19

En cuanto mi barco amarró en Goa, a principios de mayo del año 1600, el húmedo aire tropical en contacto con mi rostro y con mi pelo, y el aroma de las mimosas marchitas en las calles empapadas por las tormentas me provocaron un profundo sentimiento de añoranza, tan desorientador que tuve que sentarme en las piedras del muelle justo después de desembarcar. Parecía como si me hubiese abatido el mismísimo destino. Luego corrí a casa de mis tíos llevado por mis años de ausencia. Llamé a la puerta y la abrió mi tía. Yo llevaba el pelo largo y desaliñado, y tenía la piel tostada por el sol. Había llevado la misma ropa durante semanas. Estaba sin aliento. Por mi olor y mi aspecto debía parecer una especie de animal salvaje.

Ella soltó un grito ahogado de sorpresa y me abrazó con fuerza. Incluso mientras me abrazaba, una pequeña parte de mí retrocedía ante ella como siempre había hecho durante mi infancia. Creo que hasta entonces jamás me había dado cuenta de su olor ligeramente decadente, como si su intrincada ropa hubiese permanecido demasiado tiempo dentro de un arcón.

Cuando me separé de ella, el miedo le abrió los ojos de par en par. Estaba aún más nerviosa que yo. En otras circunstancias, quizá me habría reído.

– Tu tío está en Diu -me dijo-. Se alegrará muchísimo de verte.

Había envejecido bien. Tenía los ojos claros y bien definidos, y el pelo suave, algo gris sobre la frente, pero le daba un aspecto de elegante matrona. Llevaba un hermoso vestido de color carmesí y un collar de cuentas, de turmalinas; debía de estar a punto de salir.

– ¿Sofía está aquí? -pregunté.

– No. Entra y te lo explicaré.

Una criada a la que no reconocí cogió mi bolsa. Mi tía intentó que me sentara en un sillón, pero me levanté enseguida. Necesitaba desesperadamente abrazar a mi hermana.

– ¿Tienes sed? -preguntó, y antes de que pudiera responder le ordenó a la criada que nos trajera ponche de anacardos.

– ¿Sofía está con Wadi?

– No, Francisco Javier está trabajando; en los almacenes -respondió, enfatizando mi metedura de pata con una mirada de desprecio.

«Puede que hayas estado seis años en prisión, pero no voy a consentir ninguna insinuación acerca de los orígenes de mi hijo», me decía con los ojos.

– Entonces, ¿dónde está? ¿En nuestra granja?

– Siéntate -dijo.

– No, por favor, sólo dímelo -le rogué.

– Tiago, hay algunas cosas que no nos atrevimos a contarte por carta. Sofía… sufrió un accidente cerca de tu granja. Isaac pensó que sería mejor…

– ¿Qué tipo de accidente?

– Cayó… cayó por un barranco poco después de tu… después de que te obligaran a abandonar Goa. Se mató. Se celebró el funeral poco después…

– No es posible -la interrumpí.

– Lo siento, pero sí. La enterraron cuando no hacía ni un año de tu partida. Si quieres…

Mi tía continuó hablando, pero yo no oía nada. Sin embargo, mirándola a los ojos, esos ojos fríos y severos, me di cuenta de que decía la verdad. Poco después me di cuenta, también, de que estaba furiosa conmigo. «Esto debería estar haciéndolo tu tío, debería ser él quien te contara que tu Sofía ha muerto.» Sé que era eso lo que pensaba.

Mi incredulidad se convirtió en desesperación. Y luego empecé a temblar. Después recuerdo que sentí como si mi corazón se hubiera detenido, como si el tiempo hubiera desaparecido del mundo. Mi tía estaba agachada a mi lado. Me puso un vaso de vino en la mano.

– Bebe -me dijo amablemente.

– ¿Dónde está Sofía? -volví a preguntar.

– Tiago, ¿es que no has entendido ni una palabra de lo que he dicho?


El vino calmó mis deseos de escapar. Mi tía estaba de pie frente a mí, jugueteando nerviosa con las cuentas del collar, y me dijo que Sofía había ido a pasear por la montaña que había cerca de nuestra granja, la que solíamos llamar la Cabeza de Hanuman. La encontraron en el fondo del barranco, en el lado oeste.

– No puede decirse que fuera una sorpresa -dijo.

– No te entiendo.

– Sofía… quedó trastornada después de tu partida. Todo le daba igual. Su mente sólo asumía las cosas parcialmente. Estaba abatida la mayor parte del tiempo, como puedes imaginar. Francisco Javier hizo cuanto pudo por animarla, igual que nosotros, pero fue inútil.

Mientras mi tía hablaba, recordé que Wadi había llevado a mi hermana a la cima de la Cabeza de Hanuman justo después de que se hubieran enamorado, y que ella había pasado mucho miedo allí. No podía creer que hubiera subido hasta la cumbre otra vez. No de forma voluntaria. Ni, por supuesto, sola.

– ¿Quién la encontró? -pregunté.

– Francisco Javier e Isaac.

– ¿Juntos?

Asintió mientras se agarraba al collar con los tendones de las manos, tan tensos que a punto estuvo de romper el cordel y esparcir las cuentas por el suelo, como yo había hecho una vez con el rosario de un cura.

– ¿Sabes si me escribió antes de morir?

– Debió de hacerlo. Todos te escribíamos, aunque por tus cartas dedujimos que no las recibías.

– ¿Dónde está enterrada?

– Aquí, en el cementerio municipal.

– ¿No está en nuestra granja?

– No, pensamos que sería mejor que…

– ¿Nupi está en la granja, ahora?

– No, hemos contratado a un mayordomo. No tenemos noticias de Nupi desde que Sofía murió.

– ¿Y Tejal?

Mi tía se levantó y cogió mi vaso. Fue hasta la chimenea y me sirvió más vino. Me dio la bebida y dijo:

– Lo siento pero voy a tener que darte más noticias desagradables.

– ¡Si me dices que Tejal ha muerto, no voy a creerte! Tío Isaac me dijo que estaba bien.

– No, la chica está bien y vive en la aldea. Pero poco después de nacer, tu hijo enfermó. Tiago, tu hijo no vivió mucho tiempo.

– Eso no es lo que tu marido me contó por carta. ¿Por qué mientes?

– ¡Isaac mentía! Creyó que no sobrevivirías si te contaba la verdad.

Debí traicionar mi escepticismo, porque me lanzó una mirada altiva y añadió:

– Puedes despreciarme si quieres, pero así es como son las cosas. Todo ha ido mal desde que tu padre murió. ¡Todo! Y si no quieres oír las verdades que te estoy contando, ¿cómo vas a poder seguir con tu vida?

Vacié mi vaso en dos tragos y, por dentro, escupí ante su consejo antes de ir a buscar mi bolsa en el vestíbulo.

– ¿Adónde vas?

No le respondí.

Ya en la puerta, me agarró por un brazo.

– ¿Por qué no dices nada? -preguntó.

– ¿Cuán bienaventurados son los que padecen persecución por causa de la justicia? -dije, citando las Escrituras, sólo que convertí la afirmación de Jesús en una pregunta y, mientras la formulaba, me daba cuenta de que había querido preguntárselo desde el mismo momento en que había empezado a leer los Evangelios.

– No te entiendo…

– ¿Puedo considerarme bienaventurado por haber sido traicionado? -le pregunté-. ¿Fue bienaventurado mi padre? Si es así, entonces ¿qué significa una bendición como ésa? ¿Y la persona que nos traicionó ante la Iglesia, lo hizo creyendo que era algo bueno para mí y para mi familia? ¿Puedes explicármelo?

– No… no sé qué quieres decir -tartamudeó, era evidente que la había sorprendido con la guardia baja.

– No, ¿verdad? ¿O sí?

Ella bajó la mirada, estaba avergonzada e incómoda. Me di cuenta de que hubiese deseado que me quedase en Lisboa. Yo le estaba haciendo revivir recuerdos y sentimientos que deseaba olvidar, incluyendo, quizá, su sentimiento de culpa por haber testificado contra nosotros ante la Inquisición.

– ¿Acaso no conoces el sermón de la montaña? -le pregunté, con despecho-. Es lo que estaba citando.

– Lo conozco, pero ¿tú también?

– Sólo pude encontrar consuelo en Jesucristo. Y seguiré necesitándolo para soportar todo esto.

Se inclinó hacia mí.

– ¿Es cierto lo que estás diciendo? -preguntó con un susurro ansioso.

– ¿Por qué tendría que mentirte después de todo lo que ha sucedido?

– No lo sé, pero debemos ser prudentes. Esto aún es Goa, y el Santo Oficio aún…

– Ya no le tengo ningún miedo al Santo Oficio. Jesucristo me protegerá.

Se sorprendió al ver que me santiguaba. Nuestras miradas se encontraron y yo me mostré impasible.

– Si… si eres un verdadero cristiano, Ti, entonces todo irá bien. Eso lo cambia todo.

Aparté el brazo del que me tenía agarrado mientras me hablaba.

– Debes quedarte aquí hasta que vuelva Francisco Javier -dijo de repente-. Mandaré que vayan a buscarlo. Él te ayudará.

– No necesito su ayuda.

– ¿Es que no comprendes lo mucho que sufrió Tejal cuando te fuiste? Fue muy desgraciada. No le quedó nada por lo que luchar. Si el bebé hubiera sobrevivido, entonces… quizás…

Abrí la puerta.

– ¡Lo que está hecho, hecho está! -gritó mi tía a mis espaldas-. Tejal ha vuelto a sus costumbres hindúes, Ti. ¡Deja las cosas como están!


No sé cómo lo hice para que mis pies continuaran caminando los kilómetros que recorrí durante los dos días siguientes. Cuando pedía que me indicaran el camino en los campos de arroz, mi propia voz me sorprendía, como si procediera de un ser vacío. No me habría extrañado si el Señor me hubiera visitado y me hubiera dicho que ésos eran los últimos momentos que me quedaban de vida. ¿Comí o bebí algo? ¿Notaron mi desesperación aquellos con los que hablé? ¿Y me ofrecieron palabras de consuelo?

Uno hace lo que debe hacer, especialmente si la muerte anda cerca. Quizás ésa es la regla más importante de esta vida. O su misterio más sorprendente.

Me refugié en mis pensamientos incrédulos. Mi cuerpo era una coraza que los rodeaba. Mis manos eran de hielo.

«Cuida de tu hermana…» Mi madre había cruzado un puente desde el otro mundo para decirme eso. Y pese a todo, no estaba en mis manos cambiar nada. El Señor hizo lo que Él quiso con todos nosotros.

Lentamente, como si sucumbiera poco a poco a la corriente del río, me dejé arrastrar por mis fantasías mientras caminaba hacia Benali. Empecé a creer que mis tíos me estaban ocultando a mi hermana. Habrían pensado que era un peligro para ella. Puede que le hubiesen contado que yo había muerto en Lisboa.

Mi tía había dicho que mi cristianismo lo cambiaba todo. ¿Acaso había querido decir que ahora podría contarme dónde estaba mi hermana?

¿Qué habría ganado Wadi matándola? ¿Creyó que yo no volvería jamás y que con la muerte de Sofía podría quedarse con nuestra granja? Al fin y al cabo, la Iglesia no podía haberse apropiado de ella ya que estaba fuera de territorio portugués. Quizá simplemente quería su libertad, librarse de una esposa a la que ya no amaba.


El sol brillaba con tonos dorados y rosados sobre el horizonte del océano cuando llegué a Benali. Las cabañas de la aldea me parecieron más tristes de lo que recordaba, apiñadas como huérfanos durmiendo bajo los tamariscos y las higueras sagradas. Unos adolescentes jugaban en la arena, riendo y gritando para provocarse mutuamente. Uno de ellos llevaba flequillo y tenía los ojos grandes y marrones.

– ¿Arjuna? -lo llamé.

Otro joven, ligeramente mayor que el primero -puede que fueran hermanos-, se volvió como si le hubiera alcanzado una flecha.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -preguntó, poniéndose erguido, como un guerrero.

– Si eres tú el chico que yo conocía, entonces representamos juntos a Ganesha hace muchos años. -Al ver su mirada de sorpresa, añadí-: Mi hermana y yo vinimos de visita con Nupi una vez, y Madesh me golpeó en la cabeza con una espada.

El chico sonrió.

– ¡Ahora te recuerdo! Eres Tiago.

Corrieron todos hacia mí. Les dije que había estado estudiando en Lisboa, y que Sofía estaba bien. Negaron con la cabeza cuando les pregunté si Tejal aún vivía con sus padres.

– No, ahora vive por allí. -Arjuna señaló con el dedo una de las cabañas más alejadas.

Me dijo que se adelantaría corriendo para contarle que estaba en Benali, pero le dije que no era necesario. Dejé que el optimismo por mi futuro me convenciera de que sorprender a Tejal sería más emocionante para los dos.

Cuando vi a Tejal estaba arrodillada sobre el porche recubierto de estiércol prensado, frente al océano, regando las plantas de albahaca que tenía en macetas de barro cocido. Su perfil había envejecido y sus curvas eran más llenas y suaves de lo que yo recordaba. Ya era una mujer. Cuando se volvió hacia mí, sus ojos negros se llenaron de una emoción tan profunda que imaginé que contenían todas mis esperanzas además de las suyas.

La necesidad de tocarla me hizo soltar un gemido cuando nuestras miradas se encontraron. No estaba seguro de si sería capaz de formar una voz con todas las cosas que sentía que se habían roto dentro de mí. En lugar de eso, la saludé con la mano. Fue un gesto estúpido, pero sentía una tormenta de emociones en mi interior que aún no era capaz de expresar.

Ella se sobresaltó y dejó caer la jarra que tenía en la mano, que se rompió por la mitad.

Yo sonreí, como hacemos a veces cuando vemos cómo nos ha tratado la vida. Levanté las manos en un gesto de disculpa.

– He vuelto -dije.

Se levantó, pero en lugar de correr hacia mí o de saludarme, se volvió de espaldas.

– Tejal, he vuelto para bien, podemos volver a empezar -le dije.

Ella se envolvió el cuerpo con los brazos, como si la hubiese sorprendido el frío.

– Por favor… por favor, mírame -le supliqué.

Pero no lo hizo. Salió corriendo y se encerró en su casa.

Dejé caer la cabeza, maldiciéndome por haber intentado sorprenderla. Habría necesitado tiempo para preparar nuestro reencuentro. Debería haber dejado que Arjuna le contara que estaba aquí. Él conocía las costumbres de una aldea india mucho más que yo. Al fin y al cabo, no podía esperarse que una joven hindú recibiese a su amor perdido con besos.

Cuando la llamé otra vez, mi voz sonó débil. En el terrible silencio posterior me di cuenta de que la aldea estaba viva, llena de ruidos sordos: los vecinos de Tejal que se escondían de mí y susurraban entre ellos.

«Están esperando a ver qué hago», pensé.

Estuve a punto de volver a llamarla, pero pensé que quizá sólo conseguiría que el cielo cayese sobre nuestras cabezas si lo hacía. Sólo quería gritar de frustración.

«La esperaré -pensé-. Es lo único que sé hacer.»

Me senté en la cálida arena, preparado para permanecer allí el tiempo que hiciera falta hasta que saliese, pero de repente vi que Ajira, la hermana de Nupi, venía corriendo hacia mí, encabezando un grupo de mujeres, con los pliegues del sari recogidos. El anochecer ya había empezado a extender sus sombras por el mundo. Ajira llevaba una lámpara de aceite en la mano que hacía brillar su pelo gris como si de plata se tratara.

Me levanté para saludarla, pero ella retrocedió.

– El marido de Tejal llegará pronto a casa. No debe encontrarte aquí.

– ¿Tejal está casada?

Antes de que Ajira pudiera responder, Darpak, uno de los ancianos que nos habían elegido a Sofía y a mí para representar a Ganesha, se acercó a nosotros. Su pelo blanco era menos tupido y llevaba una gran cruz de madera colgada alrededor del cuello. Los críos se daban empujones por seguirlo y de vez en cuando asomaban la cabeza desde detrás de sus piernas para poder verme.

– Debes irte -me dijo.

– Pero ¿qué pasa con Kama, mi hijo?

– La diosa Kali nos lo quitó -dijo el anciano-. Hizo que enfermara después de nacer.

– ¿Mi hijo está muerto? -le pregunté a Ajira.

Ella se mordió el labio y miró a lo lejos con temor. El hecho de que se negara a mirarme me convenció de que las reglas de la aldea debían prohibirle contarme la verdad: que Kama aún estaba vivo.

Darpak me cogió por el hombro.

– Ajira no puede hablar contigo. Debes irte.

– ¿Quién eres tú para decidir si ella puede hablar conmigo? -le pregunté.

– Le has hecho mucho daño a Tejal. Pero eso se acabó, ahora tiene un esposo: Durio. Y un hijo y una hija con él. No hay sitio para ti en nuestra aldea. Es tarde, demasiado tarde. Vete ahora, antes de que el padre de Tejal y Durio sepan que estás aquí, o causarás problemas, muchos problemas.

Permanecí en silencio, pensando en las opciones que tenía. Sabía que debía hablar con Tejal.

– Ven -dijo Arjuna mientras me cogía de la mano-. Te acompañaré fuera de la aldea.

Si no me hubiera sonreído de forma compasiva, ¿me habría ido?

Me marché para darme tiempo para pensar en cómo recuperarla. Salimos andando de la aldea tierra adentro, para ocultar nuestros movimientos de Durio y de los otros hombres que llegarían en barca, y luego seguimos en dirección norte, hacia Goa. Las linternas iluminaron los rostros de los pescadores como si fueran luciérnagas. Arjuna y yo no hablamos hasta que estuvimos lejos de su vista, ocultos por un palmar.

– Te dejo aquí -dijo Arjuna.

– ¿Cómo es Durio? -pregunté.

– Es un pescador -respondió el chico, como si no hubiera nada más que decir.

– ¿Cuántos años tiene?

Se encogió de hombros.

– No lo sé. Ya tiene un hijo mayor que yo, de su primera mujer.

– ¿Es bueno con Tejal?

– Eso tampoco lo sé.

– ¿Y Kama? Está vivo, ¿verdad? ¿Se llama así el hijo de Tejal?

Arjuna asintió.

– ¿Cuántos años tiene?

– Seis o siete.

– No es hijo de Durio, ¿verdad?

– ¿Cómo puedo saberlo? Haces demasiadas preguntas.

Frunció el ceño y se dispuso a marcharse.

– Sólo una más… ¿Por qué Darpak lleva una cruz?

– Los soldados portugueses vinieron hace dos años. Destruyeron todos los dioses hindúes que nos quedaban. Los ancianos ahora llevan cruces por si vuelven los soldados.

– ¿Se salvaron las cabezas de Ganesha que llevamos ese día?

Negó con la cabeza.

– Los portugueses las quemaron. No nos queda nada.

Mientras Arjuna desaparecía caminando por la playa, me desplomé sobre el suelo arenoso y me quedé mirando hacia la Vía Láctea, que pronto se convirtió en todos los mares que había cruzado. ¿Cuántos más tendría que cruzar hasta llegar a casa? Todo había quedado del revés. Si mi hermana estaba muerta y Tejal ya no me amaba, estaba solo en el mundo.

¿Era así como Dios quería que fueran las cosas?

«Ya veo lo que me tienes preparado», pensé, con ese exagerado sentimiento de individualidad que nos invade cuando le hablamos a Dios con ira.

Volví atrás, hacia Benali, pero no quería que me viesen. Cuando pude distinguir los rostros de los aldeanos, me escondí tras unos arbustos y me puse a vigilar la cabaña de Tejal para observar cualquier movimiento. Saqué mi cuchillo, me sentía como un mendigo ante las puertas de un palacio, preguntándome qué posibilidades tenía de entrar y cambiar mi lugar por el del rey.


Ajira me sacudió para despertarme por la mañana, llevaba una papaya amarilla y madura y tres chapatti calientes.

El cuchillo se me había caído de la mano durante la noche. Ajira lo miró temerosa y luego me llevó lejos de la aldea. Se sentó cerca de mí mientras comía, triste, echándose arena por encima de los pies como si contara el tiempo que faltaba para cumplir sus obligaciones conmigo. Se lamió los estropeados dientes que le quedaban, como solía hacer Nupi, y con voz malhumorada dijo que sería mejor que no hablásemos sobre Tejal ni sobre Kama. Por sus miradas furtivas, me di cuenta de que deseaba sacar de su interior alguna pena que llevaba en secreto. Yo aún ignoraba que la necesidad de encontrar a su hermana le estaba trastocando los sentimientos.

Cuando finalmente pregunté por Nupi, Ajira se echó a llorar, y me dijo entre sollozos que su hermana no había vuelto a la aldea desde hacía cinco años.

– Estoy tan preocupada, tan preocupada -gimió-. Por favor, si sabes algo de ella, dímelo. Dímelo ahora.

– Me has traído comida sólo para descubrir si sabía algo de ella -le dije con rencor.

– ¡Te he traído comida porque eres su ahijado! -respondió con furia en los ojos-. Y porque has sufrido. Como todos nosotros.

Hablar y pensar en konkaní -algo que no había hecho en muchos años- me hizo sentir frágil. Cualquier palabra que dijera me sonaba mucho mejor y más llena de significado que si la decía en portugués.

– No sé nada de Nupi -le dije, arrepentido por mi comentario cruel-. Pero estoy seguro de que puedo encontrarla, y cuando lo haga, te lo haré saber. Te prometo que la buscaré. Ahora necesito algo de ti. Tengo que saber lo que ha sucedido con Tejal.

– No puedo decírtelo -dijo-, está prohibido.

– Nupi querría que me lo contaras todo.

– Quizá sí -Ajira dejó caer los hombros de repente-. Hiciste algo terrible… -dijo con la voz enronquecida por el rencor.

«Necesita castigarme antes de regalarme lo que sabe», pensé.

– ¿Qué hice? Me enamoré de Tejal. ¿Qué tiene de malo?

– Tú… compartiste lecho con ella.

– Iba a casarme con ella. Su padre estaba de acuerdo, y el mío también.

– Pero no te casaste ¿verdad? -me espetó.

– ¡Me arrestó la Inquisición! Me mandaron a una cárcel de Lisboa.

– ¡Baja la voz! El motivo no importa. ¿Qué sabemos nosotros de Lisboa? Cuando Tejal volvió a la aldea, lo hizo con un hijo, pero sin padre. Eso es todo cuanto sabíamos. La vergüenza… es capaz de acabar con una chica. Los hombres no lo entendéis. -Juntó las manos y se meció adelante y atrás, apenada.

Cuando las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos, se las secó con un gesto brusco.

– Nupi, todas las mujeres aportamos lo que pudimos a su dote, en secreto, pero aun así el único que quiso quedarse con ella tal como estaban las cosas fue Durio.

– ¿Es un mal hombre?

– No, es muy bueno, pero es viejo. Podría ser su abuelo.

– ¿Y el niño? ¿Es suyo o mío?

– ¡Es de Durio! -afirmó, aunque lo hizo de forma demasiado vehemente como para que pudiera creerla-. Dime, si realmente querías a Tejal, ¿por qué no esperaste antes de acostarte con ella? -Ajira me miró.

No tenía respuesta para eso. Por primera vez me daba cuenta realmente de que había arruinado la vida de Tejal por egoísmo, y por el temor a las acusaciones de Sofía y Wadi contra mí. Había sido un cobarde.

– ¿Me odia? -pregunté.

– ¡Es que ni siquiera piensa en ti! -me espetó Ajira con cierto rencor, aunque luego se arrepintió y extendió un brazo hacia mí en señal de disculpa.

Le besé la mano y luego la dejé caer. No le dije que estaba mintiendo. Los dos éramos perfectamente conscientes de ello.

– No creo que Kama sea de Durio -le dije en lugar de eso-. Y no puedo irme sin haberlo visto. Tienes que encontrar alguna manera de hacerlo salir. Yo me quedaré escondido, no podrá verme.

– No, no te voy a ayudar más. Debes irte.

Hizo un gesto de rechazo como solía hacer Nupi. Yo estaba desesperado y ansioso.

– Sólo quiero verlo. Por favor… Si tengo que suplicártelo, lo haré.

– ¡Es imposible! Tejal no dejará que me lo lleve.

– Dile que salga para poder darle un regalo. Dale esto -dije, mientras buscaba dentro de mi bolsa. Le había comprado un regalo en Lisboa: un dragón rojo y amarillo que movía las alas cuando sus ruedas giraban al empujarlo por el suelo.

Ajira abrió los ojos, maravillada. Era un juguete maravilloso; con un fino grabado y pintado con colores chillones.

– No puedo. Todo el mundo sabrá que lo has traído tú.

– Diles que era de Sofía cuando era pequeña. Que se lo he dado porque así lo quería mi hermana. Lo he traído y me he ido. Diles que Sofía me contó en una carta que quería que lo tuviera Tejal para nuestro hijo.

Le ofrecí el dragoncito a Ajira. Con el ceño fruncido, sabiendo que cometía un error, lo aceptó.

– Si has tenido el valor de venir a buscarme, entonces también podrás hacer esto -le dije.

La ayudé a levantarse. En sus ojos vi que quería contarme más cosas, pero se limitó a negar con la cabeza como si no tuviera sentido insistir y emprendió de nuevo el camino a la aldea.

Una hora más tarde, cuando sacó de casa de Tejal a un pequeño cogido de la mano, pude ver que el pelo del niño era del color de la miel, el tono exacto del de Sofía cuando tenía su edad.

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