22

Un sirviente indio con una candela encendida en la mano nos abrió la puerta en la mansión de los Dias. El gran vestíbulo que tenía tras él tenía un aspecto cavernoso debido a la falta de luz.

– ¡Senhor Gonzalo! -exclamó en un susurro de sorpresa.

– Dígale al Senhor Dias que estoy aquí -ordenó el joven.

– Pero hace rato que duerme. Ya sabe que se retira pronto.

– ¡Pues despiértelo!

– No le gusta que lo molesten después de…

Gonzalo empujó al sirviente hacia un lado y se abrió paso hasta el vestíbulo. Llevaba un farol de porcelana y la luz titilante que iluminaba sus rasgos acentuaba su ira, le confería un halo de violencia.

– Muy bien, pero, por favor, esperen aquí -le dijo el sirviente con cierto desprecio. Luego se tomó su tiempo para subir por la escalera curva que llevaba al piso de arriba.

– ¡Mueve ese trasero indio si no quieres que te cueste la cabeza! -gruñó Gonzalo.

El tipo siguió con su paso parsimonioso sin mirarnos y desapareció por un pasillo lateral de la galería.

Una serie de estatuas de mármol de la Virgen María y los evangelistas separaba el vestíbulo del salón que había detrás. En la pared del fondo había un rosetón de cristales azules y de color rubí que brillaba débilmente a la luz de la luna. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, pude distinguir los marcos dorados de las pinturas religiosas de las paredes y un crucifijo de piedra en una gran mesa, quizás un altar. La sala seguramente hacía las veces de capilla para la familia.

– Esta casa debe valer una fortuna -comenté, tras decidir que no había ninguna necesidad de ser sutil a la hora de referirme a lo que perdería Gonzalo si rompía su compromiso con Ana.

Gonzalo me lanzó una mirada de desesperación.

– Mi padre me matará -gimió.

No había sospechado ese temor añadido de Gonzalo hasta entonces; pensaba que su padre sólo culparía a Ana.

– No puedo imaginarme viviendo sin ella -continuó diciendo Gonzalo, con aire taciturno-. Ella es todo mi futuro. Pensaba que también me amaba.

– No te culpes -dije, y realmente lo sentía por él, pero también deseaba avivar las brasas de su ira-. No pudiste hacer nada. El corazón de una chica no es tan resistente como querríamos. Y Francisco Javier puede resultar muy seductor cuando se lo propone.

Cuando las lágrimas de humillación llenaron sus ojos, entró apresuradamente en la oscuridad del salón y apagó la lámpara que llevaba en la mano para convertirse en una sombra. Sólo las voces que empezamos a oír, procedentes del piso de arriba, le hicieron volver conmigo. Y aún entonces tenía los ojos húmedos.

– Sé fuerte -le dije-, puede que aún no la hayas perdido.

Le sostuve la lámpara mientras él encendía la candela con su pedernal.

– Te agradezco tu amabilidad -me susurró, y para enfatizar aún más la profundidad de los sentimientos que había tras esas palabras, me apretó la mano, lo que me conmovió.

Esperamos juntos al principio de la escalera, mirando hacia la galería. El sirviente indio volvió a aparecer con un sinuoso candelabro en la mano, iluminando el paso de su amo, que caminaba dando pasos pequeños e inseguros y apoyaba la mano izquierda en un bastón plateado mientras se agarraba a la baranda con la otra. El Senhor Dias llevaba un largo camisón oscuro con perlas cosidas en los volantes del cuello, lo que por aquel entonces ya entendí que constituía una especie de emblema de familia, así como la razón por la que Sara había bromeado con Gonzalo: el jubón y el chaleco del chico debían de ser regalos del padre de Ana.

El Senhor Dias apareció con el pelo mojado y un aire cómico; seguramente se había refrescado con agua para despejarse un poco. No había tenido tiempo de ponerse el ojo de cristal, por lo que en lugar de eso llevaba un parche negro. El otro ojo, el bueno, parecía cansado, y de la mano libre le colgaba un rosario.

– Disculpe que le despierte, Senhor Dias -dijo Gonzalo dócilmente, quizá reconsiderando su decisión-, pero esto… esto no podía esperar.

Los dos hombres se dieron la mano y Gonzalo me presentó.

– Los jóvenes creen que todo es urgente -dijo nuestro anfitrión con un tono de lamento dirigido más a sí mismo que a nosotros. Soltó un sonoro suspiro y le pidió al sirviente que le trajera una silla.

Gonzalo esperó hasta que estuvo acomodado en ella antes de hablar.

– Me temo que le han robado, Senhor Dias.

– ¿De qué estás hablando?

– Ana no está. No la encontrará en casa.

– ¿Has perdido la cabeza? ¿Dónde quieres que haya ido Ana?

– Las chicas pueden tener muchos recursos al servicio de sus deseos -le dije al anciano. Luego me permití una pequeña broma y añadí-: Me temo que ha ido a visitar un reino moro.

– ¿De qué estás hablando? ¡Esto es Goa!

– Entonces, dígale que venga -le retó Gonzalo.

Nuestro anfitrión le dirigió un gesto airado a su sirviente.

– ¡Ve a buscar a mi hija, y por el amor de Dios, no te entretengas! -Luego se dirigió a Gonzalo-: Si esto es algún tipo de broma -lo amenazó-, te prometo que tu padre te dará un buen azote. ¡Y yo también!

– Puede guardarse sus castigos para su hija -respondió el joven-, aunque si me equivoco, que caiga toda la justicia de Portugal sobre mí. -Orgulloso de su heroica respuesta, que yo interpreté como un símbolo inequívoco de su juventud, se volvió hacia mí con expresión grave-: Díselo, Tiago.

Con voz atribulada, volví a contar la historia de que había visto a Ana y a Wadi juntos, y me referí a Sara sólo como una amiga que había solicitado mi ayuda. También confesé la vergüenza que había sentido por haber seguido a su hija en secreto, y lo que me incomodaba verme envuelto en todo eso, ya que Wadi había sido mi mejor amigo durante mucho tiempo, además de mi primo.

– Es casi un hermano para mí -añadí-, y no me siento cómodo en absoluto condenándolo de forma precipitada. Aunque debo decirle que tiende a… a aburrirse de sus mujeres con bastante facilidad. Además, cuando era pequeño lo cogieron en un barco árabe y eso…

– ¿Es un moro? ¿Eso es lo que quisiste decir antes?

– Cuando nació, sus padres eran musulmanes, pero lo adoptaron mis tíos cuando aún era muy pequeño. Ha sido un cristiano beato desde entonces, por lo que espero que no llegue a ninguna conclusión errónea respecto al tipo de salvajadas que puedan permanecer en su carácter.

Me di cuenta de que había conseguido acelerarle el corazón a ese pobre hombre. Echó la cabeza hacia atrás, horrorizado, con la cabeza inundada de pesadillas. Cuando oyó que alguien corría por la galería del piso de arriba se levantó de golpe, seguro de que no había demostrado tanto vigor en muchos años. No hay nada como la ruina de una hija para infundir algo de juventud en las piernas de un anciano.

– ¡Se ha ido, Senhor Dias! -gritó el sirviente, inclinado por encima de la baranda. Vino jadeando hacia nosotros-. Ni siquiera ha deshecho la cama -añadió.

– ¿Has comprobado todas las habitaciones del piso de arriba?

– Sí, Senhor Dias.

– ¡Maldita sea! Senhor Zarco, ¿podría llevarme hasta la casa donde la vio? -me preguntó esperanzado.

– Lo haría, pero creo que sería mejor esperar a que vuelva. Esta noche el daño ya está hecho, cuando lleguemos a su lugar de encuentro ya se habrán ido. No tiene otra opción, tendrá que contar los minutos de angustia a partir de ahora. -Hice una pequeña reverencia de disculpa-. No puedo quedarme con ustedes, no obstante. Debo volver a casa para estar allí cuando Wadi vuelva. Después de tantos años de amistad, quiero advertirlo de que su mundo está a punto de derrumbarse. Puede que no estén de acuerdo con mi lealtad hacia él, pero espero que la respeten. Creo que es justo que esté allí con él.

– Esperaremos sin usted, pues -dijo Dias mostrándome el puño y dándole un giro brusco, un gesto que entonces no entendí, pero que ahora me parece que era su manera de encerrar su determinación en su cabeza con una especie de llave mental. Cerró los ojos y yo pensé que se había calmado, pero sin previo aviso blandió el bastón a su alrededor de forma brutal. Le dio un golpe al pasamanos que provocó un sonoro crujido de la madera.

– ¡Maldita sea la traición de una hija! -gritó, tan fuerte que pude oír el eco en mis oídos como una condena que nunca sería perdonada.


Esperé a Wadi fuera de la casa, no quería entrar y tener que aguantar la conversación de mi tía. Mi corazón latía de impaciencia y el cielo nocturno jamás me había parecido tan poblado de estrellas. Me emborraché con su luz distante.

Llevaba sólo unos minutos esperando cuando llegó Wadi. Paseaba con su capa de terciopelo marrón y sonreía a causa de los rescoldos de su conquista secreta.

– ¿Sales? -me preguntó con una sonrisa llena de picardía; sin duda creía que yo también esperaba disfrutar de una noche de libertinaje.

Su aliento olía a feni.

– Tenemos que hablar -le dije con tono serio.

– Entremos, pues -respondió mientras me cogía por el hombro-, estoy hecho polvo.

– No, no quiero que tu madre nos oiga.

– ¿Qué ocurre?

– Escúchame, ¿recuerdas que fui a visitar a Sara hace poco? Me dijo algunas cosas que he intentado acallar dentro de mí, pero no lo he conseguido. -Sacudí la cabeza, como si estuviera muy decepcionado conmigo mismo.

– ¿Qué te contó?

– Te vio con una chica…, una chica llamada Ana.

– ¡Esa zorra! -Dio una patada en el suelo digna de un toro hostigado-. ¿Qué te ha dicho?

– Que os ha visto juntos. E insistió en que fuera a ver la casa en la que os citáis. Necesitaba comprobar que era cierto, por lo que fui. Desgraciadamente, Sara no escuchó el consejo que le di a la vuelta. Le contó a Gonzalo Bruges todo lo que vio, y éste acudió a ver al padre de ella.

– ¡Maldita sea! Siempre quiso vengarse de mí. ¡Debí haberla estrangulado, zorra mentirosa!

– Wadi, Sara ya no debe preocuparte…, pero el Senhor Dias sí. Puede que incluso venga a verte con Ana esta misma noche.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó con recelo.

Por la manera como me miró, vi claramente que acababa de ocurrírsele que yo podría estar contra él. Me di cuenta de que estaba borracho y de que podría atacarme, lo que no hizo sino agudizar mis sentidos. Podía sentir la peligrosa provocación de su ira, pero quería que me atacara para poder tener algo en su contra.

– Fui con Gonzalo a ver al Senhor Dias -le dije para provocarle aún más.

– ¡Tú! -gruñó.

Sin advertencia previa, arremetió contra mí con tanta fuerza que me golpeó contra la pared de su casa.

– ¡Hijo de puta! -me gritó.

Me quedé sin aliento. Caí de rodillas, sin poder respirar.

– ¿Qué has hecho? -preguntó mientras buscaba su cuchillo bajo la capa, dispuesto a clavármelo en la espalda.

Levanté la mano.

– No fui yo -dije sin aliento-. Yo sólo acompañé a Gonzalo para oír lo que le contaba al padre de Ana. ¡Fingí ser amigo suyo para servirte de espía! ¡Lo hice todo por ti!

Wadi me miró atónito.

– ¡Sí, me he comprometido por querer ayudarte! -dije con acritud.

La mano que agarraba el cuchillo quedó colgando a su lado.

– ¿Por qué siempre me malinterpretas? -dije sacudiendo la cabeza con desesperación.

– ¿Y qué dijo Gonzalo? -preguntó con sorna, aunque no supe distinguir si en el fondo dirigía la pregunta a Gonzalo o a mí. Quizás a los dos. Tenía la esperanza de que despreciara mi debilidad, ya que con eso conseguiría que se confiara.

Me sacudí el polvo de los hombros.

– Aparta ese cuchillo. No dejes que todo lo que has bebido arruine tus posibilidades de salvarte.

Cuando lo hubo devuelto a su funda, me levanté otra vez.

– Si no fuera por mí -dije-, Gonzalo habría ido a hablar con su propio padre y éste te habría matado sin esperar a tener pruebas. Fui yo quien convenció al chico para que fuera a ver al padre de Ana en su lugar. El Senhor Dias no querrá un escándalo en su familia, por lo que te he salvado el pellejo. Si no me crees, pregúntaselo a Gonzalo. O a Sara.

– Pensé que tú…, que me guardabas rencor.

La «evidencia» de mis valientes esfuerzos por ayudarle hizo que sus palabras saliesen sólo a trompicones.

– Debería haberme dado cuenta de que había sido Sara, y no tú. Lo siento. -Golpeó el suelo con los pies en un gesto de desánimo-. ¿Podrás perdonarme?

Le estreché la mano cuando me la ofreció. Para mí fue mi manera de decirle adiós. Como cerrar un libro que habíamos abierto juntos cuando teníamos sólo ocho años.

– Siempre te he perdonado -respondí-, pero lo importante ahora es saber lo que vamos a hacer.

Ese «vamos» me quedó muy bien.

– No hace falta que hagamos nada -dijo Wadi.

– ¿Por qué no?

Sonrió como si estuviera complacido consigo mismo.

– Ana y yo nos casamos en una ceremonia secreta hace unos meses.

– ¿Estás casado?

– Sí.

– ¿Por qué no se lo contaste al padre de ella?

– Ana no me dejó. Lo odia. Hemos estado pensando en marcharnos juntos a Diu para escapar de él, desaparecer sin avisar. Mi padre lo ha estado preparando todo.

Cuando me volví para pensar en cómo la unión secreta de Wadi podría afectar a mi estrategia, me di cuenta de inmediato de que podría utilizarlo a mi favor. Me sentí afortunado de enfrentarme a un enemigo tan impetuoso.

– ¿Tío Isaac sabe que estáis casados? -pregunté.

– Sí.

– ¿Y tu madre?

– Si se lo dijera -resopló-, todo el mundo lo habría sabido hace tiempo. Aunque ahora tendré que contárselo, supongo.

Levantó la mirada hacia el cielo y se puso las manos sobre la cabeza, como si intentara sentir lo que pesaban las ambiciones de su madre sobre él. Me miró con tristeza antes de volver a hablar:

– Es extraño, Tigre, pero más que una condena, lo que temo de mi madre es que esté contenta por haberme casado con alguien importante.


Una hora más tarde, después de que Wadi y la tía María hubieran discutido sobre ese matrimonio tras la puerta cerrada del dormitorio de ella, oí pasos al otro lado de la puerta de la casa. La abrí justo cuando el Senhor Dias y su hija descendían de sus palanquines con la ayuda de sus lacayos. El mercader me estrechó la mano entre las suyas, como si yo fuera un viejo amigo, con un intento de sonrisa, pero volvió a sentir su pena cuando se volvió para mirar a su hija. Ana lo seguía con la cabeza gacha y las manos juntas delante del pecho, como si hubiera hecho un voto de silencio. Decidí que sería raro besarla en las mejillas, por lo que me limité a expresar lo encantado que estaba de conocerla, a lo que ella respondió asintiendo de forma casi imperceptible. Era una chica de complexión delgada y melena de color rubio oscuro; sus ojos parecían hinchados. Tenía la mejilla enrojecida e irritada por un arañazo. Quizá su padre le había pegado. Las manos le temblaban mientras se arreglaba el mantón negro por encima de los hombros.

Los hice pasar al salón y mi tía los saludó con amabilidad. Le ofreció al Senhor Dias un vaso de nuestro mejor vino portugués, pero él lo rechazó con impaciencia. Luego intentó elogiarlo por la ropa que llevaba, especialmente su chaleco de color rubí, que llevaba cosidas perlas rosadas alrededor de los ojales.

– ¡Por favor, cállese! -le espetó él. Entonces ya llevaba puesto el ojo de cristal que le daba ese aire intimidatorio a su mirada, como si procediera de otro mundo.

El rostro de mi tía quedó congelado por el horror. Se dio cuenta entonces de que la alegría que había sentido al conocer la noticia de la boda de Wadi con una joven adinerada había sido prematura.

Sin pedir permiso, el Senhor Dias y su hija se sentaron juntos en el sofá, las manos de ella entre las de su padre, asidas con firmeza; no estaba dispuesto a renunciar tan fácilmente a la propiedad de la chica.

Wadi y yo nos sentamos en sendas sillas a una distancia prudencial, uno al lado del otro, delante de la chimenea; me había hecho prometerle que me sentaría a su lado cuando llegaran. Mi tía se quedó de pie, secándose los chorretones de sudor de las mejillas. ¡Cuánto sudaba esa mujer!

La traición de Wadi pesaba entre nosotros como un cadáver en descomposición. El Senhor Dias dejó que el silencio empeorara aún más su hedor. No nos atrevimos a hablar hasta que lo hizo él.

– Su hijo me ha robado a mi hija y la ha corrompido -le dijo a mi tía-. Y voy a emprender acciones legales.

– Pero… pero si me he… me he enterado esta misma noche -tartamudeó mi tía, que de ese modo dejó a Wadi solo con el problema. Únicamente puedo especular sobre si lo hizo a propósito o si fue a causa de los nervios, pero su hijo le lanzó una mirada asesina.

– Yo no he robado nada -dijo Wadi desafiante, primero a ella y luego otra vez al Senhor Dias.

– Tiene que haber sido alguna artimaña diabólica -respondió el anciano. El desdén le hacía escupir las palabras-. Me niego a creer que mi hija se haya entregado libremente a alguien como tú. Quiero saber qué medios utilizaste para debilitar su voluntad. Y cómo pretendes devolvernos la honra que nos has arrebatado.

– Yo no le debo nada. Nos casamos hace cuatro meses. No hubo ningún hechizo de por medio. Su hija lo es todo para mí. Ningún juez que pueda encontrar conseguirá que me avergüence de decirlo. Sólo una vez he querido a alguien tanto como quiero a su hija.

Wadi me miró para hacerme ver que se refería a Sofía y yo le sonreí con toda la gratitud de la que fui capaz. Se defendía bien hablando. De no haber sido por mí, podría haber sobrevivido a ese naufragio.

– La razón por la que se enamoró de mí es un misterio, pero un misterio que agradeceré siempre -continuó. Le dedicó una dulce sonrisa a Ana. Por un momento me pareció que se arriesgaba a revelar su parte más frágil-. Éste es mi amigo Tiago -le dijo a su esposa mientras me cogía por el brazo-. Cuando nos conocimos te conté todos sus problemas y lo mal que me sentía yo al respecto. Creo que fue entonces… cuando me abriste tu corazón por primera vez.

Ana bajó la mirada, tenía miedo de hablar, pero todos sabíamos que Wadi había dicho la verdad.

Yo sonreía por dentro al observar esa paradoja: ¡había conseguido a esa chica gracias a mi sufrimiento!

– Si creía que no debía avergonzarse de lo que hizo -preguntó el Senhor Dias-, por el amor de Dios, ¿por qué lo mantuvo en secreto?

– Díselo, Ana -dijo Wadi con tono alentador-. Es tu oportunidad, nuestra oportunidad. Yo estaré a tu lado, no importa lo que diga o haga.

– ¡Habla! -rugió su padre.

– No me atrevía a enfrentarme a tu ira -susurró ella a la vez que se encogía, temerosa de que su padre se levantara y le pegara una paliza.

– ¿Entonces estás casada con este hombre? ¿Lo que dice es verdad?

– Sí.

– ¿Tan mal padre he sido para que me desafíes así? ¿Para que me temas tanto?

Ana empezó a llorar en silencio con la cabeza entre las manos. Era poco más que una niña. Debía estar preguntándose qué había hecho ella para caer tan bajo en tan pocos meses. Y todo porque deseaba vivir su propia vida.

– Esto no acabará aquí -le dijo el Senhor Dias a Wadi-. Nos vamos a casa ahora mismo -le dijo luego a su hija.

– Ahora ya no tienes que volver con él -le dijo Wadi.

Ella miró agradecida a su marido mientras una expresión de coraje tomaba forma poco a poco en su rostro y su respiración se hacía cada vez más profunda.

– Siempre has sido mi amo y señor -le dijo a su padre mientras se secaba las lágrimas-, pero ahora estoy casada. Y del mismo modo que mi madre se debía a ti, yo me debo a Francisco Javier.

El Senhor Dias levantó la mano de la chica, la besó y la dejó caer sobre el regazo de ella otra vez.

– Por lo que a mí respecta, estás muerta -dijo con una calma terrible.

Era como si una campana sombría hubiera sonado tras una batalla. La crueldad de esas palabras aún resuena en mi interior hoy en día.

El Senhor Dias luchó por levantarse, tras rechazar la ayuda que le ofrecía su hija.

– Recuerda esto -le dijo a Wadi, con las manos hacia arriba, por encima de la cabeza, como si invocara al Señor del Antiguo Testamento-. Ha engañado a su padre, ¡aún puede que engañe también a su marido!

Lo dijo como si se tratara de una maldición, pero yo lo interpreté como la esperanza más profunda que albergaba el anciano. Y como el camino por el que yo debía continuar…


Ana y Wadi compartieron el dormitorio de él por primera vez esa noche, y él debió de pasar la mayor parte del tiempo tranquilizándola, diciéndole que su padre lo reconsideraría. Pude oír que ella sollozaba hasta bien entrada la medianoche.

– ¡Lo he perdido todo! -gritó ya de madrugada.

¿Lo que preocupaba a Ana era que su padre encontrase un medio legal de apartarla de Wadi?

Imaginé que ese grito desaforado despertó a mi tía, y que debió pasearse por la habitación, maldiciendo a su hijo por haber provocado ese escándalo. La imaginé mirándose en el espejo a la luz de una sola vela, comparando su rostro con el de su nueva nuera y lamentando no disponer de algún tipo de magia con la que pudiera robarle la juventud a la chica.

Ana no bajó por la mañana. A Wadi se le cerraban los ojos y parecía decaído. Mi tía se mostró fría con nosotros dos.

– Debes ayudarme con Ana -me rogó mi primo tan pronto como su madre se levantó de la mesa para vestirse-. Ésta no es una buena manera de empezar.

Accedí a ayudarlo, pero cuando subí a verla, Ana no me dejó entrar. Ni siquiera accedió a hablar conmigo a través de la puerta.

Wadi entró para sentarse con ella un rato y salió a trabajar tarde, completamente apesadumbrado.

– No piensa comer nada -dijo, y con voz de súplica añadió-: Tigre, tienes que hacer algo. Estas cosas no se me dan bien. Tienes que ser tú.

No perdí la oportunidad de animarlo y esa tarde me marché a casa temprano para ver qué podía hacer. Esa vez, conseguí que me dirigiera la palabra a través de la puerta cerrada.

– Por favor, no necesito nada -protestó con voz débil.

– Te dejaré algo de arroz y de pollo aquí, en la puerta, y una botella de agua -dije para demostrar mi paciencia-. Me marcharé para que puedas salir a cogerlo.

– No, por favor, no.

Bajé a buscar la comida a la cocina, golpeé la puerta con los nudillos sin hacer mucho ruido y me aparté. Cuando apareció Ana, aún llevaba puesto el camisón. Se sonrojó al verme.

– Te ayudaré -dije, intentando ganármela con la suavidad de mi voz.

– No hay nada que hacer -afirmó apesadumbrada.

– Sé lo que es el sufrimiento, Ana. Incluso los huérfanos como yo tenemos un futuro. Mírame: soy la prueba de que es cierto.

Conseguí soltar unas lágrimas que tiñeron de compasión su joven rostro. Puede que Wadi fuera su marido, pero cuando se acercó a mí supe que yo me convertiría en su confidente.

Se vistió rápidamente y bajó al piso inferior cuando le dije que mi tía había ido a visitar a una amiga. Hacía un día espléndido, con una brisa fresca procedente del océano. Sugerí que fuéramos a dar un paseo junto al río.

– Quiero demostrarte que a pesar de lo ocurrido aún puedes ser la misma persona que siempre has sido -le dije a la chica. Eso me permitió ver su sonrisa por primera vez.

Cuando nos cruzábamos con alguien se apoyaba en mí, como si de algún modo aquella gente supiera que su padre la había echado de casa y estuviera a punto de desmayarse.

– Todos me rechazan -dijo más de una vez y, en ocasiones, tuve que arrastrarla para que avanzase, lo que sólo conseguía que dependiera cada vez más de mí, ya que ella percibía que mi fuerza sería suya siempre que lo deseara.

Mientras caminaba junto a Ana, a menudo recordé a Sofía cuando me decía que quería salir de su propia piel. Parecía como si me estuvieran dando una segunda oportunidad de ayudar a una joven tímida y confusa que debía abrirse paso en el mundo.

Le dije que no podía capitular ante la voluntad de su padre.

– Cualquiera que lo mire a la cara se dará cuenta de que te quiere -le dije- y cuando haya pasado un tiempo no tendrá otra opción que respetar tu decisión.

Ella podría haberse preguntado cómo había aprendido todo eso en prisión, pero como me limitaba a contarle lo que quería oír, no me pidió explicaciones, lo único que me pidió fue que no le soltara el brazo ni un instante.


Durante la semana siguiente, fui el bufón y consejero de Ana y Wadi, aunque pensé que el primer consejo que le había dado era parcialmente erróneo; pese a su timidez, el fuego candente que tenía en su interior podía convertirla en una chica increíblemente nerviosa y obstinada. Le encantaba ver las carreras de barcas en el río e incluso animar en las peleas de gallos y, cuando no se salía con la suya, se parapetaba en una fría expresión de desprecio digna de su linaje aristocrático. Muy pronto se sintió más segura, lo suficiente para enfrentarse a Wadi de igual a igual cuando reñían, y recurría a su testarudez para compensar su falta de estrategia.

También era ambiciosa -tenía muchas ganas de viajar, especialmente- y poseía el deseo acumulado de nuevas experiencias propio de una chica cuyo talento y curiosidad se habían visto retenidos durante años. De forma superficial, al menos, había muchas cosas en Ana que me recordaban a Sofía, y empecé a comprender que si Wadi se había enamorado de ella no había sido por accidente. Quizás incluso la había buscado para mantener la ilusión de que mi hermana aún estaba viva de algún modo.

Una noche, cuando estábamos solos, Ana me confesó que -tal como yo sospechaba- no le importaba tanto la ira de su padre como la posibilidad de perder su herencia.

– Y no por mí, sino por Wadi -me dijo.

La costumbre india de ofrecer una dote había hecho mella en su manera de pensar, como les había pasado a muchas otras chicas portuguesas. Hablaba de sí misma como si no mereciera el matrimonio si no conseguía sellarlo con las riquezas de su padre. Aunque no lo dijo tan abiertamente, también le entristecía que esa nueva vida, menos lujosa, no pudiera ofrecerle las aventuras que tanto ansiaba. Una existencia provinciana en una ciudad portuaria a cuatro meses en barco de las capitales de Europa le debía parecer un triste destino.

Le aseguré que aunque podría haber preferido a una novia rica, el amor que sentía por ella le haría superar cualquier duda y decepción, y que, si él llegaba a conocer su pasión por viajar, seguramente ahorraría lo suficiente para visitar Lisboa de vez en cuando y quedarse a vivir allí durante unos meses. Insistí en que debía hablar de eso con él, y le prometí que si le era completamente sincera él se sentiría gratificado y de ese modo vería confirmada la inquebrantable lealtad que esperaba de ella.

En realidad yo creía todo lo contrario, por supuesto, que si ella dejaba aflorar su sensación de angustia y su falta de valor, Wadi tendría la impresión de que ella estaría reconsiderando su matrimonio. Además, él también empezaría a preocuparse al ver que no era capaz de proporcionarle lo que ella más deseaba.

En ese esfuerzo por socavar su aflicción, mi mayor aliado era lo que cada uno de ellos ignoraba del otro; como la mayoría de las parejas jóvenes, no habían hablado jamás seriamente de lo que esperaban de su unión.

Unos días más tarde, mi primo se acercó a mí durante el trabajo arrastrando los pies, con cara de preocupación.

– Creo que jamás conseguirá superar el haber perdido el amor de su padre -dijo, sin querer revelarme lo que en realidad le había dicho.

– Ana ha perdido cosas a las que nadie querría renunciar -le dije-. Dale tiempo. Aunque quizá… -Negué con la cabeza de forma dramática-. No, no es una buena idea.

– ¿Qué? -preguntó.

– No debería decir nada más. No estoy en posición de hacerlo.

– Tigre, por favor, confío en ti.

– Es sólo que el padre de Ana… Si pudiese oírte hablar sobre el amor que sientes por ella una vez más. Estoy seguro de que podrías ganártelo, aunque supongo que intentará volver a humillarte, es como los cíclopes, y yo…

– ¡No me da miedo! -declaró Wadi.

– Sé que no -le aseguré mientras lo empujaba impaciente hacia el desastre-. Lo que quería decir es que el desprecio es difícil de soportar. No te será fácil enfrentarte a él, para mí no lo sería, al menos.

– La vida no siempre es fácil, ¿sabes?

Me encantaban esos momentos de sabiduría de Wadi. Eran tan involuntariamente cómicos…

– En ese caso, creo que deberías ir tú -le dije con tono alentador.

– ¿Me acompañarías?

El Senhor Dias seguramente lo consideraría un cobarde si yo le acompañaba.

– ¿Yo? Espié a su hija, y no mantuve en secreto que soy tu mejor amigo. No creo que tenga muchas ganas de verme.

– ¡Tienes que venir! No se me da bien hablar, puede que te necesite para que hables por mí. Y si noto que me estoy yendo por las ramas, te necesitaré para que me saques de allí lo antes posible.


A la noche siguiente, justo después de cenar, fuimos a la mansión de los Dias. El Senhor Dias dio instrucciones a su sirviente personal para que nos hiciera esperar fuera y nos dejara entrar sólo cuando él ya estuviera en el vestíbulo. Estaba sentado en un sillón y sobre el regazo tenía un perro diminuto y lanudo, con una cinta de color carmesí alrededor del cuello; sobre la mesa que tenía al lado había dos candelabros de oro encendidos, un pequeño recordatorio de las riquezas que Wadi jamás podría obtener, seguramente. Frente a él había una alfombra de yute muy vieja que olía a estiércol que sin duda procedía de los establos. El sirviente nos dijo que el Senhor Dias quería que nos pusiéramos encima de ella para que no le ensuciáramos el suelo de mármol.

Wadi estaba furioso. Yo estaba realmente seguro de que se lanzaría al cuello del anciano y tenía la esperanza de que no hubiera olvidado su cuchillo.

El ojo verdadero de Dias miró a mi primo de arriba abajo lentamente mientras el otro, el de cristal, seguía mirando hacia delante, hacia la nada. El mercader no mostró ninguna intención de disimular el asco que sentía.

– Di lo que tengas que decir -le espetó a Wadi, pero en realidad lo que quiso expresar era: «Acabemos de una vez con todo esto».

Mi primo contuvo su rabia de forma admirable y empezó a describir su amor por Ana como si ella lo hubiera rescatado de la desesperación. Aunque recurrió a floridas metáforas más propias de la poesía trovadoresca, me conmovió la desesperación con la que mi viejo amigo deseaba ser comprendido por su enemigo. Wadi se había jugado el futuro casándose con ella y ahora intentaba explicar los inefables movimientos del corazón a alguien que apenas lo escuchaba. No se le podía reprochar nada por sus esfuerzos o sus sentimientos. Pero la corrupción de su hija había convertido al Senhor Dias en un ser de hierro. Se limitó a acariciar al perro lánguidamente mientras Wadi le suplicaba.

Finalmente, al ver que había sido incapaz de hacer mella en la coraza de desprecio de nuestro anfitrión, mi primo se volvió hacia mí.

– Por favor -me suplicó con desesperación.

– Debe haber algún gesto que Francisco Javier pueda hacer que os demuestre la absoluta devoción que siente por vuestra hija -dije-. Algo que pueda reconciliarlo con Ana al mismo tiempo, puesto que ése es su mayor deseo. Le recuerdo que, como cristiano piadoso, no hay nada imposible, ni siquiera la vida eterna, para los que creemos en el Hijo de Dios.

– Lamento decirte que la única manera de que un hombre así pueda demostrar su devoción -respondió Dias en un tono de rencor regocijado- sería que solicitase a un juez que anulase su ruinoso matrimonio. -Señaló a Wadi como si lo condenara al infierno-. Sólo si haces eso creeré que tu amor por mi hija es verdadero y que deseas lo mejor para ella. Y sólo entonces le permitiré volver a esta casa y le daré mi bendición para que se case con Gonzalo. -Apartó de mala manera al perro para que bajase al suelo y se puso de pie.

Me habló como si Wadi ya hubiera salido de la habitación cuando dijo:

– Aunque, se lo aseguro, Senhor Zarco, tengo serias dudas de que Gonzalo o cualquier otro cristiano la quiera en el estado vicioso en el que la ha dejado su amigo moro.

Eso era jaque mate, y tanto Wadi como yo lo sabíamos. Volvimos como pudimos a casa, en silencio. Más tarde, esa misma noche, mi primo explotó delante de Ana durante la cena y mandó su plato de sopa al suelo de un manotazo cuando ella comentó que no estaba suficientemente caliente.

– ¡Si lo que hay en mi casa no es lo suficientemente bueno para ti, entonces no tendrás nada de nada! -bramó.

Ella salió corriendo hacia su habitación sacudiéndose el vestido empapado y sollozando. Wadi se llevó las manos a la cabeza mientras mi tía le ordenaba a una criada que limpiara el suelo. Yo sufrí con ellos durante unos minutos de rigor, y luego pasé directamente al pato con ciruelas, que estaba delicioso. Como postre, tomé una ración doble de pudín de coco. Estaba tan contento que incluso se me pasó por la cabeza la posibilidad de no insistir tanto en Ana y Wadi durante unos días pero, a la mañana siguiente, la esposa de mi primo bajó para ir a la misa dominical con el pañuelo opalino de mi hermana puesto.

Загрузка...