13

A mi regreso de la audiencia con el Gran Inquisidor, me sentí aliviado al comprobar que Phanishwar ya no estaba en la celda. Lo maldije por traidor, por haber obedecido las órdenes secretas de mis carceleros. El anciano debía haber sido seleccionado sin duda por su talento a la hora de narrar historias y su talante afectuoso. Ambas cosas resultaron ser armas eficaces para lo que yo veía ya como un verdadero complot contra mí; todos los que había conocido estaban implicados en esa conspiración, y su desprecio se había convertido en la piedra y el hierro de mi prisión.

Ahora, décadas más tarde, me doy cuenta de lo útil que resultó para mí creer en esa fantasía, ya que la ira mantuvo a raya la desesperación. Después de un par de meses, no obstante, el lento tedio del trabajo empezó a erosionar mi absurda fe en los enemigos ocultos que acechaban desde cada rincón de mi pasado y el bochorno hacía más dolorosa la soledad cada vez que respiraba. Tanto si me había traicionado como si no, esperaba que el jainista estuviera otra vez a salvo en su aldea. Eso no era ningún gesto de generosidad por mi parte; simplemente estaba convencido de que yo, en su lugar, habría hecho lo mismo.

Muchas veces durante los meses venideros, mientras me envolvía la oscuridad, me pareció volver a oírlo, contándome cosas sobre su hijo menor, Rama. Mediante una alquimia del cerebro que no sabría explicar, la esperanza y el valor de su voz venían a decirme que nuestros destinos jamás se separarían, no importaba lo que pudiera pasarme a partir de entonces. Una mañana, reuní el coraje necesario para preguntarle al Analfabeto qué le había pasado a mi antiguo compañero de celda.

– ¡Oh, lo enterraron hace meses! -respondió el guardia con insolencia, como si le extrañase que no lo supiera. Hizo un gesto con la mano emulando un corte a la altura del cuello y sonrió, pero ¿quién podía confiar en la palabra de un borracho que disfrutaba encerrando a la gente en jaulas?


La canción de Rama que canté para los aldeanos de Benali… Los recolectores de cocos desnudos, tostados por el sol, saludándonos a Sofía y a mí desde lo alto de las palmeras… Los labios de mamá esculpiendo mi nombre por última vez… Papá dándome el dreidel que había tallado para mí…

Estuve buscando entre miles de recuerdos, intentando comprender cómo podía estar allí cuando todo cuanto conocía estaba fuera, pero incluso la más simple de las ideas me resultaba inconcebible. Dentro y fuera, falsedad y verdad, compasión y crueldad: todo eran tintes que se habían mezclado en lugares ocultos de mi mente y que jamás volverían a separarse completamente otra vez.

No paraba de pensar en el acertijo del Gran Inquisidor, aunque sabía que nunca encontraría la respuesta. Entonces ya estaba seguro de que las cosas que más quería se me negarían para siempre.

A veces imaginaba a mi madre bajo mi camastro, del tamaño de una muñeca, acostada con los ojos cerrados. Parecía que esperaba algo, pero ¿qué?

He hablado con muchos otros prisioneros con largas condenas desde entonces, y si algo he aprendido es que la capacidad de razonar nos abandona de vez en cuando. Llegamos a creer que podemos oír lo que piensan nuestros amantes en la distancia o que somos capaces de hablar con los animales. Quizá la demencia es la última protección que le queda a la mente frente al suicidio.

O quizá la locura no sirva para nada. Y que nada sirva para nada. Que la vida esté hecha tan sólo de piedra, hierro y cuerda.


Y, no obstante, nos llegan revelaciones…

Una noche especialmente cálida, mientras estaba en mi celda a punto de vencerme el sueño, descubrí por qué el Gran Inquisidor me había mencionado las seiscientas treinta tareas que cada judío debe cumplir, las mitzvot. A la mañana siguiente le dije al Analfabeto que estaba dispuesto a admitirlo todo.

– Le diré los nombres de los que podrán testificar contra mí -afirmé tragándome mi traición, pero sabiendo que sería mi única posibilidad de quedar en libertad.

Calculo que estaríamos casi a finales de octubre de 1593. Llevaba veintitrés meses en prisión.

Una vez, el carcelero me dijo que cada año tenía lugar un auto de fe público en el que los prisioneros eran quemados en la hoguera o liberados del Santo Oficio en el primer domingo de Adviento, que yo sabía que era más o menos un mes antes de Navidad. Si el Analfabeto no pasaba pronto mi mensaje, tendría que quedarme un tercer año en esa celda.

Pasaron tres semanas y dos días, y recé pidiendo ayuda tanto al Señor de la Torá como a Parsva, cuya estatua imaginaria situaba en la cabecera de mi cama, como santo protector contra todo lo que pudiera venir de Europa a mi tierra natal. Fue durante ese tiempo cuando empecé a pensar en mí mismo como indio y no como portugués. Me preguntaba por qué había tardado tanto tiempo en darme cuenta de esa evidencia. «Los ojos azules no te convierten en uno de ellos», me susurraba a mí mismo con la voz de Phanishwar.

Después del desayuno del vigésimo cuarto día, que conté con granos de arroz que fui dejando como deseos secretos bajo mi colchón, el carcelero vino a mi celda y me llevó hasta el gran salón, donde había sido convocado otra vez para sentarme con el padre Tomás Pinto, el Gran Inquisidor.

– Me han dicho que quieres confesar algo -dijo mientras se reclinaba en su silla y cruzaba los brazos sobre el pecho con escepticismo-. ¿Ya has resuelto mi acertijo?

– No -le dije-. Pero sé por qué me habló sobre las mitzvot.

– ¿Ah, sí? -dijo con una sonrisa, como si le hiciera gracia-. Supongo que podemos considerarlo un buen comienzo, dadas las circunstancias.

Me di cuenta de que quería complacerlo, como un colegial frente a su maestro. Habría hecho juegos malabares con piedras o habría declamado poesía antigua, o volvería a abrirme las muñecas para ofrecerle mi muerte a ese hombre como regalo. Después de todo, ¿qué mejor regalo podría haber que la sangre para un cura que desea quedarse con las almas de sus víctimas?

Sentado como estaba frente a un hombre que tenía mi vida en sus manos, me di cuenta del gran alivio que supone la rendición: permitirse la degradación cuando eso es lo único que queda.

– Un día -empecé a decir cuidadosamente las palabras que había ensayado-, cuando estábamos en Goa, mi tía nos pidió que la acompañáramos a casa de una amiga que acababa de dar a luz a gemelos…

Seguí contando que mi padre había rechazado besar la estatuilla que la madre tenía de la Virgen María, y que yo también me había negado.

– No supimos honrar a la madre de Nuestro Señor -concluí-. No se trataba de lo que habíamos hecho, sino de lo que no habíamos hecho. Cometimos un error de omisión, el mismo tipo de errores que los judíos pueden cometer cuando no obedecen una mitzvah.

Ahora me parece patético admitirlo, pero me sentí tan orgulloso de mi astucia que dejé escapar una leve sonrisa, como un niño pequeño.

– ¿Y quién fue testigo de ese crimen? -preguntó el Gran Inquisidor.

– Mi tía y el médico que atendía a la madre. Y sus dos sirvientes indios.

Para evitar que los persiguieran, añadí:

– Mi tía María se puso furiosa y mantuvo una disputa terrible con mi padre. Ella besó la estatuilla, por supuesto. Al entrar en la habitación y al salir también. Los sirvientes indios la besaron también.

Mi hermana también había estado allí; recé para que mi interrogador no lo supiera.

– ¿Y ésa fue la única vez que no mostraste respeto por Nuestro Señor?

– No, hubo muchas más ocasiones.

Como si excavara en busca de tesoros escondidos mucho tiempo atrás, le conté que había pasado por delante de la catedral docenas de veces sin entrar a rezar ni en una sola ocasión, y que me había negado a dar gracias a Jesucristo antes de las comidas como solían hacer mis tíos.

– Ni siquiera decíamos «si Dios quiere» cuando hablábamos del futuro -le dije.

Estuve más de una hora testificando en mi contra. La autotraición tomó un ritmo desenfrenado, como un baile frenético sobre una tumba. Esperaba llegar a resultarle el judío más asqueroso que hubiera perseguido jamás para ganarme así su favor. «Cava hacia el interior de la tierra, tan lejos como puedas», me repetía a mí mismo una y otra vez.

Cuando la garganta me quedó tan seca que ya no podía ni hablar con claridad, el secretario me dio un vaso de agua.

– ¿Y qué hay de tu afrenta contra el obispo? -preguntó el Gran Inquisidor mientras yo bebía.

– No… no recuerdo ni siquiera haber hablado de él. Pero si vos decís que lo ofendí, entonces debe ser un error por mi parte. Os pido disculpas.

– En una de tus visitas a Goa, el obispo llegó de Lisboa. -Me mostró la sonrisa de estar jugando al gato y el ratón, complacido por su nueva jugada.

Yo escarbé en mis recuerdos pero no encontré nada. El cura dejó que el silencio me condenara con rostro despreciativo. De repente, agarró su campana plateada.

– Por favor, tened piedad de mí -supliqué. Junté las manos como había visto que hacían los cristianos y recé en silencio a su Dios por primera vez en mi vida: «Bendito sea el Hijo de Dios, que puede detener la mano de un hombre malvado…».

El sonido de la campana hizo que mi corazón diera un vuelco. Al oír los pasos del carcelero detrás de mí, di un respingo de pánico.

– ¡Siéntate! -ordenó el Gran Inquisidor.

Obedecí, abrazándome a mí mismo.

– ¡Eres un sinvergüenza! -me dijo relamiéndose los labios como si estuviera a punto de escupirme.

– No recuerdo la llegada del obispo -gemí-. ¿Acaso es mi crimen la ignorancia? ¿Es eso lo que queréis?

En sus ojos vi que lo reconocía, como si me hubiera atrapado entre sus garras.

– Ahora empiezas a entender la gravedad de tu herejía -dijo con voz condenatoria. Levantó la mano, con la palma hacia delante, para detener el avance del carcelero.

– Tú sabías que venía alguien más en el barco del obispo -dijo con voz más calmada. Hablaba como si me llevara de la mano.

Sólo podía pensar en una posibilidad.

– Una vez, oí un rumor acerca de que había un rey angoleño en un barco del puerto. Se decía que era un gigante.

– ¿Y quién te oyó expresar el deseo de verlo?

– Mis tíos. Mi padre, también, y Francisco Javier, mi primo. Pero ellos no querían ir a verlo. Decían que no valía la pena perder el tiempo por un rey africano. Lo recuerdo con claridad. Fui el único que quería ir a verlo.

– Había otra persona.

Tan pronto como dijo eso, supe que alguien de mi familia había testificado contra mí con todo detalle, y contra mi padre, también. ¿De qué otro modo podía saber que mi hermana también estaba allí?

– ¿Quién estaba contigo? -preguntó.

El corazón me latía con fuerza. Sabía que eso podía significar que incluso mi claudicación sería en vano. Si el Santo Oficio encarcelaba a Sofía, yo no sería capaz de vivir mi vida, incluso si me ponían en libertad. Ya no me importaba el daño que me hubiera hecho. Nuestro pasado no podía salvarse, pero podía proteger nuestro presente y nuestro futuro.

– No recuerdo a nadie más -mentí-. A menos que…, quizás… quizás alguna sirvienta de mi tía estuviera con nosotros.

– ¡Era alguien de tu familia! -insistió.

– No, nadie.

– Hasta ahora he sido indulgente -dijo con tono amenazador-. Pero te recuerdo que el fuego y el agua están de mi parte en esta batalla por tu alma, como también lo estuvieron en la batalla por la de tu padre.

– No soportaría que me quemaran.

– ¡Aguantarás lo que Jesucristo disponga!

– Mi hermana -gemí-. Mi hermana estaba allí. Es cierto. Pero ella era una jovencita. Me dijo que los africanos no deberían salir de su tierra natal. Es inocente.

– Parece una chica lista. ¿Tu padre le permitió besar a la Virgen?

– No, aunque ella lo hizo de todos modos -mentí-. Mi hermana siempre ha sido muy tozuda.

– Ya veo -respondió, sonriendo como si me hubiera ganado en una competición. Me di cuenta de que sabía que mentía pero, aun así, no siguió con sus acusaciones.

– ¿Y qué pasa con los muertos? -preguntó.

– No os entiendo.

– Para los nuevos cristianos como tú -dijo con una sonrisa-, las espinas muertas pueden estar incluso más afiladas que las vivas.

– ¿Eso tiene algo que ver con la respuesta a vuestro acertijo? -pregunté yo.

– Puede.

Sacó un manuscrito que había mantenido oculto en su regazo y lo puso sobre la mesa, entre nosotros. Reconocí la cubierta inmediatamente: un pavo real mostrando la cola esmeralda, azul y púrpura, desplegada bajo el título, escrito en caracteres dorados en hebreo.

Tendí la mano sin pensar, como habría intentado hacer para salvar a un ser amado de las manos del Ángel de la Muerte, pero lo apartó de mí. Nos miramos a los ojos durante un buen rato y me di cuenta de lo que disfrutaba demostrándome de ese modo que un miembro de mi familia nos había traicionado a mi padre y a mí.

– Sí -dijo, asintiendo-. El manuscrito de tu bisabuelo ahora nos pertenece a nosotros. Ningún judío volverá a verlo jamás, ni llegará a conocer su existencia.

Yo estaba empapado en sudor y me costaba respirar. La tía María, el tío Isaac o Wadi debían haber robado el manuscrito; eran los únicos que sabían que estaba escondido en el fondo del guardarropa de papá.

– Ahora, Tiago Zarco, piensa en el acertijo -dijo el cura de forma seductora, como si me invitara a dar un paso con él hacia la redención-. «Te hablo en mi viaje hacia ti -y sólo hacia ti- desde mi punto de partida hasta el final. Y aunque siempre muero en el mismo sitio, puedes oírme hablar desde mi tumba sellada si prestas atención. ¿Quién soy?»

Se puso el manuscrito de mi bisabuelo junto a la oreja como si escuchara lo que había dentro.

– Un libro -susurré, y me di cuenta de que debería haberlo adivinado.

– Buen chico -sonrió el cura.

– Un libro le habla a cada lector y siempre acaba en el mismo sitio -dije-. Cuando cerramos la cubierta por última vez, el viaje se acaba y acaba en la tumba, aunque aún podemos oír cómo nos habla.

– Podríamos habernos ahorrado mucho sufrimiento si fueras más listo, ¿sabes?

– Lo siento -me disculpé. Sabía que era absurdo, pero no pude evitar comportarme como si le hubiera herido yo a él.

– ¿Cómo podías ignorar tu identidad cuando tu bisabuelo te había estado contando toda la vida que eras un cristiano nuevo? Cada año tu padre te leía sobre su conversión. Es increíble lo tonto que puedes llegar a ser.

– Ahora me doy cuenta. Es imperdonable.

– Todos los pecados pueden perdonarse si se confiesan de todo corazón a Nuestro Señor. Y si rezamos con devoción para ser dignos de Él.

Su voz se había vuelto amable; estaba contento con el resultado. Mi ignorancia y desolación le ofrecían la oportunidad de mostrarse misericordioso. Puede que nadie considere que lo que uno mismo hace esté mal, pienso desde entonces. Incluso los demonios del infierno probablemente piensan que su trabajo es bueno y necesario.

– ¿Y estás preparado para una confesión completa de tus crímenes? -prosiguió Pinto.

– Sí.

Durante la hora siguiente, el secretario tomó nota de mi declaración. El Inquisidor hizo llamar a un soldado, quien ordenó al Analfabeto que me pusieran grilletes en los tobillos y las muñecas.

Tras hacerme salir a empujones, se nos unió un minúsculo cura de Castilla. Después de tanto tiempo a la sombra, sentí los rayos del sol en la cara como si fueran hierro candente, y casi tuve que cerrar los ojos para contener las lágrimas. El Analfabeto cogió mi cadena como si fuera la correa de un perro y me instó a avanzar tirando de ella. Las heridas que me provocaron los grilletes pronto empezaron a doler, pero el dolor me ayudó: evitó que pensara demasiado en ideas perturbadoras. La gente me miraba y me señalaba. Un mercader, entre risas, gritó que me pagaría un baño y me lanzó una moneda de cobre.

Un jornalero con el torso desnudo, intentando ser ingenioso, levantó las manos en señal de devoción para burlarse de mí y dijo «Jai Shri Dalit», lo que significaba «Alabado sea el Señor Intocable». Varios hombres de aspecto ordinario me abuchearon.

– ¿Adónde vamos? -pregunté mientras avanzábamos por el empedrado hacia el calor sofocante, pero ni el cura ni el Analfabeto me respondieron.

Llegamos a la iglesia de los dominicos. Una vendedora de flores india de rostro adusto, a quien reconocí de mi larga guardia ante el Sagrado Oficio, estaba sentada junto a la puerta con alhelíes rosados trenzados en el pelo canoso. Llevaba una cruz de madera alrededor del cuello y cuando me acerqué la besó y me ofreció una flor de hibisco. Cuando iba a recoger la flor blanca, el Analfabeto tiró de mi cadena y me hizo caer al suelo.

Cuando levanté la vista, mi guardia ya le había pegado un bofetón a la florista que la dejó tendida en el suelo.

He pensado mucho en la bondad espontánea de esa mujer desde ese día. Más que cualquier otra cosa, la brutalidad que el Analfabeto demostró con ella sería la razón por la que intentaría, años más tarde, arruinar su vida; por esa razón, aún hoy en día, deseo con toda mi alma haberlo conseguido.

Dentro de una pequeña capilla me rociaron la frente con agua bendita mientras el cura recitaba en latín: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…».

Luego volvimos a la prisión. Me pareció que la fachada se levantaba ante mí como un fantasma y retrocedí lo que me permitieron los grilletes. Sentí tal pánico que me oriné encima. Pedí ayuda a los espectadores que asistían embobados a la escena, lo que provocó que el Analfabeto me rodeara el cuello con el brazo para asfixiarme. Caí al suelo entre arcadas. Me arrastró sin tregua para que avanzara, por lo que me vi obligado a continuar a cuatro patas sobre los roñosos adoquines de la plaza.

– Puede que esté bautizado, pero todavía insiste en caminar como un judío -le dijo el Analfabeto al cura, tras lo que estallaron en carcajadas.


Dos días más tarde, un cura al que no había visto jamás me leyó en el gran salón un documento que enumeraba mis crímenes. Lo firmé con mano temblorosa; el Inquisidor no accedió a contarme si eso significaba la vida o la muerte para mí. Se limitó a decirme que ése era el único camino hacia Jesucristo.

A continuación me hizo jurar que no revelaría nada de lo que me había ocurrido bajo la jurisdicción del Santo Oficio. Caí de rodillas ante él otra vez y le rogué que me contara lo que me pasaría.

– Tendrás que esperar -respondió el cura con indiferencia.

El sábado siguiente, el sirviente indio que solía llevarse mi sábana una vez a la semana para lavarla no apareció. Justo después de las campanadas de vísperas de la catedral, las campanas siguieron tocando por segunda vez. Me preguntaba si se preparaba alguna ceremonia en especial.

Llevaba unas dos horas durmiendo cuando me despertó de repente el sonido de la puerta. El carcelero entró con decisión y me entregó unos ropajes oscuros y una lámpara de aceite de barro cocido. Me dijo que me vistiera deprisa, que volvería muy pronto a buscarme.

– Si voy a morir, por favor, dígamelo -supliqué-. Debo prepararme.

– No se me permite decir nada de lo que te espera.

Me puse la chaqueta de manga larga y los pantalones -ambos negros con rayas blancas- como si me estuviera vistiendo por última vez, temblando como un niño perdido. Todas las sensaciones de mi cuerpo parecían estar vivas e hipersensibles. Era como si el mundo entero, en el último momento, estuviera intentando contarme algo que debía aprender -como si me revelara su misterio más profundo- con la brisa que me daba en la cara, el aroma de la hierba mojada en el aire, el suave tacto de mis labios cuarteados que palpaba con las yemas de los dedos… Me dije a mí mismo que volvería con Dios, pero la verdad era que vivía en un mundo sin sentido ulterior. Sabía que moriría solo tras una vida demasiado breve. Me sentí engañado. Jamás llegaría a saber quién nos había traicionado a mi padre y a mí, jamás conseguiría vengarme. «Este viaje no ha tenido ni valor ni sentido», pensé sumido en la amargura.

Es evidente que los condenados pueden hacer gestos estúpidos y pueriles para evitar perder sus principios en el último minuto: después de haberle dado las gracias a Phanishwar por esos pocos días felices en prisión, levanté su estatua imaginaria de Parsva fingiendo que tenía a un niño en brazos: el niño que Tejal y yo habíamos concebido. Luego dediqué mis plegarias finales a un Dios en el que ya no creía.


Cuando volvió el carcelero, me escoltó hasta una cámara sombría, de techo bajo, donde docenas de prisioneros estaban alineados con la espalda contra la pared, inmóviles. Sin duda les asustaba incluso respirar hondo por miedo a que eso arruinara la débil esperanza que les quedaba de conseguir la libertad. La mayoría de ellos se miraban con desánimo los pies descalzos; algunos sollozaban mientras se tapaban la boca y los ojos con las manos. Había al menos dos prisioneros que se habían desmayado, habían quedado tendidos en el suelo y bebían el agua que les daban los curas. Busqué a Phanishwar, pero no lo encontré.

Ocupé mi lugar al final de todo. Intentaba que mis pasos no hicieran ruido, y de vez en cuando aparecía un desgraciado más. Había muchos hombres allí, y todos habían sufrido tanto como yo. Eso, no obstante, no me consoló. Me sentía lejos de ellos, exiliado hasta de mí mismo.

Cada prisionero recibió una antorcha encendida. Parecía adecuado que empezáramos a proyectar las sombras deformadas de nuestros rostros adustos en las paredes, como si la roca debiera saber y registrar lo que habíamos pasado. Miré fijamente mi llama, las fuerzas parecía que me abandonaban.

– Ayúdame, Dios mío -susurré mientras me secaba las lágrimas que me inundaban los ojos.

Los curas repartieron ropa para cada hombre. Como a la mayoría de los prisioneros, me obligaron a vestirme de amarillo, con una gran «X» pintada tanto en la parte de delante como en la de atrás; más tarde sabría que se trataba de la cruz de san Andrés, y que esos sambenitos se les ponían a todos aquellos que habían cometido una herejía o cualquier otro crimen contra la Iglesia. Había unos veinte hombres más, indios en su mayoría, a los que obligaron a llevar ropas grises en las que se representaban sus retratos en teas encendidas con diablos alados y de barba puntiaguda que escapaban volando de las llamas. Ésos eran los prisioneros que habían sido obligados a confesar crímenes de brujería. Si Phanishwar aún estuviera preso, debería haberse encontrado entre ellos. Pero no era así. Le recé a Parsva para que él y su hijo Rama volvieran a estar juntos.

Después, a siete de los hindúes, condenados por practicar la peor de las magias negras, les pusieron unos sombreros en forma de cono, pintados con llamas y diablos, y se les obligó a sentarse en el suelo. Los sirvientes nos trajeron pan caliente, higos secos, arroz y agua para beber. Yo sabía que no sería capaz de comer ni una migaja, pero el minúsculo cura que parecía estar al cargo de todo aquello me dijo que me pusiera al menos un mendrugo de pan en el bolsillo del pantalón, ya que la ceremonia duraría varias horas y seguro que tendría hambre cuando acabase.

– ¿Se me permitirá comer cuando todo esto acabe? -susurré.

– Sí, pero no te darán nada más hasta el desayuno -respondió.

El cura seguramente pensaría que mis lágrimas le agradecían tan amable consejo, pero la verdad es que respondían al hecho de que me había contado, sin proponérselo, que no me iban a quemar.


Las campanas de la catedral volvieron a sonar al alba y nos reunieron, uno por uno, en el gran salón, donde el secretario de la Inquisición nos asignó un escolta a cada uno para que nos acompañara al auto de fe. Seleccionaron para mí a un capitán de la flota portuguesa de Goa, un hombre llamado Jácome Morais. Era un individuo rotundo, con los carrillos caídos, que olía a aceite de oliva y a betún. Me dio la mano y, aunque intentó ocultarlo, vi que después se limpiaba la palma en la pernera del pantalón.

Morais me condujo hasta el aire cálido de la plaza, donde tenía lugar una procesión formada por una docena de frailes dominicos encabezados por una bandera que representaba a su fundador, Santo Domingo, con el lema «Piedad y Justicia». Delante de mí había un centenar de prisioneros, una docena de los cuales eran mujeres a las que mantenían separadas de los hombres. Las golondrinas de afiladas colas realizaban sus acrobacias en el cielo y gorjeaban con frenesí mientras una luz sorprendentemente púrpura empezaba a asomar por el este. A nuestro alrededor había una multitud. No olvidaré jamás a un pequeño que estaba sentado en los hombros de su padre, con un tocado de plumas, que me señalaba con gracia mientras su madre, tras él, sostenía en brazos a un bebé. Esperando ver a alguien conocido repasé todos los rostros, pero luego me di cuenta -y me sorprendí de lo nublada que tenía la mente por no haberlo pensado antes- de que habría sido peligroso que alguien de mi familia hubiera aparecido por allí.

Quizá mi tía y Wadi también se abstuvieron de ir porque les debía preocupar que los acusara, a uno de ellos o a los dos, de traición. Pero yo no habría montado esa escena, no tenía fuerzas para ello. Sólo sentía el temor y el deseo de acabar con todo aquello.

Pasamos más de una hora desfilando por las calles. Jamás había visto tanta gente y tan alterada. Los más impacientes se peleaban por poder observar mejor nuestra mísera estampa. Empezaron a sangrarme los pies, aunque intenté por todos los medios no cojear para no atraer más la atención de la gente.

Cuando llegamos a la iglesia de san Francisco, nos encontramos con la puerta principal engalanada con hojas de palmera. Entramos con la cabeza gacha y nos sentamos en los bancos, junto a nuestros escoltas. El aire húmedo estaba impregnado de un olor dulce que procedía del humo de los incensarios. La terrible solemnidad de la ocasión era como un yugo sobre mis hombros. Estoy seguro de que los otros prisioneros sentían lo mismo, ya que estábamos todos sentados deseando que se nos tragara la tierra. Había tronos con brocados dorados y verdes a ambos lados del altar central, que estaba cubierto con una tela negra y flanqueado por cuatro grandes candelabros de plata. Un cura joven entró con una cruz de tamaño natural por la puerta principal. Lo seguían tres hombres, uno de ellos un lisiado y dos más que tiraban de él, y una mujer de ojos saltones y el pelo rapado. Tras ellos había cinco figuras de madera, también a tamaño natural, pintadas con crudeza y sostenidas sobre mástiles: tres hombres y dos mujeres. Los porteadores indios llevaban sobre sus cabezas un número equivalente de arcones forrados de piel.

Más adelante sabría que las estatuas representaban a aquellos que habían cargado con crímenes contra la Iglesia después de su muerte; los arcones contenían sus huesos, que habían sido robados de sus tumbas. Tampoco sabía en ese momento que el crucifijo que les daba la espalda significaba que ya no les quedaba ninguna esperanza.

Y luego se me aceleró el corazón. Aunque le habían cortado el pelo, tupido y blanco, muy corto, y tenía la cara hinchada y llena de moratones, vi que el penúltimo prisionero -el hombre lisiado- era Phanishwar. Como sus compañeros, vestía el sambenito gris con su crudo retrato, con vistosas llamas amarillas que se alzaban hacia demonios con cabezas de animal y un sombrero en forma de cono con las mismas imágenes. Debajo de su retrato ejecutado con crudeza habían escrito su nombre con grandes letras negras seguido de la naturaleza de su crimen: FEITIÇO, brujo, y lo que se escribiría en su tumba, MORREU QUEMADO: murió quemado.

Su rostro revelaba su agotamiento y tenía las mejillas tan hinchadas que parecía un viejo que se hubiera ahogado. ¿Acaso estaba tan mal como para no darse cuenta de lo que iban a hacer con él?

No puedo decir cómo, pero sabía con toda seguridad que era el hombre más importante de la sala: la encarnación de un alma grande y divina. Sería un crimen contra toda naturaleza no intentar ayudarlo. Me levanté sin pensarlo.

– ¡Siéntate, imbécil! -susurró mi escolta mientras tiraba de mí hacia abajo otra vez.

Mi objetivo era entonces llamar la atención de Phanishwar, pero el anciano jainista no me miró cuando fue a sentarse en uno de los últimos bancos. Después ya no pude verlo, había demasiados prisioneros entre nosotros.

Sólo tenía una cosa en la cabeza: «¿A quién puedo recurrir para que me ayude?».

Cuando el Gran Inquisidor ocupó su lugar en el trono que estaba a la derecha del altar, me atreví a hablarle al capitán.

– ¿Van a quemar a los hombres de atrás? -susurré.

Él asintió.

– ¿Y no puedes hacer nada por salvarlos? Uno de ellos es un gran hombre, quién sabe si no es la reencarnación de un dios hindú.

Me miró con tanto odio que me estremecí.

El virrey portugués de la India, vestido con ropajes de seda azul, estaba sentado entonces en el trono que quedaba a la izquierda del altar y, en lo alto de éste, en el centro, habían puesto el crucifijo de tamaño natural. Un cura anciano de andares pomposos subió al púlpito y dio un sermón con voz nasal y aguda que duró una eternidad. No sabría decir sobre qué nos instruyó. Sentía los latidos de mi desesperación en los oídos, y la única voz que oía dentro de mi cabeza era la mía. Debí de perder el juicio otra vez, porque creí que si me concentraba lo suficiente podría transmitirle mis pensamientos a Phanishwar. Una y otra vez, le decía: «Si confiesas, puede que no sea demasiado tarde…».

Dos seglares vestidos de seda azul no tardaron en llegar al púlpito y empezar a leer en voz alta las acusaciones contra cada hombre. Cuando decían el nombre de un prisionero, los soldados lo escoltaban hasta el pasillo central y luego hasta un segundo altar cerca de las puertas de entrada. Una vez allí, de rodillas, se le instaba a poner las manos sobre un misal y a escuchar la sentencia.

Un chico con los ojos hundidos, la cabeza rapada y el rostro imberbe mojó los pantalones mientras arrastraba los pies hacia el altar. Algunos espectadores se rieron de él con sorna. Varios prisioneros más no tardarían en ensuciarse; mucho más, incluso.

Cuando dijeron mi nombre, volví a recorrer la nave arrastrando los pies y miré a Phanishwar cuando me acerqué a él. El lugar parecía muy oscuro. Llegó un momento en el que estuve a sólo tres pasos de él. Podría haber alargado la mano para tocarlo. Debería haberlo hecho, aunque me habría costado la vida.

Cuando pasé junto a él, Phanishwar alzó la vista y me vio. Abrió los ojos como platos.

«Debes confesar para poder volver con Rama», intenté decirle con los ojos, pero su mirada se volvió severa. Me miró como si yo fuera uno de sus carceleros.

Ya lo había dejado atrás y estaba a punto de llegar al altar. Cuando el soldado empujó mi hombro hacia abajo me arrodillé con la mano sobre un misal. Sentí que mi vida daba un giro en ese momento, me dijeron que estaba excomulgado, y que todas mis posesiones terrenales pasaban a manos de la Corona, aunque no poseía ni un solo grano de azafrán en Goa. De momento, todo iba bien, sentí que mi respiración se relajaba, como si me aproximara a la libertad, pero luego me dijeron que quedaba desterrado de la India portuguesa y sentenciado a cuatro años en una prisión de Lisboa conocida como el Galé.

«Mi hijo o hija tendrá cinco años cuando yo salga de allí y Tejal me habrá dado por muerto con toda seguridad», pensé con desesperación.

Volví a trompicones hasta mi asiento, incapaz de confiar en mis pies e intentando suplicarle en silencio a Phanishwar que confesara. Él volvió la mirada con desprecio. Lo maldije por estúpido, pero cuando volví a sentarme junto al capitán, se me ocurrió que el jainista probablemente sufría la misma vana ilusión que me había acosado a mí durante semanas: Phanishwar debía pensar que desde el principio yo había formado parte de una conspiración contra él.

Liderados por el Gran Inquisidor, unos veinte curas se reunieron en el centro de la nave; cada uno llevaba un pequeño puntero de madera. Uno de ellos era el padre Carlos, el hombre que había engañado a Phanishwar para viajar a Goa y a quien reconocí de su visita a nuestra celda. Bajé la mirada para que no pudiera verme la cara; si me reconocía, estaba seguro de que me haría engrosar ese grupo de gente a los que no les quedaba ninguna esperanza.

Dispersándose por los bancos, los curas tocaban con sus punteros de madera a los prisioneros y pronunciaban un salmo en latín que significaba que se nos retiraba la excomunión y se nos reintegraba dentro del catolicismo romano. «Estos cristianos obviamente sólo odian la brujería cuando no es la suya», pensé.

Por desgracia, esas varitas mágicas no consiguieron disipar mi sentencia de cuatro años de prisión.

– Ahora somos hermanos dentro de la Madre Iglesia -exclamó el capitán Morais, sonriendo como un padre orgulloso, en cuanto uno de los curas me tocó con la varita. Me felicitó por lo que él llamaba mi buena suerte, hizo un ademán de abrazarme y sacó de un bolsillo varias tartas de crema envueltas en un trapo de algodón blanco que su mujer había hecho para la persona que le tocara escoltar. Esa vez no se limpió la mano en los pantalones; era evidente que la mancha de judaísmo había desaparecido de forma mágica.

El Gran Inquisidor, después de volver a su trono, recibió entonces a cada uno de los hombres y mujeres que iban a arder en la hoguera para mayor gloria de Cristo, así como las cinco estatuas y las cajas de huesos correspondientes. Más tarde me contarían que no se trataba de ninguna farsa como me había parecido a mí al principio, sino de una catástrofe para sus familias: eso significaba que todas sus posesiones terrenales serían confiscadas inmediatamente.

A esos desgraciados se les leían los procedimientos, incluso a los muertos, y así me enteré de que tres de las efigies habían sido nuevos cristianos que habían cometido herejía. También descubrí que uno de los hombres de piel oscura no era un converso que había dejado atrás sus viejas creencias hindúes como yo había supuesto, sino un cristiano tomasita acusado de brujería por creer en una liturgia distinta. El mismo santo Tomás había convertido a sus antepasados al cristianismo quince siglos atrás, pero eso no evitó que esos tiranos lo juzgaran.

Phanishwar avanzó a trompicones, pues lo empujaban dos soldados. No debía haber entendido nada de lo que le decían en portugués, y recibió la sentencia de muerte -que le leyeron con voz fría y despectiva- con una expresión de impasibilidad parecida al trance. Quizá todo su entrenamiento con Dharanendra lo había preparado para el momento de hacer frente al Ángel de la Muerte. Recé para que estuviera seguro junto a Parsva.

El soldado tocó el pecho de Phanishwar y de los otros prisioneros condenados, lo que significaba que no les quedaba ninguna esperanza, y los alguaciles de la corona portuguesa los hicieron salir por las puertas. El resto de los prisioneros salimos después de ellos en dirección al río, aún acompañados por nuestros escoltas y bajo una estricta vigilancia. En la orilla del río había nueve estacas clavadas en el suelo, cada una de ellas rodeada por un montón de troncos. Los aromas nocturnos de la India me recordaron que el bosque estaba cerca y la media luna parecía a punto de caer en las oscuras aguas.

Un verdugo que llevaba una capucha con agujeros para los ojos utilizó una cuerda gruesa para atar a cada prisionero e incluso a las efigies. Cuando le llegó el turno a Phanishwar, me atreví a hablar con el capitán otra vez.

– Por favor, pare todo esto -le supliqué.

– Es demasiado tarde -me dijo.

– Tengo que acercarme más.

Me cogió por el brazo.

– ¡No seas estúpido!

Me libré de él y me abrí paso a empujones entre la multitud hasta llegar a primera fila. El jainista estaba atado con las manos a la espalda, mirando hacia el cielo como si buscara en las constelaciones algo que hubiera perdido. Su trance se rompió y se retorcía con inquietud.

Dos de los hombres y la única mujer suplicaron -y así se les concedió- que se apiadasen de ellos y los mataran como a cristianos. Un verdugo encapuchado les rodeó el cuello con un collarín de hierro oxidado que luego estrechó con un torno. Agitaban piernas y brazos en busca de aire, y los ojos parecían a punto de salírseles de las órbitas, pero todo acabó en menos de un minuto para cada uno de ellos. Quedaban colgando inertes entre las ataduras como si hubiesen caído en una red.

La multitud ovacionaba el final de cada ejecución, pero los prisioneros nos mantuvimos en silencio.

Phanishwar y el cristiano tomasita se negaron a convertirse al catolicismo, por lo que se prendió fuego a sus troncos.

«Si estás presente en nuestro mundo, haz que todo esto pare», le recé al Señor, pero las llamas pronto llegaron a los pantalones de Phanishwar. Enseguida se vio envuelto por una nube de humo. Se puso a aullar angustiosamente, tirando de las cuerdas, con el rostro deformado. Entonces supo que estaba a punto de morir de forma agónica.

– ¡Parsva, ayúdame! -gritaba.

El terrible olor de la piel carbonizada empezaba a llegar hasta nosotros. Dos prisioneros que tenía frente a mí cayeron de rodillas, rezando en voz alta, pidiéndole misericordia a Jesucristo. Otros empezaron a vomitar.

– ¡Socorro! -volvió a gritar. Tensaba los brazos para intentar extenderlos hacia mí.

Levanté una mano por encima de mi cabeza y la cerré formando un puño, pero no había tiempo para pensar en lo que quería decirle. De un modo estúpido, quizá, grité:

– ¡No te traicioné jamás! Y veo lo que te están haciendo. -No podía soportar la idea de que abandonara este mundo creyendo que yo era un traidor.

Y de todos modos, ¿de qué podía servirle mi lealtad en esos momentos? ¿Cómo podía serle de ayuda a alguien en mi papel de testigo?

Debieron tratar su ropa con aceite; Phanishwar se encendió como una antorcha antes de que yo pudiera gritar nada más.

Me obligué a mirar cómo su rostro crepitaba y se ennegrecía, y sentí que la ruin destrucción de ese hombre bueno era la clave de ese mundo en el que yo había nacido.

Un ser humano se funde mucho más rápido de lo que parece. Y arde de forma salvaje. El hedor es insoportable. Así es como debe de oler el infierno.

No dije nada más hasta que se hubo convertido en un amasijo de carne y huesos carbonizados.

– No pueden matar a Parsva -susurré entonces, hablándole a mi propia desesperación.

Y añadí: «Si vuelves a nacer como asesino, ven a mí y te ayudaré».


Me negué a marcharme cuando llamaron a los prisioneros. Estaba sumido en el terror y la pena, y quería quedarme donde estaba a modo de protesta, pero mi escolta se me llevó a rastras tras abofetearme, tan fuerte que temí que me hubiera roto la mandíbula de nuevo. Él y dos hombres más me llevaron a mi celda, donde lloré hasta que caí en la clemente oscuridad del sueño. Al amanecer, cuando me desperté, todo me pareció un sueño hasta que recogí mi ropa del suelo y noté el olor del humo de la carne ennegrecida de Phanishwar.


Se añadieron dos años a mi sentencia por mi arrebato durante el auto de fe. El Gran Inquisidor me informó de ello personalmente tras un sermón furioso sobre mi escandaloso comportamiento. Luego su voz se suavizó.

– Ya he olvidado que hubiera un hechicero jainista entre nosotros, y tú deberías hacer lo mismo -me dijo-. Ahora piensa sólo en Jesucristo y en el sacrificio que Él hizo por ti.

Me dio un documento que describía mis obligaciones religiosas durante los seis años siguientes: confesarme una vez al mes, ir a misa cada domingo, cinco padrenuestros y cinco avemarías cada día y no relacionarme con herejes. Una vez más, me ordenó que no revelara a nadie nada de lo que había visto u oído durante el tiempo en el que fui prisionero del Santo Oficio. Haberlo desobedecido ha sido mi único triunfo en esta vida, me parece.

Mientras volvía penosamente a mi celda por última vez, el consejo del Gran Inquisidor sobre no olvidar el sacrificio de Jesucristo me devolvió la mente a la noche anterior y entonces me pareció entenderlo todo. Fue como un relámpago atravesando la oscuridad total para aclarar mi mente: esos curas ataron a Phanishwar a una estaca y le pegaron fuego porque no creían realmente que Jesús tuviera la fuerza de voluntad necesaria para dejarse matar por Sus creencias. Necesitaban ver a alguien que representara los últimos momentos de su Salvador para ellos, ver que un hombre es capaz de soportar una agonía así. Nos convirtieron en testigos de su espectáculo porque no podían admitir que cualquier otra persona podría tener una fe mayor que la suya. Tenían que matar a Jesucristo de nuevo cada año para llenar el vacío de sus almas.

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