20

Debería haberme apartado de Kama en el momento en el que supe que era hijo mío. Como un jainista cumpliendo su ahimsa, su voto de no violencia, yo podría haberme limitado a ser como el paisaje de mar y arena, podría haber aprovechado esa posibilidad de redención silenciosa, o simplemente podría haberme adentrado en las profundidades de la jungla unos kilómetros tierra adentro y erigir mi santuario en cualquier lugar. De hecho, tenía la certeza de que si me daba la vuelta en ese momento, todo podría acabar sin derramar ni una gota de sangre, incluyendo la mía. Podría haber llegado a dominar mis lentos pasos hacia la resignación. Podría haber cerrado los ojos. No tenía que preguntarle nada más a Wadi, ni siquiera tenía que ver a tío Isaac. ¿Qué me unía a ellos, ahora? No necesitaba saber si el padre Carlos era ya prisionero del Santo Oficio o si el Analfabeto había sido ejecutado. Podría haber empezado una nueva vida en algún otro lugar. La gente lo hace, incluso Job siguió luchando después de que Dios lo traicionara. Y yo sólo tenía veintiocho años, al fin y al cabo. El sol de la edad adulta acababa de asomarse por el horizonte de mi firmamento.

Pasé dos días en los campos que rodeaban Benali, comiendo arroz salvaje y restos de pescado que mendigaba en otras aldeas de la costa. Cada día, al anochecer, me escabullía hasta algún escondite cerca de la cabaña de Tejal, como un leproso que no se atreve a mostrar su rostro enfermo durante el día. Me sentaba en la arena, agazapado, y esperaba. En esos momentos, incluso fingía que Sofía aún estaba viva, que se escondía de mí.

El tercer día me desperté antes del amanecer. Medio dormido, recordé una conversación que había tenido mucho tiempo atrás con Phanishwar. Su voz fue como una mano que me guiaba a un lugar más seguro, y cuando describía a su hijo Rama, hablaba con un amor tan profundo que siempre conseguía hacerme sollozar. Me senté e imaginé que el chico estaba frente a mí, aterrorizado por lo que estaba a punto de pasarle a su padre.

Esos recuerdos de Phanishwar reducían a cenizas mi sentido de la justicia.

Unos momentos más tarde vi que Durio salía por la puerta de su cabaña con Kama. Se dirigían hacia el océano, quizás iban a bañarse. Mientras observaba cómo el viejo pescador de pelo canoso llevaba en brazos al chico medio dormido, supe que tenía que saldar cuentas con mi tía y mi primo antes de poder separar a padre e hijo. Tenía que estar completamente condenado por Dios antes de poder arrancar a ese chico de los brazos de los que lo querían.

Sin esperar más, cogí una piedra blanca redondeada por el mar y la lancé sobre el tejado de la cabaña de Tejal. Era como la piedra que nosotros, los judíos, dejamos sobre una lápida. «Recuerdo -decía su mera presencia-. Y volveré.»

Sólo cuando estuve ya lejos me volví en dirección a Benali. Tenía la esperanza de que alguna enfermedad acabaría con el viejo Durio -o que se habría ahogado en el mar- antes de que yo volviera por allí. Eso facilitaría lo que yo debía hacer.


Me quedé en las afueras de la ciudad de Goa durante otro día, en una fonda destartalada situada junto a un riachuelo. No era más que una cabaña de barro seco con el tejado de paja, pero descubrí que en el interior de la puerta de mi habitación había una pintura que representaba a un Ganesha sonriente que tenía agarrado a un loro esmeralda con la trompa. De algún modo, el dios hindú había escapado a las inspecciones de los portugueses. Cuando el posadero me dijo que el pájaro era una encarnación del dios Shiva, me senté delante de la imagen y recé para que él y Ganesha me protegieran de todo lo que fuera portugués, incluso de su idioma…

Los postigos de la ventana de mi habitación eran de concha de ostra pulida, y el suelo era de estiércol endurecido. Esa tarde, una tormenta atrajo a pequeños monos de cola anillada que intentaban guarecerse de la lluvia en un bosque de mirísticas cercano. Más tarde, mientras las gotas de agua seguían cayendo sobre mí desde los frutos amarillos que colgaban de los árboles, remonté andando el curso del río y me bañé con unos bueyes que espantaban a las moscas con la cola y con una garza real de color gris azulado, de infinita paciencia, que arponeaba los escurridizos peces con su largo pico. ¿Hay algún tipo de magia en el dolor? Mientras me secaba en la orilla, una pequeña mariposa de color carmesí se posó sobre mi mano. No hay rojo más precioso que el que revolotea alegremente, ni azul más transparente que el que se extiende sobre la India tras la lluvia. Mirando hacia el sol, me di cuenta una vez más de que la tierra era preciosa y que ése era el único país en el que deseaba morir. Eso me infundió valor. Al fin y al cabo, la muerte era lo peor que podía sucederme, ya que no estaba dispuesto a que me atraparan con vida.

Descalzo, estrujando con los dedos de los pies el abundante lodo de la orilla del río, recogí unas flores de té de Java evitando a dos víboras de hocico marrón que sondeaban el aire con la lengua como si tuvieran la esperanza de convertirme en su cena. Les susurré hechizos como lo habría hecho Phanishwar y volví a la fonda. Pensando en Kama, le di las flores al hijo del propietario, que tenía siete años. Su madre se las tejió en el pelo negro y espeso en forma de corona violeta. Hacía poco tiempo que había empezado a aprender aritmética, por lo que salimos juntos al jardín y me retó a que le hiciera resolver operaciones de cálculo mental.

Me senté con él y mientras le soltaba secuencias de números para que las resolviese, su exuberancia me recordó a Wadi. Pensaba en mi primo como en un hábil rival al ajedrez; vivía en un mundo secreto tan grande como el mío y siempre tendría que mantenerme alerta.

– Dos más -gritó el niño, que había respondido rápidamente el último cálculo.

– Siete veces nueve.

– ¡Eso es muy fácil! -gimió-. Sesenta y tres.

– Veintiséis veces… veintiséis veces cinco.

Elegí esos números porque el valor de YHWH -el nombre del Señor en el Antiguo Testamento- era veintiséis en hebreo, un idioma en el que las letras tenían también valores numéricos. Mi padre siempre me decía que meditara pensando en una imagen de cinco combinaciones del nombre sagrado siempre que quisiera aclarar mi mente.

Mientras el chico garabateaba sus cálculos en el suelo hice lo que papá me había enseñado, pero lo único que veía era lo que ya sabía: que tendría que confiar en el Nuevo Testamento para distraer la atención de Wadi siempre que notara que se le caía la máscara.


«-¿Quién dicen los hombres que soy yo? -preguntó Jesús a sus discípulos mientras salían de las aldeas de Cesarea de Filipo.

»-Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas -le respondieron.»

Como una forma menor de Cristo, tendría que ser un hombre para mí mismo y otro bastante distinto para Wadi y todos los demás. ¿O fue precisamente eso lo que Jesús no fue capaz de hacer, la razón por la que no consiguió salvarse?

– ¡Ciento treinta! -gritó triunfal el hijo del posadero.


Fue así como volví a casa de mis tíos, completamente consciente de que debería elegir un camino distinto si apreciaba mi vida. Fue Wadi quien respondió cuando llamé a la puerta. ¿Es que hay gente que se hace más fuerte con el sufrimiento de los demás? Era más fuerte y más alto de lo que recordaba, y más dominante, y su piel se había oscurecido con el sol y se había suavizado, excepto en las mejillas, por la barba mal afeitada.

«Eso me beneficia -pensé-. Ya veo que mi retorno lo preocupa lo suficiente como para permitirse ir al barbero.»

El poder y la confianza de Wadi eran evidentes, incluso en el solideo reluciente que era su pelo negro. Abrió los ojos de par en par. Eran radiantes, jamás me había dado cuenta de la luz que desprendían, como si fueran hijos del sol.

– ¡Tiago! -exclamó mientras me abrazaba.

Yo le devolví el abrazo, y a la vez observaba la escena desde una distancia prudencial.

Cogió mi bolsa y me hizo entrar. Yo caminaba por la casa como si los sofás de terciopelo y los espejos dorados fueran espías. La lujosa delicadeza de todo lo que había allí -incluso la manera en que mis pies se hundían en las alfombras persas- me repugnaba. Cuando nuestras miradas se encontraron, me aterrorizó que pudiera descubrirme; tantos años de planificación podían quedar arruinados en un instante.

– Mi madre está en el piso de arriba. Voy a buscarla -dijo.

«O sea, que no quieres quedarte a solas conmigo», pensé, aliviado al ver que se sentía tan incómodo como yo.

– No, por favor -dije, vacilante-. Primero… primero cuéntame algo mientras estamos solos.

– ¿Algo? ¿Qué quieres saber?

– Sofía. Empieza por ella.

– Siéntate, siéntate… -dijo mientras me señalaba un sillón-. No puedo creer que ya estés aquí. Espera un momento -llamó a una criada para que nos trajera té-. ¿Te parece bien? -se apresuró a preguntarme después con una sonrisa, para añadir a continuación-: ¿O preferirías algo frío? Debería habértelo preguntado antes.

– El té estará bien -respondí-. Gracias. La caminata me ha dejado sediento.

– ¿Dónde has estado?

– En Benali.

– ¿Has visto a Tejal? -me preguntó con urgencia.

Creí notar en su voz una esperanza sincera, pero no podía estar seguro de ello. ¿Acaso quería yo que le importaran mi futuro y mis sentimientos?

– Sólo una vez, podemos hablar sobre eso más tarde. Por favor, cuéntame lo de Sofía, ahora.

– Fue terrible -dijo mientras se pasaba bruscamente la mano por el pelo-. Una pesadilla.

Cogió una silla y se sentó cerca de mí, con los hombros encorvados y las manos aplastadas entre las piernas, como un niño pequeño que teme ser castigado. Resultaba encantador ver esa actitud en un hombre tan poderoso. Me daba cuenta de por qué las mujeres debían encontrarlo tan encantador, y me pregunté a quién habría elegido después de Sofía. Fuera quien fuese, debió pensar: «Puede parecer temible, pero no es más que un corderito…». Yo sabía que alguna vez me había deseado en secreto, y el mero hecho de saberlo despertaba señales de advertencia en mi corazón. Sabía que jamás podríamos abordar ese tema sin que nos sintiéramos violentos por ello.

– Nos casamos dos meses después de que… después de que te… después de tu desaparición -dijo.

– Por favor, Wadi, yo no desaparecí. Me arrestaron. Después de haber pasado por el exilio, la prisión y la muerte de mi padre, no creo que debamos hablar en un tono tan afectado acerca de lo que ocurrió.

– Lo siento -dijo mientras negaba con la cabeza-. Todo esto es tan raro…

Fui un estúpido al mostrar mi resentimiento. Le di unas palmaditas en la pierna para compensar mi error táctico, me incliné y suspiré, como si fuera el cansancio físico y no la irritación lo que me apartaba de él.

– No debería haberte hablado así -le dije-. He pasado demasiados años solo. Me temo que ya no puedo ofrecer una buena conversación.

Mientras decía esto, me di cuenta de que debía continuar por esa vía de compasión hacia él, debía fingir que había sido Wadi quien más había sufrido. Feliz de haberlo descubierto a tiempo, añadí:

– Sé que esto debe ser muy duro para ti.

Wadi parecía cómodo escuchando mis palabras de conciliación. Sospecho que era la señal que debía estar esperando. Me contó que había encontrado a Sofía en la base de la Cabeza de Hanuman, con el cuerpo retorcido, destrozado y frío. Hablaba pensando bien lo que decía y su voz mantenía un mínimo temblor que yo recordaba de nuestra infancia: habría apostado que para él no habría nada más serio o terrible que hablar sobre la muerte de mi hermana. En eso coincidíamos, por supuesto, pero estaba dispuesto a no mostrarle más que la superficie de mis sentimientos: no pensaba descender por mi mente al lugar en el que se hallaban enterrados mis recuerdos de ella hasta que volviera a estar solo.

En esos momentos ya nos habían servido el té. Apuré la taza de un trago.

– Debió de ser horrible -dije mientras me limpiaba los labios con una servilleta-. No puedo ni imaginarme lo que debes haber sufrido.

¿Debió sonarle tan falso a él como me sonó a mí? No me pareció que se diera cuenta.

– Fue muy duro… para todos nosotros -respondió mientras me servía otra taza-. Especialmente para mi padre; le tenía mucho cariño.

– ¿Vivisteis en nuestra granja después de casaros?

– No, pero íbamos a pasar una o dos semanas de vez en cuando. Pensé que eso la ayudaría. Después de que te arrestaran, parecía que todas sus esperanzas se marchitaban y morían. Pero creo que ir a la granja no hizo sino empeorar las cosas, aunque en aquel momento no me di cuenta. No lo exteriorizaba cuando estábamos allí. Ti, cada vez que pensaba que estaba a punto de superar todo ese sufrimiento, volvía a recaer. Había días en los que ni siquiera se levantaba de la cama.

– Pobre Sofía. -Desvié la mirada para fingir que pensaba en sus palabras-. Dime, ¿salía a pasear sola a menudo?

– A veces, sobre todo iba al canal de Indra, donde cogimos las ranas aquella vez. ¿Recuerdas? -preguntó esperanzado.

– Por supuesto.

Sonrió, y yo hice lo mismo.

«Si actúo como un espejo fiel, no podrá saber lo que pienso», me repetía a mí mismo por dentro.

Su rostro se ensombreció.

– ¿Quieres saber por qué subió a la Cabeza de Hanuman? -preguntó con solemnidad.

– Sí.

– No lo sé. -Tomó un par de sorbos de té para prepararse-. Lo único que sé es que el día que murió, insistió en salir temprano. Fue culpa mía, de algún modo. Quiero decir que dejé que se marchara. Podría haberla detenido, pero pensé que era una buena señal que quisiera dar un largo paseo. A mediodía, al ver que no volvía, empecé a preocuparme. Nupi aún estaba con nosotros. Revolvimos toda la casa y luego salimos a buscarla. Recuerdo que Sofía había dicho que era un día especialmente claro y que intentaría subir a una colina para poder ver el océano. Más tarde, mi padre se unió a la búsqueda. Cuando la encontramos, llevaba muerta varias horas. Cayó desde una gran altura, debió morir al momento. -Extendió una mano para ponerla sobre mi hombro-. Ti, quiero que sepas que no sufrió.

«¿Crees que no sufrió? -deseé gritar-. ¿Eres idiota o qué? ¿No has aprendido nada en todos estos años?»

Le pedí que me contara todo lo que había pasado ese día: qué habían tomado como desayuno (chapatti con azúcar de palma, una costumbre que había aprendido de mí), qué llevaba puesto (un vestido de seda azul lavanda que la tía María le había comprado), e incluso cómo se había arreglado el pelo (se lo había dejado suelto).

Cuando le pregunté qué tiempo hizo, dijo que había neblina y que la temperatura era cálida.

– Pero ella dijo que era un día especialmente claro -le recordé.

– Lo sé. Fue raro que lo dijera. -Se encogió de hombros-. Quizá quería decir que sería claro desde lo alto de la Cabeza de Hanuman. Estaba tan trastornada y triste esos días que no quise llevarle la contraria.

Seguí interrogándolo, pero la única cosa rara que recordó acerca de Sofía, aparte de que se levantara tan temprano, fue que le había dicho que quería darle a Nupi la estatua de Shiva que guardaba la entrada.

– ¿Te dijo por qué?

– Sólo dijo que Nupi le daría un mejor uso que nosotros. Tenía sentido, ya que la mayor parte del tiempo vivíamos en Goa. Le dije que me parecía bien, porque así era, de hecho. ¿Sabes? Ti, todos estos años he deseado haberla acompañado en ese paseo. -Los ojos le brillaron y sacudió la cabeza con gran remordimiento-. Podría haber ido con ella -añadió con un susurro tembloroso-. No tenía nada importante que hacer ese día. Pero no fui…, no fui…

Lo último que quería era que se diera cuenta de que sospechaba que la había asesinado él. Me di cuenta de que era el momento de tranquilizarlo.

– No te culpes por ello -le dije-. Estoy seguro de que hiciste lo que pudiste por ella. Sé que te quería mucho. Y quiero agradecerte que me lo hayas contado todo con tanto detalle. -Bajé la mirada, con aire compungido, aunque en realidad lo hice para preparar una mentira importante-. Sofía me dijo una vez que le encantó aquella vez que la llevaste a lo alto de la Cabeza de Hanuman, justo después de que os enamorarais.

– ¿De verdad? -exclamó-. En ese momento me pareció que se había enfadado. Incluso me gritó.

– Sólo era una evasiva, ya sabes cómo son las chicas.

Sonrió con aire de complicidad. Lo odié por eso, por no haber entendido a mi hermana en absoluto. Le devolví la sonrisa, no obstante, como si los dos fuéramos hombres que habían aprendido con la experiencia que las mujeres eran una forma de vida diferente, más engañosa.

– Wadi, ¿trajiste su cuerpo de vuelta a Goa?

– Sí, la enterramos en el cementerio municipal.

– ¿Como cristiana?

– Tuvimos que hacerlo. Se… se había convertido.

– Bien. Al menos eso es un consuelo.

– ¿De verdad? ¿No te enfadas por ello?

– Al contrario, me tranquiliza saberlo.

– Ti, eres una caja de sorpresas hoy.

– ¿No te lo contó tu madre? Jesucristo fue mi único consuelo en prisión.

– Me lo dijo, pero pensé que… que te estabas…

– ¿Qué me burlaba de ella? Puede que aún tenga problemas para entenderme con tu madre, pero al menos estamos de acuerdo en lo que a Jesucristo se refiere. «Alégrate mucho, hija de Sión; he aquí tu rey.»

Se quedó callado un momento, pensando cómo debía reaccionar. Cuando bebí un sorbo de té, se levantó y fue hacia la ventana, puso las manos sobre el alféizar y miró hacia fuera; sin duda deseaba estar lejos de allí. Cuando volvió conmigo, se arrodilló junto a mi silla y me cogió la mano como cuando me agradecía que hubiera cuidado de él tras uno de sus ataques.

– Siento mucho lo que habéis pasado tú y tu familia -dijo-. Sé que no te escribí, pero después de la muerte de Sofía no tenía nada que decirle a nadie. Además, no podía mentirte, y sabía… sabía que si te contaba lo que había pasado quizá no habrías tenido la fuerza necesaria para continuar con vida. Que no sobrevivirías a la prisión. Que no volverías con nosotros. Lo siento, lo siento tanto…

Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Me conmovió bastante. Estuvimos un rato abrazados sin decir nada, sintiendo uno el dolor del otro. A pesar del desprecio que sentía por él y de seis años de sospechas encadenadas, sentí que me estaba abriendo ante él. Sin embargo, no lloré. Al menos conseguí no llorar.

Después de separarnos, Wadi levantó la mirada, temeroso, hacia la habitación de su madre, con la esperanza de que no nos hubiera visto u oído.

– No te preocupes por tu madre, al menos por lo que respecta a mí -le dije-. La prisión fue peor de lo que podría haber imaginado (no te mentiré sobre eso) pero en Jesucristo descubrí el perdón para todos nosotros. «Cualquiera que se enoje, será culpable de juicio», dijo el Maestro. Ya no soy un hereje, y no debe seguir habiendo odio ni frialdad entre nosotros. Ni entre nosotros ni con tu madre. De hecho, como ella mismo me dijo hace poco, lo que está hecho, hecho está.


Después de que consiguiera convencer a Wadi de la sinceridad de mi conversión y del aprecio que le tenía, no tardé en acostumbrarme a la cómoda rutina en su casa. Vivía en la habitación de invitados que siempre había tenido, cenaba con mi tía y con Wadi casi cada noche y, de vez en cuando, incluso ayudaba a la cocinera a preparar el desayuno. En mi primer sábado como invitado, insistí en ir al mercado a comprar fruta y verdura, ya que ver todas esas papayas y mangos maduros -y esos exuberantes mantos formados por miles de chiles secos- para mí significaba saber que la generosidad aún podía existir en nuestro mundo. Durante esa primera semana, comí como un cocodrilo. El más mínimo olor a curry procedente de algún tenderete de comida era suficiente para que empezara a sacar el monedero.

El domingo asistí a la misa de la catedral con mi nueva familia, por supuesto. Me comporté de forma reservada pero amable con todo el mundo y no perdí ni una oportunidad de expresarles mi agradecimiento a mi tía y a mi primo delante de sus amistades, como me pareció adecuado que hiciera un joven que lo había perdido todo a causa de su imprudencia y su herejía. Cuando me quedaba solo, no obstante, mandaba a las criadas a por recados que debían efectuar fuera de la casa y me ponía a buscar algo que pudiera probar la conspiración de mi tía y Wadi contra mi padre, revolvía los arcones, armarios y vitrinas, buscaba bajo los colchones y las alfombras; me acostumbré a las fugaces alegrías y frustraciones de tener un objetivo clandestino. Buscaba una nota de los inquisidores dirigida a mi primo o a mi tía, o quizás una lista de cargos contra mi padre; algo que los vinculara con él. Para mi gran desilusión, no encontré nada excepto alguna prueba de la infidelidad de mi tío. Oculta bajo la caja lacada de perfumes de mi tía, encontré una florida carta de amor de una mujer llamada Antonia que debía haberle robado mi tía.

En dos ocasiones Wadi estuvo a punto de sorprenderme, ya que, a diferencia de mi tía, iba por la calle sin que lo acompañara ningún esclavo y tenía por costumbre entrar en casa sin previo aviso.

No quedaba nada de la ropa y pertenencias de mi hermana: ni un simple alfiler para el pelo, cinta u oración escrita. Desde mi inocencia, eso me confirmaba que Wadi debió llegar a despreciarla y rechazarla, puesto que aún me faltaba experiencia para saber que el aroma de los saris de Sofía -incluso el mero hecho de ver sus abalorios o su caligrafía- podría haber sido más de lo que un joven viudo era capaz de soportar.

Le habíamos enviado cartas a mi tío para informarlo de que había vuelto, pero tardaría al menos entre una semana y diez días en recibirlas. En realidad, prefería que no estuviera allí, ya que mi tío habría querido que me sincerara con él para tener la oportunidad de consolarme. Yo sólo tenía la esperanza de que estuviera tan enamorado como para no querer dejar sola a Antonia ni siquiera durante un día. Al menos de ese modo podría salir algo bueno del arresto y muerte de mi padre.

¿Qué debían pensar realmente de mí mis anfitriones? No me importaba, mientras nadie se diera cuenta de que estaba interpretando un papel. Me preguntaron hasta el último detalle de lo que me había pasado en Lisboa, por lo que no me resultó difícil permanecer en un oscuro rincón de mi personalidad inventada.

«Para que viendo, vean y no perciban; y oyendo, oigan y no entiendan.» San Marcos 4.


Busqué al padre Antonio, el confesor de mis tíos, tras la misa de domingo a la que asistí. Mi tía había salido a toda prisa para organizar una cena con varias de sus amistades, y Wadi se había ido a casa temprano para echar la siesta, por lo que me las arreglé para estar un minuto a solas con el cura. Estaba muy delgado, como siempre, y tenía la cara pálida como si le hubieran practicado una sangría con sanguijuelas. Después de saludarlo en las escaleras de la catedral y de recordarle quién era, derivé el tema hacia el padre Carlos Miguel Fonseca.

– ¿Por qué preguntas por él, hijo mío? -susurró sorprendido el padre Antonio.

– Me pidió que lo avisara a mi vuelta. Estaba muy interesado en mi crecimiento espiritual. Por favor, dígale que vuelvo a estar en Goa si lo ve.

Él sacudió el aire que nos separaba con la mano para evitar que dijera nada más.

– Baja la voz -dijo mientras se inclinaba hacia mí-. Ha sido encarcelado por el Santo Oficio -me confió.

Me sentí henchido de alegría, pero me las arreglé para soltar unas lágrimas pensando: «No es suficiente, Phanishwar, pero es todo lo que puedo ofrecerte…».

– Dios quiera que no sea por mucho tiempo -mentí.

El padre Antonio negó con la cabeza como si el caso del jesuita ya estuviera perdido. Me cogió por un brazo y me apartó de algunos feligreses que se habían congregado cerca de donde estábamos.

– Deja que te dé un consejo -me dijo-. No hables de él, ni le digas a nadie que lo conocías.

– Pero ¿por qué no? Tiene que ser inocente.

– Dicen que era el cabecilla de una conspiración urdida por judíos secretos para tomar el control del mismísimo Santo Oficio.

– ¿Judíos secretos? ¡Imposible!

– No, algunos de los soldados -e incluso el capitán de la flota -eran miembros del grupo. Según me han dicho, hasta podrían haber recibido ayuda de los protestantes ingleses. En Londres odian al papa.

Ése era el mejor regalo que podría haber imaginado: chusma judía y protestante por todas partes, ¡y amenazando el poder de la mismísima Inquisición!

– Supongo que a sus perseguidores les llevará un tiempo descubrir hasta dónde alcanzaba la conspiración -dije-. «Echad la red y hallaréis» -añadí citando el Evangelio según san Juan.

– No debes decirle a nadie que hemos hablado de esto -dijo el cura mientras miraba a su alrededor para asegurarse de que no nos oía nadie. Luego alzó la vista hacia el cielo y murmuró un avemaría. Vi que temía por su propia vida, lo que me hizo sentir como si estuviera sentado en un trono sombrío.


Necesitaba ocupar mis días con algo mientras buscaba pistas que me indicaran quién nos había traicionado a mi padre y a mí. Dado que muy difícilmente podría ilustrar Coranes y libros de oraciones para el sultán mientras estuviese en territorio portugués, Wadi me sugirió que trabajara como ayudante del encargado de su almacén principal, un hombre vago pero de maneras amables que llevaba muchos años trabajando para mi tío Isaac. Ese encargado andaba siempre arrastrándose por ahí calzado con unas zapatillas puntiagudas de seda de color carmesí, hasta el punto de que había recibido el sobrenombre de Chinelos, que significa «zapatillas». Pronto me encargué de llevar un registro de todas las mercancías que recibíamos de nuestros proveedores indios antes de enviarlas a Lisboa. El viejo Chinelos tenía mucha paciencia conmigo y el trabajo que me daba era de mi agrado, especialmente porque con frecuencia me ofrecía la oportunidad de observar a Wadi sin tener que hablar con él. Todos los obreros indios le hablaban a mi primo con un tono respetuoso, pero pronto me di cuenta de que cuando se volvía de espaldas, un buen número de ellos miraban a su patrón de reojo con desprecio. Chinelos me contó que una vez mi primo perdió los nervios y le dio un golpe brutal a un anciano indio porque a éste se le había caído y roto en pedazos una bandeja de porcelana, ricamente decorada, que Wadi le había ofrecido como regalo al duque de Lerma, un poderoso noble castellano al que había estado intentando convencer -sin éxito, al final- para que se convirtiera en su socio comercial.

– La sangre corrió por las manos de ese hombre aquel día -me contó apenado el encargado-. Los trabajadores no lo han olvidado.


A menudo me sentaba ante la lápida de Sofía después del trabajo, a últimas hora de la tarde, le ofrendaba alhelíes y caléndulas que solía comprar en el mercado y le susurraba en konkaní preguntas sobre las cosas que yo había visto y hecho durante los últimos años. Más tarde, cuando se ponía el sol, me iba a alguno de los barrios indios, en parte para que, si alguien me estaba siguiendo, viera que no había nada sospechoso en que pasase un tiempo allí, pero también porque era un rato durante el que conseguía librarme de los portugueses. Solo con la gente de mi tierra, me atiborraba de dulces de coco y de té amargo, y a veces me permitía llorar en silencio por todo lo que había perdido, especialmente por mi hijo. El recuerdo de estar acostado junto a Tejal pesaba en mi pecho como un saco de piedras. En esas ocasiones, ni siquiera me molestaba en cubrirme los ojos, sino que exhibía mi pena como un mendigo.

No quisiera exagerar la tristeza que sentía. Me acechaba a oleadas, por lo que a veces pasaba días enteros sin ningún rastro de melancolía. Incluso cuando las ideas taciturnas amenazaban con hundirme, me daba cuenta de la poca importancia que tenían, de que no eran más que molestias que no me disuadirían de realizar el viaje que me correspondía emprender. Además, el hecho de ocultar tantas cosas confería cierta importancia a mis acciones, una importancia que no habían tenido jamás hasta entonces. Había sido capaz de arruinar a un cura respetado y erudito a seis mil kilómetros de distancia, de encerrarlo en una celda no muy distinta de aquella en la que yo había pasado dos años. Tenía poder, y empezaba a creer que había sido un joven demasiado corto de entendimiento porque no había logrado comprender que el Dios del Antiguo Testamento respetaba ese poder más que cualquier otra cosa. Él -y cualquier otro dios que pudiera estar observando nuestro mundo- podría llegar a condenarme cuando acabase, pero también me admiraría.

Aunque Wadi y yo tuvimos unas cuantas conversaciones sobre las primeras dos semanas que pasamos juntos, nos sentíamos agobiados por el miedo a ofendernos mutuamente. Empezamos a relajarnos cuando empecé a criticarle en broma, ya fuera por su pelo hirsuto o por los jubones con bordados de oro que solía llevar en las ocasiones más especiales. Él interpretaba todo eso como un signo de mi renovado afecto, justo como yo había esperado; era una indicación, también, de mi posición supeditada, ya que me esforzaba en encontrar nuevas puyas que lo divirtieran, como si fuera su hermano menor. Él empezó a reírse espontáneamente y a guardar menos las formas durante la cena, e incluso ponía los ojos en blanco cuando su madre soltaba algún comentario vanidoso o autocomplaciente. Juntos no tardamos en formar un frente unido contra ella, como cuando éramos pequeños, volvimos a ser amigos gracias a un enemigo común. Debió hacer que se sintiera más seguro el hecho de que pudiéramos recrear un poco de la magia de nuestra juventud. Eso probablemente conseguía que la tía María se sintiera más segura de sí misma, también; porque de ese modo le daba la sensación de que nada importante había cambiado.

Pronto me sentí seguro, lo suficiente para preguntar sobre el manuscrito de Berequías Zarco. Cuando les dije que no tenía ni idea de si aún estaría en la granja, Wadi dijo que debía estar seguro en el lugar donde lo habíamos escondido, y que había dado órdenes explícitas al mayordomo que había contratado de que cuidara especialmente de los muebles. Mi tía dijo con toda naturalidad que había olvidado completamente que ese manuscrito existiera.

Ninguno de los dos sugirió que debiéramos volver pronto a la granja para asegurarnos de que aún estuviese allí. Seguramente se habrían puesto de acuerdo sobre lo que debían decir si se lo llegaba a preguntar, aunque también podía ser que estuvieran diciendo la verdad.

Y no obstante, me di cuenta de que no importaba. Eran los únicos que sabían que el manuscrito existía, por lo que uno de ellos, si no ambos, tenía que ser el culpable, y a mí ya no me importaba cuál de los dos era. «Les dejaré hacer hasta que llegue el momento», pensé.

Una vez, mientras hablábamos sobre el trabajo que había que hacer en la parte trasera del jardín, Wadi extendió la mano hacia mí.

– ¡El aire está ardiendo! -gritó.

Lo agarré justo cuando empezaba a revolverse. Había olvidado la violencia de sus convulsiones y el terror que podían llegar a provocarme. Cuando el ataque finalizó, se inclinó pesadamente sobre mí mientras lo ayudaba a llegar a su cama. Me senté con él hasta que se quedó dormido, y tuve que esforzarme para no sentir lo que sentía por él.


Había llegado el momento de hablar con Sara. Cuando pienso en ello, creo que había estado posponiendo esa visita hasta estar seguro de que lo que me contaría no me disuadiría de mis intenciones.

De hecho estaba a punto de ir a visitarla a su casa, cuando vi que Wadi salía por segunda noche consecutiva sin habernos dicho ni a mí ni a su madre adónde iba, empapado de perfume de sándalo, el suficiente para un regimiento.

Creí haber dado con algo emocionante y posiblemente comprometedor, por lo que esa noche lo seguí hasta una casita de madera en un callejón de mala muerte de las afueras de la ciudad, a unos doscientos pasos al este de la residencia del gobernador. Wadi entró con una llave que sacó del bolsillo de su chaleco. Una vez arriba, pronto se encendió una vela y dos sombras corrieron las cortinas, la segunda mucho más baja que la primera: una mujer. Me acerqué un poco más a escondidas pero no pude oír nada. Casi una hora más tarde, Wadi volvía a casa a toda prisa.

Esa noche dejó abierta la puerta de su dormitorio. Con el cuchillo en la mano, lo observé mientras dormía. Se agitó cuando notó que me inclinaba sobre él.

– ¿Tigre, eres tú? -preguntó mientras se incorporaba hasta quedar sentado en la cama.

Escondí la hoja del cuchillo detrás de mi espalda.

– Soy yo. Perdona si te he molestado.

– ¿Qué haces aquí?

«Sólo miraba a ver si podía asesinarte sin que tuvieras tiempo para gritar», pensé, satisfecho de ver que estaba a mi merced.

– Te he oído gritar y he venido a ver si estabas bien -respondí-. Deberías volver a dormirte o mañana estarás demasiado cansado para ir a trabajar.

Volví a seguirlo al día siguiente, pero esa vez me quedé allí un rato más después de que se hubiera marchado, escondido a la vuelta de la esquina más próxima de la casa en la que había entrado. La amante salió unos minutos después de que él se fuera. Era una chica esbelta, probablemente no tenía más de dieciséis o diecisiete años, pero era imposible verle la cara con nitidez debido a la oscuridad, especialmente porque llevaba un sombrero negro de ala ancha con una larga pluma. Caminaba como si la arrastraran con una cuerda, a veces incluso corría o miraba atrás por encima del hombro; era evidente que estaba preocupada por llegar a casa cuanto antes y que le daba miedo que la sorprendieran. Noté el latido de su corazón, casi tan rápido como el mío. Tuve la sensación de que estaba donde debía estar.

Sin ni siquiera una vela o una lámpara de aceite, la chica cruzó la verja de una mansión que había entre la catedral y el río, y llegó por el jardín hasta la parte trasera de la casa. Debía de tener la manera de entrar y salir por una puerta trasera que le permitía escaparse sin que nadie se diera cuenta.

Ése pasó a ser un affaire en el que estábamos implicados los tres.

Загрузка...