15

Había subestimado el coraje de mi tío Isaac. Al día siguiente, salió a toda prisa con la primera luz del alba en su campaña para conseguir la libertad de papá. Regresó hacia mediodía con los ojos enrojecidos, su capa apestaba a estiércol, por lo que la lanzó enseguida a la parte trasera del jardín mientras mascullaba una maldición.

– ¡Haz que la quemen! -le ordenó a su esposa.

Mientras se refregaba las manos, nos contó que a papá no lo habían llevado a la prisión municipal como esperábamos, sino a la de Aljouvar, la prisión del arzobispo de Goa. En el momento en el que lo dijo, le saltaron las lágrimas.

– Los oficiales de la Iglesia deben de creer que ha blasfemado terriblemente -dijo mi tío mientras sacudía la cabeza con desesperación.

Mi tía le sirvió un vaso de brandy que él apuró con ansia. Nos contó que sólo le habían permitido verlo un momento. Papá estaba preso en una celda cavernosa con varias docenas de prisioneros más.

– Al menos le queda el consuelo de la conversación, alabado sea Dios -dijo-. Está con un mercader francés y con un brahmán indio.

Se estremeció antes de continuar:

– Los prisioneros deben arreglárselas con un agujero excavado en el suelo para hacer sus necesidades. Hace tiempo que está lleno a rebosar y la suciedad y los bichos se han extendido por todas partes.

– ¡Isaac, te agradecería que te ahorrases los detalles! -le reprendió la tía María.

– ¡No! -dije yo, profundamente herido-. Deberías escuchar cómo trata tu querida Iglesia a los hombres buenos.

– Esos hombres buenos deben ser casi todos asesinos y ladrones -replicó ella con desdén.

– ¿Y cuál de las dos cosas es mi padre? -le pregunté.

Mi tío Isaac levantó la mano para detener la discusión.

– Eso no cambiará nada -dijo. Nos llamó a Sofía y a mí para darnos las peores noticias posibles-. Esta misma tarde llevarán a vuestro padre al Palacio de la Inquisición.


Después de que Wadi ayudara a Sofía a volver a la cama, tuve la ocasión de preguntarle a mi tío sobre la Inquisición. Mi tía también escuchó atentamente sus explicaciones, pero se negó a creer que fueran a torturar a papá, y calificó nuestros temores como «meras fantasías mórbidas», pero su marido -por primera vez, que yo recordara- explotó, furioso ante su insistencia.

– María -dijo con un tono de voz temible-, tu ignorancia acerca de los métodos de la Iglesia equivale a tu aprobación. ¡No consentiré que repitas tus dudas en esta casa ni una vez más! Nadie en esta ciudad quiere saber lo que está sucediendo; ni lo que sancionan con su silencio.

Muy afectada, se llevó una mano al corazón y huyó hacia la cocina con la excusa de supervisar la preparación de la cena. Cuando volvió, llevaba los pendientes largos de rubíes que normalmente sólo utilizaba en ocasiones formales. Nos dijo que iría a ver al padre Antonio, su confesor, y le pediría que intercediera. Cuando estaba a punto de agradecerle ese gesto de generosidad insistió en que Sofía y yo la acompañáramos.

– Y estaría bien que os arrodillarais ante él y que le suplicarais clemencia -añadió con una voz llena de rectitud, como si hubiera estado esperando años poder decirme eso-. Ponte la mejor ropa que tengas tan rápido como puedas.

Más tarde me di cuenta de que intentaba transferirnos la humillación que acababa de sufrir ella misma a Sofía y a mí. En ese momento sólo fui capaz de tartamudear mi rechazo, alegando que papá se enfurecería si mi hermana y yo íbamos a ver a un cura con ella. Con inocente bravuconería, juré no arrodillarme jamás ante un cristiano.

– ¿No ves que corremos todos un grave peligro? -respondió furiosa mi tía-. Debemos mostrarle a todo el mundo que, aunque seáis judíos, respetáis nuestras tradiciones. Si la Iglesia cree que podéis traer problemas podríamos acabar todos encerrados con tu padre.

– Tiene razón -dijo Isaac con solemnidad, y pude ver una disculpa en la forma en la que bajó los ojos, un gesto que me recordó tanto a papá que sentí que no tenía ninguna posibilidad de seguir protestando.

Necesitaba tiempo para que Sofía y yo pudiéramos discutir nuestras opciones, por lo que solicité que nos dejaran a solas un momento para hablar con ella.

– No tardes mucho -me advirtió mi tía. Estaba aprovechando al máximo esa oportunidad de vengarse de mí.


Wadi respondió cuando llamé a la puerta. Estaba sentado junto a la cama y, a juzgar por cómo estaba inclinado sobre ella, con la mano en el hombro de Sofía, vi que habían estado abrazados. Ella respiraba de forma ahogada, con dificultad. Temí que volviera a enfermar. La expresión apesadumbrada de Wadi casi consiguió que me acercara, pero no quería arriesgarme a estar cerca de él otra vez.

– ¿Puedo estar unos minutos a solas con mi hermana? -le pregunté.

– Por favor, Tigre, debo quedarme con ella -dijo con delicadeza.

Hacía meses que no utilizaba mi mote. Me sentí como si los dos estuviéramos andando sobre cristales rotos.

– Será mejor para todos si esperas fuera -le dije-. De este modo no tendrás que verte en la desagradable situación de tener que mentirle a tu madre o de contarle una verdad que preferiría que no le revelaras.

– Tiene razón -suspiró Sofía.

Wadi la besó en la frente y fue hacia la puerta.

– Llámame cuando hayáis acabado -le dijo a Sofía.

«La ama a su manera -me di cuenta de ello-. Y quizá no tengo derecho a pedirle nada más.»

– Hemos caído muy abajo en un solo día -le dije a mi hermana cuando por fin estuvimos solos-. Necesito que reúnas toda la fuerza que sé que llevas dentro. Papá la necesitará, y yo también. Quizá durante meses. Puede que tengamos una larga batalla por delante.

– Haré lo que haga falta -dijo. Mientras se secaba las lágrimas con la manga del camisón, le conté lo que nuestra tía había propuesto y le pedí su opinión.

– No me importa ir a la iglesia si eso ayuda a papá -dijo.

– Pero ya sabes que nos lo prohibió.

– Oh, Ti, haré cualquier cosa…, ¡cualquier cosa!

– ¿Te enfadarás conmigo si yo no voy?

– No, pero puede que eso nos ponga a todos en riesgo.

– No lo creo. El tío Isaac me contó que alguien debe haber acusado a papá de blasfemo. Así funciona la Inquisición. Necesitan una acusación para empezar con los procedimientos. Debe haber sido por algo que papá dijo o hizo durante nuestra última estancia en Goa. No creo que se preocupen por mí de momento -y con un susurro, añadí-: Puede que incluso haya sido uno de ellos.

– ¿Quién? No lo entiendo.

– Quizá la tía María acusó a papá de algún delito contra la Iglesia.

Mi hermana me miró estupefacta.

– ¿Quieres decir… quieres decir que eso podría haber ocurrido por algo que hubiera dicho?

– O hecho.

Sofía gimió.

– Aunque puede que no lo hiciera a propósito -me apresuré a añadir-. Puede que haya dicho algo mientras se confesaba, pensando que sería algo inofensivo.

Mi hermana miró hacia la puerta como si estuviera a punto de echarse a correr hacia el piso de abajo en cualquier momento para enfrentarse a nuestra tía. Se sofocó de ira. No me atreví a añadir que podría haber sido Wadi quien había traicionado a nuestro padre. Nuestro primo bien podría haber decidido utilizar la Inquisición para eliminar a papá de nuestras vidas, para que de ese modo su oposición al matrimonio de su hija no tuviera consecuencias.

– Sofía, escúchame bien. Si vas con la tía ahora, no debes contarle nada sobre papá a ningún cura, ni a nadie en absoluto, incluso si crees que eso sería de ayuda. Ni siquiera hables con Wadi sobre él. Wadi te quiere, pero podría revelar cualquier cosa que podría empeorar aún más las cosas.

– Lo entiendo, Ti.

– Y hay algo que no debes hacer jamás… Papá tenía miedo de que la tía María te convenciera para convertirte, pero si accedes a que te bauticen, incluso para intentar que las cosas mejoren, la Inquisición tendrá un poder absoluto sobre ti. Si te conviertes en cristiana, poseerán tu amor por Wadi, por papá y por mí. Serás su esclava. ¿Comprendes lo que te digo?

Sofía asintió con rotundidad.

– No diré nada, y lo sacaré de prisión aunque sea la última cosa que haga.

Lo dijo con un resplandor oscuro en los ojos, como si estuviera dispuesta a arriesgar su propia vida con tal de ganar esa batalla.


A lo largo del mes siguiente, Sofía iba a la iglesia con mis tíos cada día, pero ni siquiera así consiguieron saber cuáles eran los cargos que se le imputaban a papá. Mi hermana me dijo una noche que había empezado a rezarle oraciones cristianas a la Virgen.

– Sé que está mal, Ti, pero haré lo que haga falta -susurró con aire de culpabilidad.

Añadió que también entonaba las oraciones judías por dentro, pero que a veces temía que la tía María pudiera leerle la mente.

Mi hermana se estaba escindiendo en dos personas, una de ellas profundamente oculta en la piedad cristiana.

– Me alegro -afirmó con indignación cuando así se lo dije-. ¿Por qué tendría que poder ver lo que llevo dentro?


Mi lugar de culto personal pasó a ser la plaza que había fuera del Palacio de la Inquisición, una amplia fortaleza de tres pisos con rejas en las ventanas. Según un jesuita de Oporto que se me acercó el segundo día de guardia para pedirme unas direcciones, las tres grandes puertas de madera del muro principal se abrían sólo para dejar salir a los prisioneros que eran verdaderamente cristianos.

– ¿Y los que no? -pregunté, y con ello caí en su trampa.

– Una vez dentro, los herejes no vuelven a salir hasta que encuentran a Jesucristo -y en ese punto el cura se santiguó-, o mueren en el intento.

Observando el palacio de frente, como si fuera el Monte de los Olivos, me di cuenta de que su sombra trepaba por los muros de la mansión de color salmón que tenía detrás de mí por la mañana y se arrastraba poco a poco por encima de los adoquines a lo largo de la tarde. A veces me quedaba allí bajo la lluvia; escuchaba el sonido ensordecedor del cielo cuando se abría, luchando contra el impulso de salir corriendo, poniendo a prueba mi fuerza de voluntad.

Una vez, una anciana vendedora india con un manto negro y harapiento, y el rostro arrugado como una nuez, tuvo piedad de mí y me dio un puñado de alhelíes y gardenias. Los aromas y los recuerdos deben encontrarse en el corazón, porque esa fragancia dulce y fugaz que tenía en las manos pronto se convertiría en uno más de los miles de recuerdos que conservo de mi padre.

Mientras observaba las gaviotas que se posaban sobre el tejado del palacio por la noche y dirigían sus graznidos hacia el océano occidental del que procedía mi padre, sentí que mi propio hogar -a sólo unos kilómetros hacia el sureste- se alejaba cada vez más, arrastrado por una marea que no había creado ningún dios, y que por tanto no respondería a mis plegarias.

En sueños, vi que dejaban ciego a papá con un atizador sacado del fuego al rojo vivo, y oí sus gritos a pesar de que me habían desgarrado el pecho.

Cada noche, desde mi cama, veía cómo le sacaban los ojos, y cuando me despertaba pensaba: «Esta espera no va a ninguna parte, pero tampoco tengo elección. Debo observar y escuchar con atención. Todo debe observarse con el detalle micrográfico de Sofía, de lo contrario pasaré por alto algo importante, algo que nadie más sabe y que podría liberar a mi padre».


A menudo pensaba en escribirle a Tejal, pues sabía que debía preguntarse el motivo de mi silencio, pero las monjas creían que se había convertido al cristianismo y no podía arriesgarme a que la Inquisición la arrestara. Nunca me aventuré a acercarme al convento. Por esa misma razón tampoco me alejé de los alrededores del Palacio de la Inquisición. Cuando miraba hacia el lejano horizonte, me sentía como si estuviera nadando en mar abierto, cabeceando en la inmensidad del océano, que intentaba hundirme hasta el fondo. Le mandé una carta a Nupi cinco días después de que arrestaran a papá: «Todos estamos bien, pero nos quedaremos unas semanas más», mentí como lo haría un ladrón que ya se siente seguro en otro país.

Nupi no sabía leer a pesar de las muchas veces que mi padre había intentado enseñarle, por lo que le envié la carta a un sacerdote hindú de Ponda, a quien le pedí que se la leyera.


Por las noches, cuando volvía a casa después de mi guardia, me iba directamente a la habitación y me sentaba en la cama, dentro de un cuadrado mágico que formaba con cojines de seda azul, con el candelabro de madera sobre la mesilla de noche y una marioneta portuguesa. Sofía entraba a menudo para leerme la Torá. No le preguntaba cómo le iba con Wadi, o si habían hecho planes para su futuro en común. Sólo le decía que le agradecía que me librara de la necesidad de ir a la iglesia, de hacer lo que tácticamente era más sabio.

Sospechaba que algún día me tocaría pagar por la poca seguridad que mostraba ante mi tía, mi tío y mi primo, pero por el momento así es como eran las cosas y no pensaba cambiarlas hasta que mi padre saliera de prisión, y no le pedí disculpas a nadie.


Once días después del arresto de mi padre, mi tía llamó a la puerta de mi habitación y me despertó de un sueño intermitente. Estaba seguro de que rondaba la medianoche.

– Nupi está ahí afuera, pregunta por ti -dijo con evidente disgusto mientras se agarraba los pliegues del camisón; la luz de la vela le acentuaba las bolsas de los ojos, lo que me recordó que había envejecido-. Esa cocinera vuestra dice que no quiere entrar. No hables demasiado rato con ella, probablemente nos vigilan.

Se dio cuenta por mi expresión de sorpresa de que yo no había contado con esa posibilidad.

– Bueno, ¿por qué no tendrían que vigilarnos? -dijo visiblemente irritada-. Tengo a dos judíos en casa y un marido converso. Las cosas no podrían ir mucho peor.

Era tarde y eso debió de soltarle la lengua, y su manera de referirse a nosotros como si fuéramos obstáculos hizo que me hirviera la sangre. Por una vez en la vida, encontré la respuesta correcta.

– Y no te olvides de tu hijo árabe -le dije con cierta dulzura burlona.

Escandalizada por mi descaro, frunció los labios en una mueca de asco. En ese preciso instante creo que empezó a temer lo que yo pudiera decir o hacer. Me alegré enormemente.


Nupi estaba en la calle, encorvada bajo un mantón oscuro mientras la luna proyectaba una malla de sombras entre nosotros.

– Estaba muy preocupada -gimió. Dio un paso atrás y levantó la mano como si fuera a zurrarme por haber hecho alguna travesura-. Cuéntame ahora mismo exactamente lo que os retiene aquí.

– Entra -le dije a la vez que la cogía por un brazo.

– No pienso poner los pies en casa de esa mujer -me espetó con las manos detrás de la espalda-. Estoy segura, tan segura como que el sol sigue al amanecer, de que ella está detrás del mal que os retiene aquí.

– ¿Cómo puedes estar tan segura si ni siquiera sabes lo que ha ocurrido?

– Ashoka interpretó la caída de los pétalos de mi altar. No tengo ninguna duda.

Ashoka era el sacerdote hindú a quien le había mandado el mensaje para Nupi.

– En cualquier caso, no podemos hablar aquí -le dije.

Accedió a seguirme hasta el vestíbulo.

– ¡Hasta aquí! -me advirtió señalándome con un dedo.

La casa estaba completamente a oscuras; la tía María debía de estar ya en la cama. ¿O estaría escondida, oyendo nuestra conversación?

Encendí la candela que estaba fijada a la pared sobre el espejo de la entrada, cogí una silla y le dije a Nupi que se sentara. Puso las manos sobre el regazo. Tenía agarrada una bolsa de tela llena de cosas que hacían un ruido metálico.

Le conté lo del arresto de papá, evitando a propósito cualquier conjetura sobre quién podría haberlo traicionado por si mi tía estaba escuchando a escondidas. El rostro de la vieja cocinera se puso muy serio.

– Sabía que sería algo así -me dijo mientras me daba la bolsa y me hacía señas para que la abriera. Había traído todos sus brazaletes: siete de ellos de plata y dos de oro. Aparte de sus saris, eso era todo cuanto poseía. También había dos cartas de Tejal.

– ¿Para qué son tus pulseras?

– Para rescatar a tu padre.

– Nupi, no puedo aceptarlas.

– Debes hacerlo. No podría seguir viviendo sin haberlo intentado todo. -Se levantó-. Dímelo enseguida cuando quede libre. Entre tanto, me encargaré de la casa. ¿Estás comiendo bien?

– No tan bien como en casa -le dije con una sonrisa.

– No, me lo imaginaba -dijo, como si hubiera dado con la respuesta correcta. Podía ver que se desvivía por besarme, pero que no quería echarse a llorar y, de hecho, yo tampoco. Hay algo en llorar en una casa en la que todos duermen que no puede olvidarse fácilmente. Los dos lo sabíamos por experiencia.

– No puedes irte, es demasiado tarde -dije al fin.

– Me marcho ahora y llegaré a casa al amanecer -me dijo-. Dale un beso a Sofía y otro a tu tío Isaac. Y cuando veas a tu padre, dile que lo estoy esperando.

– El viaje es demasiado peligroso de noche y…

Nupi rechazó mis palabras con un gesto.

– Nadie se fijará en una pobre vieja.

Le ofrecí que se llevara unas galletas y una jarrita de agua.

– No, me voy a casa sin nada -dijo-. Como debe ser.

Y entonces, lentamente pero sin detenerse, se marchó.

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