.

– El hermano Guss, me imagino.

Se detuvo en el umbral y vio que la cabeza oscura del religioso se volvía hacia ella.

– Así es: Guss -respondió con voz trémula.

– ¿Podemos iluminar un poco más el camarote? -sugirió Fidelma y, sin esperar que respondiera, tomó la linterna del pasillo y la llevó dentro.

La luz reveló a un monje joven. Varias cosas llamaron la atención de Fidelma: el cabello rojo y desgreñado, abundantes pecas sobre una tez pálida, así como unos ojos azules, grandes y asustadizos, y un cuerpo alto pero enjuto. El joven bajó la mirada como un niño culpable al cruzarse con la de ella.

– No os hemos visto en la cubierta ni en ninguna comida -dijo Fidelma, tomando la iniciativa al tiempo que se sentaba en la litera a su lado-. ¿Os encontráis mal todavía?

El hermano Guss la miró con desconfianza.

– Me encontraba mal… es por el vaivén del mar, ¿sabéis? ¿Quién sois?

– Me llamo Fidelma. Fidelma de Cashel.

– El hermano Tola me ha hablado de vos. Yo me encontraba mal -repitió.

– Eso me habían dicho. ¿Y os encontráis mejor?

El hermano Guss dio la callada por respuesta.

– El mar está mucho más en calma y no es bueno pasar tanto tiempo encerrado en el camarote. Os convendría subir a cubierta a tomar el aire. De hecho, no os he visto allí cuando el capitán ha dado la orden de subir.

– No sabía que la orden me concerniera.

– ¿No estabais al corriente del peligro?

El joven evitó responder otra vez y siguió mirándola con recelo.

– Guss es un nombre poco habitual -volvió a probar Fidelma-. Es un nombre muy antiguo, ¿verdad?

La mejor manera de hacerle perder la desconfianza hacia ella era animarlo a hablar.

El joven inclinó la cabeza un poco.

– Significa, según recuerdo, «vigor» o «fiereza». Supongo que la gente te llama Gusán -añadió Fidelma, refiriéndose al diminutivo y esperando provocarle con la referencia a su mocedad.

Y así fue. El joven puso mala cara y reaccionó, molesto.

– Me llamo Guss.

– ¿Y sois de la abadía de Moville?

– Estudio en la abadía -confirmó.

Apenas tenía más de veinte años.

– ¿Qué estudiáis?

– Estudio la ciencia de los astros con el Venerable Cummian, y ayudo a mantener un registro de los fenómenos meteorológicos -explicó el joven con un vislumbre de ufanía en la voz pese a su congoja.

– ¿Cummian? ¿Entonces sigue vivo? -dijo Fidelma con asombro genuino.

El joven frunció el ceño.

– ¿Conocéis al Venerable Cummian?

– Su fama le precede. Estudió con el gran abad de Bangor, Mo Sinu maccu Min, y ha escrito muchos libros de cómputo astronómico. Pero debe de ser muy anciano. ¿Y decís que sois alumno suyo?

– Uno de varios -afirmó Guss con orgullo-. Pero yo ya he obtenido el título de la quinta orden de sabiduría.

– Excelente. Es bueno saber que entre los pasajeros hay alguien capaz de reconocer el mapa orbe y trazar el recorrido para llegar a tierra desde este mar tempestuoso.

Así animó Fidelma al joven, engatusándolo y mitigando su hostilidad inicial por la intrusión. Advirtió que de vez en cuando se llevaba la mano derecha al brazo contrario y lo apretaba. Distinguió una mancha oscura en la manga.

– Parece que os hayáis hecho daño en el brazo -le preguntó con interés-. ¿Os habéis cortado? ¿Queréis que lo examine?

El joven monje se ruborizó y volvió a fruncir el ceño.

– No es nada. Es sólo un arañazo -respondió para volver a guardar silencio.

Fidelma insistió.

– ¿Qué os decidió a emprender este peregrinaje, hermano Guss?

– Cummian.

– ¿Queréis decir que Cummian os animó a emprenderlo?

– Cummian había peregrinado al Santo Sepulcro de Santiago, y me recomendó que hiciera el viaje porque me convendría para mi educación.

– Ver mundo -supuso Fidelma.

El joven movió la cabeza con un gesto condescendiente.

– No, para ver las estrellas.

Fidelma se paró a pensar un momento antes de entender a qué se refería.

– ¿El Santo Sepulcro de Santiago del Campo de Estrellas?

– Cummian dice que si una noche clara miras al cielo desde el santo lugar puedes localizar el Camino de la Vaca Blanca, que se curva directamente sobre los reinos de Éireann. Cuentan que hace miles de años nuestros antepasados siguieron el Camino de la Vaca Blanca hasta llegar a las costas de la tierra donde se establecieron -explicaba el joven subiendo el tono con entusiasmo.

Fidelma sabía que el Camino de la Vaca Blanca recibía muchos nombres: en latín lo llamaban Circulus Lacteus, la Vía Láctea.

– Por eso el lugar se llama Campo de Estrellas, porque las estrellas se ven con mucha claridad -añadió el muchacho.

– ¿Así que fue Cummian quien sugirió que te embarcaras en este peregrinaje?

– Cuando sor Canair anunció que lo estaba organizando, Cummian lo dispuso todo para que yo pudiera acompañarla.

– ¿Y ya conocíais a sor Canair?

Guss negó con la cabeza.

– No, hasta que el Venerable Cummian me la presentó. Los alumnos de ciencias de los astros no nos mezclamos con otros sectores de la comunidad.

– De modo que no conocíais a nadie del grupo de peregrinos.

El hermano Guss arrugó el ceño.

– No conocía al hermano Cian, ni a Dathal ni a Adamrae; ni siquiera al hermano Tola. Eran todos de Bangor. A otros los conocía de vista.

– ¿A sor Crella, por ejemplo?

Puso un gesto repentino de antipatía.

– A Crella, sí que la conozco.

Fidelma se inclinó hacia delante.

– Y no os cae muy bien.

Guss se puso en guardia de pronto.

– No puedo decir que me caiga bien o mal.

– Pero a vos no os cae bien -repitió Fidelma-. ¿Por alguna razón en particular?

Guss se encogió de hombros sin decir nada.

Fidelma probó otra táctica.

– ¿Conocíais bien a sor Muirgel?

El hermano Guss parpadeó varias veces, y volvió a ponerse en guardia.

– Coincidí con ella unas cuantas veces en la abadía antes de que anunciaran la peregrinación -explicó con cierta tirantez en la voz.

Fidelma decidió aventurar una interpretación.

– ¿Os gustaba Muirgel?

– No lo negaré -dijo en voz baja.

– ¿Sentíais algo más que simple simpatía por ella?

El joven apretó con fuerza la mandíbula. Miró a Fidelma a los ojos como si vacilara en qué responder.

– He dicho que… me gustaba -se quejó.

Fidelma se enderezó para sopesar qué pasaba por la mente del hermano Guss.

– Bueno, no hay nada malo en eso -señaló-. ¿Y ella qué opinaba?

– Ella me correspondía -susurró.

– Lo lamento -dijo Fidelma y puso instintivamente una mano sobre el brazo del joven-. He sido una impertinente. Veréis, el capitán me ha encargado una investigación sobre las circunstancias de su muerte. Por eso debo hacer estas preguntas. Lo comprendéis, ¿verdad?

– ¿Las circunstancias de su muerte? -preguntó el joven soltando una risa dura e inarmónica como un ladrido-. Yo os hablaré de las circunstancias de su muerte. ¡La mataron!

Fidelma miró fijamente al rostro iracundo del joven y luego dijo con delicadeza:

– ¿No aceptáis que simplemente un golpe de mar se la llevó por la borda? ¿Y qué pensáis que le sucedió en realidad, hermano Guss?

– ¡No lo sé! -exclamó, y la respuesta fue acaso demasiado inmediata.

– ¿Y qué motivos podía tener alguien para matarla?

– Celos, quizás.

– ¿Quién tenía celos? ¿Quién habría querido matarla? -quiso saber Fidelma.

Entonces le vino a la mente la acusación de sor Crella contra el hermano Bairne durante el funeral. «Te concomían los celos», eso había dicho. Fidelma se inclinó hacia delante.

– ¿Era el hermano Bairne, quien tenía celos?

El hermano Guss quedó desconcertado.

– ¿Bairne? Sí, Bairne tenía celos, desde luego. Pero Crella fue quien la mató.

Fidelma no esperaba aquella respuesta y la hizo guardar silencio un momento.

– ¿Tenéis alguna prueba de ello? -preguntó en voz baja.

El joven dudó y luego negó firmemente con la cabeza.

– Sólo sé que Crella es la responsable, nada más.

– Más vale que me contéis toda la historia. ¿Cuándo conocisteis a sor Muirgel? ¿Qué relación manteníais exactamente con ella?

– Me enamoré de ella cuando vino a la abadía. Al principio apenas me tuvo en cuenta. Prefería a hombres mayores que yo. Ya me entendéis: a hombres como el hermano Cian. Él era mayor. Y había sido guerrero. Él le gustaba de verdad.

– ¿Y a él le gustaba ella?

– Al principio Muirgel solía frecuentarlo mucho.

– ¿Tuvieron una historia amorosa?

El hermano Guss se sonrojó y el labio inferior le tembló un momento. Luego asintió sin decir nada.

– ¿Y por qué tenía celos Crella?

– Tenía celos de cualquiera que apartara a sor Muirgel de ella. Pero en este caso… -se interrumpió para reflexionar.

Fidelma lo instó a proseguir repitiendo:

– En este caso… ¿qué?

– Sor Muirgel fue quien le arrebató a Cian a Crella.

Fidelma tuvo que controlar su reacción. El hermano Guss estaba lleno de sorpresas.

– ¿Insinuáis que Cian tenía una relación amorosa con Crella, y que la dejó por Muirgel?

– Sor Muirgel reconoció que había sido un error. Apenas duró unos días.

– ¿Y vos? ¿Manteníais alguna relación con sor Muirgel? -preguntó Fidelma sin comedimiento.

El joven asintió.

– ¿Cuándo la iniciasteis?

– Justo antes de emprender el peregrinaje. Cuando le comuniqué a Muirgel que iba a unirme al viaje por recomendación de mi tutor, obligó a sor Canair a que la aceptara en el grupo que partiría. Y claro, Crella también tenía que venir.

– Debíais gustarle mucho a sor Muirgel para que os siguiera en este viaje.

– La verdad, para ser sincero, yo creía que no tenía ni media oportunidad de que se fijara en mí. No sé si me entendéis. Aun así, ella me buscó y me dijo abiertamente que sentía atracción por mí. Yo nunca le había dirigido la palabra porque creía que nunca se había fijado en mí. Cuando me lo dijo… bueno, intimamos y nos enamoramos.

– ¿Crella estaba al corriente de vuestra relación? Porque está convencida de que Muirgel aún mantenía la historia con Cian.

La mirada de Guss se nubló.

– Supongo que lo sabía. Creo que lo sabía y tenía celos de que Muirgel fuera tan feliz. Muirgel me dijo que la amenazaba.

– ¿Cómo? ¿Muirgel os dijo que Crella la amenazaba? ¿Las oísteis discutir alguna vez?

– Discutieron… sí. Unos días antes de llegar a Ardmore. Nos habíamos detenido en una posada para comer, y Muirgel se había ido a un arroyo cercano para lavarse. Yo había comprado cerveza y me dispuse a llevarla al arroyo donde se encontraba Muirgel, cuando oí la voz de Crella, discutiendo con ella en un tono elevado.

– ¿Recordáis de qué hablaban? ¿Las palabras exactas?

– Las palabras exactas, no creo, pero Crella estaba acusando a Muirgel de… -vaciló y se ruborizó- de jugar con mis sentimientos… esas palabras usó; de jugar con mis sentimientos del mismo modo que lo había hecho con otros hombres. Crella creía que Muirgel aún quería a Cian.

– ¿Así que dijo que jugaba con vuestros sentimientos? -repitió Fidelma-. ¿Estáis seguro de que Muirgel había acabado su relación con Cian? ¿No os estaría utilizando para vengarse de Cian por decidir terminar sus amores?

Guss se enfadó.

– De esto estoy seguro. Nos expresamos nuestro amor como lo haría cualquier persona sana.

Era evidente a qué se refería.

– ¿Y encontrabais el momento y el lugar para ello en un viaje con otros correligionarios? -preguntó Fidelma, tratando de disimular el escepticismo que transmitía su voz.

– Yo no miento -respondió Guss indignado.

– Ya sé que no -respondió Fidelma en un tono solemne.

– ¡Yo no miento! -exclamó, al parecer ofendido por el tono de ella-. Desoíd las palabras celosas de Crella.

– Muy bien. Volvamos a la mañana en que zarpó el barco. ¿Muirgel y vos embarcasteis juntos?

– Embarcamos todos a la vez, a excepción de sor Canair.

– ¿De qué modo embarcasteis juntos?

– Salimos de la abadía después del desayuno y bajamos al muelle. Como sor Canair no aparecía, Muirgel asumió el mando. Murchad vino a comunicarnos que debíamos subir a bordo o, de lo contrario, desaprovecharíamos la marea, en cuyo caso perderíamos el dinero del pasaje. Así que subimos a bordo.

– ¿Alguien protestó por partir sin sor Canair?

– Todo el mundo estaba de acuerdo en que, si sor Canair se hubiera propuesto seriamente acompañarnos, habría llegado a la hora concertada con nosotros en el muelle al amanecer. Sor Crella recalcó que Canair no había dejado un recado siquiera.

– ¿Por qué sor Muirgel se hizo cargo del grupo?

– Era la siguiente en la jerarquía de la abadía.

– Yo diría que el hermano Tola o sor Ainder tenían prioridad.

– Tola era de la abadía de Bangor, y sor Ainder era mayor sólo en edad.

– Pero parece que ahora el jefe es el hermano Cian. Y él es de Bangor.

– No tiene derecho a ocupar tal cargo. Sor Muirgel no se lo permitió. Ella tenía muy presente su rango. Habría hecho falta una persona muy poderosa para arrebatarle la posición.

– Así que ella asumió el mando y subisteis todos a bordo. ¿Qué aconteció después?

– Cada uno se fue a su camarote.

– ¿Quién organizó la distribución de ocupantes?

– Muirgel.

– ¿En qué momento?

– No bien subimos al barco.

– ¿Y por qué Muirgel y Crella no compartían camarote, si tan amigas eran?

– Muirgel no quiso por el motivo que os he dicho. Muirgel y Crella discutían sobre mí.

– Crella me dijo que le había prometido a Canair compartir camarote con ella.

– Es la primera noticia que tengo de ello -respondió el hermano Guss sin darle importancia-. Además, sor Canair no estaba.

– ¿De modo que sor Muirgel no se puso mala tan pronto como para desatender sus deberes como nueva jefa del grupo?

– Era consciente de sus obligaciones -respondió Guss-. Pero no sabía que vos ibais a viajar a bordo. Lo organizó todo de modo que pudiera tener un camarote propio. Los planes, los hicimos luego… -dijo con un escalofrío, llevándose las manos a la cara.

– Debió de ser un incordio que un pasajero inesperado, como yo fui, entrara en su camarote -supuso Fidelma.

– Sí, lo fue -asintió Guss.

– ¿Y cómo lo sabéis? -se apresuró a preguntar Fidelma.

Guss no se inmutó.

– Porque fui a verla.

– Pero se encontraba tan mal que me dijo que no quería ver a nadie.

– Pero a mí sí.

– Muy bien. ¿Cuándo fue la última vez que la visteis?

– Debió de ser pasada la medianoche. La tormenta estaba en pleno apogeo.

– Contadme qué sucedió.

– Le llevé algo de comer y beber y charlamos un rato. Eso es todo. Oh, hubo un momento en que oímos a alguien al otro lado de la puerta. Oímos su voz pese al estruendo del temporal, pero creo que era alguien que hablaba solo. Era como si alguien recitara en voz alta contra el viento y el rugido del mar.

– ¿Quién era?

– No lo sé. Era una voz femenina. Fuera quien fuera, no llegó a entrar ni a llamar. Se quedó tras la puerta mascullando. Cuando cesó la salmodia, salí a mirar. No había nadie, pero me parece que oí una puerta cerrándose.

– ¿Y luego qué hicisteis?

– Muirgel dijo que aquella noche quería descansar y me pidió que regresara a mi camarote. Dijo que habría más ocasiones de vernos en los días venideros. Luego, por la mañana, Cian llegó con la noticia de que había caído al agua. Pero yo no me lo creí.

– ¿Y la impresión que esto os ha causado os ha retenido en vuestro camarote?

El hermano Guss se encogió de hombros.

– No he tenido valor para enfrentarme a los demás, sobre todo a Crella.

Fidelma se levantó para dirigirse a la puerta.

– Gracias, hermano Guss. Me habéis prestado una gran ayuda.

El joven la miró desde la litera.

– Sor Muirgel no cayó al mar -aseguró con furia.

Fidelma no le respondió. Sin embargo, en su fuero interno estaba completamente de acuerdo. Sin embargo, algo le causaba desasosiego. El hermano Guss no mostraba los signos de dolor propios de alguien que acaba de perder a la persona que dice amar.

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