9

A finales de enero de 1590, después de una visita de una semana que Wadi y sus padres nos hicieron en honor a mi decimoctavo cumpleaños, Sofía y yo bajamos hasta el canal de Indra para escapar de la ola de calor infernal que había convertido nuestra casa en un horno. Ella dijo que quería contarme algo importante, pero que sólo podía hacerlo cuando estuviéramos lejos de casa.

Nos sentamos en una roca, con los pies en el agua. Sofía me dijo que el día anterior, mientras yo estudiaba la Torá, Wadi la había acompañado a recoger hojas del árbol del paraíso que Nupi quería para curarle un sarpullido que le había salido en un codo a mi padre. Cuando hubieron perdido de vista la casa, él sacó un pañuelo de seda roja que debía de haberle robado a su madre. Lo sostuvo como si se tratara de una campana y lo movió junto a su oreja.

– Tengo una sorpresa para ti -dijo con una expresión de astuto regocijo.

– ¿Qué estás tramando? -le preguntó Sofía, cautelosa, sospechando una aventura juvenil destinada a ponerla a prueba.

– He pensado en algo que seguro que te gusta -respondió él-, pero tendré que vendarte los ojos.

Cuando Sofía volvió la vista atrás, hacia la casa, para ver si alguien los había seguido, él añadió con una voz que no presagiaba nada bueno:

– No, nadie puede vernos. Estamos solos, tú y yo.

– Wadi, debo saber adónde voy…, podría tropezar -respondió mi hermana. Se lo dijo muy seria, aunque el orgullo y el despecho le hizo soltar una risa falsa un momento después, como si él no le estuviese pidiendo nada.

– Era como si me estuviera amenazando -me dijo entonces mi hermana-. Y yo quería convencerlo de que no estaba asustada, aunque lo estaba. Era como si quisiera herirme de una manera que jamás pudiera curarme. Fui una estúpida, ¿verdad?

Quise decirle que no, que su instinto me parecía correcto, ya que ya veía hacia dónde llevaba todo eso, pero me limité a preguntarle qué había respondido Wadi.

– Puso cara de sentirse dolido y me dijo: «¿Es que no confías en mí?». Imagínalo diciendo eso -me dijo Sofía con cara de asombro-. Lo que quiero decir es que ¿quién en su sano juicio podría confiar plenamente en un chico de dieciocho años como Wadi, con esa cara tan traviesa? ¡Y con su energía!

Sofía bizqueó y sacó la lengua y, al hacerlo -para darle a lo que me estaba contando menos importancia de la que tenía-, supe la verdad. A partir de ese momento, sentí que el miedo se cernía a mis espaldas.

Sofía me contó que le habría dicho a Wadi que se dejara de vendas y de sorpresas si no fuera porque se había propuesto ser igual que él y que sus amigos. Lo que hizo fue cruzar los brazos sobre el pecho y replicar:

– Si tienes que ser mis ojos, Wadi, debes prometerme que me mantendrás alejada de cualquier peligro.

Él la miró contrariado pero, como sabía que ella aceptaría su promesa, lo prometió en voz alta. El corazón de Sofía dio un brinco mientras Wadi le vendaba los ojos con el pañuelo. Ya no había vuelta atrás.

Un cielo plomizo pesaba sobre los campos y los bosques con la amenaza de una tormenta, por lo que caminaron rápidamente mientras Wadi tiraba de una de las manos de ella para hacerla subir por un sendero terroso y bordeado de helechos y pequeñas palmeras.

– Wadi, por favor, ¡me arrancarás el brazo! -exclamó ella.

En realidad, la fuerza con la que la agarraba mientras subían por la colina le provocaba un cosquilleo que le recorría la espalda. Además, le encantaba mostrarse desagradable con él. La hacía sentir como si estuviera flotando, era más ella misma de lo que había sido jamás, aunque no comprendía cómo podía tener esas dos sensaciones a la vez.

En sus dedos entrelazados, Sofía podía sentir el pulso de Wadi, vivo, poderoso. Ella se dio cuenta de que era muy fácil hacerle feliz. Tan sólo era necesaria una pequeña concesión para obtener su devoción.

Sofía probó a orientarse a ciegas, pero Wadi la hizo girar sobre sí misma para frustrar cualquier intento. Al final, riendo y tambaleándose, tuvo que admitir que él la había vencido con su ingenio. Y que estaba completamente perdida. Notó el olor a hojas podridas, a tierra húmeda y a humo, a lo lejos. «Estoy caminando por un sueño que tenemos Wadi y yo -pensó-. Y al final quizás incluso nos despertaremos juntos.»

Cuando ella le preguntaba dónde estaban, él simplemente respondía que ya estaban cerca de su destino.

Cogiéndola por la cintura, la ayudó a subir por una cuesta empinada y pasaron por encima del tronco de un árbol caído. Finalmente, atravesaron dos filas de arbustos que le rozaron las piernas, y Sofía recordó la naturaleza suave y oculta de todos los placeres que había llegado a conocer, especialmente las oraciones micrográficas que ella misma caligrafiaba. Poco después, Wadi la cogió por los hombros y le dijo que permaneciera completamente quieta. Había empezado a lloviznar. Sofía sentía el aliento de Wadi, cálido y exultante, en la cara. Se animó mucho cuando se dio cuenta de que en realidad confiaba en él, en ese chico con las manos callosas y los ojos verdes que siempre había sido el mejor amigo de su hermano. Pero por encima de eso, creía que Wadi era la criatura más hermosa que hubiera visto jamás.

Ése fue el momento en el que ella sintió que su corazón se abría.

Creía que Wadi la habría llevado hasta el jardín oculto de alguna familia brahmán, donde encontraría flores de albahaca del color del coral y donde los jazmines nacarados caerían hasta sus pies… Imaginó que habría una estatua de Shiva junto a una mimosa.

Wadi le deshizo el nudo de la nuca y tiró del pañuelo.

– ¡Oh, Dios mío!

Un acantilado se erigía intimidante frente a ella. El ánimo de Sofía se vino abajo. Se tambaleó doscientos metros por encima de un barranco, el cielo le daba vueltas y alargó el brazo pero no encontró nada delante de ella.

Ése era el acantilado de color arena que solíamos llamar La Cabeza de Hanuman, porque desde un ángulo determinado parecía la nariz plana de un mono de perfil.

Wadi la agarró para que no cayera al vacío y la llamó por su nombre, aunque el pánico tensaba su voz. Se inclinó para recuperar el aliento y rechazó las preguntas que él le hizo, preocupado.

Se puso bien derecha, se alisó el sari y le apartó las manos -tan brutas y entrometidas- y tomó aire unas cuantas veces más.

– ¡Idiota! -le gritó Sofía. Sus ojos se convirtieron en dagas dirigidas al centro de su pecho, desde donde había concebido ese plan que parecía haberle salido tan mal.

Temblando por la ira, Sofía le pegó en el brazo a Wadi y bajó corriendo el sendero, llorando. La lluvia caía con fuerza sobre ella. Se sintió como si aún fuera esa chiquilla rara que jamás había querido ser, lo que le hizo desear hacerse daño a sí misma.

– Es mi panorámica preferida – le gritó él-. Desde aquí puede verse todo el valle.

Wadi corrió tras ella y, cuando finalmente le dio alcance, le rogó que le explicara por qué se había enfurecido tanto.

– Wadi, si hubiera resbalado, habría caído al vacío. No habría quedado de mí nada más que huesos machacados y pelo. No a todo el mundo le gusta contemplar muertes, ¿sabes? ¿Y qué hubiera pasado si llegas a tener uno de tus ataques entonces, dime?

– Sofía, cuando estoy allí arriba y no hay nada entre el mundo y yo, me… me siento tan libre. Quería que tú también sintieras esa libertad, eso es todo… Lo siento, no me paré a pensarlo.

Su sari estaba empapado por la lluvia, que se metía también dentro de sus sandalias impregnándola con un arrepentimiento tan tangible que incluso empezó a dolerle. Ella sintió odio por el olor húmedo de las hierbas que la rodeaban, por todos esos sentimientos tan confusos que estaban más allá de su control. Habría dado cualquier cosa por dejarse llevar otra vez, por volver a ser ese espíritu indefenso de sentimientos oscuros y misteriosos que había sido con los ojos vendados.

Wadi le rogó a Sofía que se sentara con él en un murete de las ruinas de un antiguo templo. Ella no estaba segura de poder perdonar a alguien que aún no había aprendido -después de tantos años- que era muy distinta de él. Finalmente se sentó, le dio la espalda a la mirada necesitada y suplicante de él, y escondió la cabeza entre las manos.

¿Cómo es que a veces, cuando faltan las palabras, uno puede encontrar el camino de vuelta exacto -y quizás el único- hacia la salvación?

Sin que ella se lo pidiera, Wadi le recogió la cabellera con las manos y empezó a trenzarla. Ella se lo había pedido muchas veces e incluso le había enseñado a hacerlo, pero él siempre se había negado porque creía que era cosa de mujeres.

«¿En qué me estoy convirtiendo? -se preguntaba él-. ¿Quién es este chico que soy ahora, que le trenza el pelo a una chica bajo la lluvia sin que le importe quién pueda verlo?»

Sé que eso es lo que estaba pensando porque me lo contó más tarde, durante un desliz que tuvo en el habitual control férreo que solía mantener sobre su propia intimidad. El enamoramiento debió apartarlo temporalmente de su curso habitual.

Por lo que respecta a Sofía, ésta me confió que las manos de Wadi sobre ella le provocaron unos deseos tan contradictorios que deseó salir corriendo otra vez y llamarnos a gritos a papá y a mí. Pero se limitó a sollozar. Se convirtió en la lluvia que cubría su espalda y el movimiento de las manos de Wadi. Y se quedó con él. «Esto -pensó Sofía- es la prueba verdadera de mi valor.»


Mucho antes de que mi hermana alcanzara su silenciosa epifanía, recordé cada una de las veces en las que Wadi me había traicionado, como si en todo instante nos hubiéramos estado dirigiendo hacia este momento. Los tres estábamos frente a un bosque oscuro y lo único que se me ocurría decir era que ella debía ir poco a poco. Eso sólo la hizo reír, ya que desde su punto de vista, el amor ya estaba del todo formado y pulido por la ensoñación de la aventura romántica que había vivido durante algo más de un año.

Su revelación puso en evidencia mi fragilidad, y quería estar solo para pensar, por lo que le dije que si no volvíamos pronto, los mosquitos nos devorarían. Sofía bajó la mirada avergonzada y la dejó clavada en el suelo.

– ¿Qué ocurre? -pregunté.

– Algo… algo que he intentado contarte desde hace mucho tiempo -respondió mi hermana-. Cuando era pequeña, papá y yo estábamos en el mercado de Goa y oí que dos niños portugueses hablaban de lo fea que era yo. Me sentí como si estuviera allí desnuda y el mundo entero se estuviera riendo de mí. Sentí…, lo único que sentí fue vergüenza.

– ¿Se lo contaste a papá?

– ¿Cómo querías que lo hiciera? Me daba tanta vergüenza…

– Pero podrías habérmelo dicho.

– Ti, cuando paré de temblar me volví de piedra. Era incapaz de hablar. Me pasé así seis años. ¿No lo entiendes? Y empecé a guardar todas esas cosas dentro de mi arcón. Sé que las encontraste. Creí que necesitaría una dote. ¿Y qué me había dado papá de mamá? Casi nada. Una chica fea como yo… necesitaría tanto como pudiera acumular. -Sonrió a pesar de las lágrimas-. Pero ahora Wadi lo ha cambiado todo. Sé que sólo tengo catorce años, y sé que piensas que no debo hacerlo, pero yo sé que sí.


Decidí no contarle a papá las revelaciones de Sofía, ya que no me costaba imaginar que le prohibiría salir de casa para entregarle su corazón a tan temprana edad a un chico cristiano, aunque fuera un pariente nuestro adoptado. Además, en el fondo tampoco quería que mi padre me hiciera responsable de ese giro del destino de ciento ochenta grados. Por supuesto, había tan pocos judíos que vivieran cerca de nosotros que ya debía de esperar -y temer- una unión de ese tipo desde hacía años. ¿O pensaba enviar a Sofía a Constantinopla cuando llegara el momento? Más adelante me contaría precisamente eso, ya en prisión, pero creo que debió de pensarlo posteriormente, a causa de su arrepentimiento.

En nuestro siguiente viaje a Goa, no dejé a Sofía ni a sol ni a sombra, y me metía incómodamente entre Wadi y mi hermana casi todo el tiempo. Delante de nuestros padres, él hizo lo posible por mostrarse sereno, pero cuando sólo estábamos los tres fijaba sus ojos en ella. Una mañana lo acorralé en su habitación y le pregunté qué había pasado con Sara. Me dijo que a ella le habían prohibido verlo desde hacía meses porque había tenido un ataque mientras la acompañaba por la baratilha, el mercadillo nocturno de los indios. Había acudido muchísima gente.

– Lo siento -dije, y de verdad era así.

– No te preocupes. Ya estaba cansado de ella de todos modos.

Me indignó el tono de indiferencia con el que habló de Sara. Supongo que en el fondo temía por mi propia relación con él.

– Quiero que me cuentes exactamente lo que sientes por mi hermana -le dije. Sentí que algo inminente nos iba a atrapar a los dos, como si las palabras que estaba a punto de decir tuvieran que ser un hechizo capaz de alterar nuestros futuros.

– Simplemente lo que siempre he sentido -respondió.

– ¿Y qué es exactamente? -pregunté.

– Somos amigos, siempre hemos sido amigos. ¿Por quién me tomas?

Se acercó a su mesa y tomó su aljaba y su arco. Últimamente nos pasábamos el tiempo practicando el tiro al arco, porque él aspiraba a convertirse en el campeón de su escuela y yo a acertar cualquier blanco a tres metros de distancia.

– Wadi, me doy cuenta de lo que está pasando. Y prometo no traicionarte. Pero deberías ir con más cuidado del que hayas imaginado jamás. Si mi padre se entera de tu interés por Sofía, no respondo de lo que haga.

«O de lo que yo haría si le hicieses daño», debería haber añadido, porque me sentía como si estuviese preparándome para una de las peleas a puñetazos en las que solía meterme a esa edad. Entonces ya tenía ganas de darle un tortazo. Era más fuerte que yo, pero tenía a mi favor la rabia acumulada.

– Tu padre se alegrará por nosotros -anunció con una sonrisa.

– Si es eso lo que crees, es que no lo conoces. Eres cristiano. Y seguro que pensará que te aprovechas de que es muy joven.

– ¡Pero Tigre, ella me besó primero!

– ¿Que ella te besó?

– No fue lo que estás pensando. Sólo fue un beso entre amigos.

– Wadi, ¿ves algo escrito en sánscrito en mi frente?

– ¿Qué?

– ¿O quizás algo escrito en árabe en mi nariz? En algún lugar debe estar escrito que tengo el cerebro de un lagarto, ¡porque así es como me estás tratando!

– De acuerdo. Nos besamos, pero sólo fue una vez. No hicimos nada más.

– Más te vale.

– ¿O qué? -replicó desafiante.

Sus ojos me amenazaban, pero yo estaba rabioso.

– O me encargaré de que no vuelvas a verla jamás. Ni en Goa, ni en nuestra granja, ¡ni siquiera en sueños!


Salí para ver a Sara más tarde ese mismo día; una puerta se había abierto de forma inesperada frente a mí y yo me había apresurado a cruzarla antes de que volviera a cerrarse. Charlamos en el salón de té de su pequeña ciudad, con un plato de dulces indios a base de leche con aroma de cardamomo que quedó intacto entre nosotros. Ella habló con monosílabos apesadumbrados mientras jugueteaba con un mechón próximo a su oreja con los dedos. A mí el corazón me latía con fuerza todo el rato, mi vida se balanceaba sobre la punta de una aguja.

No le conté lo que sentía, pero ella supo leerlo en mis silencios. Y no dijo nada que me diera esperanzas. En la puerta me dio unos pendientes de plata en forma de campana y me besó en las dos mejillas.

– Devuélveselos a Wadi -me dijo.


«¿Qué es la memoria?», me había preguntado mi padre cuando yo tenía siete años. ¿Era un palacio en el alma, pensamientos entrelazados alrededor de una cadena, un puente entre todo lo que hemos sido y lo que seremos? ¿En qué lugar de mi interior vive el mes de septiembre de 1590 para que recuerde tan claramente lo mucho que cambiaron nuestras vidas?

Yo tenía dieciocho años y medio y era más alto que papá, aunque aún estaba expuesto a los cambios de humor propios de un jovenzuelo. Me sentía extraño en mi nuevo cuerpo, e inseguro de mi nueva posición en el mundo, por lo que mi pecho ardía de gozo como un fuego sombrío cada vez que me trataban como el hombre que quería ser: cuando Kahi, el barbero de Ramnath, me afeitaba las mejillas y la barbilla, por ejemplo. Sentado en el taburete amarillo que ponía en el mercadillo, el paso de su cuchilla sobre mi piel era la confirmación de que había adquirido un estado superior en la vida. Advaki, Iraaj y los otros adultos hindúes que me conocían desde que era un bebé se concentraban a mi alrededor para asegurarse de que Kahi no me cortaba, mientras masticaban nueces de betel y escupían orgullosos como si fueran mis tíos de verdad.

Yo llevaba el pelo largo y la frente cubierta por algún que otro mechón con la esperanza de parecerme a Rama en un espectáculo del templo. Fantaseaba con aventuras sexuales incluso en momentos en los que debería haber estado estudiando la Torá y, aunque había tenido citas secretas con chicas de vez en cuando, aún no había sentido nada parecido al amor verdadero desde lo de Sara. Afortunadamente, no era virgen, pero me había limitado a traspasar la frontera. Wadi me había engañado para entrar en un prostíbulo de Goa dos años antes. Me había dicho que era un hamam turco, pero pronto descubriría que no estaba allí ni para un baño ni para un masaje. Cuando se abrió la puerta de mi vestidor, apareció una joven con los ojos generosamente maquillados y unas pulseras de plata en los tobillos como única vestimenta, que extendió los brazos hacia mí. Yo sólo llevaba puesta una toalla, y no estaba en posición -ni en disposición- de encontrar a Wadi y empezar una disputa.

Últimamente, papá y yo nos habíamos embarcado en una nueva forma de amistad y él disfrutaba especialmente cuando paseábamos cogidos del brazo por los jardines del templo de Ponda presumiendo de mí ante todo el mundo. Me había convertido en su compañero, además de ser su hijo.

A Nupi yo le sacaba ya un palmo y medio, y solía exagerar el gesto cuando levantaba la mirada para verme cuando estaba delante de sus amigos hindúes, a los que les decía que cada mañana me confundía con un minarete, lo que hacía reír a cualquiera. Estoy seguro de que ese hábito de repetir escenas cómicas lo había adquirido de mi padre; a mí también me pasaba, supongo.

Sofía tenía la cara redonda y regordeta, coloreada por todos los nuevos descubrimientos sobre sí misma, y su sari formaba suaves pliegues a la altura del pecho y de las caderas. Aunque aún no tenía quince años, tenía un aspecto adulto y, cuando se ponía el pañuelo blanco nacarado de mamá -que llevaba siempre consigo- aparentaba diecisiete años o más. Eso le gustaba, incluso se enorgullecía de ello.

Ahora me doy cuenta de que Sofía puede que deseara ser alguien distinto de quien era.

Wadi se había convertido en un joven atractivo de casi metro ochenta, con un porte poderoso y seguro. Los vecinos aún lo llamaban Morito, pero se había convertido en una broma sin mala intención. Había demostrado ser un buen estudiante en San Pablo, la escuela jesuita de Goa, y no tenía rival en latín. También había conseguido su propósito de convertirse en el campeón de tiro al arco de la escuela, por lo que recibió una copia del Nuevo Testamento impresa en Lisboa en 1542. Como recompensa, el tío Isaac empezó a llevárselo con él de viaje por toda la India en busca de nuevos proveedores de telas. Comparado con él yo llevaba una vida provinciana, y cuando Wadi me contó las maravillas que había visto en Calicut o en Cochin, me sentí contrariado por las limitaciones de mi vida.

Él y Sofía habían decidido muy sabiamente mantener su amor en secreto, por lo que se convirtieron en actores consumados. Creyeron que engañaban a todo el mundo y estaban seguros de que un año y tres meses más tarde, cuando Sofía celebrase su decimosexto cumpleaños, podrían contar la verdad sin que saltaran demasiadas chispas. Lo que no me atreví a preguntar fue hasta qué punto se aventuraron en el amor físico.

Al principio de ese esperanzador mes, mi padre nos reunió en el salón a Sofía y a mí y nos dijo que debía marcharse a Bijapur para hacer unos esbozos del sultán y de una nueva mezquita que éste acababa de erigir. Pasaría un mes entero fuera de casa. No paró de frotarse las manos con nerviosismo y de disculparse; nos dijo que su ausencia sería difícil para los dos, pero que ya había rechazado la invitación de su benefactor dos veces durante los últimos dos años y que no podía seguir negándose.

Nosotros ya sabíamos que estaríamos bien con Nupi, pero papá explicó cuál era la complicación que lo preocupaba: hacia el final de su estancia en Bijapur, nuestra cocinera tendría que volver a Benali, la aldea en la que había nacido, para pasar allí los últimos tres días del festival de Ganesh Chaturthi, en honor del dios hindú de la sabiduría. Yo estaba seguro de que éramos lo suficientemente mayores como para quedarnos solos, pero papá no quiso siquiera oír hablar de ello. Quería pedirle a Nupi si podíamos ir con ella, pero antes quería que estuviéramos de acuerdo. Nos dijo que no podíamos pasar esos días con nuestros tíos de Goa porque el tío Isaac debía llevar a Wadi a Diu, la pequeña colonia portuguesa al noroeste de Calicut. Entonces yo no sabía que el tío Isaac y la tía María habían pedido si podían llevarme a mí también. Papá no me lo había contado porque jamás se le ocurrió la idea de dejar sola a Sofía, y yo también me enteré de la generosa oferta de mi tío mucho más tarde: yo me habría puesto furioso si hubiese tenido que dejar pasar esa oportunidad de viajar. Y además me habría equivocado en el siguiente paso hacia mí mismo…

Esa noche, detrás de la puerta cerrada de su estudio, oí que papá le proponía su plan a Nupi. Ella lo interrumpió enseguida, lo cual no era muy habitual que digamos, y alegó que no podría ofrecernos nada parecido a las comodidades a las que estábamos acostumbrados. La vergüenza hizo que le temblara la voz. Supe que le estaba suplicando algo porque le temblaban las manos sobre el regazo.

– El suelo de la casa de mi familia está hecho de estiércol de vaca -gimió en konkaní-. Las paredes y el techo se hacen con hojas de palma…

Entonces cambió a su precario portugués para asegurarse de que papá comprendía su desesperación.

– No es bueno…, superstición por todas partes. Todos duermen en lechos de yute…, humo denso de la cocina. No hay ventanas, ninguna ventana. Las gallinas entran y salen y… y… -Nupi se perdió y empezó a llorar.

Papá le aseguró que nosotros no éramos muñecas de seda y que estaríamos bien en Benali. Probablemente se arrodilló junto a ella y le tomó la mano.

– ¡Es imposible! -gritó ella. Nupi siempre creyó que si gritaba lo suficiente podía ganar cualquier disputa con mi padre-. ¡La gente de mi aldea cree en la magia! -aulló-. Oh, hay tanta superstición allí… A Ti y a Sofía seguro que les pedirían que hicieran ofrendas a los dioses. No está bien… ¡Eso no está nada bien! Todo el mundo les hablará sobre lo que Ganesha puede hacer por ellos.

– ¿Por ejemplo?

– Traerles buena suerte…, una esposa bonita que sepa cocinar para Ti. Un marido guapo y de alta casta para Sofía.

– Aún no está en edad de casarse -señaló papá.

– Tiene catorce años. En algunos pueblos las chicas llevan dos o tres años casadas a esa edad. No está bien, en absoluto…

– Entonces tendré que enviarlos a Goa con mi cuñada. Mi hermano estará fuera durante su estancia, pero si no tengo otra elección…

Nupi adoraba al tío Isaac, pero creía que la tía María era una inútil. Ésa era la baza de papá.

– ¿Con la tía María? ¡No, no, no! ¡Esa mujer ni siquiera sabe hervir arroz! -Nupi lo dijo como si fuera un pecado más grave que el asesinato.

– No, pero seguramente los niños tendrán todos los dulces que quieran. Aunque no tengan un kurma de pollo que valga la pena durante tres días, eso no los matará. -El kurma era la especialidad de Nupi, aunque no podíamos comerlo muy a menudo porque lo hacía tan picante que nos caía a tiras la piel del interior de la boca.

– ¡Pero si el tío Isaac no está allí, podría servirles carne de vaca! ¿Qué me dice de eso, eh?

Como deferencia hacia Nupi y nuestros vecinos hindúes, papá siempre nos había prohibido comer carne de vaca, incluso cuando estábamos lejos de casa.

– Ella jamás prepararía una vaca entera, sólo trozos -respondió papá, sin duda con la esperanza de empeorar las cosas. Seguro que le estaba costando reprimir una sonrisa.

– ¿Qué trozos? -chilló la vieja cocinera.

– Las patas. Y dicen que las costillas son deliciosas. También están las orejas…

– ¡Orejas! ¡Ah, no, no puede ser! ¡Dígale a mi tía que se guarde sus trozos de vaca! Que Nupi se quedará con los niños.

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