18

En la tarde del 17 de enero de 1594, más de dos años después de mi arresto y poco más de un mes después del auto de fe en el que Phanishwar fue reducido a humo, me pusieron unos grilletes oxidados cargados con las vidas de docenas de hombres que habían sucumbido a ellos antes que yo y me llevaron al barco que estaba a punto de partir, el que me llevaría a la prisión de Lisboa. Hacía sólo tres días que había cumplido los veintiún años.

Una vez en el muelle, el cura hizo jurar sobre un misal al capitán Martins, un hombre de cruel belleza, pelo plateado y piel curtida por el sol, que me entregaría a la Inquisición. Con su voz desdeñosa, no me costó darme cuenta de que al capitán no le gustaba recibir órdenes de un hombre que no tenía ni rastro de suciedad bajo las uñas de los dedos.

Un tripulante descalzo que sólo hablaba un portugués rudimentario me llevó a una bodega con cuatro barriles de vino del tamaño de una persona. Me dio un cuenco con agua, dos mendrugos de pan y un trozo de queso seco y maloliente. Cuando cerró la puerta, temí pasar todo el viaje atrapado en esa oscuridad asfixiante, pero a la mañana siguiente, muy temprano, mientras navegábamos río abajo, el capitán mandó que me llevaran a cubierta. Cuando perdimos de vista la ciudad, me quitó las cadenas. Las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos cuando cedieron los últimos eslabones, pero mi gratitud sólo consiguió indignar a Martins.

– ¡Si te conviertes en una molestia, haré que te azoten hasta que tu sangre diluya ese pellejo de cristiano nuevo! -me dijo.

Arrimado a la barandilla ese primer día, con la sal que me golpeaba la cara y el mar que levantaba el barco hacia el cielo, ni siquiera su desprecio podía herirme. Sentí que si podía ver el sol, sería capaz de resistir mi destino. Y aun así, al anochecer, un temor se apoderó de mí. El horizonte cada vez más oscuro me recordó por qué me marchaba de la India, y me pareció que me dirigía a la ruina más absoluta. No tendría la fuerza necesaria para sobrevivir seis años más en la celda de una prisión. Ahora que papá estaba muerto, no.

Después de cenar, un joven miembro de la tripulación me mostró cuál era mi camastro. Me dio una naranja que había guardado para él antes de marcharse. Bajo la cubierta, mientras pelaba la fruta con las uñas sucias y mal cortadas, me sentí más seguro. Tras casi dos años en una celda de dos metros y medio por tres, era normal que agradeciera unas paredes y un techo a mi alrededor.

A lo largo de esos primeros días, siempre que trataba de rememorar la secuencia de acontecimientos de mi vida, me di cuenta de que el encarcelamiento había dañado, y mucho, mi mente. Tardé días en poder recordar los nombres de los aldeanos que había conocido desde que era un chico y algunos momentos cruciales de mi vida -incluso la muerte de mi madre- parecía que los había vivido algún lejano antepasado. Si me hubiera visto en un espejo, estoy seguro de que habría visto a alguien a quien no sería capaz de reconocer: alguien demasiado delgado hasta para tener una sombra real, demasiado inseguro y frágil, con cicatrices en las muñecas, el lugar por el que su alma había intentado escapar.

Al principio temí estar alejándome tanto de casa, como si fuera a desaparecer sin más, pero una semana más tarde empecé a creer que me habían dado una oportunidad única. Pronto estaría en otro continente, lejos de cualquiera que pudiera esperar algo de mí. No tenía que revelar la verdad sobre mí mismo o sobre mi vida a nadie.

Podía rehacerme como alguien nuevo.


Mientras comía con la tripulación no podía evitar hablar de vez en cuando, ya fuera sobre el débil viento, sobre los peces voladores o sobre los bulliciosos delfines que a veces jugaban junto al barco, y pronto trabé amistad con un marinero de diecisiete años de una pequeña ciudad llamada Tavira. Se llamaba José y había quedado tan embelesado por la India que le encantaba escuchar mis historias sobre mi infancia vivida en el campo. Le hablé de las ranas en las zapatillas y de un cálao llamado Sujay, pero jamás abordé el tema de la muerte de mi padre ni de mi propio encarcelamiento, y José tampoco me preguntó jamás por qué me enviaban a Lisboa. Nuestra amistad se deslizaba por la superficie de las cosas, como me pareció que tenía que ser, ya que sabía que no podía arriesgarme a nada más que a eso.

Si le hubiera contado que lo único que me mantenía en vida era la idea de encontrar a la persona que había traicionado a mi padre para acabar con su vida, ¿me habría creído?

José me contó que la mayoría de los otros marineros procedían de familias sin recursos, o que ni siquiera tenían familia, y que se habían alistado para servir a la Corona cuando aún eran unos chiquillos. Aparte del capitán y de mí mismo, él era el único a bordo que sabía leer y escribir; había tenido la suerte de ser instruido en el orfanato por un monje franciscano que había hecho votos para alfabetizar a los pobres.

José, que Dios lo ampare esté donde esté, me prestó dos de sus libros más preciados sin ni siquiera preguntarme: Los Lusíadas de Luís de Camões y el Nuevo Testamento. Los dos habían sido regalos de su amado maestro.

Cuando puse la mejilla contra esas páginas y aspiré el húmedo aroma a cola de gelatina y papel que desprendían me sentí como si me abrazara mi padre. Me gustaba leer en mi camastro a la luz de una vela mientras los otros estaban en cubierta. Oía sus pasos por encima de mí como si fueran dioses celestiales. Durante las siguientes semanas memoricé cuanto pude de los Evangelios y me puse a prueba a mí mismo recitándolos cuando me encontraba solo en cubierta.

«En la casa de mi Padre muchas moradas hay», escribió san Juan en su Evangelio, y yo construí muchas habitaciones en mi mente para guardar las citas y poder utilizarlas más adelante.

A bordo del Santa Cecilia pensaba a menudo en papá y en Phanishwar, por supuesto, y siempre me quedó la sensación de haberles fallado, pero los fantasmas que me acechaban cada mañana y cada noche eran Sofía y Tejal. Me atormentaba no haberlas visto siquiera por un instante durante el auto de fe.

En mis ensoñaciones, veía a la tía María y a Wadi delante de la tumba anónima de papá. A uno de los dos debió haberle alegrado enormemente la noticia de que estaría alejado de ellos durante al menos seis años, pero ¿a quién? ¿O acaso habían sido los dos los responsables de todo lo que le había ocurrido a mi familia?


Después de viajar hacia el sur durante seis semanas y de rodear África por el Cabo de Buena Esperanza, navegamos hacia el noroeste y llegamos a San Salvador, la capital de Brasil, cuatro meses más tarde, el 12 de mayo. Allí me encerraron en una prisión. En el patio que veía desde mi ventana, entre los barrotes, los buitres picoteaban entre los desechos como si intentaran rescatar un tesoro perdido. Les puse nombres afectuosos como Comilão y Barrigudo, ya que sus peleas por conseguir cualquier resto mitigaban mi aburrimiento.

Pedí enseguida una pluma y tinta para poder escribir a mi familia y a Tejal, pero mi carcelero dijo que estaba prohibido, igual que los libros.

Las mujeres, por lo visto, no estaban prohibidas, y mi carcelero me dijo que por un tostão me traería a una africana o a una mulata, o incluso una nativa brasileña con pintura roja alrededor de los ojos y de los pechos. Me habló de las maravillas que esas mujeres tan exóticas podían hacerme para despertar mi interés, pero aunque hubiera deseado su compañía no tenía ni una simple moneda de cobre en mi poder.


Una mañana, unas tres semanas después de llegar a Brasil, un joven de rostro lánguido y espeso pelo negro, como la crin de un caballo, me condujo por las verdes colinas que coronaban la ciudad hasta una mansión del color del coral que pertenecía a un anciano enjuto, de rostro amable, llamado Alfonso Gil Pereira da Silva, quien, con una copa de vino en la mano, me dijo que trabajaría para él hasta que mi barco partiera hacia Portugal. Cuando le pregunté cuándo sería eso, no supo qué contestarme, pero me dijo que podían pasar varios meses.

Don Alfonso, que es como le gustaba que lo llamasen, poseía veinte mil hectáreas de plantaciones de azúcar de caña y necesitaba un asistente que le leyera la correspondencia y redactara las respuestas pertinentes, ya que la vista lo traicionaba demasiado. Tendría mi propio escritorio en un despacho del piso superior y me pagarían un pequeño sueldo semanal, pero debería seguir durmiendo en mi celda. Tendría los domingos libres para deambular por la ciudad, incluso sin que ningún guardia me vigilase.

– ¡Y puedes comer tanto azúcar como te apetezca! -me dijo el anciano, como si se tratara de un premio digno de un rey.

De hecho, puede que lo fuera, ya que lo que enseguida me sedujo de mi nuevo benefactor fueron los pasteles de coco que nos sirvió su esclavo personal. Ese primer día con Don Alfonso comí hasta que me dolió el estómago, lo que le hizo reír cariñosamente. El propietario de la plantación parecía desmesuradamente contento de haberme contratado, aunque yo aún no sospechaba por qué.

Los acaudalados residentes de San Salvador nunca viajaban en palanquines como solían hacerlo en Goa, ni siquiera a caballo, sino en unas hamacas atadas a mástiles que eran transportadas por esclavos africanos. Don Alfonso iba a todas partes en una de color rubí, con cientos de amatistas a modo de flecos que habían sido cosidas a la tela. A mí me vistió con un jubón con brocado de color verde esmeralda y unos pantalones con vuelo de color carmesí, de manera que a sus capataces y esclavos debía parecerles una especie de loro. Me hacía caminar a su lado mientras inspeccionaba sus propiedades; armado con mi papel y mi pluma, escribía página tras página con su florido portugués. Un esclavo taciturno de catorce años llamado Melado -melaza- me sostenía la escribanía con las dos manos, como si contuviera una poción mágica.

En alguna ocasión, Don Alfonso incluso me llevó a alguna cena, donde tuve que probar toda su comida, ya que temía ser envenenado, y llevar a cabo hasta el último de sus caprichos. Una vez no pude evitar escuchar a dos caballeros que bromeaban acerca de si debía sostenerle el miembro mientras hacía pis, algo que encontraron tremendamente divertido.

La campiña que rodeaba San Salvador era exuberante y accidentada, llena de palmeras y árboles frutales, y las playas de arena blanca eran tan resplandecientes como las de la India. Brasil era una tierra maravillosa y resplandeciente, pero me recordaba demasiado a mi hogar, por lo que llegué a odiarla.


Cuando me mostraron mi escritorio, pasé horas enteras escribiendo cartas para mi familia y para Nupi. Me costó encontrar el tono que debía adoptar para dirigirme a mi hermana, y cómo referirme al tema de la traición que se había cobrado la vida de mi padre, ya que la tía María, Wadi o quizás el tío Isaac habían testificado contra él y contra mí, y habían dado el manuscrito de mi bisabuelo Berequías Zarco a nuestros enemigos. Pensé que sería demasiado arriesgado para Sofía que le escribiera sobre mis sospechas: tenía pocas dudas de que le mostraría la carta a Wadi aunque le rogara que no lo hiciera. Los primeros intentos fueron cartas frías y llenas de dolor, para pasar luego a la ira. Cuando Don Alfonso me dejó solo me encerré en mi despacho y desgarré la ropa que había llevado durante el viaje desde la India hasta que quedó hecha jirones. Quería destruir el chico que había sido, y clamaba al cielo que mataría a quien hubiera denunciado a mi padre a la Inquisición.

Finalmente me di cuenta de que lo más importante era convencer a Sofía de que llevara la mejor vida posible y se olvidara de mí hasta que volviera. Tras describirle mi nuevo empleo y pedirle que le ofreciera su ayuda a Tejal, acabé mi primera carta mencionando nuestro desventurado destino sólo de forma breve:


Estoy seguro de que a veces no puedes dormir pensando cómo pudo acabar papá en prisión y quizás incluso te culpes de no haberlo protegido lo suficiente, pero debes dejar todo eso atrás hasta que yo vuelva. Vive tu vida junto a Wadi. No pienses en mí demasiado. Lo que ocurrió debe seguir siendo un misterio, de momento. Te costará ser tan paciente, pero no tenemos elección. Más adelante, cuando falte poco para cumplir mi sentencia, le pediré al tío Isaac que intente anular mi destierro para que pueda volver contigo. Cuando volvamos a estar juntos haremos lo posible por volver a empezar.


Para terminar, cité a san Lucas, pensando en la necesidad que yo mismo tenía de ser paciente:


«Con autoridad y poder, manda a los espíritus inmundos, y salen.»


En mi primera carta a Tejal le pedí que me esperara y le prometí que le sería fiel. Le rogué que me enviara noticias sobre nuestro hijo o hija y acabé sugiriéndole que fuera a ver a mi tío si necesitaba ayuda, pero sólo si se aseguraba previamente de que mi tía no estuviera. Le mandé una flor silvestre seca con la carta, como tantas veces había hecho cuando estaba en la India.

Escribía a Tejal y a mi familia dos veces al mes desde entonces; les mandaba descripciones de la ciudad y de mis pequeñas aventuras con Don Alfonso, ya que me pareció que no tenía sentido sacar a colación más cuestiones desagradables. No esperaba recibir respuesta alguna, ya que nos encontrábamos a varios meses en barco de Goa. Al ver que no obtenía respuesta, no obstante, no pude evitar sentir una decepción que me volvió algo deprimido y mezquino. Les había pedido a Sofía y a Tejal que me escribieran a la prisión Galé de Lisboa, y tenía la esperanza de encontrar sus cartas allí al cabo de unos meses.


Justo antes de abandonar Brasil en agosto, oí que Don Alfonso le contaba mis circunstancias a un mercader que comerciaba con pieles exóticas y que acababa de llegar de Lisboa. Entre otras cosas, el propietario de la plantación afirmó que yo era el hijo mayor de un noble rico que en Goa recaudaba los impuestos portuarios para el rey. Entonces todo cobró sentido: el capitán Martins debía haberle contado a Don Alfonso que yo procedía de una familia importante y el anciano creyó que darme un empleo era una manera de elevar su posición en la ciudad. ¡Todo el tiempo que habíamos estado juntos me había estado exhibiendo como un trofeo!

En la misma conversación también descubrí que el capitán se quedaba con todo mi salario, y que sólo le pagaban la mitad de la tarifa vigente, lo que constituía una prueba, supongo, de que las cosas casi nunca son lo que parecen en esta vida terrenal. Y que la mayoría de la gente prefiere que así sea.


Llegamos a Lisboa el 11 de noviembre de 1594 después de tres meses más en barco y una sola parada en la isla de Terceira, en medio del Atlántico. De esos primeros días en Portugal recuerdo sobre todo las frías lluvias y el viento. Parecía que tuviera los huesos hechos de cristal helado.

Tras una noche en una celda del Palacio Inquisitorial de la plaza principal de Lisboa me llevaron a la prisión de Galé, sobre el banco del río Tajo, más o menos a un kilómetro y medio del puerto. Un barbero me afeitó la cara y la cabeza, y luego me encadenaron al tobillo de un cristiano nuevo de Santarén cuyo nombre era Manuel Lopes. Tenía una apariencia enfermiza -color ceniza- e iba muy encorvado porque había sido torturado recientemente. No quiso mirarme ni decirme nada. Más tarde, otro prisionero me contaría que cuando lo colgaron por las muñecas, Manuel había admitido que su esposa y sus hijos eran judíos secretos. De ese modo se salvó a sí mismo de la hoguera mortal, pero su familia se pudría ahora en las tripas de alguna mazmorra de la Inquisición.

He conocido a mucha gente desgraciada, pero Manuel era el único cuyo espíritu se había extinguido completamente. Aún hoy, no sé cómo podía continuar viviendo.

Enseguida pregunté si habían recibido alguna carta para mí, pero me dijeron que no había llegado ninguna. Sospeché que me las ocultaban, pero no recibí más que amenazas cuando se las supliqué a los carceleros.

– Incluso a Jesús le dieron el pergamino de Isaías -les dije, pero era obvio que no les interesaba demasiado su propio salvador, ya que me dieron una buena paliza.

Junto con doscientos prisioneros más, Manuel y yo fuimos conducidos hasta los astilleros ese primer día de mi nueva vida, y nos pusieron a trabajar como estibadores, que es lo que me tocaría hacer durante lo que me quedaba de sentencia. Desde que salía el sol hasta que se ponía, descargábamos frutos secos, azúcar, telas de algodón, especias, madera y cualquier otra cosa de provecho que pudieran mandar desde las colonias. También se nos encargaban tareas de baja categoría, como recoger piedras para los lastres, reparar redes y limpiar aulagas para fabricar cuerdas. Mantenían apartados de nosotros a varios esclavos africanos que habían sido castigados por intentar escapar de sus amos. Ante el más mínimo quejido, esos desgraciados eran azotados con una cuerda llena de nudos. También trabajaban apartados media docena de moros que habían sido capturados durante una batalla naval cerca de la costa de Marruecos. Durante mi tercer mes de trabajo, vi que un soldado apuñalaba con una daga en la mejilla derecha a un musulmán porque se había negado a saltar al río Tajo para recuperar una cesta que había caído por la borda. Con un marcado acento árabe, el pobre hombre juró que no sabía nadar, pero eso al parecer no se consideraba una excusa válida.

Dormíamos en camastros en un dormitorio húmedo y frío -tanto los criminales comunes y los hombres que había enviado la Inquisición- y nos dieron a cada uno de nosotros una camisa azul muy holgada y una gorra, así como un abrigo grueso de lana gris que utilizábamos como manta por las noches. Podíamos comer, tantas como quisiéramos, una especie de galletas negras, tan duras que los hombres las llamaban tijolo esmagado, ladrillo aplastado. También nos daban pequeñas cantidades de carne en salazón y habas. Mis fantasías incluían los mangos y a veces, mientras dormía, me parecía oler el vindaloo que solía preparar Nupi.

Los domingos asistíamos a misa en la capilla de la prisión. Por aquel entonces yo ya citaba tan bien a los evangelistas que todo el mundo me consideraba un converso beato. Ayudaba al cura más anciano, el padre Pedro, en su servicio; mi tarea era la de encender todas las velas, dado que él ya no podía subirse a la escalera. Era un hombre fantástico que a menudo intentaba hacerme reír, pero sus payasadas sólo conseguían recordarme a mi padre.

Estuve enfermo casi todo ese invierno, y a menudo tuve fiebre y temblores a causa de ese tiempo tan frío, pero cuando llegó el mes de marzo y el sol lucía durante más tiempo sobre la ciudad sentí que recuperaba mis fuerzas. Si quitaba el tiempo que había pasado en el mar y en San Salvador con Don Alfonso, me quedaban poco más de cinco años para acabar de cumplir mi sentencia.


Estoy seguro de que papá habría querido que me ennobleciera trabajando en los años siguientes para estrechar lazos con los otros prisioneros pero, en lugar de eso, lo que hice fue acumular mi amargura y mi rabia con la avaricia de un joven Midas, y echado en mi camastro panza arriba, exponía esos sentimientos a la luz para poder admirar su forma y su lustre, les sacaba brillo cuando estaba a solas, siempre impresionado por su rotundo resplandor.

No tardé en entender que quienquiera que hubiese traicionado a mi padre ante la Inquisición debía haber conspirado contra él durante meses; para estar seguro de su éxito, ese traidor habría considerado esencial anotar hasta el último detalle de las herejías de papá, por nimias que pudieran ser. Además, habría tenido que planificarlo todo con sumo cuidado para poder robar el manuscrito de mi bisabuelo en el momento justo y sacarlo a escondidas de nuestra granja sin que nadie se enterase.

Los inquisidores que recibieron ese valioso texto antiguo habrían tenido que llevar a cabo una investigación exhaustiva sobre mi padre para poder construir una acusación sólida contra él. Incluso si los enemigos secretos de papá proporcionaron a los curas los nombres de posibles testigos -y aunque les hubieran ofrecido sobornos para inducirlos a testificar contra mi padre-, el proceso de acumular testimonios habría tardado por lo menos varias semanas.

También llegué a creer que Wadi y la tía María eran las únicas personas a las que conocía que me parecían lo suficientemente taimados para instigar una conspiración de ese tipo. También eran los únicos que odiaban lo suficiente a mi padre como para conspirar contra él durante meses.

Esa premeditación deliberada continuaba siendo lo que, en mi opinión, convertía ese crimen en algo tan malvado. Al final, mis fantasías acababan invocando las formas más crueles de asesinato.

Una vez tras otra, encerraba a mi tía y a mi primo en una mazmorra y los condenaba a morir de hambre hasta que los dos acababan confesando que habían robado el manuscrito de mi tío abuelo para poder destruir a papá. Y por lo que respecta al padre Carlos Miguel Fonseca, al que despreciaba casi con la misma vehemencia, lo engañaba para que entrase en la cámara de tortura de mi mente con algún señuelo, igual que él había engañado a Phanishwar para apartarlo de su vida. Luego lo destrozaba con la ayuda de cuerdas y poleas.

Las decenas de miles de cajones que tuve que llevar de un lado a otro y los carros de mercancías que tuve que arrastrar llegaron a penetrar en mis fantasías asesinas contra Wadi, la tía María y los inquisidores, y esas fantasías reforzaban a la vez mis músculos y mi voluntad. ¿Sería una exageración decir que me renovaron para convertirme en alguien nuevo y mejor?

Dar rienda suelta a mi odio volvió a darme un motivo para seguir viviendo y, no obstante, durante mis primeros meses en Lisboa en ocasiones luché contra mis sentimientos más oscuros, como un adicto al opio que rechazara el tranquilizante aroma de su pipa. A veces dejaba que mi frustración sacara lo mejor de mí y me enzarzaba en peleas con otros hombres. Una vez, al sentir la necesidad imperiosa de cometer un error irreparable, cogí una plancha de madera y golpeé con ella en toda la cara a un ladrón de Coimbra que había intentado robarme la capa, con lo que le rompí un pómulo. Y la cicatriz en forma de «C» que tengo en la oreja derecha me la hizo la uña de un asesino de Braganza, enfadado porque le dije que no escupiera cuando yo estuviera cerca. Saltó sobre mí mientras yo descargaba bacalao en salazón, pero conseguí zafarme de él y lanzarlo al río antes de que pudiera dejarme más cicatrices en la cara.

Una vez aceptado mi exilio de la India y mi destino, empecé a comprender la utilidad de formar alianzas en prisión y trabé amistad con varios tipos. Incluso los más fanfarrones y salvajes llegaron a comprender que jamás me rendía si me enzarzaba en una pelea y tendían a mantenerse alejados de mí.

Uno de los prisioneros con los que trabé amistad era un pastor de la iglesia anglicana educado en Oxford que se llamaba Benedict Gray, que posteriormente escribiría de forma muy elocuente sobre sus experiencias en prisión, en un volumen publicado en Londres en 1602 titulado Una breve narración de la Inquisición en Lisboa. Me han dicho que el libro se ha vendido muy bien y que puede encontrarse en casi cualquier biblioteca británica.

Llegué a aprender inglés estudiando con Benedict Gray cada noche, ya que entonces creía que conocer otra lengua europea podría serme útil, y el hecho de tener un amigo de un país sin católicos podría llegar a ser una gran ventaja para mí.

Mientras discutíamos acerca de su visión del cristianismo, Benedict me contó que el rey Enrique VIII había prohibido el culto papista, que es como los anglicanos llamaban a los católicos romanos. El pastor incluso creía que el papa era un anticristo cuyo objetivo era apartar a los hombres y a las mujeres del verdadero mensaje de compasión del Mesías.

A él y a otros les conté que era el hijo adoptado de un exportador de tejidos. No tenía hermanos ni hermanas. Que había aprendido latín y a tirar con el arco en la escuela jesuita de Goa.

¿Me creyeron? No me importó; me hacía sentir seguro robar el pasado de otra persona y al lado de eso las opiniones que los demás pudieran tener de mí me importaban menos que el polvo de las colonias portuguesas en la India, África y Brasil que había sacudido de mi ropa. La necesidad que sentía de dar caza al asesino de mi padre se escondía tras las palabras piadosas y las amables mentiras que solía pronunciar en público.


No me llegaba ninguna carta de Sofía, de Tejal ni de mis tíos. Empecé a escribirles el último domingo de cada mes, ya que en nuestro día de descanso una monja de rostro dulce llamada María Magdalena venía a prisión con papel y una pluma, y tomaba nota de cualquier cosa que cada hombre quisiera comunicar a su familia. La hermana María Magdalena pronto se dio cuenta de que yo sabía escribir y, animándome a coger el cálamo, insistió en que no perdiera la esperanza de recibir respuesta algún día.

Al ver que las noticias seguían sin llegar, no obstante, dejé de aprovecharme de sus visitas con el convencimiento de que cualquier intento sería en vano. Supuse que si me habían enviado alguna carta, debían haberla confiscado.

Al final de mi tercer año en Lisboa, un cristiano nuevo, un mercader llamado Marcos Severino Pereira, empezó a dar limosnas a los prisioneros. Cuando me dio una gruesa manta de lana, sus ojos de color castaño mostraron tanta compasión que impulsivamente le pregunté si podía decirle a mi familia que me escribieran y mandaran las cartas a su dirección. Al principio, jugueteó nervioso con el llavero que llevaba asido al jubón y tartamudeó alguna excusa relacionada con los meses que pasaría alejado de Lisboa. Sin duda tenía miedo -dada mi reputación- de que aún fuera un hereje, pero cuando le aseguré que simplemente ansiaba tener noticias de mi hermana, aceptó a condición de reservarse el derecho de leer mi correspondencia.

A su casa llegó una primera carta de mi tío meses después de haberla escrito, casi cuatro años después de mi llegada a Lisboa. Cuando vi la caligrafía serpenteante de mi tío Isaac, tan parecida a la de mi padre, sentí que todo daba vueltas a mi alrededor y mis manos empezaron a temblar. Todo el tiempo que había pasado alejado de la India se reducía a nada. Mientras leía la carta, floté por encima de mí mismo hacia un lugar en el que sus palabras sonaban tiernas y susurradas.


Fue muy inteligente por tu parte pedirle ayuda al Senhor Pereira. Tengo esperanzas de que finalmente llegues a recibir lo que te escribo. Te mando todo mi cariño y mi amor.


Luego me dio la noticia que tanto ansiaba recibir:


Se ha levantado tu orden de destierro. Por tanto, eres libre de volver con nosotros en cuanto hayas cumplido tu pena. Haré que te transfieran fondos a través del Senhor Pereira para que puedas volver a casa sin tener que seguir trabajando.


Mi tío también me escribía para contarme que Wadi había asumido gran parte de su trabajo en Goa. Mi tío pasaba gran parte de su tiempo en Damão y en Diu, pequeñas colonias portuguesas en la India con las que esperaba poder establecer mayores vínculos comerciales. Entre líneas interpreté que su matrimonio con mi tía estaba en las últimas.

Sobre mi hermana y mi futura esposa sólo escribió una línea: «Sofía te echa muchísimo de menos y hace poco tuve noticias de Tejal, que por lo visto está bien».

Pensé que no se había extendido más porque ellas también querrían escribirme por separado, pero nada de lo que me mandaron me llegó jamás. Con tan poca información, mi mente no tardó en fantasear acerca de las desgracias que podrían haber sufrido y que mi tío podría estar ocultándome. En las cartas posteriores le pedí que me lo contara todo sobre ellas y que les rogara que me escribieran directamente, pero nunca me dijo nada que no fuera que las cosas les iban bien.

No dijo nada de nada respecto a mi hijo o hija, aunque escribí a mi tío durante mi arresto para contarle que Tejal estaba embarazada. ¿Acaso había nacido muerto? Ése pasó a ser mi principal temor, me preocupaba que si nuestro bebé estaba muerto, los padres de Tejal podrían haberla obligado a casarse con otro. Empecé a comprender que en la India me esperaba un mundo que ya no sabría reconocer. Intenté prepararme para lo peor, pero lo único que sabía con toda seguridad era que, en cuestión de amores, prepararse sirve de muy poco.


A Benedict Gray le faltaba poco para ser liberado cuando empecé a recibir cartas de mi tío. Justo antes de nuestro último adiós, mientras cargábamos lastre en un barco con destino a Brasil, el inglés me dio un pedazo de papel en el que había escrito su dirección. Después de leerlo rápidamente, lo tiré al río.

– ¿Por qué has hecho eso? -me preguntó escandalizado.

– No quiero ningún indicio que mis enemigos puedan encontrar. No te preocupes, no olvidaré dónde vives.

Luego le pregunté si podría recibir las cartas por mí en Oxford y luego enviarlas al Senhor Pereira.

– Pero ¿por qué? Tardarán varias semanas más en llegar desde Oxford.

– Será mejor que no lo sepas -respondí.

Él sonrió cautelosamente al oír mi respuesta.

– «Guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos» -dijo, citando a san Mateo 16.

¿Me estaba previniendo para que no volviera a caer en manos de la Inquisición? ¿O para que pudiera cumplir mis deseos secretos? Nunca me atreví a preguntárselo.

– Si haces esto por mí -le advertí-, no podrás volver jamás a Portugal, ya que lo que yo escriba o reciba podría ponerte en peligro.

Sus ojos brillaron con el fuego de su desprecio por los papistas.

– Haré lo que me pidas -me aseguró.

– El nombre que debe constar en las cartas que sean para mí debe ser James Matthews -le dije-. Jamás debes admitir ante nadie que las enviaste o el Senhor Pereira correrá peligro.

– Seré el mismísimo silencio -juró Benedict mientras me tendía la mano. Se la estreché entre las mías, sabiendo que no volvería a verlo jamás.


Las cartas de mi tío escasearon durante mis últimos años en prisión. Fue dándome pequeñas pistas que finalmente me daban a entender que no gozaba de buena salud, y sólo después de insistir mucho me contó que Tejal había dado a luz a un niño llamado Kama. El nombre me hizo sonreír, ya que Kama era el travieso dios del amor hindú, el equivalente a Cupido. Tanto mi hijo como su madre vivían en Benali, y los dos se encontraban bien. Le pregunté la razón por la que Tejal no me escribía, pero mi tío jamás respondió a esa pregunta. La vida probablemente había sido una batalla continua desde mi partida. Por aquel entonces, podía ser que no sintiera más que rencor por mí y que mi tío quisiera ahorrármelo.

Kama… Me lo imaginaba con los ojos azules, con el pelo oscuro de Tejal, lanzando flechas de pasión a los aldeanos. Me permití creer que si él estaba bien, yo también lo estaría.

Mi do me escribió diciendo que no sabía nada sobre el paradero de Nupi. Temía que se hubiera culpado de lo que había sucedido y estuviera mendigando en alguna ciudad lejana como penitencia.

Pasaba la mayor parte de mi tiempo dándole vueltas a cómo debía acercarme a Tejal cuando pudiese volver. Es estúpido lo mucho que la mente se aferra a una solución que posteriormente parece absurda. Llegué a fantasear que rescataría a Nupi de su desolación, de todo aquello que se reprochaba a sí misma, igual que hubieran hecho mis padres, y que sería ella quien convencería a Tejal para que volviese conmigo. Con qué desesperación debo haber necesitado inventar esas intrincadas fantasías de salvación.

Un día de otoño llegó una carta de mi tía. Preguntó por mí sólo brevemente, pero se explayó a la hora de relatar sus cenas con sumo detalle: dos páginas y media de elaborada descripción. Wadi añadió cinco palabras al final: «Tigre, espero que estejas bem».

Supongo que tendría que haberme alegrado de que mi primo reservara algo de tiempo de su atareada agenda para expresar lo que aún sentía por mí.


Cuando me quedaba un año de sentencia, empecé a notar que el final de mi tiempo en prisión me aceleraba el pulso. Después de haberme ganado la confianza del carcelero con mis frecuentes citas del Nuevo Testamento, pronto se me permitió visitar al Senhor Pereira y a su familia un domingo sin la presencia de un soldado. Después del almuerzo me senté ante un pequeño escritorio de su estudio y escribí la carta siguiente, en un portugués lleno de errores ortográficos que daría más veracidad a mi historia:


Muy estimado padre Carlos Miguel Fonseca:

Por favor, Excelencia, perdone que os escriba sin previa presentación. Me llamo James Matthews, y pertenezco a una estirpe muy perseguida en Inglaterra y que quizá sea digna de vuestra compasión: la Iglesia católica. He tenido que esconderme otra vez debido a mis creencias, por lo que os pido que enviéis vuestra respuesta a la atención de un amigo en el que puedo confiar plenamente.

Un conocido inglés que tuvo la buena fortuna de pasar unas semanas en Goa me contó hace poco la valiosa tarea que estáis llevando a cabo, la codificación de las prácticas de muchas de las sectas paganas que asolan la India actualmente. Mediante vuestro trabajo, no tengo ninguna duda de que un gran número de infieles indios ya habrán sido bautizados y acompañados hasta la puerta que conduce a la compasión del Señor.

Estoy especialmente interesado en esos primitivos que se hacen llamar jainistas. He oído decir que se trata de una secta muy peculiar, ¡y que sus seguidores creen que incluso los animales tienen alma! (Mis amigos se ríen ante tales creencias, pero yo les aseguro que la herejía de los que son tan simples no es objeto de alborozo en la India y otros países sumidos en la oscuridad espiritual.)

Para los estudios que estoy llevando a cabo, que se centran en la posibilidad de que el judaísmo sea el origen oculto e insospechado de un buen número de herejías, incluidas las de los jainistas, os agradecería sobremanera si pudierais escribirme para contarme sobre las creencias de esos horribles mendigos respecto al alma. Os pagaré con gusto por este servicio y os agradezco por adelantado vuestra inestimable ayuda.

Si algún día venís a Europa, estaría encantado de poder conversar con vos acerca de estos temas. Podríais, por supuesto, disponer de mi hogar, aunque mis circunstancias son más bien modestas. Espero poderos enviar una dirección permanente más adelante, pero por el momento os ruego que me escribáis a la atención de mi amigo.

«Vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios.»

San Lucas 13.

Atentamente,

James Matthews


Como posdata, añadí en inglés:


Os ruego que me disculpéis los errores gramaticales que pueda haber en esta carta. Aunque he vivido en muchos países, mis conocimientos en lenguas no son tan buenos como los de los jesuitas.


Decidí que no enviaría la carta directamente al Santo Oficio. En lugar de eso, la mandaría a la atención del Senhor Jácome Morais, el hombre que me había escoltado durante el auto de fe. Sin duda éste se preguntaría por qué estaba siendo utilizado como intermediario, pero su confusión acabaría por servir a mis intenciones.

Cuando el Senhor Pereira me preguntó por qué dirigía la carta a la atención del capitán de la flota real de Goa, le conté que un cura importante al que no podía identificar me suplicó que lo mantuviera informado de mis progresos espirituales como cristiano nuevo recién converso, pero que no creía conveniente que pudieran asociarse nuestros nombres, por lo que me había pedido que le escribiera por medio de alguien con quien tuviera una estrecha relación.

Al Senhor Pereira le encantó mi diligencia para ganarme la voluntad de un cura, y dada la naturaleza supuestamente íntima de la carta, renunció al derecho que habíamos pactado de leer lo que hubiera escrito. Se la dio a un conocido que partía con un cargamento hacia Malaca que haría escala en Goa. Dado que yo tampoco deseaba poner en peligro a nadie más, le dije que el hombre debería entregar la carta por medio de un mensajero.

– Para proteger al cura -expliqué-. «Cuando el hombre fuerte armado guarda su palacio, en paz está lo que posee» -añadí, citando a san Lucas.


Pasaron dos meses, apenas el tiempo justo para que mi carta llegara a Goa y recibiera una respuesta, pero la impaciencia me impelió a escribir de nuevo al padre Carlos. Repetí mi solicitud original y esta vez la mandé junto con un anillo de plata que me había dado recientemente el Senhor Pereira como regalo de cumpleaños. Le había grabado una minúscula menorah utilizando un cuchillo que había tomado prestado de su cocina. Le pedí al cura que tuviera a bien aceptar el pequeño regalo como pago por adelantado por el servicio que me estaba prestando, y le expliqué que me lo había dado un amigo jesuita, que a su vez se lo había confiscado a un judío quemado en la hoguera por hereje en Sevilla.

«Sospecho que la menorah podría ser algún tipo de talismán -le escribí-, y por tanto puede ser de gran interés para vuestra investigación. El anillo podría ser muy antiguo, a juzgar por la mala calidad del grabado, pero con vuestro conocimiento de la raza hebrea, sin duda seréis capaz de arrojar más luz sobre este tema.»

Envié mi carta a Goa mediante un mensajero que me había recomendado el Senhor Pereira. El anillo dejó una impresión circular en el papel sellado, lo que prácticamente aseguraba que el capitán Morais lo abriría antes de hacerlo llegar a su destino. Imaginarlo sosteniendo aquella chuchería ante la luz para inspeccionarla más detalladamente me llenó de un vibrante sentimiento de éxito: el primero que tenía desde mi arresto, más de cinco años atrás.


Pasaron tres meses hasta que me llegó una carta de Benedict Gray. Mis palabras halagadoras habían despertado el interés del padre Carlos: me había enviado una larga carta, a la atención de mi viejo amigo inglés, en la que hablaba largo y tendido sobre lo que llamaba la «herejía jainista». Las descripciones de rituales y creencias del cura eran eruditas e incluso poéticas, pero no tenían ningún interés para mí. Era su caligrafía, lo que me interesaba. Era ordenada y cuadrada, excepto las palabras que iniciaban un nuevo párrafo, que estaban decoradas con grandes fiorituras. Su firma era florida y grande. El gran número de horas que había pasado ilustrando manuscritos me resultó muy útil entonces, y tras varias semanas de práctica fui capaz de imitar su escritura sin ni siquiera mirar la carta original. En ese punto me sentí lo suficientemente seguro para volver a escribirle:


A Su Excelencia el padre Carlos Miguel Fonseca:

Habiendo sido confiado por Su Excelencia para encontrar un barco o embarcación adecuado para llevaros desde Lisboa a Tierra Santa después de venir a Europa desde Goa, me he tomado la libertad de contactar con un colega inglés que posee el conocimiento más sutil en tales materias. Su nombre es Charles Benjamin, y tuvo el gran placer de conocerlo en Goa hace años. De hecho, aún no ha olvidado sus numerosos gestos de amabilidad. Me ha asegurado que os escribirá tan pronto como lo haya planificado adecuadamente, ya que puede que tengáis que viajar hasta un puerto mediterráneo para poder coger un barco hasta Tierra Santa. En su carta me promete que os explicará todos los detalles relevantes y os ayudará a encontrar una modesta morada en la que podáis alojaros como es debido. Espero que esto cuente con su aprobación.

«El que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios.»


Atentamente,

James Matthews


Cualquiera que leyera esa carta podría llegar a pensar que el padre Carlos me había contratado para ayudarlo a llevar a cabo sus planes para viajar a Tierra Santa, pero puse una atención especial en el uso de expresiones del código que había aprendido de otros prisioneros:

«El conocimiento más sutil» significaba la Torá; «modesta morada» significaba la sinagoga.

Había aún una tercera expresión menos conocida:

Cuando se habla de «puerto» en la carta, se refiere a la mezuzah, la pequeña cajita de oración que se fija a la jamba de la puerta de cada hogar judío como símbolo de protección divina.

Las palabras «para llevaros desde Lisboa a Tierra Santa» acabarían de confirmar ese significado codificado a la vez que mencionarían el viaje espiritual que el jesuita podría llevar a cabo con la ayuda de la mezuzah.

Para cualquiera que estuviera familiarizado con esas expresiones -los inquisidores, por ejemplo-, me había limitado a informar al padre Carlos de que un judío inglés llamado Charles Benjamin le proveería de una mezuzah. Además, quedaba claro que lo utilizaría para cubrir sus necesidades espirituales, y el inglés se pondría en contacto con él en breve.

Volví a enviar la carta por medio de Jácome Morais, pero esta vez escribí «urgente e pessoal» bajo el sello. Dada la curiosidad que mi carta anterior seguro que había despertado en el capitán, y dado el clima de permanente sospecha creado y fomentado por la Inquisición, con eso me aseguraba de que leería su contenido.


Faltaban sólo siete meses para cumplir mi condena y mi tío había conseguido transferirme fondos por medio del Senhor Pereira. Un domingo pude ir solo a su casa y compré un joyero alargado de plata en un tenderete andrajoso del mercado dedicado a la venta de artículos de segunda mano y robados que estaba junto al río. Antes de volver a mi dormitorio esa noche, pude escaparme unos minutos y encerrarme en el estudio de mi anfitrión. En la tapa de la caja de plata grabé las palabras «Oye, oh Israel», que eran las primeras palabras de la oración hebrea que se introduce dentro de una mezuzah. Debajo de la inscripción, dibujé una menorah diminuta. El domingo siguiente, escribí la oración completa en una cinta de papel, la enrollé bien y la metí dentro.

En la nota adjunta, escribí: «Esta caja sólo debe abrirla el padre Carlos Miguel Fonseca». Firmé como Charles Benjamin.

Como posdata, añadí que estaría encantado de cumplir con los deseos del cura de organizar un viaje parecido para el carcelero de la prisión llamado Antonio Ribeiro, a quien había mencionado junto con los otros amigos indicados en la lista. Antonio Ribeiro era el verdadero nombre del Analfabeto; no había olvidado -ni perdonado- que pegara a aquella anciana florista que me ofreció una flor de hibisco mientras me arrastraban para bautizarme.

Esa noche, mandé la mezuzah por medio de un mensajero.


Seis semanas más tarde, en lo que por entonces ya se ha había convertido en mi visita dominical habitual, el Senhor Pereira me dio una carta de Benedict Gray que acababa de llegar. Contenía un breve mensaje del padre Carlos. La punta de la pluma del jesuita había resbalado en dos sitios, lo que se traducía en varias manchas de tinta, y a punto había estado de atravesar el papel al firmar con su nombre. En ella, escribió:


No sé quién es usted, señor, ni quién cree que soy, pero le ordeno que deje de mandarme correspondencia, anillos o cualquiera de esas cosas a las que llama regalos. Simplemente debe de confundirme con algún hereje decadente. No creo en absoluto que sea usted católico. Puede considerar terminada nuestra correspondencia.


Rompí la nota y la lancé al río mientras volvía andando a la prisión. Estaba nervioso y entusiasmado. Sentí como si estuviera cruzando un río construido con mis deseos prohibidos.

Varios días más tarde, volví a escribirle, para decirle que aún no había obtenido respuesta del buen padre sobre sus planes de viaje.


He sentido una gran desilusión por no haber recibido ninguna respuesta en absoluto, especialmente porque el señor Benjamin había planificado vuestro viaje con mucho esmero. Estaba seguro de que apreciaríais todo lo que había hecho por vos y, aunque confío que vuestro silencio se debe sólo a la poca fiabilidad de las comunicaciones entre Goa y Lisboa, no puedo evitar preguntarme si ha ocurrido algo. Rezo por que no os encontréis enfermo ni os hayáis enojado conmigo por algún motivo. Por favor, tened la amabilidad de escribir a vuestro humilde sirviente.


Durante las dos semanas siguientes dibujé de memoria un retrato detallado del padre Carlos, con el Santo Oficio de Goa de fondo. Luego le envié dos cartas más. En la primera le decía:


Qué alegría he sentido al recibir de nuevo noticias vuestras, Su Excelencia. Gracias por vuestros regalos. A mi esposa le encantó el hermoso pañuelo de seda. Esos maravillosos bordados deben haberlos realizado los dedos más ágiles de la India. Y respecto a mi cepillo de carey, ¡ojalá tuviera más pelo por peinar!

Todos vuestros amigos del más sutil conocimiento os agradecen vuestros buenos deseos.

Debo añadir que no era necesario que me enviarais tantos regalos, fue un honor por mi parte poder ayudaros con vuestros planes. Espero que Tierra Santa viva siempre en vuestro interior a partir de ahora.

He tenido contacto con Charles Benjamin y me asegura que los deseos del Senhor Antonio Ribeiro también se han satisfecho recientemente.

Saludos cordiales,

James Matthews


P.D. He transferido vuestro pago a Charles Benjamin; os agradece enormemente la generosa gratificación que añadisteis.

«El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas.»

San Mateo 12


Mi segunda carta incluía el retrato que había dibujado del padre Carlos. Se lo enviaba para rebatir la afirmación del cura de que mi alter ego, James Matthews, lo había confundido por otra persona. Encima del dibujo escribí en inglés:


A Su Reverencia, el padre Carlos Miguel Fonseca:

Hice este dibujo durante mi estancia en Goa, como podéis ver. Confío en que no habréis cambiado tanto durante los últimos tres años y os reconoceré a pesar de mis humildes talentos.

Fue un placer hacer negocios con vos y el señor Matthews.

Saludos,

Charles Benjamín


Cualquiera que abriera mi carta y viera mi dibujo sabría de inmediato, por supuesto, que no había ninguna confusión de identidades.


No recibí más comunicaciones procedentes de Benedict Gray en las semanas siguientes, por lo que llegué a la conclusión de que el padre Carlos había decidido que el silencio sería el recurso más seguro.

Ese otoño llegó una carta, no obstante, de alguien a quien no había visto desde hacía muchos años: Sara, la chica a la que Wadi había dejado por mi hermana. En ella me contaba que mi tío le había dado la dirección del señor Pereira. Tras expresar sus esperanzas de que me encontrara bien, me contaba que le había prometido a mi tío Isaac que no me comentaría ciertos temas especialmente delicados. «Y, no obstante, me siento obligada, por lo menos, a decir lo siguiente», y añadió:


Tus tíos seguramente te ocultan algunas cosas que han sucedido estos últimos años. Me siento obligada a escribirte a este respecto porque lo que te cuenten probablemente contradiga lo que tu hermana me contó a mí. Por tanto, cuando vuelvas a Goa, te ruego que vengas a verme. Por favor, Tiago, no te formes opiniones firmes acerca de lo que sucedió entre Wadi y tu hermana hasta que hayas hablado conmigo.


Con temor, me pregunté a qué podría estar refiriéndose, pero más que eso, me preguntaba si era posible que Sara supiera quién nos había traicionado a mi padre y a mí. Por desgracia, no llegaron más cartas que explicaran sus crípticas palabras.

El 19 de diciembre de 1959, tras completar mi deuda de seis años con el Santo Oficio, salí de la puerta principal de la prisión de Galé para encontrar el viento y la lluvia implacables que siempre había asociado con el invierno lisboeta. Me santigüé y murmuré plegarias cristianas mientras me dirigía al centro de la ciudad.

Durante esos primeros días que pasé fuera de mi dormitorio, me sentí abandonado. Me parecía imposible que nadie me estuviera vigilando o restringiendo mis movimientos. Desorientado como estaba, imaginé que mucha de la gente con la que me crucé eran espías contratados para seguirme. No dejaba de mirar por encima de mi hombro mientras andaba.

Con los fondos de mi tío, conseguí una buhardilla en un hostal desvencijado tras la iglesia de San Miguel, en el barrio de la Alfama. Me oculté allí durante unos días, acurrucado bajo mi manta de lana, comiendo queso y pan, y bebiendo sólo agua. Mi sueño era febril. El silencio nocturno ocultaba monstruos con los dientes ensangrentados de Kali. No había soñado con esas criaturas asesinas desde la muerte de mi madre.

Cuando me atreví a salir por algo más que unos simples minutos, fui a que un barbero me despiojara y me cortara las uñas bien cortas. Compré ropa cálida, entre otras cosas unos buenos pantalones de color beige, en la Rua Nova, donde muchos judíos conversos tenían sus comercios. A punto estuve de comprar también un Nuevo Testamento para refrescar la memoria, pero ya en la librería, el olor a papel y piel me recordó tanto a la biblioteca de mi padre que tuve que salir de allí a toda prisa. Anduve varios kilómetros río arriba para bañarme; cerca de allí, unas lavanderas hacían la colada aporreando la ropa mojada contra las piedras. Una de ellas me dio un trozo de un basto jabón negro. Cuando salí del agua fue la primera vez que iba limpio desde mi llegada a Lisboa. Sentí que había recuperado mi cuerpo. Mientras volvía a casa andando, el temor a que me vigilaran empezó a diluirse. Era como si la fresca agua del río me hubiera convencido de que al fin era un hombre libre.

Durante los días siguientes, descubrí muchas cosas de Lisboa que no había podido ver antes. Pasaba horas sentado en lo alto de la colina de Graça para ver a la gente por la calle, más de cien metros por debajo de donde me hallaba, cada persona con sus propias historias. Aunque ansiaba desesperadamente el consuelo de su amistad, pensé: «Cuando esto acabe, desapareceré unos años…».

Empecé a comprar cada día pan y fruta en la Rua de San Pedro, donde los abuelos de mi padre habían vivido. Los tenderos no habían oído hablar jamás de mangos y papayas, por lo que tenía que comprar manzanas rojas y peras verdes en su lugar, pero la fruta de Europa siempre me ha parecido demasiado dura y no acabé de acostumbrarme a ella. Me las arreglé para encontrar uvas e higos secos, y finalmente algo de coco seco también. Mezclaba los copos con miel y untaba la mezcla en el pan de hogaza que hacían en Portugal, aunque pronto empecé a comerla simplemente con una cuchara. El sabor me transportaba a la India. A veces, cuando el sol entraba por mi ventana, cerraba los ojos e imaginaba que la estatua de Shiva de mamá me protegía desde la entrada.


Al final de la primera semana que pasé en libertad, me senté en el suelo de mi habitación con una escribanía. Escribí cuidadosamente dos cartas con la caligrafía del padre Carlos y les puse fechas anteriores a la última carta que yo le había enviado. No me había atrevido a trabajar en esas cartas antes de abandonar la prisión porque habría tenido que esconderlas en algún lugar en casa del Senhor Pereira, lo que podría haberlo puesto en peligro a él.

En cada una de las cartas me refería de forma codificada al deseo de poseer los instrumentos religiosos adecuados para la práctica del judaísmo, ya que resultaba imposible encontrarlos en Goa. Por miedo a que la sutileza no fuera suficiente para lo que me proponía, hice referencia explícita a la necesidad de mantenerlo todo en secreto.


No debe contarle jamás, a nadie, nada sobre nuestras transacciones o el Santo Oficio me encarcelará. Y no olvide mandar las cartas siempre a nombre de Jácome Morais, ya que es un hombre que no me identificaría -ni a mí ni a usted- ni siquiera bajo tortura.


Le di un tono aún más amistoso a la segunda carta. Me permití que el jesuita le hiciera preguntas personales sobre su familia al señor Matthews y que le expresara su gratitud.


Es usted un amigo de verdad, y le estaré eternamente agradecido por el esmero con el que ha mantenido en secreto mis planes de viajar a Tierra Santa, ocultos de la gente con malas intenciones.


Cerré las dos cartas con una referencia al Éxodo 15 de la Torá: «Tu diestra, oh Jehová, ha quebrantado al enemigo». Eso añadía un diabólico desafío muy propio de los judíos, pensé.

Y luego firmé con el nombre del padre Carlos, con grandes fiorituras.

De momento, guardé esas dos cartas falsificadas bajo el colchón. Las utilizaría sólo cuando estuviera preparado para marcharme a Goa.

Por aquel entonces, el padre Carlos y el capitán Morais probablemente se habían encontrado varias veces para discutir mi extraña correspondencia y esos regalos no deseados. Seguramente habían hecho llamar al Analfabeto y le habrían preguntado por ello. Sin duda el carcelero y el cura debieron de negar que conocieran a James Matthews o a Charles Benjamin, pero Morais probablemente no los habría creído. El capitán sospecharía que estaba siendo utilizado por judíos secretos que se negaban a revelar por qué lo comprometían de ese modo.

– ¿Por qué me han elegido a mí? -debió gritarles una y otra vez.

– ¡Pero si yo no he hecho nada! -respondería el jesuita-. No sé nada sobre todo eso, ¡absolutamente nada!

Puede que Morais creyera al cura al principio, pero no tardaría en comprender que su conexión con mis cartas y regalos podía hacer que acabara en prisión. A menos que actuara primero y traicionara al padre Carlos… y al Analfabeto.

Apostaba a que Morais se habría quedado el retrato que yo había hecho del padre Carlos, que lo guardaría para utilizarlo más adelante contra él.

El cura probablemente habría escrito una dura carta a mi amigo Benedict Gray para intentar aclarar el misterio, pero el que había sido mi compañero en prisión nunca le respondería.

Cada uno de los hombres a los que había implicado negaría saber nada acerca de mis cartas si se iniciaba un proceso inquisitorial contra ellos, pero sus captores verían como algo normal y adecuado que unos judíos secretos mintieran; al menos hasta que los torturaran.

Lo mejor era que su confusión sólo los haría parecer más sospechosos. Eso me complacía inmensamente. Me esmeré en la carta que afirmaba que Jácome Morais no diría el nombre del padre Carlos ni siquiera bajo tortura. Seguro que eso les parecería un gran reto a los inquisidores.

Con los pies asados por las brasas, el Analfabeto confesaría rápidamente que había formado parte de una conspiración judía. Y puesto que en prisión aprendí que no existe ningún hombre inquebrantable, Jácome Morais seguramente le daría la razón. Y el padre Carlos también.

El Santo Oficio estaría encantado de encontrar a tres hombres de tan distintas procedencias y tan dispuestos a ponerse de acuerdo. Realmente sólo era cuestión de saber qué hombre traicionaría a los otros primero con la esperanza de salvar el pellejo.


Compré un pasaje en un barco que partía hacia Goa al cabo de un mes, no pude encontrar otro que zarpara antes. Luego le escribí a Benedict Gray para solicitarle más noticias.

Diecinueve días más tarde, recibía lo siguiente:


Apreciado señor Matthews:

Qué feliz coincidencia, estaba a punto de escribirle cuando llegó su correspondencia. Me alegro muchísimo de que os hayan liberado. ¡Ojalá pueda llegar a reunirse conmigo en Inglaterra algún día!

Estaba a punto de escribirle porque un hombre muy curioso vino a verme hace sólo dos días. Era portugués y menudo como un gorrión. Hablamos en latín, puesto que afirmé no conocer su idioma. Su cadencia en esa lengua antigua me llevó a creer que se trataba de un cura, pero iba vestido como un caballero europeo y negó con vehemencia cualquier conexión con la jerarquía papista. Afirmaba ser un representante de la corona portuguesa establecido en Goa. Nada más empezar nuestra conversación se refirió a una carta que yo había recibido del padre Carlos Fonseca. Obviamente sentía mucha curiosidad por su contenido. No le negué haber recibido la misiva, pero no le dije nada acerca de su contenido, por supuesto. Resultó sencillo, puesto que no la había leído. No le dije a quién se la había enviado, ni si se la había enviado a alguien, aunque me rogó que le diera toda la información que pudiera, ante lo que simplemente le mostré las profundas cicatrices que tenía en los pies y le pedí que abandonara mi casa. Ya en la puerta, se puso la mano en un bolsillo y sacó una cajita plateada grabada con letras hebreas y lo que su gente llama una menorah; un candelabro de siete brazos, en definitiva. «¿Había visto esto alguna vez?», me preguntó.

Le respondí con una negativa, por supuesto.

Señor Matthews, sospecho que usted conoce el significado de esa cajita, y me gustaría que me lo explicara, ya que la curiosidad puede más que yo. (Si eso no nos compromete demasiado a ninguno de los dos, me gustaría que me escribiera, ¡y mejor pronto que tarde!)


Después de leer esa carta, debería haber sentido el júbilo de la victoria, ya que significaba que el padre Carlos probablemente ya estaba en prisión y seguramente lo estarían interrogando duramente, pero tras un breve momento de placer, me sentí abatido. Ahora me doy cuenta de que el cansancio de todos mis años de trabajos y encarcelación pudo más que yo. Creo, también, que fui incapaz de sentirme verdaderamente feliz, ya que aún tenía por delante un largo viaje en barco antes de poder ver a mi hermana y a Tejal.

Escribí una rápida nota de explicación a Benedict Gray y luego intenté celebrarlo con una botella de vino en la oscuridad de mi habitación, con un sentimiento de debilidad física y mental, como si la soledad me aplastara. Dormí la mayor parte de los tres días siguientes. Cuando finalmente volví a salir para enfrentarme a la humedad de diciembre, caminé como un mendigo. Ahí donde iba, me enfrentaba al sentimiento de culpa que me atenazaba por haber envenenado a mi padre. Pude levantar la cabeza por encima del borde de mi melancolía sólo unos días más tarde, cuando compré un cuchillo que podía esconder en mis botas, pensando en una paráfrasis de Jesús: «El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero yo me dispongo a caminar de noche, y puede que necesite algo para justificar mis palabras».

Aún tenía que poner un último ladrillo en su sitio para acabar de condenar al padre Carlos al infierno, para lo que me dejé crecer la barba durante la semana siguiente. En mi último día en Lisboa, vestido con la harapienta camisa de prisión, le pagué a un deshollinador para que llevara una valija con las dos cartas falsas que había escrito -aquéllas tan incriminatorias que supuestamente habría escrito el jesuita al señor Matthews- al Palacio de la Inquisición. Lo seguí en secreto para asegurarme de que llevaba a cabo lo que le había pedido y, efectivamente, lo hizo.

Yo había insertado una breve nota de un hostalero no identificado para el Gran Inquisidor de Lisboa.

«No soy más que un pobre hostalero -escribí- y hasta esta mañana no tenía ni idea de que había alquilado una habitación a un hereje inglés hasta que descubrí estas dos cartas ocultas bajo su colchón. Perdónenme.»

Una vez entregada la valija con mis dos cartas, lloré como no lo había hecho en seis años.

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