16

En sus cartas, Tejal me contaba sobre todo novedades relativas a sus estudios, aunque la segunda expresaba sus temores acerca de mi silencio.

Aún no me atrevía a contarle nuestros problemas. Habían pasado dos semanas terribles; ni siquiera teníamos la certeza de que papá aún siguiera con vida.

Entonces llegó otra carta de Tejal, esta vez la envió a casa de mi tío.

«¿Por qué ya no me mandas cartas? ¿Es que Sofía aún está enferma y has ido a Goa a buscar un médico portugués? Por favor, escríbeme y manda la carta a Benali, pronto tendré que ir allí.»

A la mañana siguiente salí corriendo muy temprano, con el oscuro frío previo al amanecer, con la esperanza de que no me seguiría nadie si cogía una ruta que me llevara hacia las puertas del sur de la ciudad y de vuelta. Recé por estar haciendo lo que debía. Una monja pequeñita, de rostro aceitunado, respondió cuando llamé a la puerta del convento. Cuando le expliqué que Tejal era mi hermana, sonrió, y con ello se le arrugó la piel alrededor de los ojos, lo que le daba un aire simpático.

– ¡Es una chica adorable! -me dijo con las manos juntas para expresar su alegría.

Me condujo hasta una capilla minúscula con un fresco de un ángel alado y una joven en el techo y salió a toda prisa. Unos minutos más tarde, Tejal apareció por la puerta con el pelo recogido por una cinta. Su rostro -iluminado por la sorpresa- parecía más fino y más adulto de lo que yo recordaba. Por la manera con la que me abrazó supe que se había enterado de lo de mi padre, pero tan pronto como la monja nos separó, Tejal dijo:

– Ti, sea lo que sea lo que hice mal, lo siento. Perdóname o mi vida quedará arruinada -me lo dijo en konkaní para que no pudieran entendernos.

Su uso de la palabra «arruinada» me hizo comprender por primera vez hasta qué punto había comprometido su futuro al acostarme con ella.

– No hiciste nada malo. Fue culpa mía…, sólo mía. La Inquisición ha encarcelado a mi padre. No sabía qué decirte para no preocuparte y no ponerte en peligro.

– Pero ¿qué ha hecho?

– No lo sabemos. Mi tío Isaac cree que alguien debe de haberlo acusado de blasfemia.

– ¿Te han permitido verlo en el Orlem Gor? ¿Se encuentra bien?

«Orlem Gor» significaba «casa solariega», y es como la gente del lugar solía llamar al Palacio de la Inquisición. La monja debió de entender la palabra, porque se acercó a Tejal y le pegó tan fuerte en el brazo que no pudo evitar soltar un aullido.

– ¡No quiero que habléis más en esa lengua pagana! -nos advirtió.

Por un momento, aturdido, me limité a mirarla. Luego le dije en un tono de advertencia:

– Le agradecería que se ocupara de sus asuntos -me miró desafiante, pero añadí-: Y no vuelva a pegar a mi hermana.

La monja salió corriendo de la habitación, sin duda a buscar ayuda.

– Papá estaba bien cuando mi tío lo vio -me apresuré a agregar, sabiendo que no nos quedaba mucho tiempo-, pero no hemos sabido nada de él desde hace semanas. Escúchame bien…, puede que te haya creado problemas viniendo hasta aquí, porque puede que me estén vigilando. Yo no he visto a nadie, pero la tía María está convencida de ello. Lo siento.

– No lo sientas… Estoy contenta de que hayas venido. Tenía miedo de que… de que me odiaras por lo que hicimos.

Levantó una mano para acariciarme la mejilla, pero luego pensó que sería mejor no demostrar sus sentimientos dentro de la capilla. Le besé la palma de la mano, deseoso de tranquilizarla.

– Cuando me haya ido, debes decirle a las monjas que no me dejen entrar más -le dije-. Tienen que creer que no quieres saber nada de mí. Diles que no confías en mí. Es muy importante, Tejal.

– No tendrá ninguna importancia. Pronto me marcharé de aquí de todos modos.

– Me escribiste diciendo que te marchabas a Benali. ¿Ha ocurrido algo?

– Estoy embarazada.

Le miré la barriga, pero no aprecié ninguna diferencia. Ella me pellizcó la nariz de forma juguetona.

– El bebé aún no se ve, pero ya llevo dos faltas del ciclo lunar.

Mientras nos abrazábamos, pensaba, Tejal y nuestro bebé me esperarían al final de ese largo y lento camino. Todo eso me aterrorizaba, no obstante, y deseé con todas mis fuerzas que hubiéramos esperado antes de crear una nueva vida.

Una monja corpulenta con cara de pocos amigos entró en la sala y empezó a chillarme.

– Me voy -le dije, levantando las manos. A Tejal, le conté que me escribiera a casa de mi tío tan pronto como llegara a casa-. Y si ves a Nupi, ten cuidado con lo que le cuentas. Sabe lo de papá, pero tampoco quiero que se preocupe demasiado.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Nos casaremos tan pronto como podamos volver a estar juntos -le prometí, consciente de su mayor temor.

Ella sólo pudo asentir ante mis palabras.

En el momento en el que salí por la puerta me di cuenta de que debería haberle puesto algo en las manos para sellar mi promesa, podría haber sido incluso una moneda de cobre que podría haber llevado alrededor del cuello, pero para entonces las monjas ya habían cerrado la puerta con llave a mis espaldas.


Esa misma mañana, más tarde, mientras montaba guardia delante del Palacio de la Inquisición, me di cuenta de lo fácil que resultaba ser víctima del odio fanático que imperaba en Goa.

Justo después de que las campanas de la catedral tocaran las seis vi al Senhor Saravia, el anciano cristiano nuevo, el fabricante a quien le comprábamos las velas, que atravesaba cojeando la calle como si se encontrara en una misión vital. Lo llamé a gritos y, aunque debió oírme, no se volvió ni me saludó, algo extraño en él. Continuó caminando por la plaza y llamó a las puertas del Palacio, donde un cura le hizo entrar.

La curiosidad pudo más que yo, por lo que me dirigí hacia su pequeña tienda que, como muchas otras en Goa, estaba abierta por delante. Su enjuta esposa estaba tras el mostrador, envolviendo velas de cera de abeja para el único cliente que tenía allí, una joven entrada en carnes, con la cara redonda, que llevaba un vestido marrón muy humilde. Las dos mujeres hablaban amistosamente. No quise interrumpir, por lo que saludé rápidamente a la Senhora Saravia y volví a toda prisa hacia la plaza.

Dos alguaciles con las espadas desenvainadas doblaron la esquina de repente y vinieron hacia mí. Detrás de ellos iba un cura bajito y delgado que llevaba un crucifijo, y unos pasos por detrás iba el Senhor Saravia, que intentaba no quedarse atrás pese a su cojera.

El corazón empezó a latirme muy fuerte; creí que venían a por mí. En lugar de eso, cuando ya no me atrevía ni a respirar, pasaron de largo y continuaron en dirección a la tienda de velas.

Me sentí muy aliviado, incluso me reí de la ridiculez de mi propio temor. Pero tan pronto como los alguaciles entraron en la tienda, oí que la clienta empezaba a suplicar a gritos.

– ¡No he hecho nada malo! No lo entiendo. Por favor, no me hagan esto.

Los alguaciles me hicieron temer por mi propia seguridad, pero volví atrás hacia la tienda y me coloqué de manera que pudiera ver lo que ocurría en el interior desde una distancia prudente. La joven estaba de rodillas. Levantaba las manos en señal de súplica hacia el alguacil jefe, empezó a hablar, pero su voz era tan débil que sólo pude entender algunas palabras vacilantes.

– Sólo estaba comprando velas. No hay… no hay nada malo en ello, ¿verdad?

– ¡Levántese Senhora Barbosa! -ordenó el alguacil, pero la pobre mujer bajó la cabeza y empezó a rezar.

El viejo candelero, que debía haber salido hacia el Palacio de la Inquisición al ver entrar a la Senhora Barbosa en su tienda, la señalaba enfurecido. Por desgracia no pude oír casi nada de lo que le dijo. Me acerqué sigilosamente hasta quedar al lado de la tienda. Ya no podía ver lo que sucedía allí dentro, pero lo oía todo.

– No podrás más que yo -le decía el Senhor Saravia muy enfadado, como conclusión de lo que yo no había podido escuchar.

– No… no lo entiendo -tartamudeaba la Senhora Barbosa. Sus palabras parecían el eco de mi propia confusión.

– No correremos el riesgo de que nos acusen de vender velas a judíos asquerosos para sus celebraciones -le espetó la Senhora Saravia, y dijo «judíos» como si la misma palabra le resultara repugnante.

– ¡Quieta ahí, mujer! -le ordenó el alguacil al mando.

No entendí por qué fue tan maleducado con ella hasta más tarde, cuando mi tío me contó que al mencionar las velas, la esposa del candelero le había dado a la Senhora Barbosa una pista del porqué de su arresto: una información que los inquisidores habrían preferido mantener en secreto.

– Enciendo las velas cada día cuando se pone el sol -explicó la Senhora Barbosa con voz temerosa-. Como todo el mundo, ¿no? ¿Quién puede vivir sin luz?

– Pero las has comprado en tres viernes sucesivos -dijo la Senhora Saravia.

– ¡Ni una palabra más! -ordenó su marido, y acto seguido se oyó un bofetón.

– No me fijo en los días en los que compro las velas. ¿Por qué tendría que hacerlo? Hago las compras en viernes porque es el día que mi hermana tiene libre y puede venir a cuidar de mi hija. Pregúntenle a mi hermana si no me creen. O vayan a ver a mi marido. Les confirmará que digo la verdad. Siempre he sido una buena cristiana.

Oí que la Senhora Barbosa gemía y el ruido de una pequeña refriega. Creo que uno de los alguaciles debió de obligarla a ponerse de pie antes de zarandearla.

– No lo hagas más complicado de lo que es, hija mía -le advirtió el cura.

– Por favor, padre -le imploró la joven-, vaya a buscar a mi marido. Trabaja en el puerto…, a menos de cinco minutos de aquí.

– Tu marido no podrá ayudarte ahora -le dijo el alguacil de más rango.

– Pero llevamos casados casi diez años. Me conoce mejor que nadie, él podrá decirles que… -soltó un grito ahogado, de repente se dio cuenta de lo que su captor había querido decir-. ¿Lo han… lo han arrestado a él también?

– Lo están llevando al Palacio en este mismo momento -respondió el cura.

– ¿Y nuestra hija? -preguntó la apenada mujer con desesperación-. ¿Qué le pasará a ella?

– Eso dependerá únicamente de si confiesas tus crímenes, hija mía.

– Vamos -gruñó el alguacil de más rango.

Al oír pasos dentro de la tienda, me marché para no levantar sospechas. Cuando me atreví a darme la vuelta, vi que la Senhora Barbosa caminaba ayudada por el cura. Estaba completamente pálida y avanzaba a trompicones por los adoquines.

Me dio tanta pena que desvié la mirada cuando pasaron por mi lado. El candelero se quedó en su portal viendo cómo los alguaciles la escoltaban. Estaba comiendo un puñado de higos secos. Unos cuantos vecinos se acercaron a mirar.

La confusión y la ira me obligaron a acercarme a él.

Senhor Saravia -dije-, ¿qué ha hecho esa pobre mujer?

– Tiago, hazme caso y no te metas en esto -contestó.

– Por favor, mi padre está preso. Y yo desconozco los métodos de la Inquisición.

El candelero me miró con severidad mientras pensaba en lo que debía hacer, y luego me hizo entrar a empujones dentro de la rebotica.

– La Senhora Barbosa compró velas en tres viernes sucesivos -me dijo.

– Pero eso no prueba que esté celebrando el sabbat.

– Lo siento, Tiago, pero es una prueba suficiente para mí -me dijo-. Y no puedo discutir estas cosas contigo. Deberías irte ya.

– Pero ¿ha estado usted alguna vez en la casa de esa mujer? ¿Le ha oído pronunciar alguna oración judía?

– No.

– ¡Entonces usted no sabe nada!

– ¡Sé que son los curas los que deben decidir si dice la verdad o no! -me espetó. Y en un tono más conciliador, añadió-: Los inquisidores han estado construyendo una acusación contra ella durante semanas. Me lo dijeron…

– ¿Durante semanas? -pregunté.

– Los curas me dijeron que la vigilara de cerca hará unos dos meses. Al parecer, hay más gente que ha testificado contra ella.

– ¿Quién?

– Eso sólo lo saben los inquisidores.

– ¿Y llegarán a decir algún día quién la acusó?

– No, tendrá que deducir sus nombres -frunció el ceño-. Aunque ahora ya sabe que nosotros estamos entre ellos. Les pedí a los alguaciles que la detuvieran más tarde, pero me dijeron que sólo esperaban un incidente más de herejía para arrestarla. -Al ver mi expresión indignada, añadió-: Tiago, me limité a contarles lo que hizo. Nadie puede decir que haya hecho nada malo. Hice lo que debía.

– Pero ahora la meterán en una celda, quizá durante unos años. Puede que incluso la torturen. ¿Cómo pudo hacerlo usted sin tener ni una sola prueba real?

– ¿Es que no entiendes nada, Tiago? Si no se lo hubiese contado enseguida, podrían haberme acusado de ser su cómplice. Podrían haberme arrestado. Podría ser yo quien estuviera en prisión ahora.

– Pero para que eso ocurriera, alguien tendría que informar a la Inquisición. ¿Quién se fijaría en los días en los que le vendía velas a la Senhora Barbosa?

– Otro cliente, un vecino… Todo el mundo se fija mucho en lo que ocurre en Goa. Todo el mundo podría ser un espía. Y todo el mundo tiene enemigos.

– ¿Enemigos?

– Imagina que un cliente no quiere pagarme sus deudas. Podría mentir diciendo que soy un mal cristiano. Podría comprar a sus amigos con unas monedas de cobre para que juraran que me oyeron hablar en hebreo ante la tumba de mi madre. Te aseguro que esas cosas pasan. -Se pasó un dedo por la garganta. Me di cuenta de que tenía una cicatriz muy fina-. Una mentira bien contada y lo siguiente de lo que te enteras es que estás a merced de los curas.

– O sea, que lo encerraron los…

– Eso fue hace muchos años, y no se me permite hablar sobre ello.

– Pero usted admite que todos los cargos contra la Senhora Barbosa podrían ser mentiras.

– Mentiras o absurdos. Pero no me corresponde a mí decidirlo. Ni a ti.

El candelero miró por detrás de mí, donde se habían reunido varios vecinos. Me miró con preocupación y me condujo hasta la salida de la tienda.

– Hay gente mirando…, debes irte -susurró.

– Pero si sabe de qué son capaces, entonces…

Me sacó de allí a empujones. Con voz furiosa, para que los otros pudieran oírlo, gritó:

– ¡Vete, Tiago! Ni tú ni tu familia pertenecéis a Goa.

Esas palabras me dejaron helado mientras volvía al Palacio de la Inquisición, ya que parecían una especie de maldición. Pero fueron los gritos desesperados de la Senhora Barbosa sobre su hija lo que me despertó esa noche; al fin y al cabo, ¿qué certeza tenía de que el bebé que crecía en el interior de Tejal no sufriría un día un destino similar?


Dos días más tarde, mi tío Isaac apareció de repente por la puerta principal casi al anochecer.

– ¡Bajad todos! -gritó-. ¡Un alguacil me ha dado una noticia fantástica!

Bajé las escaleras de tres en tres.

– Podré volver a ver a tu padre mañana por la mañana -me dijo.

Al oír el alboroto, Sofía y Wadi entraron corriendo desde el jardín. Cuando lo oyó mi hermana dio gracias a Dios, sus labios esculpieron las palabras hebreas en silencio. Vino hacia mí y nos abrazamos.

– Creo que eso significa que liberarán a Berequías muy pronto -añadió mi tío-. Deben saber que las acusaciones que pesan sobre él no tienen fundamento. Puede que quieran algún regalito a cambio de su libertad. Les daré lo que me pidan.

Wadi me agarró un brazo.

– Todo irá bien a partir de ahora, Tigre -me dijo, sonriéndome como solía hacer tiempo atrás.

Aun así, noté que una parte de mí quería apartarse de él, como si lo atisbara desde encima de una valla.

Entonces bajó mi tía, con expresión seria. Su marido empezó a explicarle con voz entusiasmada el estado de las cosas, pero ella le hizo bajar la voz como si estuviera tratando con un niño.

– Nunca ves cuando te tienden una trampa, ¿verdad? -le espetó-. Cuando hayas visto a tu hermano mañana te arrestarán a ti. Dirán que el hecho de que hayas ido a visitarlo probará que eres judío en secreto. Debería ir Ti en tu lugar, Isaac. Él no tiene nada que perder.

– Pero Berequías es mi hermano. -Esa declaración no obtuvo sino desprecio por parte de su esposa-. Sea cual sea su religión -añadió entonces mi tío con voz severa.

– No vuelvas a repetir ese tipo de cosas fuera de esta casa -ordenó mi tía, sin dejar de mirarlo. Se secó el cuello y la frente; siempre sudaba mucho cuando se enfadaba.

Mi tío me miró buscando mi apoyo, pero pude ver en su expresión desesperada y anhelante que sabía que ella había llegado a una conclusión razonable.

– La tía María tiene razón -le dije, liberándolo de la necesidad de decirlo él mismo-. Seré yo quien vaya a ver a papá mañana.

– Yo te acompañaré hasta la prisión -replicó mi tío con aire desafiante.

– Yo también -declaró Wadi.

– ¡Francisco Javier, tú te quedarás aquí con Sofía! -Obviamente, mi tía no estaba dispuesta a permitir un debate sobre el tema-. Y por lo que respecta a ti, Isaac, puedes acompañar a Tiago, pero no entres en el Santo Oficio. Tienes que prometerme que me harás caso.

Él asintió, pero mi tía insistió en que quería oírselo prometer en voz alta.

– ¡Lo juro! ¿Te basta con eso? -gritó mi tío, y miró a mi tía con desdén.

Todos nos quedamos en silencio después de eso, como si mi tía y mi tío hubieran hecho añicos algo que jamás podría repararse.


Su confesor, el padre Antonio, llamó a la puerta a la mañana siguiente. Era un hombre extremadamente delgado, tenía una sonrisa fugaz e infantil y saludó afectuosamente a toda la familia, incluso abrazó a Sofía para besarla en las mejillas. Tenía las manos y la cara blancos como el hueso; parecía como si viviera en un aislamiento forzado.

– ¿Cómo estás, Sofía? -preguntó con un tono que a mí me sonó falso, aunque no había duda de que mis prejuicios acerca de los curas influían en mis observaciones sobre él.

– Bien, padre -contestó ella con un tono algo coartado. Me pregunté cuántos sermones debía de haber sufrido en silencio para intentar convertirla al cristianismo durante las pasadas semanas.

Cuando llegó mi turno, el padre Antonio me dio la mano mucho más rato de lo que la mayoría de los hombres considerarían adecuado.

– Te has estado escondiendo de mí, Tiago Zarco -dijo con un atisbo de travesura en los ojos.

– Es muy tímido -se apresuró a añadir mi tía, por miedo a que le contara lo que pensaba acerca de lo que la Iglesia estaba haciendo en la India.

– ¿De verdad? -dijo con cierta reserva-. A mí me pareces un joven muy seguro de ti mismo.

– En absoluto -repliqué yo-. Probablemente no saldría de casa si no fuera porque mi tía me echa a codazos. -Sonreí un poco para suavizar lo que diría a continuación-: A veces me parece que insiste especialmente cuando tenemos invitados.

Mi tía me miró mal, algo muy gratificante, pero Sofía también parecía enfadada. «No se lo pongas más difícil a papá», me pareció que me advertía sin decir nada. Levanté la mano para indicarle que estaba de acuerdo, y ella se llevó el dedo índice a la oreja como solíamos hacer de pequeños, de manera que supe que me había entendido.

– Salga conmigo al jardín un momento, padre Antonio -dijo mi tío-. Tengo que discutir algo con usted antes de que se vaya.

Sentados bajo un tamarindo, mi tío le explicó al cura la delicada posición en la que nos encontrábamos, y la necesidad de que yo le sustituyera para visitar la celda de papá. Más tarde me enteraría de que también le dio cuatro anillos de oro, uno para él y los otros tres para sobornar a la gente que creyera conveniente en el momento adecuado. Puede que ésa fuera la razón por la que el padre Antonio estaba de tan buen humor cuando volvió a entrar, incluso me dio unas palmaditas en la espalda.

– Bueno, jovencito, ¡será mejor que nos marchemos! -dijo con entusiasmo, como si tuviéramos previsto un viaje al mercado de flores.

Antes de irme, fui a la cocina y cogí un pequeño recipiente lleno de pollo que había guisado la cocinera de mis tíos, porque estaba seguro de que papá debía de estar comiendo poco y mal.

Sofía me miró preocupada cuando nos íbamos. Parecía incapaz de seguir adelante en su vida sin unas palabras que le sirvieran de guía, pero me sentía tan inútil y desolado que sabía que esas palabras no podía dárselas yo.

– Dile a papá que lo quiero más que nada en el mundo -gritó.

Levantó una mano para decirme adiós, pero luego, al ver que el cura la observaba, se apresuró a recogerse un mechón de pelo tras la oreja para disimular.


– Ese pollo huele muy bien -dijo el padre Antonio en cuanto nos pusimos en camino-. Pero prefiero comer sólo huevos por la mañana. Los hiervo con sal, por supuesto, ya que sólo los hindúes la añaden después y eso está prohibido por el Santo Oficio. Aunque supongo que tú no sabes esas cosas, al vivir fuera de Goa.

– No, no tenía ni idea -respondí de forma distante-. Siento ser tan ignorante acerca de las costumbres de la Iglesia.

Respondió a mis disculpas con un gesto y sonrió. Quizá sólo estaba intentando empezar una conversación conmigo.

– ¿Dónde vives exactamente? -me preguntó.

– Cerca de la aldea de Ramnath, no muy lejos de Ponda.

Durante el camino me hizo muchas preguntas sobre la vida que llevábamos. Al principio me parecieron preguntas inocentes, pero empecé a sospechar que quería información que pudiera utilizarse en contra de nosotros cuando me preguntó si mi padre tenía buenos amigos cerca de la granja y cuál había sido el último trabajo que habíamos hecho para el sultán. Mis respuestas fueron vagas, aunque a veces contesté mintiendo descaradamente; no podía arriesgarme a ser yo quien le diera pruebas que nos pusieran en una posición más delicada aún.

Cuando llegamos a nuestro destino, nos recibió otro cura, el padre Crispiano, un castellano alto y moreno.

– Sé que te he hecho muchas preguntas -me dijo el padre Antonio antes de irse-. Pero tu familia me interesa mucho y hace pocos años que estoy en India, por lo que todo me parece nuevo. Sólo espero que podamos encontrarnos otra vez en una situación más agradable.

– Cuando mi padre quede libre iré a visitarlo y a agradecérselo.

– Espero que así sea.

Se santiguó, primero en el pecho y luego en la frente. Yo le hice una leve reverencia con la cabeza y le deseé un buen día.

Cuando entré en los dominios de la Inquisición con el padre Crispiano no cayó sobre mí ninguna sombra fría. Los muros del palacio no parecían más estériles y crueles que los de cualquier otro muro de piedra, y la constelación de llamas del sinuoso candelabro de cristal veneciano que colgaba del techo se parecía mucho a cualquier otra luz.

Quizá lo peor ya había pasado. Quizás estábamos empezando el camino de vuelta a como habían sido siempre las cosas.

Los soldados no tardaron en confiscar el estofado que le llevaba a papá. También me quitaron un cortaplumas que prometieron devolverme en cuanto saliera. La relación con todo el mundo fue formal, pero muy educada.

Confieso que no recuerdo ni una sola palabra de lo que me dijo el padre Crispiano cuando empezamos a subir las escaleras hacia la larga galería de celdas que quedaban en el piso de arriba. En lugar de escucharlo, mantuve una conversación imaginaria con mi padre en busca del tono de voz que consiguiera neutralizar tanto su miedo como el mío. Me imaginé a mí mismo contándole que sólo era cuestión de días que volviéramos a estar todos juntos. Seguramente eso sería cierto…

No tardamos en llegar a su celda. Yo estaba algo mareado, me parecía verlo todo borroso, como si estuviéramos bajo tierra.

La primera puerta de hierro se abrió para revelar una segunda puerta interior. Con un chirrido metálico, papá apareció frente a mí, -sentado en su camastro, con el torso desnudo, unos pantalones grises y el pelo muy corto. Tenía unas ojeras muy marcadas y los ojos muy hinchados, casi cerrados. Y sangre seca en la comisura de los labios y un arañazo en la piel del cuello. Debían haberlo atado con una soga.

– ¡Papá!

Estuvimos abrazados un buen rato. Me susurró palabras de cariño mientras el cura se iba y cerraba la puerta interior.

– Deja que te vea bien -dijo papá.

Me sonrió dulcemente y yo le besé en los labios. Sus ojos parecían fragmentos de cristal empañado.

Ver el sufrimiento físico de un padre puede hacer mella en los recovecos de la mente. Sentí un terror repentino al pensar que jamás volvería a parecer el de antes y que moriría agonizando.

– Me gustaría matarlos a todos por lo que te han hecho -le dije-. Dime quién te ha…

Levantó la mano para evitar que continuara.

– Eras un bebé tan precioso -dijo con entusiasmo-. Tan frágil. Me preocupaba que nunca llegases a ser adulto. Pero aquí estás. Eres un joven apuesto con toda la vida por delante. -Me tomó las manos-. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti.

La manera en que me habló -como si sus palabras tuvieran que quedar para la posteridad- convirtieron en arena las palabras que guardaba en la garganta. Me dio su jarra de agua para que pudiera beber.

– ¿Cómo está Sofía? No ha vuelto a enfermar, ¿verdad? -preguntó.

– No. Está triste y preocupada, como todos, pero está bien.

– Supongo que estáis en casa del tío Isaac.

– Sí.

Pasé la yema de los dedos por la línea inflamada que cruzaba su cuello. Hizo un gesto de dolor.

– ¿Te… te duele mucho?

La voz temerosa y dubitativa con la que hablé no era la que quería que oyese, y me enfadé conmigo mismo por no ser capaz de controlar mis sentimientos.

– No te preocupes por mí. ¿Qué le has dicho a Nupi?

– Sabe la verdad. Vino una noche a Goa y no pude mentirle.

– Debe estar muy preocupada -dijo, y cuando sonrió una de las costras que tenía en las comisuras de los labios se abrió. La sangre le cayó por la barbilla. Se la limpié con el dedo.

Él aprovechó la ocasión para besarme la mano y eso me dejó tan triste que estuve un buen rato sin poder hablar.

– Debes ser muy fuerte, Ti -me dijo al cabo de un rato.

Me hizo sonreír levantando la mano del mismo modo en que lo hacía Nupi para amenazarnos a Sofía y a mí.

– Espero que la tía María no te esté criticando demasiado -dijo-. Y que habrás tenido paciencia con ella.

– A veces nos peleamos, pero casi siempre me lo guardo para mí.

– Hijo, he estado pensando mucho en ti últimamente. A partir de ahora debes prometerme que harás lo que haga falta para encontrar tu propio camino. No te preocupes tanto por Sofía y por Wadi, ni por nadie más. Debes vivir tu vida con Tejal.

– Te haré caso, papá.

– Bien. ¿Y cómo está Tejal? ¿La has visto últimamente?

– Está bien -no le dije nada sobre nuestro hijo. Necesitaba más tiempo para hablar sobre lo que estaba pasando, y para oír los planes que tenía para que lo liberáramos.

– ¿E Isaac? -preguntó.

– Papá, todos estamos bien -dije con impaciencia-. Pero no hacemos más que pensar en ti. ¿Tú estás bien?

– Por supuesto que sí. Lo peor de todo es el aburrimiento. Cuatro paredes y unos mosquitos no es gran cosa. Mi cabeza, a veces… parece que no funciona como debería. Y la comida. Vivo básicamente de caldo de arroz. -Se tocó la frente-. ¿Sabes?, nunca me había parado a pensar la cantidad de cosas que tengo almacenadas en la memoria. Gracias a eso no me he vuelto loco. Me siento afortunado por mi pasado.

– He intentado traerte un guiso de pollo, pero me lo han requisado.

Su rostro empalideció súbitamente y se le escapó un gemido. Consciente de que había cometido un error al revelar su desesperación, volvió a abrazarme largamente.

– No importa -susurraba una y otra vez, como si estuviera formulando un hechizo sobre nosotros dos-. Tú y yo estamos juntos, y eso es más de lo que podría haber esperado -añadió con voz triunfal.

Sentí que los latidos de su corazón me envolvían. Quería quedarme junto a él para siempre.

– El tío Isaac dice que el hecho de que me hayan permitido verte significa que la acusación que pesa sobre ti no debe tener mucho fundamento. -Susurrando, añadí-: Cree que lo que esperan es un soborno.

– No. Esperan… esperan que me convencerás para que les dé lo que quieren de mí.

Papá había cambiado al konkaní, por lo que lo que me dijo sonó raro, y más tarde me preguntaría si acaso no me habría dado más opciones en caso de habérmelo dicho en portugués. Esto marcó el inicio de mi inevitable descenso a un mundo de hipótesis inciertas, el paisaje de inútiles especulaciones en el que he vivido desde entonces.

– ¿Qué quieren tus carceleros?

– Nombres.

– No te entiendo, papá.

– Quieren los nombres de judíos secretos que vivan en Goa. Sólo entonces aceptarán que confiese haber blasfemado contra la Iglesia. Creen que el hecho de verte debilitará mi resistencia. -Sonrió por un momento-. Y tienen razón, por supuesto. Ver tu cara es como estar ante Dios: algo extremadamente peligroso para un hombre como yo. Creen que tú conseguirás vencerme donde ellos han fracasado. -Me guiñó un ojo cautelosamente-. Pero yo me acuerdo de Masada y de que centenares de valientes judíos acorralados en la cima de la montaña se negaron a rendirse ante los romanos. No dejaré que mis antepasados hayan muerto en vano.

– Esos judíos secretos… ¿quiénes son? -pregunté.

– Hombres y mujeres que se convirtieron al cristianismo para tener contenta a la Inquisición, pero que practican nuestra religión en secreto. Hay varias docenas de ellos en Goa y yo conozco a muchos. Pero la Iglesia jamás me arrebatará sus nombres. Serás tú quien se asegure de eso.

– ¿Yo?

Me puso una mano encima del hombro.

– Papá, tal como hablas y como te comportas… me das miedo.

– Lo siento, pero no veo otra solución. Así son las cosas, Ti. Hace una semana, cuando me ataron con cuerdas y me hirieron, noté que mi alma me abandonaba. Sentí que se me escapaba, que fluía más allá de mi cabeza; fue una sensación extraña. Entonces supe que no podría soportarlo mucho más, que les daría los nombres de los judíos que querían.

– ¿Qué te hicieron?

– Será mejor que no lo sepas. Llegó un momento en el que perdí la conciencia. Cuando volví a despertarme estaba aquí, en mi celda, pero puede que la próxima vez no tenga tanta suerte. -Apartó la mirada un momento, con el ceño fruncido; sabía que estaba pensando en la mejor manera de contarme lo que hubiera preferido mantener en secreto-. Ti, la tortura te cambia. Es como si ya no supiera quién soy cuando estoy a oscuras. Es como si me hubieran arrancado algo…, el alma, quizá. -Presionó su mano contra mi pecho y luego la retiró de repente-. Lo poco que me queda de Dios quiere volver a casa. Quiere ir hacia el sol que ilumina la Torá. Por eso sé que no podré confiar en mí mismo. Y ellos también lo saben. No son tontos, son malvados e ignoran las verdaderas razones que los llevan a hacer lo que hacen, pero son listos. Me torturarán hasta que consigan lo que quieren… o hasta matarme.

– Papá, debemos tratar de sobornarlos…

– ¡No, escúchame! Todas las esmeraldas del sultán sólo servirían para comprar unas semanas más de vida. Y mi alma me abandonará la próxima vez que me torturen. Intentará escapar del dolor y volver a casa. Acabaré revelando los nombres que me piden. Y cuando lo haga, muchos hombres y mujeres de buen corazón acabarán como yo. No podría vivir con eso, Ti. ¿Me ayudarás aunque eso implique hacer algo que aborrezcas?

– Sí.

– Bien. -Me cogió un brazo-. Siento estar hablándote de este modo y tenerte tan preocupado. Es porque estoy nervioso y porque voy a herir a alguien a quien jamás me habría creído capaz de herir. Veamos, ¿recuerdas lo que siempre dice Nupi sobre el Guardián de la Aurora? ¿Recuerdas que a veces lo que quería decir es que debemos protegernos los unos a los otros, sea cual sea el riesgo que eso implique?

– Por supuesto.

– Pues tú vas a ser mi Guardián.

Cuando le vi sonreír, atisbé también una demencia que nunca había visto en él hasta entonces.

«No es el que era. Me han arrebatado al hombre que era mi padre…»

– ¿Cómo? -pregunté.

El tono de voz de papá adquirió el timbre de la complicidad.

– Necesito que vayas a ver a un pandito que vive cerca de ese salón de té al que solías ir con Wadi. Aquél tan destartalado del barrio hindú. Se llama…

Un pandito era un médico indio. Papá se limitó a susurrar el nombre del tipo y me dijo que debía preguntar por él en una curtiduría donde a veces iba a comprar papel de vitela, y añadió en tono de advertencia que jamás, bajo ningún concepto, debía revelar la identidad de ese pandito a nadie. Hablaba con mucha parsimonia y utilizaba las manos para enfatizar lo que me contaba, como lo haría un adulto para conseguir que un niño esté atento. Supongo que mi cara revelaba mi enorme confusión.

– Cuando le digas dónde estoy -siguió diciendo-, te dará un pequeño botellín de cristal con un polvo dentro. No debes perderlo ni dejar que nadie te lo arrebate.

– ¿Un polvo?

– Un veneno muy poderoso.

– ¿Y qué debo hace con eso?

– Me lo traerás.

– ¿Pretendes matar a tu carcelero? ¿Crees que podrás escapar? -El corazón me latía muy rápido; de algún modo estúpido, había confundido los últimos pasos que faltaban para cruzar un puente que se derrumbaba con el camino que llevaba a casa.

– No, no, lo utilizaré para acabar con mi vida. Tú me salvarás de todo el mal que podría llegar a provocar.

– ¡No!

Al ver el terror en mi rostro intentó abrazarme, pero yo lo aparté.

– Ti, esto no me resulta fácil -me dijo-. Por favor, trata de entenderlo, la muerte es la última cosa que deseo. Preferiría disfrutar de una larga vida contigo y con Sofía, ver cómo os hacéis mayores. Pero eso no será posible. -Se arrodilló delante de mí-. Hijo, puede que no nos quede mucho tiempo. No puedo pedírselo a nadie más. Eres mi única esperanza. No estés tan triste. He tenido una vida agradable y llena de cosas buenas; tú y Sofía sois más de lo que cualquier hombre podría desear. Y tuve mucha suerte de encontrar a tu madre. Aún me sorprende que se enamorara de mí.

– Papá, Tejal está embarazada -anuncié.

Ahora me doy cuenta de que se lo dije para sobornarlo. Seguro que con un nieto en camino no elegiría morir…

Soltó un grito ahogado de sorpresa y enseguida brotaron lágrimas de sus ojos llenos de moretones. Cogió mi mano entre las suyas y me besó en las dos mejillas y en los labios.

– Oh, hijo mío, me haces tan feliz… y Tejal también. Dale las gracias de mi parte.

– Tienes que vivir para ver al bebé, papá. No estará bien que no estés con nosotros.

Se levantó con una expresión de dolor mientras se secaba las lágrimas.

– Escúchame bien, Ti. Podrás verme una vez más. Ya lo he arreglado todo.

– ¿Cómo?

– Tengo amigos que conocen bien estos corredores. Y como ya te he dicho, los inquisidores tienen la esperanza de que debilitarás mi voluntad y conseguirás que confiese.

– Pero si tienes amigos que pueden ayudarte, ¿por qué no…?

Volvió a levantar la mano para detener mis palabras.

– Ya es demasiado tarde, Ti. No podrán hacer nada más por mí tras tu segunda visita. Pero antes de que vuelvas a verme, debes esconder el frasco donde nadie pueda encontrarlo. No es mayor que una uña, y no te van a registrar a fondo. -Se tocó el trasero para que entendiera lo que quería decir-. Disculpa por la indignidad de lo que te pido, hijo, pero es el único modo de estar seguros.

– Papá, no seré capaz de envenenarte. ¡No podré hacerlo!

Volvió a sentarse junto a mí.

– No tendrás que hacerlo. Me tomaré el veneno unos días después de tu visita, para que no sospechen de ti. Jamás debes contarles lo que habrás hecho, por supuesto, o también acabarás aquí.

– Ni siquiera seré capaz de traértelo…

– Debes hacerlo. Sólo tú puedes ser mi Guardián. ¿Comprendes? Eres el único que puede asegurarse de que la aurora continúe llegando para todos los judíos que conozco. Ti, la Torá dice que al salvar a una persona salvas a un universo entero. Imagina lo que será proteger a toda la buena gente sobre los que yo podría hablar si me someten a tortura. ¡Imagina lo que será salvar a veinte o treinta personas! El ángel Metatrón escribirá tu nombre en el Libro de los Justos.

– Pero debe haber otro modo de salvarte y de…

– He buscado dentro de mi cabeza y no he encontrado nada -me interrumpió-. Y se nos acaba el tiempo. Ti, podrás volver a visitarme exactamente dentro de dos días. No puedes hablar de esto con nadie. Si se lo dices a Sofía o a tío Isaac, tanto ellos como tú correréis un gran peligro. Como todos los judíos secretos.

– Si pudiésemos conseguir que abjure quien te denunció, entonces…

– Una vez hecho un juramento, no hay vuelta atrás. Y el Santo Oficio se las ha arreglado para convencer a varias personas para que testifiquen contra mí; así es como funciona el proceso.

– ¿Sabes quién te denunció?

– No.

– ¿Podría haber sido alguien a quien conocemos?

– Supongo que sí. Aunque también podría haber sido cualquiera que pasara por la calle.

– La tía María… ¿podría haber sido ella?

Mi padre negó con la cabeza.

– No puedo creer que tu tía sea capaz de algo así. Seguro que no sería capaz de ocultárselo a Isaac durante mucho tiempo.

Pensé en la discusión que habían tenido. ¿Acaso mi tío podría haber sospechado de ella también?

– Papá, tú no eres un mal cristiano, eres judío. ¿Cómo pueden retenerte?

– Nadie me lo ha dicho y puede que jamás lleguen a hacerlo. Sospecho que el mismo responsable de que yo esté aquí debe de haber jurado que me bautizaron en algún momento.

– ¡Pero no es así!

– No, pero si alguien lo jura… Ti, por favor, no tenemos tiempo de seguir hablando de esto. El carcelero podría volver en cualquier momento. Haz lo que te digo.

– Pero ¿qué pasa si no lo encuentro? -pregunté. Acto seguido, pronuncié el nombre del médico que me daría el veneno.

– Tú ve a la curtiduría en cuanto salgas de aquí. Es mi única esperanza. -Se puso de pie y me instó a que yo también me levantara-. Quiero abrazarte como a un hombre -dijo, y cuando me tuvo cerca me susurró al oído-: Espero que tanto Dios como tú me perdonéis por lo que te he pedido que hagas.

Pude notar el sabor de la sangre de sus labios cuando volvió a besarme. Cerré los ojos, deseaba detener el tiempo. No sé durante cuánto tiempo permanecimos abrazados sin hablar, pero no tardamos mucho en oír que una llave abría la cerradura. Papá me apartó y nuestra última mirada fue demasiado íntima. Volvió la cara hacia el muro con los ojos llenos de lágrimas.

– No me mires, Ti -me dijo-. Y no digas nada más.

Cubriéndose la cara con las manos, papá empezó a rezar en hebreo, balanceándose, con la cabeza gacha.

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