6

Le hablé de mi infancia a mi compañero de celda Phanishwar para, creo, despedirme de algún modo de esos tiempos que ya desde hacía mucho habían pasado a formar parte de un entramado que tenía sentido para mí. Después de todo, la vida parecía mostrar muy poco interés en encajar en un diseño que pudiera ayudarnos a comprender cómo hemos alcanzado el presente. Ése es un esfuerzo que la mayoría -si no todos- debemos hacer por nuestra cuenta.

Había evitado preguntarle al viejo jainista cómo había llegado a ser encarcelado, pero durante la tercera noche que pasamos juntos, tras despertar de una siesta, me hizo señas para que me acercara a su camastro y me dijo:

– Fue un error terrible, ¿sabes?

– ¿De qué estás hablando?

– El hecho de que me arrestaran.

– ¿Cómo sucedió?

Puso su colcha rayada detrás de nuestras espaldas a modo de cojín antes de responder.

– Un día, recibí la invitación de un brahmán portugués para visitar Goa. Y luego, cuando…

– Los portugueses no se dividen en castas -le interrumpí-. No hay brahmanes.

Tomó una buena bocanada de aire, como si le hubiese dolido.

– Por favor, no me entiendes -dijo, con los labios torcidos por la frustración-. El hombre llevaba una esmeralda grande como una chirimoya en el extremo de una sarta de cuentas.

– ¿El qué?

– Llevaba una sarta de cuentas atada a la cintura.

– El rosario. Es para contar oraciones.

– Pero la esmeralda… ¿Qué otra cosa podría haber sido sino un brahmán?

Phanishwar me miró como si estuviera arruinando su historia. Quedaba claro que creía que aquella gran piedra preciosa era para él la prueba irrefutable que podía echar por tierra cualquier evidencia que yo pudiera presentarle.

Había anochecido y las puertas dobles estarían cerradas con llave durante toda la noche. Una tímida brisa se colaba por la ventana de vez en cuando y nos traía el aroma mohoso de la ciudad sumida en la tormenta. Parecía que el tiempo pasaba lentamente a nuestro alrededor, como un fantasma furtivo.

– Ojalá pudiera volver a ver al brahmán portugués -gimió Phanishwar-. ¡Rama y el resto de mis hijos deben estar muy preocupados! ¿Oh, qué hacer…? -Se llevó las manos a la cabeza como si lo estuviera martirizando un gran zumbido-. Dime qué puedo hacer para salir de aquí.

– No lo sé. Puede que si confiesas tus pecados al cura te dejen en libertad.

– ¿A qué pecados te refieres?

– ¿Alguna vez has hablado con desprecio del cristianismo? Si alguien te ha oído, eso sería suficiente para que…

– El cristianismo es la religión del pueblo de Goa, ¿no es así? -me interrumpió.

– Sí.

– Pero yo no hablaría jamás con desprecio de otra religión -dijo indignado.

– Puede que, sin darte cuenta, dijeras algo sobre Jesús que no les gustara.

– ¿Quién es Jesús?

– Es como Krishna: una encarnación del Dios cristiano. Vivió hace mil quinientos años en un país lejano.

El jainista se encogió de hombros como si todo eso fueran detalles innecesarios.

– Te juro que rezo cada día y que ayuno durante cada ciclo lunar -me dijo-. Y jamás le he hecho daño a propósito a ningún ser viviente. No soy célibe, es cierto, pero tampoco soy un monje. -Abrió los ojos con gran sorpresa-. ¿Crees que lo que quieren es que sea célibe? ¿Es eso? A mi edad, quizá debería serlo, pero me gustan las mujeres… -En su rostro resplandecía una expresión picara-. Me gustan demasiado, me temo.

– Ni siquiera sé lo que quieren de mí, no digamos de ti -repliqué-. Oye, cuando te arrestaron, ¿les contaste que habías recibido la invitación de un noble portugués?

– Lo intenté, pero los soldados hicieron oídos sordos.

Movió la cabeza con desesperación y levantó cuatro dedos.

– Han pasado cuatro meses desde que me encarcelaron. Por favor, cuéntales que quiero marcharme. Tú hablas bien el portugués, ¿no?

Asentí.

– Y se ve a la legua que eres un joven educado. Sabes leer y escribir, ¿no?

– Sí.

– ¡Lo sabía! -Sonrió ampliamente-. Entonces, tú podrás hacérselo entender.

– Pero saben que soy judío.

– ¿Judío? -Hizo un gesto suplicante juntando las manos y levantándolas en el aire-. Por favor, dices tantas cosas que no entiendo. Explícamelo.

Le conté que creíamos en un solo Dios y que nuestro libro sagrado lo había escrito un profeta llamado Moisés.

– Los gobernantes cristianos de Goa creen que los judíos son malvados -añadí.

– A su Jesús no le gustaba vuestro Moisés, ¿es eso?

– A Jesús sí le gustaba Moisés. Es a los portugueses que siguen sus creencias a quien no les gusta.

– Suena muy complicado. En cualquier caso, no importa -declaró-. Cualquiera que vea tus ojos azules querrá ayudarte.

Meneé la cabeza ante su ingenuidad.

– Cuéntame cómo recibiste la invitación de un noble para visitar Goa.

– Yo estaba bailando con Dharanendra frente al templo del fuego parsi y el brahmán portugués se acercó a hablar conmigo. Llevaba tantas capas de ropa… En mi ignorancia, pensé que tenía un aspecto ridículo, pero era tan…

– ¿Quién es Dharanendra? -interrumpí.

Soltó una risa juvenil.

– Mi cobra. Y también un gran príncipe -respondió.

– No lo entiendo.

– ¿Sabes quién es Parsva? -preguntó.

Ante mi respuesta negativa, se frotó la barba mal afeitada y gris de las mejillas mientras pensaba las palabras.

– Parsva es el vigésimo tercero de nuestros santos jainistas, muy sagrados y muy valientes. Una vez, en una vida anterior, hace muchos siglos, encontró a un malvado brahmán hindú que estaba a punto de lanzar una serpiente a su fuego expiatorio. Oh, ¿qué hacer, qué hacer? Fue corriendo hacia él, le quitó la criatura aterrorizada al hindú y golpeó al hombre en la cabeza con su báculo.

Phanishwar juntó las palmas de las manos.

– Más adelante, cuando se reencarnó como Parsva, el mismo brahmán malvado se le apareció como un demonio que arrojaba rayos, pero ¿sabes qué?

– ¿Qué?

– La serpiente que había salvado en su encarnación previa también había renacido como un príncipe cobra llamado Dharanendra. Fantástico, ¿no? Y muy útil, puesto que estaba allí cuando Parsva le necesitaba, porque extendió su capucha por encima de nuestro santo y le salvó la vida. Aún hoy, en algunas cobras puede verse la corona de Dharanendra brillando en la parte posterior de la capucha, si te fijas bien. Ésa es la prueba de que tenía el alma de un príncipe.

Phanishwar hablaba con aire triunfal y acabó dedicándome una reverencia, como si hubiera sido yo el héroe de la historia. Por un momento, pareció mucho más que un simple encantador de serpientes analfabeto. Empecé a preguntarme si no sería un santo disfrazado. Había oído que había sadhus indios que viajan disfrazados por las zonas rurales, para poder observar mejor el mundo.

– ¿Crees que las serpientes tienen alma? -le pregunté.

Él me devolvió una mirada atónita.

– Lo siento, pero para ser un joven educado a veces dices cosas sin sentido. Si las serpientes no tuvieran alma, ¿cómo podrían estar vivas?

– Phanishwar, no tengo respuesta para preguntas como ésa.

– Incluso las plantas y los árboles tienen alma, por supuesto-dijo, como si le hubiera provocado a propósito y esto no pudiera ser más evidente. Su expresión se volvió más severa-. Dime, sinceramente, y no hieras mis sentimientos. ¿Los portugueses son como los hindúes? ¿Sacrifican animales?

– No.

– ¿No me ocultas ni una partícula de verdad?

Cuando negué con la cabeza, sus ojos se llenaron de lágrimas de felicidad.

– ¡Entonces Dharanendra volverá a bailar conmigo! -exclamó. Mostró una sonrisa de alivio y añadió-: ¿Has visto alguna vez a un encantador hindú?

– En Ponda, muchas veces. Tocaba una flauta fabricada con una calabaza y su cobra se balanceaba dentro de la cesta, como si estuviera borracha.

Frunció la nariz en un gesto de indignación.

– Cualquiera es capaz de encantar a una serpiente metida en una cesta. No es muy peligroso. Una cobra no es tan rápida atacando si tiene la cola por debajo del borde. Lo más terrible -susurró- es que los encantadores de serpientes les quitan los colmillos a las cobras. Un día, mi maestro me pidió que se lo hiciera a una cobra que acabábamos de atrapar. Hacía tres años que era su aprendiz y consideró una especie de honor el permitir que lo hiciera yo. ¿Dañar a una cobra es un honor? ¡Qué hombre más tonto! Me negué a hacerlo, por lo que me echó de su casa a escobazos. ¿Puedes creerlo? Yo tenía sólo trece años. ¡Qué triste es estar tan solo para un chico tan joven! ¡Y qué solitario me parecía el mundo! Emprendí a pie el camino de vuelta hacia mi aldea y después de dos días me encontré con un festival hindú en el que los sacerdotes estaban sacrificando serpientes, las echaban dentro de una pira. Me pareció un mal augurio y quise actuar como un héroe, como Parsva, pese a ser tan pequeño y estar tan asustado. Entonces le pregunté a uno de los ancianos si estaba dispuesto a soltar a las pobres criaturas si conseguía que una de ellas bailara sobre mi barriga.

– ¿Lo habías hecho alguna vez antes?

– No, pero tenía que hacer algo espectacular y fue lo único que se me ocurrió. Cuando el hindú aceptó mi reto, miré dentro del foso en el que estaban las serpientes y vi una cobra preciosa, enorme, de unos dos metros, acurrucada junto a una diminuta a la que intentaba ocultar para mantenerla a salvo. La pequeña era una cría y me di cuenta de que su madre quería que sobreviviera más que cualquier otra cosa, por lo que la tomé y, levantándola en el aire, le susurré cuál era mi plan. Me temblaban las piernas de miedo, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Me tendí en el suelo sobre la espalda y la cogí delicadamente con el dedo pulgar y el índice, por la cabeza, y la dejé con cuidado sobre mi barriga. Los aldeanos formaron un círculo a mi alrededor, me miraban con los ojos fuera de las órbitas. Había muchísima gente y nadie se atrevía a moverse, ni siquiera a respirar. El silencio de las serpientes puede ser atronador, Trevas Azuis. Todo el mundo contiene la respiración frente a una cobra.

Se cubrió la oreja derecha con una mano y los ojos con la otra, me miraba por una rendija que dejó entre los dedos.

– Había gente que no se atrevía a mirar, algunos ni siquiera a escuchar.

– ¿Y qué ocurrió?

– La cobra madre se sentó muy quieta durante un buen rato, luego levantó la cabeza y desplegó la capucha como si estuviera a punto de atacar. La gente gritó, pero yo la miré con dulzura para que supiera que mis intenciones eran buenas. -Phanishwar me mostró una sonrisa benevolente y a continuación levantó las manos lentamente por encima de su cabeza-. Acaricié el aire de este modo y le dije: «Ahora, salva a tu cría, debes bailar conmigo».

Los ojos de Phanishwar brillaban con expresión traviesa.

– ¿Y bailó?

– ¡No, ese monstruo odioso me mordió tan fuerte como pudo! -gritó entre risas-. Aquí. -Inclinó la cabeza hacia un lado y me mostró una cicatriz en el cuello-. Toca.

Pasé la yema de mi dedo por la protuberancia que mostraba la piel, mientras me reía con él.

– ¿Te gusta? -preguntó con una sonrisa esperanzada.

– Impresionante.

– La piel se me volvió azul y amarilla, y se me hinchó mucho -añadió con excitación-. ¡Me convertí en una atracción! Hombres, mujeres y niños recorrían hasta veinticuatro kilómetros para verme: el chico jainista con el cuello pintado por los colmillos de una cobra. ¡Y todo porque ese monstruo odioso intentó matarme!

Se reía de buena gana. Sentí que la felicidad me llenaba el cuerpo por primera vez en muchos meses.

– Me han mordido once veces -dijo con orgullo.

Luego enumeró los nombres de cada uno de los pueblos en los que una serpiente lo había sorprendido, mientras los contaba con los dedos, aunque al final sólo fueron diez. Su mirada de aturdimiento exagerado me hizo reír otra vez. Hacía el payaso para mí como solía hacer mi padre y, aunque lo agradecí, también sentí que la angustia me aguardaba más allá de lo que estuviera diciendo.

– ¡Oh, sí, en Bastora, una cría me mordió en un pie! -recordó de repente. Me mostró una uña que la serpiente le había destrozado.

– Esa primera vez la cobra madre me dejó en la montaña sagrada de Indra durante dos días y una noche -dijo alegremente-. Y cuando desperté tuve fiebre durante dos días más. -Su rostro se entristeció-. Los pobres aldeanos pensaban que me iba a morir y le rezaron a Devi para que me ayudara. «Oh, ¿qué podemos hacer para salvar al joven jainista?» Por lo que sacrificaron a la serpiente madre, pobre animal. Fue algo terrible. Pero ¿sabes qué? Cuando me recuperé, me regalaron la cría por haber mostrado tanto valor, así como dos cocos para mi viaje de vuelta, y un fruto de yaca, también, y algo de incienso para mis oraciones. Los niños me pusieron flores alrededor del cuello y me nombraron Rey de las Serpientes. Yo a mi serpiente la llamé Dharanendra.

– Fuiste muy valiente. Pero quizás algo inconsciente por intentar que la madre bailara sobre tu barriga.

– No, te equivocas, amigo mío. ¡No tardé en conseguirlo! ¡Deberías ver cómo baila Dharanendra ahora conmigo!

– ¿Aún la tienes? ¿Tanto viven las serpientes?

– ¿Conoces la historia jainista del hombre que pintó más de cien templos, todos de color azul?

– No, pero ¿qué tiene que ver eso con Dharanendra?

– Ya lo verás. Cuando alguien le preguntaba al pintor por qué no utilizaba el color amarillo, el rojo o el verde, siempre respondía: «He encontrado el color que necesito, el que me gusta, o sea, que sería estúpido y desleal utilizar otro». -Phanishwar volvió a dedicarme otra reverencia.

– O sea, ¿que todas tus serpientes se llaman Dharanendra?

– Todas. Llegué a Goa con Dharanendra Novena.

– ¿Y les enseñaste a bailar a todas?

– Por supuesto. El secreto está en fingir que eres una cobra. -Juntó los pulgares y se puso las manos detrás de la cabeza, con las palmas hacia delante para formar una capucha-. Si te conviertes en una de ellas, bailará como si no hubiera hecho otra cosa en toda su vida. Puedo conseguir incluso que dé vueltas sobre sí misma y, si no ha comido demasiado, que haga una especie de salto. -Debí mirarlo con escepticismo por lo que dijo a continuación-. ¡Te lo juro! Podrás verlo con tus propios ojos en cuanto salgamos de aquí.

– Si es que eso llega a ocurrir.

– Ocurrirá, porque tú les contarás que estamos aquí por error. -Movió dos dedos en el aire, luego los chasqueó frente a mi barbilla como una víbora al ataque-. Y tienes que preguntarles por Dharanendra -añadió con una mueca-. Espero que no haya mordido a nadie, se enfada mucho cuando no estoy.

– Aún no me has contado lo del noble portugués.

– Porque me desvías del tema continuamente -dijo.

– ¿Yo?

– Sí, eres demasiado… demasiado inquisitivo. -Me guiñó un ojo y me di cuenta de que volvía a tomarme el pelo.

La amistad que crecía entre nosotros me preocupó de repente, como si me alejara de mí mismo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó dándome unas palmaditas en la rodilla-. Espero no haberte ofendido.

– No, es sólo… es sólo que los sentimientos me asaltan sin avisar. A veces parezco completamente perdido.

Me besó en la frente.

– Eres un joven bueno y bien parecido, amigo mío -me dijo-. Todo irá bien, estoy seguro.

Estuve a punto de empezar a hablar de lo que sentía, pero él se llevó un dedo a los labios, como si fuera peligroso contar nada más. «¿Quién es ese hombre?», pensé, como si por primera vez en mi vida notara que estaba en presencia de un ser mucho más sabio de lo que yo podría llegar a ser jamás: la encarnación de una gran alma.

– ¿Quién… quién eres realmente? -tartamudeé.

Parpadeó un par de veces.

– Todos somos grandes personas. Incluso tú. Ahora te contaré algo que muy poca gente sabe -dijo, muy serio. Parecía estar disfrutando de la posibilidad de hablar conmigo de cosas importantes-. Pero primero debes decirme si sabes por qué las serpientes asustan a casi todo el mundo.

– Porque muerden. Y pueden llegar a matar.

– Exacto, pero ésa no es la única razón. Con su veneno, las serpientes no sólo pueden matarnos, sino también dejarnos en trance, y en ese trance podemos sentarnos con Indra en su trono. He oído decir que las cobras son la hoja de una espada que puede liberarnos de nuestras cadenas o bien acabar con nuestra vida. Sus bocas se alimentan de las criaturas del suelo y sus colas se elevan hacia el cielo, de manera que cuando te conviertes en serpiente estás en ambos mundos a la vez. ¿Recuerdas cuando tu madre volvió a cruzar el puente de la muerte a la vida para decirte adiós por última vez? -preguntó mientras volvía a rascarse las mejillas-. Las serpientes pueden llevarnos hasta ese mismo puente.

Antes de que pudiera responder, pasó un brazo por encima de mis hombros y me acercó aún más a él.

– Bueno, como te decía antes de que me interrumpieras… estaba bailando con Dharanendra, y cuando acabamos, el brahmán portugués se me acercó y me dijo que le gustaría que lo visitara en Goa. Me aseguró que me pagaría generosamente si entretenía a los invitados de su boda.

– ¿Ese noble te dijo su nombre?

– Sí, y tenía cuatro. ¿No es maravilloso? Se hacía llamar Padre Carlos Miguel Fonseca. Unos nombres magníficos, ¿no crees? Se deslizan por mi lengua cada vez que los digo.

– ¿Cómo iba vestido?

– Llevaba ropas oscuras y dos piezas de metal precioso unidas alrededor del cuello. Así. -Phanishwar cruzó los dedos índices-. Me dijo cómo se llamaba, sonaba a algo muy poderoso, pero lo he olvidado.

– Eso era un crucifijo, un símbolo cristiano. ¿Había otros hombres con él?

– Cinco más, y lo veneraban de tal modo que enseguida supe que era alguien importante. Un hombre muy agradable, además. Debió haber sido fiel y bueno en su vida anterior para haber tenido una reencarnación tan favorable. Y no paraba de sonreír, como si ocultara un buen chiste bajo la lengua.

«Lo tenía, ¡y era sobre ti!», pensé.

– Phanishwar, no era ni un brahmán, ni siquiera un noble -le dije de repente-. Lo que le hacía tanta gracia era la posibilidad de engañarte.

– No, te equivocas. Puede que incluso formara parte de la realeza. ¡Como Dharanendra! De hecho, pensé en ello. Un rey… Quizá conocí al rey de los portugueses ¿no crees? ¿Sabrías reconocer su rostro si te lo describiera?

– Era un cura.

– No, no, no. Es imposible. Llevaba tantas capas de ropa. Sólo un gran señor podría…

– Era un dominico o un jesuita. Los curas controlan la Inquisición aquí. ¿No te das cuenta? El primer nombre que oíste -padre- significa que es un miembro de la Iglesia católica. Te engañó.

– Pero me invitó a bailar con Dharanendra en su boda. Nadie mentiría acerca de un día tan sagrado.

– ¡Los curas católicos no pueden casarse!

– ¿De verdad?

El rostro de mi compañero de celda se ensombreció mientras sopesaba las consecuencias de esa nueva información, pero luego se dibujó una sonrisa en sus labios.

– ¡Ahora lo entiendo! Hablábamos a través de un intérprete, y ese estúpido debe haberse equivocado. ¡Debía de ser la boda de su hijo! -dijo con renovado vigor.

– Phanishwar, de veras creo que…

El afecto que sentía por él era ya tan grande, y él deseaba tan desesperadamente una buena noticia, que no me atreví a finalizar mi objeción. Decidí obviar la verdad, que Dios me perdone.

– ¿Así que viniste a Goa para la ceremonia de su boda? -dije.

– Sí, nosotros -Dharanendra y yo- vinimos tres días antes. Llegamos a Goa en un barco muy bonito, pero los soldados me registraron la bolsa y la descubrieron durmiendo. Montaron un buen jaleo, todo eran gritos y chillidos. A mí me dolía la barriga de tanto reír, porque se pusieron a saltar como sapos y no se atrevían a acercarse a la bolsa. ¡Cualquiera diría que mi Dharanendra era un cocodrilo! Sabía que Padre Carlos Miguel Fonseca se reiría también, y les conté a esos hombres que me había invitado. Estoy seguro de que un mono me habría entendido mejor, pero esos portugueses… -Movió la mano delante de su cara y miró al techo-. Por muy despacio que les hablara, me miraban sin entender nada de lo que les contaba. Fueron muy desagradables, me pusieron grilletes. Y me trajeron aquí. -Apretó un puño-. Estoy seguro de que si Padre Carlos Miguel Fonseca supiera que estoy aquí ahora, se enfurecería con ellos. Seguro que ya nos hemos perdido la boda de su hijo. Cuando lo sepa, castigará a esos malvados. Y luego nos invitará a ti y a mí a su palacio.

Lo dijo con tanto convencimiento que casi empecé a creer que había interpretado correctamente lo que había dicho ese cura después de todo.

– Le contaré tu historia al carcelero -le aseguré mientras le daba unas palmaditas en el hombro-. Le pediré que llame al brahmán portugués que conociste.

– Te ruego que preguntes también si Dharanendra está bien. -Phanishwar me tocó el pie para asegurarse de que le hacía caso e hizo gestos con un dedo-. Si quieres, incluso puedo enseñarte a hacerla bailar sobre tu barriga. Así tendrás una manera de ganarte la vida honradamente, amigo mío, allí adonde vayas. Y quizá llegues a sentarte con Indra de vez en cuando en el cielo. Esos son buenos presentes para alguien a quien quieres, ¿no crees?

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