23

Cuando recuerdo el dulce rostro de Ana envuelto de forma protectora por el pañuelo de seda de Sofía, aún ahora veo cómo retrocedí y me refugié en un lugar de sombras y murmullos.

«Wadi probablemente revisó los objetos personales de Sofía después de encontrar su cuerpo y le dio a Ana lo que pensó que podría gustarle -pensé-. O quizás el muy estúpido realmente intentaba convertirla en mi hermana.»

Esa mañana conseguí comer, pero mantuve un silencio digno de un cadáver. No recuerdo bien el orden de los acontecimientos que tuvieron lugar ni ese día ni el siguiente.

¿Podría ser que los sentimientos más importantes estén tan lejos de la superficie de la vida diaria hasta el punto de que el tiempo no les afecte? Al fin y al cabo, podemos amar a alguien con el mismo fervor tras veinte años de ausencia. Y lo mismo respecto al odio.

Ese reino atemporal era donde yo vivía entonces, y en ese lugar oscuro todo era confuso: el interior y el exterior, el pasado y el presente, incluso el bien y el mal. Aunque estoy dispuesto a admitir que podría ser sólo una excusa que justificaría la sangre con la que estaba a punto de mancharme las manos…


Probablemente fue justo después de la misa cuando me acerqué al padre Antonio, aunque bien podría haber sido más tarde. Durante las semanas anteriores no había querido hacerle demasiadas preguntas al cura para no arriesgarme a que sonaran las campanas de alarma dentro de su cabeza, pero había llegado un punto en el que me parecía que valía la pena incluso arriesgarme a que me descubrieran. El cura siempre había actuado como confidente de la tía María dentro de la Iglesia, y si alguien podía actuar como testigo accidental contra ella o contra Wadi, ése tenía que ser el padre Antonio.

Conseguí arrinconarlo en la entrada de la catedral. Eso sí que lo recuerdo. Me acuerdo de la intensa luz de las puertas abiertas que se colaba entre las piernas del párroco. Y el brillo ornamentado del copón plateado, el cáliz que contenía el Santísimo Sacramento, en sus manos. Le pedí que me acompañara a la oscuridad de una de las capillas laterales.

– Perdóneme, padre -empecé a decirle-, pero hay algo que me tiene muy preocupado. Mi tía dice que para ayudar a que mi padre encontrara a Cristo cuando era prisionero del Santo Oficio le dio un manuscrito redactado por mi bisabuelo. ¿Lo recuerda?

– Recuerdo un manuscrito caligrafiado que me dio Francisco Javier. ¿Te refieres a ése?

– Podría ser. ¿Qué le dijo mi primo al respecto?

– Dijo que el texto incluía un registro de la conversión de tu bisabuelo al cristianismo.

– Sí, ése es -dije con una sonrisa. Para dar consistencia a mi error de suposición acerca de mi tía, añadí-: Mi tía debió de enviárselo a través de Francisco Javier.

Esperé varios segundos a que el cura se mostrara en desacuerdo con mi afirmación, pero se limitó a asentir y dijo:

– ¿Qué quieres saber sobre eso, Tiago?

El cura estaba tan seguro de que los tres habían obrado bien que ni siquiera sospechó que acababa de testificar contra sus compañeros de conspiración.

– Es un manuscrito muy peligroso -respondí-, porque dice cosas horribles acerca de los cristianos de Portugal y las cosas que les hicieron a los judíos conversos. Me preocupa que pueda caer en manos de alguien joven y crédulo, como yo era antes… Sabe qué quiero decir, ¿verdad? No puedo quitármelo de la cabeza por las noches.

– Los inquisidores debieron quemarlo hace tiempo -me dijo mientras me daba unos golpecitos afectuosos en el brazo, como si no hubiera nada de lo que preocuparse-. Eso es lo que hacen con todos los libros heréticos.

Se dio la vuelta para marcharse.

– Sólo una cosa más, padre. Por favor, no le diga a nadie que le he preguntado acerca del manuscrito. Ni siquiera a mi tía. No querría que supiera que he estado pensando en eso. Podría dejarla preocupada, y ya tiene suficientes cosas en la cabeza en estos momentos.

– Por supuesto, Tiago. Ahora, si me perdonas, debo irme.


El resto de ese día se ha perdido para mí. Debí de ir a uno de los barrios indios; recuerdo que hablé en konkaní, ya que el portugués sólo conseguía agravar mi dolor de cabeza. Lo más probable es que vagara sin rumbo fijo. No recuerdo nada más hasta que una puesta de sol ardiente se extendió por el oeste. Cuando vi que el sol estaba a punto de hundirse tras el horizonte, saqué el veneno de la cruz. Me puse el botellín en la boca y lo mantuve allí mientras volvía a casa andando. Sentir la muerte en la lengua fue un gran alivio para mí: hizo que me sintiera libre de continuar hasta el final.


Fui a ver a Gonzalo al día siguiente después del trabajo. Le dije que estaba preocupado por Ana, ya que era muy infeliz con Wadi. Le sugerí que quizá podría recuperarla si hacía exactamente lo que yo le decía. En cierto momento me sorprendió cuando me preguntó si acaso yo odiaba a mi viejo amigo. Seguramente el chico necesitaba simplemente un motivo que lo ayudara a comprender por qué yo me esforzaba en deshacer el matrimonio de mi primo, por lo que le dije que después de todos esos años de amistad Wadi me había obligado a trabajar como un esclavo para el viejo tonto incompetente que gestionaba su almacén. También le dije que había oído que no me ascendería tal como me había prometido. Gonzalo aceptó esas razones como motivos sólidos que justificaban mi conducta y cuando le conté mi plan enseguida se mostró dispuesto.


Los días siguientes estuvieron repletos de momentos tempestuosos entre Wadi y Ana, en parte porque mi primo se emborrachaba con feni cada noche después de cenar. Ella a veces gritaba en mitad de la noche y rogaba a Dios que la ayudara para que yo supiera que le estaba pegando. Supuse que Wadi empezaba a entender que con Ana no le iría mejor que con Sofía. O quizá simplemente se había dado cuenta de que Ana no era mi hermana y que jamás lo sería.

Una noche, la joven esposa entró en mi habitación buscando mi protección. Me dijo que Wadi estaba bebiendo en el jardín.

– ¿Te pega? -pregunté enseguida, fingiendo temer por su seguridad.

Ella se arrodilló junto a mí y me mostró las magulladuras que tenía en los brazos.

– Sí, pero no es eso. Lo que ocurre es que desea tanto tener un hijo que intenta forzarme. Y cuando me resisto…

Esa confesión me sorprendió.

– Yo… no sé qué decir -tartamudeé-. Es obvio que está trastornado. No parece él mismo.

– Cree que si quedo embarazada nuestro matrimonio ya no podrá ser anulado. Por eso cada noche me fuerza. -Las lágrimas corrieron por sus mejillas-. Sé que es mi deber, Ti. Sé que debería desearlo. Pero no puedo… Parece como si no fuera capaz de pensar o sentir lo que se espera de mí.

– Ana, puede que tenga la solución, una manera de apaciguar tanto a Wadi como a tu padre.

– ¡Haré lo que sea! -dijo con fervor-. No puedo continuar más tiempo de este modo. No esperaba que el matrimonio… fuera así. A veces no parece tan distinto de mi padre.

Empezó a sollozar. La abracé hasta que fue capaz de sonreír mientras le secaba las lágrimas con los pulgares.

– He hablado con Gonzalo y está dispuesto a hablar con tu padre para que te perdone -le dije con amabilidad-. Si el chico lo consigue, seguro que todo mejorará entre tú y Wadi. Cuando tu padre acepte el matrimonio, tu marido ya no sentirá esa urgencia por tener hijos. La relación se calmará entre vosotros.

El bello rostro de Ana se iluminó.

– No he conocido jamás a alguien como tú. Eres tal como me dijo Wadi.

– Sólo hay un pequeño problema… Gonzalo quiere que hables con él; en secreto, por supuesto. No debes decírselo a nadie. Por encima de todo, no debes decírselo a Wadi o todo estará perdido. No puedes contarle nada, aunque te pegue. Ana, ¿podrás ser tan fuerte?

– Sí, podré hacerlo -dijo con un brillo en los ojos.

– Mientras tanto, intentaré hablar con Wadi para calmarlo.

– ¡No sé cómo podré devolverte todo lo que haces por mí! Te portas tan bien conmigo…

– Gracias, pero escúchame bien, Ana: Gonzalo quiere que le pidas disculpas, y que seas tú misma quien se lo pida. Y debo decir que creo que tiene razón al solicitar eso.

– Comprendo. ¿Cuándo quiere verme?

– Dame unos días para que pueda prepararlo todo. Y otra cosa: debo advertirte que Gonzalo aún te ama. Pero no quiere verte sufrir, incluso si eso significa tener que renunciar a ti.

– Siempre ha sido un buen amigo -me besó en la mejilla-. Como tú, Tigre.


Me vestí y bajé a ver a Wadi.

– Será mejor que tengas cuidado con Ana -le dije-. Me he topado con su padre y me ha dicho que fue a verlo el otro día. Le rogó que le pidiera a Gonzalo que la perdonara. El Senhor Dias la echó de casa. Fue muy duro con ella. Por tanto, debe estar sufriendo mucho ahora.

– ¿Le pidió a su padre que le diera un mensaje a Gonzalo?

– Sólo para decirle que se arrepentía tremendamente de haberlo traicionado. Al menos, eso es lo que me contó su padre, aunque no me fío de él, por supuesto. Piensa en ello, quizá ni siquiera fue a verlo. Puede que esté mintiendo. Aun así, si la tratas con demasiada dureza podrías perderla. El sufrimiento convierte a las chicas en volubles, Wadi. No son como los hombres, no son como tú y como yo.

Wadi se quedó pensativo, y esa noche no oí ni gritos ni sollozos procedentes de su dormitorio.


Le cogí el pañuelo opalino a Ana, lo encontré en su arcón a la mañana siguiente y confirmé que había sido de mi hermana: el loto micrográfico estaba descolorido pero aún era visible. Fui inmediatamente a casa de Sara y se lo di. También le revelé algo más sobre mis planes cuando me preguntó. Ella se lo pasó a Gonzalo esa misma noche, y le explicó que Ana quería que lo tuviese él como prueba de su arrepentimiento por haberle hecho tanto daño. Sara le dijo al chico que debería llevar puesto el pañuelo a modo de corbata en la misa siguiente como símbolo de que no había cambiado de opinión respecto a su deseo de hablar con Ana. A partir de lo que yo le dije, Gonzalo había interpretado que si se reunía con la chica sería para hablar sobre las posibilidades de reconciliación.

El domingo le dije a Ana que no viniera a la catedral con nosotros, que esperara en casa y fingiera tener algo de fiebre. Le expliqué que aún tenía que arreglar un detalle con Gonzalo; en realidad no quería arriesgarme a que tuviera lugar una escena en público que pudiese poner en peligro la última fase de mi plan.

Fue muy sencillo señalar a Gonzalo ante mi tía antes de la misa y sugerir que había visto su corbata antes en algún lugar. Ella se encargó del resto.

– ¡Lo mataré! -me gruñó Wadi después de que su madre se lo hubiera llevado aparte para contárselo. Se volvió furioso hacia Gonzalo, pero yo me interpuse en su camino.

– No llegues a ninguna conclusión -susurré-. Es una tela muy común. Incluso mi hermana tenía un pañuelo muy parecido, aunque con un fleco oscuro, si mal no recuerdo.

Dije eso, por supuesto, para darle una coartada a Wadi.

– Creo que lo recuerdo, sí -dijo, demostrando sus dotes como actor.

Desvié la mirada enseguida para ocultar el asco que sentí. Aún hoy me sorprende que mi primo no estuviera avergonzado por haberle dado a Ana algo que Sofía quería tanto. Quizá, como muchos otros hombres, le restaba importancia a ese tipo de recuerdos.

En cualquier caso, Wadi salió corriendo hacia casa. Yo lo seguí de cerca. Subió las escaleras de dos en dos hasta su dormitorio y abrió la puerta de golpe. Ana estaba allí sentada, cosiendo el dobladillo de uno de sus vestidos.

– ¿Dónde lo tienes? -preguntó él.

– ¿Dónde tengo qué?

En ese momento llegué a la puerta. Ana tenía las manos extendidas delante de la cara, sin duda temía que él la pegara.

– El pañuelo que te regalé. El blanco.

– Al parecer lo he perdido.

– ¿Perdido? ¿Dónde? -río él con desdén.

– Si lo supiera, Francisco Javier, ya lo habría encontrado.

– ¡Zorra! -gritó a la vez que le asestaba un bofetón, pero ella se acurrucó de repente, por lo que la golpeó en el hombro. Cayó de la silla y se golpeó la cabeza con fuerza contra la pared.

– ¡Ya basta! -grité mientras cogía a Wadi.

– Te he sido fiel, Francisco -gimió Ana desde el suelo.

– ¡Zorra mentirosa!

Lo cogí por un brazo.

– ¡Cállate! -le dije-. ¿No ves que debe ser un malentendido?

– ¡Apártate de mí! -gritó a la vez que me daba un empujón.

Se plantó delante de Ana, que no paraba de sollozar, y desenvainó el cuchillo. Se agachó junto a ella y se lo puso en la garganta. Ella contenía la respiración, temblando. Yo no me atrevía a moverme.

Ana cerró los ojos, rezó por su vida.

«Eso es: éste es el regalo que le daré a mi hermana, pensé.»

Unos segundos más tarde, Wadi me sorprendió. El cuchillo le cayó al suelo. Se puso de pie con la cabeza gacha y se volvió para mirarme con desespero. Debió de oler que el aire empezaba a arder a su alrededor; no tardó en quedar tendido de espaldas, retorciéndose y echando espuma por la boca.


Wadi quedó demasiado débil para enfrentarse a su mujer durante ese día y antes de meterse en la cama lo convencí para que no hiciera nada más.

– Deja que investigue cómo lo hizo Gonzalo para conseguir el pañuelo -le dije-. Si dejas que tus celos crezcan a partir de eso, si actúas impulsivamente ahora, tu matrimonio acabará antes de que haya empezado -añadí.

– Hazlo rápido -me espetó como respuesta. Su ira empezaba a bullir otra vez.

Exhausto a causa del ataque que había sufrido, no tardó en quedarse dormido. Fui a ver a Sara para asegurarme de que estaría en casa al día siguiente y de que podría recibir a Ana. De vuelta en casa, le pedí a la chica que bajara al jardín, donde mi tía no pudiera oírnos. Le pregunté si aún tenía la llave de la casa en la que solían encontrarse con Wadi.

Ana asintió, demasiado asustada para articular una sola palabra de respuesta.

– Bien. Entonces, mañana por la tarde debes ir allí. Gonzalo te estará esperando cerca de allí. Llamará dos veces a la puerta, y luego una vez más.

– ¿A qué hora?

– Primero, debes ir a casa de mi amiga Sara a mediodía. Te ha invitado a comer con ella. No quiero que estés aquí si Wadi viene a dormir la siesta. Es muy observador y podría llegar a percibir tu secreto en tu mirada. Cuando suenen las campanas de la hora nona ya debes haber llegado a la ciudad, en la casa donde os encontrabais, por lo que deberás partir temprano. Tendrás una hora para hablar con Gonzalo. Me aseguraré de que Wadi vuelve al trabajo si se le ocurre venir a casa. Vuelve enseguida después de encontrarte con él. Y no le digas a nadie dónde has estado ni lo que has visto.

Ana me cogió las manos y se las llevó a los labios.

– Si Wadi te ve, los dos tendremos problemas -le advertí-. No estoy seguro de que siga confiando en mí.


Más tarde, esa misma noche, después de dibujarle un mapa a Gonzalo, salí de la casa a escondidas y, con la ayuda de la llave que el joven me había dado, entré en su finca. Su habitación estaba en el piso de arriba, en la parte trasera de la casa solariega, y lanzando piedrecitas contra sus postigos conseguí despertarlo. Bajó a toda prisa sin ni siquiera calzarse.

– Ana vendrá a verte mañana por la tarde cuando suene la hora nona en la casa donde siempre se encontraban con Francisco Javier. -Le di el mapa que había dibujado para él, con la ubicación marcada con un círculo-. Debes estar allí a esa hora. Tendrás una hora para hablar con ella. Después de eso, ella debe volver a su casa para que Wadi no sospeche nada. Debes asegurarte de que…

– Pero ¿qué pasa si no está allí?

– Estará. Tú ve a la puerta y llama dos veces, y después una vez más.

– Si esto funciona, te lo deberé todo -dijo mientras me agarraba la mano.

– Si esto funciona, no me deberás nada. -Le hice una leve reverencia-. El regalo está siempre en la buena obra. -Por si acaso, añadí una cita de san Lucas 6: 36-: «Prestad, no esperando de ello nada; y será vuestro galardón grande».


Apenas pude dormir esa noche. Todo lo que había ocurrido en mi vida seguía tambaleándose dentro de mi cabeza. En ningún momento pensé en la seguridad de Gonzalo, ni siquiera en la de Ana.

Pensé en un océano convertido en cristal, y en un sol abrasador reflejado en la superficie. Por la mañana, me fui a trabajar antes de que los demás se levantaran. No quería tener que hablar con nadie.

Cuando llegamos a casa para dormir la siesta, le di a Wadi un gran vaso de feni.

– Te ayudará a dormir -le dije.

Una hora más tarde, cuando lo desperté, aún seguía algo borracho. Lo ayudé a lavarse la cara y le dije que acababa de hablar con un amigo de Gonzalo.

– ¿Cuándo?

– Mientras dormías. Gonzalo quiere que vayas a verlo a la casa en la que os encontrabais con Ana.

– ¿Hoy?

– Sí, unos minutos después de la hora nona. No vayas antes.

– ¿Y qué quiere?

– No estoy seguro. Al parecer interpretó el hecho de que Ana le regalara el pañuelo como algo alentador, aunque no pienso que ella se lo diera con esa intención. Él sólo te contará lo que quiere cuando lo veas. Pero escucha: habrá alguien vigilándote y, si vas antes, él no acudirá. Y tienes que ir solo -añadí con dramatismo-, que es lo que… lo que me preocupa, podría ser una trampa.

– ¿Una trampa?

– No me fío de él. Llévate el cuchillo. Puede que haga alguna locura para intentar vengar el honor de Ana. Puede que crea que si te mata, no lo castigarán. Al fin y al cabo, su padre es rico y poderoso. O sea, que si lo ves acompañado, aunque sólo sea por una persona, sal de ahí tan rápido como puedas. Yo estaré esperando por ahí cerca para ayudarte. No dejaré que me vea nadie. Wadi, escucha… -Lo cogí por el hombro con fuerza-. Incluso si lo ves solo, puede que intente atacarte cuando menos te lo esperes, por lo que debes ir con cuidado; aunque estoy seguro de que en cualquier pelea limpia serías el vencedor.


Mientras esperábamos a que sonara la hora nona, Wadi caminaba impaciente de un lado para otro. No quiso beber más feni, pero yo tampoco lo creí necesario; ya se había convertido en un halcón preparado para caer sobre su presa.

Cuando doblaron las campanas de la catedral, salimos de casa. Le recordé a mi primo que alguien lo estaría vigilando y que yo debía permanecer escondido para poder ayudarlo, e insistí en tomar un camino distinto por la ciudad. Escondí una bolsa asida a un cordel con las pulseras de Nupi y algunos recuerdos bajo mi capa porque sabía que, después de eso, no podría quedarme en Goa, fuera cual fuese el desenlace. Fui corriendo hasta allí como si me llevara el viento. Me sentí como un dios, muy por encima de todo lo que me rodeaba.

Cuando llegué a la casa, todo estaba en silencio. Ana y Gonzalo ya debían de estar dentro. Probablemente estaban discutiendo en voz baja; Ana debía de afirmar que no tenía ninguna intención de anular su matrimonio, Gonzalo negaría lo que yo le había prometido a ella: que accedería a pedirle a su padre que la perdonara. Aunque quizá los dos se habrían dado cuenta de que podían sacar algo de provecho de una alianza secreta y discutían con cautela sobre la mejor manera de proceder. Incluso era posible, supongo, que la chica se diera cuenta de que ya no estaba enamorada de Wadi. Una cosa era encontrarse a escondidas con un hombre para hacer el amor, y otra muy distinta era compartir la vida con él y ser desheredada por ello.

¿Vieron mi mano escribiendo su destino? Desde mi escondite, pude oír las palabras de decepción de Ana: «Y pese a todo, Tiago parecía tan buen amigo…».

Wadi llegó a toda prisa con cara de pocos amigos. Llamó dos veces a la puerta, luego varias veces más. Finalmente se abrió. Desde mi posición, no pude ver quién estaba en la puerta, pero cuando extendió la mano para agarrar un brazo acerté a ver el perfil de Ana por un instante. Temí que la arrastrara hacia fuera, pero en lugar de eso la empujó hacia dentro.

¿Preguntó Gonzalo quién era desde el piso de arriba? ¿Vio Wadi la cara de Gonzalo -iluminada por el miedo, quizás- en lo alto de las escaleras?

Cuando me acerqué a la puerta oí gritos. Luego, un chillido de Ana. Más tarde, silencio.

Mi mente parecía flotar por encima de mi cuerpo. No tengo ni idea del tiempo que pasé allí, luchando contra el vahído que sentía. Llamé a la puerta débilmente; después grité el nombre de Wadi una vez, luego otra, más alto. Oí pasos, lentos y pesados, que venían hacia mí.

Cuando me abrió la puerta llevaba el cuchillo en una mano y el pañuelo de mi hermana en la otra. Estaba empapado de sangre, como si se hubiera bañado en ella. Incluso tenía un hilillo de sangre sobre los labios. Tenía la mirada perdida. Parecía un ciego.

– La he matado -dijo sin inmutarse.

– ¡No te muevas! -le dije.

Lo empujé hacia dentro y cerré la puerta detrás de nosotros. En el piso de arriba, de forma milagrosa, Gonzalo seguía con vida. El chico se arrastraba hacia la ventana. Me agaché a su lado. Le había rajado el cuello de oreja a oreja. El líquido que lo mantenía con vida se estaba derramando, oscuro y caliente, sobre el suelo de madera. No podía hablar, aunque debía de querer decir muchas cosas sobre una vida que ya no podría vivir. El único sonido que conseguía emitir era el de su asfixia. Creo que intentaba decir mi nombre.

Tal como Wadi había dicho, Ana estaba muerta. Yacía boca arriba, con un brazo detrás de la espalda, el vestido empapado por la sangre que había brotado de las violentas puñaladas que le había asestado en el cuello y el pecho, la cabeza torcida en un ángulo imposible, la mirada perdida. Llevaba una bota en la mano. Debía haberse agarrado a la pierna de Wadi con todas sus fuerzas, debía haber intentado con desesperación apartarlo de Gonzalo.

– Voy a buscar ayuda -le dije al chico, aunque sabía que era demasiado tarde.

Wadi aún estaba al pie de la escalera. Entonces me di cuenta de que llevaba el pie derecho descalzo. Levantó la mirada hacia mí, desconcertado, como si ni siquiera pudiera comprender cómo había llegado hasta allí.

– Ana aún tiene tu bota -le dije-. Sube y cógesela.

Ya en el piso de arriba, se dio cuenta de que no tenía el coraje necesario para arrancársela de las manos de la muerta.

– ¿Por qué tuvo que traicionarme? -gimió con la cabeza entre las manos-. Yo la amaba.

Se dejó caer sobre mí, pero lo aparté con un empujón.

– Soy yo -le dije mientras lo sacudía cogiéndole por los hombros.

– ¿Qué quieres decir?

– Ana no te estaba traicionando. Fui yo quien lo hizo. Yo robé el pañuelo porque era de mi hermana. Y se lo di a Gonzalo. Ana sólo vino a tratar de convencerlo para que le pidiera a su padre que la perdonara…, para aceptarte a ti como esposo. Te quería. Como también te quería Sofía. Incluso yo te quería…, pero de eso hace mucho tiempo. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿De lo que siempre has hecho?

Me miró con angustia.

– Pero… pero tenía que proteger mi honor.

– ¿O sea, que crees que hay algún honor en el asesinato? -dije con tono de burla.

No esperé a recibir respuesta ni le ofrecí más explicaciones; era lo suficientemente inteligente para descubrir la forma exacta y el alcance de la conspiración que yo había tejido contra él. Lo empujé hacia un lado y salí a toda prisa de la casa, y mientras andaba me limpié la sangre con la suciedad acumulada en la calle. Cerca de allí había un deshollinador indio con la cara negra por el hollín.

– ¡Ayuda! -le grité-. Francisco Javier Zarco ha asesinado a Ana Dias, y el chico con el que iba a casarse está agonizando.

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