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Después de que me arrestaran en noviembre de 1591, no hablé con nadie a excepción del carcelero que me había estado vigilando durante casi once meses. No estaba informado de los cargos de los que me acusaban ni se me permitía leer nada, y mi ventana, una hendidura miserable en una piedra lisa, estaba demasiado elevada para permitirme ver la ciudad, que quedaba más abajo. Mi esperanza se aferraba a mis recuerdos de Tejal y, a veces, también al sonido de la lluvia, que me recordaba que existía un mundo más allá del control de mis carceleros. Una vez, durante una tormenta, pude lamer algunas gotas que se escurrieron por la pared de mi celda. Sabían igual que la corriente del canal de Indra y, durante un rato, mi mente quedó salpicada por la libertad de mi infancia, aunque a menudo creo que al final me traicionaron. Me robaron a Dios esa misma noche. Me desperté para encontrarme más solo de lo que había estado jamás, desterrado de ese mundo por el que Él siempre había velado. Nunca jamás volvería a sentir los pies hundidos en la tierra rojiza de los arrozales, ni llegaría a saber si Tejal había dado a luz a un niño o a una niña.

Mientras le pedía perdón en silencio a mi padre por no haber tenido una vida tan buena como la que él había deseado para mí, cogí el tesoro oxidado y afilado que había escondido en el fondo de mis escudillas unas semanas atrás. Al oler esa bendita fragancia metálica que emanaba, conté con la derrota como amiga en última instancia, y me lo llevé primero a un brazo y luego al otro. Mi estampa final sería bien vital, dibujada con mi propia sangre, como debía ser.

Supe que estaba maldito desde el momento en el que ni siquiera mis plegarias podían hundir el clavo lo suficiente para hacer posible el milagro que necesitaba. Aun así, sangraba bastante, y el río que fluye más allá del sabbat se me llevó con su corriente. Hundiendo la cabeza en sus aguas justicieras, soñé con un horizonte de pinos y cedros hacia el oeste, a orillas del río Jordán.

Informarían a Tejal de mi muerte. Quedaría libre de casarse con otro hombre. Eso ya compensaba el precio que tenía que pagar.

Me desperté sobresaltado frente a un sacerdote sudoroso, al que no había visto jamás, que me anudaba una cuerda áspera alrededor de los brazos. Le supliqué que me dejara, pero continuó su tarea tras arrojarme otra vez sobre el camastro con un gruñido despectivo. Intenté agarrarme a su rosario para frenar mi caída, pero sólo conseguí romperlo y esparcir las cuentas por todo el suelo.

– ¡Maldito mulato! -me gritó-. ¡Conseguiremos arrancarte una confesión!

«No -pensé con la voz del niño que había sido-. Aunque ya no soy el que era, aún hay demasiada cola en mi alma para abandonarme tan fácilmente.»

Dos carceleros se dedicaron a recoger a cuatro patas las cuentas que habían quedado esparcidas: hombres convertidos en cerdos humillados por mi acto de desacato. No se me ocurre la razón por la que empecé a pintarme rayas de tigre en la cara con la sangre de las muñecas. Más tarde recordé el apodo que me había puesto Wadi y pensé: «Sí, debo convertirme en otro tipo de ser, en alguien feroz, porque de lo contrario les daré los nombres de otros que recibirán la sentencia de mi mismo destino».

Fue mi padre quien me había dicho que nuestros maestros dominicos y jesuitas hacían lo posible por descubrir las identidades de los que eran como nosotros. Tarde o temprano, los sacerdotes intentarían torturarme para que les revelara más nombres.

Me sumí en un sueño febril. Mis recuerdos eran alfileres y todo mi pasado era punzante y envenenado: una infancia torcida y finalmente condenada por el destino.

A la mañana siguiente, justo después de las campanas de la prima, los carceleros metieron en mi celda a un viejo de piel canela, con el pelo blanco y erizado. Sin duda pensaban que su compañía me disuadiría de volver a abrirme las heridas. La Iglesia no renunciaría fácilmente al placer de decidir cómo y cuándo sería asesinado.

Los pies del viejo parecían moluscos debido a las costras de su piel. Me volví de espaldas. La compasión entra por los ojos y no quería que supiera que aún era capaz de albergar un sentimiento tan inútil.

Se derrumbó sobre el suelo cuando mi carcelero habitual, un lisboeta idiota con los ojos verdes y el aliento fétido, el aliento de un hombre que bebía a escondidas, apartó las manos que lo agarraban por debajo de los hombros. La cabeza del prisionero quedó echada hacia atrás en un ángulo absurdo, y sus ojos se cerraron.

O Analfabeto, que es como llamaba a mi carcelero, me contó que mi invitado era un jainista acusado de brujería. Los torturadores le habían untado los pies con aceite de coco y se los habían asado como si fueran dos pollos.

Los ojos de color negro metálico del viejo se abrieron un instante para mirarme como si compartiéramos un secreto que nos condenaba. Cuál era, no tenía ni idea. Quizá sólo esperaba que me compadeciera de su suplicio.

El Analfabeto salió de nuestra celda con aire triunfal, cerró la puerta interior de un portazo y se arrodilló, de forma que su rostro quedó seccionado por la reja. Me mostró una sonrisa sarcástica.

– Lo hicieron con carbón -dijo-. El carbón se calienta mucho más que la madera cuando arde.

«Incluso el fuego está a su favor», pensé.

Cuando el carcelero se hubo marchado, empapé mi camisa en la jarra de agua. Envolví con ella los pies del jainista, que me parecieron calientes al tacto. De un modo parecido, sus sueños parecían ardientes. Nunca jamás podría volver a caminar sin ayuda.

Por la noche su respiración era como la arena cuando se escurre entre las manos. No conseguí dormir bien. El tiempo corría jadeando junto a mí en mis pesadillas, y se convirtió en un cíclope con costras de sangre en los labios: como mi padre la última vez que lo vi. Le arrancó las alas a un loro y me puso el cuerpo destrozado del ave en las manos. Yo lo llevé con cuidado, como si se tratara del cadáver de mi propio hijo. Imaginaba a Tejal trabajando, imaginaba que me llamaba para que acudiera. ¿Estaría vivo aún nuestro hijo?

Siempre que me despertaba, los mosquitos zumbaban como locos junto a mis orejas. Me susurraban que todos mis esfuerzos para ayudar al jainista serían en vano.


De madrugada, mi compañero me saludó moviendo alegremente la mano. Sentado en el suelo, tenía las mejillas hundidas, las costillas marcadas y la piel del pecho y de la barriga arrugada como un pergamino antiguo. Primero observó mis muñecas vendadas, luego me miró a los ojos y me sonrió levemente antes de utilizar mi lengua materna para invitarme a hablar. Me volví de espaldas.

– No deberías ansiar tanto las alas de tu próxima vida -me dijo en konkaní.

Ese consejo me molestó. Y desconfié de su voz, brillante y vivaz. Parecía como si sus pensamientos saltaran a través de él. Quizás era el dolor.

No contesté. Tenía la esperanza de que deduciría que no hablaba su idioma y me dejaría en paz. En lugar de eso, levantó un dedo y me señaló los ojos. Mi mente debía haberse debilitado mucho durante mi confinamiento, porque el corazón me dio un vuelco cuando pensé que podría estar a punto de echarme un maleficio. Retrocedí hasta dar con la pared.

– No debes tener miedo de mí -dijo lentamente, creyendo que era extranjero-. Simplemente me parece haber visto antes tus ojos azules. -Al ver que no contestaba, añadió-: En las mariposas que acudían a mi aldea cada primavera.

Levantó y bajó los brazos imitando un revoloteo, retorcía las manos con elegancia, como un bailarín de Kerala. Me sonrió y volvió a invitarme a hablar.

– Hablar conmigo sólo te traerá más problemas -le dije en konkaní-. Estoy condenado.

– ¡O sea, que eres de aquí! -exclamó satisfecho, como si ya hubiera confianza entre nosotros-. Entonces debes saber de qué mariposas te hablo. ¿Sí? Son del negro más puro, cada una de ellas parece una noche sin luna, excepto por los puntos azules que tienen aquí y allá. -Se tocó los lados del pecho-. En mi aldea dicen que son la forma que adopta el viento del norte.

Aún recuerdo de qué manera tuve que resistirme al tirón de esa voz tan musical que volvía a arrastrarme hacia la vida.

– No te serviré de nada -le dije mientras me apartaba de él, deseando poder ser tan duro e insensible como los muros de la prisión. Sentí su mirada curiosa clavada en mí. ¿Acaso quería que le dijera que no volvería a intentar quitarme la vida? Hundí la cabeza en mi harapiento jergón y cerré los ojos con fuerza, deseando que se me tragara la tierra. Un rato después estuve a punto de confesarle cómo había asesinado a mi padre, pero pensé que ningún hombre podía ofrecerme algo tan valioso como el silencio.

Tuvo que pasar un rato para que me diera cuenta de lo que debía decir primero: «Jamás te hablaré como si tuvieras autoridad sobre mí. Sólo mi padre la tenía y lo maté…».


Poco después nos dieron el desayuno a través de la rendija de la puerta interior de la celda. Mi compañero encorvaba los hombros mientras se metía el arroz en la boca y con su meticulosa lentitud parecía burlarse de mi hambre. Los jainistas sólo podían comer vegetales y cereales, por lo que pensé en un plan para distanciarme de él cuando me tendió su pescado frito, agarrándolo por la cola, y me hizo señas para que lo tomara. Los carceleros debían habérselo dado para reírse de él.

– Cuando era niño -dije mientras rechazaba su ofrecimiento- atrapé una de esas mariposas negras de las que me hablabas.

– ¡Lo sabía! -dijo con una alegre carcajada-. Te gustaban. -Se tocó el pecho una vez más para indicar los puntos azules-. Debe ser cosa del destino, ¿no crees?

– No creo en el destino -contesté bruscamente. Creía estar diciendo la verdad, aunque ahora ya no estoy tan seguro: son muchas las cosas que han pasado del único modo que podrían haberlo hecho.

Sabía que cualquier vida era sagrada para un jainista, incluso la del gusano más miserable. Tanto era así que estuve seguro de que tarde o temprano el viejo me preguntaría si había acabado con la vida de la mariposa. Cuando lo hizo, la venganza brilló en mi pecho como una estrella sombría.

– La aplasté con mis propios dedos -le dije- y nunca lo he lamentado.

Se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No malgastes tu dolor en un ser tan insignificante, desprovisto de alma y de sentido -se lo dije como si supiera de qué le hablaba. La reclusión me había convertido en un ser arrogante, hasta un punto mezquino, amargo, y mi voz había adoptado un tono aleccionador que me costaba reconocer como propio.

Los que afirman que la gente no puede cambiar nunca han estado en prisión, no han conocido el camino de la reclusión que sólo puede acabar con la muerte.

El viejo apretó los labios como si se resistiera a sentenciar una verdad terrible, y me di cuenta de algo que debería haber sido obvio: yo era la criatura más insignificante, más desprovista de alma por la que sentía lástima. Me reí por primera vez en muchos años. Ser más miserable que un insecto aplastado me parecía casi un cumplido.

– Si no fuera porque casi he perdido la cabeza, encontraría la manera de matarnos a los dos -le dije.

Levantó la mirada hacia mí, con los ojos negros llenos de dolor. Yo despreciaba su voluntad de sentir tanto apego por alguien sobre el que lo ignoraba todo.

– ¿Qué te parecería si te pegara ahora mismo? -le dije mientras me ponía de pie-. ¿Aún te preocuparías por mí?

La idea de castigarlo surgió dentro de mí con la misma fuerza destructiva con la que se derrumba una casa.

– Podría romperte los huesos y nadie vendría a detenerme. Les parecería bien.

Cerré un puño y lo agité frente a él, como confirmación de que era el villano en una obra escrita para mí por algún enemigo secreto: la persona que me había traicionado y causado mi arresto. El jainista levantó las manos para protegerse el rostro, y por su gesto me di cuenta de que ya le habían pegado, además de haberlo quemado. Cuando se las aparté de un golpe, fue como si se hubiera roto una cuerda en mi interior y estuviera cayendo al vacío, alejándome de mí mismo. Seguí pegándole hasta que empezó a sangrar por la boca.

Después de eso, mi temor ante aquello en lo que me había convertido fue algo parecido a cuando alguien se ahoga y se hunde en el agua hasta el fondo. Susurré una disculpa y me retiré a mi catre, donde me abracé las piernas contra el pecho. Cerré los ojos y no dije nada durante horas. Intenté pensar en lo que mi padre querría que hiciera, pero su voz había desaparecido de mi interior.

Al anochecer, me arrodillé junto a mi compañero de celda.

– Mátame -susurré.

– No puedo. Lo tengo prohibido.

– Por favor, ¿no lo entiendes? No podría soportar que me quemasen o que me hicieran tragar agua hasta ahogarme. Si me torturan, podría revelar los nombres de la gente que nos han ayudado a mi padre y a mí. Si muero, mi prometida podrá casarse con otro hombre. -Me agarré a su hombro-. Ahógame por la noche, mientras duerma. Te daré todo lo que tengo por ese acto de generosidad. Te contaré dónde puedes ir cuando te liberen, y mi hermana y mi tío te darán todo lo que poseo.

Negó con la cabeza y yo le respondí con un empujón.

Esa noche, se arrastró hasta donde yo estaba y se tendió junto a mí. Me tomó la mano y la agarró.

– Perdona que no pueda cumplir tus deseos -susurró-. Lo siento.

Volví a empujarlo, pero se sujetó bien a mí. Era más fuerte de lo que me había parecido. Yo estaba convencido de que su perseverancia confirmaba su demencia. Pero se reveló más bien como una bendición: seríamos iguales durante el tiempo que pasásemos juntos.

Seguimos allí tendidos en silencio. Recordé a mi hermana cuando tenía cuatro años, sus ojos llenos de felicidad. Dentro de la cesta que le mostraba había una mariposa que yo había capturado. No era el tipo de mariposa que el viejo había descrito, sino una de color escarlata y dorado. Revoloteó hasta el borde de la cesta y nos mostró las alas, que brillaban a la luz del sol como cristal teñido. Mi hermana reía mientras yo intentaba oler la mariposa. Cuando alzó el vuelo, ella levantó los brazos y gritó de alegría. Yo me quedé detrás de ella y le puse las manos sobre los hombros, transmitiéndole todo mi amor, como si lo hubiera aprendido de Nupi, nuestra cocinera y ama de llaves. Estaba seguro de que siempre permaneceríamos juntos.

El jainista me acarició la mejilla. Yo sabía que me estaba pidiendo que le contara en qué estaba pensando. O quizá fue la soledad con la que yo había vivido durante el último año la que me hizo creer que ese gesto era una invitación a hablar sobre mi pasado.

– La mariposa que cogí no era del tipo que tú has mencionado -confesé-. Y no la maté. La cogí sólo para mostrársela a mi hermana. Y fue para olería, por extraño que parezca ahora mismo.

El viejo rió levemente. Me volví hacia él. Sentí su aliento húmedo en mi rostro. Me pareció que era el viento divino que me había faltado hasta entonces.

La oscuridad de la celda me impedía ver algo más que formas borrosas fruto de mi imaginación, pero creí que el viejo buscaba algo en mi interior. Noté que me sondeaba como si tuviera una piedra dentro del pecho. Quise abrazarlo, pero sabía que empezaría a sollozar si lo hacía.

– ¿Y a qué olía? -preguntó.

– Creí que desprendería el mismo aroma que el jazmín, ya que había estado picoteando el polen de la parra de nuestra veranda, y yo era demasiado joven para saber que no tenía nada que ver. Tenía el mismo vago aroma que la tierra.

El viejo se quedó en silencio durante un rato, sopesando mis palabras.

– Intentaré evitarlo -me dijo.

– ¿Evitar qué?

– Incluso los animales más pequeños perciben nuestras vidas -replicó.

Pensé que continuaría hablando, pero no me dio más explicaciones.

– Sigue hablándome -le supliqué-. Di lo que quieras, pero no me dejes sin oír tu voz.

«Nuestros susurros nos protegerán a los dos», pensé.

Acomodó su brazo bajo mi cabeza y empezó a hablar de los sonidos tranquilizadores de la noche que podíamos oír procedentes de la cercana ciudad. Me permití imaginar que estaba con mi padre, lo que se reveló un error: el terror se apoderó de mí y se concentró en mi estómago, frío como una vida que no llegaría a dar a luz. Me senté. ¿Quién había traicionado a papá ante la Inquisición? ¿La tía María? ¿Wadi? Quizás había sido alguien a quien ni siquiera conocía.

– ¿Qué ocurre? -preguntó mi compañero.

– Parece que los recuerdos me traicionan de vez en cuando. Y debo encontrar a alguien. Debo saldar una deuda.

– No te quieren aquí -replicó el viejo.

– ¿Quién?

– Esos recuerdos de los que hablas. Quieren verte libre. ¿No crees?

– Si es así -dije con escepticismo-, dudo que tengan un plan para ayudarme.

Recitó una oración en un idioma que yo desconocía. Luego le dije que la mariposa que había mencionado se llamaba trevas azuis en portugués, que significaba «tinieblas azules». Le gustó cómo sonaba y dijo que a partir de entonces me llamaría Trevas Azuis. Mientras notaba cómo su pecho se alzaba y descendía lentamente al respirar, me di cuenta de nuestra debilidad. No teníamos armas. No había oraciones ni argumentos que pudieran servirnos de algo. Sólo nos teníamos el uno al otro, y eso jamás sería suficiente.

Me contó que sus padres lo habían llamado Ravindra, que significaba «sol», pero que todo el mundo lo llamaba Phanishwar, «rey de las serpientes», desde que dejó de ser un bebé. Su padre lo había encontrado durmiendo en el patio una noche, una cobra en estado de alerta lo protegía.

– No recuerdo qué serpiente era -dijo el viejo-. Pero es cierto que nunca me han dado el miedo que los otros hombres sienten por ellas.

Sus padres lo enviaron como aprendiz a un encantador de serpientes de Poona cuando tenía diez años; tenía cincuenta y siete cuando me lo contaba.

– Hasta que yo mismo tuve hijos jamás se me había ocurrido que mi padre podría haber inventado toda esa historia de la cobra para hacer que yo cumpliera los planes que tenía para mí -me dijo-. Habría sido muy propio de él. ¡Dios mío! ¡Se preocupaba tanto de nosotros cuando éramos pequeños! ¿Sabes?, quería asegurarse de que todos nosotros tendríamos una manera de ganarnos la vida honradamente. Era tan bueno… Siempre estaba ayunando e iba mucho al templo. No soportaba ver cómo los hindúes y musulmanes mataban serpientes como si no hubiera suficiente sitio en el mundo. «Phanishwar, tú les mostrarás que hay otra forma de actuar», solía decirme.

– ¿Aún vive tu padre? -pregunté.

– No, mi padre y mi madre murieron hace mucho tiempo.

– Esas quemaduras… deben dolerte mucho.

– No te preocupes, Trevas Azuis. He sufrido mucho dolor físico en mi vida. El dolor y yo somos viejos enemigos, conocemos bien los movimientos del otro. Intentamos burlarnos mutuamente, aunque al final suele ganar él. Le guardo rencor, es cierto, no lo negaré, pero también supongo que se limita a cumplir con la parte que le toca y no tiene otra elección.

Me levanté, volví a mojar mi camisa y me arrodillé junto a él. El viejo gimió mientras le lavaba los pies. Lloraba en silencio. Agradeció mi amabilidad. Yo no recordaba que la voz de un hombre pudiera ser tan tierna.

Cuando hube acabado, me dio unas palmaditas en la cabeza y me bendijo. Ese primer día me pareció que Phanishwar representaba todo lo que tenían de bueno los aldeanos con los que crecí: sus modales delicados y su facilidad para sonreír; la manera que tenían de aceptar las circunstancias y una cierta creencia de que la vida era una gran lucha en la que el mundo entero estaba conectado; el placer que le producía el nosotros por encima del simple yo.

– Cuéntame tu vida -le dije. Quería oír una historia, entregarme al sueño convocado por sus palabras susurradas en la oscuridad.

Me habló de su esposa, que había muerto muchos años atrás, y de sus cinco hijos. El menor tenía doce años y se llamaba Rama. Su aldea, Bharat, estaba en la costa, a tres días a pie de Goa en dirección norte. No me contó cómo lo había atrapado la Inquisición y yo tampoco se lo pregunté. Al cabo de un rato, empezó a cantar una melodía suave, radiante, y supe que no llegaría a suicidarme con la misma certeza con que sabía que confesaría cualquier cosa que me pidieran para escapar de las llamas. Debía seguir con vida para encontrar a la persona que nos había traicionado a mi padre y a mí, y para vengarme de ella.


Phanishwar no me abandonó en toda la noche, yo sentía el latido de su generosidad. Nunca jamás me había sentido tan próximo a ningún hombre que no fuera mi padre. Nuestra unión parecía un sueño, a veces. Creo que ésa es la razón por la que, cuando el amanecer apareció en nuestra ventana con sus tonos rosáceos y azulados, encontré el valor para hablar de acontecimientos que hasta entonces había creído inconfesables.

Teniéndolo a él junto a mí -al rey de las serpientes- sabía que no sólo mis recuerdos sino toda la naturaleza deseaba liberarnos. Confié que juntos tendríamos la fuerza necesaria.

Primero le hablé de mi infancia, empezando por la enfermedad de mi madre, que era hasta donde se remontaban mis primeros recuerdos.

– Una vez vi que alguien volvía a cruzar el puente que nos lleva de la vida a la muerte, pero en sentido contrario-le dije.

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