4

El hermano menor de papá, Isaac, vivía a un día a caballo, en la ciudad portuguesa de Goa. Capital de una colonia del mismo nombre, fue fundada en las tierras que los invasores europeos le habían arrebatado al sultán de Bijapur hacía casi cien años. Varias veces al año, Isaac y su esposa venían a visitarnos durante unos días o, si mi padre se sentía capaz de realizar el viaje, éramos nosotros los que nos aventurábamos por los caminos enfangados y nos sometíamos a los registros insolentes de los guardias fronterizos para llegar hasta su casa. Vivían cerca de la Rua Direita, en una casa de piedra de dos pisos con visillos de encaje en las ventanas. La casa quedaba cerca del río, donde un bosque formado por mástiles de veleros conseguía inevitablemente que papá y yo acabáramos hablando de cómo era la vida en lugares lejanos como Estambul o Lisboa. Una gran cruz en relieve en el dintel coronaba la puerta de entrada a su casa. Isaac, que había seguido a mi padre hasta la India, había sido bautizado cuando decidió vivir en Goa, dado que no se permitía que los judíos residieran permanentemente en territorio portugués. Entonces no se me ocurrió preguntarle a mi tío si practicaba sus antiguas creencias en secreto, pero seguramente no me habría confiado esa información tan delicada siendo tan joven.

Si cierro los ojos, aún puedo recordar lo incómodo que me sentía en la ciudad, como si mi insignificancia no me permitiera estar a la altura del esplendor de las iglesias de piedra y mi inexperiencia me impidiera descifrar el intrincado mosaico de sus calles. Las decenas de miles de residentes portugueses parecían señores feudales y grandes damas vestidas con interminables capas de gasas y volantes. Los hombres también solían llevar sombreros adornados con plumas, algo que me parecía estúpido. El olor a aceite de oliva que emanaban sus habitantes hacía que me picara la nariz y me encogía de miedo en presencia de sus esclavos africanos. Odiaba las cejas perfiladas de las mujeres, que me parecían alas de murciélago.

El tío Isaac siempre tenía regalos sorpresa para Sofía y para mí, y aunque sólo fueran caramelos con forma de corazón hechos con leche, azúcar y comino, saltábamos hacia él hasta quitárselos de las manos. Nos encantaba su júbilo alocado, el joven brillo de sus ojos y su pelo largo y castaño. Papá abría los brazos con una alegría tan radiante cuando se saludaban -como si hubiera pasado semanas enteras entre la oscuridad sólo por el placer de verlo- que enseguida veías que esos dos hermanos habían jugado juntos cuando eran pequeños. Sus gestos se parecían mucho, también: el modo de mirar al techo cuando nos oían decir algo sin sentido, por ejemplo, o cuando sacaban la lengua como perritos cuando Nupi nos traía la cena a la mesa. A menudo se reían sin que el resto de nosotros supiera por qué. Quizás era el hecho de que mi padre e Isaac hubieran estado juntos tantos años antes de conocer a mi madre, pero lo cierto es que mi tío -más que nadie en el mundo- estaba al margen de la muerte de mamá.

El tío Isaac no podía vivir más cerca de nosotros porque su negocio de exportación de ropa y tintes lo obligaba a vivir cerca de un puerto. Esto me parecía una razón estúpida cuando era pequeño y a menudo se lo hice saber.

La tía María era cristiana de nacimiento. Procedía de una familia aristocrática portuguesa que había perdido la mayor parte de sus riquezas en los inestables negocios del comercio de especias. Aun así, mantenía un porte distante y altanero en público, y su esclava personal la protegía del sol tropical con un parasol de seda de color carmesí allí adonde fuera. Estaba extremadamente orgullosa de su palidez y siempre decía que era algo que ni siquiera una fortuna en oro podía comprar. También pagaba a porteadores indios para que la llevaran en un palanquín a misa los domingos, como hacían muchos de los portugueses, aunque eso no gustaba nada a mi tío, que prefería andar a su lado. Mi tía llevaba vestidos con varias capas de seda, incluso en las más calurosas tardes de verano, y siempre tenía a punto un pañuelo con un lazo de color rosa para secarse las gotas de sudor que le bajaban por las mejillas y el cuello. Una vez nos acompañó a mi padre y a mí hasta el río con el pelo peinado hacia atrás y recogido bajo un cono de terciopelo negro con una coronilla de perlas en lo más alto. No pude evitar preguntarle si le dolía.

– La incomodidad de los vestidos y los peinados -me dijo con su florido acento- es señal de buena cuna. -A continuación se volvió hacia mi padre y añadió-: Aunque los hindúes, ni siquiera los brahmanes, puedan comprenderlo.

Yo pensaba que era muy rara porque se comía la papaya con sal y se santiguaba cada vez que se cruzaba con un perro o un gato. A veces, por razones que nunca acerté a comprender, dibujaba con los dedos la cruz sobre mi frente, lo que siempre me provocaba picores.

Para gran frustración mía, jamás conseguía hacer nada bien a ojos de mi tía. Era demasiado atento con Sofía, o demasiado bullicioso con mis compañeros de juegos hindúes. Le molestaban especialmente que llevara los pies sucios. Estaba seguro de que odiaba a los chicos, y las miradas que a menudo le dirigía a mi tío Isaac me convencieron de que tampoco le interesaban mucho los adultos. Intenté desesperadamente hacerme invisible siempre que estaba en su presencia. No creo que papá se diera cuenta de cuánto me incomodaba, pero un día me pidió que la perdonara por ser tan maleducada, dado que era una mujer infeliz.

– ¿Infeliz por qué? -pregunté. Esto ocurrió después de una estancia especialmente desagradable en su casa.

– Ella e Isaac no tienen hijos -contestó mi padre.

– ¡Pero si no le gustan los niños!

– Desearía que fueras hijo suyo -dijo para mi sorpresa-. Y le da rabia que no lo seas.

El corazón me dio un vuelco, me sobrevino un sentimiento de terror.

– ¿No le darías nunca a tu hijo, verdad? -pregunté vacilante.

– ¡Darle a mi hijo! -exclamó mi padre horrorizado antes de echarse a reír. Tras una breve negociación, estuvimos de acuerdo en que nunca tendría que permanecer más de seis días seguidos con mi tía.

– El Señor tardó seis días en crear el mundo y luego descansó -dijo papá-, por lo que deberíamos poder permitirnos la misma bendición.


El tío Isaac y la tía María no pasarían mucho tiempo más sin hijos. En diciembre de 1577, cuando yo casi tenía seis años y Sofía sólo dos, adoptaron a un huérfano que tenía casi la misma edad que yo. Nunca llegué a descubrir por qué no quisieron un bebé, pero una vez oí que Nupi, muy indignada, le contaba a mi padre en su mal portugués «que esa cuñada suya… ¡quiere un chico que ya esté enseñado!».

Los padres musulmanes de mi nuevo primo, que habían sido asesinados por los soldados portugueses durante un asalto a un barco árabe cerca de la costa Malabar, le pusieron el nombre de Wadi; pero las monjas que lo cuidaron decidieron que debía tener un nombre cristiano y lo llamaron Guilherme. No obstante, por una desafortunada coincidencia, el cocinero indio de mi tía ya se llamaba así. Ella vio en ello una oportunidad de ganarse la fama de ser un alma piadosa, por lo que mi tía decidió llamar al chico Francisco Javier, como el misionero jesuita que había convertido a decenas de miles de hindúes en Goa varias décadas atrás. Sin embargo, los vecinos solían referirse a él como el pequeño mouro -el morito-, ante lo que sus ojos, de natural almendrados, se abrían como platos de ira, ya que siempre evitaba mencionar que había sido adoptado, incluso ante la gente que ya lo sabía. Cuando los adultos no podían oírnos, Sofía y yo siempre lo llamábamos Wadi, ya que considerábamos que era un nombre muy bonito que además sonaba exótico. Y él parecía preferirlo. Más adelante, papá también pasó a llamarlo así. Nos dijo que el Francisco Javier original había pedido al papa que estableciera la Inquisición en Goa y, como resultado, los judíos conversos como Isaac, así como los que habían sido hindúes, tuvieron que grabar cruces en sus portales para garantizar a la Iglesia que no volverían a sus doctrinas prohibidas. Los conversos, que es como les llamaba a veces, incluso corrían el riesgo de ser quemados vivos en un lugar especial junto al río si alguna alma traidora, para ganarse la bendición de la Iglesia, los acusaba de seguir practicando sus creencias. Muchos pobres desgraciados morían entre las llamas casi cada año.

– Pero ningún niño, ni siquiera bajo el auspicio piadoso de vuestra tía, debería afrontar la vida con un nombre tan mal escogido -nos dijo papá.

– Ni pasar más de seis días seguidos con ella -le recordé.


Al principio Wadi me exasperaba, ya que no se dignaba a contestar ni a la más simple de las preguntas que le hacíamos.

«¿Tienes hambre?», le preguntaba mi padre, o «¿quieres dibujar conmigo y con Ti?», pero él se limitaba a apretar los labios y no decir ni pío.

La primera vez que lo conocí le pregunté si quería ayudarme a desherbar las plantas de albahaca de Nupi. La albahaca era una planta sagrada para los hindúes, por lo que se trataba de un honor que nuestra cocinera nos concedía después de mucho suplicar, pero Wadi simplemente volvió el rostro como si le hubiera pegado un bofetón.

Después de que él y sus padres se hubieran marchado, le confesé a papá lo mucho que me había enfurecido y lo acusé de creerse demasiado bueno para nosotros.

– ¡Pero si apenas ha empezado a aprender portugués! -exclamó papá, horrorizado por mi falta de sentido común.

– Oh, no había pensado en eso -dije yo, sintiéndome un perfecto idiota.

Dado que me consideraba a mí mismo muy magnánimo, decidí darle otra oportunidad la próxima vez que nos visitara.

Wadi era algo más alto que yo y esbelto como un alambre. Tenía la piel color aceituna, unos impresionantes ojos verdes perfilados en negro y unas largas y delicadas pestañas que le daban un aire pensativo cuando estaba tranquilo. Mis tíos pensaban que era bastante guapo, lo cual no dejaba de ser cierto. También estaban convencidos de que todo lo que hacía era encantador, lo que distaba bastante de ser verdad. En presencia de adultos, por ejemplo, caminaba con paso marcial, hasta el punto de que incluso yo me di cuenta de que no era buena señal, aunque me pasó por alto lo más obvio: que eso significaba lo mucho que lo incomodaba su nuevo hogar. En aquel momento, de hecho, sólo me apetecía pegarle. Su madre solía hacerlo desfilar por la habitación ante los invitados, que invariablemente estaban de acuerdo -entre expresiones de asombro- con que era un muchachito encantador.

En la segunda visita que nos hicieron, en la que tuve la primera oportunidad de quedarme a solas con él, no quiso subirse conmigo a una mimosa cerca del canal de Indra. Me sentí insultado y le dije que jamás volvería a invitarlo a hacer nada más conmigo; como única respuesta, salió corriendo hacia la casa con lágrimas en los ojos. Por desgracia, le contó a su madre -aún entre sollozos- mi falta de educación. Cuando ella se lo contó a mi padre, éste estalló como la pólvora.

– ¡Ti! -gritó desde el salón en cuanto oyó mis pasos en la veranda-. ¡Ven aquí enseguida!

Se me cayeron los mangos que había recogido para Nupi, y las manos me quedaron pegajosas por el jugo de las frutas. Papá se plantó ante mí como el Dios de la Torá.

– ¡Deja esas malditas frutas! -aulló.

Mientras obedecía, miré un momento hacia mi tía, que se abanicaba acomodada en el sillón de terciopelo de papá y me mostraba una expresión de majestuoso desprecio, como si yo no fuera más que un huevo podrido. Nupi debió de salir de la casa tan rápida y silenciosa como una mangosta y rodeó la veranda, porque nos observaba desde la ventana que daba a ella con el rostro arrugado por la preocupación.

– ¿Te importaría dejarnos solos un momento? -le dijo papá a nuestra cocinera mientras cerraba de mala manera los postigos sin esperar su respuesta. El seco porrazo de la madera no prometía mucho. Empecé a sudar. No alcanzaba a pensar qué era lo que había hecho. Me limpié el jugo de mango de las manos en un faldón de mi dhoti, con lo que quedó manchado de amarillo.

– ¿Lo que quieres es disgustar a Wadi? -preguntó papá-. ¿O es sólo que eres incapaz de ver las cosas desde su punto de vista?

– No… no sé qué quieres decir -tartamudeé.

– ¿Ah, no?

Mi padre entornó los ojos como si fuera demasiado obvio que estaba mintiendo y recapituló todo lo que la tía María le había contado. No me atreví a mirarla, pero sentí que su satisfacción me corroía como el ácido.

– Papá, sólo le dije lo que pensaba.

– No todo lo que piensas es de oro, ¿sabes? Ti, ese pobre chico aún debe aprender a confiar en nosotros. Wadi necesita tiempo.

– Intentaba enseñarle tortugas, libélulas y cosas así -alegué-. Y parecía que nada le importaba. Y luego quise que subiéramos a un árbol para ver la punta del templo hindú más allá de los arrozales y… y…

– Lo sé -me interrumpió con la voz ya suavizada-. Pero debes aprender a tener más paciencia. La amabilidad sin paciencia no sirve de nada. -Al ver que yo no entendía lo que quería decir, añadió-: Los demás no siempre están preparados para las buenas cosas que hacemos por ellos, por lo que debes esperar a que lo estén y ayudarlos a que lleguen a estarlo.

Papá me cogió por los hombros.

– Ti, el resto de la gente es tan real como tú mismo. No existen sólo dentro de tu cabeza. -Me puso la yema del dedo en medio de la frente y apretó un poco antes de continuar-: Todos somos criaturas frágiles sentadas en el centro del universo particular de cada uno.

– ¿Me estás diciendo que es culpa mía que Wadi no quiera hacer nada conmigo? -dije, intentando aclarar el tema.

– No, lo único que digo es que tu primo merece tu cariño y tu amistad.

Esa respuesta me desconcertó, ya que no podía entender por qué razón Wadi podía merecerse algo. Cuando papá me dejó marchar, salí disparado porque no quería que mi tía viera mis lágrimas.

Durante la siguiente visita de Wadi, yo estaba bañando a Sofía en el patio cuando él apareció por la puerta. Decidido a conseguir que papá estuviera contento conmigo, lo invité a acercarse con un gesto cordial, pero él se limitó a quedarse allí como una estatua de yeso, por lo que le pedí que se acercara en mi mejor portugués. Wadi no respondió. ¿Cómo podía resolver ese acertijo mudo? En un arranque de inspiración, me acerqué a él y le puse a Sofía en los brazos y le enseñé cómo debía secarla con mi toalla. Al principio se mostró nervioso e intentó rechazarla, pero yo insistí en que la sostuviera. Incluso le pusimos talco en el trasero los dos juntos y le peinamos sus suaves mechones. A partir de ese momento, siempre que Wadi estaba en casa, seguía a Sofía como si ella fuera su único vínculo con el resto de la humanidad. Le encantaba sentarla en su regazo y decirle cosas con una voz fina y chillona que la hacía reír. La entretenía con las marionetas de sombras que cortábamos los dos juntos. Para ayudarla a andar con aquellas piernas torcidas e inseguras que tenía, se ponía detrás de ella y le sostenía las manos por encima de la cabeza mientras le decía que era la chica más lista que jamás había visto. Cuando nos alejábamos de nuestros padres, a veces le susurraba cosas en árabe, aunque a medida que pasaban los años dejó de hacerlo alegando que había olvidado todas las palabras que sabía. Gracias a Sofía, aprendió a confiar en mí, en Nupi y en papá. Y quizá también en su padre y en su madre.

A lo largo de los meses siguientes, me las arreglé para convencer a Wadi para que me acompañara en varias aventuras por las aldeas cercanas. Los chicos no necesitan muchos motivos para caerse bien o para desear pasar el rato juntos, y para mí era suficiente el hecho de que fuera un veloz corredor y que tuviera unos pies increíblemente grandes, como los de un conejo gigante; y que fuera capaz de chillar más alto que nadie a quien yo conociera. Podíamos hablar interminablemente sobre el tema más absurdo: sobre lo que comían los monos de barba dorada cuando se pellizcaban la piel los unos a los otros, o sobre la utilidad del ombligo. También pasó a ser muy consciente de sus deberes cuando ayudaba en nuestra casa, a recoger bigotes de gato para el altar que Nupi tenía en su habitación, por ejemplo. Siempre que quería dibujarlo, se sentaba pacientemente, se quedaba quieto más tiempo del que parecería posible y casi siempre quedaba contento con el resultado, que solía llevarse a su casa para colgarlo en la pared junto a su cama. Tenía sus propios apodos cariñosos para todo el mundo. Sofía era la Ardilla Voladora, porque era pequeña y rápida; Nupi era la Senhora Semilla de Hinojo, porque se pasaba el tiempo comiéndolas para aliviar su vientre. A mí me llamaba Tigre. Era un juego de palabras con mi nombre y con lo furioso que me ponía cuando me enfadaba. Si veía que estaba a punto de enojarme, se santiguaba y alzaba la mirada hacia el cielo, como si buscara ayuda divina, y eso me encantaba porque era como reconocer tardíamente todo mi poder.

Cuando se reía con ganas, Wadi perdía la fuerza hasta tal punto que no podía mantenerse en pie, y gritaba como si se estuviera deshaciendo. A veces creo que sentía con más intensidad que el resto de la gente, quizá por eso más adelante aprendió a esconder tan bien esas emociones. ¿Es posible que Wadi fuera la persona más sensible que haya conocido jamás?


Cuando Wadi y yo estábamos juntos en Goa, acostumbrábamos a escaparnos hacia los desvencijados barrios hindúes, que eran tan sucios y ruidosos como un infierno divino, lo que los convertía en muy interesantes para nosotros. Nos gustaba sentir los empujones de los enjambres de las multitudes, especialmente en los mercados. Todo, incluida la gente, apestaba a aceite de coco, a cúrcuma y a otros mil olores más difíciles de identificar. Estoy seguro de que más de una vez nos emborrachamos con sólo respirar ese aire.

En ocasiones nos topamos con escenas tan dolorosas que yo notaba que se me nublaba la vista y me flaqueaba el aliento. Recuerdo especialmente a un mendigo sin piernas ni brazos, de edad indefinida, al que veíamos avanzar lentamente, como un cangrejo, por las calles. Llevaba los muñones envueltos en viejas hojas de banano ennegrecidas, y tenía el pelo tan enmarañado y apelmazado que parecía una cuerda deshilachada. Según se decía, su padre le había cortado los miembros al nacer para que pudiera ganarse mejor la vida.

Una vez vimos a dos indios, constructores de andamios, que lo echaban a patadas de la casa en la que trabajaban como si se tratara de una pelota de cuero. Cuando les pregunté por qué lo odiaban, respondieron que no lo odiaban, pero que era un paria que no tenía derecho a molestar a la buena gente. Ese día conseguí reunir el valor suficiente para acercarme a él y darle unas monedas de cobre que cogió con la boca.

Recuerdo también una vez que nos cayó encima el techo de hojas de palmera de un salón de té. Nos arrastramos, al borde de la histeria, por debajo de las mesas en dirección a la puerta, hasta que se incendió la cocina. Entonces tuvimos que salir corriendo para salvar nuestras vidas y desde entonces podemos contar esta terrorífica historia. A veces añadíamos que habíamos salvado a dos bebés de las llamas para que la gente creyera que éramos unos héroes.

En otra ocasión, en ese mismo salón de té, Wadi encontró un enorme escarabajo marrón con unas mandíbulas feroces en el fondo de su taza; aturdido, pero todavía vivo. Cuando lo sostuvo entre sus dedos y el animal movió las patitas en el aire frente a los ojos del propietario del local, el tipo -poco más que un palo con un turbante en lo alto- juntó las manos en posición de plegaria y exclamó:

– ¡Otro ganador! -tras lo cual le dio a Wadi un collar de alhelíes medio mustios como premio. Si no fuera porque yo también estaba allí, no me lo hubiera creído.

Tuve esa guirnalda junto a mi cama durante semanas. Las flores se secaron y adoptaron un color amarillento, hasta que una noche desaparecieron. Nupi negó haberlas cogido mientras dormía, pero yo imaginé que se había hartado de su olor agrio y las había tirado. Dos años más tarde, descubrí la verdad, y con ello aprendí algo de mi hermana que jamás habría sospechado.


Después de cierto tiempo, era obvio que Sofía y yo éramos el refugio de Wadi. Jamás adoptaba ese paso marcial cuando estaba a solas con nosotros y hablaba portugués con mayor fluidez, dado que su madre no estaba allí para ponerlo nervioso. Para evitar los castigos de la tía María, empezó a mostrar muy pronto un considerable talento para el sigilo. Solía dejar una muda de ropa limpia en una cesta de mimbre bajo nuestra veranda, por ejemplo, o en la panadería que había cerca de su casa, en Goa, de manera que incluso tras nuestras aventuras más embarradas podía saludar a sus padres con el aspecto digno de un príncipe portugués.

Por desgracia para mí, el ingenio de mi primo tuvo el efecto imprevisto de confirmarle a mi tía que yo era una mala influencia, ya que en comparación -con el pelo lleno de ramitas y la cara sucia- yo solía parecer un trabajador de una baja casta, de esos que cavan las acequias. Me contrarió bastante comprobar que Wadi jamás intentó convencer a su madre de lo contrario, aunque ya me había contado que difícilmente se podía mostrar en desacuerdo con lo que ella decía sin que se le notara lo que realmente pensaba.

– Además, el tío Berequías jamás te castiga -solía decirme-. Antes preferiría tumbarse sobre cristales rotos que darte una paliza.

Cuando notaba los celos en la voz de Wadi siempre acababa por perdonarlo, pero a medida que nos hicimos mayores, empecé a sospechar que le convenía, y mucho, tener un granuja a mano.


Sólo unos meses después de su adopción, Wadi sufrió un ataque epiléptico. Al oír las convulsiones, mi tía corrió a su habitación, lo cogió en brazos y gritó para pedir ayuda. El tío Isaac estaba trabajando en su almacén, por lo que fueron los sirvientes y los vecinos los que acudieron a toda prisa, lo que sólo contribuyó a aumentar la ansiedad de mi tía, puesto que todo el mundo se iba a dar cuenta de que su hijo no sólo era un moro, sino que además estaba aquejado de una enfermedad terrible que podía incluso llegar a ser contagiosa. Cuando acabaron las convulsiones, un médico portugués le hizo inhalar a Wadi el vapor de un trapo de algodón muy caliente empapado con aceite de palmera. El pobre chico estaba exhausto y asustado, cubierto por una pátina de sudor.

– Parecía como si hubiese caído dentro de un pozo lleno de agua -nos dijo tío Isaac cuando acudimos a visitarlos precipitadamente a Goa.

Recuerdo que los ojos de mi tío estaban enrojecidos por la angustia, parecía que le faltaba el aire.

– Ti -me dijo-, siento tener que decir que no creo que Wadi vaya a tener una vida fácil.

Me gustaba que la gente me hablara como si fuera un adulto, y cuando le juré que intentaría ayudarlo me sonrió y me acarició la cabeza con aire ausente, mientras pensaba -estoy seguro de ello- que no había nada que un niño pudiera hacer ante un destino tan terrible.


En ese mismo viaje a Goa, recuerdo que mi padre y la tía María tuvieron una agria discusión. Habíamos ido con mi tía a ver a una vieja amiga suya que acababa de dar a luz a gemelos dos semanas antes. La joven aún se encontraba débil tras el suplicio del parto y tenía una estatuilla pintada de la Virgen María sobre la almohada como talismán. Todos los visitantes se agachaban para besarla cuando entraban en la habitación, como mandaba la costumbre cristiana portuguesa. Mi padre se negó, incluso cuando mi tía lo instó a hacerlo con un empujón.

– María, querida, la única virgen que he besado en mi vida fue mi esposa -dijo él sin perder el sentido del humor-. Y besar a otra fabricada con la rama de un árbol y pintada de forma tan incompetente no me interesa.

Mi tía soltó un grito ahogado y lo miró como si estuviera a punto de estrangularlo, ya que papá lo había dicho en presencia del médico y de dos sirvientes indios, pero no fue hasta que salieron a la calle cuando le echó una bronca furiosa, básicamente le dijo que era un tacaño en cuestiones de corazón. Mi padre la escuchó sin interrumpirla, con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud defensiva, con una expresión de resuelta paciencia. Cuando finalmente mi tía acabó de hablar, hizo un gesto condescendiente con la cabeza, como si papá estuviera fuera del alcance de sus bienintencionados esfuerzos. Quizá fuera por eso por lo que papá la obsequió con una respuesta que la dejó callada durante el resto de la tarde.

– María, ¿nunca se te ha ocurrido que el hecho de tolerar tus estúpidas opiniones y tus endemoniadas diatribas sin insultarte podría considerarse un acto de generosidad por mi parte? ¿Y que si soy capaz de hacerlo es sólo por el cariño que siento por mi hermano, para respetar las decisiones que ha tomado en su vida, me gusten o no?


Wadi me confió que nunca recordaba las convulsiones después de que ocurrieran, pero que siempre sabía cuándo le estaban a punto de venir.

– Es como si se formase una tormenta de rayos en mi interior -me dijo-. Veo destellos y siento el aire ardiendo, como caramelo recién hecho.

La voz de Wadi cambiaría unos años más tarde, pero durante esa época le temblaba un poco, como si se le hubiera atravesado una piedrecita en la parte de atrás de la garganta. Cuando la oía, crecía en mí el sentimiento de protección que sentía por él.

Después del segundo ataque que tuvo en presencia de su madre, ésta le rogó que no volviera a asustarla de ese modo jamás. Se lo dijo a la vez que le ponía una mano sobre el corazón, mientras que con la otra lo agarraba por el brazo, como si no tuviera intención de soltarlo jamás a menos que doblegase su voluntad a la de ella.

– No sé si sobreviviría a otro ataque, o sea, que mejor no lo hagas más, ¿me oyes?

Wadi imitaba a su madre de forma casi perfecta, por lo que sé exactamente la desesperación con la que se lo había suplicado. Él nunca me contó lo que le había respondido, pero estoy seguro de que cerró los labios y no dijo nada. Al fin y al cabo, entonces ya sospechaba que ni la fuerza de la voluntad -ni un número indeterminado de avemarías- podría evitar esos ataques que la tía María había empezado a llamar sus «desvíos», de manera que la gente que la oyera hablar no pudiera saber a qué se estaba refiriendo. Puede que fuera en esas circunstancias cuando Wadi decidió que el engaño era el único modo de conseguir la felicidad, porque a menudo me contaba -no sin antes hacerme jurar silencio- que siempre que veía los destellos en el aire corría tan rápido como podía a encerrarse en la bodega y, una vez dentro, cerraba la puerta para que nadie pudiera ver u oír lo que le pasaba.


La primera vez que fui testigo de uno de los «desvíos» de Wadi yo tenía ocho años y medio, y eso no hizo sino reforzar el afecto que ya sentía por él -e incluso por mi tía- de un modo que jamás habría sido capaz de predecir. Cuando pienso en ello ahora, me parece que en ese momento toda mi vida dio un giro.

Estábamos en la veranda de casa, desplumando una pintada que Nupi pensaba prepararnos para cenar.

– Ya está aquí -murmuró Wadi.

– ¿Qué? -pregunté, pero no había acabado de preguntar cuando sus ojos mostraban ya un terror tal que supe lo que estaba a punto de ocurrir. Sólo he visto una expresión de pavor tan clara otra vez en mi vida, y en esa ocasión no estuvo en mis manos la posibilidad de ofrecer ningún tipo de ayuda.

– ¡Debo esconderme! -dijo con un tono de voz entre el susurro y el chillido-. ¡Tigre, ayúdame! -Alargó la mano hacia mí y me miró como si estuviera a punto de caer por un precipicio.

Antes de que pudiera cogerle la mano, los ojos se le pusieron en blanco y echó la cabeza hacia atrás hasta golpearse con el suelo de madera. Soltó un sonoro gruñido de queja, como si le hubieran golpeado en el estómago, y empezó a sufrir espasmos en las piernas y los brazos. Parecía un muñeco de trapo poseído por un genio. Una mancha húmeda empezó a esparcirse por la parte delantera de sus pantalones.

Le levanté la cabeza y la apoyé sobre mi regazo mientras llamaba a papá. Le salía sangre de la boca, seguramente se había mordido la lengua o la mejilla. Sumido en el terror, no podía dejar de pensar en una sola frase: «Su sangre nos unirá para siempre».

Papá y tío Isaac no tardaron en acudir corriendo. La tía María estaba en el mercado de Ponda con la sirvienta de Goa que siempre la acompañaba.

El ataque duró unos cuantos minutos. Papá me dijo una y otra vez que Wadi se pondría bien, pero yo lo dudaba y empecé a llorar, temía por su vida. Cuando acabaron las convulsiones, el chico quedó tendido inconsciente en brazos de su padre. Yo corrí a buscar agua de nuestro pozo, y Nupi le lavó la cara y los brazos, que le habían quedado empapados por el sudor. Finalmente se despertó, pero no recordaba nada de lo que le había ocurrido y era incapaz de hablar. Bebió como si hubiera atravesado un desierto y escupió más sangre, pero por suerte sólo se había mordido el interior del labio. Cuando reunió fuerzas suficientes para levantar los brazos no los extendió hacia su padre como yo pensaba que haría, sino que me tendió la mano. Parece extraño, dicho así, pero me lo tomé como si hubiera sido elegido por Dios en persona. No lo solté ni siquiera cuando el tío Isaac lo llevó en brazos por toda la casa hasta llegar a su cama. Al fin y al cabo, ¿quién querría soltar voluntariamente la mano de Dios?


Cuando Wadi se quedó dormido y a salvo, le pregunté a mi padre si podíamos rezar por él. Papá pensó que era una idea estupenda.

– ¿Qué quieres rezarle? -me preguntó.

– No lo sé. No estoy seguro, algo adecuado.

Los ojos de mi padre brillaron divertidos y con afecto.

– Si se reza con fe, cualquier oración es, como tú dices, adecuada -rió.

Siempre me había gustado la Januka, la Fiesta de las Luminarias, por lo que empecé la oración que papá me había enseñado el año anterior: Baruch atah Adonai, Elohenynu Melech ha'olam, asher kidshanu bemitzvotav, vetzivanu, lehadleek ner, shel chanukah. «Bendito eres, Señor, nuestro Dios, rey del universo, quien nos santificó con sus preceptos y nos ordenó encender la vela de la festividad de la Januka.»

Esa noche papá aplicó su pedernal a una mecha enrollada con cera de abeja y me dejó encender con ella cada una de las siete velas de nuestra menorah. Luego lo pusimos en una mesa junto a la cama de Wadi, para que no se encontrase a oscuras si se despertaba durante la noche.


Después de ese ataque, la tía María estuvo muy cariñosa tanto con su hijo como conmigo. No se apartó del lecho de Wadi en todo el día y la noche y, a la mañana siguiente, salió a la veranda desde la que yo contemplaba el amanecer y me agradeció que lo hubiera ayudado.

Con gesto cansado, se pasó una mano por el pelo, que no se había cepillado, y se agarró al collar de perlas que llevaba como si se estuviera asiendo a su propia cordura.

– Tienes que disculparme por mi aspecto -murmuró, y empezó a describirse como si fuera hecha un desastre, aunque yo la veía preciosa. Sus ojos me parecieron puros y honestos, pero terriblemente tristes. Me sentía como si la estuviera viendo por primera vez.

– A veces me pregunto dónde estoy -me confesó-. Y cómo he llegado hasta aquí. ¿Te has sentido así alguna vez?

– No estoy seguro.

– Te contaré un secreto -susurró-. Me asusta sentirme así, como si tuviera que hacer algo para cambiar mi vida, como subir a un barco para volver a Portugal. -Me cogió la barbilla con las manos-. Tiago, tú y yo no empezamos muy bien -me dijo-. ¿Crees que podríamos volver a intentarlo desde el principio?

Las fiorituras desaparecieron de su forma de hablar y me pareció que no volvería a oír esa voz tan sencilla a menos que le respondiera que sí. Por esa razón más que por cualquier otra, acepté, pero incluso mientras asentía sentí que una parte de mí intentaba apartarse de ella. Después de todas sus burlas, sabía que jamás podría confiar en ella plenamente. Aun así, cuando le llevó a Wadi algo de sopa y pan para desayunar y se arrodilló junto a él para ayudarlo a comer, vi claramente que había subestimado el amor que sentía por su hijo, y como consecuencia, la profundidad de su sufrimiento.

La tía María estaba sentada en una silla, bordando junto al lecho de Wadi después de que éste volviera a quedarse dormido y, mientras observaba sus manos rápidas y seguras, pensé en mi madre. Los celos se revolvieron dentro de mí, para mi sorpresa. Me sentía como si hubiese sido abandonado, me tentaba la idea de decirle algo inteligente o agradable, pero no se me ocurrían las palabras adecuadas y acabé por retirarme a mi habitación.

Ya en mi cuarto, pensé en algo que no se me había ocurrido hasta entonces: mi tía simplemente no podía evitar decir cosas inadecuadas todo el tiempo. Se debía a lo infeliz que había sido antes de que Wadi entrara en su vida. Eso era lo que papá había estado intentando explicarme.


Papá me dijo unos días más tarde que el tío Isaac y la tía María habían preguntado a las monjas que cuidaban a Wadi por qué no les habían dicho nada acerca de esos ataques, pero las monjas juraron que no sabían nada sobre ello. Mi padre sospechaba que mentían y que el chico debía de haber sido rechazado alguna vez por esa razón.

Ahora, casi cuatro décadas más tarde, me doy cuenta de que puede que fueran las monjas -y no la tía María, como siempre había pensado- quienes le dieron a Wadi la idea de reescribir su propio pasado. Dadas las circunstancias, puede incluso que a él le pareciera justo y natural.


El papel que Wadi quería que yo tuviera en su vida -al menos cuando nuestras aventuras se solapaban con el universo de los adultos- me quedó absolutamente claro un tempestuoso día de primavera, cuando teníamos nueve años. Esa tarde me propuso ir a visitar la mezquita de Safa, camino de Ponda. Era un lugar prohibido para él, ya que según su madre todos los musulmanes eran ladrones o piratas, y cuando me mostré en contra de ir con ese argumento, Wadi me dedicó una mirada burlona y dijo que iría solo si yo no tenía el valor suficiente para acompañarlo. Aunque sus padres no le habían hablado jamás de su captura a bordo de un barco árabe, hacía más de tres años que oía chismorreos acerca de sus orígenes: quería oír de cerca las plegarias musulmanas.

Ocultos en un matorral de palma cercano, imaginamos que éramos espías de la corona portuguesa y contemplamos la hilera de fieles que entraba en el templo. Wadi se rió de un modo forzado y malintencionado de las largas vestiduras que llevaban algunos hombres y de los cánticos monótonos del almuédano. Me pareció que se estaba planteando su propia vida y el camino que se había visto forzado a tomar. «Quizá ni siquiera estoy cerca de lo que debería ser.» Eso debió de ser lo que empezó a dar vueltas en su cabeza a partir de aquel día, de ese modo tan incómodo con el que las reflexiones adultas a veces ocupan la mente de un niño.

Agachado junto a él entre las sombras, sentí el peligro en su interior, como si Wadi no estuviera conmigo, sino solo dentro de una caverna de pensamientos secretos. Incluso me pareció que podía oler la oscuridad que lo rodeaba. Parecía estar esperando para envolverme a mí también, por lo que me eché a temblar con un sentimiento urgente a medio camino entre el miedo y la expectación.

Cuando el servicio hubo empezado, salimos de nuestro escondite y nos sentamos en el borde de una fuente de piedra situada entre los naranjos que había frente a la mezquita, desde donde estuvimos escuchando las voces apagadas del interior. Empezó a lloviznar, y mientras yo jugaba con el agua de la fuente, Wadi lanzó un palo a través de una de las ventanas. Me horroricé cuando me di cuenta de que había tocado a alguien, que ahora gritaba con todas sus fuerzas. Antes de que yo pudiera reaccionar, Wadi salió corriendo, gritando que todos los musulmanes eran infieles. Yo salí corriendo detrás de él.

Corrimos tan deprisa a través del bosque que Wadi tropezó y cayó por un barranco lleno de helechos y hierbas, y se hizo un buen corte en un brazo. Rasgué un trozo de tela de mi dhoti y le envolví la herida con él. Se lamentó de no haber ido con más cuidado.

– Mi madre me va a matar -gimió.

– No, iremos a buscar la ropa limpia del cesto que guardo bajo la veranda y le daremos éstas a Nupi para que las lave. Les haremos creer que no ha sucedido nada, nunca llegarán a saberlo.

Una vez en casa, Nupi accedió a ayudarnos, aunque nos recriminó que esa vez habíamos ido demasiado lejos, y murmuró para sí algo sobre los niños portugueses, que eran todos unos malcriados y unos consentidos. Todo fue bien aquel día, pero el tío Isaac se dio cuenta de las magulladuras de Wadi a la mañana siguiente, cuando lo despertó para el viaje de vuelta. Mi primo dijo que se había caído al apartarse del camino porque venía un palanquín que llevaba a un pandito, un médico indio, que acudía a toda prisa a visitar a un paciente. El tío Isaac, no obstante, sabía muy bien que en el campo los médicos se desplazaban a pie o, como mucho, en carros de bueyes. Después de amenazarlo con darle una zurra, Wadi confesó la verdad sobre la visita a la mezquita, excepto por el hecho de que añadió que había sido yo quien lo había convencido para ir y que le había hecho volver a casa corriendo bajo la lluvia. Lo que no mencionó, por supuesto, fue que se había burlado de los fieles musulmanes o que había tirado un palo por la ventana.

Mi padre me llamó a la biblioteca esa mañana y me contó la versión de Wadi de nuestra travesura, haciéndome callar cada vez que intentaba interrumpirlo. A medida que se enfurecía, me parecía cada vez más claro que mi primo debía saber que el tío Isaac jamás creería la excusa del palanquín. Lo que quería en realidad era que su padre aceptara la segunda narración de los hechos sin ponerla en duda, y la mejor manera de conseguirlo era que lo «pillaran» contando una mentira que lo obligara a confesar la verdad. Por lo visto, el tío Isaac creía que su hijo no era capaz de mentir dos veces seguidas.

¿No podría haberle contado a su padre simplemente que había tenido un ataque y se había caído sobre unas piedras? Eso habría dejado satisfecho a todo el mundo, pensé. Al menos hasta que mi padre finalizó su diatriba y me miró como si ésa fuera mi única oportunidad de explicarme. Luego se me ocurrió que Wadi no se atrevía a prestar ninguna atención adicional a su dolencia, dado que su madre la consideraba una maldición en sí misma.

¿Sería la necesidad de disimular su sufrimiento la causa de todo lo que hizo desde entonces?

No estaba seguro de lo que debía decirle a papá. Me sentía furioso, pero también sabía que si Wadi hubiera contado la verdad su madre se habría dado cuenta de que sentía curiosidad acerca de su origen musulmán, lo que habría conducido inevitablemente a una escena. Mi primo recibió también un buen sermón de su padre, quien debía temer que alguien se fijara excesivamente en las creencias religiosas de su familia. Aún no se me había ocurrido que el rechazo de la tía María a hablar abiertamente sobre la adopción de su hijo en el fondo era una farsa que no traería más que mentiras más serias, pero quizá Wadi ya se sentía atraído por un peligro del que no podría escapar. Quizás era incapaz de decir la verdad.

Fue muchos años después cuando caí en la cuenta de que mi primo pudo haberse sentido muy confundido acerca de sus propios sentimientos. Quizás incluso quería, secretamente, que sus padres supieran que había visitado una mezquita para que finalmente se le reconociera la vida que había dejado atrás.

Antes de que pudiera decir algo -cualquier cosa- sobre todas mis reflexiones enlazadas, el rostro de mi padre se suavizó. Me pidió que me acercara a él y me besó.

– No soporto enfadarme contigo -susurró-, y ese silencio que guardas, como si yo fuera un ogro… Ti, a veces no sé qué hacer contigo.

– Lo siento, papá.

– Si prometes no volver a visitar jamás ninguna mezquita con Wadi olvidaremos lo que ha ocurrido.

Le di mi palabra y no me castigó. Aun así, nunca consideré que ése fuera un final feliz. Dejé que mi padre creyera una mentira sobre mí y además me di cuenta de que no podría volver a confiar en mi primo en toda mi vida.

Загрузка...